I

Unos halcones con el pico manchado de sangre volaban en el aire gélido. Se elevaron por encima de una horda a caballo que avanzaba inexorable por el Erial de las Lágrimas.

La horda había cruzado dos desiertos y tres cadenas montañosas antes de llegar allí, y el hambre la impulsaba a continuar viaje. Aquellos hombres eran azuzados por el recuerdo de las historias que oyeran contar a los viajeros que visitaban su tierra natal de oriente, por el estímulo de su jefe de finos labios, que se contoneaba en su silla de montar al frente del grupo, portando en un brazo la lanza de tres metros, decorada con los sangrientos trofeos obtenidos en los saqueos.

Los cansados jinetes avanzaban con dificultad, ignorantes de que se acercaban a su objetivo.

Muy por detrás de la horda, un jinete corpulento partió de Elwher, la alegre y jactanciosa capital del mundo Oriental, y pronto se encontró en un valle.

Los duros esqueletos de los árboles conformaban un panorama agostado, y el caballo pateó la tierra del color de las cenizas cuando su jinete lo condujo con mano firme por aquel yermo que en otros tiempos había sido la gentil Eshmir, jardín dorado del Este.

Una peste había asolado Eshmir, y las langostas la habían despojado de su belleza. Plaga y langostas respondían a un mismo nombre: Terarn Gashtek, Señor de las Hordas Montadas, el rostro sumido, causante de tanta destrucción; Terarn Gashtek, el demente sanguinario, el vociferante portador del fuego. Y ése era su otro nombre: Portador del Fuego.

El jinete, testigo de los males que Terarn Gashtek había causado a la gentil Eshmir, se llamaba Moonglum. Moonglum cabalgaba entonces hacia Karlaak, situada junto al Erial de las Lágrimas, último puesto de avanzada de la civilización Occidental, del cual poco sabían los habitantes de las Tierras Orientales. Moonglum sabía que en Karlaak encontraría a Elric de Melniboné, quien se había establecido en la elegante ciudad de su esposa. A Moonglum le urgía llegar a Karlaak para advertir a Elric y solicitar su ayuda.

Era un hombre pequeño y arrogante, con una boca ancha y una mata de pelo rojizo; pero en aquel momento, su boca no sonreía y su cuerpo se inclinaba sobre el caballo mientras lo obligaba a avanzar hacia Karlaak. Eshmir, la gentil Eshmir, había sido la provincia natal de Moonglum, la cual, junto con sus antepasados, había contribuido a hacer de él lo que era.

Blasfemando, pues, cabalgó Moonglum en dirección a Karlaak.

Pero lo mismo hizo Terarn Gashtek. Y el Portador del Fuego ya había alcanzado el Erial de las Lágrimas. La horda avanzaba con lentitud, porque los hombres que la formaban conducían carros que habían quedado muy atrás, pero que en aquellos momentos eran necesarios pues en ellos transportaban todos los suministros. Además de las provisiones, uno de los carros transportaba a un prisionero maniatado, que iba tirado en la parte trasera, maldiciendo a Terarn Gashtek y a sus guerreros de ojos oblicuos.

Drinij Bara se encontraba atado por algo más que unas tiras de cuero; por eso maldecía, porque él era un mago al que, en circunstancias normales, no se podía sujetar de ese modo. De no haber sucumbido a su debilidad por el vino y las mujeres, momentos antes de que el Portador del Fuego se abatiera sobre la ciudad donde él se encontraba, no le habrían atado de aquel modo, y Terarn Gashtek no habría tenido en su poder el alma de Drinij Bara.

El alma del mago reposaba en el cuerpo de un gatito negro, el gato que Terarn Gashtek había atrapado y llevaba siempre consigo, porque, tal como era costumbre entre los hechiceros orientales, para proteger su alma, Drinij Bara la había ocultado en el cuerpo de un gato. Por este motivo, se había convertido en esclavo del Señor de las Hordas Montadas, y debía obedecerle por temor a que matase al gato, y su alma acabara pudriéndose en el Infierno.

No era una situación agradable para el orgulloso hechicero, pero no se merecía menos.

En el rostro pálido de Elric de Melniboné se apreciaba el ligero rastro de una angustia anterior, pero su boca sonreía y sus ojos carmesíes aparecían tranquilos mientras miraba a la joven de negros cabellos junto a la cual paseaba por los jardines escalonados de Karlaak.

—Elric, ¿has encontrado la felicidad? —le preguntó Zarozinia.

—Creo que sí —repuso él—. La Tormentosa cuelga en el arsenal de tu padre cubierta de telarañas. Las drogas que descubrí en Troos me mantienen fuerte, con la vista clara, y sólo he de tomarlas de vez en cuando. Ni siquiera he de pensar en viajar o volver a la lucha. Estoy contento de estar aquí, viviendo a tu lado y estudiando los libros de la biblioteca de Karlaak. ¿Qué más podría pedir?

