VIII

HORACIO ORSINI

El 25 de noviembre de 1535, el emperador desembarcó en Nápoles. Allí lo aguardábamos, entre muchos señores venidos de los distintos principados de la península, mi mujer y yo. El papa nos hizo saber que deseaba que asistiéramos a las fiestas que se darían para agasajar al vencedor de Túnez, y no hubo más remedio que acatar su voluntad. Nápoles sería en esa oportunidad el centro de reunión de numerosos florentinos, partidarios y enemigos de Alejandro de Médicis, especialmente convocados por Carlos Quinto que, importunado por unos y otros en momentos en que lo embargaban problemas muy graves, se propuso poner fin a sus querellas. Pablo III, por las mismas razones que lo habían opuesto al cardenal Hipólito, se oponía al duque Alejandro. Representaban ambos al nepotismo del pontífice anterior y como tales lo irritaban cuando ansiaba establecer el de los Farnese. Suprimido Hipólito, quería anular el crédito de Alejandro. Pero ambos encarnaban también dos posiciones opuestas. De no haber sido Hipólito un Médicis y un sobrino de Clemente VII, colmado de prebendas que proclamaban aquel vínculo, Pablo III se hubiera entendido perfectamente con él, puesto que los intereses de uno y otro coincidían y se completaban en ciertos aspectos. El cardenal ya no existía, por obra de quien fuese, y el papa, desembarazado de un príncipe que lo incomodaba personalmente, mientras que le convenía compartir sus ideas y las del grupo al cual había servido de caudillo, apoyó más aún con su influencia, en la sutil balanza política, el lado de ese grupo. El emperador patrocinaba a Alejandro, su futuro yerno, su aliado, a quien había establecido en el nuevo trono de Toscana y que, antes que duque de Florencia, era allí el lugarteniente imperial. Resulta lógico que Pablo III, aunque lo hiciera solapadamente, secundara esperanzas de los exiliados antimediceos y tratara, por medio de esa acción, de hostilizar el poder de Carlos Quinto en Italia, donde anhelaba echar mano de un señorío para su hijo Pier Luigi. En Nápoles se jugaría una partida más del ajedrez complejo y eso explica —más aún que la urgencia palaciega de congratular al César por su triunfo sobre el musulmán— el extraordinario golpe de gente que acudió a recibirlo y permaneció en la ciudad los cuatro meses durante los cuales el soberano prolongó su estada.

Julia y yo fuimos juntos desde Roma, pero, ya que era imposible desobedecer al papa Farnese, agucé el cinismo hasta introducir en el carruaje, con la duquesa de Bomarzo, a su hermano Fabio, a Violante Orsini y al marido de ésta, el noble Marco Savelli, tan descollante por la importancia de su categoría en la Toscana como por las ridículas desgracias de su hogar. Silvio de Narni nos seguía a caballo, encabezando la escolta. Fue un viaje curioso, en el que el calor nos obligaba a detenernos en breves etapas, para refrescarnos y descansar, y en el que la charla giraba, densa de sobreentendidos, cuando menguaba la luz y Savelli no podía leernos, con un sacudido volumen en la diestra y los anteojos deslizados hacia el extremo de la nariz, los sonetos de Francisco Petrarca, que comentábamos entre reflexiones eruditas e irónicas alusiones sensuales, como correspondía a personajes de tanto mundo y cultura. Julia quedaba aparte del coloquio. Yo la espiaba a veces, disimulándome entre los otros al amparo de la sombra, y advertía la hermosura de sus ojos violetas cuya agua inmóvil no alteraba ninguna emoción. En poco tiempo se había endurecido extrañamente; había adquirido una contextura ardua de definir, casi mineral. Nos miraba sin vernos y era como si condujéramos en el coche, en medio de las risas cortesanas, una estatua de mármol de misteriosos matices. Su presencia pesaba sobre nosotros de tal manera, que de repente callábamos, y entonces, si Violante o Savelli le formulaban una pregunta, respondía comedidamente, tras una pausa corta en el curso de la cual parpadeaba y entrecruzaba los dedos en la falda, como si regresara de un sueño. Pero a poco recaía en su mutismo y recobraba su lejanía y desde ella nos observaba a Violante, a Fabio y a mí, como si no comprendiera ya la razón de nuestras carcajadas de comediantes, ni por qué nos parábamos a beber los vinos del país, ni qué significaban enigmas tan obvios. El silencio tornaba a adueñarse del carruaje y era difícil romperlo. Entonces, furioso, me ponía a la portezuela y mandaba detener el tiro. Ella seguía en el coche inmóvil, con Marco Savelli, desentendida de nosotros, y los demás, aliviados, descendíamos con el pretexto de apaciguar al oso de la duquesa de Camerino, que viajaba detrás en un jaulón, mareado, malhumorado, y al que habíamos añadido a nuestro séquito por capricho de Violante.

Vuelvo a ver, como si ayer hubieran fondeado en el puerto de Nápoles y el episodio no hubiera ocurrido hace más de cuatro centurias, a las naves del emperador, con sus estandartes tiritando en la brisa de noviembre. Veo, en la galera principal que bogaba lentamente hacia el amarradero, destacarse la silueta del César, sobre la toldilla. Veo alrededor las banderas de amarillo damasco, sus águilas bicéfalas con el escudo al pecho; el pendón de tafetán carmesí que ostentaba una cruz de oro, el gonfalón blanco sembrado de llaves y cálices y aspas de San Andrés; y los gallardetes con la divisa Plus Ultra enroscada en su columnata. La gente pugnaba por acercarse y algunos, de ojos avizores, deletreaban las inscripciones latinas de las oriflamas, que traducían los doctos: Toma las armas y el escudo y ve en mi ayuda, o: Envió Dios su ángel, que te guarde en todos tus caminos, o: El fuero irá delante de él. Y aquellas figuras y emblemas, que vibraban en el aire frío, formaban un gran aleteo multicolor en torno del victorioso, como si el barco fuese una inmensa pajarera rutilante en medio de la cual acechaba un halcón negro. Descendió Carlos y se apretujaron los príncipes para rendirle pleitesía. Los señores españoles se confundieron con los italianos: el duque de Alba, el marqués del Vasto, que llevaba el estoque imperial, Antonio de Leiva, el duque de Ferrara, el de Urbino, los cuatro embajadores de Venecia y los tres legados papales: Pier Luigi Farnese, el cardenal Piccolomini y el cardenal Cesarini. Detrás se empinaban las cabezas de cuanto señor de título había en el reino de Nápoles. Julia Gonzaga, a quien los de esa casa habían enviado para que los representase, triunfaba con su donosura sobre las bellas renombradas, sobre María de Aragón, sobre Isabel Sanseverino. El recuerdo de su ataque reciente por el pirata a quien el emperador acababa de poner en fuga, y el recuerdo más reciente todavía de la muerte extraña del cardenal Hipólito, su adorador, la nimbaban de un prestigio excepcional. Cuando se inclinó delante del César, éste la alzó y muchos pensaron románticamente que en verdad la campaña de Túnez se había realizado para vengarla de Khair-Eddin Barbarroja. No muy lejos, Alejandro de Médicis compartía los comentarios que la viuda de Vespasiano Colonna despertaba. Vestía de luto por su primo —se lo quitó días después—, y los exiliados de Florencia, arracimados en un rincón, murmuraban sobre su descaro. Lo flanqueaban sus parientes, Lorenzino y Cosme, el futuro gran duque. En las discusiones que se desarrollaron después entre los proscritos y Alejandro, que había arrastrado a Nápoles a una caterva papelera de juristas y amanuenses, el pleito se resolvió, como se descontaba, en favor del hijo de Clemente VII, quien, coronando su éxito, dio el anillo de esposa a Margarita de Austria, pero la trágica ruina próxima de Alejandro comenzó allí, porque allí le robaron —la robó, como se sabe, Lorenzino— la finísima cota de mallas de la cual no se separaba nunca.

