IV
De hechizos y augurios
—De todas las cosas que temo —dijo Goffanon—, esos perros son los que me inspiran más temor.
Después de que hubieran dejado Caer Llud muy atrás de ellos, su dicción se había ido volviendo cada vez más clara y firme y su mente parecía funcionar con más claridad, aunque hasta el momento el herrero sidhi apenas había dicho nada sobre su reciente asociación con el hechicero Calatin.
—Aún deben de quedar unos cincuenta kilómetros de terreno bastante abrupto antes de llegar a Craig Dôn.
Se habían detenido sobre la cima de una colina, y estaban escrutando los remolinos de nieve que bailaban en la lejanía buscando alguna señal de los perros lanzados en su persecución.
Corum estaba pensativo. Contempló a Amergin, quien había despertado la noche siguiente a su huida de Caer Llud, y que desde aquel entonces estaba atado para impedir que se alejase de ellos y se extraviara. De vez en cuando el Gran Rey lanzaba un balido, pero resultaba imposible adivinar qué quería de ellos, a menos que el balido fuera para indicar que tenía hambre, pues había comido muy poco desde que salieron de la ciudad.
Amergin pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, y se mostraba pasivo y resignado a su destino incluso cuando estaba despierto.
—¿Por qué estabas en Caer Llud? —le preguntó a Goffanon—. Recuerdo que me dijiste que tenías intención de pasar el resto de tus días en Hy-Breasail… ¿Acaso Calatin vino a la Isla Encantada y te ofreció un trato que te pareció atractivo?
Goffanon soltó un bufido.
—¿Calatin? ¿Venir a Hy-Breasail? ¡Pues claro que no fue allí! ¿Y qué trato podía ofrecerme que fuese mejor que el que tú me ofreciste? No, me temo que fuiste el instrumento de mi alianza con el hechicero mabden.
—¿Yo? ¿De qué manera?
—¿Te acuerdas de cómo me mofé de las supersticiones de Calatin? ¿Te acuerdas de que escupí dentro de esa bolsita que me diste sin pararme a pensar en lo que hacía? Bien, pues Calatin tenía muy buenas razones para desear esa saliva… Tiene más poder del que yo imaginaba, y se trata de un poder que apenas comprendo. Verás, lo primero que noté fue la sequedad en mi garganta… Por mucho que bebiera seguía sintiéndome sediento, y la sed era espantosa e insoportable. Mi boca siempre estaba reseca, Corum. Me moría de sed, aunque casi llegué a dejar vacíos los cauces de los ríos y arroyos de mi isla engullendo el agua lo más deprisa posible y, sin embargo, sin que con eso consiguiera saciar jamás mi sed. Estaba horrorizado, y agonizaba… Entonces tuve una visión, una visión enviada por ese hombre de grandes poderes mágicos, Corum, por ese mabden… Y la visión me habló y me dijo que Hy-Breasail me estaba rechazando tal como había rechazado a los mabden, y que si seguía allí acabaría muriendo a causa de aquella sed horrible.
El enano encogió sus inmensos hombros.
—No es que la visión me convenciera del todo, pero la sed ya me había enloquecido. Acabé poniendo rumbo hacia el continente, donde fui recibido por Calatin. Me dio a beber algo, y esa bebida satisfizo mi sed; pero también me robó el entendimiento y me puso totalmente bajo el poder del hechicero. Me convertí en su esclavo. Aún puede llegar hasta mi mente. Podría volver a dominarme y obligarme a obedecer todos sus caprichos. Mientras siga poseyendo el ensalmo que creó a partir de mi saliva, ese ensalmo que provoca la sed, también podrá controlar mis pensamientos en un grado muy amplio… No sé cómo se las arregla para hacerlo, pero puede ocupar mi mente y hacer que mi cuerpo lleve a cabo ciertas acciones; y mientras ocupa mi mente, no soy responsable de lo que hago.
—Y al haber asestado ese golpe a la cabeza de Calatin conseguí disipar la influencia que ejercía sobre ti, ¿no?