—Mi señor, mucho me halagáis. Me volveré complaciente.

Elric se echó a reír y repuso:

—Es preferible eso a que dudes. No temas, Zarozinia, ahora no tengo motivos para seguir viajando. Echo de menos a Moonglum, pero era natural que se cansara de residir en una ciudad y deseara volver a visitar su tierra natal.

—Me alegra que estés en paz, Elric. Al principio, mi padre no veía con buenos ojos que tú vivieras aquí, pues temía los negros males que en otros tiempos te acompañaron; pero estos tres meses han sido suficientes para probarle que los males ya se han ido sin dejar detrás a un loco enardecido.

De pronto les llegó un grito desde la calle; un hombre daba voces y golpeaba las puertas de la casa.

—Dejadme entrar, maldición, he de hablar con vuestro amo.

Un sirviente llegó a la carrera y les anunció:

—Señor Elric…, en la puerta hay un hombre que os trae un mensaje. Dice que es amigo vuestro.

—¿Cómo se llama?

—Tiene un nombre extranjero…, dice llamarse Moonglum.

—¡Moonglum! Vaya, su estancia en Elwher ha sido breve. ¡Dejadle pasar!

Por un momento, en los ojos de Zarozinia se reflejó el temor; la muchacha se aferró con fuerza al brazo de Elric y le dijo:

—Elric…, ruega porque no traiga noticias que te alejen de mí.

—No hay noticias capaces de apartarme de tu lado. No temas, Zarozinia. —Dicho esto, salió apresuradamente del jardín y se dirigió al patio de la casa.

Moonglum traspuso las puertas de entrada al tiempo que desmontaba de su caballo.

—¡Moonglum, amigo mío! ¿A qué viene tanta prisa? Naturalmente, me alegra verte después de tan corta separación, pero veo que has cabalgado a todo galope…, ¿por qué?

El rostro del pequeño Oriental se mostró sombrío debajo de la capa de polvo que lo cubría, además, llevaba la ropa sucia de tanto cabalgar.

—Se acerca el Portador del Fuego y llega auxiliado por la magia —dijo jadeante—. Has de poner sobre aviso a la ciudad entera.

—¿El Portador del Fuego? Ese nombre no me dice nada…, ¿acaso deliras, amigo mío?

—Sí, deliro. Pero de odio. Destruyó mi tierra natal, mató a mi familia y a mis amigos y ahora desea conquistar el Oeste. Hace dos años no era más que un ladrón del desierto, pero comenzó a reunir una gran horda de bárbaros, y ha avanzado por las Tierras Orientales, arrasándolo todo a su paso. Sólo Elwher se ha salvado de sus ataques, porque la ciudad era demasiado grande como para que él la tomara. Pero ha convertido dos mil millas de hermosa campiña en un yermo humeante. ¡Tiene planeado conquistar el mundo, y cabalga hacia occidente con quinientos mil guerreros!

—Has hablado de magia…, ¿qué sabe este bárbaro de un arte tan avanzado?

—Él, muy poco, pero tiene en su poder a uno de nuestros mejores hechiceros: Drinij Bara. Fue capturado en una taberna de Phum, mientras dormía la borrachera junto a dos rameras. Había depositado su alma en el cuerpo de un gato para que ningún hechicero rival se la robara mientras dormía. Pero Terarn Gashtek, el Portador del Fuego, conocía este truco; se apoderó del gato y le ató las patas, cubriéndole los ojos y la boca, aprisionando así el alma malvada de Drinij Bara. Ahora el hechicero es su esclavo, y si no obedece al bárbaro, el gato será sacrificado con una espada de acero, y el alma de Drinij Bara irá al Infierno.

—Se trata de hechizos que desconozco —dijo Elric—. A mi juicio no son más que supersticiones.

—Cualquiera sabe lo que son. Pero mientras Drinij Bara crea en lo que cree, hará cuanto Terarn Gashtek le ordene. Con la ayuda de su magia ya han destruido varías ciudades orgullosas.

—¿A qué distancia de aquí se encuentra el tal Portador del Fuego?

—Como mucho a tres días a caballo. Me vi obligado a venir hasta aquí por un camino más largo para no toparme con sus batidores.

—Entonces hemos de prepararnos para el sitio.

—No, Elric…, ¡debéis disponeros a huir!

—Huir…, ¿quieres que le pida a los ciudadanos de Karlaak que abandonen su hermosa ciudad y la dejen sin protección, que se marchen de sus casas?

