El Hombre Que Temes
Entre todas las cosas que pueden ser contempladas bajo la concavidad de los cielos, nada es visto que sacuda más el espíritu
humano, que embelese más los sentidos, que provoque más terror o admiración que los monstruos, prodigios y
abominaciones a través de las cuales vemos los trabajos de la naturaleza invertidos, mutilados o truncados.
-Pierre Boaistuau, Histories Prodigieuses, 1561
círculo uno: Limbo
Para mi el infierno era el sótano de mi abuelo. Apestaba como un baño público, y estaba casi igual de sucio. El húmedo piso de concreto
estaba cubierto con latas de cerveza vacías y todo estaba envuelto con una película de grasa que probablemente no había sido limpiada
desde que mi padre era un niño. Accesible solamente a través de unas destartaladas escaleras de madera fijadas a una tosca pared de piedra, el sótano estaba prohibido para todos excepto mi abuelo. Éste era su mundo.
Colgando de la pared había una bolsa para enemas de color rojo descolorido, símbolo de la confianza equivocada que Jack Angus Warner
tenía en el hecho de que ni siquiera sus nietos se atreverían a pasar. A su derecha había un deformado gabinete, dentro del cual había una
docena de viejas cajas de condones genéricos a punto de desintegrarse; una lata oxidada de spray desodorante femenino; un puñado de esas
cubiertas de látex para dedos que usan los doctores para exámenes proctológicos; y un Fraile Tuck de juguete que mostraba una erección
cuando su cabeza era presionada hacia abajo. Debajo de las escaleras había un estante con alrededor de diez latas de pintura las cuales,
después descubrí, contenían 20 cintas porno de 16 milímetros cada una. Coronándolo todo había una pequeña ventana cuadrada –parecía un
vitral, pero en realidad estaba cubierto con un limo gris- y mirar a través de ella realmente se sentía como observar hacia la oscuridad del infierno.
Lo que más me intrigaba en el sótano era la mesa de trabajo. Era vieja y toscamente construida, como si hubiese sido hecha hace siglos.
Estaba cubierta de peluche naranja oscuro que parecía el cabello de una muñeca Raggedy Ann, excepto que había sido manchado de años
de tener herramientas sucias encima. Un cajón había sido torpemente construido en ella, pero siempre estaba bajo llave. En las vigas del
techo había un espejo barato de cuerpo completo, de los que tienen marco de madera para ser clavado en la puerta. Pero estaba clavado al
techo por alguna razón -yo solo podía imaginarme el porque. Aquí fue donde mi primo, Chad, y yo empezamos nuestras diarias y
progresivamente más atrevidas intrusiones dentro de la vida secreta de mi abuelo.
Yo era un escuálido muchacho de 13 años , pecoso y con un corte de hongo cortesía de las tijeras de mi madre; él era un delgado muchacho
de 12 años con pecas y dientes de conejo. No queríamos nada más que llegar a ser detectives, espías o investigadores privados cuando
creciéramos. Fue mientras tratábamos de desarrollar las habilidades requeridas para el espionaje cuando fuimos expuestos por primera vez a
toda esta iniquidad.
Al principio, todo lo que queríamos hacer era escabullirnos en el sótano y espiar al abuelo sin que él lo supiera. Pero una vez que empezamos a descubrir todo lo que había escondido ahí, nuestros motivos cambiaron. Nuestras incursiones dentro del sótano al volver de la escuela se
convirtieron en parte unos muchachos adolescentes queriendo encontrar pornografía para masturbarse y en parte una mórbida fascinación por
nuestro abuelo.
Casi todos los días hacíamos nuevos y grotescos descubrimientos. Yo no era muy alto, pero si me balanceaba con cuidado en la silla de
madera de mi abuelo podía alcanzar el espacio entre el espejo y el techo. Ahí encontré una pila de fotos de bestialidad en blanco y negro. No eran de revistas: eran fotografías individualmente numeradas que parecían escogidas de un catalogo que las enviaba por correo. Eran fotos de principios de los setentas de mujeres montando penes gigantes de caballos y chupando penes de cerdos, los cuales parecían suaves
sacacorchos de carne. Yo había visto Playboy y Penthouse antes, pero estas fotografías estaban en otra categoría totalmente diferente. No
era sólo el que fueran obscenas. Eran irreales –todas las mujeres mostraban una inocente sonrisa infantil mientras chupaban y cogían a estos animales.
También había revistas fetichistas como Watersports y Black Beauty escondidas detrás del espejo. En vez de robar la revista completa,
tomábamos una navaja y cortábamos cuidadosamente ciertas páginas. Después las doblábamos en pequeños cuadros y las escondíamos
debajo de las grandes rocas blancas que rodeaban la entrada coches de la casa de mi abuela. Años después, regresamos a buscarlas, y aún
estaban ahí –pero raídas, deterioradas y cubiertas de lombrices y babosas.
Una tarde de otoño mientras Chad y yo estábamos sentados en el comedor de mi abuela después de un día particularmente aburrido en la
escuela, decidimos averiguar que había dentro del cajón de la mesa de trabajo. Siempre obstinada en atiborrar a su familia de comida, mi
abuela, Beatrice, nos forzaba a comer pastel de carne y gelatina, la cual era principalmente agua. Ella venía de una rica familia y tenía
toneladas de dinero en el banco, pero era tan avara que trataba de hacer que una sola caja de gelatina durara por meses. Ella solía usar
medias enrolladas hasta los tobillos y extrañas pelucas grises que obviamente no le quedaban. La gente siempre me decía que me parecía a
ella porque ambos éramos delgados y teníamos la misma estrecha estructura facial.
Nada en la cocina había cambiado durante el tiempo que pasé ahí ingiriendo su repugnante comida. Sobre la mesa colgaba una fotografía
amarillenta del Papa dentro de un marco barato de latón. Un imponente árbol familiar que rastreaba a los Warner hasta Alemania y Polonia,
donde eran llamados los Wanamaker, estaba en la pared cercana. Y coronándolo todo había un gran crucifijo hueco de madera con un cristo
dorado encima, una hoja muerta de palma envuelta a su alrededor y una tapa deslizante que escondía una vela y un vial con agua bendita.