—Así es, y para cuando el hechicero se hubo recuperado no cabe duda de que ya estábamos fuera del radio de alcance de su magia. —Goffanon suspiró—. Nunca había pensado que un mabden pudiera controlar poderes tan misteriosos…
—¿Y así es como el cuerno volvió a manos de Calatin?
—Sí. No obtuve ningún beneficio de aquel trato que hice contigo, Corum.
Corum sonrió y sacó algo de debajo de su capa.
—Cierto —dijo—, pero yo sí he obtenido algo de mi último encuentro con el hechicero Calatin.
—¡Mi cuerno!
—Bueno, amigo Goffanon, aún recuerdo lo mercenario que llegaste a mostrarte en lo referente a los tratos —dijo Corum—. Siendo estrictos, yo diría que el cuerno es mío.
Goffanon inclinó su enorme cabeza con expresión entre resignada y filosófica.
—Es justo… —dijo—. Muy bien, Corum, el cuerno es tuyo. Después de todo, lo perdí debido a mi estupidez.
—Pero también debido a que yo me dejé utilizar sin saberlo —dijo Corum—. Deja que tome prestado el cuerno durante un tiempo, Goffanon, y te lo devolveré cuando me parezca que ha llegado el momento adecuado.
Goffanon meneó la cabeza.
—¿Qué iba a ganar yo con eso? Creo que lo que más me conviene ahora es aliarme a tu causa, Corum, pues si derrotas a Calatin y a los Fhoi Myore quedaré libre para siempre de la obligación de servir a Calatin. Si vuelvo a mi isla, Calatin siempre podrá volver a dar conmigo.
—¿Entonces estás de nuestra parte, plenamente y sin ninguna clase de reservas?
—Sí.
Jhary-a-Conel se removió nerviosamente sobre su silla de montar.
—Escuchad —dijo—. Están mucho más cerca que antes… Creo que han captado nuestro olor, amigos míos, y me parece que corremos un peligro considerable.
Pero Corum se echó a reír.
—No lo creo, Jhary-a-Conel… Ahora ya no corremos ningún peligro.
—¿Por qué lo dices? ¡Escucha esos horrendos ladridos! —Jhary frunció los labios en una mueca de repugnancia—. Los lobos andan en busca de los corderos, ¿eh?
Y Amergin dejó escapar un débil balido como confirmando las palabras de Jhary.
Corum volvió a reír.
—Dejemos que se acerquen un poco más —dijo—. Cuanto más cerca estén, mejor…
Sabía que no hacía bien permitiendo que Jhary sufriera de aquella manera, pero estaba disfrutando de la sensación; quizá porque Jhary era un gran amante de los misterios y solía comportarse de forma inexplicable.
Siguieron avanzando.
Y los Sabuesos de Kerenos se iban acercando implacablemente a ellos. Cuando los sabuesos aparecieron a su espalda ya podían ver Craig Dôn, pero sabían que los perros demoníacos eran capaces de moverse más deprisa que ellos. No tenían ninguna posibilidad de llegar a los siete círculos de piedras antes de que los sabuesos cayeran sobre ellos.
Corum volvió la mirada hacia sus perseguidores buscando alguna señal de una armadura que cambiaba continuamente de color, pero no había ninguna. Rostros blancos, ojos rojizos… Los cazadores ghoolegh controlaban a la jauría. Eran unos grandes expertos en ese horrible arte, pues llevaban generaciones siendo esclavos de los Sabuesos de Kerenos y habían sido creados en las tierras del este al otro lado del mar antes de que los Fhoi Myore iniciaran su reconquista del Oeste. Los Fhoi Myore necesitaban que Gaynor estuviera al frente de los guerreros que marchaban contra Caer Mahlod (si es que iban hacia allí), y eso le había impedido tomar parte en la persecución, sin duda en contra de su voluntad. Corum pensó que era una suene para ellos que Gaynor no estuviese allí. Cogió el cuerno que colgaba de su cinturón, se llevó la boquilla labrada a los labios y tragó una honda bocanada de aire.
