EL OBISPO Y LAS GALLINAS
Pasadas las cinco, comenzó a llegar, a pie o cabalgando, rara vez en silla de manos, gran concurso de gente. Estaba allí la prez granada de Buenos Aires. Traía adherida al traje y a los movimientos, como pátina sutil, la dejadez de la siesta. Algunos chicuelos legañosos habían acudido al olor del regocijo. Embarazaban el zaguán, suplicando: “¡Apare limosna! ¡Por su salusita, seor gentilhombre, apare limosna!”.
Hacía una hora que vaheaban los pebeteros en el casón. Doña Uzenda quemaba en ellos el bálsamo del Brasil, que los guaraníes de las misiones obtenían del copal de grueso tronco.
Era el estrado una cuadra grande, rectangular, sin Ventanaje, iluminada apenas. Por la puerta que abría al patio, velada de hojas y brotes, penetraba el aire tibio de la tarde. Muebles macizos obstruían el aposento. El vapor del sahumerio los ceñía de algodones. En la testera, sobre un bufetillo, un Cristo lloraba lágrimas de carey. Colgaban encima dos retratos, tan ahumados por los cirios, tan atenuados por la espesa neblina fragante y, finalmente, de tan burda calidad, que lo único que de ellos se alcanzaba eran los zapatos y las medias. Inscripciones de ortografía dudosa ilustraban sobre el linaje de los modelos. Pero bastaba apreciar las botas y el galgo cazador del uno, para saber que se trataba de don Bartolomé de Bracamonte y el calzado con rosetas de encaje y las medias de pelo del otro, amén del mulatillo que en un ángulo de la tela le tenía los guantes de gamuza, voceaban que aquél era su hermano, don Juan, el de Indias.
Hacia el fondo, hallábanse los cuadros religiosos. La luz mortecina de las velas los pintaba y despintaba. Eran de San Blas, abogado del mal de garganta; de Santa Bárbara, auxiliadora contra truenos y tormentas; de San Roque, purificador de pestilencias, y de Santa Águeda, socorro de los pechos y que estaba representada sonriente, aniñada, dulzona, peinada a la manera española, con dos muñones en el seno y los pechos servidos en una bandeja, como frutas.
Una alfombra de tres ruedas, muy hollada, cubría las grietas del suelo. Sentada encima, sobre una almohada, se pavoneaba doña Uzenda. Sus caderas desbordaban en el terciopelo moribundo. En el cabello habíase anudado una lazada de colonia. Vestía de luto e impresionaba, de tan monumental, cual un catafalco, o cual un palafrén con gualdrapa fúnebre. Aquella majestad de túmulo patricio, las voces confidenciales, el olor del benjuí, contribuían a crear una atmósfera asfixiante de velatorio. Delante de la viuda, fulgían los bronces de un brasero lleno de ceniza. El bisbiseo de las señoras chisporroteaba alrededor. Los abanicos no se daban reposo.
Los caballeros permanecían en el patio. Les recibía el alcalde de la Hermandad, más lelo que nunca. De vez en vez, encubriéndose, bostezaba y se hacía cruces sobre los labios.
Y del patio a la casa, gobernados como títeres de retablo por los párpados de la dueña, los negros llevaban y traían sin cesar, perfumados azafates de plata de Lima, con barquillos, con calabazas de mate, con agua y con aloja, con orejones hechos a cuchillo por mano diestra de esclavas, con fruta seca y verde. Se ponían de hinojos para ofrecerlos. Así lo que quería el orgullo de doña Uzenda.
Doña Polonia de Izarra se quejó de dolor de dientes. Su esposo, el general de Gaete, que a través del follaje oyó su plañir inconfundible, exclamó con tono desabrido:
—No paren mientes en ella vuesarcedes. Todo es llorar y mojigatería por quequiera.
Pero las damas, golosas de enfermedades, echáronse a discurrir sobre el mal, como si paladearan confituras de monjas.
