III
En un abismo humeante, más allá de los límites del tiempo y el espacio, una criatura comenzó a moverse. A su alrededor, las sombras se agitaron. Eran las sombras de las almas de los hombres; y esas sombras que se agitaban en la brillante oscuridad eran dueñas de la criatura. Ella les permitía dominarla, con tal de que pagaran un precio. En la lengua de los hombres, esa criatura tenía un nombre. Se llamaba Quaolnarg y acudía cuando se invocaba su nombre.
En esos momentos se movía. Oyó cómo su nombre traspasaba las barreras que normalmente bloqueaban su comunicación con la Tierra. La invocación del nombre abría temporalmente un sendero entre esas barreras intangibles. Volvió a moverse cuando su nombre fue invocado por segunda vez. La criatura no sabía por qué la llamaban ni qué la llamaba. Sólo era confusamente consciente de un hecho. Cuando se abriera el sendero, podría alimentarse. No comía carne ni bebía sangre, sino que se alimentaba de las mentes y las almas de hombres y mujeres adultos. De vez en cuando, como aperitivo, se deleitaba con los bocados de la fuerza vital inocente que extraía de los niños. Los animales no le llamaban la atención, puesto que en ellos no había conciencia suficiente como para saborear. A pesar de su estupidez, la criatura era una gastrónoma y una conocedora.
Su nombre fue invocado por tercera vez. Volvió a moverse y fluyó hacia adelante. Se acercaba el momento en el cual, una vez más, podría alimentarse…
Theleb K’aarna se estremeció. Básicamente, se consideraba un hombre pacífico. Él no tenía la culpa de que su avaricioso amor por Yishana le hubiera conducido a la locura. Él no tenía la culpa si, por ella, controlaba a varios demonios poderosos y malévolos que, a cambio de los esclavos y los enemigos con que los alimentaba, protegían el palacio de Nikorn, el mercader. Sentía la profunda convicción de que él no tenía la culpa de todo aquello. Fueron las circunstancias las que lo condenaron. Entristecido, deseó no haber conocido nunca a Yishana, no haber regresado a su lado después de aquel desgraciado episodio en las afueras de las murallas de Tanelorn. Volvió a estremecerse en el interior de la estrella de cinco puntas mientras invocaba a Quaolnarg. Su embrionario talento para la precognición le había permitido atisbar el futuro inmediato y sabía que Elric se preparaba para enfrentarse a él. Theleb K’aarna aprovechaba para invocar toda la ayuda que pudiese controlar. Quaolnarg debía ser enviado a destruir a Elric, si podía hacerlo, antes de que el albino se acercase al castillo. Theleb K’aarna se congratuló por haber conservado el mechón de blancos cabellos que, en el pasado, le permitió enviar hasta Elric a otro demonio, ahora desaparecido.
Quaolnarg sabía que se acercaba a su amo. Se impulsó indolentemente hacia adelante y al penetrar en el extraño continuo sintió un dolor punzante. La criatura sabía que el alma de su amo estaba suspendida ahí delante, pero por algún motivo decepcionante, resultaba inalcanzable. Algo cayó ante la criatura.
Después de olisquearlo, Quaolnarg supo qué debía hacer. Aquello formaba parte de su alimento. Agradecida, la criatura se fue tras su presa antes de que el dolor, propio de una estancia prolongada en un sitio extraño, aumentara demasiado.
Elric cabalgaba al frente de sus compatriotas. A su derecha iba Dyvim Tvar, el Amo de los Dragones, y a su izquierda, Moonglum de Elwher. Tras él cabalgaban doscientos hombres, y a continuación iban los carros con el botín, las máquinas de guerra y los esclavos.
