La playa estaba en Gosier. Cogiera el autobús allí —la muchacha señaló hacia el otro lado de la calle—, no me tomaría más de veinte o veinticinco minutos llegar al balneario. Hice lo que me dijo, me sentía obediente y liberada. Obediente para con mis propios deseos, era por fin mi voluntad, y liberada porque Fernando y Julieta habían quedado atrás, cocinándose en el caldo inmundo de sus toqueteos, anegándose en sus miradas babosas, en sus palabras con dobleces, en toda esa cochina historia. El autobús partió repleto y yo me asomé a la ventanilla. Me gustaba ese viento, me gustaban los olores, me gustaba terriblemente la Guadalupe. Hasta el nombre de ese lugar, Gosier, me llenaba de felicidad. No llevaba proyectos concretos ni quería hacerme ilusiones: ansiaba, simplemente, meterme en el mar, tragar agua salada, lamerme disimuladamente un brazo. Cuando salgo del mar, me suelo lamer la piel del brazo, me encanta el sabor de la carne recién salida del océano, tan limpiecita, tan gustosa.
Media hora más tarde el chófer se dio vuelta, me buscó con la vista y me señaló la puerta delantera: «Bájese aquí, esto es Gosier». Sentí una emoción estúpida, qué más me podía dar Gosier, que Pointe-à-Pitre, que Capesterre, que Petit Bourg. Todo, por igual, me era desconocido, se supone que todo me daba lo mismo. Pero no, Gosier me entusiasmaba, me reía sola, me sentía además dichosa caminando por esas calles malamente azotadas por el sol. Pregunté por la playa a un vendedor de fruta, me ordenó que continuara recto hasta pasar la iglesia, torciera a la derecha y no parara ya hasta ver el mar. Le compré un puñado de tamarindos y le agradecí la información. Me gustaba el ácido de la pulpa, me provocaba mojarla en el agua de mar y chuparla así, con ese saladito. De niña lo hacía mucho.
La playa era pequeña, con un mar cristalino donde te ves los pies y un oleaje manso, que se dejaba querer. Había un puñado de turistas tomando el sol y cinco o seis cabezas negras que asomaban a lo lejos, nadando en lo profundo. Me acerqué a la orilla, me mojé los dedos y me persigné, siempre me persignaba antes de entrar al agua, llevaba el bañador debajo, pero preferí hacerme sufrir, posponer por un instante el baño, alimentar morbosamente ese deseo. Eché a caminar por la arena y rompí la cáscara del primer tamarindo, asomó la cabecita pastosa y me la llevé a los labios, recogí unas cuantas conchas, atrapé un cangrejo, creo que me sentía un poco salvaje, por último, me detuve al borde de unas rocas, en el límite mismo de la playita. Entonces lo vi. Un islote de tarjeta postal, de Caribe pintado, de trópico desierto. Allá enfrente, del otro lado de Gosier, un paraisito con su franja de arena blanca y su bosque celestial de cocoteros. Me quedé un rato embelesada, se me ocurrió que acaso nada más que lo estuviera viendo yo, un espejismo del mar, no podía entender que nadie se estuviera bañando de este lado sin pretender llegar a aquél. Di media vuelta y me alejé de la playa, apreté el paso, me pareció que incluso iba corriendo, salí de nuevo a la modorra de las calles —poca gente caminaba a aquellas horas por Gosier—, entré a una tienda de regalos y simulé mirar unos collares. Recordé fugazmente a Elena, tal vez debía comprarle algo, unos aretes, una pulsera, un detalle para que viera que su madre se había acordado de ella. La dependienta se acercó, me abrumó a sugerencias, fingí estar indecisa entre una sortija y un prendedor, los examinaba en falso, en realidad no los estaba viendo, y de repente alcé la vista y le pregunté por esa islita, la que se veía desde la playa, me dijera como se podía llegar allí. Sonrió, asintió sin comprenderme bien —o simulando que no me comprendía—, intentó mostrarme otra sortija y la atajé diciéndole que no buscara más, me llevaría el prendedor, pero primero quería saber cómo podía llegar al otro lado. «Ahhhh», exclamó, «Ilet du Gosier». Envolvió la prenda y extendió la mano tratando de alcanzar el billete que yo adelanté y retiré en cuestión de segundos. Entonces confesó: para cruzar al otro lado tenía que pagar cinco francos a uno de los boteros que hacían la travesía. Los botes estaban más abajo, siguiera el camino de la playa y antes de entrar al balneario, torciera a la izquierda, buscara un bar llamado Victor Hugues, era el bar de los boteros, allí se reunían y de allí zarpaban sus barquitos. Le pagué y salí bastante ansiosa, ya no estaba tan feliz como cuando bajé del autobús, la mañana se me estaba echando encima y yo tenía una idea fija: pararme allá, en la vereda blanca del islote, y mirar hacia la playa de Gosier. Quizá pudiera divisar a esa otra mujer plantada en medio de las rocas, una rubia señora desorientada y pálida, nos miraríamos las dos, ella deseando estar al otro lado, queriendo ser la que yo era, comiéndome con la mirada, y yo deseando ser no más lo que podía: una visión al borde del espejismo, una aparición dentro de otra aparición.