Doña Ana María Naharro de Castro mantuvo que si se coloca una ristra de aceitunas horadadas en el cuello, la inflamación mengua y el padecer se rinde. Doña Inés Romero de Santa Cruz fue más lejos. Conocía —y su voz prudente se desmenuzaba en cuchicheos— el ensalmo de don Francisco de Aguirre, aquel valeroso capitán de la guerra de Arauco que renunció a sus hechicerías ante el Santo Oficio. Dijo, en forma casi inaudible, rogando por Dios que no las publicaran y protestando de su Bondad, las letras que era menester escribir en un asiento y la suerte de daga que sobre ellas había que clavar de punta, para que no se frustrara el conjuro.
Alborotóse el cotarro. La viuda miró hacia el patio, desconfiada. El hábito blanco de un dominico tapaba la puerta.
Doña Inés prosiguió, después de una pausa, con mil sales:
—No sé cómo vuesa merced, señora Uzenda, corre el albur de guardar en sus aposentos cirios apagados. Yo, en cuanto mato la luz de uno, lo envío al trascorral. El humo de cirios daña a las mujeres en preñez.
Una de las velas, que en cumplimiento de votos alumbraba la imagen de San Roque, habíase extinguido. En lugar de la llama, un airón finísimo y grisáceo crecía hacia las pústulas de oro.
En notándolo, una dama se alzó del grupo, con gran tintineo de dijes. Corrió entre las almohadas, para sofocar la columnilla vacilante. Era cincuentona, boquisumida, la tez quebrada. Llamábase Gracia de Mora. No tuvo hijos en su juventud. Menos podía esperarlos en lo desapacible de la otoñada. Siempre andaba con arrumacos y ríos y anillos de doncellica. Había nacido en Vianna do Castello, mas prefería que no se le hablara de Portugal. De allí también era su marido, Sebastián Gómez. Poco a poco, valiéndose con derroche del arte adulatoria, habíase insinuado entre aquellas matronas, hasta que éstas aceptaron su compañía. Pero doña Gracia no ignoraba que su posición era incierta y, para resguardarse, elevaba a diario bastiones costosos. Ora mandaba a una hidalga tres o cuatro metros de tela de alcarchofada, producto de contrabandos equívocos con negreros de Angola; ora unos zapatos de tacón alto, a la de más allá; ora un bote de sebillo que tersaba la piel, o una receta de guisados andaluces; cazuela de berenjenas y cuajarejos de cabritos. Tenía la sonrisa sobre la boca, como una mascarilla. Se esforzaba por dominar los cabeceos de su idioma natal y sólo conseguía modular una jerga melosa, contoneada, suspirante, castellano de hamaca y de serrallo.
Volvió con el cirio. Sobre el pabilo, apretaba sus manos exornadas de sortijas.
La conversación oscilaba, titubeaba. Con todo barrían los ventalles. Iniciábase un tema para dejarlo en breve. Ya eran noticias espeluznantes de piratas de Bahía, que doña Gracia comentaba con palmoteos y chillidos. Ya era una portuguesa cuyo judaísmo se presumía, porque cambiaba de camisa los sábados y porque traía al cuello una sarta con doce medallitas y doce son las tribus de Israel. Ya se aludía a las langostas y a las reyertas de los mestizos y a unos polvillos milagrosos que curaron de tercianas a la condesa de Chinchón, virreina del Perú.
Una negra anunció al obispo. Todas se pusieron de pie, para darle el bienvenido. Hubo un ludir ligero de faldas de tafetán que hacían pompa. Doña Uzenda tocó con los labios el guante morado, a medio descalzar. Las demás hicieron lo mismo, por su turno. Violante, que había permanecido aislada de la parleta, acudió al besamanos. Caminaba como hembra de alcurnia, sin esfuerzo y sin afectación, guiando a las maravillas su abultado guardainfante entre los taburetes esparcidos.
Fray Cristóbal avanzó hasta uno de los sillones de vaqueta que le apercibieron. Se apoyaba en el hombro de Galaz de Bracamonte. Cada paso le arrancaba un rezongo y le convulsionaba el cuerpo. Derribóse en los cojines y pidió agua. El paje le arropó las piernas con un cuero de vicuña, que se aconsejaba para mitigar los achaques gotosos. El prelado tenía manos y rostro como de piedra pulimentada. Era cenceño, de quijadas salientes. Una barbilla le prolongaba la faz. De tan espiritual y alabastrino, evocaba las estatuas orantes que coronan los sepulcros nobles.