Bajo la mesa de la cocina había un conducto de calefacción que conducía hasta la mesa de trabajo en el sótano. A través de él, podíamos oír a mi abuelo carraspear y toser ahí abajo. Tenía su radio de onda corta encendido, pero nunca hablaba por él, sólo escuchaba. Había sido
hospitalizado con cáncer de garganta cuando yo era muy pequeño y, hasta donde recuerdo, nunca oí su verdadera voz, sólo el mellado
ronquido que forzaba a través de su traqueotomía.
Esperamos hasta que lo oímos salir del sótano, abandonamos nuestro pastel de carne, tiramos nuestra gelatina dentro del conducto de la
calefacción y nos aventuramos hacia el sótano. Pudimos oír a nuestra abuela llamándonos inútilmente: ”¡Chad! ¡Brian! ¡Limpien el resto de sus platos!” Tuvimos suerte de que lo único que hizo esa tarde fue gritar. Usualmente, si nos atrapaba robando comida, contestando o vagando,
éramos forzados a hincarnos sobre un palo de escoba indefinidamente desde 15 minutos hasta 1 hora, lo cual tuvo como resultado unas
rodillas permanentemente lastimadas y costrosas.
Chad y yo trabajamos rápida y calladamente. Sabíamos lo que teníamos que hacer. Mientras recogíamos del piso un destornillador oxidado,
rezamos por que el cajón de la mesa de trabajo se abriera lo suficiente como para que pudiéramos echar una mirada dentro. Lo primero que
vimos fue celofán: toneladas de celofán, enrollado alrededor de algo. Chad empujó el destornillador más adentro del cajón. Había cabello y
encaje. Él hizo cuña con al destornillador aún más, y yo jalé hasta que el cajón cedió.
Lo que descubrimos eran bustieres, brasieres, slips y pantaletas -y muchas pelucas de mujer enmarañadas con el cabello tieso y sucio.
Comenzamos a desenvolver el celofán, pero tan pronto como vimos lo que escondía, dejamos caer el paquete al piso. Ninguno de nosotros
quería tocarlo. Era una colección de dildos que tenían ventosas en la parte inferior. Tal vez fue porque yo era muy joven, pero parecían
enormes. Y estaban cubiertos de un limo endurecido color naranja oscuro, como la costra gelatinosa que se forma alrededor del pavo cuando
es cocinado. Más tarde dedujimos que era vaselina vieja.
Obligué a Chad a envolver los dildos y ponerlos de vuelta en el cajón. Ya habíamos explorado bastante ese día. Justo cuando tratábamos de
cerrar el cajón de nuevo, la perilla de la puerta giró. Chad y yo quedamos paralizados por un momento, después tomó mi mano y se metió
debajo de una mesa de contrachapado sobre la cual mi abuelo tenía sus trenes de juguete. Estuvimos justo a tiempo de escuchar sus pasos
cerca del final de la escalera. El piso estaba cubierto de accesorios para trenes de juguete, en su mayor parte pinos de juguete y nieve falsa, la cual me hizo pensar en donas glaseadas hechas polvo. Los pinos de juguete nos espinaban las manos, el olor era nauseabundo y estábamos
respirando pesadamente. Pero el abuelo no pareció notarnos ni al cajón medio abierto. Lo oímos caminar alrededor de la habitación,
resollando a través del agujero en su garganta. Hubo un clic, y sus trenes de juguete empezaron a hacer ruido a lo largo de la vía. Sus zapatos negros de charol aparecieron en el piso justo frente a nosotros. No alcanzábamos a ver a la altura de sus rodillas, pero sabíamos que estaba sentado. Lentamente sus pies empezaron a rascar contra el piso, como si estuviera balanceándose violentamente en su asiento, y su resuello
se volvió mas ruidoso que los trenes. No puedo pensar en ninguna forma de describir el ruido que salía de su inservible laringe. La mejor
analogía que puedo ofrecer es una vieja y descuidada podadora de césped tratando de arrancar. Pero viniendo de un ser humano, era un
sonido monstruoso.
Después de que pasaron diez incómodos minutos, una voz llamó desde arriba de las escaleras. “¡Por el amor de Dios!” Era mi abuela, y
evidentemente había estado gritando por algún tiempo. El tren se detuvo, los pies se detuvieron. “Jack, ¿qué estás haciendo ahí?” gritó.
Mi abuelo le ladró a través de su traqueotomía, molesto. “Jack, ¿puedes ir a Heinie"s?, se nos terminó el refresco de nuevo.”
Mi abuelo ladró de nuevo, esta vez aún más molesto. Permaneció inmóvil por un momento, como decidiendo si ayudarla o no. Entonces
lentamente se levanto. Estábamos a salvo, por el momento.
Después de ocultar lo mejor que pudimos el daño que habíamos hecho al cajón de la mesa de trabajo, Chad y yo corrimos escaleras arriba y
hacia el pasillo, donde Chad y yo guardábamos nuestros juguetes. Juguetes que en este caso eran un par de pistolas de municiones. Además
de espiar a mi abuelo, la casa tenía otras dos atracciones: el bosque cercano, donde nos gustaba dispara a los animales, y las chicas del
vecindario, con las cuales intentábamos tener sexo pero nunca tuvimos éxito hasta mucho después.
A veces íbamos al parque de la ciudad justo pasando el bosque y disparábamos a los niños pequeños que jugaban foot ball. Hasta el día de
hoy, Chad aún tiene una munición alojada bajo la piel del pecho, por que cuando no encontrábamos ningún otro blanco nos disparábamos
entre nosotros. Esta vez, nos mantuvimos cerca de la casa y tratamos de derribar pájaros de los árboles. Era malévolo, pero éramos jóvenes y no nos importaba. Esa tarde buscaba sangre y, desafortunadamente, un conejo blanco se cruzó en nuestro camino. La emoción de dispararle
era inconmensurable, pero entonces fui a examinar el daño. Aún estaba vivo y la sangre manaba de su ojo, empapando su blanco pelaje. Su
boca se abría y cerraba lentamente, tomando aire en un último y desesperado intento de vivir. Por primera vez, me sentí mal por un animal al cual le había disparado. Tomé una gran roca plana y terminé su sufrimiento con un sonoro y rápido golpe. Estaba a punto de aprender una
lección aún mas dura en sobre matar animales.
Corrimos de regreso a la casa, donde mis padres estaban esperándonos afuera en un Cadillac Coupe de Ville café, la alegría y orgullo de mi
padre desde que se asentó en un trabajo como gerente en una tienda de alfombras. Él nunca entraba a la casa a buscarme a menos que fuera
absolutamente inevitable, y raramente hablaba con sus padres. Usualmente sólo esperaba afuera intranquilamente, como si temiera revivir lo
que sea que haya experimentado de niño en esa casa.
