IX
La defensa de la gran sala del Rey
Corum comprendió que las posiciones defensivas de los baluartes estaban a punto de sucumbir, y se abrió paso a golpes por entre los Guerreros de los Pinos hasta llegar junto a Goffanon.
—¡A la sala del trono, Goffanon! —gritó—. ¡Retrocedamos en esa dirección!
La canción de Goffanon llegó a su fin, y los ojos tranquilos e inmutables del herrero sidhi se volvieron hacia Corum.
—Muy bien —dijo.
Corum y Goffanon fueron retrocediendo lentamente hacia los escalones luchando a cada palmo del trayecto. Los Guerreros de los Pinos estaban por todas partes y se lanzaban sobre ellos con sus miradas fijas y sus rígidas sonrisas, y los brazos que blandían las espadas subían y bajaban, y su risa siseante y aterradora no dejaba de brotar de sus labios ni un solo instante.
Los caballeros y guerreros supervivientes imitaron el ejemplo de Corum y lograron llegar a la calle un momento antes de que los maderos de las puertas cedieran y la punta recubierta de cobre del ariete se abriera paso a través de ellos. Dos caballeros escoltaron al rey Daffyn, quien seguía llorando, y por fin lograron llegar a la gran sala y cerraron y aseguraron detrás de ellos las enormes puertas de bronce.
Las señales de la celebración estaban esparcidas por toda la estancia, y alrededor de los bancos incluso había unos cuantos caballeros tan borrachos que no habían podido ser despertados y que probablemente morirían sin comprender lo que había ocurrido. Las antorchas chisporroteaban, y los estandartes enjoyados colgaban nacidamente de las paredes. Corum fue a echar un vistazo por los angostos ventanales y vio que Gaynor estaba allí, cabalgando triunfante al frente de su ejército semimuerto con las ocho flechas del Signo del Caos brillando con una claridad tan deslumbradora como siempre sobre su pecho. Corum albergaba la esperanza de que los habitantes de la ciudad estarían a salvo durante un tiempo mientras Gaynor agrupaba a sus fuerzas para atacar la gran sala. Corum vio a los ghoolegh detrás de Gaynor. Aún llevaban sus arietes, y los Fhoi Myore aún no se habían movido. Corum se preguntó si llegarían a avanzar, pues sabía que Gaynor, los ghoolegh y el Pueblo de los Pinos conseguirían derrotar a los defensores de Caer Garanhir sin necesidad de su ayuda.
Y lo peor de todo era que Corum sabía que incluso en el improbable supuesto de que lograran vencer a sus vasallos, nunca podrían vencer a los Fhoi Myore.
Rostros verdosos empezaron a aparecer en las ventanas y los cristales de colores se hicieron añicos cuando el Pueblo de los Pinos intentó entrar en la gran sala. Los caballeros y guerreros del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir se aprestaron nuevamente a defenderse de aquellos invasores inhumanos.
Espadas de hierro aún reluciente pero que ya empezaban a perder el filo se encontraron con las espadas verdes de los Guerreros de los Pinos, y el combate prosiguió mientras el rítmico retumbar de los arietes de asedio empezaba a resonar al otro lado de las puertas de la gran sala.
Y mientras la batalla hervía a su alrededor, el rey Daffyn permanecía inmóvil sobre su trono, con la cabeza apoyada en manos, y lloraba la muerte del príncipe Guwinn sin prestar ninguna atención al curso de la contienda.
Corum corrió hacia el lugar donde por lo menos diez Guerreros de los Pinos estaban atacando a dos de los caballeros del rey Daffyn. El filo de su hacha había quedado embotado, y su mano de carne y hueso sangraba y estaba muy dolorida. De no haber sido por su mano de plata, Corum quizá ya se habría visto obligado a dejar caer su arma; pero aun así, sus brazos estaban tan cansados que tuvo que hacer un gran esfuerzo para alzar el hacha de doble filo y golpear con ella el cuello de un Guerrero de los Pinos que se disponía a hundir su espada en el flanco desprotegido de un caballero que ya se estaba enfrentando a otros dos combatientes del Pueblo de los Pinos.