Los señores abandonaron el patio, por cortesía. A su entrada, la habitación resonó con zapatones y espuelas.
Excepción hecha del almirante Luis de Aresti, sobrino del obispo, del cura rector de la Catedral y del arcediano, el resto alimentaba enojos diversos a los que diera pábulo el ánimo quisquilloso del benedictino.
El general don Gaspar de Gaete, don Enrique Enríquez, Juan Barragán, padre de Alanís Sánchez y el mayordomo del Hospital, Hernán Suárez de Maldonado, formaron un grupo, bajo los retratos. Eran, todos ellos, hermosos tipos raciales. El sol y el viento de las estancias, en el pago de la Matanza o el de la Magdalena, les habían curtido la piel. Las palmas tenían callosas del roce de la brida y de andar entre jiferos, haciendo en ocasiones su oficio, para adiestrar a los bisonos y enseñarles cómo ha de hincarse la faca, para desollar la res cumplidamente.
El general usaba el cabello corto, a la antigua. Su esposa le había obligado a colocarse una gorguera atiesada, encañonada, como las que se gastaban en tiempos de Felipe III. Movía la cabeza con dificultad. Parecía que se la hubieran tronchado y que reposara, lívida, en absurda bandeja de bolillos. Hacía ya media hora que trataba de explicar una invención curiosa de un jesuita y se enmarañaba en laberintos.
—El papel de sellos —remachó— es el papel de sellos... ¡Entiéndalo el Padre Salazar, que lo concibió! ¡Cosas de Madrid, os digo! ¡Argucias de salteador o puntos menos! ¿Queréis comprar o vender, recibir o traspasar, pretender, solicitar o requerir? Ahí tenéis el papel sellado, con letrero, escudo y orla. De precio vario lo hay, disparatado siempre, según la solicitud que agita vuestra pluma. Vosotros pagáis, corderillos, y el Conde Duque se despatarra en su trono de imperante...
Por segunda vez, doña Uzenda dio muestras de recelo. No le agradaba que en su estrado se barajase política.
Y doña Gracia, la portuguesa, sacando la lengua y mordiendo la punta:
—¡Ay, general don Gaspar! ¿Cómo nao se va arriedro vosa señoría, falando de la guisa en casa de Bracamonte? ¿No cae en cuenta del trato que le unió a don Bartolomé?
Las miradas de los presentes se posaron en las botas del lienzo. La viuda hizo punto de honra en defender a Olivares. Calor delicioso le acariciaba las entrañas, como si acabara de catar un vino linajudo. La fábula de la amistad del valido había hecho carne en ella también. Gaete se aturrulló. Dos fuerzas combatían en la intimidad de su fuero: la que le picaba contra el Conde Duque, cuya omnipotencia celaba, y la que le advertía que fuera prudente. La espadilla de la ansiada Orden de Santiago dividía sus pasiones, como fiel de balanza.
Pero el obispo levantó la diestra. No había dicho palabra todavía. Por la estancia, corrió el presentimiento de que el relato de todos escuchado y resabido estaba en puertas.
—Se me alcanza —recitó Fray Cristóbal— que debemos cumplir la pragmática sin criticalla. Si es menester pagar papeles, pagallos, que ansí lo quiere la grandeza del reino. Son zarandajas, pequeñeces. Yo no he titubeado, loado sea Dios, os lo prometo “in verbo sacerdotis”, cuando me tocó cumplir como correspondía. Y aquello no era meter mano a la bolsa por maravedíes. En la provincia de Guayrá, diócesis del Paraguay, los mamelucos pusieron asedio rigoroso a Villa Rica del Espíritu Santo, y yo, manso apacentador de ganado divino...
