VI
—¡No es verdad! ¡Mientes! —chilló el hombre, aterrado—. No tuvimos la culpa.
Pilarmo se encontraba ante el grupo de ciudadanos ilustres. Detrás del mercader ricamente vestido estaban sus tres colegas, los que habían conocido a Elric y a Moonglum en la taberna.
Uno de los ciudadanos acusadores levantó un dedo regordete y señaló hacia el norte, donde se encontraba el palacio de Nikorn.
—De modo que Nikorn era enemigo de todos los mercaderes de Bakshaan. Eso es aceptable. Pero en estos momentos una horda de ladrones con las manos manchadas de sangre atacan su castillo, auxiliados por los demonios… ¡y Elric de Melniboné es su jefe! Sabéis que sois culpables de todo esto…, en la ciudad no se comenta otra cosa. Empleasteis a Elric… ¡y mirad lo que ha sucedido!
—¡No sabíamos que llegaría al extremo de matar a Nikorn! —El gordo de Tormiel se estrujaba las manos con el rostro contraído por el temor y la preocupación—. Nos estáis ofendiendo. Sólo pretendíamos…
—¡Que os estamos ofendiendo! —Faratt, portavoz de sus conciudadanos, era un hombre de tez encarnada y labios gruesos. Agitando las manos con indignada exasperación, añadió—: Cuando Elric y sus chacales hayan acabado con Nikorn… vendrán a la ciudad. ¡Estúpidos! Es lo que el hechicero albino planeaba hacer desde un principio. No hizo más que burlarse de vosotros…, pues le habéis dado una excusa. ¡Contra hombres armados podemos luchar…, pero contra la magia, no!
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¡Bakshaan será arrasada antes de que acabe el día de hoy! —Tormiel se volvió hacia Pilarmo—. ¡La idea fue tuya…, piensa ahora en un plan!
—Podríamos pagar un rescate —tartamudeó Pilarmo—, o sobornarlos… o darles dinero suficiente como para satisfacerlos.
—¿Y quién va a pagar ese dinero? —inquirió Faratt. Y la discusión volvió a empezar.
Elric miró con asco el cuerpo destrozado de Theleb K’aarna. Se apartó y quedó ante un Moonglum de rostro pálido que le dijo con voz ronca:
—Vámonos ya, Elric. Yishana te espera en Bakshaan, tal como prometió. Has de cumplir con el trato que hice en tu nombre.
—Sí —asintió Elric, preocupado—. Por el ruido, parece ser que los imrryrianos han tomado el castillo. Dejaremos que lo saqueen a sus anchas y saldremos de aquí mientras aún estemos a tiempo. ¿Quieres dejarme unos momentos a solas? La espada rechaza su alma.
—Nos reuniremos en el patio dentro de un cuarto de hora —dijo Moonglum suspirando agradecido—. Deseo reclamar parte del botín. —Bajó la escalera estrepitosamente mientras Elric se quedaba de pie junto al cuerpo de su enemigo. Extendió los brazos, con la espada chorreando sangre todavía en la mano.
—Dyvim Tvar —gritó—. Tú y tus compatriotas habéis sido vengados. Que el ser malvado que tenga en su poder el alma de Dyvim Tvar la libere ya mismo y tome el alma de Theleb K’aarna.
Algo invisible e intangible, aunque de todos modos perceptible, fluyó hacia la estancia y flotó sobre el cuerpo despatarrado de Theleb K’aarna. Elric se asomó a la ventana y creyó oír el batir de alas de un dragón, olió el aliento acre de las bestias, vio que una cruzaba al vuelo el cielo amanecido y se llevaba a Dyvim Tvar, el Amo de los Dragones.
Elric esbozó una sonrisa y dijo en voz baja:
—Que los Dioses de Melniboné te protejan, dondequiera que estés. —Luego se alejó de aquella carnicería y abandonó la estancia.
En la escalera se encontró con Nikorn de Ilmar.
El rostro vigoroso del mercader estaba lleno de ira. Temblaba de rabia. Empuñaba una enorme espada.
—Por fin te he encontrado, lobo —dijo—. ¡Te he perdonado la vida y mira cómo me pagas!
—Así tenía que ser —le dijo Elric con voz cansada—. Pero he dado mi palabra de que no te quitaría la vida, créeme, no lo haría, Nikorn, aunque no hubiera empeñado mi palabra.
Nikorn se encontraba a un par de pasos de la puerta, bloqueando la salida.
—Entonces tomaré la tuya. ¡Vamos…, pelea!
Salió al patio, y a punto estuvo de caer al tropezar con el cadáver de un imrryriano; recobró el equilibrio y esperó, con gesto amenazante, que Elric saliera. Elric salió con la espada envainada.
—No.
—¡Defiéndete, lobo!
