EL PAJE DEL OBISPO

Galaz cruzó de puntillas los tres patios. El tufo de las cocinas episcopales le perseguía. Un sol candente resquebrajaba los muros. Cantaba una cigarra. Los naranjos echaban lumbre y bajo sus copas encendidas crecía el rumor de las abejas. El perfume de las magnolias hacía las veces de sahumerio agobiante. De cuando en cuando, en las tapias vencidas, temblaba un jazmín.

El paje respiró hondo y se deslizó, a somormujo, entre los aposentos de los capellanes. Hurtaba el cuerpo a la luz. En sus manos resplandecía un calabacín con el mate del obispo.

Casi topó con un negro, medio ciego y medio tullido, que dormitaba junto a un tinajón. Era un esclavo. Manojos de cruces y de escapularios le colgaban del pecho. De su diestra pendía un rosario de cuentas gordas. Una hebra de hormigas le zurcía los pies.

Galaz se llegó medrosamente a la puerta del prelado. Se asomó a ella muy pasito. Silencio. Pozo de sombras. En la oscuridad caliente, avizoró la cabeza blanca de su amo. Naufragaba en el oleaje de papelería que colmaba el amplio bufete. Su soplo agudo mecía la estancia. Sonaba acaso con la pasada majestad de su abadía de San Julián de Samos, en Galicia, porque a las veces enarcaba las cejas autoritarias.

El doncel puso el brebaje sobre el Evangelio abierto. Con el aventador de fibras, ahuyentó las moscas posadas en la tonsura del obispo. Luego llamó sovoz: “¡Tominejo! ¡Tente en el aire! ¡Tente en el aire!”.

En un ángulo de la cuadra se alzó un zumbar de rueca diminuta. Una flecha rasgó el espacio, denso de olores antiguos. La habitación entera —la librería opaca y los muebles torvos— pareció desperezarse. Hasta Su Ilustrísima se movió, con un crujir de pergaminos estrujados. El picaflor de Fray Cristóbal, como resorte pequeñísimo, empujaba las sombras arracimadas en los rincones. Batió las alas y hundió el pico en el vaso de almíbar que le tendiera el mozo. Este lo acariciaba: “¡Tominejo! ¡Tominejo!”.

Fuera, el abrazo del cielo enorme ahogaba a la ciudad. Buenos Aires, ebria de modorra, perdía el aliento, junto al río en llamas.

Verano. Dos de la tarde. Hora de siesta.

Galaz era amigo de dar aire a la lengua. De haber nacido en Madrid, hubiera espulgado los días ociosos contando imaginaciones en la puerta de Guadalajara o en las gradas de San Felipe. Pero en aquel mal llamado Palacio Episcopal del Río de la Plata, la ocasión de reír y de bufonearse se escurría. El obispo no toleraba otras voces, cuando levantaba la suya. La servidumbre sabía sus relatos como el Paternóster: sobre todo aquel que decía de cuando enarboló el crucifijo por estandarte, en Villa Rica del Espíritu Santo, para acaudillar a los vecinos contra tupíes y mamelucos. Centenares de veces, pajes y negros habían presenciado la escena. Fray Cristóbal la representaba con visajes furibundos, arregazándose el hábito y blandiendo una vara que de propósito tenía a mano. Bastaba que una persona de autoridad llegara a Buenos Aires, para que a poco el prelado la acogiera en su audiencia y la endilgara el heroico episodio. El benedictino arañaba ya los ochenta y comenzaba a turbársele la memoria.

—Su memoria es flaca, mas no su ánimo —murmuraban los pajes—, que lleva descomulgados a dos gobernadores.

Cuando el sueño y el calor amenguaban el temple del obispo, Galaz se escabullía, prefiriendo el sol rabioso de la Plaza a la sombra beata que desfallecía entre los muros del casón.

Se detuvo en el portal del Palacio. Dobló el busto, con zalema chocarrera, delante de la tabla que mostraba, pintarrajeadas por un guaraní de las misiones, las armas de Fray Cristóbal de Aresti.