—Seguid avanzando hacia Craig Dôn —les dijo a los demás—. Goffanon, encárgate de Amergin.
El herrero sidhi bajó el flácido cuerpo del Archidruida de la silla de montar de Corum casi sin esforzarse, y lo puso sobre su inmenso hombro.
—Pero tú morirás… —empezó a decir Jhary.
—No moriré —dijo Corum—. Siempre que no cometa ningún error, claro… Vete, Jhary.
Goffanon te explicará las propiedades de este cuerno.
—¡Cuernos! —exclamó Jhary—. Estoy harto de ellos. Cuernos para provocar el apocalipsis, cuernos para invocar demonios… ¡Y ahora cuernos para librarse de unos perros! ¡Los dioses están empezando a andar muy escasos de imaginación!
Y después de aquella peculiar observación, Jhary hundió los talones en los flancos de su caballo y se alejó al galope hacia las grandes piedras de Craig Dôn, con Goffanon trotando detrás de él.
Y Corum hizo sonar el cuerno una vez, y aunque los Sabuesos de Kerenos alzaron sus rojas y peludas orejas siguieron corriendo hacia su presa, avanzando en una gran jauría donde habría por lo menos dos veintenas de ejemplares; pero los ghoolegh que montaban sobre caballos blanquecinos parecieron vacilar. Corum pudo ver que permanecían un poco rezagados, cuando normalmente habrían galopado justo detrás de los perros.
Los Sabuesos de Kerenos lanzaron un aullido de alegría en cuanto captaron el olor de Corum, y se desviaron un poco para ir velozmente hacia él abriéndose paso a través de la nieve.
Y Corum hizo sonar el cuerno por segunda vez, y los ojos amarillos de los sabuesos —tan cercanos y tan amenazadoramente clavados en él— mostraron una leve perplejidad.
Otros cuernos empezaron a sonar cuando los ghoolegh sucumbieron al pánico y llamaron a sus perros, pues sabían qué les ocurriría si el cuerno sonaba por tercera vez.
Los Sabuesos de Kerenos se encontraban tan cerca que Corum ya podía oler el vapor pestilencial de su aliento.
Y de repente los sabuesos se quedaron inmóviles, gimotearon y empezaron a retroceder de mala gana, trotando a través de la nieve azotada por el viento en dirección al lugar en el que aguardaban los ghoolegh.
Y Corum hizo sonar el cuerno por tercera vez después de que los Sabuesos de Kerenos hubieran iniciado la retirada.
Vio cómo los ghoolegh se llevaban las manos a la cabeza. Vio cómo los ghoolegh caían de sus sillas de montar y supo con toda certeza que estaban muertos, pues la tercera llamada de aquel cuerno siempre acababa con ellos, ya que ésas eran las notas de castigo con las que Kerenos ejecutaba a quienes no habían obedecido sus órdenes.
Las últimas instrucciones recibidas por los Sabuesos de Kerenos habían sido las de volver al sitio del que habían venido, y las bestias siguieron trotando hacia el lugar en el que yacían los ghoolegh muertos. Corum deslizó el cuerno debajo de su cinturón, silbando para sí, y reanudó el avance hacia Craig Dôn, pero esta vez sin prisas y con tanta calma como si estuviera dando un paseo.
—Quizá sea un sacrilegio, pero es un buen lugar para dejarle mientras discutimos el problema…
Jhary bajó la vista hacia Amergin, quien yacía sobre el gran altar de piedra dentro del círculo interior de columnas.
La oscuridad se extendía ante ellos, y una hoguera ardía sin mucho entusiasmo.
—No consigo entender por qué sólo come las frutas o las hortalizas que le traemos. Es como si sus entrañas también se hubieran convertido en las entrañas de una oveja… ¡Si todo continúa igual, Corum, llegaremos a Caer Mahlod para devolverles un Gran Rey muerto!