Nuestro departamento Duplex, tan sólo a unos minutos de distancia, no era menos claustrofóbico que la casa del abuelo y la abuela Warner.
En vez de dejar su casa cuando se casó, mi madre trajo la casa de sus padres a Canton, Ohio. Así que ellos, los Wyer (mi madre nació como
Barb Wyer), vivían en la puerta de al lado. Gente buena de campo (mi padre los llamaba campiranos) de West Virginia, su padre era mecánico
y su madre una obesa ama de casa cuyos padres solían encerrar en el closet.
Chad cayó enfermo, así que no fui a casa de los padres de mi padre por alrededor de una semana. Aunque estaba asqueado y asustado, mi
curiosidad sobre mi abuelo y su depravación aún no había sido satisfecha. Para matar el tiempo mientras esperaba a reanudar la
investigación, jugaba en nuestro patio trasero con Aleusha, quien de alguna forma era mi única amiga verdadera además de Chad. Aleusha
era una perra Alaska del tamaño de un lobo y reconocible por sus ojos de distinto color: uno era verde, el otro era azul. El jugar en casa, sin embargo, venía acompañado de su propio conjunto de paranoias, ya que mi vecino, Mark, había regresado a casa de la escuela militar para el
día de gracias.
Mark era un muchacho gordinflón con un rubio y grasoso peinado de hongo, pero yo lo respetaba porque él era tres años mayor que yo y
mucho más loco. A menudo lo veía en su patio trasero lanzándole rocas a su pastor alemán o metiéndole varas por el trasero. Empezamos a
andar juntos cuando yo tenía ocho o nueve años, principalmente porque él tenía televisión por cable y a mí me gustaba ver Flipper. El cuarto de la televisión estaba en el sótano, donde también había un pequeño elevador para la ropa sucia. Después de ver Flipper, Mark inventaba
juegos como “prisión,” el cual consistía en meterse dentro del elevador y pretender que estábamos en prisión. Ésta no era una prisión
ordinaria: lo guardias eran tan estrictos que no dejaban a los prisioneros tener nada, ni siquiera ropa. Ya que estábamos desnudos en el
elevador, Mark tocaba mi piel con sus manos y trataba de apretar y acariciar mi pene. Después de que esto paso algunas veces, eché a llorar y le dije a mi madre. Ella fue directo con sus padres, quienes, aunque me llamaron mentiroso, pronto lo mandaron a una escuela militar. Desde entonces, nuestras familias se volvieron grandes enemigas, y yo siempre sentí que Mark me culpaba de ser un soplón y de haber causado que
lo enviaran lejos. Desde que regreso, no me había dirigido una palabra. Tan sólo me miraba maliciosamente a través de su ventana o por
sobre la cerca, y yo vivía con el miedo de que tratara de tomar algún tipo de venganza sobre mí, mis padres o mi perra.
Así que fue casi un alivio regresar a la casa de mis abuelos la semana siguiente, jugando al detective de nuevo con Chad. Esta vez estábamos determinados a resolver el misterio de mi abuelo de una vez por todas. Después de tragar a la fuerza medio plato de la comida de mi abuela, pedimos disculpas y nos dirigimos hacia el sótano. Podíamos oír los trenes correr desde arriba de la escalera. Él estaba ahí abajo.
Aguantando la respiración, nos asomamos dentro del cuarto. Estaba de espaldas a nosotros y podíamos ver la camisa azul y gris de franela
que siempre usaba, con el cuello estirado, revelando un anillo café amarillo en el cuello de su camisa y su camiseta manchada de sudor. Una banda elástica blanca, también ennegrecida por la suciedad, colgaba de su garganta, sosteniendo el tubo metálico del catéter en su lugar
arriba de la manzana de Adán.
Una lenta y emocionante ola de miedo agitó nuestros cuerpos. Era el momento decisivo. Nos arrastramos por las ruidosas escaleras tan
silenciosamente como pudimos, esperando que los trenes cubrieran el ruido. Una vez en el fondo, dimos la vuelta y nos escondimos en el
apestoso hueco detrás de la escalera, tratando de no escupir o gritar mientras las telarañas caían sobre nuestros rostros.
Desde nuestro escondite podíamos ver los trenes: había dos vías, y ambas tenían trenes corriendo sobre ellas, rechinando a lo largo de los
rieles colocados aleatoriamente y dejando tras de sí un insalubre olor eléctrico, como si el metal de las vías se estuviera quemando. Mi abuelo se sentó cerca del transformador que albergaba los controles de los trenes. La piel de su nuca siempre me recordaba la piel del prepucio. La carne arrugada colgando despegada del hueso, vieja y correosa como la de una lagartija y completamente roja. El resto de su piel era blanco grisáceo, como el color de la mierda de pájaro, excepto su nariz, la cual se había enrojecido y deteriorado a causa de años de beber. Sus
manos estaban endurecidas y callosas por toda una vida de trabajo; sus eran uñas oscuras y quebradizas como las alas de un escarabajo.
El abuelo no ponía atención a los trenes que circulaban furiosamente a su alrededor. Tenía los pantalones hasta las rodillas, una revista
abierta sobre las piernas, y carraspeaba y movía rápidamente su mano derecha en su regazo. Al mismo tiempo, con la mano izquierda,
limpiaba las flemas de su traqueotomía con un pañuelo tieso y amarillento. Sabíamos lo que estaba haciendo, y queríamos irnos en ese
momento. Pero estábamos atrapados detrás de las escaleras y teníamos miedo de salir al descubierto.
De repente, el carraspeo cesó y el abuelo giró en su silla, mirando justo hacia la escalera. Nuestros corazones se paralizaron. Se levantó, con los pantalones en los tobillos, y nosotros nos apretamos contra la mohosa pared. Mi corazón apuñalaba mi pecho como una botella rota y yo
estaba demasiado petrificado hasta para gritar. Por mi mente pasó un centenar de cosas perversas y violentas que él nos haría, aunque habría sido suficiente que me tocara y para que cayera muerto de miedo.
El carraspeo, el movimiento de su mano, y el raspar de sus pies contra el suelo comenzaron de nuevo, y nosotros dejamos escapar nuestro
aliento. De nuevo era seguro espiar en la escalera. En realidad no queríamos hacerlo. Pero teníamos que hacerlo.