La Plaza Mayor le arrojó a la cara su aliento de fuego. Se cubrió los ojos.

Trozo de pampa, custodiado por las casucas de nombre magnífico y real pobreza, era la Plaza Mayor de Buenos Aires. Espía del llano. Había quedado en su puesto, frente al río enemigo, entre los invasores, mientras que la verdadera pampa, su hermana, retrocedía más allá de las chacras del ejido y de sus cardos azules. Pero era tal su aspereza que, en cualquier noche de viento y de alucinación, sacudiendo las cercas miserables que la trababan, escaparía por las calles absortas, con remolinos de maleza y de barro, hacia las anchas planicies quietas que llenaba el ganado cerril.

El sol hallaba en ella lugar de refocilo. Colchón de tierra. Cobertor de polvo. Nadie le disputaría lecho tan desnudo. Contados se arriesgaban, en tardes de verano como aquella, por el seco herbaz.

En su centro mismo, cuatro o cinco carretas tendían los maderos y la lanza al aire. Bueyes desuncidos pastaban en torno. Ni la brisa más ligera inquietaba a los cipreses y al gran pino de Castilla, que asomaban sus corozas pardas sobre el vallado de la Compañía de Jesús.

Millares de langostas cubrían la Plaza. Por doquier, saltaban láminas de reflejos irisados. Cuatro días antes, en el altar de las Once Mil Vírgenes del Convento de San Francisco, habían comenzado las preces para alejar su daño. Por la mañana, el cabildo, la clerecía y los cofrades dieron la vuelta al hosco descampado, con cera y pendones. Iban en procesión, tras el palio de rúan bamboleante. Encima, el incienso improvisaba otro dosel de gasas voladeras. Las letanías se elevaron en el aire inmóvil. Pero el cielo permanecía mudo y la plaga terrible caía sobre la ciudad con denuedo de castigo divino.

Una langosta golpeó los robles y las calderas del blasón episcopal con sus alas membranosas. El mancebo se hundió el birrete arcaico de una puñada. Picábale el jubón de terciopelo, cual si estuviera aforrado de sabandijas y liendres. La daga corta, de ganchos revueltos como bigotes próceres, le azotaba los muslos. Echó calle abajo, rozando las paredes, desprendiendo aquí y allá, con los dedos huesudos, algún caracol de las tapias.

Era magro hasta el disparate. Vestía ropas deshilachadas, de mezcla, pero sus colorines, palidecidos por los años, no destacaban ya. En aquel conjunto estrafalario —larga nariz, cabello pajizo, boca que en algún día de ayuno había devorado los labios— los ojos verdes, sagaces, rápidos, guiñadores, rezumaban inteligencia.

Caminaba a trancos. Su sombra, erizada de puntas en los hombros, en los codos y en las rodillas, se derramaba sobre los lienzos de pared. Cuando Galaz se detenía, quedaba adherida a la cal del muro próximo, como una panoplia jamás vista. Luego —langosta gigantesca, entre las que colmaban la Plaza— partía a saltos, sorteando los baches del camino.

A la que llegaba a la Catedral, unos pordioseros le estiraron la palma pringosa. Hacíanlo por fuerza de costumbre que, de haberle mirado bien, le hubieran dejado seguir sin importunarle. Una vieja cegata, algo agitanada, fue más allá. En medio del sopor que la entorpecía, advirtió que alguien pasaba y sin parar mientes en si eran calzas o guardainfante, ceceó un romancico de buenaventura:

Cara buena, cara linda,

cara de Pascua florida.

Dios te pague la limosna,

cara de señora hidalga.

Dos veces te casarás,

las dos muy enamorada

y dos hijos muy hermosos

tendrás de recién casada...

Galaz rió sonoramente, con los puños en los ijares. La desgarbada pluma del birrete le danzaba sobre la cabeza.

—Yo os agradezco el buen deseo, madre mía, pero no me negaréis que es empresa difícil llevallo a término seguro.

