IV

Moonglum no se había equivocado. En el Gran Salón los encontraron a todos tumbados, sumidos en un sueño beodo. En las chimeneas abiertas habían encendido el fuego y los leños ardían dibujando unas sombras que se proyectaban, saltarinas, por todo el Salón.

—Moonglum, ve con Zarozinia hasta los establos y prepara nuestros caballos —ordenó Elric en voz baja—. Yo ajustaré cuentas con Gutheran. ¿Ves? Han apilado el botín sobre la mesa, para regodearse en su aparente victoria.

La Tormentosa yacía, sobre un montón de sacos rotos y alforjas que contenían el botín robado al tío, a los primos de Zarozinia, a Elric y a Moonglum.

Zarozinia, que ya había vuelto en sí, pero que continuaba aturdida, se fue en compañía de Moonglum a buscar los establos, mientras Elric, sorteando los cuerpos de los hombres de Org, tirados en el suelo y rodeando los fuegos ardientes, se acercó a la mesa y, agradecido, recuperó su espada rúnica.

Saltó entonces sobre la mesa y se disponía a aferrar a Gutheran, que todavía conservaba colgada al cuello la cadena con piedras preciosas, símbolo de su reinado, cuando las enormes puertas del Salón se abrieron de par en par y una ráfaga de viento helado hizo danzar el fuego de las antorchas. Olvidándose de Gutheran, Elric dio media vuelta con los ojos desmesuradamente abiertos.

Enmarcado en el vano de la puerta se alzaba el Rey de Debajo de la Colina.

El monarca que llevaba mucho tiempo muerto había vuelto a la vida gracias a Veerkad, cuya propia sangre había completado la resurrección. Ahí estaba, envuelto en sus vestidos putrefactos, con sus huesos carcomidos cubiertos por restos de piel reseca y cuarteada. El corazón no le latía, porque carecía de corazón; no respiraba, porque sus pulmones habían sido devorados por las criaturas que se deleitaban con tales cosas. Pero, por horrible que pareciera, estaba vivo…

El Rey de la Colina. Había sido el último gran gobernante del Pueblo Condenado que, en su furia, había destruido media Tierra y creado el Bosque de Troos. Tras el Rey muerto se apiñaban las espantosas huestes que habían sido sepultadas a su lado en el pasado legendario.

¡Y comenzó la matanza!

Elric apenas alcanzaba a adivinar qué secreta venganza se estaba llevando a cabo, pero fuera cual fuese su motivo, el peligro era muy real.

Elric desenvainó la Tormentosa mientras las hordas resucitadas descargaban sus iras sobre los vivos. El Salón se llenó con los gritos horrorizados de los infortunados hombres de Org. Medio paralizado por el horror, Elric permaneció junto al trono. Gutheran despertó en ese momento y vio al Rey de la Colina y a sus huestes. Lanzando un grito casi agradecido, dijo:

—¡Por fin podré descansar!

Y cayó muerto de un ataque, privando a Elric de su venganza.

El eco de la sombría canción de Veerkad se repitió en la memoria de Elric. Los Tres Reyes en la Oscuridad, Gutheran, Veerkad y el Rey de Debajo de la Colina. Sólo continuaba vivo el último…, después de haber estado muerto durante milenios.

Los ojos fríos del Rey recorrieron el Salón y descubrieron a Gutheran despatarrado sobre su trono, con la antigua cadena, símbolo de su reinado, colgada de su cuello. Elric la arrancó del cuerpo y retrocedió mientras el Rey de Debajo de la Colina avanzaba. Chocó contra una columna y se vio rodeado de espíritus devoradores.

El Rey muerto se acercó un poco más, y con un gemido silbante que provenía de las profundidades de su cuerpo putrefacto, se lanzó sobre Elric, que se vio entonces trabado en una lucha desesperada contra el Rey de la Colina, que poseía una fuerza sobrenatural, pero cuya carne no sangraba ni sufría dolor alguno. Ni siquiera la infernal espada rúnica poseía poder alguno contra aquel horror que carecía de alma de la cual apoderarse y de sangre de la cual beber.

Desesperado, Elric hundió su espada en el Rey de la colina, pero unas uñas irregulares se le clavaron en la carne y unos dientes se le prendieron al cuello. Y siempre presente, el hedor impresionante de la muerte manaba de los espíritus devoradores que atestaban el Gran Salón con sus horrendas formas y se comían a los vivos y a los muertos.

Elric oyó entonces que la voz de Moonglum lo llamaba y lo vio en la galería que rodeaba el Salón. Llevaba un gran cántaro de aceite.

—Condúcelo hasta el fuego central, Elric. Quizá haya un modo de vencerle. ¡Date prisa, o acabará contigo!