Había una larga fila de viajeros. Era gente de Gosier que iba a pasar el día a la Ilet du Gosier. Transportaban cacerolas con guisos, niños con mantas, botellas de licor; cargaban con almohadas, con taburetes y aparatos de radio, con hamacas y racimos de plátanos, con pollos vivos, casi vivos. Me dio un olor a sangre coagulada y se me erizó la piel: me acordé del pasajero que había muerto esa mañana, estábamos a punto de desembarcar cuando se desplomó sin vida, sin una queja, sin comprender lo que pasaba. Era una suerte morirse así. Caminé resignada hacia el final de la cola y pensé que iba a pasar mucho tiempo antes de que pudiera abordar uno de aquellos botes. La claridad, un sol violento, como pocos he visto en mi vida, me obligaba a engurruñar los ojos y ni siquiera vi llegar al hombre que me tomó de un brazo y me haló hacia la orilla. Me resistí a medias, me repugnó el contacto de esa mano grande y mojada, y al detenernos junto al agua fue cuando por fin pude mirarle el rostro. No era negro, era más que eso, bajo la luz de cal viva que caía a esas horas —y la luz de estas islas nunca miente—, le vi la piel casi violeta. Tenía el torso desnudo y soltó una jerigonza de la que sólo saqué en claro que debía pagar diez francos por el viaje. Accedí de inmediato, eran cinco francos adicionales por adelantarme en la fila, pero no me importaba, hubiera dado veinte, hubiera dado lo que no tenía con tal de que me llevara de una vez a la otra orilla. Me metí en el mar siguiendo al grupo de viajeros, no había otra forma de subir al bote. Los hombres llevaban las cacerolas en alto, las mujeres cargaban a los niños, y yo caminaba lentamente, con el agua a la cintura y la cabeza llena de premoniciones. Ese bote al que pensaba subir, repleto de familias hacinadas, muy bien podía volcarse y zozobrar. Calculé que éramos más de veinte, sin contar el condumio y el peso de los tereques que llevaban para el pasadía. Me quedé atónita observando esa chalupa sobrepoblada, desde arriba me animaban a subir, me tendían las manos callosas, negras manos dispuestas a levantarme en vilo, aflojé los músculos y extendí los brazos, cerré los ojos esperando a que me izaran, pero no hizo falta, en ese instante me empujaron desde el fondo y me depositaron como un tereque más sobre cubierta. Miré la cabeza chorreante del hombre que me había cargado. Era el patrón del bote, el mismo que me había cobrado los cinco francos adicionales por la cortesía de dejarme un agujero, un hoyo infecto, un hueco sin destino en esa barca de miseria. Subió él también, se secó el rostro con una toalla cochambrosa y se afincó tras el timón. Lo observé entonces con más detenimiento, no miraba a nada ni a nadie, simulaba ver el horizonte, la raya verdiblanca de la isla, pero tampoco eso miraba. Tenía unos ojos achinados y perversos, un negro chino, una fisonomía diabólica, un cuerpo tenso y duro, puro nervio y puro músculo, negro y renegro, me recorrió un escalofrío: estaba segura de que íbamos a zozobrar. Comencé a temblar, estaba muy mareada y bajé la cabeza, es lo que debe hacerse para vencer la náusea, el resto de los pasajeros, apiñados a mi alrededor, ni siquiera se inmutó. El patrón sí, el patrón me estaba mirando cuando levanté la cabeza y se quedó mirándome por un buen rato. Quise decirle que ya estaba mejor, pero el ruido del viento, el chachareo de las mujeres, el hervor del mar me lo impidieron. Enseguida noté que aminorábamos la marcha, volteé la cabeza y vi que habíamos llegado a la Ilet du Gosier, el viaje había durado nada, no zozobramos, no habíamos muerto en el intento. Delante de nosotros había un pequeño embarcadero, pero el bote ancló bastante lejos