Aquella risa penetró como antorcha en la niebla de sueños que envolvía a los limosneros. Más despabilada, la vieja gritó, remedando la jerga de los egipcianos de España:

—¡Quisiá verte como el trigo en la tajona, Galaz, ñora en tal! ¡Así te muerdan garrapatas y chinches!

El doncel se alongó unos pasos, muy resoluto, sin dignarse a enlazar conversación. Con el meneo de su cuerpo y la pesada lentitud que ponía para arrastrar los pies, imitaba el andar del obispo, enfermo de gota.

Los mendigos entendieron la mofa y agitaron harapos y parches. El silencio se destrozó en carcajadas y en insultos de germanía. Uno golpeó la escudilla de estaño contra el cayado, como un pandero. Varios canes, de aquellos que a toda hora y en todo lugar merodeaban por Buenos Aires, rompieron a ladrar quejosamente. El perrero de la Catedral entreabrió un postigo, receloso. Pero el calor tenaz, que parecía presto a derribar el Fuerte, los conventos y la aldea, no toleró la prolongación de tales bullangas. Unos segundos después, la calma más absoluta, más sofocante, tornaba a adueñarse de la Plaza Mayor. Los perros, flacos, hambrientos, desesperados, haz de costillas, sin linaje ni domicilio posible, huían, cortando el suelo con la navaja afilada de su sombra.

Voces de bienvenida hicieron que el doncel apretara el paso. Salían de una casa linde con la iglesia de la Compañía de Jesús, calle en medio, en uno de los solares que Juan de Garay se reservara al fundar la ciudad. Casa que perteneció al misterioso Bernardo Sánchez, apodado “el Gran Pecador” o “el Hermano Pecador” y que a la sazón habitaba su hijo y heredero.

En el zaguán, dos mancebos que aún no habían entrado en veinte años, esperaban. El más alto se torcía en reverencias. A medida que se aproximaba, el paje oía su pregón gangoso:

—¡Salud, don Galaz, báculo y mitra! ¡Salud, don Galaz de Bracamonte, Mosén Rubí de Bracamonte, almirante de Francia y confaloniero del obispo deste obispado! ¡Honráis nuestro tabuco, señor de Bracamonte!

Y luego, ya casi encima: —¡De plata, con una cabria de sable, acompañada en el cantón siniestro del jefe, de un mazo del mismo color!

El aludido saludó a su turno y terminó la descripción heráldica: —Bordura de azur, con ocho áncoras de oro, que es Bracamonte. ¡Ocho áncoras de hierro quisiera yo para atar vuestra lengua deslenguada, señor Pedro Martínez!

El mestizo sonrió, mostrando los dientes. Sus compañeros le conocían bien. Placíanle sobremanera el aparato relumbrón, los títulos, la pompa genealógica. Aguardaba con nervioso afán el arribo, cada vez más espaciado, de los navíos peninsulares. A su llegada, se daba maña para anudar conversación con los viajeros y pescar noticias y pormenores de Madrid, de la Corte, del trajín de Palacio y sus camarillas. Lo poco que acumulaba, hacía sus delicias hasta la cosecha venidera. Durante semanas, iba por la ciudad, insinuándose en los corros de gente grave, para sembrar enfermedades de príncipes, fiestas de la Grandeza, secretos de embajadores y qué joyas lució el Conde Duque en la última lidia de toros y cómo se atavió la reina Doña Isabel de Borbón, para asistir a tal comedia. Hacíase apellidar Pedro Martínez y Portocarrero. Distraídamente, acoplábase el “Don” nobiliario. Nadie curaba de dónde había descolgado abolengo tan magnífico. Galaz solía explicar que vivía hinchando palabras y remontando nombres y que el empeño que le movía hacia las naves lo tenía de antiguo y de sangre, pues uno de sus mayores había acarreado en el puerto, lo que justificaba su altísono Portocarrero.