—Antes dijiste que quizá pudieras llegar hasta la parte más íntima de su mente —dijo Corum—. ¿Es posible hacerlo? De serlo, quizá podríamos averiguar qué debemos hacer para ayudarle.
—Sí, quizá podría hacerlo con la ayuda de mi gatito, pero exigirá mucho tiempo y un considerable gasto de energías. Debería alimentarme antes de empezar.
—Por supuesto, Jhary.
Y después Jhary-a-Conel comió, y alimentó a su gato con una cantidad de comida casi tan grande como la que había consumido él, mientras Corum y Goffanon comían frugalmente y el pobre Amergin no comía nada en absoluto, pues sus provisiones de frutos secos y hortalizas ya casi habían desaparecido.
La luna se asomó un momento por entre las nubes y bañó el altar con sus rayos, y el traje de piel de oveja pareció brillar. Después la luna volvió a ocultarse, y no hubo más luz que la que brotaba de la hoguera parpadeante que proyectaba sombras rojas entre las viejas piedras.
Jhary-a-Conel habló en susurros con su gato. Le acarició, y el gato ronroneó. Después fue lentamente con el gato en brazos hacia el altar sobre el que yacía Amergin, famélico y consumido, respirando con jadeos entrecortados mientras dormía.
Jhary-a-Conel colocó la cabeza del gatito alado junto a la cabeza de Amergin y después bajó la cabeza hasta que su sien rozó el otro lado de la cabeza del gato. El silencio cayó sobre el lugar.
De repente se oyó un ensordecedor balido impregnado de nerviosa premura, y los que observaban el altar no pudieron saber si había procedido de la boca de Amergin, de la del gato, o de la de Jhary.
El balido se fue debilitando hasta desaparecer.
Nadie se ocupaba de la hoguera, y las llamas acabaron apagándose y todo quedó sumido en la oscuridad. Corum podía distinguir la sucia silueta blanca de Amergin sobre el altar, los contornos casi invisibles del gato que mantenía su diminuto cráneo pegado al del Gran Rey y los tensos rasgos de Jhary-a-Conel.
Y de repente la voz de Jhary rompió el silencio.
—Amergin… Amergin…, noble druida…, orgullo de tu pueblo… Amergin… Amergin…, vuelve a nosotros…
Otro balido, esta vez tembloroso e inseguro.
—Amergin…
Corum se acordó de la invocación que le había sacado de su mundo, el mundo de los vadhagh, y que le había traído a aquel otro mundo. El encantamiento que estaba utilizando Jhary parecía bastante similar al que había empleado el rey Mannach, y era posible que aquello tuviese algo que ver con el hechizo que había sido arrojado sobre Amergin. El Gran Rey había pasado a vivir una existencia totalmente distinta, que quizá fuera la de una oveja y quizá estuviera desarrollándose en un mundo que no era del todo el suyo; y en ese caso quizá hubiera alguna forma de ponerse en contacto con su «yo» real. Corum no podía comprender lo que la gente de aquel mundo llamaba magia, pero sí sabía algunas cosas sobre el multiverso con su variedad de planos que a veces se intersectaban, y creía que su poder probablemente derivase de un conocimiento semiconsciente de aquellos Reinos.
—Amergin, Gran Rey… Amergin, Archidruida…
El balido se debilitó un poco y, al mismo tiempo, pareció asumir las cualidades del habla humana.
—Amergin…
Y de repente se oyó un maullido felino, un sonido distante que podría haber procedido de cualquiera de las tres siluetas inmóviles sobre el altar y que se convirtió en una voz casi inaudible.
—Amergin de la familia de Amergin…, los buscadores del conocimiento…
—Amergin… —Era la voz de Jhary, tan tensa y cansada que sonaba extrañamente distinta—. Amergin, ¿comprendes tu destino?
—Un hechizo… Ya no soy un hombre… ¿Por qué debería disgustarme eso…?
—¡Porque tus gentes necesitan tu guía, tu fuerza y tu presencia entre ellos!
