LA GUERRA CALCHAQUI
El enano tiene cogido de la brida al caballo del gobernador. Es el sábado 9 de junio de 1640, muy de mañana. Un vaho tenue suaviza los contornos y apaga los colores, de suerte que las cosas parecen el recuerdo de las cosas. Lentamente, a medida que se despoja de los harapos de neblina, la Plaza Mayor surge con atavío de fiesta. Varios tapices cuelgan en las fachadas. Entre uno y otro, asoman las resquebrajaduras de la cal. Los vecinos de las calles cercanas han enviado también sus paños, para alhajar la pobreza de las paredes. Junto al Palacio Episcopal, destaca un repostero con las armas de Bracamonte. La polilla le tejió una orla de capricho. El rocío lo ha empapado y le ha endurecido los pliegues. Un vapor sutil como una telaraña se enreda a las figuras del escudo.
Las voces, aisladas al principio, crecen con la madrugada, alrededor de la fortaleza. Han alzado el rastrillo y el puente cruje bajo los hombres que van y vienen con bultos. Varias carretas aguardan.
El rumor de la ciudad que despierta acompaña a los cargadores. Empiezan a llegar los vecinos que formarán parte de la expedición. Uno ajusta el jubón de venado; otro ha colmado el morrión de duro cuero de tapir con envoltorios de yerba mate y lo lleva colgado del brazo, como una cestilla; aquél ensaya la resistencia de la pelleja de toro, henchida de paja, que ha de utilizar en el paso de los ríos.
El enano no abandonaría su puesto por nada. Está muy orondo, con el sombrero nuevo y la crespa pluma roja que le regaló el gobernador. Más orondo todavía de la misión que le han confiado, al entregarle las riendas del caballo y ordenarle que esperara.
En una silla, que de propósito se hizo transportar por un negro, doña Uzenda asiste a los preparativos del viaje. Es una silla sin brazos, pues su gordura no los toleraría. Tiene a su derecha a don Enrique Enríquez y a su izquierda a Tapia de Vargas. Les pregunta mil pormenores. Quiere saberlo todo: qué parte de la jornada se hará por tierra y cuál por río; cómo son los calchaquíes y si comen carne humana. De largo en largo, besa una cuenta de su rosario de madera.
Hay otras señoras en torno y mucho esclavo. Don Juan Bernardo de la Cueva se atusa el bigote. Durante la ausencia de su padre hará sus veces. La perspectiva de poder sin trabas le insinúa cosquillas en las narices, como un olor de pitanza suculenta.
A las diez, rompe a sonar un redoble de tambores. Las carretas gimen bajo los fardos. El estandarte rojo y amarillo del monarca flamea en manos del alférez real.
Ya está aquí don Mendo de la Cueva y Benavides. Apareció en la puerta del Fuerte, moviéndose con trabajo. Ha revestido una media armadura adornada con nieles. Es la misma que usaba en Flandes, en las ceremonias, lujosa y anacrónica; coraza de retrato de príncipe vencedor, terriblemente agobiadora para las escaramuzas de América. Sobre el peto, se balancea una cadena con la cruz de Santiago.
Don Gaspar de Gaete le presenta el estribo. Entre dos soldados le aupan, tan pesado es con aquel caparazón dorado y negro. Aplaude doña Uzenda y el pueblo grita y bate palmas.
El gobernador mira la Plaza por encima de los anteojos. Un sol invernizo pone manchas pálidas en los tapices. Don Mendo levanta el brazo diestro, con gran ruido de metales. Es la señal. A poco, la pequeña tropa se pone en marcha.
El bufón va adelante, revolcándose en el polvo, con tal destreza que su sombrero no sufre ni el más leve estropicio. Lo trae en la mano, como si fuera un pájaro de cetrero de larga cola escarlata. Sigue el gobernador, saludando. A mitad de camino, mientras cruza la plaza, se vuelve hacia don Gaspar y le dice, entre veras y burlas:
—Me cantan agora en la mente unos versos de Publio Virgilio, que aprendí mochacho:
Vivite felices, quibus est fortuna peracta
iam sua: nos alia ex aliis fata vocamur.
Que se traducen: “Vivid felices, vosotros cuya fortuna está fijada ya. A nosotros el destino nos lleva de prueba en prueba”.
Hasta su ademán —el brazo tendido y la cabeza altanera— trae reminiscencias romanas y renacientes, demasiado pomposas, en su ecuestre orgullo, para ese marco de chozas y de lodo.
Los bueyes mugen detrás. Las ruedas redondas de las carretas se hunden en el polvillo. Piafa la caballería. Chicuelos zaparrastrosos y perros desdentados corren entre los brutos. La Plaza vibra con el choque de las armas y la risa de la soldadesca.