de la orilla, la gente empezó a lanzarse al agua y, cuando yo intenté hacer otro tanto, el patrón me hizo señas de que me esperara. Demoró todavía, cobrando a los demás viajeros, y luego vino hacia mí, se colocó de espaldas y me ordenó que me sentara sobre sus hombros. Yo lo hice, me senté a horcajadas y sentí entre las piernas el calor endemoniado de su nuca, sentí la presión de sus manos, sus grandes manos mojadas puestas como dos garfios sobre mis rodillas. Me pareció que caminaba lento, que demoraba más de lo debido mientras me transportaba hacia la orilla, quise decirle que podía soltarme, quise ordenarle que me dejara sola, y sucedió exactamente lo contrario, lo peor que pudo suceder, me acordé del hombre muerto esa mañana, me vino a la mente la imagen de su rostro, los ojos entornados, una rayita blanca, difusa, llorosa… los muertos suelen llorar después de muertos. Ya se sabe que esos recuerdos me trastornan, me calientan la sangre, ahí están los artículos de Psichology Today, mi caso no es el único, entonces apreté las piernas, el botero se detuvo y se agachó para que yo pudiera bajarme, y antes de hacerlo me moví dos veces, por dos veces froté mi sexo contra el alambre de púas que era su pelo. Luego caminamos juntos por la arena, se dio cuenta de que no llevaba ningún plan, soltó otra jerigonza en la que comprendí un puñado de palabras, otra playa, dijo, y asentí relamiéndome. Lo seguí por instinto, nos internamos en ese monte poblado de familias que hervían el agua y pelaban los pollos, el aire entero olía a carbón y a plátanos hervidos, me sudaban los pechos, me acribillaban los mosquitos, había un calor de espanto, una humareda contagiosa que me hacía toser, una quietud picante de alimañas al acecho. Poco a poco el monte se fue quedando solo, se convirtió en un mangle turbio y sofocante, y, cuando ya pensaba que iba a desmayarme, desembocamos en un claro desde donde divisamos la playita, minúscula y rocosa, oliente a marisco podrido. Él se dio vuelta y me ordenó que me metiera al agua: soy obediente, una mujer sumisa como una niña, me saqué la ropa y me avergoncé de mi bañador, me sentí vieja, me metí rápido para que no me viera, sin persignarme esta vez, y él enseguida me siguió, pasó de largo junto a mí y se fue a nadar a lo profundo. Yo sentía una inquietud muy grande, pensaba en Elena, pensaba en Fernando, pensaba de refilón en esa mujer, Julieta, todos me parecían muy lejanos, como si todos estuvieran muertos. O como si yo estuviera muerta. El otro emprendió el regreso, nadó hacia mí y vi sus ojos achinados reinando sobre la superficie, le sonreí con la putería revuelta, él se sumergió, puso sus manos sobre mis muslos, sus manos que afuera parecían tan grandes y que ahora, dentro del agua, se tornaban enormes, descomunales manos de patrón de bote, de negro proscrito, de monstruo marino. Me apartó las piernas y me metió los dedos, me palpó las nalgas por debajo del bañador, dije que no y que no, hice un débil intento por salir del agua. Entonces él pasó su brazo alrededor de mi cintura, me sacó los pechos, que flotaron como medusas, los tomó en sus manos y los estuvo chupando como yo chupaba los tamarindos, con el saladito del agua de mar. Tenía una boca grande este botero, unos labios gruesos como filetes, una lengua que de repente tuve ganas de morder y que busqué en el barullo de las olas. Me tomó en brazos, enfurecido, y se encaminó a la orilla, yo cerré los ojos, le lamí la cara, volví a buscarle aquella lengua poderosa pero me la negó. Atravesó la playa y siguió rumbo al mangle, me depositó en el suelo y me desnudó de un zarpazo, fue como si le arrancara la piel a un conejo, un conejo