La caravana resplandecía con sus estandartes orgullosos y las largas lanzas brillantes de Imrryr. Iban vestidos de acero, con afiladas espinilleras, yelmos y hombreras. Sus petos estaban pulidos y lanzaban destellos allí donde se abrían sus largos coletos de pieles. Sobre los coletos llevaban brillantes capas de telas imrryrianas, que centelleaban bajo la pálida luz del sol. Los arqueros cabalgaban muy cerca de Elric y sus compañeros. Llevaban potentes arcos de hueso desencordados, que sólo ellos sabían usar. Sobre las espaldas cargaban las aljabas repletas de flechas con plumas negras. A continuación iban los lanceros, con sus brillantes lanzas inclinadas para que no chocasen contra las ramas bajas de los árboles. Tras ellos cabalgaba la fuerza principal: los soldados espadachines imrryrianos que llevaban largas espadas y armas blancas cortas, que eran demasiado cortas para ser verdaderas espadas y demasiado largas para llevar el nombre de cuchillos. Cabalgaban rodeando Bakshaan, hacia el palacio de Nikorn, que se encontraba al norte de la ciudad. Aquellos hombres cabalgaban en silencio. No sabían qué decir, pues Elric, su Señor, los conducía a la batalla por primera vez en cinco años.
La Tormentosa, la espada negra de los infiernos, tintineaba bajo la mano de Elric, y esperaba ansiosa la matanza. Moonglum se removía en la silla, nervioso ante la inminencia del combate en el cual intervendría la magia negra. Moonglum no se sentía en absoluto atraído por las artes mágicas ni las criaturas que engendraban. Para él, los hombres debían entablar sus batallas sin ninguna ayuda. Cabalgaban nerviosos y tensos.
La Tormentosa se agitó al costado de Elric. Un débil quejido emanó del metal; el tono era de advertencia. Elric levantó una mano y los caballos detuvieron el paso.
—Se acerca algo a lo cual sólo yo puedo enfrentarme —le informó a sus hombres—. Continuaré solo.
Espoleó a su caballo hasta que alcanzó un medio galope y mantuvo la vista al frente. La voz de la Tormentosa se hizo más audible y aguda…, un grito ahogado. El caballo tembló; Elric tenía los nervios a flor de piel. No esperaba que las dificultades aparecieran tan pronto y rogó porque, fuera cual fuese el mal que se agazapaba en el bosque, no estuviera dirigido a él.
—Arioch, no me abandones —suplicó con un hilo de voz—. Ayúdame ahora y te ofreceré en sacrificio una veintena de guerreros. Ayúdame, Arioch.
Un olor pestilente penetró en la nariz de Elric. Tosió y se cubrió la boca con las manos, mientras sus ojos buscaban el origen del hedor. El caballo relinchó. Elric saltó de la silla y le dio una palmada en la grupa a su cabalgadura para que regresase por el sendero. Se agazapó con cautela y empuñó a la Tormentosa; la espada negra temblaba desde la punta hasta el pomo.
Notó la presencia de la criatura con la visión mágica de sus antepasados antes de verla con sus propios ojos. Reconoció su forma. Él mismo era uno de sus amos. Esta vez no poseía control alguno sobre Quaolnarg: no se encontraba en el centro de una estrella de cinco puntas y su única protección eran su espada y su ingenio. Pero también conocía la fuerza de Quaolnarg, por eso se estremeció. ¿Sería capaz de vencer semejante horror sin ayuda?
—¡Arioch! ¡Arioch! ¡Ayúdame! Fue un grito agudo y desesperado.
—¡Arioch!
No había tiempo para conjurar un hechizo. Quaolnarg se encontraba ante él: era un enorme escuerzo verde que se acercaba saltando obscenamente por el sendero, mientras se quejaba en silencio del dolor fomentado por la Tierra. Se alzó ante Elric y el albino quedó envuelto por su sombra incluso cuando la criatura se hallaba aún a diez pasos de él. Elric respiró veloz y volvió a gritar:
—¡Arioch! ¡Sangre y almas para ti si me ayudas ahora mismo!
De pronto, el demonio-escuerzo saltó.
Elric se hizo a un lado, pero una pata de largas uñas lo alcanzó y lo lanzó volando contra la maleza. Quaolnarg se volvió torpemente y abrió, ávido, la sucia boca dejando al descubierto un agujero desdentado del que emanaba un hedor repugnante.
—¡Arioch!
Era tal su extraña y maligna insensibilidad, que el escuerzo ni siquiera reconoció el nombre de tan poderoso dios-demonio. No había manera de asustar a aquella criatura, había que hacerle frente.