Pedro Martínez, el mestizo, trota a corta distancia de don Mendo. Galaz cabalga junto al capitán Sánchez Garzón. El enano quedó con doña Uzenda, secándose las lágrimas.
Ya partió la expedición que ha de avasallar a los indios rebeldes. Ya sale de la ciudad. Ya se aleja. Ya se abre ante sus ojos la pampa enorme y luminosa. Galaz de Bracamonte se torna hacia Buenos Aires. Con una sola mirada, envuelve al caserío bienamado: el Fuerte de San Juan Baltasar, la Plaza y las iglesicas, los patios con sus parrales bajo el cielo desvaído.
A poco de haber iniciado la marcha, el mestizo comprendió que sus esperanzas carecían de asidero. Había sido de los primeros en incorporarse a la expedición. Con ello creyó recobrar la popularidad perdida. Una turbia leyenda le marcaba con sello infamante. Leyenda de artera delación y de granjeria sórdida. Sus amigos de antaño le esquivaban. Ya nadie prestaba atención a sus hablillas de Corte. Un día, poco antes de partir, mientras relataba en un corro el curioso escándalo del convento madrileño de San Plácido, cuya superiora, que era una Silva y Cerda, fue acosada con toda la comunidad por un demonio íncubo, don Gaspar de Gaete le interrumpió con violencia:
—¡Qué entendéis vos desas cosas, farmallero! ¡Lo más sabio fuera callaros; día llegará en que alguno os taje la lengua!
Muerto Alanís, para siempre cerradas las puertas de doña Uzenda, abrumado por el desdén del gobernador a quien habían contado que ese hombrecito mitad indio osó tomar para blanco de su maledicencia a la señora duquesa de Albuquerque, Pedro sintió trepar en torno, como un abrojal espinoso, a su peor enemiga: la soledad. Se equivocó reciamente si supuso que el andar en compañía de los demás expedicionarios, compartiendo sinsabores y paladeando glorias, disiparía aquella aojadura terrible. En la jornada inicial, buscó de acercarse a don Mendo. Como reparara en él, el jefe envió un paje para decirle que no era ese su lugar. Igual acogida le brindaron los otros caballeros. Sánchez Garzón le gritó:
—¿A qué sois venido, Pedro Martínez; no comprendéis que aquesta es empresa de hombres? ¿Cómo no quedasteis en Buenos Aires, con las mujeres, para torcer el lino?
Un despecho feroz le hizo apretar los dientes. Tenía en la boca un sabor amargo.
A la zaga de todos, Galaz de Bracamonte ponía espuelas a su zaino.
El mestizo pensó que no se atrevería a rehuirle. ¿Por ventura no fue él, Pedro Martínez, testigo del delito que la ciudad toda quería olvidar? Gracia tendría y mucha que le recibiera con desdenes.
Sus cabalgaduras estaban a par. Martínez recobró por un momento la antigua balardonería. Le saludó como solía hacerlo cuando juntos leían las prosas de Amadís de Gaula:
—¡Bienvenido, Galaz, báculo y mitra!
El no obtener respuesta, el advertir que ni un músculo se movía en la cara del paje, llevó su irritación a colmo. Desbordaron los humores negros.
—¡Su merced no parece darse cata de mi presencia! —exclamó—. ¡Yo soy aquel mesmo Martínez y Portocarrero que le vido escapar como un diablo del aposento de Mergelina; soy aquel que, por desventura, no alcanzó a detener su cuchillo cuando mató a Alanís Sánchez!
Galaz enrojeció y no dijo nada. Pedro interpretó ese silencio y esa vergüenza como síntomas de zozobra. Se acerco más aún. Con voz melosa, quiso reanudar el discurso. Su diestra, en la cual brillaban cuatro sortijas doradas, se posó en el hombro del paje. Este se alteró y el caballo dio un corcovo y lanzó un largo relincho. Desde la altura empenachada del encabritamiento, la mano de Galaz cayó, rápida y segura, sobre la mejilla del temerario.
Fue cosa de un segundo. Luego el mozo se alejó, galopando. Detrás quedó el mestizo, con la palma en el rostro. Sus ojos, como los de los batracios, parecían prestos a saltar locamente de las órbitas.