Después de varios minutos dolorosamente lentos, un macabro sonido escapó de su garganta, como el sonido que hace un auto cuando ya
está encendido y alguien gira la llave. Giré mi cabeza, demasiado tarde para evitar imaginar la pus blanca saliendo de su amarillento y
arrugado pene como las tripas de una cucaracha aplastada. Cuando volví a mirar, él había bajado su pañuelo, el mismo que había estado
usando para limpiar sus flemas, y estaba limpiando su desorden. Esperamos hasta que se fue y trepamos por las escaleras, jurando nunca
poner un pie en ese sótano de nuevo. Si el abuelo alguna vez supo que estuvimos ahí o si notó que el cajón de la mesa de trabajo estaba roto, nunca dijo una palabra.
Durante el viaje de regreso a casa, dijimos a mis padres lo que había pasado. Tuve la sensación de que mi madre creyó la mayor parte si no
es que todo, y de que mi padre ya lo sabía ya que el había crecido ahí. Aunque mi padre no dijo una palabra, mi madre nos dijo que años
atrás, cuando mi abuelo aún trabajaba como camionero, tuvo un accidente. Cuando los doctores lo desvistieron en el hospital, encontraron
ropas de mujer bajo las suyas. Fue un escándalo familiar del que supuestamente nadie debía hablar, y juramos guardar el secreto. Ellos lo
negaban totalmente – y lo siguen haciendo hasta el día de hoy. Chad debió haberle dicho a su madre lo que habíamos visto, por que no le
permitieron pasar tiempo conmigo por varios años después de eso.
Cuando llegamos a casa, caminé hacia la parte de atrás para jugar con Aleusha. Ella estaba echada en el pasto junto a la cerca, vomitando y convulsionándose. Para cuando el veterinario llegó, Aleusha estaba muerta y yo estaba llorando. El veterinario dijo que alguien la había
envenenado. Tuve la extraña sensación de que yo sabía quien era ese alguien.
Para Aquellos A Punto De Rockear, Los Suspendemos
(Brian Warner) era un tipo promedio. Él siempre ha sido delgado como una vara. Yo solía ir a su casa y escuchábamos discos
juntos, cosas como Queensryche, Iron Maiden, mucho de Judas Priest. A mí me gustaba mas que a él... no creía que
realmente tuviera aptitudes (musicalmente) y tal vez no es así. Tal vez sólo tuvo suerte.
-Neil Ruble, Heritage Christian School, clase de 1987
Brian Warner y yo estuvimos en la misma clase en la escuela cristiana en Canton, Ohio. Brian y yo rechazamos fuertemente
la presión religiosa de nuestra educación. Él, por supuesto, se autonombra satanista. Yo he rechazado toda idea de Dios y
Satán, primero siendo agnóstico y recientemente al convertirme en brujo.
-Kelsey Voss, Heritage Christian School, clase de 1987
Me gustaría preguntarle (a Marilyn Manson), “¿Te influencié de alguna forma para que adoptaras este estilo de vida?” Sigo
pensando, “Rayos, ¿acaso hice algo que debí haber hecho de otra forma?”
-Carolyn Cole, ex directora, Heritage Christian School
Jerry, a veces creo que nos acercamos rápidamente al Armagedón.
-Ronald Reagan, hablando con el Reverendo Jerry Falwell
El fin del mundo no llegó cuando supuestamente debió haber llegado.
Me lavaron el cerebro para creer, en los seminarios de cada viernes en la Heritage Christian School, que todas las señales estaban presentes.
“Sabrán que la bestia se ha levantado de debajo del suelo, porque que se oirá en todas partes un gran rechinar de dientes,” advertía Ms. Price con voz seria y siniestra a las filas de muchachos agachados de sexto año. “Y toda la gente, hijos y padres por igual, sufrirán. Aquellos que no reciban la marca, el número de su nombre, serán decapitados ante sus familias y vecinos.”
En esta parte, Ms. Price hacía una pausa, buscaba entre su colección de láminas del Apocalipsis y sostenía una ampliación de un código de
barras –pero con el número de la parte inferior manipulado para que fuera 666. Así fue como supimos que el Apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina: el código de barras era la marca de la bestia nombrada en La Revelación, según nos enseñaban, y las máquinas instaladas en los
supermercados para leerlos eran usadas para controlar la mente de las personas. Pronto, nos advirtieron, este satánico código de precio
remplazaría el dinero y todos tendría que tener la marca de la bestia en sus manos para poder comprar cualquier cosa.
“Si ustedes reniegan de Cristo,” continuaba Ms. Price, “y usan este tatuaje sobre su mano o frente, se les permitirá seguir con vida, pero
habrán perdido” –y aquí mostraba una lámina mostrando a Jesús descendiendo del cielo- “la vida eterna.”
Para otros seminarios, tenía otra lámina con un recorte de periódico que detallaba el entonces reciente intento de asesinato de John Hinckley, Jr. contra Ronald Wilson Reagan. Mientras la sostenía leía de La Revelación 13: “El que tiene entendimiento, cuente el número de la bestia; porque es el número de hombre: y el número de ella es, seiscientos sesenta y seis.” El hecho de que había seis letras en el primer, segundo y tercer nombres de Reagan era un signo más de que esta era la hora final, de que el Anticristo ya se encontraba aquí en la Tierra y de que
debíamos prepararnos para la llegada de Cristo y el Éxtasis. Mis maestros no explicaban todo esto como si fuera una opinión abierta a
interpretación, sino como si fuera un hecho innegable ordenado por la Biblia. No necesitaban ninguna prueba; tenían fe. Y esto prácticamente los llenaba de júbilo en anticipación del Apocalipsis por venir, porque iban a ser salvados –muertos pero en el cielo y libres de sufrimiento.
Fue entonces cuando empecé a tener pesadillas –pesadillas que aún hoy continúan. Estaba completamente aterrorizado por la idea del fin del
mundo y el Anticristo. Así que me obsesioné con ella, viendo películas como The Exorcist y The Omen y leyendo libros proféticos como
Centuries de Nostradamus, 1984 de George Orwell y la versión literaria de la película A Thief In The Night, la cual describía muy gráficamente como las personas eran decapitadas porque no tenían tatuado el 666 sobre sus frentes. Combinado con los discursos semanales en la
escuela cristiana, todo esto hacía al Apocalipsis parecer tan real, tan tangible, tan cercano que yo era constantemente acechado por pesadillas y preocupaciones sobre lo que pasaría si yo descubriera quien era el Anticristo. ¿Arriesgaría mi vida para salvar a todos los demás? ¿Que tal si yo ya tenía la marca del Anticristo en alguna parte de mi cuerpo –debajo de mi cuero cabelludo o en mi trasero donde yo no podía verlo?
