VIII

El gran combate de Caer Garanhir

Corum había sonreído cuando vio las expresiones de los que acudieron a los baluartes llamados por el grito de Ilbrec, pero la sonrisa no tardó en esfumarse apenas entró en la magnífica estancia adornada con estandartes enjoyados que servía como sala del trono al rey Daffyn e intentó hablar con un hombre que apenas era capaz de mantenerse en pie y que, a pesar de ello, seguía tomando sorbos de un cuerno lleno de hidromiel mientras trataba de escuchar las palabras de Corum.

La mitad de los caballeros del rey Daffyn yacían inconscientes junto a los bancos cubiertos por sedas manchadas. La otra mitad se apoyaba en cualquier objeto que pudiera proporcionarles un respaldo, algunos de ellos con las espadas desenvainadas mientras gritaban fanfarronadas casi incomprensibles, y otros permanecían inmóviles con la boca abierta y los ojos clavados en Ilbrec, quien había conseguido entrar en la sala y estaba agazapado detrás de Corum y Goffanon.

El Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir no estaba preparado para la guerra. En aquellos momentos sus gentes sólo estaban preparadas para sumirse en el estupor de la borrachera, pues habían estado celebrando una boda, la del príncipe Guwinn, el hijo del rey, con la hija de un gran caballero de Caer Garanhir.

Los que seguían despiertos habían quedado muy impresionados por la repentina aparición de quienes parecían ser tres sidhi de estaturas muy distintas, pero algunos aún estaban seguros de que sufrían los efectos de haberse excedido en el disfrute de la comida y la bebida.

—Los Fhoi Myore marchan contra vos con un poderoso ejército, rey Daffyn —repitió Corum—. ¡Son muchos centenares de guerreros, y la gran mayoría de ellos son criaturas a las que resulta muy difícil matar!

El rostro del rey Daffyn estaba enrojecido por la bebida. Era un hombre robusto y un poco obeso, de aspecto inteligente, pero en aquellos momentos había muy poca inteligencia en sus ojos.

—Me temo que has sobrestimado a los mabden, príncipe Corum —dijo Ilbrec con jovialidad—. Debemos hacer lo que podamos sin ellos.

—¡Esperad! —El rey Daffyn bajó con paso tambaleante los escalones que llevaban a su trono, el cuerno lleno de hidromiel todavía en su mano—. Entonces, ¿hemos de morir con el estómago lleno de bebida?

—Así parece, rey Daffyn —dijo Corum.

—¿Borrachos? ¿Asesinados sin dignidad por aquellos que mataron…, que mataron a nuestros hermanos de las Tierras del Este?

—¡Exacto! —exclamó Goffanon con impaciencia, y le dio la espalda—. Y es justo lo que os merecéis.

El rey Daffyn acarició con expresión pensativa el medallón emblema de su rango real que colgaba de su cuello.

—Mi pueblo… —dijo—. Le habré fallado…

—Bien, en tal caso escuchadme con más atención de la que me habéis prestado hace unos momentos… —dijo Corum.

Volvió a contar su historia más despacio que antes, mientras el rey Daffyn hacía un esfuerzo tan considerable para entenderla que llegó al extremo de arrojar su cuerno de hidromiel a un lado, y rechazó el cuerno rebosante que un caballero de rostro enrojecido se apresuró a ofrecerle.

—¿A cuántas horas de Caer Garanhir están ahora? —preguntó el rey cuando Corum hubo acabado de hablar.

—Puede que a tres. Hemos viajado muy deprisa… Quizá a cuatro o cinco horas. Puede que no ataquen hasta que amanezca.

—Pero esas tres horas… Al menos disponemos de tres horas, ¿no?

—Creo que sí.

El rey Daffyn empezó a recorrer la estancia despertando a los caballeros dormidos y haciendo levantar a gritos a los que todavía no se habían sumido en la inconsciencia, y Corum sintió que la desesperación se iba adueñando de él.