Cuando se acercó a Elric por segunda vez, las nubes se abrieron, y sus entrañas descargaron un aguacero que azotó el bosque.
Medio enceguecido por la lluvia que le bañaba el rostro, Elric se escudó tras un árbol, con la espada rúnica dispuesta. En condiciones normales, Quaolnarg era ciego. No veía ni a Elric ni al bosque. No podía sentir la lluvia. Sólo era capaz de ver y oler las almas de los hombres…, su alimento. El demonio-escuerzo pasó a su lado a trompicones, y al hacerlo, Elric saltó bien alto sosteniendo la espada con ambas manos, y la enterró hasta la empuñadura en el lomo blando y tembloroso del demonio. La carne, o fuera cual fuese la materia que formaba el cuerpo del demonio, se despachurró de forma nauseabunda. Elric tiró de la empuñadura de la Tormentosa cuando la espada mágica se hundió ardiente en el lomo de la bestia infernal y cortó el sitio donde debía estar la espina dorsal, pero donde no había ninguna espina dorsal. Quaolnarg chilló de dolor. Su voz era estridente y aguda incluso en un momento de agonía extrema como aquél. Se defendió.
Elric sintió que se le nublaba la mente y notó un terrible dolor en la cabeza que no tenía absolutamente nada de natural. Ni siquiera atinó a gritar. Espantado, abrió desmesuradamente los ojos al advertir lo que le estaba ocurriendo. Le estaban arrancando el alma del cuerpo. Lo sabía. No sintió debilidad física, simplemente tuvo conciencia de estar asomándose a…
Pero incluso esa conciencia se desdibujaba. Todo se desdibujaba, incluso el dolor, incluso el terrible dolor engendrado por los infiernos.
—¡Arioch! —profirió con voz ronca.
De alguna parte sacó fuerzas. No de sí mismo, ni siquiera de la Tormentosa…, de alguna parte. Algo había acudido en su auxilio, otorgándole fuerzas, las suficientes como para hacer lo que debía.
Desenterró la espada del lomo del demonio. Se encontraba encima de Quaolnarg. Flotaba en alguna parte, aunque no en el aire de la Tierra. Simplemente flotaba encima del demonio. Con cuidadosa deliberación escogió un lugar del cráneo del demonio, pues de algún modo supo que era el único punto donde la Tormentosa podía resultar efectiva. Despacio y con cuidado, bajó a Tormentosa y enterró la espada rúnica traspasándole el cráneo a Quaolnarg.
El escuerzo lanzó un quejido, cayó de bruces y desapareció.
Elric quedó despatarrado entre la maleza; el cuerpo le quedó dolorido y tembloroso. Se incorporó lentamente. Le habían quitado toda la energía. La Tormentosa también parecía haber perdido su vitalidad, pero Elric sabía que pronto la recuperaría y al hacerlo, él volvería a ser fuerte.
Entonces sintió que todo su cuerpo se tornaba rígido. Estaba asombrado. ¿Qué era lo que ocurría? Comenzó a perder el sentido. Tuvo la sensación de estar mirando desde el extremo de un largo túnel negro que conducía a la nada. Todo era vago. Notó que algo se movía. Estaba viajando. No supo precisar cómo… ni tampoco adonde se dirigía.
Viajó durante unos segundos, consciente sólo de la sobrenatural sensación de estar moviéndose y del hecho que la Tormentosa, su vida, iba prendida de su mano derecha.
Entonces notó bajo los pies la piedra dura y abrió los ojos —¿o acaso era que su visión regresaba?—, levantó la cabeza y vio la cara malignamente exultante.
—Theleb K’aarna —murmuró roncamente—, ¿cómo lo has hecho?
El brujo se inclinó hacia adelante y arrancó la Tormentosa de la débil mano de Elric.
—He seguido tu loable batalla con mi mensajero, Señor Elric —le dijo con una sonrisa burlona—. Cuando resultaba evidente que habías logrado recibir ayuda, me apresuré a conjurar otro hechizo para traerte hasta aquí. Ahora tengo tu espada y tu fuerza. Sé que sin ella no eres nada. Estás en mis manos, Elric de Melniboné.