Sacando fuerzas de flaqueza, el melnibonés obligó al rey gigante a dirigirse hacia las llamas. Alrededor del fuego, los espíritus devoradores se alimentaban de los restos de sus víctimas, algunas de las cuales todavía estaban vivas, y pedían a gritos que las salvaran, por encima del clamor de la carnicería.

El Rey de la Colina se encontraba ya de espaldas al gran fuego del centro. Continuaba atacando a Elric. Moonglum lanzó el cántaro.

Se estrelló contra las piedras del hogar salpicando al Rey con aceite en llamas. El Rey se tambaleó y Elric le asestó un golpe con todas sus fuerzas; hombre y espada se unieron para empujar al Rey de la Colina hacia el fuego. El Rey cayó sobre las llamas y el fuego comenzó a devorarlo.

Antes de perecer envuelto en llamas, el gigante lanzó un aullido espantoso.

El fuego comenzó a extenderse y el Gran Salón no tardó en convertirse en un Infierno abrasador entre cuyas llamas corrían los espíritus que continuaban devorando a vivos y muertos sin percatarse de su propia destrucción. El camino hacia la puerta se encontraba bloqueado.

Elric miró a su alrededor y vio un único modo de salir de allí.

Envainó la Tormentosa, tomó impulso, saltó hacia arriba y alcanzó a aferrarse de la barandilla de la galería justo en el momento en que las llamas engullían el lugar donde había estado.

Moonglum se inclinó hacia abajo y lo ayudó a saltar la barandilla.

—Me has decepcionado, Elric —le dijo con una sonrisa socarrona—, te has olvidado de traer el tesoro.

Elric le enseñó lo que llevaba en la mano izquierda: la cadena incrustada de joyas, símbolo del reinado de Org.

—Esta fruslería alcanzará en cierto modo a recompensar nuestros padecimientos —le dijo al tiempo que levantaba en el aire la brillante cadena—. ¡Por Arioch que no he robado nada! ¡En Org ya no quedan reyes que puedan llevarla! Andando, reunámonos con Zarozinia y vayamos en busca de los caballos.

Abandonaron la galería justo en el momento en que las paredes comenzaban a desmoronarse sobre el Gran Salón.

Se alejaron de los salones de Org a todo galope; al mirar atrás, vieron que en los muros aparecían unas enormes fisuras y oyeron el rugido de la destrucción cuando las llamas consumieron lo que había sido Org.

Destruyeron la sede de la monarquía, los restos de los Tres Reyes en la Oscuridad, el presente y el pasado. De Org no quedaría más que un túmulo funerario vacío y dos cadáveres, unidos en eterno abrazo, en el mismo lugar donde sus antepasados habían yacido durante siglos en el Sepulcro Central. Destruyeron el último eslabón con la era anterior y limpiaron la Tierra de un antiguo mal. Sólo quedaba el Bosque de Troos como señal de la existencia del Pueblo Condenado.

Y el Bosque de Troos era una advertencia.

Fatigados aunque aliviados, los tres vieron los perfiles de Troos en la lejanía, tras la pira funeraria en llamas.

Sin embargo, a pesar de su felicidad, y aunque el peligro había pasado, a Elric se le planteaba un nuevo problema.

—¿Por qué frunces el ceño, amor mío? —le preguntó Zarozinia.

—Porque creo que estabas en lo cierto. ¿Recuerdas que dijiste que confiaba demasiado en mi espada rúnica?

—Sí, y también recuerdo que te dije que no discutiría contigo.

—Así es. Pero tengo la sensación de que sólo tenías razón en parte. Sobre el túmulo funerario y dentro de él no llevaba conmigo la Tormentosa… y, sin embargo, luché y vencí porque temía por tu seguridad. —Su voz sonaba tranquila—. Quizá, con el tiempo, logre conservar mi fuerza mediante ciertas hierbas que encontré en Troos; tal vez así, pueda prescindir de la espada para siempre.

Al oír aquellas palabras, Moonglum lanzó una sonora carcajada.

—Elric… jamás creí que sería testigo de semejante manifestación. Que tú vas a prescindir de esa maldita espada. No sé si algún día podrás hacerlo, pero me reconforta pensar en ello.

—Y a mí también, amigo mío. —Se inclinó en la silla, aferró a Zarozinia por los hombros y la atrajo hacia sí de una manera peligrosa sin dejar de cabalgar a todo galope. Y mientras continuaban viaje, la besó, sin prestar atención al ritmo que llevaban.

—¡Un nuevo inicio! —gritó por encima del rumor del viento—. ¡Un nuevo inicio, amor mío!

Los tres continuaron viaje hacia Karlaak, situada junto al Erial de las Lágrimas, donde se presentarían para enriquecerse y participar en la boda más extraña que jamás se hubiera visto en las Tierras del Norte.