Carlos Quinto me reconoció entre tantos gentileshombres cuyos rostros se superponían en su memoria, no bien me tocó el turno de presentar mi homenaje. Alguna ventaja ha de tener, por lo menos identificadora, quien va por el mundo con una giba. El soberano había envejecido en escaso tiempo. El cansancio, como un delicado pincel, le había rodeado los ojos y la boca de líneas leves, en las cuales podía leerse, como en una grafía sutil, la hondura de su preocupación. Extremó su bondad hasta aludir, con la sombra de una sonrisa, a la ocasión en que se desprendió la empuñadura de su estoque, al armarme caballero. Ello me valió la deferencia especial de los Farnese, quizás la envidia de Pier Luigi. Por primera vez ocurría el prodigio irónico de que mi joroba suscitara envidias. Aquel episodio me envalentonó tanto que, usando también de la audacia que infunde el vino, pretendí imponerme a mi mujer e inicié unas caricias nocturnas que acaso se hubieran concretado en el ansiado fruto, pero Julia demostró que sobre ella no pesaba —y en eso difería de los demás Farnese— el halago oficial.

—Déjeme en paz Su Excelencia —me dijo—, que le aguardan Violante y mi hermano Fabio.

Con ello me probó que no ignoraba nada de mis manejos extraconyugales, por supuesto evidentes, y que tal vez —lo cual me procuró, en medio de mi desconcierto, una rara alegría— podía sentir celos de mí. La dejé, pues, mitad riendo y mitad protestando, para dar la impresión de que tomaba a broma su actitud, como si ésta no hubiera sido la única que correspondía, y durante el resto de nuestra permanencia en Nápoles, que me hundió en una baraúnda de placeres, sólo estuve a su lado cuando lo exigía la etiqueta.

Partimos a Roma con el cortejo cesáreo. Hicimos noche en Fondi, huéspedes de Julia Gonzaga como el amo del mundo, y en esa oportunidad corroboré la emoción que a la hermosa le había quedado como consecuencia de la muerte del cardenal de Médicis.

—El cardenal tenía para vos —me confió mientras nos levantábamos de la mesa— un gran afecto. También yo lo quería a él y lo admiraba. Pero la voluntad de Dios se ha manifestado misteriosamente. Debemos orar por su reposo. Hay días en que se me ocurre que anda por aquí, que todavía ronda por estas cámaras, que siento su soplo sobre mi libro.

Dirigió en torno una mirada recelosa, como si la forma púrpura y el rostro lívido pudieran aparecer entre los tapices.

—El amor —le contesté— es un modo de sobrevivir.

Ella me observó con curiosidad:

—He oído decir que Su Excelencia no morirá nunca.

Comprendí entonces que el cuento de mi búsqueda de las cartas del alquimista Dastyn y de la esperanza que cifraba en ellas había llegado a oídos de la castellana de Fondi. Sacudí la cabeza, como quitando importancia a la predicción de Benedetto:

—Más preferiría —respondí galantemente— no morir en el corazón de Julia Gonzaga, como el cardenal Hipólito.

Pero no era cierto: ni él viviría mucho en su mente luego que se apagara la desazón que le había dejado como un vago remordimiento y que Juan Valdés la embargase por completo con sus dudas espirituales, ni había nada que a mí me interesara tanto como la inmortalidad (la inmortalidad verdadera, sin alegorías ni trampas retóricas) que me habían augurado al nacer.

Veintidós miembros del Sacro Colegio aguardaban a Carlos Quinto en la puerta de San Sebastián, cuando entramos en Roma. Pasó el marqués del Vasto, con más de tres mil infantes; luego el duque de Alba, en un caballo caparazonado, como un bronce ecuestre que arrastraba la tropa para emplazarlo en la urbe; luego el conde de Benavente y la familia papal, vestida de grana. Fui uno de los señores romanos que transportaron el palio bajo el cual avanzó el emperador. Como cojeaba y eso me hacía oscilar, tironeaba del dosel hacia mi lado, y el monarca me espiaba de reojo, hasta que alguien me quitó la vara de la mano. Era Maerbale. Quise forcejear, pero el emperador alzó las cejas y dio una orden breve. Fabio Farnese me tomó del brazo y me apartó.

Yo ignoraba que mi hermano estaba en la ciudad santa. Allí conocimos a Cecilia Colonna, que no era bella, lo que me agradó, pero lo suplía con la gracia de la juventud y de un júbilo permanente. No necesitamos detallarla mucho para deducir que en el seno llevaba la promesa de un heredero. Julia la besó y, en el momento en que los labios de mi mujer rozaron los de Maerbale, noté que sonreía y que esa sonrisa la iluminaba como si por fin hubiera vuelto a encenderse, en su interior, la pobre lámpara mustia.

La compostura de Maerbale, cuando me suplantó en el cortejo imperial, me sulfuró y eventualmente hubiera causado entre ambos una ruptura definitiva, de no terciar e imponerse, aconsejándome prudencia, con su gravedad mucho mayor, la cuestión que planteaba su vecina paternidad notoria. Cecilia Colonna, la de la arqueada nariz un poco larga, la de las anchas cejas negras, diseñadas exactamente, la de la boca ingenua, la de los ojos protuberantes, siempre sorprendidos, estaba modelando cuidadosamente, mes a mes, al que, no bien brotara a la luz, tendríamos que considerar como mi presunto sucesor en Bomarzo. Y eso importaba más que cualquier otro asunto, más que los protocolos, más que la vanidad. Me mordí los labios y apreté los puños. Habría que enfrentarlo. Habría que estudiar cómo se lo enfrentaba. Maerbale no me iba a despojar de lo mío, como cuando éramos pequeños y me acosaba con Girolamo. Ese pensamiento me obsesionó, excluyendo todo otro cálculo, durante los días en que el César fue huésped del papa. Le daba vueltas y vueltas, cada vez que las exigencias ceremoniales me obligaban a ir al palacio donde se alojaba el emperador y que había albergado a Carlos VIII de Francia en tiempos de Alejandro Borgia. Sabíase que el soberano había aprovechado sus entrevistas con Pablo III para quejarse airadamente del rey Francisco, y había jurado que guerrearía de nuevo contra él: poco antes había muerto Sforza, duque de Milán, y esa desaparición atizaba antiguas ambiciones. Pero, con ser las perspectivas tan espinosas, su rigor cedió, para mí, frente a la inquietud que me estremecía. Meditaba sobre mi problema, y mi problema pasaba antes que los demás. Vi al emperador a menudo, en el curso de los servicios de la semana santa. Estuve a su vera la mañana del jueves en que lavó los pies de doce pobres, con humildad magnífica; lo seguí el sábado, cuando visitó siete iglesias; y el domingo de Resurrección también me incorporé a su séquito y aprecié la elegancia con que intervenía en el ritual oficiado por el viejo pontífice. Constancia de lo muy atribulado y ofuscado que andaba yo por mi propio conflicto, es que al salir del templo no me sumé al grupo de señores doloridos que en el atrio gruñían porque en la ceremonia Pier Luigi Farnese había tenido el globo del orbe, y Ascanio Colonna la diadema, presentándolos a Carlos Quinto, al que habían ataviado lo mismo que los emperadores romanos, cada vez que lo exigía la liturgia. En cualquier ocasión distinta hubiera puesto el grito en el cielo, como los agraviados príncipes —¿a título de qué, Colonna?, ¿a título de que?; ¿bastaba ser condestable del reino de Nápoles?—, pero ahora me desentendía, distante, solitario, y daba la diestra a mi mujer, alejándola, con la espina ponzoñosa clavada en el pecho.