—Si ellos no lo hacen… hazlo tú, y llévate a tu esposa. Nadie puede resistir a semejante enemigo.

—Mi propia magia no es nada despreciable.

—Pero la magia de un solo hombre no basta para contener a medio millón de hombres auxiliados también por la magia.

—Y Karlaak es una ciudad de mercaderes, no es una fortaleza guerrera. Está bien, hablaré con el Consejo de Ancianos e intentaré convencerles.

—Pues hazlo pronto, Elric, porque si no lo logras, Karlaak no soportará ni medio día ante los sanguinarios hombres de Terarn Gashtek.

—Son tozudos —dijo Elric mientras los dos estaban sentados en su estudio privado esa misma noche—. Se niegan a reconocer la magnitud del desastre. Se niegan a marcharse y yo no puedo abandonarlos porque me han recibido con los brazos abiertos y me han aceptado como ciudadano de Karlaak.

—Entonces, ¿debemos quedarnos aquí y morir?

—Tal vez. Al parecer no tenemos otra salida. Pero tengo un plan. Dices que Terarn Gashtek tiene prisionero a ese mago. ¿Qué haría si recuperara su alma?

—Pues vengarse de su captor. Pero Terarn Gashtek no cometería el error de dejarlo escapar. Por ese lado no podremos sacar nada.

—¿Y si lográsemos ayudar a Drinij Bara?

—¿Cómo? Sería imposible.

—Según parece es la única solución. ¿Sabe ese bárbaro que yo existo, conoce mi historia?

—Que yo sepa, no.

—¿Te reconocería?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Pues entonces sugiero que nos unamos a él.

—Unirnos a él… ¡Elric, sigues estando tan loco como cuando cabalgábamos como viajeros errantes!

—Sé lo que me hago. Sería el único modo de acercarnos a él y descubrir una forma sutil de derrotarle. Partiremos al amanecer, no hay tiempo que perder.

—Muy bien. Esperemos que tu suerte siga siendo buena, aunque lo dudo, pues has abandonado tus viejas costumbres y la suerte corría pareja con ellas.

—Pronto lo sabremos.

—¿Llevarás la Tormentosa?

—Había abrigado la esperanza de no tener que volver a usar a ese engendro de los infiernos. Es una espada traicionera.

—Es verdad…, pero creo que en este caso te hará falta.

—Tienes razón. La llevaré conmigo. —Elric frunció el ceño y cerró los puños con fuerza—. Pero ello significará que faltaré a la promesa que le hice a Zarozinia.

—Es preferible que faltes a esa promesa a que las Hordas Montadas te roben a tu esposa.

Elric abrió la puerta del arsenal; en una mano llevaba una antorcha brillante. Sintió náuseas al recorrer el estrecho pasadizo donde se alineaban las armas deslustradas, que llevaban un siglo sin ser utilizadas.

El corazón le latió con fuerza cuando se acercó a otra puerta y quitó la barra para acceder a una pequeña sala en la que guardaban la Tormentosa, junto a las insignias reales de los Jefes Guerreros de Karlaak, desaparecidos hacía mucho tiempo. La negra espada comenzó a gemir, como queriendo darle la bienvenida a su amo, cuando éste inspiró una bocanada de aire húmedo y tendió la mano para cogerla. Al aferrar la empuñadura, una impía sensación de éxtasis le recorrió todo el cuerpo. El rostro se le crispó al envainar la espada, y tuvo que salir corriendo del arsenal, en busca de aires más puros.

Elric y Moonglum, ataviados como simples mercenarios, montaron en sus caballos equipados con sencillez y se despidieron de los Consejeros de Karlaak.

Zarozinia besó la pálida mano de Elric.

—Comprendo que esto es necesario —le dijo, con los ojos anegados por las lágrimas—, pero cuídate, amor mío.

—Lo haré. Y ruega porque tengamos éxito en cuanto decidamos hacer.

—Que los Dioses Blancos sean contigo.

—No…, rézale a los Señores de las Oscuridades, porque para la tarea que vamos a emprender, he de recurrir a su malvado auxilio. Y no olvides las palabras que te he dejado para el mensajero que ha de partir hacia el suroeste en busca de Dyvim Slorm.

—No las olvidaré —repuso la muchacha—, pero me preocupa que vuelvas a sucumbir a tus antiguas y negras costumbres.

—Preocúpate, si quieres…, que yo me preocuparé por mi destino más adelante.

—Adiós, mi señor, y que te acompañe la suerte.

—Adiós, Zarozinia. Mi amor por ti me dará más poder que el que pueda otorgarme esta maldita espada. —Espoleó a su caballo, traspuso las puertas, y emprendieron el galope en dirección al Erial de las Lágrimas y un futuro plagado de problemas.