I
El encuentro de los reyes
Y Rhalina había muerto.
Y Corum había conocido a Medhbh, la hija del rey Mannach, y en poco tiempo (tal como Corum medía el transcurrir del tiempo), ella también morirá. Si era su debilidad enamorarse de mujeres mabden de corta vida, entonces Corum tendría que aprender a reconciliarse con el conocimiento de que sobreviviría a muchas amadas y de que experimentaría muchas pérdidas y muchas agonías. Corum no pensaba mucho en ello, pues siempre que le resultaba posible prefería evitar enfrentarse al significado de tales ideas. Además, los recuerdos de Rhalina estaban empezando a volverse borrosos, y recordar con nitidez los pequeños detalles de la vida que había llevado en una era anterior a ésta, cuando había cabalgado contra los Señores de las Espadas, ya le exigía un gran esfuerzo.
Corum Jhaelen Irsei, quien había sido llamado el Príncipe de la Túnica Escarlata (pero que era conocido como Corum de la Mano de Plata desde que había entregado su túnica a un hechicero), permaneció en Caer Mahlod durante dos meses después del día en que el Toro Negro de Crinanass había llevado a cabo su fecunda carrera y había traído una repentina primavera a las tierras del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich, el Pueblo del Túmulo. Habían transcurrido dos meses desde que los gigantes deformes llamados Fhoi Myore habían intentado acabar con los moradores de Caer Mahlod, congelando y envenenando todo aquel lugar para que éste también se pareciese al limbo del que habían llegado los Fhoi Myore y al que eran incapaces de regresar.
Los Fhoi Myore parecían haber abandonado sus ambiciones de conquista. Se hallaban atrapados en aquel plano y no sentían ningún aprecio hacia sus habitantes, pero no luchaban por el mero placer de luchar. Ya sólo quedaban seis Fhoi Myore. Hubo un tiempo en el que los Fhoi Myore eran muchos, pero estaban muriendo debido a enfermedades de evolución muy lenta y prolongada que acabarían pudriendo sus cuerpos. Mientras tanto y a pesar de ello, habían procurado estar lo más cómodos posible en la Tierra convirtiendo el mundo en un lúgubre y perpetuo Samhain, un mundo donde siempre era invierno; y antes de que expirasen y como resultado de ello, los Fhoi Myore también, habrían destruido a toda la raza de los mabden.
Pero había muy pocos mabden cuyo estado de ánimo fuera el adecuado para pensar en aquella perspectiva. Habían vencido a los Fhoi Myore en una ocasión y habían ganado su libertad. Eso parecía suficiente, pues el verano era el más exuberante y cálido de todos los que se recordaban (algunos sudaban y jadeaban tanto a causa del calor que incluso bromeaban diciendo que acogerían con alivio el regreso del Pueblo Frío), como si el sol que no proporcionaba calor al resto de las tierras de los mabden estuviera derramando todo su poder sobre aquel diminuto rincón del mundo.
Los robles estaban más verdes, los alerces más fuertes, y los fresnos y olmos más frondosos de lo que habían estado jamás. En los campos se veía crecer y prosperar el trigo allí donde la gente ya había perdido la esperanza de volver a ver otra cosecha.
Las amapolas, las campánulas y las margaritas abundaban, y la madreselva, las malvas y los helechos crecían con profusión por todas partes.
Sólo el agua casi helada que se vertía en los cauces de los ríos que fluían del este recordaba a las gentes del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich que todos su compatriotas estaban muertos o se habían convertido en vasallos de los Fhoi Myore, o las dos cosas a la vez; que su Gran Rey —Amergin, su Archidruida— se encontraba bajo un hechizo y que estaba prisionero en su propia ciudad de Caer Llud, una ciudad que había dejado de ser mabden y que era utilizada como capital por los Fhoi Myore. Sólo eso se lo recordaba cada vez que se inclinaban sobre un curso de agua para beber de él; y había muchos que se dejaban dominar por la melancolía y pensaban amargamente en su incapacidad de vengar a sus primos muertos, pues lo máximo que habían conseguido hasta el momento era defender su propia tierra contra el Pueblo Frío, y hasta eso les habría resultado imposible si no hubiesen contado con la ayuda de la magia sidhi y de un semidiós que había sido sacado de su profundo letargo bajo el Túmulo. Ese semidiós era Corum.