Continuamos nuestro viaje hacia Florencia, detrás del flamenco en cuyos dominios no se ocultaba el sol. Cecilia y Maerbale iban con nosotros y todo acontecía como si en el carruaje de nuestra abuela privara el mejor entendimiento familiar. Julia, hasta entonces callada, no paraba de parlotear con la mujer de mi hermano. Hablaban de menudencias y, repentinamente, como si recordaran que eran cultas y que debían elevar la conversación, los nombres de Ariosto, de Victoria Colonna, de Castiglione, de Bembo, de Plinio, de Cicerón, de Séneca y de Lactancio, surgían, insólitos, en el traqueteo que mecía al niño por venir, porque ambas se alimentaban de libros, a semejanza de las grandes damas de su época, tanto como de venados y faisanes. Si Julia tenía que dirigirse a Maerbale en medio de la charla, sosegábase su tono. Violante Orsini, su marido y Fabio ocupaban otro coche, con Pier Luigi Farnese. No me interesaba ya que fueran a mi lado. Al contrario: me abrumaban. En cambio en Roma ordené a Silvio y a Juan Bautista Martelli que nos acompañasen. Los requería para llevar a fin el vago plan que empezaba a dibujarse en la cabeza. Era un plan tan fantástico, tan tremendo, que lo acaricié y lo rechacé sucesivamente, mientras rodábamos sacudidos rumbo a las bodas del duque Alejandro y Margarita de Austria.

El emperador estuvo en Florencia sólo una semana. Partió antes de las bodas, no obstante las súplicas de Alejandro. Dijo que ya había asistido a la entrega de los anillos en Nápoles y que le urgía llegar al territorio francés, a dar guerra a Francisco I. Como el rey de Francia era el padre político de la princesa Catalina, lujo de la familia Médicis, Alejandro pasaba sobre esas menciones como sobre ascuas. La verdad es que lo que había encolerizado a Carlos fue la frialdad de la recepción florentina. El duque hizo cuanto dependió de él para crear una atmósfera cordial, sin conseguirlo. En vano mandó que sacaran de sus goznes las puertas de San Pier Gattolini —la actual Puerta Romana— y que arrojaran las hojas retumbantes al suelo, significando con ello que donde estaba Carlos Quinto no se requería otra defensa. En vano envió a recibirlo a la clerecía, con altas cruces cuya visión suponía grata al ánimo piadoso de su suegro; y envió a los nobles y magistrados y a cuarenta muchachos vestidos de raso carmín y calzas blancas que, como tenían las piernas muy bien dibujadas, daba alegría verlos, mientras levantaban el palio enorme bajo el cual iba el César entre el duque y el historiador Guicciardini, sofocado éste por el orgullo. En vano mandó poner sobre la entrada del palacio donde yo había vivido y donde se hospedó el monarca: Ave Magne Hospes Auguste. El pueblo odiaba a Carlos Quinto y con razón: ¿qué otra cosa podía esperar? Agolpada detrás de las apretadas filas militares que prevenían sus desmanes, silenciosa, peligrosa, la turba mostraba en los costurones del rostro, en los brazos ausentes, en las muletas, las huellas de la furia de ese príncipe y de esos soldados a quienes debía ahora agasajar. Partió, pues, el hijo del Hermoso y de la Loca, pero nosotros quedamos en Florencia. Luego de acompañar a la Majestad Cesárea, nos tocaba presenciar el casamiento de Alejandro de Médicis. Ni una ni otra cosa nos daban placer alguno a Maerbale y a mí, especialmente a mí que desde niño detestaba al villano duque, cara de esclavo, vástago de una sierva de los Orsini, pero el nombre que llevábamos nos obligaba a obedecer al pontífice, y Su Santidad había ordenado que concurriéramos a los esponsales.

Nos aposentamos en el palacio de los Médicis Popolani, situado en la Via Larga, junto al de Cosme el Viejo en el cual residía la familia ducal. En el primer piso habitaban la viuda de Juan de las Bandas Negras y su hijo Cosimino; en el segundo, María Soderini, con Lorenzaccio y sus otros descendientes. Nosotros nos instalamos todos en la parte de estos últimos, medio ajustados, pero lo cierto es que Florencia desbordaba de gente por el asunto de las bodas. Casi quince días transcurrieron antes de la ceremonia, y los utilicé para madurar mi proyecto.

Era una idea vesánica, inmoral, repulsiva, mas, si bien se mira, menos insoportable entonces de lo que sería ahora. La repetida fórmula maquiavélica acerca de la justificación de los medios por el fin, presidía entonces las relaciones. El crimen, la traición, se disculpaban —y hasta se aplaudían—, si tenían por objeto un móvil cuyo beneficio superaba con creces el horror que se olvida y la náusea fugaz. Yo era un hombre de mi época y las circunstancias me habían hecho peor que la medianía. Mi tara —mis taras— había terminado por provocar una especie de ceguera. Para mí, sin las ataduras de la religión, sin los prejuicios del burgués, antes que nada pasaban dos preocupaciones: la defensa de mi personalidad, débil, temerosa, zamarreada por una atmósfera de permanente violencia, y el culto de la estirpe, la devoción por esa gloria orsiniana, centrada y materializada en Bomarzo, a cuyo mantenimiento debía consagrar mi alma y mis energías. Ante la posibilidad de que Maerbale, como me había suplantado impulsivamente en Roma al llevar el dosel del emperador, me sustituyera en Bomarzo, a través de un hijo y de los hijos de ese hijo, la sangre me quemaba las venas. Ya tenía yo la dolorosa certidumbre de mi incapacidad para engendrar un hijo en el seno de Julia. Una fuerza secreta e irónica me lo vedaba. Debía hallar un modo distinto de torcer a la suerte, de imponerle mi voluntad. Podía, naturalmente, con la ayuda de Silvio y de Juan Bautista, matar a Cecilia Colonna, pero eso sólo hubiera representado una postergación del dilema. Maerbale se volvería a casar y no era fácil que yo eliminara a todas sus mujeres. No me veía en el papel de Barba Azul ajeno. El raciocinio me condujo a deducir que lo que se requería era que Julia tuviera a su vez un hijo, si no mío, de otro, un hijo cuya paternidad se me atribuiría sin discusión. Quien colaborara en el plan había de ser alguien con cuya discreción yo contara plenamente. ¿Alguien que dependiera de mí? ¿Juan Bautista? ¿Silvio? ¿Les entregaría a Julia por una noche sola? ¿No era como entregarme yo, atado de manos y pies, a su futuro capricho? ¿Y me resignaría a que mi supuesto hijo fuera un brote de nuestros palafreneros de Narni o un sobrino de Porzia Martelli, la ramera? ¿Qué ganaría con ello, fuera de alejar de la sucesión a la línea de Maerbale? ¿No convenía, al contrario, que esa rama sucediera, puesto que se trataba de gente de nuestra casta? El heredero, ¿no tenía que ser un Orsini? ¿No era eso lo que Bomarzo exigía? Pues Orsini sería su padre. Cuando alcancé a la obvia conclusión, vi claro y, como en un juego cuyas piezas se arman velozmente al ubicar en su seno la que servirá de guía al conjunto del diseño, me percaté de que era el único desenlace factible. El padre de mi hijo sería un Orsini, un Orsini como yo. Y sería Maerbale. Grotesco ¿verdad? Grotesco y atroz.

