Mujer, mujer divina:
ayer, cuando volví de tu casa, me senté en la oscuridad para pensar en todo lo que habíamos hecho. Eso lo hago a menudo, revivo cada instante con una exactitud que me da vértigo, pongo un disco, siempre pongo un disco para pensar en ti, y además me sirvo una copa. Por lo general, traigo tu olor metido entre los dedos, por lo tanto me los huelo despacito, sobre todo ayer, olían intensamente a ti, me había mojado totalmente en ti. La extranjera entró a buscar un libro y de momento no me vio, hice un ruido deliberado con la copa, ella se dio vuelta y preguntó si me encontraba mal, dije que sí, estaba mal, muy mal, ¿en qué lo había notado?, ella se echó a reír, era la primera vez que la veía contenta, había llegado carta de Alemania, dijo, era una carta que traía una información muy importante, las notas de un congreso que acababa de celebrarse en Kiel, allí por fin se había sabido, después de tanta absurda conjetura, la forma exacta en la que copulaban los erizos… Como comprenderás, me quedé de piedra, no supe qué decir, no se me ocurrió ninguna frase inteligente, tan sólo esa pregunta idiota: «¿Erizos de mar o de tierra?». Ella me miró con cierta altivez, «hablo de los mamíferos, por supuesto». A continuación, pasó a contarme los detalles —los muy ladinos, incluso, suelen tocar solos de flauta, o sea, que los erizos se masturban—, ya era noche cerrada, apenas le veía la cara y por detrás de sus palabras se colaba la voz acongojada de María Luisa Landín, cuando un amor se va, qué desesperación, desesperados los erizos por acoplarse a solas, desesperados por fundir espina con espina, no hay que saber perder, no hay que perderse nada en esta vida. Beso tus largas y deliciosas púas,
Abel