El agua llegaba del este y alimentaba el ancho foso que habían excavado alrededor del montículo cónico sobre el que estaba construida la ciudad-fortaleza de Caer Mahlod, una vieja ciudad edificada con enormes bloques de granito grisáceo; una ciudad sin mucha belleza, pero con una robustez y una resistencia considerables. Caer Mahlod había sido abandonada por lo menos en una ocasión y vuelta a ocupar en tiempos de guerra. Era la única ciudad que seguía en poder de las gentes del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich. En tiempos pasados habían tenido varias ciudades mucho más hermosas, pero todas habían sucumbido ante el hielo que trajeron consigo los Fhoi Myore.
Pero después del milagro muchos de los que se habían refugiado en la ciudad-fortaleza habían vuelto a sus tierras, para reconstruir sus granjas derruidas y ocuparse de las cosechas que habían adquirido nueva vitalidad gracias a la sangre del Toro Negro; y sólo el rey Mannach y los guerreros y sirvientes del rey Mannach, y la hija del rey Mannach y Corum seguían habitando en Caer Mahlod.
De vez en cuando Corum iba a los baluartes y volvía la mirada hacia el mar y las ruinas de su hogar, que en aquella época era llamado Castillo Owyn y estaba considerado como una formación rocosa natural, y meditaba sobre la lanza Bryionak y el Toro Negro y la magia que había obrado. Le parecía estar soñando, pues no podía explicar la magia ni cómo había sido desencadenada. Estaba soñando el sueño de aquellas gentes que le habían llamado sacándole de un sueño, y lo habitual era que se sintiera satisfecho con ello. Tenía a Medhbh la del Largo Brazo (el apodo que se había ganado por su destreza con la lanza y el tathlum), con su abundante melena pelirroja, su robusta belleza, su inteligencia y su risa. Corum también tenía su dignidad. Contaba con el respeto de los otros guerreros. Todos los mabden habían acabado acostumbrándose a su presencia entre ellos. Aceptaban su extraña apariencia de vadhagh sus rasgos «élficos», como los llamaba Medhbh, su mano artificial de plata, su único ojo amarillo y púrpura y el parche que cubría la otra cuenca; el parche bordado por Rhalina, Margravina del Monte Moidel, quien yacía muerta en un pasado distante mil años como mínimo.
Sí, Corum tenía su dignidad. Había sido fiel a su pueblo y se había sido fiel a sí mismo.
Corum podía sentirse orgulloso.
Y gozaba de la mejor compañía imaginable. No cabía duda de que su suerte había mejorado mucho desde que salió del Castillo Erorn para responder a la llamada de aquellas gentes. Corum se preguntaba qué habría sido de Jhary-a-Conel, Compañero de los Héroes. Después de todo, había sido Jhary quien le había aconsejado que no opusiera resistencia a la invocación del rey Mannach; pero que Corum supiera, Jhary era el último mortal que seguía siendo capaz de viajar por los Quince Planos aparentemente a su libre albedrío. Hubo un tiempo en el que los vadhagh podían desplazarse entre los planos, al igual que podían hacerlo los nhadragh, pero los últimos vestigios de aquel poder les habían sido negados cuando los Señores de las Espadas fueron derrotados.
Y a veces Corum llamaba a un bardo para que le cantara una de las viejas canciones del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich, pues dichas canciones le gustaban mucho. Una de las que más le gustaban era atribuida al primer Amergin, un antepasado del Gran Rey que se encontraba cautivo de los Fhoi Myore, y se afirmaba que éste la había compuesto al llegar a su nuevo hogar.
Soy la ola del océano.
Soy el murmullo de las corrientes.
Soy siete batallones.
Soy un robusto toro.
Soy un águila sobre una roca.
Soy la más hermosa de las hierbas.
Soy un intrépido jabalí.
Soy un salmón en el agua.
Soy un lago sobre una llanura.
