Amaneció contenta. Tenía la facultad de despertar rápido y bien. Cantaba. Nunca he podido comprender cómo nadie es capaz de cantar apenas se tira de la cama. Pero Celia ha sido así toda la vida, en lo que otros bostezan y se pescan legañas, ella canta. Tiene eso que llaman un buen oído para la música, se le dan fáciles las melodías y se aprende las letras de sólo escucharlas un par de veces. Una memoria privilegiada la de esta mujer mía. Igual que para los teléfonos. He llamado a Bermúdez al mismo maldito número durante diez años y todavía lo tengo que buscar en la libretita. Celia, en cambio, se los graba aquí, tiene una especie de tarjetero computadorizado en el cerebro, vacila unos segundos, pero a la larga da con el número correcto, aunque hayan pasado meses desde que lo marcara por última vez.

«Quisiera ser un pez…».

Y oigo su voz, cunde su canto en ese oscuro lapachero de mi mente en el que siempre paso un rato antes de espabilarme por completo. Está entonando uno de esos boleros modernos, una canción que aprendió hace poco y que se ha quedado a medio camino entre la obscenidad y el disparate. Parece una broma, pero Celia arrecia con el estribillo: «Saciar esta locura, mojada en ti, mojada en tiiii…». Hace una pausa para preguntarme si no me voy a levantar, la mañana está preciosa, según le ha parecido ver por el ojo de buey, y ella no se piensa mover de la piscina en todo el puto día (en privado, le gusta usar dos palabrotas, todo es puto y todo es jodido). No le contesto de inmediato, todavía soy incapaz de un esfuerzo semejante. Pero ella tampoco ha esperado mucho por la respuesta, sigue cantando, sigue queriendo ser un pez para tocar su nariz en mi pecera y hacer burbujas de amor por dondequiera, «mojada en ti», repite, la muy zafia, «oooooh, mojada en ti».

Lo mío, sin embargo, son los boleros de antes, que no en balde han sido los boleros de siempre. Lo otro, lo de los corridos mexicanos, es una aberración inconfesable, como el señor que usa a escondidas la ropa íntima de su mujer. Pongo los discos con una sensación de vergüenza que me dura desde los días en que Celia y yo éramos novios, y me pedía que no le comentara a sus amigas que los domingos por la tarde nos encerrábamos en casa para escuchar a Jorge Negrete.

—¿Vienes conmigo, o subes luego?

Se ha puesto el bañador negro y una bata blanca de felpa que le llega a las rodillas. Celia ha tenido siempre unas piernas preciosas, y aparenta menos edad de la que en realidad tiene. Por lo pronto, ha encajado mejor que yo la boda de la niña, las mujeres siempre encajan mejor la soledad. Le digo que la acompañaré más tarde, cuando me haya despejado del todo. Ella sonríe y me hace adiós con la mano, sabe perfectamente que detesto las piscinas, y sabe de sobra que hoy no tengo alternativa: estaremos en alta mar hasta el oscurecer.

—Adiós, amor, adiós…

Cierra la puerta y queda flotando su perfume, una esencia dulzona, con un trasunto vivo de melocotón, algo fugaz que tiene que ver también con la canela. Cuando era joven, conocí a una mujer que solía mezclar los polvos faciales con polvos de canela. Decía que eso atraía a los hombres, y a lo mejor era cierto, en vista del alto número de caballeros que la distinguían. Una noche que llegué a verla, me despachó sin dejarme entrar porque estaba a punto de recibir otra visita. Me volví loco, en ese entonces uno se volvía loco, y no se me ocurrió otra cosa sino correr hacia su tocador, tomar los polvos faciales y lanzarlos al aire. Ella rompió a llorar, me arañó el rostro y me echó de la casa. Pero no me fui del todo, permanecí en la calle esperando a que llegara el otro, un hombre bajito, al parecer muy pulcro, con unas manos deshuesadas que daban ganas de chupar. Estuvo mucho tiempo dentro y, cuando al fin salió, yo aún estaba allí, parado en una esquina, elaborando meticulosamente mi venganza, y sentí envidia, sentí un deseo violento al verlo sacudirse la chaqueta, los bajos del pantalón, todo ese polvo que se le había pegado de las ropas. Esperé que se alejara y regresé al lugar del crimen, llamé a la puerta y ella me abrió de nuevo sin decir palabra. Todavía estaba sudada, todavía olía al sudor de ese hombre y yo comencé a olfatearla como un perro que busca en las manos del amo el olor de otro perro. Los polvos faciales seguían tirados por la habitación, revueltos en el desorden de la cama, haciendo pequeños montículos junto a las hendijas de la puerta. La obligué a tumbarse, le alcé la falda y le empolvé todo su vello negro; le abrí las piernas, reuní más polvos, y la acicalé por dentro, extendiendo ese aromático tapiz que se iba mezclando, poco a poco, con la humedad suya y la ajena. Ninguno de los dos habíamos hablado y pensé que de un momento a otro comenzaría a insultarme, pero no lo hizo, sólo se limitó a jadear cuando le di el primer bocado, y sollozó muy débilmente cuando sintió el segundo. Yo me detuve, me incorporé para mirarle el rostro, la expresión más descocada que le vi jamás a una mujer, y enseguida volví a hundir la cabeza. Adentro sabía amargo, sabía de cerca a concha triturada, y sabía lejanamente, cada vez más lejanamente, a la canela. Poco después ella lanzó un aullido, golpeó la cama con los puños y se quedó totalmente quieta. Subí a gatas, lamiendo por aquí y por allá, chupando el mínimo trozo de carne que se me pusiera a tiro, la viré de espaldas, le mordí la nuca y en el instante mismo en que la penetraba, escuché la voz filosa del desquite: junto con esos polvos, dijo, me había tragado yo la leche de otro hombre.

Luego de eso, no la volví a buscar. Durante muchos años mantuve una ambigua relación con la canela: me repugnaba algunas veces, y había veces en que amanecía con un deseo brutal de saborearla. En una ocasión, Celia me preguntó al respecto, le respondí que había tenido una mala experiencia con un postre. No me atreví a confesarle que cada vez que se ponía aquel perfume, me venía a la mente la dura imagen de mí mismo, un hombre solo que aguardaba su turno, parado en una esquina, obsesionado por aquel polvillo fraudulento que iba cayendo silenciosamente en un abismo.