LA PIEDRA DE LOCURA

Don enrique enríquez y don Gaspar de Gaete tornaban a sus casas. Era muy tarde ya. Habían quedado en el Fuerte, jugando al “topa y hago” con el gobernador. En los ojillos inflamados, les chisporroteaba el vino de Guadalcanal, como un ascua ínfima y dorada.

Buen golpe de esclavos rodeaba a sus cabalgaduras. La luna se arrebozaba con nubarrones violetas. Más allá del resplandor bailoteante que movían los negros y que ora mostraba un bache y ora señalaba un lienzo de pared, nada se veía. De cuando en vez, fulgían las pupilas y los dientes de un perro, encandilado por los faroles de la comitiva.

Ibase mofando don Gaspar de la poca suerte de don Enrique.

—Si vuesa merced acepta el envite y dice “hago para todo”, cuando puso el rey, otro sería el cantar de agora.

—¡Ay de mí! —refunfuñó su amigo— va ya para veintiséis años que estoy de asiento en Buenos Aires y no percibo qué olor conduce a los gobernadores cuando guerreamos con naipes. El señor Dávila no me daba resuello. Lo que del señor Céspedes recuerdo, me lo callo. ¡Sabe Dios si todo fue agua limpia! El único que me dejó un doblón entero de ganancia, fue el gobernador Góngora y murió como un santo. (Aquí se persignó.) Caballero tan cumplido no conocí. Verdad que se lo devolví en misas y cirios, cuando le enterraron en la Iglesia de la Compañía.

Quejas desgarradoras troncharon la conversación. Los jinetes sofrenaron sus caballos. —¡Anda, negros-gritó don Gaspar— levantar los faroles!

—Parecen venir del Hueco de las Animas —chistó don Enrique y sus manos tantearon el jubón, tras el tibio socorro del escapulario.

La Plaza estaba desierta. Una lucecita parpadeaba a lo lejos, en una esquina, delante de una imagen de bulto.

Don Enrique determinó seguir su camino, sin detenerse.

—Es algún mentecato rascador de guitarra —dijo— y no toleraré que se salga con su antojo. Déjele su merced: cada uno estornuda como Dios le ayuda.

—Mirad —respondió Gaete— que hemos oído lamentaciones y nos corre obligación de averiguallo.

Enríquez se encogió de hombros: —Averigüelo Vargas.

Permanecían inmóviles, expectantes, frente a la tenebrura del baldío. La llama de los faroles saltaba sobre los matorrales. Detrás, las sombras se apiñaban, densas, impenetrables, roqueñas, como si allí anidara la noche de la noche.

Se oyó de nuevo el plañir desesperado.

—¿Y si fuera una fantasma? —preguntó don Gaspar.

El maese de campo estrujó su escapulario con fuerza. La fama del Hueco autorizaba las conjeturas más peregrinas. Desde la fundación de la ciudad, había quedado yermo, deshabitado, en el solar del Poblador. Huertas caserones se formaron en su torno. Dijérase un lugar maldito; uno de aquellos sitios que devasta el Señor y que llevan, por centurias, la huella de algún ignoto pecado.

El general don Gaspar de Gaete sintió que la sangre corría por sus venas como un río victorioso. No se paró a meditar si era aquello ímpetu caballeresco o reflejo del vino de Guadalcanal. Desnudó la espada y se entró por la maleza, dando cintarazos y estimulando a los negros. Mientras avanzaba, lecturas clásicas, medio olvidadas ya, volvíanle a la memoria, en un galope de versos latinos. Él era, a un tiempo, Agiges y Anaxándridas, Leónidas y Alcibíades, Ciro y Escipión. El calor de la bebida le prestaba coraza. ¡Ah si tuviera veinte años, como cuando servía de alférez en Flandes al Archiduque Alberto!

El caballo relinchaba y caracoleaba, bajo el mordisco de las espuelas. A la zaga, enredándose en las raíces, farfullaba el maese de campo: —¡Sosiégúese vuesa merced y guarde su vida, que la prudencia no menoscaba!

