CABILDEOS Y VAQUERÍAS
31 de mayo de 1683. El aire tibio del otoño riza los árboles escasos. No los hay en las calles de Buenos Aires, pero asoman las copas amarillas, graciosamente, sobre el verdín de los muros.
En el Ayuntamiento, los capitulares discuten por décima vez la excomunión de don Mendo. Están allí don Gaspar de Gaete, teniente de gobernador; Juan de Mena, Hernán Suárez de Maldonado, Francisco González Pacheco, Juan de Tapia de Vargas, Juan de Vergara, Diego de Rojas y Antonio Bernalte de Linares.
El motivo de la censura eclesiástica es baladí y como la fiesta de Corpus se aproxima, los señores se observan inquietos. Es menester que los negocios de la ciudad se lleven adelante con paz y quietud y si falta el enviado del Príncipe es fácil que se tuerzan las intenciones y que se abatan los ánimos.
Una mosca se ha detenido en la frente de don Gaspar y los cabildantes siguen su paseo por la mejilla, rumbo a la nariz recia. Don Gaspar cree que conviene nombrar diputados para que pidan al obispo que alce su interdicto. Así lo piensan también aquellos señores.
Paulo Núñez, escribano, copia el acta. La mosca zumba en torno de la pluma de ganso, que va y viene del tintero al folio. Uno a uno, los alcaldes y regidores estampan la enzarzada rúbrica. El general de Tapia de Vargas saca la lengua para firmar.
Han abierto la ventana que mira a la Plaza Mayor. El humo del brasero urgía toses roncas. Los señores se arrellanan en los escaños de dosel. Es la hora del mate y del palabreo; la de la grave minucia aldeana. ¡Qué placer, entonces, dejarse llevar por la charla, como por un río manso!
El pregonero del Cabildo ha entrado con unos papeles. Trae en bandolera el atambor que abulta casi tanto como su facha pequeñita. Los funcionarios le reciben con risas y él se sienta sobre su instrumento.
Allí le interroga el alguacil mayor, González Pacheco:
—¿Y qué nuevas nos contará Su Señoría?
Pero el bufón calla y sólo acierta a rascarse, según su costumbre.
Juan de Vergara, socarrón por los cuatro costados, silba la chacona que suele cantar Rivero, para aguijarle. De nada le sirve, hasta que don Gaspar se pone de pie, con la campanilla de plata olvidada en la diestra, se llega al enano y le pregunta afablemente por la causa de esa desconocida melancolía.
El pregonero hace un pucherillo y rompe a hablar, atragantándose, con el mismo afán con que empinan el cántaro quienes sufrieron la quemadura de la sed. Su historia, confusa, entrecortada, asombra a los capitulares. ¿Galaz de Bracamonte, loco? ¿Aquél que fue paje de Su Ilustrísima? ¿Dice Rivero que mató al hijo de Juan Barragán?
Están todos de pie y rodean al enano, quien se debate sobre el tambor, pintado con las armas de la Casa de Austria.
—¡ Ay de mí —solloza el pobrecito—, la especie corre ya por Buenos Aires! ¡El capitán Sánchez Garzón, en cuya estancia buscó asilo don Galaz, ha parlamentado con el obispo y con don Mendo! ¡Los clérigos lanzan la nueva por esas calles! ¡Cátenles sus mercedes!
Tiende el índice hacia la ventana. En la extremidad opuesta de la Plaza, junto a las vallas de la Compañía, que de blancas están negras pues es hora de doctrinar esclavos, pasan el cura de la Catedral y el chantre, con hartos ademanes, llevando la noticia pasmosa en alas de sus manteos y de sus sombreros de teja.
—El capitán —prosigue Rivero— es pieza de rey. No ha desdeñado argucia para alzarse con la voluntad del gobernador. Enumeró los cargos que ha desempeñado en Buenos Aires, desde que aquí llegara, año de 1616; recordó los servicios de don Juan de Bracamonte a Su Majestad y se remontó hasta Mosén Rubí, por ablandalle. Le ha rogado que, antes de condenar, mire que se trata de un mozo que perdió la cordura.
—Mucha fogata tenía en la cabeza el Galaz y mucho viento —murmura Gaete—. Cuando Enríquez y yo le encontramos, en el Hueco de las Animas, muerto parecía. Luego se echó a disparatear y a fe que nunca oí tan extraño desconcierto. Díjome Xaques Nicolás que le había arrancado del celebro no sé qué loco guijarro.