Ilbrec expresó en voz alta aquella desesperación.

—Esto no va a servir de nada —dijo, y empezó a retroceder para deslizar su gigantesco cuerpo por el hueco de las puertas—. No, es inútil…

Corum apenas le oyó, pues seguía discutiendo con el rey Daffyn, quien estaba librando un duro combate con su reluctancia a recibir malas noticias en un día como aquél.

Goffanon giró sobre sí mismo y salió de la gran sala llamando a Ilbrec a gritos.

—¡No les abandones, Ilbrec! —gritó—. Estás viéndoles en su peor momento, pero…

Y entonces la tierra tembló y hubo un retumbar de cascos, y Corum salió corriendo de la gran sala con el tiempo justo de ver cómo el inmenso caballo negro llamado Crines Espléndidas abandonaba de un salto los baluartes de los muros de Caer Garanhir.

—Bien, así que se ha ido —dijo Corum—. Está claro que le ha parecido más prudente reservar sus fuerzas para una causa más digna de ellas. No puedo decir que le culpe por ello…

—Es tan tozudo como su padre —dijo Goffanon—, pero su padre nunca habría abandonado a unos amigos.

—¿Tú también deseas irte, Goffanon?

—No, me quedaré. He tomado una decisión, y ya sabes en qué consiste. Podemos considerarnos afortunados por estar aquí en vez de haber caído ante el Pueblo de los Pinos, y deberíamos agradecer a Ilbrec que nos salvara la vida en esa ocasión.

—Cierto.

Corum entró en la gran sala con paso lento y cansado, y vio al rey Daffyn sacudiendo a dos de los guerreros acostados sobre el suelo.

—¡Despertad! —gritaba el rey Daffyn—. Despertad, despertad… ¡Los Fhoi Myore se acercan!

Estaban inmóviles en los baluartes, aturdidos y parpadeantes. Tenían los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, y estaban haciendo un gran uso de los odres de agua que traían los muchachos. Algunos aún llevaban los elegantes ropajes de la boda, y otros se habían puesto la armadura. Los caballeros suspiraban y gemían y se sostenían la cabeza con las manos mientras escrutaban el horizonte desde las murallas de Caer Garanhir esperando la llegada del enemigo.

—¡Allí! —le dijo un chico a Corum dejando su odre de agua en el suelo y señalando con un dedo—. ¡Veo una nube!

Corum miró en esa dirección y la vio. Una nube de niebla hervía sobre el horizonte.

—Sí, son los Fhoi Myore —dijo—. Pero vienen precedidos por muchos. Mira más abajo y verás a los jinetes.

Durante unos momentos pareció como si una gigantesca ola verde se deslizara hacia Caer Garanhir.

—¿Qué es eso, príncipe Corum? —preguntó el muchacho.

—Es el Pueblo de los Pinos —replicó Corum—, y son excepcionalmente difíciles de matar.

—La niebla avanzaba hacia nosotros, pero ahora se ha detenido —dijo el muchacho.

—Sí —dijo Corum—. Así es como luchan siempre los Fhoi Myore… Empiezan la batalla enviando a sus vasallos contra nosotros para que nos debiliten.

Corum recorrió los baluartes con la mirada. Uno de los caballeros del rey Daffyn había asomado medio cuerpo al vacío y gemía mientras vomitaba. Corum le dio la espalda sintiendo que la desesperación se adueñaba de él. Unos cuantos guerreros habían empezado a subir por las escaleras de piedra y colocaban flechas en sus arcos largos. Al parecer, aquellos hombres no habían estado celebrando el matrimonio del príncipe Guwinn con un abandono tan entusiástico como los caballeros. Llevaban relucientes cotas de malla de bronce y sus cabelleras pelirrojas estaban cubiertas por cascos de bronce. Algunos llevaban pantalones de cuero, y otros se habían protegido las piernas con cota de malla. Además de las aljabas que llevaban a la espalda, iban armados con jabalinas y había hachas o espadas colgando de sus cinturones. Corum se animó un poco al ver a aquellos soldados, pero volvió a desfallecer cuando oyó las frías voces retumbantes de los Fhoi Myore que llegaban desde lejos y hablaban en su lenguaje sin palabras. Por muy valerosamente o muy bien que combatieran aquel día, los Fhoi Myore seguían estando allí, y los Fhoi Myore contaban con los medios necesarios para destruir todo cuanto había dentro de los espléndidos muros de Caer Garanhir.

