III
Corum acepta un regalo
—¿La llevó algún héroe en alguna ocasión? —preguntó Corum.
Era la única explicación para la reverencia con la que el rey Fiachadh manejaba aquella maltrecha capa.
—Sí, según nuestras leyendas un héroe la llevó durante los primeros combates con los Fhoi Myore. —La pregunta de Corum parecía haber dejado un poco perplejo al rey Fiachadh—. Suele ser conocida meramente como El Manto, pero a veces también se la llama Capa de Arianrod, por lo que si hemos de ser estrictos hay que decir que es el manto de una heroína, pues Arianrod fue una sidhi de gran fama y muy querida por los mabden.
—Y por eso la guardáis como un tesoro —dijo Corum—. Sí, hacéis bien conservándola así porque…
Medhbh se echó a reír, pues sabía lo que estaba pensando Corum.
—Estáis rozando la condescendencia, Señor de la Mano de Plata —dijo—. ¿Creéis que el rey Fiachadh es un estúpido?
—Lejos de ello, pero…
—Si conocieseis nuestras leyendas, comprenderíais cuál es el poder de ese manto tan desgastado. Arianrod lo usó en mudas grandes hazañas antes de que un Fhoi Myore pusiera fin a su vida durante la última gran batalla entre los sidhi y los Fhoi Myore.
Algunos afirman que Arianrod aniquiló a todo un ejército de Fhoi Myore sin ayuda de nadie mientras llevaba puesta esa rapa.
—¿Hace invulnerable a quien la lleve puesta?
—No exactamente —dijo el rey Fiachadh, quien seguía ofreciendo el manto a Corum—. ¿Querréis aceptarlo, príncipe Corum?
—Me complacerá muchísimo aceptar un regalo de vuestras manos, rey Fiachadh —dijo Corum, algo avergonzado al pensar que quizá no se había estado comportando de una manera demasiado cortés.
Extendió los brazos y tomó delicadamente la capa en su mano de carne y hueso y su mano de plata resplandeciente.
Y sus dos manos se desvanecieron a la altura de las muñecas, con lo que pareció que Corum había vuelto a quedar repentinamente mutilado aunque esta vez de una manera aún más grave que la primera; pero a pesar de que el manto se había esfumado, Corum aún podía sentir su mano de carne y la textura de la tela en sus dedos.
—Bien, veo que surte efecto —dijo el rey Fiachadh con gran satisfacción—. Me alegra que lo aceptarais con vacilación, noble sidhi.
Corum empezó a comprender lo que había ocurrido. Sacó su mano de carne y hueso de debajo de la capa, ¡y pudo volver a verla!
—¿Un manto de invisibilidad?
—Así es —murmuró respetuosamente Medhbh—. Es el mismo manto que Gyfech usó para entrar en el dormitorio de Ben mientras el padre de la joven dormía acostado delante de la puerta. Ese manto era considerado como un gran tesoro incluso por los sidhi.
—Creo que sé cómo se produce la invisibilidad —dijo Corum—. El manto viene de otro plano. Es parte de otro mundo, al igual que lo es Hy-Breasail… Traslada a quien lo lleva puesto a otro plano, al igual que los vadhagh pudieron en tiempos pasados desplazarse de un plano a otro y ser conscientes de las actividades que se desarrollaban en distintos planos.
Nadie tenía ni la más leve idea de qué estaba hablando, pero estaban demasiado complacidos para hacerle preguntas.
Corum se echó a reír.
—Ha sido traído del plano sidhi, por lo que carece de verdadera existencia en este plano —dijo—. Pero ¿por qué no surte efecto si lo lleva puesto un mabden?
—Tampoco surte efecto para todos los sidhi —dijo el rey Fiachadh—. Existen algunas criaturas, mabden o de otras razas, que poseen un sexto sentido capaz de revelarles la presencia de quien lleve puesta la capa incluso cuando es invisible para todos los demás.
Son muy pocas las criaturas que poseen este sexto sentido, por lo que casi siempre podréis llevar el manto sin temor a ser detectado; pero alguien cuyo sexto sentido se encuentre lo suficientemente desarrollado podrá veros con tanta claridad como yo os estoy viendo ahora.