—Tengo para mí —añade Juan de Vergara— que el solo culpable es ese viejo Garzón, que andaba inficionándole con embustes. El Dorado es cosa que dejo para el señor Policisne de Beoda y otros caballeros andantes. Aquí lo que fuera galano conquistar es que abran este desgraciado puerto de Buenos Aires y dejen mercar los cueros antes que pudran y reventemos. ¡El Dorado y la gente gigantesca no pasan de hablillas de barbería!
—Puede que El Dorado-terció prudentemente González Pacheco—, pero no los gigantes, que les hay en la Escriptura y en el Santoral, como Goliat y San Cristóbal y fuera herético negallo.
Vergara escupió en el brasero. Hubo una pausa, mientras el bufón cerraba la ventana y atizaba el rescoldo.
—Violante —dijo, alzando la frente al resplandor de la brasa—, Violante ha declarado su deseo de meterse monja. De tan llorosa y descolorida, no la conocerían sus mercedes. Doña Uzenda no cesa de gemir. Creo que la niña va a profesar en Córdoba, en el convento de San Joseph, donde es priora la madre Catalina de Sena.
Afuera sonó una campana. Otra respondió y otra. Los cabildantes se persignaron. Las cuentas de un rosario chocaron contra la mesa.
—Es una doncella hermosa —agregó, como soñando, el general Gaete—. Su madre la acariciaba y complacía con delirio. Día a día la he visto, sentada entre sus papagayos. Pudo casar con don Juan de Bracamonte y con el hijo del gobernador. Agora casará con Dios, que es el más fiel Esposo y el que sabrá cuidalla con más regalo.
Tapia de Vargas se agitó en el escaño duro: —Contad, señor pregonero, cómo han acaecido tantas desventuras.
El pícaro, clavándole los ojos, comenzó a narrar: —Su merced, señor alférez, conoce a Soledad, la paraguaya.
En la estancia de Sánchez Garzón, Galaz parecía un espectro. La primera semana rehusó, con terca insistencia, abandonar el aposento, pequeño y desnudo como una celda, que le destinara el capitán. Luego dio en pasear, cejijunto y callado, bajo el alero que rodeaba la casa. Algunos pollos de avestruz, de andar solemne y espacioso, se le acercaban sin temor. Eran bestezuelas domésticas cuya diversión consistía en curiosear doquiera, asomando a las ventanas el largo cuello y el ojo redondo.
A poco, en la noche, el mozo emprendió caminatas interminables. Dijérase que la pampa, con su perenne serenidad, ponía paz en las batallas de su espíritu. Tornaba a la casa, que señalaban las hogueras de cardos, como bañado de reposo.
Una vez se llegó al fuego, en torno al cual varios indios y gauderios conversaban. Lacharla cesó al pronto, pero como el paje permaneciera silente, el corro prosiguió escuchando a un indio viejo que narraba leyendas. Hablaba un español casi incomprensible. Decía que la Vía Láctea es un campo en el cual los ancianos de la tribu, rejuvenecidos por las llamas lústrales de la muerte, cazan ñandúes veloces.
Galaz alzó los ojos y, sobre su cabeza, vio la blanca carretera brillante. Todo el cielo era un mar de astros.
Pasaron así semanas y semanas. El mozuelo había olvidado hasta el son de su voz. Ni el capitán, con ser su amigo, logró sacarle palabra.
Alguna vez salía a caballo, por diez y más días, a la caza de ganado cimarrón. Iba en pos de los jinetes, bebiendo el aire. Delante, galopaban los gauderios duchos. El torrente de cuernos altos se encrespaba con bravura de oleaje. Se oía el silbo de las bolas arrojadizas y se veía chispear, en la extremidad de varas largas, las desjarretadoras, afiladas medialunas que cortaban las corvas de las reses. El suelo quedaba sembrado de hasta quinientos vacunos que mugían de dolor. Luego los perseguidores las degollaban y les arrancaban el cuero, pues la corambre fue la más preciosa mercancía colonial. Hacían noche donde la noche les cogía. Improvisaban un corral con las vacas o los caballos desollados y le pegaban fuego, conteniendo dentro de esa crepitante hoguera nauseabunda a las bestias encandiladas. Realizábanse así fantásticos estragos, pero era tal el número de animales sin dueño que el vaquear no conseguía diezmarlos. Aquellas partidas tenían un esplendor bárbaro. Galaz volvía de ellas deslumbrado y ahíto.
