Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John’s, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo.
Julieta, que nos acompañaba en el paseo, se apoyaba del brazo de Fernando, porque el calor, según ella, le provocaba vértigo. Desde la noche anterior —les permití bailar un par de piezas—, la había notado muy apegada a mi marido. No quiero decir que Fernando alentara todo esto, al menos no en mi presencia, pero era tan obvio que ella estaba falta de varón, la vi tan determinada a cometer cualquier locura, que antes de que terminara el baile tuve que inventarme una jaqueca y arrastrar a Fernando al camarote. Él me siguió a regañadientes, la música estaba en su apogeo, aquella orquesta no había tocado nada que no fueran boleros y en el salón flotaba un aire de nostalgia, como si le estuviéramos diciendo adiós a algo, no sabíamos bien a qué.
En el fondo, a mí también me habría gustado quedarme. A estas alturas de mi vida, con una hija recién casada, un matrimonio deshecho que duraría ya para siempre, y la cabeza totalmente vacía de proyectos, debía reconocer que toda mi existencia había girado en torno al bolero, no a uno en particular, sino a muchos, decenas de ellos; y los hombres que más me habían querido, los dos únicos hombres con quienes me había acostado, tenían una afición casi enfermiza por aquella música. Parecía casualidad, pero no lo era. Fue preciso que viniera en este crucero y que contrataran a esta orquesta en Charlotte Amalie para que me diera cuenta de todo eso, de que la gente viene al mundo predestinada a sostenerse en cosas intangibles, en olores que recurren, en un color que siempre vuelve, en una música, como es mi caso, que aparece y desaparece en los momentos culminantes, unas melodías que mentalmente van y vienen para avisar que terminó una etapa y va a empezar la otra. Fernando hablaba de una filosofía del bolero, una manera de ver el mundo, de sufrir con cierta elegancia, de renunciar con esta dignidad; Agustín Conejo no lo podía expresar de esta manera, pero en sus palabras me decía más o menos lo mismo. El bolero lo ayudaba a pensar, lo animaba a decidirse, lo obligaba a ser quien era. Hubo una época en que a mí también me ayudó a pensar, me refiero a esa época en que uno reflexiona sobre su propio cuerpo y trata de verse por dentro y por fuera, trata de averiguar cómo le están viendo a uno los demás. Yo era muy joven y ya andaba de novia de Fernando, que venía a visitarme por las noches y me traía bombones. Cuando él se iba, corría a mi cuarto para poner el disco de Gatica (Lucho siempre fue mi predilecto), me desnudaba en la oscuridad y me tumbaba en la cama. Entonces comenzaba a tocarme. No era exactamente que me masturbara, no era así, tan burdo, la expresión exacta era «reconocerme», me tanteaba las sienes, me acariciaba las mejillas y me buscaba los pómulos, el hueso de la quijada, los anillos de la tráquea. De ahí en adelante, el camino se bifurcaba: colocaba el índice de mi mano izquierda sobre la punta de mi pezón derecho y viceversa, la voz de Gatica era como un mugido armónico ordenándole al reloj que no marcara las horas, proclamando que su playa estaba vestida de amargura, rogándome, sí, rogándome que le regalara esa noche y le retrasara la muerte… Yo ponía una mano encima de la otra y con las dos me oprimía el sexo, empujaba hacia abajo, como si tratara de vaciarlo, todo a su tiempo, todo en su ritmo natural que era naturalmente el ritmo del bolero. Gatica cantaba con la boca llena, cariño como el nuestro era un castigo, y yo me castigaba, me pellizcaba los labios —los de abajo—, me arañaba los muslos, gemía su nombre, Lucho, Luchito, Luchote, él estaba en la gloria de mi intimidad, en lo más íntimo, lo más salvaje, olvidando decir que me amaba, ¿me amaba?, quien no amara no dijera nunca que vivió jamás.
Antigua era un lugar extraño, creo que ya lo dije, pero no expliqué en qué consistía esa extrañeza. Supongo que en su atmósfera, la certeza de que todos tenían alguna cosa que ocultar, la idea de que debajo de ese bochorno endemoniado había otro mundo, no sé, una marisma ponzoñosa que engañaba al ojo, pero no al espíritu. En consecuencia, Fernando se volvió a sentir enfermo, le ocurrió algo parecido a lo que le había pasado en el restaurante japonés de Puerto Rico, se puso de repente pálido y enseguida rojo, y luego pálido otra vez, todo el proceso acompañado de vahídos. Le sugerí que se sentara a la sombra y descansara un rato y él se negó, tan sólo atinaba a murmurar que no en balde el almirante Nelson había descrito aquella isla como un hoyo infernal, un pozo de indolencia, un agujero al rojo vivo donde se le cocinaba el hígado a cualquiera. Supuse que no era para tanto, que exageraba el almirante Nelson, o que lo estaba exagerando mi marido, y en eso Julieta interrumpió para inquirir, con voz de pito, quién era aquel mentado Nelson. Fernando, todo dulzura, respondió que «uno que estuvo por allí», y pensé que, para ser arpista, esta mujer era muy ignorante, lo que sin duda abonaba mi teoría de que posiblemente había venido en el crucero para decirnos —y decirse— un gran puñado de mentiras.