¡Ay, cuando llegué al final del laberinto por el cual ambulaba a tropezones, recuerdo que lancé un grito y reculé con espanto, pues descubrí, aguardándome, la fatal figura de mi hermano menor! Estaba casi solo, frente al Arno, mirando sus ondas sin verlas, y los palacios que se perfilaban suavemente en la opuesta orilla. Algunos pasantes se volvieron a observar al giboso que había integrado el séquito de Carlos Quinto y que actuaba con tan insana descompostura, pero yo los dejé hacer, indiferente. Había encontrado la clave y ahora que la tenía en mis manos me abrasaba como un hierro al rojo. Maerbale… Maerbale… siempre Maerbale… surgiendo en mis caminos con la flexible elegancia de su estatura… esperándome siempre. Al principio deseché el pensamiento con rabia. Y luego, poco a poco, astutamente, se apoderó de mí. Sería muy fácil que Maerbale, ignorando sus motivos ocultos y complejos, cayera en la trampa deliciosa. ¿Acaso no conocía yo la emoción que de años atrás lo impulsaba hacia Julia? ¿Podía ocurrírsele a alguien que su joven esposa, fea y más afeada aún por la preñez, sería capaz de alejarlo de toda tentación… si se tenía en cuenta su excitable proclividad lúbrica? Y, por lo que atañe a Julia, ¿no intuía yo, de largo tiempo, la atracción que sentía por Maerbale? Ella, que quizás hubiera resistido ante cualquier otro, ¿no cedería ante él? Vivíamos juntos, en el palacio de los primos del duque de Florencia. Las condiciones, el ambiente sensual, propiciarían el encuentro. ¡Ay, ay, entregársela a Maerbale, como una prostituta! ¿Era justo? ¿Autorizaba el perseguido fin un medio tan terrible?

Luché contra esa idea y, cada mañana, cada tarde, en la intimidad de la convivencia, la visión del bulto que Cecilia, feliz, no disimulaba bajo la saya, me convencía de que no existía más solución que aquélla. La alternativa se planteaba así: o Bomarzo o Julia, y para mí Bomarzo gozaba de la suprema prioridad. Me revolvía en la duda, como en una jaula. Pier Francesco Orsini se revolvía en su jaula como un oso, como el oso desesperado de la duquesa de Camerino. Hasta que, una noche, hallé el razonamiento que necesitaba para tranquilizarme. Como siempre, mi vieja enfermedad mental requería la tabla salvadora de un sofisma que me justificara. En un siglo en que los señores mataban, robaban y violaban porque sí, sin explicaciones, en que el incesto crepitaba en los palacios, aun entre padres e hijos, y ascendía, reptando, hasta las propias gradas pontificales, yo seguía requiriendo cada vez una justificación. Era uno de los rasgos típicos de mi carácter —una forma, posiblemente, de cobardía— este que exigía la elaboración de una excusa dialéctica. Me dije que, después de todo, lo que en mi imaginación estaba organizando era un trueque: yo suprimiría el riesgo que emanaba de un retoño de Maerbale crecido en el bosque de Bomarzo, y Julia lograría el placer que no podía procurarle mi parcial impotencia, y lo lograría en brazos de un hombre que me equivalía prodigiosamente, en la sangre, en el físico, pero sin mis deformidades, un hombre a quien quería acaso. La humillación, el despecho, la ira oculta que significaban para mí tener que cederla —¡tan luego a Maerbale!— eran el precio secreto y gravoso que yo pagaba a cambio de superar y arruinar encubiertamente las perspectivas del hijo de mi hermano a mi sucesión. Otro hijo de Maerbale me sucedería, si alguien debía sucederme —y resulta singular que las cosas se combinaran de modo fatal para que, de cualquier manera, mi sucesor fuera siempre un hijo suyo—, pero aquel hijo sería ante el mundo, y ante los mismos Maerbale y Julia silenciados por las circunstancias, un hijo mío, un Orsini mío. Ya me arreglaría yo, en el oportuno momento, para proceder de suerte que hasta la propia Julia, embriagada, drogada por mí, se engañara sobre la paternidad, o por lo menos para que estuviera en condiciones de representar frente a mí, con visos verosímiles, la pantomima de mi paternidad, evitando con ello que yo no tuviera más remedio que actuar como corresponde a un gentilhombre ultrajado y que el escándalo ineludible, impuesto por mi vanidad de marido, descubriera públicamente el embrollo y añadiera cargas a mi ridiculez y a mi desventura.

Así discurría, tortuosamente, aportando argumentos que defendían mi maquinación enredosa, como si hubiera menester de convencerme, cuando ya estaba convencido. ¿Imagina el lector al jorobado duque de Bomarzo yendo por la engalanada Florencia, cuyos casones se adornaban con paños heráldicos para honrar a la novia de su príncipe y cuyos comercios exhibían, como flameantes trofeos, lo mejor de sus tejidos, de sus lanas, de sus sedas, de sus cueros, de sus pieles, yendo por las vías Sant’Agostini y Mazetta hasta la plaza San Felice, atravesando el Arno por el puente de Santa Trinità, desembocando en el Canto de los Tornaquinci, en la plaza del Duomo; saludando a sus conocidos; deteniéndose a conversar un instante con el pintor Giorgino Vasari, a quien había tratado de muchacho, en el estudio del maestro Pierio Valeriano; sonriendo, comprando una alhaja, palpando una armadura, inclinándose delante de la virreina de Nápoles, huésped de las fiestas, y presentándole a su mujer, a su ilustre Julia Farnese; respondiendo luego con un ademán breve a la reverencia del vendedor de aceite, del vendedor de quesos y de sal, o fingiendo pararse a oír el anuncio de la muerte de Agrippa, el gran nigromante, o el de que Buonarotti volvería a trabajar en los frescos de la Capilla Sixtina, y, todo el tiempo, madurando aquel designio sinuoso, aquella inconcebible, nauseabunda inmolación de su hombría y de su altivez, en aras de una tierra color de herrumbre, de unas rocas fantásticas, de un castillo contrahecho, de una leyenda, de un mito familiar nacido entre osos rupestres, en el alba de las centurias, y fomentado por cronistas poéticos, como si él también llevara bajo el lucco de suntuoso brocado, un hijo escondido que en sus entrañas crecía como un pequeño monstruo devorador? ¿Puede comprenderlo, puede alguien comprenderlo? Yo no lo comprendo ya, y sin embargo así se desarrollaba, con distingos de peregrina lógica, el proceso increíble.