El sonido de los cascos de las monturas ahogó las voces de los Fhoi Myore. Eran caballos verdosos montados por jinetes verdosos, todos del mismo color, con ropas verdes y espadas verdes sostenidas en manos de verdes dedos. La caballería se desplegó a medida que se iba aproximando a los muros, y los jinetes empezaron a moverse en círculos buscando los puntos más débiles de las defensas antes de iniciar el ataque a la fortaleza.

Y el viento trajo hasta Caer Garanhir el nauseabundo olor dulzón de los pinos, y ese mismo viento trajo consigo un frío que hizo temblar a todos los que se hallaban en los baluartes.

—¡Arqueros! —gritó el rey Daffyn alzando su larga espada—. ¡Disparad vuestros dardos!

Y una oleada de flechas salió volando con un zumbido para recibir a los jinetes verdes, y produjo tan poco efecto en ellos como si los arqueros hubieran disparado sus proyectiles contra otros tantos árboles. Rostros, cuerpos y miembros fueron alcanzados y las flechas se clavaron en las monturas, pero el Pueblo de los Pinos siguió avanzando.

Un joven caballero que vestía una túnica blanca de seda y lino, sobre la que se había puesto a toda prisa una cota de malla, subió corriendo el tramo de peldaños mientras se ceñía una espada a la cintura. Era un joven muy apuesto, y llevaba la cabellera castaña sin recoger. Sus ojos estaban llenos de perplejidad y asombro, y Corum se fijó en que iba descalzo.

—¡Padre! —exclamó el joven yendo hacia el rey Daffyn—. ¡Estoy aquí!

Debía ser el príncipe Guwinn, bastante menos borracho que sus compañeros de armas.

Corum pensó que el príncipe Guwinn era uno de los que más tenían que perder durante aquel día, pues a juzgar por su aspecto acababa de abandonar el lecho matrimonial hacía tan sólo unos momentos.

Corum vio el parpadeo del fuego en la lejanía, y comprendió que Gaynor acababa de entrar en el campo de batalla. Gaynor el Maldito iba al frente de su infantería ghoolegh, y alzó su yelmo sin rostro como si buscara a Corum entre los defensores. Su penacho amarillo se agitaba de un lado a otro y su espada desenvainada brillaba con un destello que cambiaba continuamente —a veces plateado, a veces escarlata, a veces dorado y a veces azul—, mientras las ocho flechas del Signo del Caos palpitaban sobre su peto y su extraña armadura se iluminaba con tantos colores distintos como su espada. El caballo de Gaynor se encabritaba y hacía cabriolas delante de la infantería ghoolegh de blancos rostros. Corum vio ojos rojizos y bestiales que relucían en un millar de rostros, pero parecía haber más fuego del que podía atribuirse a los ojos de los ghoolegh y parecía estar ardiendo en los límites de la neblina de los Fhoi Myore. ¿Sería alguna variedad nueva de enemigo con la que Corum aún no se había enfrentado hasta aquel momento?

El Pueblo de los Pinos estaba cada vez más cerca, y los jinetes verdosos abrieron la boca y dejaron escapar carcajadas tan secas y susurrantes como el sonido del viento que se desliza por entre las hojas. Corum ya había oído aquella risa con anterioridad, y la temía.