Aliñaba con cierto melindre la estampa airosa, cogida de cintura. Maguer que caminaba con el busto erguido y la mano en la cadera, por afectar autoridad, su faz de ceniza y sus ojos oblicuos delataban la esquiveza y el temor. El desenfado de Bracamonte le suspendía. Gustoso hubiera entregado la gracia pulcra de su talle a cambio de ser como él: audaz, sutil, amigo de muchos, dueño de una seguridad racial que defendía, a modo de broquel inviolable, sus largos miembros grotescos.

El tercer mozo era el nieto del Hermano Pecador, Alanís Sánchez. Al observarle, acariciaba la atención la calidad de su cabello. Rubio y transparente, como hebras de metal intangible, le nimbaba de un resplandor desvaído. Comunicaba a su persona un prestigio casi irreal, casi legendario, semejante al de aquellos que nacieron para llevar coronas ilustres y vieron agostar sus lozanías en las lobregueces de una cárcel. Dijérase que los cabellos eran la llama pálida, trémula, de una brasa interior, ya sin fuerzas, que le lamía el pecho. Las pupilas —carbones negros— activaban aquel rescoldo moribundo.

A diferencia de sus compañeros, era parco en el hablar. No se gloriaba de agudeza de ingenio, como el paje del obispo, ni aspiraba a la retórica opulenta, como el aprendiz de cortesano. Le agradaba escucharles. A la de veces, intervenía en sus reyertas, para aplacar las pullas socarronas de Galaz, quien se ensañaba con el mestizo. Pedro achacaba su morriña a brumosos antecedentes aristocráticos. Bracamonte, que desde niño le había cobrado gran voluntad, culpaba de su humor a las rimas poéticas que de continuo le bailaban en el magín.

Un lazo estrechísimo le ligaba a sus camaradas. Era éste la afición de leer crónicas fantasiosas de amor, de guerra y de aventura. En tanto que los otros dos volcaban su pasión en voz y en grito, azuzando a los personajes, cual si el héroe fuera a abalanzarse de las tapas, todo armado, y a romper aceros entre los lectores, él domeñaba la agitación que le conmovía y se tornaba más extraño aún, más soledoso. Sus ojos quemaban entonces.

Aquella tarde, el rigor del aire les empujó hacia los aposentos. Atravesaron varios, antes de alcanzar el de Alanís. Anchas cámaras cuadradas, de muros jalbegados. Sus puertas abrían a patios que mojaba la penumbra de los frutales. El lujo interior formaba contraste con la sencillez monda que por de fuera exhibían las paredes. Había allí muebles tallados en maderas del Iguazú, con vaquetas de fina labor indígena. El sándalo aromático, el peteribí, el Jacaranda, la caoba y el cedro, llegados del Paraguay por los ríos solemnes, se henchían en bufetes ventrudos, se asentaban en sillas fraileras de duro espaldar, se ahinojaban en arcas y en camoncillos o se alzaban y torcían en armarios colosales. Numerosas tablas de devoción dejaban flotar, en la sombra turbia como agua de ciénaga, alguna mano de eremita, desmayadamente azulina, o alguna corona de Virgen, tronchada, con sus piedras de colores, del manto rígido.

Sobre el último patio, allende la huerta, atisbaba el ventanuco de Alanís. Pintoresco desorden trastornaba la alcoba. Media docena de escabeles desvencijados gemían bajo el peso de libros que encima había apilado el dueño. Desprendíase de ellos pegajoso olor de tintas y de vitelas.

Una lagartija escapó entre las piernas de los recién venidos. Al pasar, echó por tierra una columna de papeles borrajeados.

—Esta alimania —exclamó el mestizo, mirando al soslayo— me brinda a la memoria la persona del general don Gaspar de Gaete, que ansí quisiera traer eternamente un lagarto cosido en el ferreruelo, como yo ser el Preste Juan de las Indias.

—¿Qué disparates son ésos, por vida del Rey? —inquirió asombrado el paje.