Julia me daría un hijo. No me daría un hijo a mí: se lo daría a Bomarzo. Luego Maerbale tendría que morir. Era inevitable. Y esta vez, yo no debía errar el golpe. Que Dios se apiadara de su alma y de la mía.

Lo primero, lo más urgente, era hacer que Silvio de Narni entrara en mi proyecto y lo secundara. Se lo revelé poco a poco, como si fuera una invención absurda del momento, una broma original (como broma, de bastante mal gusto), una extravagancia de urdidor de temas caprichosos que los iba componiendo a medida que hablaba. Yo conocía bien a mi paje. Conocía las sinuosidades de su ánimo y sabía que por ambición era capaz de cualquier cosa. Me lo había demostrado cuando propició mis ambiguas inclinaciones lujuriosas de adolescente, cuando murió mi padre y cuando obtuve la mano de Julia. Existía entre nosotros una complicidad de abyección y de misterio. Su rencor, nacido de su condición miserable, era similar al que yo sentía por mi físico. Ambos teníamos razones para odiar, ambos las fomentábamos y nos quemábamos en el fuego de su hoguera. Y, si bien se mira, ninguna de esas razones era suficiente para autorizarnos y defender nuestras actitudes ante la vida, porque los dos poseíamos la prerrogativa de fuerzas dispares que bastaban para compensar con creces nuestras fallas.

A pesar de la distancia que nos separaba, había compartido con él los momentos más álgidos de mi existencia, en los años últimos, y eso acentuaba nuestra confabulación. Yo le había dado una mujer hermosa, contra la voluntad de Juan Bautista, hermano de ella. La posesión de la hembra ansiada había parecido sosegarlo, durante un tiempo, como si Porzia hubiera colmado su avaricia y la hubiera sustituido por un ideal de paz enclaustrado, centrado en el extraño estudio, pero ahora su auténtico carácter volvía a enseñar las uñas. Porzia, desde que trocó la inquietud de la meretriz por la deferencia hogareña, parecía haber cambiado también, hasta que, lo mismo que su esposo —y acaso, quizás, como fruto de las alusiones pérfidas de Juan Bautista, su mellizo, y de la mudanza de Silvio que, habiéndola conseguido, la relegaba a un plano oscuro, casi humillante—, sucumbió bajo una desazón que preludiaba la agrura del despecho. La nostalgia del pasado, de sus diversiones sensuales, del contacto con hombres apasionados de toda laya, sin excluir a los jóvenes señores apuestos, comenzó a roerla. Silvio la descuidaba, negligente, entre sus libros, entre sus alambiques, entre sus mágicos dibujos. Y no era él un Adonis, sino exactamente lo contrario, mientras que la belleza de Porzia florecía cada vez más. Era inevitable que la moza se deslizara del buen camino, aunque sólo fuese para desquitarse. Y cayó. Silvio la descubrió en brazos de aquel alabardero espléndido que había compartido con el duque de Urbino los favores de Violante Orsini, cuando mis bodas. Fue el principio de una serie de íntimas escenas brutales, estremecidas de recriminaciones, cuyo eco resonaba en las cuadras de la servidumbre, y que los fámulos y escuderos de Bomarzo comentaban con sarcasmos bochornosos. Sucedió al alabardero un marmitón a quien se suponía nieto de mi padre, y a éste lo sucedió el abad de Farfa, al que siguió mi primo Segismundo, anheloso de probar oficialmente que los manoseos de Pier Luigi Farnese no habían extinguido su virilidad. Por fin, la muchacha escapó de Bomarzo. Mi abuela se enteró de que otro primo mío, el duque de Mugnano, la tenía con él en su castillo próximo, donde la regalaba y acariciaba como a una princesa. Hube de reclamarla puesto que se trataba de vasallos míos, y mi abuela encaraba el caso como un agravio familiar, pero después de todo no me convenía romper lanzas con tan magnífico pariente. Lo curioso es que, no bien Porzia lo dejó, Silvio procedió como si hubiera deseado desembarazarse de ella. No podía ignorar, aun cuando la soledad de sus libracos lo apartaba del ajetreo cotidiano, que Juan Bautista había contribuido fundamentalmente, con sus consejos, con sus estímulos, a provocar la deserción de su hermana, y sin embargo, en cuanto ésta partió de Bomarzo y cuando lo lógico hubiera sido pensar que entre Silvio y Juan Bautista iba a estallar un conflicto sangriento, volvieron a anudarse entre ambos los lazos de intimidad que había aflojado la boda. En el fondo eran muy semejantes y necesitaban el uno del otro. La codicia, la desesperada apetencia de medrar a cualquier costa, que se había adormecido en el seno de Silvio durante el interregno de calma y de olvido, despertó, hambrienta. Había cruzado por una experiencia en la que no recaería más. Y así como yo valoraba los beneficios evidentes que me obligaban a conservar mi alianza con Mugnano y a no sacrificarla a un pasajero orgullo, Silvio apreciaba los que resultaban de la amistad de Juan Bautista, movido por aspiraciones iguales a las suyas. La venganza —si venganza habría alguna vez— quedaría para más tarde. La venganza era un lujo del cual no podía gozar aún. Pero, despojado de su mujer, en la que se refugiaba su resentimiento esencial de hombre que se consideraba superior a las circunstancias de su origen y de su vida, Silvio buscó refugio en su antigua asociada: la ambición. Por ambición, favorecería mis planes. Y no sólo por ambición, no obstante que el hecho de ser cómplice de un secreto tan grave le otorgara, sobre mí, privilegios en los cuales no había soñado nunca, sino porque esa colaboración con su señor y amo, que ubicaba a éste en una posición todavía más triste que la suya, obraría como un sedante sobre la amargura y el encono del servidor, quien se sentiría redimido de su desgracia, puesto que el duque de Bomarzo, de cuya limosna dependía y que usufructuaba una situación tan descollante en la corte papal y en la altiva aristocracia romana, mostraba ser más infame que él, mucho más infame.

Nos entendimos, pues, y pusimos manos a la obra. A Silvio de Narni le tocaría ganar la confianza de Maerbale e inducirlo a cumplir mis móviles. Debía hacerlo con extraordinaria sutileza, cautela y artería. Para ello, las condiciones le sobraban. Ni una vez puso reparos a mi proyecto. Vio, en un relámpago, las ventajas que podía reportarle, y excluyó cualquier otra reflexión. Algunos días después me comunicó con medias palabras —porque el tema era tan espinoso y tan incómodo de tratar, ya que en él iban implicados aspectos muy bajos y turbios de mi personalidad y advirtió en seguida la necesidad de rozarlo a través de escuetas alusiones— los progresos de su relación con Maerbale, cuya confianza había ganado sobre la base previsible de ácidas críticas a mi modo de proceder en el gobierno de la gente y de los intereses de Bomarzo. De esa etapa a la de la culminación efectiva del plan, los acontecimientos se desarrollaron veloces. Me sorprendió que Maerbale no sospechara una intriga, pero lo inconcebible del asunto aparentemente descabellado, desconcertó a su zorrería cortesana.