En una ocasión, por haberse acercado el paje en demasía, cuando ponían fin al lento agonizar de un caballejo zaino, un chorro de sangre, rojo y cálido, le manchó los dedos.
Palideció horriblemente. Alzó las manos goteantes y echó a correr hacia su cabalgadura. La espoleó, con afán desrazonable. Las riendas se habían teñido de púrpura y el viento parecía cargado de rubíes. De entonces en más, retornó a sus anteriores paseos solitarios.
Los meses seguían a los meses. En Buenos Aires, nadie se acordaba de Galaz de Bracamonte, el loco que apuñalara a Alanís. Doña Uzenda no se quitaba ni para dormir el hábito de Santo Domingo.
Y fue la primavera y el verano. El verano, con sus grillos y sus olores y las noches azules y la modorra y el rumor de la vida que se despereza.
Hacia los comienzos del año 1639, el pregonero del Cabildo visitó a Galaz en la estancia de Sánchez Garzón. Llevábale, de parte de su tía, uno de los loros de Violante y el viejísimo ejemplar del Flos Sanctorum que ella misma trashojara y releyera, con desganada prolijidad, en su casa pobretona, frente al Corralillo de la Hierba de Salamanca.
El enano tenía mucho que narrar. Don Mendo había resuelto reprimir a los indios feroces que salteaban caminos y asesinaban frailes, en las breñas de la laguna de Ibera, distrito de las Corrientes. El general Cristóbal de Garay y Saavedra, nieto del segundo fundador, iría al frente de las tropas reales. Se pediría socorro a las misiones de la Compañía de Jesús para extremar el escarmiento.
De aquella revuelta laguna y de sus campos anegadizos, se murmuraban ya mil cosas de maravilla. Quien en ella penetraba, perecía al punto, pues la poblaban las alimañas más rabiosas. La culebra “curiyú”, que es capaz de moler y chupar los huesos de un hombre y de tragarle de un bocado, se enrosca en las ramas que cuelgan sobre las aguas. El monstruo no muere nunca, como otro Fénix, pues cuando su esqueleto parece seco, tostado de sol y comido de gusanos y de pájaros, vésele renacer con misteriosa pujanza, cobrar carnes y cuero, moverse, estirarse, silbar y, a poco, engulle al miserable que a su alcance estuviere.
El bufón prolongaba la perorata. El loro se le había perchado en el hombro y aleteaba, azotándole una oreja. Rivero decía el alboroto provocado en la ciudad por el nombramiento de lugarteniente general a guerra con superintendencia sobre todas las justicias, hecho en la persona de don Juan Bernardo de la Cueva, por su padre, el gobernador. Sorteaba los temas diversos con habilidad de volatinero: Antonio Bernalte de Linares, el regidor, había sido apercibido por los capitulares, por faltar a los acuerdos; se designó portero del Cabildo a Luis González, con un salario anual de treinta pesos corrientes. El pregonero no omitía detalle. Hasta aludió a unas bubas que le salieran en las piernas y le tenían sobre ascuas, pues sospechaba que fuera del mal francés.
Pero Galaz no le atendía. El relato de la empresa riesgosa había despertado sus adormidas esperanzas. ¡La laguna del Ibera, con su sierpe y sus trasgos! ¡Quién sabe si bajo las ondas traidoras no levantaba sus torres de cristalería y de burbujas aquel El Dorado cuya conquista podía, sola, purificar su pasado pecador!
A la noche, a la incierta luz de un candil, abrió el santoral del licenciado Alfonso de Villegas. Había, entre los folios, algunas flores secas, irreconocibles. Los pasajes elocuentes se oscurecían con huellas de dedos y de uñas.
¡Cuántas veces, desde niño, había leído el relato de aquellas vidas graves! Dijérase que el libro del beneficiado de San Marcos tenía la virtud, como una arqueta mágica, de encerrar trozos perdidos de su existencia. Cada biografía y cada ejemplo se asociaban a episodios pasados, escondidos en su memoria. Detrás del cuadro devoto alcanzaba a divisar, como en una tela repintada, fragmentos diversos que mezclaban la piadosa narración del hagiógrafo a su vida propia. El vínculo era a menudo casual, mas no por ello menos fuerte. Así, la historia de Lázaro mendigo era inseparable de unas naranjas que hurtó, de pequeño, en la huerta familiar. Mientras recorría el capítulo que dice del alma del rico avaro penando en los Infiernos, la imagen del árbol oloroso cobraba lozanía en su imaginación. Violante le sonreía, con la falda ahuecada cual una cesta y llena de frutas. Él estaba encaramado entre el follaje y, desde allá arriba, arrojaba las naranjas redondas. Luego se veía sentadito en un rincón del estrado, por mandato de doña Uzenda. Para castigar su robo, habíale ordenado que aprendiera la historia del pordiosero y del duro mercader. También recordaba que, por la puerta entornada, su prima había hecho mofa de él, mostrándole a la distancia las naranjas inalcanzables.