Le vio perderse, con los esclavos, en la espesura del baldío. Los faroles se balanceaban como incensarios. A poco andado, oyóle llamar con voz flauteada: —¡Aguije por su alma, señor don Enrique, que es Galaz de Bracamonte y se muere sin confesión!

Cuatro meses, cuatro largos meses, los del verano abrasador y aquel que comienza a pintar los árboles con su pincel cobrizo, Galaz titubeó entre la muerte y la vida. Tenía los nervios destrozados. Era todo él —como narró más tarde— una vihuela rota, con una sola clavija y una cuerda destemplada, que el menor roce hacía vibrar locamente. A punto estuvo de perder la razón. La escena del desván de Mergelina y la amorosa mirada de Alanís y de Violante, habían impresionado a lo más hondo de su espíritu sensible.

En pleno delirio, acudió a examinarle el maestre Xaques Nicolás, flamenco, diestro en sangrar, en poner ventosas y en sacar muelas, doctorado también en el arte remoto de ajustar y clavar las herraduras de las caballerías. Acarreó a lomo de muía su petaca de bizmas y de simples: azúcar, solimán, ajos, resina de estoraque, agua de membrillo, escamonea y ceniza de carbón. Por semanas, sangró concienzudamente al paje, hasta dejarle agotado, lánguido y escurridizo, con unas manos de cera celeste y aquella larga nariz suya como un transparente cristal. Ante su fracaso, dedujo que el mal fincaba en el alma y no en el cuerpo. Explicó a don Juan de Bracamonte que la causa del extravío mental reside en la cabeza y es provocada por una piedrita que oprime el cerebro. Concluyó que si el enfermo no mejoraba, sería menester extraerle aquel guijarro perturbador.

Pasaron dos meses. Galaz se revolvía en la cama. Las tardes, hacia el crepúsculo, crecía la fiebre. El recuerdo de la bruja le acosaba entonces. Sus ojos alucinados la veían bailar y bailar, a la redonda, siempre a la redonda del gran caldero en el cual ardían las trenzas de su prima. Luego, la llama de los cirios se derramaba por tierra. El incendio llegaba a besar, dolorosamente, con indefinible voluptuosidad, el pabellón de su lecho. Pero aquel no era ya su lecho. Las viejas columnas, que manchaba el polvo tenue de la polilla, se abalanzaban en el aire, hacia las estrellas, desclavando las vigas de palma. El techo ondeaba en lo alto y se convertía en negro estandarte, con el blasón de Bracamonte bordado en oro. Mástiles robustos lo sostenían. Un mar de tormenta asediaba a la nave con hirvientes remolinos. Enredaderas de fuego se abrazaban a las velas y a los mascarones. —¡Señor Almirante! —sollozaba la tripulación invisible. Y él nada podía. El desaliento le agitaba como una náusea aguda. Y Violante y la hechicera y la hechicera y Violante andaban a tumbos entre los maderos del puente y entre las deshechas cobijas. Por fin, sudoroso, trémulo, con un hilo de espuma en los labios, lograba acercarse a la doncella. Advertía con horror que su cabellera se había trocado en una antorcha lívida. Hasta que aparecía Alanís, bello como un San Miguel de plata y la arropaba en su manto de color de nube. Galaz pujaba por hablar; quería lanzar denuestos, insultar al raptor alevoso y no lo conseguía. Su grito se le quebraba en la garganta y se desmenuzaba en un susurro y en unos versos oídos alguna vez:

De todas las que yo veo,

no deseo

servir a otra sino a vos...

Y los negros le recogían, convulso, sofocado entre los pliegues del pabellón, tiritando y balbuciendo palabras que no comprendían.

Al salir del convento de la Merced, don Juan de Bracamonte tropezó con el maestre Xaques Nicolás. Le contó los desvaríos de su hermano y le dijo la congoja de doña Uzenda. Le recordó que, meses antes, habían tratado de un pedrusco que sería origen de aquel desorden del espíritu y le rogó que salvara a Galaz.