Soy un artista de gran genio.
Soy un campeón gigantesco que blande su espada.
Puedo alterar mi forma igual que un dios.
¿En qué dirección iremos?
¿Celebraremos nuestro consejo en el valle o sobre la cima de la montaña?
¿Qué tierra es mejor que esta isla del sol poniente?
¿Dónde podremos ir de un lado a otro en paz y sin riesgo alguno?
¿Quién sabrá encontrar para vosotros los límpidos arroyos que yo descubro?
¿Quién podrá deciros la edad de la luna salvo yo?
¿Quién puede hacer surgir a los peces de los abismos marinos, llamándolos como hago yo?
¿Quién podrá atraerlos hasta la orilla como hago yo?
¿Quién puede cambiar la forma de las colinas y de las tierras como puedo hacerlo yo?
Soy un bardo al que quienes se van a hacer a la mar solicitan profecías.
Las jabalinas serán empuñadas para vengar todo el mal que se nos ha hecho.
Profetizo la victoria.
Termino mi canción profetizando todas las otras cosas buenas.
Y después el bardo entonaba su propia canción, como si quisiera añadir un eco a la de Amergin:
Muchas formas be tenido antes de alcanzar la mejor.
He sido la delgada hoja de una espada.
He sido una gota en el aire.
He sido una estrella resplandeciente.
He sido una palabra en un libro.
He sido un libro en el comienzo.
He sido una luz en una linterna hace un año y medio.
He sido un puente para salvar tres veintenas de ríos.
He viajado bajo la forma del águila.
He sido un bote en el mar.
He sido un líder en la batalla.
He sido una espada en la mano.
He sido un escudo en un combate.
He sido la cuerda de un arpa.
He estado hechizado durante un año en la espuma del agua.
No existe nada en lo que no haya estado.
Y en aquellas viejas canciones Corum oía ecos de su propio destino, que le había sido explicado por Jhary-a-Conel. Su destino era renacer eternamente, a veces plenamente adulto, como un guerrero para luchar en todas las grandes batallas de los mortales sin importar que esos mortales fueran mabden, vadhagh o de otra raza; para luchar en defensa de la libertad de los mortales oprimidos por dioses (a pesar de que fuesen muchos los que creían que los dioses eran creados por los mortales). En aquellas canciones oía una expresión de los sueños que tenía de vez en cuando, esos sueños en los que era todo el universo y el universo era él, en los que era contenido por el universo y lo contenía al mismo tiempo y donde todo tenía igual dignidad e idéntico valor tanto si era animado como si era inanimado. Roca, árbol, caballo u hombre…, todos eran iguales. Ésa era la creencia mística de muchas de las gentes del rey Mannach. Un visitante llegado del mundo de Corum quizá lo hubiese considerado una adoración primitiva de la naturaleza, pero Corum sabía que era mucho más que eso. En el Reino de los Tuha-na-Cremm Croich había muchos granjeros que se inclinaban cortésmente ante una piedra y murmuraban una disculpa antes de desplazarla de un lugar a otro, y que trataban su tierra, su buey y su arado con la misma cortesía con la que trataban a su padre, su esposa o su amigo.
El resultado era que en el Reino de los Tuha-na-Cremm Croich la vida adquiría un ritmo digno y majestuoso que no le robaba su vitalidad ni su humor ni, en ocasiones, su ira; y ésa era la razón por la que Corum se enorgullecía de haber combatido a los Fhoi Myore, pues los Fhoi Myore amenazaban algo más que la vida. Los Fhoi Myore amenazaban la tranquila y callada dignidad de aquellas gentes.
El Pueblo de los Tuha-na-Cremm Croich sabía ser tolerante con sus propias debilidades, caprichos y pequeñas vanidades y, en consecuencia, también toleraba todas esas cualidades en los demás. A Corum le parecía altamente irónico que su raza, los vadhagh (a los que aquellas gentes habían terminado llamando sidhi), hubiera acabado teniendo una visión general de la existencia muy similar y que ésta les hubiese sido arrebatada por los antepasados de aquellas gentes. Corum se preguntaba si el haber logrado progresar hasta una forma de vida tan noble hacía que un pueblo se volviera automáticamente vulnerable a la destrucción que traían consigo quienes no habían logrado vivir así. De ser cierto eso, se trataba de una ironía de proporciones cósmicas, y lo habitual era que Corum enseguida abandonara ese curso de razonamiento, pues desde su encuentro con los Señores de las Espadas y su descubrimiento de su propio destino, todo aquello que tuviera que ver con las proporciones cósmicas le resultaba muy desagradable e inquietante.