Una suave melancolía le hizo suspirar.
¿No querría el Cielo lastimarse de su amargura? ¿No querría enviarle una prueba de su voluntad, una indicación más recia que toda duda? La espera se había mudado en obsesión. Su espíritu, torturado por mil insinuaciones contrarias, se debatía aguardando al viento rugiente que le arrebataría en un remolino de rayos, hermosos como banderas. Seguro estaba de que llegaría: de que esa presencia divina, marcada por un signo secreto que él debía descubrir, pondría fin a sus desventuras. ¿No era él, acaso, Galaz el predestinado?
Sus ojos se posaron en el Flos Sanctorum y, una vez más, leyó la primera frase del Prólogo: “Grande era el deseo que la Majestad de Dios Nuestro Señor tenía de que su Pueblo Israelítico, estando en el Desierto, tuviese voluntad y gana de conquistar la Tierra de Promisión, para esto dio orden, según se escribe en el Libro de los Números, cómo su caudillo y capitán Moisés enviase exploradores que la viesen y paseasen toda y, después de bien paseada y vista, truxesen la muestra de su fertilidad y abundancia con alguna fruta cogida della: para que siendo vista, codiciosos de gozar tierra tan abundosa se animasen a conquistalla y ganalla a los Paganos, que la señoreaban. Hízose así: los exploradores fueron y dando la vuelta truxeron un racimo de uvas fertilísimo atravesado en una lanza y puesto sobre sus hombros, porque era tan grande que no fue posible traelle sino desta suerte”.
Repitió en voz alta: “a conquistalla y ganalla a los Paganos...”. Un vértigo extraño le sobrecogió. Púsose de pie y, de nuevo, sin detenerse, pronunció las palabras de Villegas, como si quisiera adivinar un sentido oculto: “A conquistalla y ganalla a los Paganos... a conquistalla y ganalla a los Paganos...”.
Como respondiéndole, oyó que templaban una guitarra, allí cerca. Sigilosamente, se allegó a la ventana. Voces gruesas se pegaban a la sombra renegrida de un ombú. Y una cantó:
Santo Tomé iba un día
orillas del Paraguay,
aprendiendo el guaraní
para poder predicar.
Sus ojos, más habituados a la obscuridad, distinguieron un grupo de hombres, sentados alrededor del tañedor. A través de la enramada, temblaba un claror de estrellas:
Los jaguares y los pumas
no le hacían ningún mal,
ni los jejenes y avispas,
ni la serpiente coral.
Las chontas y motacúes
palmito y sombra le dan;
el mangangá le convida
a catar de su panal.
Santo Tomé los bendice
y bendice al Paraguay;
ya los indios guaraníes
le proclaman capitán.
El loro de Violante se despiojaba al abrigo del ombú. Era como una fruta fantástica, de cien colores, nacida por milagro en el tronco de severidad monjil. Su grita ronca quebró el hechizo: —¡Doña Mergelina está namorada! ¡Doña Mergelina está namorada!
Calló el cantor nocturno y sus compañeros se levantaron con risotadas. Luego dieron en perseguir al pajarraco insolente. El ave huía hacia la copa del árbol centenario, por las ramas retorcidas como raíces.
Galaz, con los dientes apretados hasta sentir que un hilillo de sangre le manchaba la boca, buscaba anhelosamente la trabazón de prodigio que juntaría aquellas tres señales: la Tierra Prometida que era menester ganar a los paganos; el Paraguay, indicado como un derrotero de santidad y, por último, la terrible pujanza de su pecado que se interponía ante la posible revelación.
Entretanto, en lo más alto del ombú, el papagayo encrespaba la mansedumbre del aire con su grito de guerra: —¡Doña Mergelina está namorada! ¡Doña Mergelina está namorada!
Una estrella cayó en el horizonte. En la negrura pavorosa, dibujó una huella metálica, similar a la de los aceros corvos blandidos en los combates.