—¿Y éste es el disfraz que he de utilizar para ir a la Torre del Gran Rey? —preguntó Corum, sosteniendo la capa con mucha cautela y con tanta reverencia como lo había hecho el rey Fiachadh, mientras se maravillaba al ver cómo sus pliegues ocultaban primero una parte de su anatomía y luego otra—. Sí, es un buen disfraz. —Corum sonrió—. No existe ninguno que lo supere. —Después devolvió el manto de invisibilidad al rey Fiachadh—. Será mejor que esté bien guardado dentro del arcón hasta que sea necesario utilizarlo.
Y cuando el arcón volvió a estar cerrado bajo cinco llaves, Corum se dejó caer en su sillón con expresión pensativa.
—Ahora tenemos muchos planes que hacer —dijo.
Y, debido a eso, pasó bastante rato antes de que Corum y Medhbh pudieran yacer el uno al lado del otro en su gran lecho, contemplando la luna del verano por los ventanales.
—Fue profetizado —dijo Medhbh con voz ya algo adormilada— que Cremm Croich partiría en tres empresas, se enfrentaría a tres grandes peligros, y que conocería a tres personas con las que quedaría unido por los lazos indestructibles de la amistad.
—¿Dónde se profetizó todo eso?
—En las viejas leyendas.
—No me habías hablado de ello antes.
—No parecía haber ningún motivo para ello. Las leyendas son vagas… Después de todo, no eres lo que las leyendas nos habían inducido a esperar.
Los labios de Medhbh se curvaron en una leve sonrisa.
Corum se la devolvió.
—Bien, entonces mañana iniciaré mi segunda empresa.
—Y estarás lejos de mí durante mucho tiempo —dijo Medhbh.
—Me temo que ése es mi destino. Vine aquí impulsado por el deber, mi dulce Medhbh, no por el amor… El amor debe ser disfrutado mientras no interfiera con el cumplimiento del deber.
—Podrías morir, ¿verdad? A pesar de que seas un señor élfico…
—Sí, la espada o el veneno pueden acabar conmigo. ¡Incluso cabe la posibilidad de que me caiga del caballo y me rompa el cuello!
—No te burles de mis temores, Corum.
—Lo siento. —Corum se incorporó apoyándose sobre un codo y contempló los hermosos ojos de Medhbh. Después se inclinó sobre ella y la besó en los labios—. Lo siento mucho, Medhbh…
Iba montado sobre un caballo rojo como cuando llegó por primera vez al Túmulo de Cremm. Su túnica brillaba reflejando los primeros rayos del sol matinal. Los trinos de los pájaros llegaban hasta él desde más allá de las murallas de Caer Mahlod.
Corum llevaba todo sus arreos de combate ceremoniales, los antiguos arreos de los vadhagh. Llevaba una camisa de seda y lino azules, y unos pantalones de piel de gamo.
Llevaba un casco de plata de forma cónica con su nombre rúnico grabado en él (runas que eran totalmente indescifrables para los mabden), y su cota de malla hecha con una capa de plata sobre una capa de bronce. Llevaba todo aquello que siempre le había pertenecido salvo su túnica escarlata, la Túnica de su Nombre, pues se la había entregado al hechicero Calatin en el lugar que Corum conocía con el nombre de Monte Moidel. Sobre el caballo había un manto de terciopelo amarillo, y los arneses y la silla de montar eran de cuero carmesí adornados con resaltes trazados en blanco.
Como armas, Corum había escogido una lanza, un hacha, una espada y una daga. La lanza era muy larga y su astil había sido reforzado con relucientes tiras de cobre, y la punta era de hierro pulimentado. El hacha era de doble filo, sólida y sin adornos y de mango largo, que también estaba reforzado con tiras de cobre. La espada colgaba de una vaina cuyos dibujos eran idénticos a los de los arneses del caballo, y su empuñadura estaba protegida con bandas de cuero que habían sido reforzadas con fino hilo de oro y plata, y terminaba en un grueso pomo redondo de bronce. La daga había sido fabricada por el mismo artesano, y estaba reforzada y adornada igual que la espada.