El flamenco prometió hacerlo y reanudó su marcha. Iba cavilando. Aquello de la piedra era un ardid ingenuo de que se valían los curanderos de su tierra en casos semejantes. La locura se presentaba ante su escasa rienda como un mal recóndito, fabuloso. El mineral que imaginaban encajado en el cerebro servíales de respuesta, cuando sobre ella se les interrogaba. En Malinas y en Amberes, el maestre había asistido a operaciones fingidas, obra de embaucadores sagaces. ¿Por qué no simularla a su vez y acallar así las dudas y preguntas molestas?

Visitó a Galaz y tornó a las sangrías. El enfermo no mostraba alivio alguno, pese a las fuentes que en las piernas le abrieron. Sin resultado, el físico recetó uñas de tapir, que defienden de las acechanzas del ángel perverso. Ante la ineficacia de hierbas y pomadas, el alcalde de la Hermandad y la viuda de Bracamonte le urgieron para que arrancara de cuajo el cuerpo dañoso.

Maestre Xaques aparejó un instrumental quirúrgico capaz de amedrentar al más valiente. Vistió un jubón fúnebre y colgó de su cuello una ristra de muelas horadadas. En el sombrero, sujetó una vieja moneda romana y algunas medallitas de plomo de San Lucas, San Cosme y San Damián. Muy de mañana, llamó con su ayudante a la casa de la Plazuela de San Francisco.

Allí le esperaban Violante, don Juan y doña Uzenda. La viuda asistiría también a la operación. Obstinadamente, habíase negado a visitar a su sobrino desde la noche del embrujo. Teníale por un ser nefando. Al alba, en la altura del desvelo, cuando oía su aullar estridente, se signaba y santiguaba y, escasa de ropas, desnudos los pies y el pecho tremante, se levantaba a posar los labios en las llagas teñidas de San Roque. Después enviaba a una de sus negras para que apaciguara al rebelde. Nadie le quitaba del magín la idea de que el joven era presa de Lucifer. En una ocasión, mencionó ante el alcalde la palabra exorcismo, pero en voz baja, entre chichisbeos confusos. El pánico inquisitorial le erizaba los cabellos. En el primer navío, mandó a Mergelina de vuelta a España. No deseaba querellas con el Santo Oficio. Sólo de pensar en él, poníasele la carne de gallina y el estrado hedía a quemadero de infieles. Al acostarse, tardaba una hora en conciliar el sueño. Cirios verdes y corozas engrudadas, con llamas y aspas amarillas, paseaban en muda procesión por su aposento.

Por eso, aquello del guijarro satánico había hallado en ella el más denodado defensor y el más curioso espía. Ni ungüentos ni potingues —meditaba—: una piedra del Orco, bajo la cual se agazapaba un diablillo cruel. Una cosa son las tercianas y otra las calenturas del Infierno.

A las ocho, cuando el charlatán se asomó a su lecho, Galaz dormía. En un bufete, maestre Xaques distribuyó sus instrumentos: cauterios, sierras de cresta de gallo, una legra y un berbiquí. Serían testigos indiferentes y pomposos de su trapacería. Ni un segundo pensó en utilizarlos.

Violante despertó al paje con suavidad. A pesar de que el motivo del hechizo se desconocía, la doncella sospechaba que ella misma estaba vinculada, por ataduras de niebla, al conjuro de Mergelina. Las veces repetidas que la instaron para que revelara el propósito de sus artificios brujéales, la dueña rehusó responder, apretando los labios tercos. Se había llevado su misterio a las soledades del mar y el doncel lo escondía entre los monstruos del delirio. Doña Uzenda, que prefería no hurgar razones y ansiaba echar tierra al espinoso asunto, prohibió que se le mentara y amenazó con pena de azotes a los esclavos que difundieran el chisme por Buenos Aires.

Pero Violante hilaba conjeturas. ¿La amaría ese primo feo, ingenioso, mordaz, que la devoraba con ojos sin pestañas y recorría ávidamente la camándula que ella le diera? Jamás se le antojó pensarlo. Siempre le consideró como a un hermano extravagante y risueño. En las treguas de lucidez no le había hablado —así se lo aconsejaba un delicado instinto— ni de Alanís, ni de su pasión alerta. Y de noche, cuando se deslizaba de secreto, rozando los muros, a reunirse con su enamorado, suspiraba, apagaba el rumor de sus chapines e imponía silencio a los papagayos traidores, al cruzar el patio delante del aposento de Galaz.