Automáticamente, la diestra del albino aferró la empuñadura de su acero, pero el melnibonés no desenvainó. Nikorn lanzó una maldición y le asestó un golpe bien calculado que a punto estuvo de cruzarle la cara al pálido hechicero. Éste retrocedió de un salto y, con renuencia, desenvainó la Tormentosa, y se mantuvo en guardia, esperando que el bakshaanita se moviera.
Elric sólo pretendía desarmar a Nikorn. No quería matar ni mutilar a aquel valiente que le había perdonado la vida cuando se había encontrado a su merced.
Nikorn lanzó otra estocada a Elric, y el albino la paró. La Tormentosa gemía y se estremecía suavemente. Se oyó el entrechocar de los metales y la lucha adquirió mayor ritmo cuando la ira de Nikorn se transformó en una furia contenida. Elric se vio obligado a defenderse con todas sus artes y sus fuerzas. Aunque mayor que el albino, y a pesar de ser un mercader, Nikorn era un soberbio espadachín. Poseía una velocidad fantástica, y en ocasiones, Elric no se ponía a la defensiva sólo porque así lo deseara.
Pero algo le ocurría a la espada rúnica. Se revolvía en la mano de Elric obligándole a contraatacar. Nikorn retrocedió; un destello de miedo le iluminó los ojos cuando notó la potencia del acero forjado en el infierno que empuñaba Elric. El mercader luchó denodadamente…, y Elric se limitó a seguir los designios de su espada. Se sintió completamente dominado por su acero, que lanzaba mandobles que quebraban la guardia de Nikorn.
De pronto, la Tormentosa se movió en la mano de Elric. Nikorn gritó. La espada rúnica abandonó espontáneamente la mano de Elric con la intención de ir a clavarse en el corazón de su oponente.
—¡No! —gritó Elric tratando inútilmente de sujetar su acero. La Tormentosa se hundió en el corazón de Nikorn lanzando un infernal grito de triunfo—. ¡No! —Elric asió la empuñadura e intentó arrancar la espada del cuerpo de Nikorn. El mercader aulló de dolor. Tenía que haber muerto. Pero conservaba un hilo de vida.
—¡Me está llevando…, la muy maldita me está llevando! —Nikorn se atragantaba con su propia sangre y aferraba el negro acero con las manos crispadas—, ¡deténla, Elric…, te lo suplico, deténla! ¡Por favor!
Elric volvió a intentar sacar la espada del corazón de Nikorn. Pero fue inútil. Era como si hubiera echado raíces en su carne. Gemía vorazmente al tiempo que absorbía el alma de Nikorn de Ilmar. Se tragó la fuerza vital del hombre moribundo y, mientras lo hacía, su voz sonaba suave y asquerosamente sensual. Elric continuó luchando por arrancar la espada. Fue imposible.
—¡Maldita seas! —gimió—. Este hombre era casi un amigo…, le di mi palabra de que no lo mataría. —Pero aunque la Tormentosa era capaz de sentir, no podía oír a su amo.
Nikorn lanzó otro grito que se fue apagando hasta convertirse en un sollozo perdido. Entonces, su cuerpo se quedó inerte.
Murió…, y el alma de Nikorn fue a unirse a las almas de incontables víctimas, amigos, familiares y enemigos que habían servido de alimento a aquello que mantenía vivo a Elric de Melniboné.
Elric rompió en sollozos.
—¿Por qué me persigue esta maldición? ¿Por qué?
Cayó al suelo, sobre la tierra y la sangre. Minutos después, Moonglum se acercó a su amigo, que yacía boca abajo. Aferró a Elric por los hombros y le dio la vuelta. Al ver el rostro del albino, estragado por la agonía, se estremeció.
—¿Qué ha ocurrido?
Elric se incorporó, se apoyó sobre un codo, señaló hacia donde yacía el cuerpo de Nikorn, y repuso:
—Otro más, Moonglum. ¡Maldita espada! ¡Maldita, maldita!
—Nikorn te habría matado —dijo Moonglum, incómodo—. No pienses más en ello. Más de una vez se ha faltado a la palabra empeñada sin que quien la empeñara tuviera culpa de ello. Vamos, amigo, Yishana te espera en la Taberna de la Paloma Púrpura.
Elric se puso en pie con dificultad y comenzó a andar despacio hacia las puertas destrozadas del palacio donde les esperaban unos caballos.
Mientras cabalgaban hacia Bakshaan, ignorantes de los problemas que afectaban a sus habitantes, Elric dio unos golpecitos a la Tormentosa, que colgaba, una vez más, a su costado. Sus ojos aparecían duros y taciturnos, como perdidos en sus propios sentimientos.
—Ten cuidado con esta espada del diablo, Moonglum. Mata a los enemigos, pero lo que más le gusta es saborear la sangre de amigos y compatriotas.