—Soy todas las cosas… Todos somos todas las cosas… La forma que adoptemos…, el espíritu… Carece de importancia…
—A veces sí tiene importancia, Amergin. Como en estos momentos, cuando el destino de todos los mabden depende de que vuelvas a asumir tu antigua forma… ¿Qué te devolverá a tu gente, Amergin? ¿Qué poder hará que vuelvas a estar a su lado?
—Sólo el poder del Roble y el Carnero… Sólo la Mujer del Roble puede hacer que vuelva a mi hogar. Si tanto os importa que regrese, entonces debéis encontrar el Roble de Oro y el Carnero de Plata, debéis encontrar a alguien que comprenda sus propiedades… Sólo… la Mujer del Roble… puede… hacer que… vuelva a… mi… hogar…
Y después volvió a oírse el tembloroso y estridente balido de una oveja, y Jhary retrocedió apartándose del altar, y el gato extendió sus alas y voló hasta posarse sobre uno de los grandes arcos de piedra, y se agazapó encima de él como si estuviera muy asustado.
Y la voz melancólica del viento llegó desde la lejanía, y las nubes que flotaban en el cielo parecieron volverse todavía más oscuras, y el balido de una oveja llenó el círculo de piedra y se desvaneció enseguida.
Goffanon fue el primero en hablar.
—El Roble y el Carnero —gruñó mientras daba tirones a los pelos de su negra barba—. Dos de esos objetos a los que los mabden llaman sus «tesoros»…, ambos regalos de los sidhi. Uno de los mabden que llegó a mi isla habló de ellos antes de morir. —Goffanon se encogió de hombros—. Claro que casi todos los mabden que han puesto los pies en mi isla hablaron de cosas parecidas… Fue precisamente su interés en los talismanes y los hechizos lo que los llevó hasta Hy-Breasail.
—¿Y qué dijo ese mabden? —preguntó Corum.
—Bueno, contó la historia de los Tesoros perdidos…, de cómo el viejo guerrero Onragh huyó de Caer Llud con ellos y de cómo se fueron dispersando. Esos dos se perdieron cerca de las fronteras del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir, que se encuentra al norte de las tierras del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich, al otro lado de un mar…, aunque también hay un camino por tierra que lleva hasta ellas. Uno de ellos encontró el Roble de Oro y el Carnero de Plata, grandes talismanes los dos y obras de la más fina artesanía sidhi, y los llevó a su gente, donde fueron recibidos con gran reverencia y donde, que yo sepa, siguen ahora.
—Bien, entonces antes de poder devolver a la normalidad a Amergin tendremos que buscar el Roble y el Carnero —dijo Jhary-a-Conel, quien estaba muy pálido y parecía exhausto—, pero me temo que morirá antes de que logremos encontrarlos. Necesita alimento, y el único sustento adecuado a su nuevo estado que puede mantenerle con vida es esa hierba que le daban de comer los vasallos de los Fhoi Myore. Es una hierba que contiene ciertos agentes mágicos que le mantenían firmemente sujeto a su encantamiento pero, al mismo tiempo, también satisfacían las necesidades básicas de su cuerpo. A menos que sea devuelto pronto a su identidad humana, Amergin morirá, amigos míos…
Jhary-a-Conel había hablado en un tono tan seco que no admitía réplica, y ni Corum ni Goffanon tuvieron que hacer ningún esfuerzo para quedar convencidos de la verdad que encerraban sus palabras. Para empezar, resultaba evidente que Amergin estaba empezando a debilitarse rápidamente, y el proceso de consunción se había acelerado a medida que se iban agotando sus provisiones de fruta y hortalizas.
—Pero si queremos encontrar los objetos que salvarán a Amergin, debemos ir al Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir —dijo Corum—, y está claro que Amergin morirá antes de que lleguemos allí… Parece que hemos sido derrotados.
Corum bajó la mirada hacia la patética silueta dormida de quien en tiempos pasados había sido el símbolo del orgullo mabden.
—Queríamos salvar al Gran Rey, pero vamos a ser la causa de su muerte…