que aun desollado continúa con vida, y que se retuerce además, ése era mi cuerpo vivo brincando de deseo en un pantano. Luego se echó a un lado, abrí los ojos y vi que también se estaba desnudando, lo vi de espaldas, las nalgas redonditas y brillantes, dos negras nalgas sudorosas que juré lamer, morder, acribillar, y entonces se dio vuelta, avanzó un par de pasos y me la mostró… Si cien años hubiera vivido después de ver aquello, cien años no me habrían bastado para recuperarme. Quise gritar y me salió un chillido, un ruido patético, una especie de estertor de gato. Él se echó a reír, caminó por encima de mi cuerpo con las piernas abiertas, se acuclilló frente a mi rostro y dejó que la cabeza de su verga, sólida y gigante, me ungiera la frente. Yo no sé de medidas, nunca supe calcular ni el largo, ni el ancho ni el espesor de ninguna cosa, pero la tomé entre mis manos y me conmoví como si se tratara de un recién nacido, era un negro cañón pesado y lustroso, un animal de amor que no me merecía. Abrí la boca y él me acarició los cabellos, chupé como una niña, modosa y quieta, sintiendo a ratos que me ahogaba, me ahogaba, sudábamos los dos, apestábamos al mismo tiempo, me encabritaba su olor, el sudor fermentado de su entrepierna, el sudor mortífero de sus sobacos, el sudor espeso que le perlaba el pecho, su pecho velludo, cundido de una pasa dura que seguramente raspaba la piel de las mujeres. Bajó de golpe, las mismas manos con que me había tentado, siempre húmedas, siempre abusivas, me apartaron las piernas. Vi sus ojos chinos y fue lo último que vi. El grito sobrevoló el mangle y sobrevoló los fuegos necesarios de la costa, pasó sobre los pollos desnucados, sobre las cabezas de los niños dormidos, sobre las cacerolas con los guisos y sobre el mar que nos separaba de Gosier, llegó al balneario y asustó a la mujer que todavía aguardaba entre las rocas, una rubia señora que alimentaba la esperanza de fornicar con un botero de la orilla, un cerdo capaz de atornillarla con su prepucio en espiral, algo que sólo puede hacer un cerdo… El hombre me dobló las piernas y me trozó los huesos, sentí un dolor agudo entre las ingles, me barrenaba el vientre, me acordé de una de las historias de Fernando, no era el momento, ya lo sé, pero uno nunca escoge sus recuerdos, era la historia de unos ácaros que viven en el plumón de las lechuzas, las patas prensoras de los machos, descontroladas en el coito, suelen dejar doblados para siempre los suaves lomos de sus compañeras. Así quedaría yo, pensé, doblada de por vida, tullida de pasión, lamiendo en gratitud las plantas de los pies de aquel botero que no acababa nunca.
Regresamos juntos al barquito, pasamos abrazados por entre las familias que cabeceaban su modorra y que nos observaron con indiferencia. Volvimos solos a Gosier, solos en ese bote donde malgastamos los últimos abrazos. Bajamos al bar llamado Victor Hugues, yo sangraba como una virgencita, de algún modo aquel larguísimo trabuco había llegado donde nunca había llegado nadie, bebimos del aguardiente rojo que se bebía en ese lugar y tuve la corazonada de que aquélla era la tarde más importante de mi vida. Él ni siquiera me miraba, miraba hacia su bote, presentí que de un momento a otro iba a marcharse y recordé que yo también debía tomar el próximo autobús a Pointe-à-Pitre. Me despedí besándole la boca, el implacable filete de esos labios, una lengua que no se me negaba más, unos dientes que se me quedaron clavados en la carne, para que me acordara de su sabor en esa noche, para que me acordara mañana por la noche, y para que me acordara ahora y en la hora de mi muerte, y por el resto de las noches que iba a vivir sin él.