En todo el transcurso de la expedición, Galaz anduvo como alucinado. Las palabras del mestizo habían removido sus recuerdos. Con la camándula de Violante entre los dedos, rezaba y rezaba. Un gran afán de pureza le aligeraba el espíritu. Comprendía que, para entrar en la ciudad fabulosa, debía irse despojando de su vieja carga de miserias. Aquel bofetón colérico era un resto de su altivez dominante. Por eso, para vencerla, practicó los ayunos más agotadores. Una noche, acercándose de secreto a su tienda, Sánchez Garzón alzó un paño y le vio azotarse, con unas disciplinas. En vano le reconvino. Cada vez más descarnado, cada vez más desprendido de la tierra, todo pupilas y esqueleto, comenzó a sufrir visiones que no acertaba a explicar y que tenía por cosa cierta.
Al vadear un arroyuelo, como descabalgara para beber, la fisonomía de Violante le apareció en las aguas claras. Una toca de rúan de fardo, similar a las de las carmelitas descalzas del Convento de San Joseph, le ceñía la cabeza. Sus labios temblaban, no supo si porque deseaban hablarle o por el temblor mismo del agua. Aquella boca hermosísima, ultraterrena, le sonrió. Hundió las manos en la frescura del líquido y la imagen se rompió en mil trozos que huyeron con la corriente, entre las guijas pulidas.
Otra vez, ya cerca de Santa Fe, fueron tres caballeros con armaduras arcaicas. En las rodelas, llevaban pintadas las armas de Bracamonte. Tres ángeles de alas azules conducían los palafrenes por la brida de velludo granate. A pesar de que el viento torcía en torno la arboleda y dispersaba las hojas y Galaz oía su silbo, ni una pluma ni un fleco se movía, en el grupo de los tres andantes y sus celestes escuderos. Marchaban seguidos por un resplandor. La celada de uno de los paladines se deslizó sin ruido. Galaz vio la cara de Alanís y vio su sonrisa, hasta que los fantasmas se desgarraron en jirones ligeros que arrastró la fuga del aire.
Por último, al cruzar un río al claror de la luna, distinguió luces lívidas en la ribera opuesta. Cogió el brazo de Sánchez Garzón, y murmuró:
—¡Mire, mire su merced, si no es aquesa la Santa Compaña!
El capitán nada veía. Pero el paje insistió y describió los cirios amoratados, las ropas monjiles, las cogullas y las cruces procesionales. En el centro, cuatro obispos transportaban unas angarillas y en ellas un cuerpo yacente, tieso, a medias cubierto por un escudo largo cual un pavés, que ostentaba los mismos colores familiares. Después, como los espectros desaparecieran, Galaz se pasó la mano por la frente sudorosa.
Larga y fatigosa fue la campaña. Tras de promulgar diversas ordenanzas en Santa Fe, don Mendo convocó a los indios de las generaciones aliadas. Seiscientos guaraníes de las misiones jesuíticas se incorporaron a las fuerzas. Llegaron precedidos de tamboriles y violas, cantando himnos a San Ignacio.
Por meses y meses se prolongó la lucha. Los calchaquíes sabían pelear. Cuando la balanza del destino se inclinaba en su contra, se replegaban hacia los bosques impenetrables, seguros como fortalezas y misteriosos como laberintos. Pero los indios ligados y los de las reducciones, conocedores también de aquel terreno breñoso, les perseguían sin darles cuartel.
Día hubo en que se hicieron ciento cincuenta prisioneros; día en que trescientos depusieron las armas temibles, sorprendidos en un calvero de la selva por la furiosa acometida.
Galaz se portó como bueno. La espada del antecesor tuvo en sus manos celeridad y eficacia. Tan pronto cortaba ramas, para abrirse paso en la maraña sofocante, como se hincaba en el pecho de un levantisco.
Ni las privaciones más duras lograron amedrentarle. A las veces, se alimentó de sapos y culebras, como aquel abuelo cuyo acero blandía.” Otras, las rabiosas sabandijas de los pantanos, con sus aguijones y jugos mortíferos, demostraron ser adversarios tan implacables como los calchaquíes.
El bosque revivía el esplendor y la barbarie de Io5 duelos antiguos; los duelos de la conquista, con la tierra ganada palmo a palmo y el camino nuevo sembrado de cadáveres oscuros.
Por la noche, el paje interrogaba a los cautivos. Les sacudía por los hombros. —¡El Dorado! ¡El Dorado! —repetía. Los más le miraban con expresión estúpida, sin comprender. Alguno, evasivamente, tendió la mano hacia el norte.
El norte... siempre el norte... La ruta de Juan de Ayolas y del Rey Blanco, con todo su sortilegio, con toda su fascinación maldita, centenaria ya...
Pero el gobernador no quiso soportar esa guerrilla incesante, sin grandeza, sin ciudades sitiadas, sin planos desplegados en las mesas de los campamentos; esa guerrilla de persecución y de hambre; ese diario agonizar ante lo ignoto. De nada servía allí la táctica de los tercios flamencos. Deseaba ardientemente volver a Buenos Aires. Avisos de espías confirmaban su sospecha de que el obispo influía ante la Corte para perderle.