¿Que tal si el Anticristo era yo? Estaba lleno de miedo y confusión en una etapa en la cual, aún sin la influencia de la escuela cristiana, mi vida era un caos porque estaba pasando por la pubertad.
Clara evidencia de esto es que a pesar de los atemorizantes seminarios de Ms. Price detallando el inminente destino del mundo, yo
encontraba algo sexy en ella. Al mirarla presidir la clase como un gato siamés, con los labios apretados, el cabello perfectamente peinado, blusas de seda escondiendo un cuerpo tentador y su arrogante caminar, pude darme cuenta de que había algo vivo y humano y apasionado
esperando salir de esa fachada cristiana.
circulo dos: Los Lujuriosos
La odié por darme pesadillas durante toda mi adolescencia. Pero creo que la odié aun más por los sueños húmedos que me inspiró.
Yo era episcopal, lo cual es básicamente católico light (el mismo gran dogma pero ahora con menos reglas) y la escuela no era de ninguna
religión en particular. Pero eso no detenía a Ms. Price. Algunas veces empezaba su clase de Biblia preguntando, “¿Hay algún católico en el
salón?” Habiendo visto que nadie contestaba, la tomaba contra los católicos y episcopales, contándonos sobre como ellos malinterpretaban la Biblia y adoraban ídolos falsos al dirigir sus rezos al Papa y a la Virgen María. Yo me sentaba ahí, callado y rechazado, sin poder decidir si culparla a ella o a mis padres por educarme como un episcopal.
Aún más humillación personal tenía lugar durante las reuniones de los viernes, cuando los oradores invitados hablaban sobre como habían
vivido como prostitutas, drogadictos y practicantes de magia negra hasta que encontraron a Dios, escogieron Su camino justo y nacieron de
nuevo. Era como una reunión de Satanistas Anónimos. Una vez que terminaban, todos se inclinaban en oración. Si había alguien que no
hubiera nacido de nuevo, el frustrado pastor le pedía que subiera al escenario para tomarse de las manos y salvar su alma. Todas las veces yo sabía que debía haber subido, pero estaba demasiado petrificado para pararme en el escenario enfrente de toda la escuela y demasiado
avergonzado para admitir que estaba moralmente, espiritualmente y religiosamente debajo de todos los demás.
El único lugar en que sobresalía era en la pista de patinaje sobre ruedas, pero incluso eso pronto se vio inexplicablemente ligado al
Apocalipsis. Mi sueño era convertirme en un campeón del patinaje sobre ruedas, y para ese fin convencí a mis padres de gastar el dinero que habían ahorrado para una escapada de fin de semana en unos patines profesionales que costaron mas de cuatrocientos dólares. Mi pareja
regular de patinaje era Lisa, una chica enfermiza eternamente congestionada pero sin embargo uno de mis primeros amores. Ella venía de una
estricta familia religiosa. Su madre era la secretaria del Reverendo Ernest Angley, uno de los más notables sanadores televangelistas de la época. Nuestras pseudocitas después de las prácticas de patinaje usualmente comenzaban preparando “suicidios” en la fuente de sodas de la
pista de patinaje –descoloridas combinaciones de Coca Cola, 7up, Sunkist y cerveza de raíz- y terminaban con un viaje a la ultraopulenta
iglesia del Reverendo Angley.
El Reverendo era una de las personas más atemorizantes que había conocido: sus dientes perfectamente derechos brillaban como azulejos,
un peluquín descansaba colocado sobre su cabeza como un sombrero de cabello mojado del que se queda atrapado en el desagüe de la tina
de baño y siempre usaba un traje azul claro con una corbata verde menta. Todo en él apestaba a falsedad, desde su apariencia plástica súper pulida hasta su nombre, el cual se suponía evocara la frase earnest angel (ángel diligente).
Cada semana, llamaba al escenario a una gran variedad de gente minusválida y supuestamente los curaba frente a millones de televidentes.
Apuntaba su dedo a la oreja de un sordo o al ojo de un ciego, gritando “salgan espíritus malignos” o “say baby,” y después agitaba su dedo
hasta que la persona se desmayaba. Sus sermones eran similares a los de la escuela, con el Reverendo pintando el inminente Apocalipsis en
todo su horror –excepto que aquí había gente gritando, desmayándose y hablando en lenguas a mi alrededor. En una parte del servicio, todos
arrojaban dinero al escenario. Llovía cientos de cuartos, dólares de plata y billetes arrugados mientras el Reverendo continuaba testificando sobre el firmamento y la furia. A lo largo de las paredes de la iglesia había litografías numeradas que él vendía representando macabras
escenas como los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgando a través de un pueblo pequeño no muy diferente de Canton durante la puesta de
sol, dejando detrás un camino de gargantas cortadas.
Los servicios duraban de tres a cinco horas, y si me quedaba dormido, me regañaban y me llevaban a un cuarto separado donde daban
seminarios especiales a los jóvenes. Aquí, nos advertían a mí y a otra docena mas de chicos sobre sexo, drogas, rock y el mundo material
hasta que estábamos listos para vomitar. Era como un lavado de cerebro: estábamos cansados y no nos daban comida a propósito para que
estuviéramos hambrientos y vulnerables.
Lisa y su madre eran completamente devotas a la iglesia, principalmente porque Lisa estaba medio sorda cuando nació y supuestamente el
Reverendo había agitado su dedo en su oreja y restaurado su oído durante un servicio. Como ella era adepta a la iglesia y su hija había sido bendecida por un milagro de Dios, la madre de Lisa siempre adoptaba un aire de superioridad conmigo, como si ella y su familia fueran
mejores y más justos. Cada vez que me dejaban en casa después del servicio, me imaginaba a la madre de Lisa obligándola a lavarse las
manos porque habían tocado las mías. Yo siempre estaba angustiado por el viaje, pero iba a la iglesia con ellas de todas formas porque era la única forma de ver a Lisa fuera de la pista de patinaje.