Varios Guerreros de los Pinos avanzaron contra Corum con las espadas oscilando de un lado a otro y la risa susurrante brotando de sus labios verdosos, y Corum tuvo que retroceder primero un paso y luego otro a medida que los guerreros le empujaban hacia el otro extremo de la gran sala. Goffanon estaba enfrentándose a tres guerreros, y no podía prestar ayuda a Corum. El príncipe vadhagh hizo girar el hacha a derecha e izquierda y golpeó con ella arriba y abajo, y las espadas atravesaron su cota de malla y encontraron su carne, y sus filos empezaron a hacer fluir la sangre de una docena de heridas no muy profundas.
Un instante después Corum sintió el roce de las piedras de la pared en su espalda, y comprendió que no podía seguir retrocediendo. Una antorcha chisporroteaba sobre su cabeza, proyectando su sombra sobre los cuerpos de los Guerreros de los Pinos que avanzaban con los labios congelados en una horrible sonrisa para acabar con él.
Una espada se clavó en el mango de su hacha. Corum logró liberar el arma con un tirón desesperado y golpeó al adversario que empuñaba la espada, un guerrero que había sido apuesto antes de que su rostro quedase atravesado por tres flechas que terminaban en plumas rojas. Corum hundió el hacha en el cráneo partiendo limpiamente el hueso. La savia-sangre verde brotó de la terrible herida y el guerrero se derrumbó, pero se llevó la hoja y una parte del mango del hacha de Corum con él. Corum giró sobre sí mismo y saltó hacia la angosta cornisa que había encima de él. Logró recuperar el equilibrio y desenvainó su espada mientras usaba su mano de plata para agarrarse al aro de metal dentro del que ardía la antorcha. Los Guerreros de los Pinos empezaron a avanzar a lo largo de la pared yendo hacia él. Corum hizo retroceder a uno de una patada e hirió a otro con su espada, pero las manos verdosas de aquellos enemigos implacables cuyos ojos seguían clavando su mirada helada en él y cuyos labios rígidos seguían sonriendo y dejando escapar su risa susurrante ya tiraban de los pies de Corum. La desesperación le impulsó a soltar el aro de metal, y Corum agarró la antorcha y la hundió en el rostro del guerrero más próximo.
Y el guerrero gritó.
Era el primer grito de dolor que se oía salir de los labios de un Guerrero de los Pinos, y su rostro empezó a arder y la savia burbujeó en las heridas que ya había recibido, y que hasta aquel momento no habían parecido afectarle en lo más mínimo.
Los otros guerreros retrocedieron aterrorizados evitando el contacto con su camarada envuelto en llamas, que corrió de un lado a otro de la estancia gritando y consumiéndose hasta que acabó desplomándose sobre los restos de otro congénere suyo. Las llamas prendieron en el cuerpo amarronado y reseco, y éste también empezó a arder.
Y entonces Corum se maldijo a sí mismo por no haber comprendido que la única arma que podía inspirar temor a los hombres-árboles era el fuego.
—¡Coged antorchas! —gritó a los demás—. ¡El fuego les destruirá! ¡Bajad las antorchas de los muros!
Y vio que las puertas de bronce de la gran sala estaban empezando a combarse, y que no podrían resistir mucho más tiempo las embestidas de los arietes manejados por los ghoolegh.
Todos los que aún podían moverse corrieron hacia las antorchas y las arrancaron de los muros para volverlas contra sus enemigos, y la estancia no tardó en quedar llena de un humo impregnado por el olor dulzón de los pinares, que hacía toser y jadear a Corum y los demás.
El Pueblo de los Pinos empezó a retirarse intentando llegar a las ventanas, pero los caballeros del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir detuvieron su huida hundiendo las antorchas en sus cuerpos e hicieron que se desplomaran aullando sobre las losas ensangrentadas, donde quedaron inmóviles hasta que acabaron siendo consumidos por las llamas.
Y el silencio se adueñó de la sala del trono, un silencio roto únicamente por el rítmico golpear de los arietes contra las puertas; y los Guerreros de los Pinos habían desaparecido, y de ellos sólo quedaba ceniza grisácea y humo y una dulzona pestilencia nauseabunda.