Por eso, dispuso la construcción de un fuerte, en las cercanías de Santa Fe. Se alzaría como un baluarte respetable ante las incursiones de los rebeldes. Así surgió el Fuerte de Santa Teresa.
En los primeros días de la guerra, Pedro Martínez se apartó de la tropa. Las vejaciones habían torturado su orgullo enfermizo. No podía retornar a Buenos Aires ni continuar la campaña. La fábrica que su ingenio nervioso levantó en la aldea, durante años, se había derrumbado silenciosamente. Vana torre de palabras; edificio aéreo.
Su desesperación eligió para su desfogue a Galaz de Bracamonte. Era menester que el paje pagara la deuda de todos. Así medirían el riesgo de insultarle.
Ese primer impulso de la vanidad agraviada presto pasó. Sabía que no se atrevería a retar a su ofensor cara a cara. Por otra parte, matarle allí, en el campo hispano, significaba entregarse a un suplicio mil veces más espantoso. Había, pues, que buscar ayuda en los toldos enemigos, entre los aborígenes medio hermanos cuyo parentesco era su pena peor.
Galaz no se resignaba a volver. Por todos los medios, trató de convencer a Sánchez Garzón. ¿Desdeñarían la única ocasión propicia para realizar el sueño maravilloso? Ya habían recorrido la mitad de la senda de espinas. Traían las espadas rojas de sangre infiel y adelante, siempre adelante, siempre hacia el norte, estaba esperándoles la ciudad de oro.
El capitán titubeó. Él, que había encendido aquella alma, carecía de valor para dominar el fuego creciente. En la tienda obstruida por petacas y arneses, Galaz habló como si profetizara:
—El viento corre henchido de presagios, mi señor Sánchez. Yo escucho voces altísimas que me están dando grita para que no desmaye. ¿Quiere su merced tornarse al Puerto, e al Cabildo, e a la Plaza? Hágalo en buena hora, pues es dueño de su voluntad y si ella le indica aquel rumbo apacible y no aqueste de tormenta, empréndalo sin más pensallo. En tres meses o en cuatro, si Dios me tiene de su mano divina, yo también entraré en Buenos Aires, diez pajes de hacha por delante y a mi zaga un rey con el cepo al cuello. El gobernador saldrá a recibirme e traerá la vara en la diestra, por cortesía. Yo exclamaré: Aquí se homilía el príncipe Luzbel, monarca que fue de El Dorado. Ya tocó a fin su soberanía perniciosa. Y no es más el inmundo imperio, trampa de pasiones. Acepte Su Señoría, en nombre del Rey de España, el vasallaje del Tentador.
“Hay signos —prosiguió— que iluminan al más ciego. Recuerde su merced que aquí mesmo, en Santa Fe, en el templo de la Compañía de Jesús, la imagen de la Purísima sudó milagrosamente, cuatro años ha. Por ese licor santo, le pido que no me abandone.
Pedro Sánchez no resistió a una voz que rejuvenecía sus viejas quimeras. Sintió, en las entrañas, el ardor loco de la aventura. El incendio le inflamaba también; ese incendio que rugía a la vera del río, rumbo al Paraguay, retorciendo los árboles y haciendo restallar las ambiciones. Puso la mano a la espada y dijo:
—Nada me ha de cerrar el paso, ni la sed ni la hambre.
A la noche siguiente, la tropa del gobernador emprendió la marcha de regreso. El capitán y el paje asistieron a su partida, disimulados entre unos ñandubays de acorazado tronco.
El ansia de la vuelta aguijaba a los soldados. Alguno cantaba y tañía una guitarra. Muchos ataron a los largos mosquetes y a sus horquillas las lanzas de la tribu calchaquí. Dos picaros habían encerrado a un tucán en una jaula. Llevábanlo balanceándose, suspendido en una alabarda cuyos extremos reposaban en sus hombros. Las herronadas del pajarraco, que asomaba el pico enorme entre los listones, provocaban la mofa de los pilluelos. “¡Húchoho! ¡húchoho!”, le hostigaban, remedando la voz de los halconeros cuando llaman a sus aves de presa.
Por más de una hora, Galaz y su viejo amigo vieron alejarse la cabalgata. La luna llena creció como una gran flor redonda, sobre los faroles rojos. Fuéronse extinguiendo las hogueras. Y del horizonte llegaban aún, confusamente, en un susurro de brisa, los gritos de la soldadesca:
—¡A Buenos Aires! ¡A Buenos Aires!