Nuestra relación, sin embargo, pronto se volvió rara. Ocasionalmente, algo pasa que cambia irrevocablemente la opinión que tienes sobre
alguien, que rompe el ideal que habías creado alrededor de una persona y te fuerza a verla como la defectuosa y humana criatura que es en
realidad. Esto pasó un día cuando íbamos a casa después de la iglesia, jugando en el asiento trasero del auto de su madre. Lisa se burlaba de lo delgado que yo era, y yo puse mi mano sobre su boca para callarla. Cuando comenzó a reír, arrojó una gran plasta de moco verde sobre mi
mano. No parecía real, lo cual lo hacía mas asqueroso. Cuando retiré mi mano, una larga hebra de moco colgaba entre mis manos y su cara
como un taffy de manzana. Lisa, su madre y yo estábamos igualmente horrorizados y avergonzados. No podía deshacerme de la sensación de
su moco estirado y pegado entre mis dedos. En mi mente, ella se había rebajado y mostrado su verdadera naturaleza, probando ser un
monstruo detrás de una máscara, justo como había imaginado que sería el Reverendo Angley. Ella no era mejor que yo, como su madre me
obligaba a creer. No volví a dirigirle la palabra –ni entonces ni nunca.
La desilusión comenzaba a aparecer en la escuela también. Un día en cuarto grado llevé una foto que la abuela Wyer había tomado en un
vuelo de West Virginia a Ohio, en la cual parecía haber un ángel en las nubes. Era una de mis posesiones favoritas y estaba emocionado de
compartirla con mis maestros, porque aún creía todo lo que me enseñaban a cerca del cielo y quería mostrarles que mi abuela lo había visto.
Pero ellos dijeron que era un fraude, me reprendieron y me mandaron a casa por ser blasfemo. Ése fue mi intento mas honesto de encajar en
su idea de cristianismo, de probar mi conexión con sus ideas, y fui castigado por eso.
Eso confirmó lo que yo ya sabía desde el principio –que yo no sería salvado como todos los demás. Lo sabía cada día que iba a la escuela
temblando por el miedo de que el mundo terminase, yo no iría al cielo ni volvería a ver a mis padres de nuevo. Pero después que pasó un año, y otro, y otro, y de que Ms. Price y Brian Warner y las prostitutas que habían vuelto a nacer aún estaban ahí, me sentí engañado.
Gradualmente, empecé a sentirme molesto con la escuela cristiana y a dudar de todo lo que me habían dicho. Se volvió claro que el
sufrimiento del cual rezaban por ser liberados era un sufrimiento que ellos mismos se habían impuesto -y que ahora nos imponían a nosotros.
La bestia de la cual vivían atemorizados era en realidad ellos mismos: Era el hombre, no algún demonio mitológico, quien a final iba a destruir al hombre. Y esta bestia había sido creada de su miedo.
Las semillas de quien soy ahora habían sido plantadas.
“Los tontos no nacen,” escribí en mi cuaderno un día durante la clase de ética. “son regados y cultivados como hierbas por instituciones como el cristianismo.” Durante la cena de esa noche, le confesé todo a mis padres. “Escuchen,” explique, “quiero ir a una escuela pública, porque yo no pertenezco aquí. Ellos están en contra de todo lo que yo creo.”
Pero ellos no me hicieron caso. No porque querían que tuviera una educación religiosa, sino porque querían que tuviera una buena educación.
La escuela pública de nuestro vecindario, Glen Oak East, era pésima. Y yo estaba decidido a ir ahí.
Así que comenzó la rebelión. En la Christian Heritage School, no se necesitaba mucho para ser rebelde. El lugar estaba construido sobre
reglas y conformidad. Había extrañas reglas en cuanto a la vestimenta: los lunes, miércoles y viernes, teníamos que usar pantalón azul, una camisa blanca de botones y, si queríamos, algo rojo. Los martes y jueves teníamos que usar pantalón verde oscuro y camisa blanca o amarilla.
Si nuestro cabello tocaba nuestras orejas, debía ser cortado. Todo era reglamentado y ritualista, y a nadie se le permitía ser mejor o diferente de los demás. No era una preparación muy útil para el mundo real: dejar ir a todos esos graduados cada año con la esperanza de que la vida
es justa y de que todos serán tratados con igualdad.
Desde los doce años, me embarqué en una campaña progresiva para ser echado de la escuela. Comenzó, inocentemente, con dulces.
Siempre me sentí relacionado con Willy Wonka. Incluso a esa edad, pude notar que él era un héroe defectuoso, un icono para lo prohibido.
Siendo lo prohibido en este caso el chocolate, una metáfora para la indulgencia y todo lo que supuestamente no deberías tener, ya fuera sexo, drogas, alcohol o pornografía. Cada vez que pasaban Willy Wonka and the Chocolate Factory en el Star Channel o en el cine local, yo la veía obsesivamente mientras comía bolsas y bolsas de dulces.
En la escuela, los dulces y golosinas –excepto por los pastelillos Little Debbie en el menú del comedor- eran contrabando. Así que iba a Ben Franklinś Five and Ten, una tienda del vecindario que parecía una fuente de sodas, y me cargaba de Pop Rocks, Zotz, Lik-M-Stix y esas
tabletas de color pastel que vienen envueltas en papel blanco y que son imposibles de comer sin digerir también pequeños pedazos de papel.
círculo tres: Los Glotones
Ahora que lo pienso, sentía una inclinación por los dulces que más se parecían a las drogas. La mayoría de ellos no sólo eran dulces, también producían una reacción química. Hacían ruidos en tu boca o te ponían los dientes negros.
Así que me convertí en traficante de dulces, distribuyendo la mercancía tan cara como yo quería porque nadie más tenía acceso a dulces
durante las clases. Hice una fortuna –al menos quince dólares en monedas de un cuarto y de diez centavos- en el primer mes. Entonces
alguien me delató. Tuve que entregar a las autoridades todos mis dulces y el dinero que había ganado. Desdichadamente, no fui echado de la
escuela, sólo suspendido.
Mi segundo proyecto fue una revista. En la tradición de Mad y Cracked, se llamaba Stupid. La mascota era, no muy diferente a mí, un chico
dientón, narigón y con acné que usaba una gorra de base ball. La vendía por veinticinco centavos, los cuales eran pura ganancia porque
fotocopiaba las páginas gratis en Carpet Bran, donde mi padre trabajaba. La máquina era barata y gastada, con un olor agrio como a carbón y nunca fallaba en ensuciar todas las seis páginas de la revista. Sin embargo, en una escuela hambrienta de porquería y bromas sucias, Stupid rápidamente tuvo éxito -hasta que me atraparon de nuevo.