Elric respiró con dificultad. El dolor devastaba su cuerpo. Intentó sonreír, pero no pudo. No era propio de él hacerlo cuando estaba derrotado.
—Devuélveme la espada.
Theleb K’aarna le lanzó una sonrisa presuntuosa y satisfecha y luego rió entre dientes.
—¿Quién habla ahora de venganza, Elric?
—¡Devuélveme la espada! —Elric trató de incorporarse pero estaba demasiado débil. Se le nubló la vista de tal modo que apenas lograba ver al maligno hechicero.
—¿Qué clase de trato me ofreces? —inquirió Theleb K’aarna—. No gozas de buena salud, mi señor Elric, y los hombres enfermos no negocian. Suplican.
Elric tembló de rabia e impotencia. Apretó los labios. No suplicaría…, y tampoco haría tratos. En silencio lanzó una furiosa mirada al brujo.
—Creo que lo primero que haré —dijo Theleb K’aarna con una sonrisa—, será guardar esto bajo llave. —Sopesó la Tormentosa en la mano y se volvió hacia un armario que había detrás de él. De entre los pliegues de su túnica sacó una llave con la que abrió el armario, guardó la espada rúnica y luego cerró la puerta con llave—. Y ahora, creo que exhibiré a nuestro viril héroe a su ex amante, la hermana del hombre al que él traicionó hace cuatro años.
Elric no dijo palabra.
—Después —prosiguió Theleb K’aarna—, Nikorn, mi empleador, verá al asesino que se creía capaz de hacer lo que otros no han logrado. —Sonrió, y con una risita ahogada exclamó—: ¡Qué día! ¡Qué día! Tan pleno. Tan plagado de placeres.
Theleb K’aarna volvió a reír entre dientes y levantó una campanilla. Tras Elric se abrió una puerta y entraron dos guerreros del desierto. Lanzaron una mirada a Elric y luego otra a Theleb K’aarna. Se mostraron visiblemente asombrados.
—Nada de preguntas —les espetó Theleb K’aarna—. Llevad a este despojo a los aposentos de la Reina Yishana.
Elric se puso furioso cuando los dos guerreros lo levantaron en vilo. Los hombres tenían la piel oscura, llevaban barba y sus ojos aparecían hundidos debajo de unas cejas hirsutas. Llevaban los pesados cascos metálicos guarnecidos de lana, propios de su raza, y sus armaduras no eran de hierro, sino de madera maciza, recubierta de cuero. Arrastraron el cuerpo debilitado de Elric por un largo pasillo y uno de ellos llamó con fuerza a una puerta.
Elric reconoció la voz de Yishana cuando les ordenó que entrasen. Tras los hombres del desierto y su carga iba el brujo riéndose burlonamente.
—Te he traído un regalo, Yishana —le gritó. Los hombres del desierto entraron. Elric no lograba ver a Yishana pero oyó su jadeo de asombro.
—Ponedlo sobre el lecho —ordenó el hechicero.
Elric fue depositado sobre lienzos mullidos. Quedó tendido, completamente exhausto sobre el lecho, y miró el brillante y lujurioso mural pintado en el techo.
Yishana se inclinó sobre él. Elric olió su erótico perfume y con voz ronca le dijo:
—Una reunión sin precedentes, Reina.
Por un momento, sus ojos reflejaron una cierta preocupación, pero luego se endurecieron y la mujer lanzó una risa cínica.
—Ah…, mi héroe ha vuelto por fin a mi lado. Aunque hubiera preferido que viniese por su propio pie, y no arrastrado por el pellejo del cogote como un cachorro. Al lobo le han arrancado todos los dientes, y ya no queda nadie que pueda venir por las noches a maltratarme. —Se apartó con una mueca de disgusto en la cara pintada—. Llévatelo, Theleb K’aarna. Ya has probado lo que querías.
El brujo asintió.
—Y ahora —dijo Theleb K’aarna—, iremos a ver a Nikorn…, creo que en estos momentos debe de estar esperándonos…