El rey Fiachadh fue a visitarles, corriendo grandes peligros para cruzar las aguas desde el oeste. Su enviado llegó al galope sobre un caballo de cuyos ollares brotaban nubéculas de vapor, y lo detuvo con un brusco tirón de riendas justo allí donde empezaba el gran foso lleno de agua que rodeaba las murallas de Caer Mahlod. El enviado llevaba holgadas prendas de seda verde claro, peto y grebas de plata, una gorra de batalla y un jubón plateados, y una capa corta cuartelada en amarillo, azul, blanco y púrpura. El enviado explicó con voz jadeante a los centinelas de las torres de guardia la misión que le había traído hasta allí. Corum llegó corriendo desde el otro extremo de los baluartes y quedó asombrado al verle, pues su vestimenta no se parecía en nada a ninguna de las que había visto hasta entonces por aquellas tierras.
—¡Sirvo al rey Fiachadh! —gritó el enviado—. He venido para anunciar la llegada de nuestro rey a vuestras costas… —Señaló hacia el oeste—. Nuestros navíos ya han atracado. El rey Fiachadh suplica la hospitalidad de su hermano, el rey Mannach.
—¡Espera! —gritó un centinela—. ¡Avisaremos al rey Mannach!
—Entonces os suplico que os apresuréis, pues anhelamos la seguridad que ofrecen vuestras murallas. En los últimos tiempos hemos oído muchas historias extrañas sobre los peligros de los que están llenas vuestras tierras…
El rey Mannach fue avisado mientras Corum permanecía en la torre de guardia, contemplando con cortés curiosidad al enviado.
El rey Mannach estaba asombrado por otras razones.
—¿Fiachadh? ¿Por qué viene a Caer Mahlod? —murmuró—. ¡El rey Fiachadh ya sabe que siempre es bienvenido en nuestra ciudad! —le gritó al enviado—. Pero ¿por qué habéis hecho este viaje tan largo desde el Reino de los Tuha-na-Manannan? ¿Acaso habéis sido atacados?
El enviado seguía jadeando, y al principio sólo consiguió negar con la cabeza.
—No, alteza —logró decir por fin—. Mi señor desea hablar con vos, y no nos enteramos de que Caer Mahlod había quedado libre del frío y el hielo de los Fhoi Myore hasta hace muy poco. En cuanto lo supimos, nos hicimos a la mar lo más deprisa posible prescindiendo de todas las formalidades, pues el rey Fiachadh desea que le perdonéis…
—Decidle al rey Fiachadh que no hay nada que perdonar, salvo, quizá, la calidad de la hospitalidad que podemos ofrecerle. Aguardamos su llegada con alegría e impaciencia.
Hubo otro asentimiento de cabeza del enviado, y después el caballero vestido de seda hizo que su caballo volviera grupas y cabalgó hacia los acantilados con su jubón y su capa aleteando de un lado a otro, y su gorra plateada y los arreos de su caballo reflejaron los rayos del sol mientras desaparecía en la lejanía.
El rey Mannach se echó a reír.
—Creo que mi viejo amigo Fiachadh os gustará, príncipe Corum, y por fin sabremos qué tal les han ido las cosas últimamente a las gentes de los Reinos del Oeste… —dijo—. Temía que hubieran sucumbido bajo el poder de los Fhoi Myore.