Entre tanto, ajena a mis angustias, Florencia acogía a Margarita de Austria, que tenía dieciséis años y era bonita, rubia, de labios muy rojos, gruesos, concupiscentes, y ojos imprevistamente tristes bajo la pesadez de los párpados. Fui a aguardarla a San Donato in Polverosa con la nobleza. Entró a caballo, una cálida medianoche primaveral, chorreando perlas por el baldaquín que conducían los muchachos de las estirpes principales, vestidos de rasos carmesíes, y la acompañamos hasta el convento de San Marcos y las casas de Octaviano de Médicis, donde se alojaría. Maerbale, de blanco lo mismo que yo; cruzado el pecho por una cadena de oro, lo mismo que yo; un birrete con una pluma negra al costado, lo mismo que yo, cabalgaba junto a mí, detrás del cardenal Cibo. El azar irónico había querido que, sin consultarnos, nos ataviáramos idénticamente, o quizás mi hermano me había mandado espiar y había copiado el atuendo. Cuando descendíamos las escalinatas del palacio de los Médicis Popolani, para sumarnos al séquito, advertí esa similitud y pensé volver a mi cámara para cambiarme y adoptar las ropas más distintas de las que Maerbale tuviese, pero ya era tarde. Debimos, pues, pasar frente a Julia Farnese y a Cecilia Colonna, que nos despedían en el portal, como si fuésemos dos versiones de un solo personaje: una malhecha, maltratada, desequilibrada, irregular como un machucado poliedro, fina la otra y grácil como un tallo joven, recordando, bastante más que quien le había servido de modelo, al doncel fascinante retratado por Lorenzo Lotto. La mirada de Julia se posó sobre los dos, impenetrable, y sentí en la garganta el viejo, conocido aguijón de los celos. Pero ¿qué?, ¿no era eso, por ventura, lo que yo quería, atraerla hacia Maerbale? ¡Ay, la verdad paradójica es que yo hubiera querido que ella me diera un hijo con Maerbale, pero me prefiriera a mí!… ¡cómo si fuese posible!

Silvio de Narni me hizo saber, tres días más tarde, que Julia y Maerbale se habían hablado en secreto. Ante esa noticia, que debiera esperar y que era mínima, comparada con la locura que proyectaba, se me nubló la razón y hube de ordenar que suspendiera sus manejos y que preparara nuestra inmediata vuelta a Bomarzo, pero en ese instante, casualmente, Cecilia avanzó por la calle, con una de sus damas —estábamos asomados a una ventana de mi habitación— y el mirarla bastó para que rechazara aquel impulso. No me quedaba más medio que seguir por el camino que había trazado.

—¿Estabas tú presente? —le pregunté.

—Algo alejado.

—¿Dónde fue?

—Aquí mismo, en la cámara de la señora duquesa.

—¿Y no había nadie más?

—Nadie más.

—¡Cómo!, ¿y las damas?, ¿y las esclavas?, ¿nadie?

—Nadie.

Comprendí entonces qué fácil le sería a Julia engañarme, si se lo proponía, pues podía descartar así a los testigos importunos.

—¿Oíste lo que decían?

—Ya le expresé a Su Excelencia que estaba alejado de ellos.

—Pero los veías…

—Los veía, sí.

—¿Qué hacían?, ¿se tomaban las manos?, ¿se besaban?, ¿se besaban tal vez?

—Se hablaban. Estaban sentados el uno junto al otro, y se hablaban.

—¿Tornarán a verse?

—¿No lo desea Su Excelencia?

Me observé las manos, pálidas, hermosísimas, las venas azules, las uñas almendradas, el anillo de Benvenuto Cellini. ¿Por qué no era todo yo como esas manos, como ese anillo?

—Hay que acabar con este asunto y pronto. Al día siguiente de las bodas, me arreglaré para pasarlo en Poggio a Caiano. Le pediré a Lorenzino que me lleve. Quedaré allí la tarde entera. Ya lo sabes.

Vacilante, me aparté. Las sienes me dolían y tenía seca la boca.

El 13 de junio, en San Lorenzo, Margarita y el duque rezaron la misa de esponsales. Salieron entre flores al atrio. Así debió ser el matrimonio de Otelo y Desdémona: él, oscuro, taciturno, encendido por ocultas fiebres; ella, frágil, recatada, luminosa. La voz del cardenal Antonio Pucci, que cantaba el oficio, vibraba sobre los bronces de Donatello, tan nítida, tan robusta, que era como si encima de ambas cátedras se extendiera, visible, un curvo puente musical. Salimos hacia el palacio de los Médicis, detrás de los recién casados, de los cardenales Pucci y Cibo, de la virreina viuda de Nápoles, de Pier Luigi Farnese. Al ascender hacia la sala del convite, crucé junto a la capilla de Benozzo Gozzoli y me asomé a su interior. De hinojos frente al altar había una mujer. Cuando giró hacia mí, reconocí, en el parpadeo de los cirios que desplazaban en torno, como una ronda lenta de príncipes orientales, la cabalgata de los Reyes Magos, a aquel mascarón de hembra cincuentona, fuerte, de caderas anchas, cuyo bozo imprimía en su cara un toque ásperamente viril. Era Nencia. Era la acompañante de Adriana dalla Roza, la que en ese mismo lugar, diez años antes, me había poseído y me había abandonado, deshecho, sobre las losas de serpentino y de pórfido, hasta que la piedad de Ignacio de Zúñiga me rescató cuando ya me creía desamparado para siempre, muerto quizá. Retrocedí de un salto, como si hubiera visto al Demonio. Antiguas imágenes brotaron doquier mientras, confundido con el séquito rumoroso, estremecido por el crujir de los ropajes y por el tintineo de las risas, escapé rumbo al banquete que preludiaba sus violines y sus flautas.

Después de comer se representó una comedia de Lorenzino de Médicis, Aridosia, pero no presté atención a las réplicas procaces que hacían sonrojar a las señoras y desataban las carcajadas de los caballeros, sobre todo el vozarrón insolente de Pier Luigi. Pensaba yo en otras cosas harto distintas. No estaba con ánimo para participar de ese juego ingenioso, para gozar de esa historia de avaricia y de burla en cuya trama entreví, cada vez que logré fijarme en ella unos instantes, el rastro obvio de Terencio y de Plauto, y que se desarrollaba en un maravilloso proscenio, inventado por Bastiano da Sangallo, llamado el Aristóteles de la Perspectiva, con un arco triunfal en el centro del foro, de fingidos mármoles, cubierto de estatuas y de relieves. Pensaba en mí mismo, aislado entre los cortesanos. Me sentía solo, como cuando era muy niño y me acurrucaba en un rincón de nuestro glacial palacio de Roma, bajo los tapices tétricos, a sollozar y a morderme las manos, o como cuando esperaba al deslumbrante Abul, que en mitad de una cacería debía matar a mi paje Beppo. ¡Ah, si lo hubiera tenido a Abul a mi vera, si lo hubiera tenido a Hipólito de Médicis, muy diversa hubiera sido mi seguridad, pero a quienes tenía era a Julia Farnese y a Violante Orsini! Mi prima, despechada por mi alejamiento, insinuó su cuerpo contra el mío, pero eludí el contacto. Tampoco quería rozar siquiera a mi mujer, cuyos ojos brillantes proclamaban su felicidad, y que sin duda, como yo, no paraba mientes en la comedia deslenguada, y dejaba vagar su imaginación hacia las íntimas escenas que la sucederían. Estaba solo, totalmente solo. Era, de nuevo, con mis pecados, con mis torturas, con mis maquinaciones desleales y repulsivas, el jorobadito solo del palacio romano, que se escondía de Girolamo y de Maerbale. ¿Qué vínculos podían hacerme compartir la alegría falsa de los huéspedes?