Por la calle principal volvimos rumbo al muelle. La nave estaba anclada mar afuera, no había calado suficiente en este puerto para un buque tan grande, de modo que una lancha se encargaba de llevarnos y traernos. Fernando arrastraba los pies y Julieta ya no se apoyaba en su brazo, sino en el mío. Aproveché para mirarle las uñas, tan crecidas y pintadas, era imposible que tocara el arpa. Lo del callo del muslo también debía de ser un cuento, a los arpistas no les salían callos en ninguna parte, había sido una treta para provocar a mi marido. En ese instante, cuando ya estábamos a un paso del embarcadero, se nos cruzó un grupo de hombres que iban tirando de una vaca. Nos detuvimos a mirarlos y vimos que amarraban al animal a un flamboyán y se apartaban para hablar. Uno de ellos sacó un cuchillo y Julieta me abrazó espantada: «Van a pelear». Pero no hubo pelea, sino una escaramuza incomprensible, el hombre del cuchillo gesticuló en el aire, volvió donde la vaca y le asestó un tajo profundo en la garganta, cuando se disparó el chorro de sangre, pegó los labios para poder bebería. Era una visión del otro mundo: se contorsionaba de placer, metiendo y sacando la pelvis, haciendo un ruido excesivo con la boca, esos sonidos mágicos de la succión, mientras que alrededor el resto de los negros aguardaba su turno con los ojos brillantes. Ahí estaban de nuevo, la muerte y la pasión más bruta, las dos cosas que más me calentaban en la vida. Y otra vez me calenté, apreté los muslos y tuve el impulso demoníaco de acercarme al grupo para chupar también, para dejarme manosear y desollar al mismo tiempo. Fernando estaba lívido, se secaba el sudor con un pañuelo que se podía exprimir, y resoplaba esas palabras que salían envueltas como en un chorro de vapor: «Un matadero… esos salvajes están improvisando un matadero». A la vaca se le habían doblado las patas delanteras y tenía la cabeza ladeada, era un espectáculo morboso, un espejismo de horror en la canícula. Cuando se derrumbó del todo, el mismo hombre que la había acuchillado se subió a lomos de sus despojos y simuló cabalgarlos. «La van a violar», gimió Julieta, «igual que los pescadores de Mombasa». Fernando la miró, me miró y se sonrojó. Una referencia tan remota —y sobre todo tan concreta— sólo podía provenir de la National Geographic, la revista que él devoraba, memorizaba y encuadernaba cada mes. Las costumbres amatorias de esos hombres, desesperados por tantos días de soledad en la mar, formaban parte de la colección de atrocidades que mi marido relataba cuando estábamos en cama: los pescadores subían a bordo los cuerpos moribundos de los dugongos, unas vacas marinas con pechos de matrona, y fornicaban con ellos hasta que las pobres bestias dejaban de existir. Era un sencillo coito anal —precisaba Fernando, acariciándome las nalgas— con el raro aliciente de que el animal, durante el acto, lanzaba unos grititos angustiosos que parecían sollozos de mujer. El hecho de que Julieta conociera aquella anécdota me sugería el grado de intimidad que habían tenido sus conversaciones con Fernando. La historia de los pescadores de Mombasa no se la contaría así como así a cualquiera.
Me deprimió volver al barco. Fernando, después de muchos días, hizo una fugaz mención de Elena, no sé por qué motivo, y a mí me recordó el regreso a casa, me dolía admitirlo, pero no tenía ninguna gana de regresar. Era curioso, empezaba a asfixiarme aquel crucero, pero la alternativa que debía alegrarme, el reencuentro con mi hija, con mis cosas, con mi vida de siempre, no me entusiasmaba para nada. Sé que eso le sucede a las personas cuando están a punto de terminar las vacaciones, a uno le da ese desaliento, a nadie le gusta volver a la rutina. Pero este viaje, en primer lugar, no estaba a punto de terminar en absoluto, al contrario, estaba apenas comenzando, y a mí, en vez de desaliento, lo que me estaba entrando era pavor, un auténtico y vulgar ataque de pavor. Me desconocía y se lo dije a Fernando, este crucero me estaba cambiando. Él respondió que no era el crucero, sino esa isla —y señaló despectivamente hacia la costa— esa islita de Antigua, o «Antiga», como decían los nativos, que nos había trastornado a los tres. Dijo a los tres y se mordió la lengua, y enseguida trató de repararlo: «Julieta también se ve cansada». Hicimos un silencio largo y tempestuoso. Era un crepúsculo muy triste, frente a nosotros se apagaban las brasas de una tarde en la que habían ardido muchas suspicacias, y yo pensé en los hombres de la vaca y sentí ganas de llorar, nadie más iba ya a acordarse de ellos, nadie en el mundo, fuera de Antigua, iba a dedicarles un solo minuto de su tiempo. Eran míos, como mío era el cadáver entripado del animal que habían sacrificado, grandes postas sangrientas que los primeros compradores palpaban, olfateaban, pesaban a ojo. «Esa isla es una pocilga», murmuró Fernando y no le quise contradecir.
Cuando volví a mirar al horizonte, vi que Antigua había desaparecido. Tan sólo alcancé a ver los grumos de la costa que se mezclaban dulcemente con los grumos infinitos de la noche.