—Temía que hubieran sucumbido bajo el poder de los Fhoi Myore —repitió el rey Mannach mientras extendía los brazos. Y las grandes puertas de Caer Mahlod fueron abiertas, y por el túnel (que ahora pasaba por debajo del foso), llegó un gran cortejo de caballeros, doncellas y sirvientes que llevaban lanzas adornadas con estandartes y capas de seda y lino, hebillas y broches de oro rojizo finamente trabajado en el que había incrustadas amatistas, turquesas y madreperlas; escudos redondos tallados y adornados con esmaltes que formaban dibujos tan complicados que parecían ondular sobre ellos, vainas reforzadas con bandas de plata y zapatos dorados. Mujeres altas y hermosas montaban muy erguidas sobre caballos cuyas crines y colas habían sido engalanadas con cintas. Los hombres también eran altos y lucían frondosos bigotes rojos como las llamas o de un amarillo cálido como el oro, y sus cabelleras fluían libremente cayendo sobre sus hombros o estaban recogidas en trenzas o sostenidas en gruesos mechones con pequeños prendedores de oro, bronce o hierro en el que había joyas incrustadas.
En el centro de aquel abigarrado cortejo se alzaba un gigante con el pecho tan grande como un tonel, un coloso de barba roja, penetrantes ojos azules y mejillas atezadas por el viento que vestía una larga túnica de seda roja ribeteada con la piel del zorro invernal.
No llevaba casco, sólo una diadema de hierro que parecía ser de una gran antigüedad sobre la que habían sido dibujadas runas con delicadas incrustaciones de oro que se enroscaban sobre la banda de hierro.
—¡Bienvenido, viejo amigo! —exclamó con voz alegre el rey Mannach, quien seguía con los brazos extendidos—. ¡Bienvenido, rey Fiachadh del Lejano Oeste, de la antigua y verde tierra de nuestros antepasados!
Y el gigante de la barba roja abrió la boca, y rió con estruendosas carcajadas mientras pasaba una pierna sobre la silla de montar y se deslizaba hasta el suelo.
—Bien, Mannach, ya ves que he venido tal como me gusta hacerlo… ¡Con toda mi pompa y con toda mi aparatosa majestad!
—Lo veo y me alegro —dijo el rey Mannach abrazando al gigante—. ¿Quién querría encontrarse ante un Fiachadh distinto? Traes color y hechizos a Caer Mahlod, viejo amigo. ¿Ves? Mis gentes ya sonríen de placer, y el júbilo ya se va adueñando de todos.
Esta noche celebraremos un banquete para conmemorar tu llegada. ¡Nos has traído la alegría, rey Fiachadh!
El rey Fiachadh volvió a reír con placer ante las palabras del rey Mannach, y después se volvió para contemplar a Corum, quien se había quedado a cierta distancia mientras los dos viejos amigos se saludaban.
—Y éste es vuestro héroe sidhi, el héroe de vuestro nombre… ¡He aquí a Cremm Croich!
Fue hacia Corum y puso una mano enorme sobre el hombro de Corum. Después clavó la mirada en el rostro de Corum, y lo que vio allí pareció dejarle satisfecho.
—Te agradezco lo que hiciste para ayudar a mi hermano rey, sidhi. Traigo la magia conmigo, y luego hablaremos de eso. También traigo conmigo un asunto delicado… —se volvió hacia el rey Mannach— y del que todos debemos hablar.
—¿Es ésa la razón por la que nos visitáis, alteza? —preguntó Medhbh dando un paso hacia adelante.
Había estado visitando a un amigo en un valle que se encontraba a cierta distancia de Caer Mahlod, y había regresado muy poco antes de la llegada del rey Fiachadh. Aún llevaba el atuendo que se había puesto para cabalgar, prendas de cuero y lino blanco, y su cabellera pelirroja estaba sin recoger y bajaba por su espalda.
—Es la razón principal, hermosa Medhbh —dijo el rey Fiachadh inclinándose para besar la mejilla que le ofrecía la joven—. ¡Has llegado a ser tan bella como predije! Ah, mi hermana vuelve a vivir en ti…
—En todos los aspectos —dijo el rey Mannach, y sus palabras parecían encerrar un significado oculto que Corum no logró comprender.
Medhbh se rió.
—¡Vuestros cumplidos son tan desmesurados como vuestra vanidad, tío!
—Pero son igual de sinceros —replicó el rey Fiachadh, y le guiñó un ojo.