Lorenzino había extremado la audacia de las alusiones. Luego se comentó que en el primer acto y en el cuarto, el bribón —a quien en el grupo de Alejandro de Médicis apodaban por broma el filósofo— había acentuado con exceso el tema de las visitas nocturnas a los conventos de monjas, cuando todos sabían que el duque practicaba esos escalamientos libidinosos en los de Santo Domingo y Santa María de los Ángeles, asilo de las doncellas nobles, y que en el tercero había deslizado una alusión malévola sobre Carlos Quinto, padre de la novia y amo político de su flamante yerno, pero la música, que el propio Lorenzino escogió refinadamente, envolvió con las sutilezas del clavicémbalo y del órgano lo que después se interpretó como una crítica aguda del régimen ducal, disfrazada de chanzas carnavalescas, y hasta como un medio incisivo para irritar a los grandes ciudadanos de Florencia contra la arbitrariedad desdeñosa de su señor. Lorenzino, cuya privanza, según muchos, decaía, pues el duque había recibido varios mensajes de sus parientes celosos, quienes le prevenían que el primo favorito tramaba asesinarlo, se prodigaba, yendo y viniendo como un mico entre las filas del público. Lo detuve, cuando se recostó en mi silla fugazmente, y le sugerí que al otro día me invitara a Poggio a Caiano, a lo que en seguida accedió, para partir de un brinco hacia el sitial del duque, echarse a sus pies como un bufón ligero, y besar la mano de Margarita, que no sonrió ni una vez durante el espectáculo. La actitud de la duquesa fue objeto de interpretaciones. Algunos indicaron que no entendía suficientemente las finuras de la lengua toscana para captar el fuego chispeante, pero arguyeron varios que ni su carácter, heredado del de César, ni la severa educación que había recibido, le permitían tolerar aquellos atrevimientos. La virreina viuda de Nápoles, aventándose con el abanico, compartía la severidad de su conducta, afirmada en la rígida etiqueta de los Austrias, en tanto el duque como su círculo más cercano rieron de buena gana de las impúdicas osadías de Aridosia y, en premio de su labor, Alejandro regaló a Lorenzino un suntuoso ejemplar de Plauto, acaso para indicarle socarronamente que a nadie se le habían escapado los hurtos que le debía.

Por la tarde, en la plaza de San Lorenzo, asistimos al simulacro de un ataque a un castillo. Maerbale intervino en la pantomima, con una áurea armadura que pertenecía al duque de Florencia y que ostentaba en el casco un dragón de abiertas alas. Me pareció que, cuando galopaba como un paladín del Ariosto, junto a Pier Luigi Farnese, entre los gritos de las damas que aplaudían, no iba a asaltar ese tinglado de pobres maderas pintadas y embadurnadas sino los venerados bastiones de Bomarzo, cuyos muros se incendiaban en la roja tibieza del crepúsculo. Llevaba, tremolante en el brazo de acero, como un recuerdo de la medieval caballería platónica, una gasa, un favor azul. Silvio me dijo que Julia se lo había dado.

Desde mi infancia, no había vuelto yo a Poggio a Caiano. Regresé allá, guiado por Lorenzino y acompañado por Fabio Farnese y por Juan Bautista. Pero, así como no pude gozar de las ironías de la Aridosia, no pude gozar de los encantos de la villa célebre. En vano Lorenzaccio, para distraerme, citaba los versos en los que el Magnífico describe mitológicamente la construcción del palacio que encanta el Ombrone con el susurro de sus ondas. Inútilmente me señaló, encendido de orgullo, los frescos que pregonan el esplendor de Cosme el Viejo y de su hijo. Nada me retuvo; nada calmó mi agitación. Mirábamos las pinturas de Andrea del Sarto y de su dilecto Franciabigio, y otras imágenes se sucedían en mi mente. Era como si todas las efigies hubieran sido dibujadas por Sebastiano del Piombo, el retratista de Julia, porque su rostro, sus ojos profundos, de color misterioso, y su óvalo firme, modelado rotundamente como los de las estatuas antiguas, ascendían del secreto de los tonos como de espesas honduras acuáticas y suplantaban los rasgos de los banqueros metidos a príncipes. Lorenzino advirtió mi preocupación y se paró en mitad de un verso del Ambra que declamaba con énfasis:

—¿Qué acontece, Pier Francesco?

—Nada. Sigamos adelante.

Fabio me tomó una mano. Sentí la presión enjoyada de sus dedos. Hablaba con el pequeño Médicis de las fiestas del día anterior. Cada vez que Lorenzaccio mencionaba al duque, lograba que sus elogios parecieran bromas y que sus bromas parecieran elogios. ¿Podía sospechar mi cuñado lo que en ese instante hacía o se aprestaba a hacer su hermana, por inducción mía? ¿Quién iba a sospecharlo?

Lorenzino mencionó mi joroba. No fue exactamente mi joroba, sino una joroba, pero bastaba sugerirla delante de mí para que la insinuación se me aplicara de inmediato. Mi inquieto amigo lo había logrado, de muchacho, otras veces, sin incurrir en mi irritación. Era el único —poseía el privilegio de los bufones— que osaba incursionar en terreno tan peligroso. Se refirió a Diana de Poitiers, la amante del delfín de Francia, la adversaria de su parienta Catalina de Médicis.

—¿Sabes que tiene veinte años más que el Valois?

Yo lo había oído decir. Aquel extraño dominio de la mujer madura, viuda del gran senescal de Normandía, sobre el futuro rey adolescente, tímido, melancólico, tan distinto de su soberbio padre, suscitaba a la sazón inquietos comentarios. El propio Alejandro había explicado en rueda que Diana de Poitiers y Catalina de Médicis llevaban en las venas mucha sangre común, pues eran hijas de primos hermanos, de la rama de la Tour d’Auvergne. Probablemente, a pesar de la humillación que para la Duchessina significaba la victoria de la favorita triunfante, que hubiera podido ser madre suya por los años en que la aventajaba, Alejandro saboreaba la idea de aquel vínculo que mostraba cómo iba ensanchándose ya el follaje del árbol de los Médicis sobre las grandes casas de Europa.

—Lo que no sabrás es que el marido era giboso.

Enrojecí sin duda levemente, pero continué la conversación con simulada naturalidad.

—¿Qué marido?

—El de Madama Diana de Poitiers.

Lo ignoraba. Nadie se había atrevido a recordar esa anomalía estando yo presente.

—Era giboso y fue un notable guerrero. Mucho mayor que Diana, también. Y cuentan que el matrimonio ha sido ejemplar, hasta que la hermosa quedó viuda y se entusiasmó con Enrique de Francia, acaso estimulada por el padre de éste, por el rey Francisco. El rey esperaba que lo ayudaría a despabilar a su sucesor. No soporta que sus cortesanos carezcan de amantes, y menos que ninguno el heredero de su trono, por supuesto.