Disfrazando la intención, los caballeros tornaron al patio. Las damas departían con recato, escondiéndose tras el ruedo del soplillo. Galaz, Violante y Alanís, quien se había colado en la cuadra, platicaban en un escaño. Mergelina rondaba las cercanías. Sus tocas no podían apartarse de la doncella. Y el obispo continuaba, arrebolados los carrillos de heroísmo, sin más auditorio femenil que doña Uzenda. El dominico, el arcediano y el cura hacían que le atendían, aprobando a destiempo. El almirante y el de la Hermandad marcaban su presencia con ronquidos sordos.
En mitad del cuento, una negrilla despavorida asomó la jeta y los pendientes.
—Siñola, ta el gobelnadol.
Los ventalles se detuvieron a un tiempo. Un abanico de baraja tumbó sus varillas a diestro y a siniestro. El prelado paró de narrar.
La viuda lanzó una mirada agónica hacia la puerta. No había previsto tal aprieto. ¡El obispo del Río de la Plata y el gobernador de Buenos Aires! ¡El gobernador recién excomulgado y el obispo por que le había puesto en tablillas! ¡La pólvora y el candil! ¡Ambos en su casa, en su estrado! Oprimente ahoguío le trabó la lengua. Quiso expresar que esperaba la visita del funcionario para más tarde. Sólo atinó a articular:
—Tenedle vos, Olalla. Pedidle que aguarde.
—Ya vo, siñola, Jesú, facémolo como lo mandas.
Doña Uzenda se postró casi a los pies de Fray Cristóbal. Este, que en su chochez no comprendía su frenesí, buscó de alzar a la gruesa dama que ante él derramaba carnes y brocados. Se lo estorbó la hinchazón de las articulaciones. Cogióse entonces la pierna dolorida y la frotó tristemente. Pero allí estaban su sobrino y los Bracamonte y Juan Barragán y el general y el arcediano. Le arrebujaron en su manteo. Le tendieron el sombrero de canal. Cargaron con él, pese a sus protestas, aplacándole con explicaciones apremiadas y desrazonables. Por patios y corrales, sacáronle en andas de la finca. Las damas le echaban aire con los abanicos. El halcón tucumano encrespó el plumaje en su percha. Un loro despertó para desentonar: “¡Doña Mergelina está namorada!”. La viuda salía de un soponcio para caer en otro. Rezaba entre dientes. Gimoteaba: “¡Ilustrísimo Señor! ¡Ilustrísimo Señor!”.
Volvió la comitiva alterada. En un segundo compusiéronse los semblantes, sosegáronse las golillas y aderezáronse las ropas. La resina del copal tejía doradas volutas.
—Rogad a don Mendo que pase —dijo doña Uzenda, y un hipo le desencajó la faz.
Recogióse un repostero apelillado y el gobernador apareció en el marco de la puerta. Con el pañuelo de holanda, espantaba las moscas. Calábase espejuelos de cuerno, no porque los necesitara, sino por la autoridad que le prestaban. Su empaque publicaba hidalguía. La roja cruz de los caballeros santiaguistas resaltaba sobre el traje fúnebre.
—En mil norabuenas vengáis, señor de la Cueva y Benavides.
Galaz no había acompañado al obispo. Le sentó en su vieja silla de manos, que arrimaron al postigo de la huerta y le vio partir, mascullando y mesándose la barba, entre el licenciado Juan Vizcaíno de Agüero, cura rector de la Catedral, y el arcediano de la misma, don Pedro Montero de Espinosa. Los clérigos gesticulaban bajo sus amplios sombreros de teja y se levantaban las ropas talares, por no enfangarlas.
El paje tornó después al escaño, a la sorda. La ocasión de quedar junto a Violante se le hacía almíbares. Cuatro veces anduvo el patio, antes de entrar en la cámara. Reparó allí que su sitio había sido ocupado. ¡ Ay, no sólo él la recuestaba! ¡No sólo él bebía los vientos por sus ojos, por su talle de espiga, por su boca y por aquel cabello negro, aliñado con copete y rizos!