Las llamas habían prendido en algunos estandartes enjoyados que estaban empezando a chisporrotear y humear. Unas cuantas vigas de madera también ardían, pero los defensores no les prestaron ninguna atención y se agruparon en la parte delantera de la gran sala esperando la aparición de los ghoolegh.
Y esta vez cada guerrero superviviente, incluidos Corum y el maltrecho herrero sidhi llamado Goffanon, sostenía una antorcha en su mano.
Las puertas de bronce seguían combándose. Las bisagras y las barras de madera crujían.
La luz empezó a ser visible a medida que las puertas se apartaban del quicio a causa de los golpes.
Los arietes volvieron a la carga. Las puertas volvieron a crujir.
El hueco ya era lo bastante grande para que Corum pudiese ver a Gaynor dando instrucciones a los ghoolegh.
Otro golpe de los arietes, y una barra de madera se partió por la mitad y los dos pedazos salieron despedidos del soporte, y volaron a través de la sala hasta acabar cayendo a los pies del rey que seguía llorando en su trono al otro extremo de la estancia.
Otro golpe, y la segunda barra se partió y una bisagra cayó sobre las losas con un repiqueteo metálico, y las puertas se inclinaron y empezaron a ceder.
Otro golpe.
Y las puertas de bronce se derrumbaron y los ghoolegh quedaron inmóviles durante unos momentos, sorprendidos al ver cómo una cuña de hombres surgía de la penumbra humeante de la gran sala del trono de Caer Garanhir y corría hacia ellos para atacarles con la antorcha que cada combatiente sostenía en su mano izquierda y el hacha o la espada que empuñaba en su mano derecha.
El negro corcel de Gaynor se encabritó, y faltó poco para que el Príncipe Maldito dejara caer su espada resplandeciente de puro asombro, cuando vio aquella pequeña y maltrecha fuerza agotada por la batalla y ennegrecida por el humo que se lanzaba sobre él con el vadhagh llamado Corum y el sidhi llamado Goffanon al frente.
—¿Cómo? —exclamó—. ¿Aún quedan supervivientes?
Corum corrió en línea recta hacia Gaynor, pero Gaynor volvió a negarse a entablar combate con él, e hizo volver grupas a su nerviosa montura intentando abrirse camino entre sus ghoolegh semi-muertos para poder escapar.
—¡Vuelve, Gaynor! —gritó Corum—. ¡Lucha conmigo! ¡Oh, lucha conmigo, Gaynor!
Pero Gaynor dejó escapar su lúgubre carcajada y continuó su huida.
—No volveré al Limbo —replicó—. No mientras la perspectiva de la muerte me aguarde en este Reino…
—Olvidas que los Fhoi Myore ya están muriendo… ¿Qué ocurrirá si les sobrevives?
¿Qué ocurrirá si los Fhoi Myore perecen y el mundo se renueva?
—Eso no puede suceder, Corum. ¡Sus venenos se difunden por todas las tierras y su efecto es permanente! ¿Acaso no comprendes lo vana e inútil que es tu lucha?
Y un instante después Gaynor ya había desaparecido, y los ghoolegh avanzaban con paso lento y torpe blandiendo sus sables y cuchillos, mientras contemplaban con cierto nerviosismo las llamas de las antorchas, pues el fuego no tenía lugar en las tierras de los Fhoi Myore. Los ghoolegh no ardían como habían ardido los guerreros del Pueblo de los Pinos, pero las llamas les inspiraban un considerable temor y parecían estar muy poco dispuestos a avanzar, especialmente después de que Gaynor se hubiera retirado y pudiera ser visto a lo lejos haciendo volver grupas a su caballo para poder contemplar la contienda desde un lugar donde no corriese ningún peligro.
Los ghoolegh superaban a los supervivientes de Caer Garanhir en una proporción de más de diez a uno, pero los caballeros y los guerreros estaban logrando obligarles a retroceder. Lanzaban sus gritos de batalla y entonaban sus canciones de guerra con toda la potencia de sus pulmones, hacían llover tajos y mandobles sobre los guerreros medio muertos, y agitaban las antorchas ante sus rostros con tal ferocidad que éstos gruñían y gemían y acababan alzando las manos para apartar las llamas.