Mirábale ahora, sombreado por la fiebre, todo pómulos y orejas. Largo y afilado, tenía la ceñida nobleza de una espada y hasta su nariz picuda y el cuello redondo de lienzo que rodeaba al pescuezo flaco, sugerían aristas y reflejos de empuñaduras y de gavilanes.

Sorprendióse el paje al ver tan numerosa compañía en su estancia. Nada bueno le prometía la presencia de la viuda. Iba a decir algo, mas Violante le puso el dedo en la boca y don Juan, por señas, le indicó que callara. Luego la escena fue breve. El físico afirmó una rodilla sobre el pecho del paciente y su ayudante le cogió los brazos. Extrajo el flamenco unas tijeras del bolso que al cinto llevaba y cortó algunos mechones de cabellos del mozo. Este le dejaba hacer, con los ojos desorbitados. A continuación, maestre Xaques eligió, en su escarcela, una navaja corta.

—Una estola e un cíngulo —ordenó. Doña Uzenda corrió por ellos al oratorio. Pasaron la primera por los hombros del enfermo y atáronle el segundo a la cintura. Mascullando revesados latines, púsose a operar el médico. Hincó el cuchillo en el cuero cabelludo y la sangre manó, roja y caliente. Violante alzó los brazos al cielo.

Los gritos de Galaz más parecían de bestia que de hombre.

—¡Fuera —rugía—, fuera, sacapotras!

En vano pugnaba por desasirse. Fue menester que su hermano le inmovilizara con el peso de su cuerpo. Las palabras monótonas del maestre se enderezaban a la cabeza, a los ojos, a la lengua, a los oídos, narices, brazos, piernas, corazón, vientre y riñones del maldito que pretendía purificar. Su ayudante templaba un parche en un braserillo.

El flamenco se detuvo, hipando, por recelo de que el mancebo expirase. Giró sus talones y enseñó a los presentes, sobre la palma púrpura de sangre, un canto rodado que llevara oculto en la boca.

—Hele aquí —dijo con sencillez.

La viuda se apoderó de él, codiciosamente. Sus miradas escudriñaban la penumbra del cuarto, donde Galaz sollozaba tumbado entre cortinajes. Buscaban, asustadas y afanosas, la negra silueta del vampiro tentador. El maestre cogió el parche que le tendía el aprendiz. Ibalo a pegar sobre el tajo, pero doña Uzenda le contuvo.

—Aguarde su merced y tenga piedad de mí, que yo también quiero ayudar a mi sobrino.

Sacó del seno el célebre pomo que le obsequiara el gobernador don Pedro Esteban Dávila y Enríquez y que encerraba el líquido milagroso recogido entre las vísceras de Fray Luis de Bolaños. Lentamente, con ademán casi ritual, oprimiendo su pulgar el orificio para que el santo licor no se derramara, dejó caer tres gotas en los labios de la herida.

Maestre Xaques adhirió el lienzo aglutinante a la cabeza de Galaz. En pago de sus servicios, recibió tres ovejas de Castilla y unos pantuflos de terciopelo gualda, muy traídos.

Otoño y convalecencia. Mullido sosiego arropaba la casa. Al atardecer, cuando el tiempo lo permitía, los vecinos visitaban a Galaz. La viuda chillaba de gozo. En mitad de la conversación, entornaba los ojos anegados en éxtasis y narraba la virtud de su reliquia y el alivio del paje. Los mates de plata y las jícaras de loza pasaban de mano en mano. ¡Qué dulce era, entonces, hacer la reverencia a los tertulios, con la ceremonia cortés que no pudo usar en Salamanca!

Sentado en una silla, Galaz escuchaba los cuentos. Junto a él, en su almohadón de velludo, doña Uzenda cosía una túnica de raso para San Martín. Los hermanos de la orden de San Juan de Dios acudían a observar los progresos de la obra. Desde 1635, esa comunidad se había hecho cargo de la Iglesia del Hospital, donde se guardaba la imagen del patrono de Buenos Aires.

Violante, echada en los cojines de la hamaca, atendía también o quedaba suspensa, ausentes los sentidos, mirando al cielo cárdeno.