Vio la reacción en los rostros de los caballeros y los guerreros que aguardaban el ataque en los baluartes. Todos sintieron que el terror les helaba las entrañas al comprender plenamente, y por primera vez, que se estaban enfrentando a lo sobrenatural. Después cada hombre controló su pánico lo mejor que pudo, y se preparó para resistir la acometida de los Hermanos de los Árboles.

Otra oleada de flechas salió disparada de los arcos, y luego otra más, y cada proyectil encontró algún blanco en el que clavarse, y prácticamente todos los guerreros de los pinos siguieron avanzando con el astil adornado con plumas rojas de una flecha sobresaliendo de su corazón.

Y las carcajadas susurrantes se hicieron más ensordecedoras.

Los guerreros se aproximaban lenta e implacablemente. Algunos estaban erizados de flechas y otros habían recibido el impacto de jabalinas que habían atravesado su cuerpo de parte a parte, pero sus rostros vacíos e inexpresivos seguían sonriendo con sus sonrisas vacías y sus ojos helados permanecían clavados en los defensores. Los jinetes llegaron a las murallas y desmontaron.

Más flechas salieron despedidas de los arcos y algunos guerreros del Pueblo de los Pinos cobraron la apariencia de extraños animales recubiertos de pinchos, tantas eran las flechas que temblaban clavadas en sus cuerpos.

Y después empezaron a escalar las murallas.

Trepaban como si no necesitaran ninguna clase de asideros para las manos o los pies.

Trepaban igual que trepa la hiedra, como otros tantos zarcillos verdes que subían por las murallas yendo hacia los defensores.

Un par de caballeros dejaron escapar un jadeo ahogado y retrocedieron, incapaces de soportar aquella horrenda visión. Corum no podía culparles por ello. Goffanon soltó un gruñido de repugnancia a su lado.

Y el primer guerrero de piel verdosa llegó a los baluartes —la mirada igual de inmóvil, la mueca que quizá fuera una sonrisa igual de rígida en sus labios— e intentó trepar por ellos para enfrentarse a los defensores.

El hacha de guerra de Corum destelló bajo los rayos del sol y el filo dejó totalmente destrozado el cráneo del primer guerrero que vio. Corum empujó hacia atrás a ese guerrero y aquel enemigo cayó, pero otro apareció inmediatamente y el hacha de Corum volvió a golpear en la cabeza. Una savia verdosa brotó del cuello y se pegó a la hoja del hacha, y se esparció sobre las piedras del baluarte cuando Corum echó los brazos hacia atrás para lanzar un nuevo golpe contra la cabeza siguiente. Sabía que no tardaría en quedar agotado o que algunos puntos de las defensas se debilitarían y que entonces sería atacado por ambos lados a la vez, pero Corum hizo lo que pudo mientras el Pueblo de los Pinos subía por las murallas igual que un enjambre de números aparentemente inagotables.

Después hubo una pausa momentánea en la ofensiva que permitió que Corum mirara más allá de los Guerreros de los Pinos y viera a Gaynor dando la orden de avanzar a sus ghoolegh. Los infantes no muertos transportaban grandes troncos suspendidos de arneses de cuero que oscilaban de un lado a otro entre ellos, y estaba claro que pretendían usarlos como arietes para derribar las puertas de Caer Garanhir. Corum sabía que los mabden ya no estaban acostumbrados a librar batallas de asedio, y no se le ocurrió ningún medio de poder resistir a los arietes de asalto. Los mabden llevaban siglos luchando en combates individuales donde cada hombre escogía a otro de entre las filas de sus enemigos. Muchas de sus tribus ni siquiera luchaban a muerte, pues les parecía innoble matar a un adversario que había sido derrotado; y aunque eso fuese uno de los mejores rasgos de los mabden y una de sus grandes virtudes, se convertía en una gran debilidad durante cualquier enfrentamiento con los Fhoi Myore.