Y Goffanon ya no entonaba su canción de muerte, sino que reía a carcajadas mientras se volvía hacia Corum.
—¡Se retiran! —gritó—. ¡Se retiran! ¡Mira, Corum, se están retirando!
Pero Corum no sentía ninguna alegría, pues sabía que los Fhoi Myore todavía no habían atacado.
Y un instante después oyó la voz de Gaynor.
—¡Balahr! ¡Kerenos! ¡Goim! —gritaba el Príncipe Maldito—. ¡Ha llegado el momento!
¡Ha llegado el momento!
Y Gaynor el Maldito galopó hacia las puertas de Caer Garanhir.
—¡Arek! ¡Bress! ¡Sreng! ¡Venid, ha llegado el momento!
Y Gaynor dejó atrás las puertas destrozadas de Caer Garanhir y se alejó de la fortaleza sin dejar de gritar, y sus ghoolegh le siguieron creyendo que se retiraba.
Corum y Goffanon y los escasos caballeros y guerreros del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir que seguían con vida rugieron su triunfo mientras veían huir a sus enemigos.
—Ésta va a ser la única victoria que obtengamos este día, mi amigo sidhi, y eso la hace doblemente deliciosa —le dijo Corum a Goffanon.
Y después esperaron la llegada de los Fhoi Myore.
Pero los Fhoi Myore no vinieron a pesar de que ya estaba empezando a oscurecer. La neblina de los Fhoi Myore seguía siendo visible en la lejanía y había unos cuantos ghoolegh agrupados aquí y allá mezclándose con el Pueblo de los Pinos, pero los Fhoi Myore no estaban acostumbrados a la derrota, y quizá estuvieran discutiendo qué debían hacer a continuación. Quizá se acordaban de la Lanza Bryionak y del Toro Negro de Crinanass que los habían derrotado en una ocasión matando a uno de sus camaradas, y el ver cómo sus vasallos habían sido obligados a retroceder quizá les había hecho temer que otro Toro pudiera surgir de la nada para enfrentarse a ellos. Al igual que evitaban acercarse a Craig Dôn, cabía la posibilidad de que estuvieran rehuyendo la proximidad de Caer Mahlod porque lo habían asociado con la derrota y estuvieran empezando a pensar en alejarse de Caer Garanhir precisamente por la misma razón.
A Corum no le importaba cuál pudiese ser el motivo de que los Fhoi Myore permanecieran inmóviles en el horizonte. Se alegraba de aquel respiro y agradecía que les proporcionara un poco de tiempo para contar los muertos, atender a los heridos y llevar a los niños y los ancianos hasta lugares que resultaran más seguros, equipar adecuadamente a los guerreros y caballeros (muchos de los cuales eran mujeres) y obstruir y reforzar las puertas de la mejor manera posible.
—Los Fhoi Myore son muy cautelosos —murmuró Goffanon en un tono algo distraído, como si estuviera absorto en sus recuerdos—. Son como perros carroñeros, cobardes hasta la médula… Creo que eso es lo que les ha permitido sobrevivir durante tanto tiempo.
—Y Gaynor sigue su ejemplo —dijo Corum—. Que yo sepa, no tiene ninguna razón de peso para temerme, pero hoy su miedo nos ha beneficiado a todos… Aun así, creo que los Fhoi Myore no tardarán en llegar.
—Yo también lo creo —dijo el sidhi, inmóvil en el baluarte al lado de Corum. Después empezó a afilar su hacha con la piedra de amolar que sacó de su faltriquera, sus negras cejas unidas en un fruncimiento de ceño—. Y aun así… ¿No has visto como un parpadeo luminoso cerca de la niebla? ¿Y no ves una neblina más oscura que parece fundirse con la de los Fhoi Myore?
—La vi hace un rato, y no sé qué explicación pueden tener esos fenómenos —replicó Corum—. Supongo que será otra herramienta de guerra de los Fhoi Myore que enviarán contra nosotros antes de que haya transcurrido mucho tiempo.
—Ah —dijo Goffanon señalando con un dedo—. Ilbrec se acerca… Habrá visto que hemos salido vencedores de la primera batalla y vuelve para unirse a nosotros —añadió con voz impregnada de amargura.