Don Juan Bernardo de la Cueva, hijo del gobernador, le había substituido. Galleaba, como bravucón. Se golpeaba los calcañares y los espolones con la vaina. Juraba por espaderos y por maestros de esgrima famosos: Hierónimo de Carranza o Pacheco de Narváez. Habíase puesto de ostentación, a las mil lindezas, con calzas de obra y ligas azules. Sus mostachos erizados, tremebundos, pegados a los mofletes, proclamaban los beneficios de la bigotera de badanilla.
Violante sonreía a sus requiebros aparatosos. El teniente general a guerra los sazonaba con episodios de las campañas de Flandes, que le servían para acreditar su destreza y su decisión. Estropeaba los nombres de villas, ciudadelas y ríos. Llamaba al Escalada, Escuenque y a Maestricht, Maestriave. Refería que, por un año, había dormido con la gola puesta y que la tenía señalada en los hombros. Se atusaba las guías jactanciosas del bigote. Exhibía una cicatriz en el codo derecho y un chirlo en la frente. Declamaba cual farsante de corral de comedias. Sus ojos rodaban entre las señoras. Sorbía las calabazas en un santiamén, para llevar adelante el galanteo, con la prisa y táctica que le valieron en las plazas flamencas.
Alanís se había recostado en el torneado espaldar. Más que nunca, con el juego de los velones, su cabello parecía dorada espuma. La pantomima y las bravatas no llegaban a conmoverle. Pero Galaz se mordía los puños. Medía su estampa casi desandrajada, de segundón, de pobreto, de pajecillo sin más hacienda que su picardía y el garbo lucido del teniente general. Él era un mozuelo, pura osamenta; el otro hombre cabal. Le veía bien abastecido, bajo el coleto de pellejo de ante y se miraba agotado, lastimoso, en su jubón servil. ¡Ah, si él hubiera sido el mayorazgo, si él hubiera sido don Juan de Bracamonte, alcalde de la Santa Hermandad! ¡Aguija, muchacho! Se imaginaba con la ropilla de su hermano. La fantasía le aseguraba, sobre la fisonomía tortuosa, la hechura ahidalgada, fina de cortesanía, de su hermano mayor. Era él quien vestía de rúa; él quien urdía consejas bélicas y se desceñía el brahón y mostraba costurones gloriosos... Para endulzar el bocado amargo, se repetía por lo bajo que, si quisiera, podría desinflar a aquel don Juan Bernardo de la Cueva, odre de viento, fiera de gitanos trotamundos. Bastábale su astucia para ello. Una frase, una pulla, ¡y qué delicia verle descolorir y demudarse! Se lo repetía por lo bajo, a menudo. Harto necesitaba de aquel consuelo flaco su desconsolada disposición.
La viuda no ocultaba su privanza al teniente general.
Por encima de la peluca de don Mendo, vigilaba el diálogo. Cambiaba guiños confabulados con el hijo del gobernador. A la doncella también, sabiamente, imperceptiblemente, íbala aconsejando, conduciendo, amonestando, encendiendo y ablandando. Dilapidaba parpadeos, fruncimientos de cejas y de labios, toses, arrugas y suspiros.
Nada de ello escapaba a Galaz. A él ni se le tenía en cuenta.
Don Juan Bernardo echaba mano a sus recursos de palaciego, aguerrido en los estrados de la casa de su deudo, el duque de Albuquerque. Por deslumbrar a aquellas señoras de Buenos Aires, ponía acertijos.
—Este no lo habéis de divinar —decía y juntaba el pulgar y el índice en una “o”, que acompasaba la cadencia del verso:
Entra zumbando,
sale llorando.
La atención de la tertulia giraba en derredor de sus bigotes engomados. El general de Gaete se rascó una oreja. Doña Uzenda coqueteaba:
—Ingeniosísimo, señor don Juan Bernardo, ¿qué puede ser? Mire vuesa merced que lanzarse ansí, gozoso, y partirse con lágrimas... ¿Será por ventura el amor con desgracia?
Galaz habló desde su rincón:
—El que entra zumbando para salir llorando es el cubo en el aljibe.
Los presentes se volvieron hacia el paje. No habían parado mientes en él. Amoscóse un tanto el de la Cueva:
—Lo sabíais, Galaz. No podéis habello averiguado sin tropiezo.