—Digo que los caballeros de la Orden de Santiago llevan una espadilla roja que es el “rico” o “lagarto”. Y como no ignoráis que va para cuatro y cinco años que el señor general escribe y envía memorias y probanzas a Su Majestad, porque en pago de sus servicios le conceda un hábito, se me antojó agora esta imagen.

—A mí —repuso Bracamonte— se me antoja ésta: y es que aquesa lagartija que ha huido disimulándose, tras de desvolver los manuscriptos de Alanís, parece a ciertas gentes curiosas que se dan maña para trastornar lo que no les atañe y que toman las calzas de Villadiego, cuando son sorprendidas con el hocico en ajenos negocios.

Iban a proseguir querellándose, mas Alanís les ofreció sobre las palmas un libro abierto. Pedro Martínez deletreó: Aquí comienza el primero libro del esforzado et virtuoso Caballero Amadís, hijo del rey Perlón de Gaula y de la reina Elisena...

Quedaron embobados. Galaz cogió con reverencia el volumen añoso y lo puso sobre su cabeza, como si fuera una cédula del Señor Felipe IV.

El mestizo balbuceó: —¿De dónde diablos habéis habido...? —No le dejaron continuar. Poco importaba el origen de aquel tesoro.

Galaz empezó la lectura: No muchos años después de la pasión de nostro Señor e Salvador Jesucristo, fue un rey cristiano en la Pequeña Bretaña, por nombre llamado Garínter...

Confuso bordoneo de moscas prestaba a su voz un fondo de cuerdas bajas... Pedro las espantaba con el birrete del paje.

Hasta las seis de la tarde permanecieron en el zaquizamí. Se turnaban para leer. Volteaban y confundían los folios muy sobados, muy grasientos. Perdían el habla por segundos. Desdeñaban algunas páginas, que se les antojaban menos sabrosas, para topar de nuevo con el paladín, más adelante. El príncipe de Gaula les daba acicate. Siguiéronle sin cejar, despeñándose en desfiladeros de discursos y volando en nubes de amoroso deliquio. Y todo fue batallas de gigantes y ruegos de doncellas, torneos y desafíos, requiebros y encantamientos. Saboreaban los nombres peregrinos con énfasis goloso, cual si cataran pulpas desconocidas: Arcalaus, Beltenebros, Sobradisa, la ínsula Firme, el acero de Tartaria y el Lago Ferviente.

Cuando, exhaustos, roncos, alborotado el cabello, dañándoles el demasiado imaginar como una llaga, se resignaron a cerrar el libraco, Pedro contrahacía la fabla revesada del Doncel del Mar, Galaz soterraba el puñal en las entrañas de la sombra y el nieto del Pecador, echado de largo a largo en la cuja, forjaba nuevos donaires y nuevos extravíos.

Un tañido de campanas se clavó en las sienes del paje. Pensó que el obispo habría despertado y habría recorrido ya, en su búsqueda, el Palacio entero, desde la audiencia hasta las despensillas. Sin decir palabra, partió atropelladamente. Salvó de carrera la corta distancia que le separaba de la casona. De camino, iba canturriando los versos que Amadís compuso para Leonoreta, hermana de Oriana la Sin Par. Aquellos que dicen:

De todas las que yo veo

no deseo

servir a otra sino a vos.

Bien veo que mi deseo

es devaneo...

El sol se batía en retirada. Un vientecico tímido, cargado del perfume de las magnolias, oreaba la Plaza. Grupos de gentes tomaban el fresco en las puertas. Otras sacaban sillas al patio. Galaz advertía a escape el pecho lustroso de una negra, o un mate de plata en unas manos adormecidas, o el rosario de una persona principal. Tal era su ofuscamiento que a punto estuvo de derribar a una compañía de galanes, que acudía a dar serenata a una vecina. Abría la marcha un rapaz barbero con una guitarra.

Para espolearse, el paje lanzaba el grito victorioso: “¡Gaula! ¡Gaula! ¡Que soy Amadís!”. Un mosquito le picó la frente.