Los dos contemplaron en silencio cómo el gigantesco joven de rubios cabellos venía hacia ellos montado en el orgulloso corcel negro. Ilbrec sonreía y llevaba una espada en la mano. La espada no era la que habían visto colgando de su cinturón antes sino otra, y hacía que aquélla pareciese tosca y pobre en comparación, pues ardía con una claridad tan deslumbradora como la del sol, y su empuñadura era de oro finamente trabajado y estaba repleta de joyas, y el pomo relucía con los destellos rojos de un rubí y sin embargo era tan grande como la cabeza de Corum. Ilbrec movió la cabeza de un lado a otro haciendo bailar sus trenzas y alzó la espada.
—¡Hiciste bien recordándome la existencia de las Armas de la Luz, Goffanon! Encontré el cofre y encontré la espada… ¡Aquí está! Aquí está Vengadora, la espada con la que mi padre luchó contra los Fhoi Myore… ¡Aquí está Vengadora!
—Pero llegas demasiado tarde con ella, Ilbrec —dijo Goffanon con voz malhumorada mientras Ilbrec se acercaba un poco más a los baluartes hasta que su enorme cabeza quedó al nivel de las suyas—. Ya hemos terminado nuestra batalla.
—¿Demasiado tarde? ¿Acaso no he utilizado la espada para trazar un círculo alrededor de las filas de los Fhoi Myore, con el resultado de que ahora son presas de la confusión hasta el extremo de que no pueden avanzar hacia la ciudad y no consiguen dar instrucciones a sus tropas?
—¡Así que ha sido obra tuya! —Corum se echó a reír—. Nos has salvado después de todo, Ilbrec, justo cuando parecías habernos abandonado…
Ilbrec puso cara de perplejidad.
—¿Abandonaros? ¿Volver la espalda a la que será la última contienda que enfrente a los sidhi con los Fhoi Myore? ¡Jamás haría eso, pequeño vadhagh!
Y Goffanon también se echó a reír.
—Ya sé que nunca serías capaz de hacer algo semejante, Ilbrec… ¡Te damos la bienvenida de nuevo, y damos la bienvenida también a la gran espada Vengadora!
—Aún conserva todos sus poderes —dijo Ilbrec haciendo girar el arma en su mano para que la hoja brillara con destellos todavía más cegadores—. Sigue siendo el arma más poderosa que jamás se haya empuñado contra los Fhoi Myore… ¡Y ellos lo saben! Ah, sí, Goffanon, lo saben… Tracé ese círculo llameante alrededor de su neblina venenosa, aprisionando la neblina y aprisionándoles a ellos al mismo tiempo, pues no pueden moverse a menos que su neblina se mueva con ellos; y allí han de permanecer.
—¿Para siempre? —preguntó Corum con voz esperanzada.
Ilbrec meneó la cabeza y sonrió.
—No —replicó Ilbrec—. No para siempre, pero sí durante un tiempo. Y antes de que nos marchemos, trazaré una defensa alrededor de Caer Garanhir para que los Fhoi Myore y sus guerreros no se atrevan a atacar.
—Me temo que debemos ir a ver al rey Daffyn e interrumpir su llanto —dijo Corum—. Si queremos salvar la vida de Amergin tendremos que darnos prisa, pues el tiempo se agota. Necesitamos el Roble de Oro y el Carnero de Plata.
El rey Daffyn alzó sus ojos enrojecidos y contempló a Corum y Goffanon, que permanecían inmóviles delante de él. Una esbelta joven que tendría poco más de dieciséis veranos estaba sentada sobre uno de los brazos del trono del rey y le acariciaba la cabeza.
—Vuestra ciudad ya no corre peligro, rey Daffyn, y seguirá estando a salvo durante algún tiempo —dijo Corum—. ¡Pero ahora debemos pediros una gran merced!
—Hablad —dijo el rey Daffyn—. Supongo que más tarde os estaré muy agradecido, pero ahora no siento ninguna gratitud hacia vosotros. Os ruego que me dejéis a solas… Los guerreros sidhi nos han traído los horrores de los Fhoi Myore.
—Los Fhoi Myore ya habían iniciado su avance antes de que llegáramos aquí —replicó Corum—. Fue nuestra advertencia la que os salvó.