Corum se volvió hacia el rey Daffyn y le gritó que preparase a sus gentes para la aparición de los ghoolegh en sus calles, pero el rey Daffyn estaba arrodillado en el suelo con el rostro lleno de lágrimas, y un Guerrero de los Pinos corría hacia Corum a lo largo del baluarte.

Corum vio que el rey Daffyn estaba arrodillado junto al cuerpo de un combatiente que acababa de perecer ante aquel Guerrero de los Pinos. El muerto vestía una túnica blanca y una cota de malla. El príncipe Guwinn nunca volvería a su lecho matrimonial.

Corum hizo girar su hacha y golpeó al Guerrero de los Pinos a la altura de la cintura con tanta fuerza que el torso quedó separado de las piernas y se derrumbó como si fuese un árbol talado. El guerrero siguió vivo durante unos momentos, y las piernas se movieron hacia adelante mientras los brazos se agitaban allí donde el torso había caído sobre las losas. Después murió y su piel se volvió de color marrón casi al instante.

Corum fue corriendo hacia el rey Daffyn.

—¡No lloréis por vuestro hijo…, vengadle! —le gritó con toda la potencia de sus pulmones—. Seguid luchando, rey Daffyn, pues de lo contrario vos y vuestro pueblo estaréis perdidos…

—¿Seguir luchando? ¿Por qué? Aquello por lo que vivía ha muerto, y todos debemos morir pronto, príncipe Corum… ¿Por qué no ahora? Me da igual cómo perezca.

—Tenéis que luchar por el amor y por la belleza —replicó Corum—. Ésas son las cosas por las que debéis luchar… ¡Luchad por el valor y el orgullo!

Pero apenas habían salido de sus labios esas palabras cuando ya sonaban a hueco en sus propios oídos, y Corum contempló el cadáver del joven y vio que los ojos del padre del joven volvían a llenarse de lágrimas, y le dio la espalda.

Desde abajo llegaban los crujidos y golpes producidos por los arietes que embestían repetidamente las puertas de la fortaleza. En los baluartes ya había casi tantos Guerreros de los Pinos como defensores.

Goffanon podía ser visto con facilidad. Su enorme silueta se alzaba sobre un grupo de combatientes del Pueblo de los Pinos, y su hacha de doble filo iba y venía de un lado a otro con la regularidad de un péndulo mientras lanzaba golpes y más golpes contra los hermanos de los árboles. Goffanon parecía estar entonando una canción mientras luchaba, una melodía tan triste que hacía pensar en una elegía fúnebre, y Corum logró oír algunas de las palabras.

He estado en el lugar donde pereció Gwendoleu, el hijo de Ceidaw, el pilar de las canciones,

cuando los cuervos chillaban disputándose la sangre derramada.

He estado en el lugar donde fue asesinado Bran, el hijo de Iweridd, aquel cuya fama llegó hasta muy lejos,

cuando los cuervos de los campos de batalla graznaron.

He estado allí donde pereció Llacheu, el hijo de Urtu, elogiado en las canciones,

cuando los cuervos chillaban disputándose la sangre derramada.

He estado en el lugar donde fue asesinado Meurig, el hijo de Carreian, honrado y respetado,

cuando los cuervos chillaban disputándose la carne.

He estado en el lugar donde fue asesinado Gwallawg, el hijo de Goholeth, el de las grandes hazañas,

el que supo resistir a Lloegyr, el hijo de Llewynawg.

He estado en el lugar donde perecieron los soldados de los mabden, desde el este hasta el norte:

soy la escolta de la tumba.

He estado en el lugar donde perecieron los soldados de los mabden, desde el este hasta el sur:

¡Yo vivo, ellos han muerto!

Y Corum comprendió que estaba escuchando la canción de muerte de Goffanon, y que el herrero sidhi se preparaba para enfrentarse a su inevitable final.

He estado en las tumbas de los sidhi, desde el este hasta el oeste:

¡Y ahora los cuervos graznan por mí!