—¿Quién podría tomaros por algo que no fuese un semidiós? —preguntó el rey Fiachadh con aprobación.
El príncipe Corum respondió a esas palabras con una leve sonrisa y tomó las riendas en su mano de plata. Después alargó su otra mano para colocar el escudo de batalla liso y sin adornos que colgaba detrás de su silla sobre una de las cestas de mimbre que contenían sus provisiones, y dentro de la que también había una capa de pieles apretadamente enrollada que necesitaría a medida que se internara en las tierras de los Fhoi Myore. Corum había enrollado la otra capa —el manto sidhi, la Capa de Arianrod— y se lo había colocado alrededor de la cintura. En su cintura estaban también los guantes forrados de piel que llevaría más tarde, para proteger una mano del frío y para ocultar la otra a fin de que ningún enemigo pudiera reconocerle con demasiada facilidad.
Medhbh se apartó la melena pelirroja del rostro y fue hacia él para besar su mano de carne y hueso, y alzó la mirada hacia él para contemplarle con ojos en los que había orgullo y preocupación.
—Cuida bien de tu vida, Corum —le murmuró—. Presérvala, si puedes, pues todos nosotros tendremos gran necesidad de ti en cuanto esta empresa haya terminado.
—Me aferraré a ella con todas mis fuerzas —le prometió Corum—. La vida ha llegado a serme muy querida, Medhbh, pero en estos momentos tampoco temo a la muerte.
Se limpió el sudor de la frente. El peso de todos sus arreos y armas hacía que empezara a tener calor bajo el sol que ya llameaba en el cielo, pero Corum sabía que no tendría calor durante mucho tiempo. Ajustó el parche bordado sobre la cuenca ciega, y acarició delicadamente el brazo moreno de Medhbh.
—Volveré a ti —le prometió.
El rey Mannach cruzó los brazos delante de su pecho y carraspeó para aclararse la garganta.
—Devolvednos a Amergin, príncipe Corum —dijo—. Volved con nuestro Gran Rey.
—Sólo volveré a Caer Mahlod si Amergin viene conmigo, rey Mannach. Si no puedo traerle hasta aquí, entonces haré cuanto pueda para enviároslo.
—Partís hacia una gran y peligrosa aventura, y vuestra misión no puede ser más noble —dijo el rey Mannach—. Adiós, Corum.
—Adiós, Corum —dijo Fiachadh el de la barba pelirroja, apoyando una mano enorme y robusta sobre la rodilla del vadhagh—. Os deseo la mejor de las suertes.
—Adiós, Corum —dijo Medhbh, y su voz no era tan firme como su mirada.
Después Corum apretó los flancos de su montura con los talones y se alejó de ellos.
Corum partió de Caer Mahlod con la mente tranquila y fue por las ondulantes colinas hasta llegar al bosque frondoso y fresco, y avanzó en dirección este hacia Caer Llud escuchando a los pájaros, el veloz precipitarse de los arroyuelos de aguas iridiscentes que pasaban sobre las viejas rocas y el susurrar de los robles y los olmos.
Corum no miró hacia atrás ni una sola vez, no sintió ni una sola punzada de nostalgia y no hubo ni un solo instante en el que sintiera pena o en el que su empresa le inspirase miedo o renuencia, pues sabía que había cumplido su destino y que representaba a un gran ideal, y en aquellos momentos eso bastaba para satisfacerle.
Corum pensó que esa satisfacción era muy rara en alguien que estaba destinado a tomar parte en la contienda eterna. Quizá había sido recompensado con aquella peculiar paz de espíritu sencillamente porque esta vez no oponía resistencia a su destino y había aceptado su deber. Corum empezó a preguntarse si la única forma de encontrar la paz sería precisamente la de aceptar su destino. Sería una paradoja muy extraña, desde luego: alcanzar la tranquilidad a través de la lucha.
Al atardecer el cielo había empezado a volverse de color gris, y ya se podían ver gruesas nubes flotando sobre el horizonte por el este.