—No salvó a mi hijo —murmuró el rey Daffyn.
—No salvó a mi esposo —dijo la doncella que estaba sentada al lado del rey.
—Pero otros hijos y otros esposos sí fueron salvados, rey Daffyn, y muchos más se salvarán con vuestra ayuda. Buscamos dos de los tesoros de los mabden, el Roble de Oro y el Carnero de Plata. ¿Están en vuestro poder?
—Ya no son míos —dijo el rey Daffyn—, y si lo fuesen jamás me separaría de ellos.
—Son los únicos objetos que pueden hacer revivir a vuestro Archidruida Amergin librándole del encantamiento que los Fhoi Myore han arrojado sobre él —dijo Corum.
—¿Amergin? Está prisionero en Caer Llud, o quizá ya haya muerto.
—No. Amergin vive…, aunque se halla al borde de la muerte. Nosotros le salvamos.
—¿Eso hicisteis? —El rey Daffyn alzó la mirada hacia ellos, y cuando lo hizo había una expresión totalmente nueva en sus ojos—. ¿Amergin vive y está libre? —La desesperación pareció esfumarse tal como se había derretido la nieve de los Fhoi Myore cuando la sangre del Toro Negro entró en contacto con ella—. ¿Libre? ¿Para guiarnos?
—Sí…, siempre que consigamos llegar a Caer Mahlod a tiempo, pues es allí donde se encuentra. Está en Caer Mahlod, pero agoniza. Sólo el Roble y el Carnero pueden salvar a Amergin. Pero si no se hallan en vuestro poder, ¿a quién debemos rogar que nos los entregue?
—Fueron nuestros regalos de boda —dijo la doncella de rasgos hermosos y dulces—. El regalo que el rey hizo a su hijo y a mí esta mañana, cuando Guwinn aún vivía… Podéis llevaros el Roble de Oro y el Carnero de Plata.
Y salió de la gran sala y volvió pasados unos momentos trayendo consigo un cofrecillo, y abrió el cofrecillo y reveló un roble delicadamente moldeado y tallado en oro de una artesanía tan exquisita que parecía totalmente real; y junto a él estaba la efigie en plata de un carnero, y el genio de su creador era tan grande que había logrado mostrar hasta el último remolino de lana. Grandes eran los cuernos del carnero y orgullosa su curvatura, y los ojos de plata de aquel carnero rampante parecían contemplar el mundo desde la cabeza de plata y juzgarlo con una extraña sabiduría.
Y la doncella inclinó su rubia y hermosa cabeza, y bajó la tapa del cofrecillo y se lo entregó a Corum, quien lo aceptó con gratitud y dio las gracias tanto a ella como al rey Daffyn.
—Y ahora debemos volver a Caer Mahlod —dijo Corum.
—Si vuelve a ser nuestro Gran Rey de siempre, decid a Amergin que le seguiremos en cualquier decisión que desee adoptar —dijo el rey Daffyn.
—Se lo diré —prometió Corum.
Después el príncipe vadhagh y el enano sidhi abandonaron aquella estancia de luto y lamentaciones y salieron por las puertas de Caer Garanhir para reunirse con su camarada Ilbrec, hijo de Manannan, el más grande de todos los héroes sidhi.
Y el fuego seguía parpadeando alrededor de la neblina lejana, y un nuevo e igualmente peculiar círculo de llamas había surgido de la nada a cierta distancia de los muros de Caer Garanhir.
—El fuego sidhi protege este lugar —dijo Ilbrec—. No perdurará mucho tiempo, pero creo que bastará para disuadir a los Fhoi Myore de atacar la ciudad. ¡Y ahora, cabalguemos!
Ilbrec deslizó la espada Vengadora debajo de su cinturón y se inclinó para coger a Corum, quien aferró el cofrecillo con todas sus fuerzas mientras era alzado en vilo por los aires y acababa siendo depositado sobre la silla de montar de Ilbrec, cerca del pomo para que pudiera sujetarse.
—Cuando lleguemos al mar necesitaremos una embarcación —dijo Corum mientras se ponían en marcha.
—Oh, no lo creo —dijo Ilbrec.