La Directora, Carolyn Cole –una mujer alta y jorobada, con anteojos y cabello castaño y rizado apilado sobre su rostro de pájaro- me llamó a su oficina, donde me esperaba un cuarto lleno de administradores. Ella puso la revista en mis manos y exigió que explicara las caricaturas
sobre mexicanos, escatología y, especialmente, el Kuwatch Sex Aid Adventure Kit, el cual era anunciado conteniendo un látigo, dos vibradores tamaño gigante, una caña de pescar, flecos para pezones, lentes protectores, un par de medias de red y una placa de perro de bronce. Como
sucedería después muchas veces mas en mi vida, me interrogaban incesantemente sobre mi trabajo –sin entender si se trataba de arte,
entretenimiento o comedia- y me pedían una explicación. Entonces exploté y, en mi rabia, lancé los papeles al aire. Antes de que el último
tocara el piso, Mrs. Cole, con la cara roja, me ordeno que tomara mis tobillos. De la esquina de la habitación, tomó un palo, el cual había sido tan sadisticamente diseñado por un amigo en clase de taller que tenía pequeños agujeros para minimizar la resistencia del viento. Recibí tres fuertes y rápidos azotes cristianos.
Para entonces, yo estaba verdaderamente perdido. Durante los seminarios de los viernes, las chicas ponían sus bolsos bajo las sillas de
madera sobre las cuales se sentaban. Cuando se agachaban, yo me tiraba al piso y robaba el dinero para su almuerzo. Si descubría alguna
nota o carta de amor, las robaba también y, en favor de la justicia y la libertad de expresión, las entregaba a las personas a las cuales estaban dirigidas. Si tenía suerte, causaban peleas, tensión y terror.
Yo ya había estado escuchando rock"n"roll por años, pero como mi penúltimo proyecto, decidí empezar a sacar dinero de ello. La persona que
me prestó mi primer álbum de rock fue Keith Cost, un muchacho corpulento, lento y estúpido que parecía de treinta años pero en realidad iba en tercer grado. Después de escuchar Love Gun de Kiss y jugar con la pistola de juguete que venia con él, me convertí en un miembro fanático del Kiss Army y en el orgulloso propietario de incontables muñecos, comics, playeras y loncheras de Kiss, ninguna de las cuales me dejaban
llevar a la escuela. Incluso mi padre me llevó a ver su concierto –mi primer concierto- en 1979. Unos diez adolescentes le pidieron su autógrafo porque estaba disfrazado como Gene Simmons en la portada de Dressed to Kill –traje verde, peluca negra y maquillaje blanco.
La persona que irrevocablemente me introdujo a la música rock y al estilo de vida que la acompaña fue Neil Ruble: él fumaba cigarrillos, tenía bigote real, y supuestamente había perdido su virginidad. Entonces, naturalmente, yo lo idolatraba. Medio amigo, medio abusador, él me abrió las puertas a Dio, Black Sabbath, Rainbow –básicamente todo lo que tuviera que ver con Ronnie James Dio.
Mi otra inagotable fuente de recomendaciones musicales era la escuela cristiana. Mientras Neil me iniciaba en el heavy metal, ellos llevaban a cabo seminarios sobre mensajes ocultos. Llevaban discos de Led Zeppellin, Black Sabbath y Alice Cooper y los tocaban a todo volumen a
través del sistema de sonido de la escuela. Diferentes maestros se turnaban en la tornamesa, girando los discos al revés con su dedo índice y explicando los mensajes ocultos. Por supuesto, la música más extrema con los mensajes más satánicos era exactamente la que yo quería
escuchar, principalmente porque estaba prohibida. Solían mostrarnos fotografías de las bandas para asustarnos, pero lo único que lograron
fue que decidiera que quería el pelo largo y un arete como los rockeros de las fotos.
En la parte superior de la lista de enemigos de mis maestros estaba Queen. Estaban especialmente en contra de We Are The Champions
porque era un himno para los homosexuales y, tocado al revés, Freddie Mercury blasfemaba, “mi dulce Satán.” Sin contar el hecho de que ya
nos habían enseñado que Robert Plant decía exactamente lo mismo en Stairway to Heaven, una vez que plantaron la noción de que Freddie
Mercury decía “mi dulce Satán,” lo oíamos cada vez que escuchábamos la canción. En su colección de álbumes satánicos también se
encontraban Electric Light Orchestra, David Bowie, Adam Ant y todo lo demás con temas gay que les dieran la oportunidad de vincular la
homosexualidad con conducta perversa.
Pronto, los paneles de madera y las vigas del techo en mi cuarto del sótano estuvieron cubiertas con fotos de Hit Parader, Circus y Creem.
Cada mañana despertaba observando a Kiss, Judas Priest, Iron Maiden, David Bowie, Mötley Crue, Rush y Black Sabbath. Sus mensajes
ocultos me habían alcanzado.
El elemento fantástico de mucha de esta música pronto me condujo a Dungeons & Dragons. Si cada cigarro que fumas te quita siete minutos de tu vida, cada juego de Dungeons & Dragons que juegas retrasa la pérdida de tu virginidad siete horas. Era tal clase de perdedor que solía caminar por la escuela con dados de veinte caras en mis bolsillos y diseñaba mis propios módulos como El Laberinto del Terror, El Castillo
Tenemouse y Las Cuevas de Koshtra, una frase que, mucho mas tarde en mi vida, se convirtió en la expresión usada para nombrar la
sensación de haber inhalado demasiada cocaína.
Naturalmente, no le agradaba a ninguno de los chicos de la escuela por que jugaba Dungeons & Dragons, oía heavy metal y no asistía a sus reuniones juveniles ni a sus actividades sociales como quemar álbumes de rock. No encajaba mejor con los chicos de la escuela pública,
quienes solían patearme el trasero diariamente por ser un mariquita de escuela privada. Y no había patinado mucho desde que Lisa me llenó
de mocos. Mi única otra fuente de amigos era un grupo de estudio y juego para hijos de padres que habían estado en contacto con Agente
Naranja durante la guerra de Vietnam. Mi padre, Hugh, era mecánico de helicóptero y miembro de las Ranch Hands, el grupo encubierto
responsable de lanzar el peligroso herbicida sobre todo Vietnam. Así que desde el día en que nací hasta el final de mi adolescencia el
gobierno nos traía a mi padre y a mi a un centro de investigación para estudios físicos y psicológicos en busca de efectos desfavorables. No creo que haya habido alguno, aunque mis enemigos podrían no estar de acuerdo. Uno de los efectos que el químico tuvo sobre mi padre fue
que como él había hecho de conocimiento público algo de información sobre el Agente Naranja, que tuvo como resultado una historia de
primera plana en el Akron Beacon Journal, el gobierno auditó severamente sus impuestos durante los cuatro años siguientes.