Moonglum sacudió la cabeza rápidamente, como para despejarse, y apartó la vista sin decir palabra.
Elric abrió la boca para agregar algo más, pero después cambió de parecer. Necesitaba imperiosamente hablar, pero no tenía nada que decir.
Pilarmo frunció el ceño. Contemplaba con gesto agraviado cómo sus esclavos se afanaban por transportar sus baúles llenos de tesoros y apilarlos en la calle, junto a su enorme mansión. En otros puntos de la ciudad, los tres colegas de Pilarmo experimentaban distintos grados de angustia. Sus tesoros eran transportados de igual modo. Los burgueses de Bakshaan habían decidido quiénes iban a pagar el posible rescate.
En aquel momento, un ciudadano harapiento bajaba la calle a paso lento señalando tras él y dando voces.
—¡El albino y su amigo están en la puerta norte! Los burgueses que se encontraban junto a Pilarmo se miraron. Faratt tragó saliva.
—Elric viene a negociar —dijo—. Deprisa. Abrid los arcones con los tesoros y ordenad al guardia de la ciudad que le deje pasar. —Uno de los ciudadanos partió a toda prisa.
Al cabo de pocos minutos, mientras Faratt y los demás se afanaban por dejar expuesto el tesoro de Pilarmo a la mirada del albino, Elric enfiló la calle al galope, con Moonglum a su lado. Los dos hombres se mostraban impasibles. Se cuidaron muy bien de no delatar su sorpresa.
—¿Qué es esto? —inquirió Elric lanzándole una mirada a Pilarmo.
—Un tesoro —contestó Faratt retrocediendo servilmente—. Es tuyo, mi Señor Elric…, para ti y para tus hombres. Y hay más. No es necesario que emplees tu magia. Ni que tus hombres nos ataquen. El tesoro que aquí ves es fabuloso…, de un valor enorme. ¿Lo aceptarás y dejarás en paz a esta ciudad?
Moonglum estuvo a punto de sonreír, pero se controló.
—Ya me basta —dijo Elric fríamente—. Lo acepto. Y asegúrate de que el resto le sea entregado a mis hombres en el castillo de Nikorn, de lo contrario, tú y tus amigos arderéis mañana en la hoguera.
A Faratt le dio un repentino ataque de tos que lo hizo temblar, y repuso:
—Como ordenes, mi Señor Elric. Se hará lo que tú digas.
Los dos hombres dirigieron sus caballerías en dirección de la Taberna de la Paloma Púrpura. Cuando se encontraron a prudente distancia, Moonglum dijo:
—Por lo que he podido entender, son maese Pilarmo y sus amigos quienes están pagando ese tributo no pedido.
Elric, que carecía de todo sentido del humor, lanzó una risa ahogada y repuso:
—Es verdad. Desde un principio tenía planeado robarles, pero fueron sus propios conciudadanos quienes lo han hecho por nosotros. Cuando regresemos, recogeremos nuestra parte del botín.
Continuaron cabalgando y llegaron a la taberna. Yishana les esperaba, nerviosa, y vestida para viajar.
Al ver el rostro de Elric, suspiró, satisfecha, y en sus labios se formó una sonrisa tersa como la seda.
—De modo que Theleb K’aarna ha muerto —dijo—. Ahora podremos reanudar nuestra relación, Elric.
—Era mi parte del trato —asintió el albino—. Has cumplido con la tuya al ayudar a Moonglum a recuperar mi espada —añadió sin rastros de emoción.
Ella lo abrazó, pero él se apartó murmurando:
—Luego, ahora no. Y ésa es una promesa que cumpliré, Yishana.
Ayudó a la mujer a montar en el caballo que esperaba. Y regresaron a la casa de Pilarmo.
—¿Qué ha pasado con Nikorn…, está a salvo? —inquirió Yishana—. Me gustaba ese hombre.
—Ha muerto —repuso Elric con tono forzado.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Al igual que todos los mercaderes —repuso Elric—, se excedió en el regateo.
Sumidos en un silencio poco natural, los tres continuaron al galope en dirección a las Puertas de Bakshaan; Elric no se detuvo cuando los otros lo hicieron, para recoger su parte de las riquezas de Pilarmo. Continuó cabalgando, con la mirada perdida, y cuando se hallaba ya a dos leguas de la ciudad, sus acompañantes tuvieron que azuzar a sus corceles para poder darle alcance.
Sobre Bakshaan, en los jardines de los ricos, no soplaba la brisa. Los vientos no llegaron para refrescar las caras sudorosas de los pobres. En el cielo, sólo el sol brillaba ardiente, redondo y rojo, y una sombra con forma de dragón lo surcó una sola vez para desaparecer después.