Y era el desfile de los mismos enredos y de las mismas porfías, la madeja añosa cuyo hilo no acababa nunca. El gobernador bufaba de disgusto, porque las tapias de la Compañía de Jesús podían entorpecer la acción de los esmeriles y de los mosquetes del Fuerte San Juan Baltasar de Austria. Faltaban armas para defensa de la ciudad. Había, en los baluartes, piezas de bronce del reinado de Carlos Quinto, que Hernandarias trajo de la Asunción y que nada valían. Además, los pasadizos de ronda se derrumbaban.

Don Gaspar de Gaete daba lectura a una nueva probanza de méritos, mas la cruz de Santiago parecía cada vez más lueñe y su espejismo cada vez más turbio.

El obispo describía las rejas y pulpitos que hizo colocar en el convento benedictino de Samos, en Galicia, cuando era allí abad y la torre que levantó y los retablos que pintaron sus monjes. Se quejaba de que el techo de la Catedral de Buenos Aires estaba podrido y había murciélagos colgando de las vigas, como lámparas nefastas. Rascábase el cerquillo y comentaba:

—Yo me holgara de afianzar con puntales la morada del Señor, pero los dineros escasean. Caten que no es delgada empresa gobernar el obispado del Río de la Plata, con las ciudades de la Santísima Trinidad, Santa Fe de la Vera Cruz, San Juan de Vera e la Concepción del Río Bermejo.

Galaz sonreía débilmente. La vida florecía poco a poco, en la blanda lasitud de sus venas. La sentía crecer y golpear en los vasos, cual si llamara a su corazón.

Una hoja caía... otra hoja... otra hoja...

—¡Ave María Purísima! —decían a la puerta. Doña Uzenda dejaba el cestillo de labores y se ponía de pie. Sus enaguas se elevaban y deprimían con el andar, bajo la basquina y toda ella semejaba una fontana de revueltas ondas.

Por un momento los primos quedaban solos. Se espiaban de soslayo. Una hoja caía...

—¿Queréis un mate?

Otra hoja revoloteaba, indecisa... Otra hoja... Arriba, el cielo ceñudo y abajo el patizuelo y sus plantas, mecidas por el leve chasquido de la hamaca...

La viuda tornaba con don Enrique Enríquez y con doña Gracia de Mora.

—Esta —decía el maese de campo— es tierra provechosa para granjear sinsaborias e no para medrar favores. Enantes se compraba un solar, cabe Santo Domingo, por dos bueyes e diez pesos plata. Agora, el caballo que traigo, el mejor de la plaza es verdad, cuéstame sesenta pesos y sesenta sudores.

La sangre de Galaz se desperezaba. Leía un santoral que le diera su tía, pero sus ojos escapaban del relato de los martirios y corrían a posarse, con júbilo de pájaros, en el cuello de Violante, en sus mejillas y en el pie breve que asomaba entre los cojines.

Echábase a temblar. Se mortificaba forjando visiones infernales, con tridentes y hornos pestosos. Se hundía las uñas en las palmas.

Mandó que llevaran a su aposento el arrumbado blasón familiar que presenció su ansia pecaminosa. Así se hizo. De noche, tras de rezar el Paternóster, el doncel se esforzaba, por un cuarto de hora, en fijar ojos y mente en los cuarteles que pregonaban la claridad ejemplar de su linaje. Pensaba en Mosén Rubí de Bracamonte y en aquel don Bartolomé de Bracamonte, también de su alcurnia, de quien canta la fama que arribó al Plata con la flota de don Pedro de Mendoza y que murió peleando, como un guerrero mitológico, junto al hermano del Adelantado y al Diego Lujan que dio nombre al río. Poníase a considerar las áncoras despintadas y el mazo maltrecho. Presto se apartaba su atención. La brisa del otoño movía el cuero de su ventana.

—¡Galaz! ¡Galaz! —susurraban las hojas—. ¡Galaz! ¡Galaz de Bracamonte! ¡Que Violante pasa por tu puerta; que corre a los brazos de tu amigo! ¡Mira qué ruin fortuna la tuya!

Y él apretaba los dientes.