Hubo un silencio preñado de mosquitos. Violante arrojó su pañuelo al paje.
—Estar atentos a estotro —siguió el bravo:
En el campo nace,
verde se cría,
en el Cabildo
le hacen la cortesía.
Doña Gracia de Mora aplaudió:
—¡Precioso, preciosiño y cuan tierno lo declaráis!
De nuevo, hiláronse cuchicheos y bordáronse consultas y suposiciones. Doña Polonia, doña Ana y doña Inés confesaron su impotencia para lances tan doctorales.
—¡Ni en Salamanca os lo resuelven —exclamó don Enrique Enríquez— ni en Alcalá, con cuatro mil engulle-libros!
—¿Y voacé, señor de Bracamonte, señor don Galaz de Bracamonte —triunfaba el “miles gloriosus”— no huronea en el magín por invenciones?
—La invención es una sola —contestó Galaz—: quien se cría verde y ve la luz en el campo y gana pleitesía en el Cabildo, es la vara del alcalde.
Alentóse la plática. El teniente general se alisó la cabellera, disgustado. Doña Uzenda devoraba con los ojos, tizones en la sombra, a su sobrino. Mondó el pecho don Juan:
—He aquí la tercera —proclamó—, tercera y postrera. Aguzad la sotileza:
Entre sábanas de Holanda,
debajo de un toronjil,
parió la reina una infanta
más blanca que un serafín.
Es menester revolvella y gustalla, que ha sido trazada por un poeta donoso.
Galaz desesperaba por hallar respuesta satisfactoria.
Su rival le acosaba. Mofábase doña Uzenda y el gobernador le había clavado encima los anteojos redondos.
—Lo que buscáis —dijo el paje— no debiera ser mentado ante tan perfumada compañía. Es una cebolla. Batió palmas Alanís. Violante se quitó la camándula, corto rosario que llevaba de brazalete, y la ofreció al mancebo. Nada pudieron con las tres victorias los rabiosos visajes de la viuda.
Mas el teniente general a guerra no abandonó la partida. Redobló fuegos y estrechó el cerco. Ostentosamente, dio la espalda al paje del obispo y, sin hacerse de rogar, empezó a narrar el socorro a la villa de Brujas.
—Era yo alférez entonces. Pintaos la ciudad, de cúpulas, de beateríos, de piedra parda, color de hábito monjil. Canales de agua podrida y nieblinas y lluvia. El cielo bajísimo, de estaño. El enemigo acudió a nuestro encuentro, banderas desplegadas, con cajas y trompetería. Una tarde...
Ocurrió a esa altura un suceso imprevisto que abatió los campanarios, las torres y las veletas de la relación. Por la puerta que al patio abría, entraron hasta doce gallinas y tres gallos. Habían quebrado la clausura de las solanas. Cacareaban, ahuecaban el ala, huían entre los cojines, en un torbellino de picos y de crestas. Hacían más estrépito que los añafiles y los atabales de Flandes. Doña Uzenda sufrió un segundo acometimiento de hipo. Damas y caballeros corrieron en pos de los intrusos. Los espantaban con capas y espuelas. Mezclóse el esclavaje. Una bandeja de refrescos cayó sobre la alfombra. Se echaron a rodar los almohadones. Las aves, desmañadas, desorientadas, ofuscadas, perdida la hogareña pachorra del corral, andaban de aquí para allí, revoloteando, dejando un plumón o una pluma, como trofeo mísero, entre los dedos de sus perseguidores. Galaz reía a navajazos.
Cuando se apaciguó la batahola, los visitantes se despidieron. La calle tragó sus comentarios. La viuda había quedado alelada. Saludaba manteniendo apenas su minuciosa arquitectura. El obispo y el gallinero le poblaban la mente de visiones diabólicas. Tan pronto su delirio le representaba a Su Ilustrísima cabalgando un gallo, como le construía un pollo con mitra y guantes.
Galaz le besó las manos. Puso el rosario de su prima en la faltriquera y se anudó el lienzo en la manga, a modo de un favor de torneo. Luego se internó en la noche de luciérnagas y de grillos.