Como yo no estaba deforme, yo no encajaba con los otros niños en el grupo de estudio del gobierno ni en los retiros para niños cuyos padres estaban demandando al gobierno por exposición al químico. Los otros niños tenían miembros protéticos, irregularidades físicas y
enfermedades degenerativas, y no sólo era yo comparativamente normal sino que mi padre había sido quien realmente había rociado esa cosa
sobre sus padres, la mayoría de los cuales eran soldados americanos de infantería.
En un esfuerzo por acelerar mi delincuencia y alimentar mi creciente adicción al dinero, pase de traficar dulces y revistas a traficar música. Los únicos chicos de mi vecindario que también asistían a la Heritage Christian School eran dos hermanos delgados, típicos americanos, de la
iglesia de los santos de los últimos días con el mismo corte de cabello militar. El hermano mayor, Jay, y yo no teníamos nada en común. Él
sólo se interesaba en la Biblia. Yo sólo me interesaba en el rock y el sexo. El hermano menor, Tim, era más rebelde. Así que de la misma
forma en que Neil Ruble me inició en la música rock, yo introduje a Tim al heavy metal y abusaba de él el resto del tiempo. A él no le permitían escuchar música en su casa, así que le vendí una barata reproductora de cintas negra con grandes botones rectangulares y un asa en un
extremo.
A continuación, necesitaba algo de música para esconder bajo su cama con la reproductora. Así que empecé a hacer viajes regulares en
bicicleta hasta un lugar llamado Quonset Hut, en el cual no dejaban entrar a menores ya que también vendían drogas además de discos. Yo
me veía exactamente de mi edad –quince- pero nadie me detenía. De todas formas no importaba ya que las pipas, pinzas, bongs y otros
artefactos para fumar marihuana eran completamente un misterio para mi.
Cuando Tim empezó a comprar las cintas al precio que yo les decía que había pagado por ellas, me di cuenta de que había por lo menos un
centenar más de clientes potenciales en la escuela. Empecé a comprar todos los álbumes mostrados en los seminarios sobre mensajes
ocultos y a venderlos a los chicos de la escuela, desde los de tercer grado hasta los de la clase de avanzados. Un álbum de W.A.S.P. pagado a siete dólares en Quonset Hut valía veinte dólares en la Heritage Christian School.
En vez de malgastar mis ganancias comprando cintas para mi mismo, decidí tan sólo robar los álbumes que había vendido. Como había un
sistema de honor en la escuela, ninguno de los lockers estaba bajo llave.
círculo cuatro: Los Avaros
Y como a nadie se le permitía escuchar rock"n"roll, si alguno me delataba se estaría incriminando a sí mismo también. Así que durante las
clases pedía un pase para salir del salón y robaba las cintas de los lockers.
Era un sistema perfecto, pero no duró mucho. Tim decidió que, aunque él mismo tuviera que ser castigado, valía la pena delatarme. Una vez
más me encontré cara a cara con Mrs. Cole y una manada de administrativos y disciplinarios de la escuela en la oficina de la directora. Pero esta vez no tuve que explicar la música –ellos pensaban que sabían de que se trataba. Me habían atrapado comprando cintas de rock,
vendiéndolas y robándolas; sabían que había pasado de hacer revistas a hacer cintas grabadas (llenas de bromas telefónicas y sucias
canciones sobre masturbación y flatulencias grabadas con mi primo Chad bajo el nombre de Big Bert and The Uglies). Y ya había sido
castigado en la oficina de la Directora dos veces en los meses anteriores. La primera por golpear accidentalmente a mi maestra de música,
Mrs. Burdick, en la entrepierna con una resortera que había hecho con una liga gruesa, una regla de madera y, como munición, trozos de
crayones derretidos robados de la clase de arte. La segunda fue por cumplir con la tarea que había dejado Mrs. Burdick de traer un álbum a la clase de canto llegando con Highway to Hell de AC/DC. Pero todo eso aún no era suficiente para una expulsión.
Mi última maniobra desesperada fue regresar al temido sótano de mi abuelo y robar un dildo del cajón secreto de la mesa de trabajo. Me puse unos guantes para no llenarme de vaselina endurecida. El día siguiente después de la escuela, Neil Ruble y yo nos escabullimos el salón de
Ms. Price y forzamos el cajón de su escritorio. El cajón contenía sus propios secretos, los cuales eran tan tabú para la escuela cristiana como los de mi abuelo eran para los suburbios: novelas románticas semieróticas. También había un espejo de bolsillo, lo cual tenía sentido ya que Ms. Price siempre se preocupaba mucho por su apariencia. En ese tiempo, Chad y yo tratábamos regularmente de llamar la atención de dos
hermanas que vivían cerca de la casa de mis abuelos lanzando piedras a los autos y tratando de causar accidentes para que salieran
corriendo de su casa. En la misma enferma y torcida forma, el poner un dildo en al cajón de Ms Price era la única forma que tenía para
expresar mi latente y frustrado deseo hacia ella.
Para nuestra desilusión, nadie en la escuela dijo una palabra sobre ello al siguiente día. Pero yo era definitivamente el principal sospechoso, lo cual descubrí cuando Mrs. Cole llamó a mis padres a la escuela. Ella no mencionó el dildo; en su lugar, les sermoneó acerca de disciplinar e inculcar el temor a Dios en el delincuente juvenil que habían criado. Fue entonces que me dí cuenta de que nunca sería expulsado. La mitad
de los chicos en la Heritage Christian School venían de familias de bajos ingresos, y la escuela recibía una miseria por parte del estado por enrolarlos. Yo estaba entre los alumnos que podían pagar, y ellos querían el dinero –aún si eso significaba lidiar con mis dildos, cassetes de heavy metal, dulces, revistas sucias y grabaciones obscenas. Me di cuenta de que si quería salir de la escuela cristiana, tendría que ejercer mi propia voluntad para irme. Y a los dos meses de iniciar el décimo grado eso fue justo lo que hice.