—¿Tuvieron hijos? ¿Su esposo y ella, tuvieron hijos?

—Sí. ¿Por qué no?

Me observó curiosamente. ¿Por qué no, en efecto? Yo era el único jorobado del mundo incapaz de tener hijos.

Siglos después de este diálogo, poco antes de la última guerra, recorrí la catedral de Rouen y me detuve frente a la tumba famosa de ese Louis de Brézé, casado con Diana, la seductora. Dos esculturas lo representan, en la pompa de las ornamentaciones. Una lo muestra semidesnudo, yacente, con la propia Diana de hinojos, orando piadosamente por su alma; la otra, en alto, proclama la gloria ecuestre del militar. En ninguna de ellas queda ni el menor rastro de su giba. Como Mantegna, cuando pintó a los marqueses Gonzaga; como Lorenzo Lotto, cuando pintó mi figura de alucinado poeta, el artista —tal vez Jean Goujon— suprimió la deformidad. Los artistas son dioses a su manera; corrigen las equivocaciones, las burlas de Dios. ¿Para qué proyectar la sombra de una joroba hacia el futuro?

Pero, por lo visto, mientras andaba por los castillos de Francisco I o lidiaba en Italia, Louis de Brézé tampoco había sufrido a causa de su joroba. Suya fue la mujer más bella de su tiempo, lo mismo que la más bella del mío Julia Gonzaga, lo fue del estropeado Colonna, claudus ac mancus. Si luego traicionó su memoria, Diana de Poitiers lo honró cuando vivía. En cambio yo… en cambio yo… yo mismo prostituía a mi noble Julia Farnese, en tanto departía con Lorenzaccio sobre cosas de Francia, y vagaba, con aparente indolencia, por las terrazas de Poggio a Caiano, asomándome a otear el paisaje sonriente hacia Florencia, hacia Prato, hacia Pistoia, por colinas, campos y jardines.

Mis acompañantes habían dejado caer el tema embarazoso. Parloteaban confusamente acerca de las bodas de Catalina de Médicis, acerca del manto flordelisado que en ellas había lucido el rey de Francia, acerca de las perlas enormes que cubrían a nuestra compatriota. No podían adivinar que esas mismas perlas pertenecerían después a María Estuardo y que Elizabeth de Inglaterra se las robaría a su desgraciada rival, cuando le troncharon la cabeza. Esos detalles, de haberlos conocido ellos, hubieran realzado algo la charla insulsa, pero la cronología limita las conversaciones. Por otra parte, no estaba yo con ánimos para habladurías palaciegas. Una angustia terrible me invadía el pecho. Quería regresar a Florencia, regresar cuanto antes. Sin dar explicaciones, descendí las escalinatas precipitadamente y salté a caballo. Galopé las cuatro leguas largas que separan a Poggio de la ciudad ducal, como si me llevaran las alas del viento. Detrás, Fabio y Juan Bautista espoleaban sus palafrenes. Lorenzino permaneció en el pórtico de la villa familiar, bajo el techo decorado por los della Robbia. Reía, sacudiéndose como un títere, y nos hacía ademanes y muecas disparatados, como si fuéramos tres locos.

A la puerta del palacio de los Médicis Popolani, me aguardaba Silvio. Por su actitud, por el rápido guiño con el cual me indicó, escaleras arriba, la dirección de nuestras habitaciones —pues delante de mis compañeros, y especialmente del hermano de Julia, no podía referirse a nuestra baja intriga— comprendí que todo se había consumado ya. Me lancé hacia el aposento de mi esposa. Empujé las puertas con un golpe brutal, y las cerré violentamente sobre las caras de mi escolta, girando la gruesa llave.

Julia estaba todavía a medio vestir. Me miró, asombrada, porque nuestras relaciones, como he dicho, se caracterizaban por un recato imbuido de ceremoniosa cortesía, y aunque ni una vez —ni entonces, ni después, ni nunca— aludí a lo que acababa de sucederle, entendió que estaba al tanto de su traición. Lo que no podía imaginar es que yo la había provocado con mi insensatez. Salió del lecho revuelto, y sus finas piernas brillaron un segundo, como espadas. Luego retrocedió, asustada, descalza, cubriéndose los pechos con las manos, hacia el fondo de la cámara penumbrosa. Sin duda temía que la matase. Pero yo, de un empellón, la volví a arrojar en la cama donde la había poseído mi hermano, y ahí, ferozmente, sin despojarme de la daga y del estoque que se enredaban en sus piernas y le arañaban la cintura, ensangrentándola, conseguí lo que no había conseguido hasta entonces. No había sido mía cuando debió, como lógica secuela de nuestra boda, y lo fue esa tarde, por despecho. El rencor y los celos me vigorizaron, barriendo mis ligaduras, mis turbaciones y mi flaqueza pusilánime, y lograron lo que no había obtenido el descubrimiento inicial de su belleza escondida, facilitada por las bendiciones y los contratos. No la maté, cuando me alcé, saciado por fin, desesperado, de las cobijas en las cuales flotaba el olor de Maerbale, porque, a pesar de mi enajenación extraviada, conservé bastante lucidez —la lucidez, el cálculo, jamás me abandonaban— para recordar el riesgo que el hijo de Cecilia Colonna implicaba para Bomarzo y que había sido el origen de aquel desastre, de aquel absurdo.

El Destino, que no perdía ocasión de mofarse de mí, había vuelto a jugarme una mala pasada de graves consecuencias. Para que yo pudiera darle a Bomarzo un heredero, fue menester que Maerbale se cruzara en mi camino y se posesionara, antes que yo, de mi mujer. Y fue menester que yo mismo lo combinara con la complicidad de un siervo. Diríase que mi sexualidad irresoluta, que trababan los complejos extraños, había requerido esa conmoción atroz, ese latigazo, para manifestarse. Sin el estímulo terrible de la rabia y la deslealtad, lo más probable es que Julia no me hubiera permitido y que mi vida se hubiera quemado a su vera, viéndola descaecer y marchitarse su lozanía. Ahora tendríamos un hijo, de ello estaba seguro, pero no sabría si era hijo mío o de Maerbale.

Ése —el peor de todos, el que más torturaría a mi vanidad, a mi sentido dinástico, a mi afán dominador, a mi necesidad de encontrar apoyos inamovibles que me ayudaran a proseguir mi andanza por el tremedal de la vida, sembrado de pantanos oscuros— sería mi castigo por lo que había hecho y por lo que me aprontaba a hacer, inexorablemente empujado por la fatalidad. Y lo monstruoso del caso, si bien se mira como ahora lo miro y lo mirará cualquiera, porque entonces, cegado por la pasión y prisionero de mi estructura miserable, me faltaban la calma y la perspicacia imprescindibles para advertirlo, es que yo era el único culpable de cuanto me acontecía. Mi existencia se pudo desenvolver plácidamente, normalmente, de no haber mediado los conflictos de mi carácter. Era duque, era rico, mi mujer era hermosa y pudiente, procedía de una de las casas más ilustres de Italia, de la que hubiera escogido, si se me hubiera dado a elegir entre nuestras viejas coronas; el propio Carlos Quinto me había armado caballero; había heredado una tierra y unas piedras admirables, densas de antiquísima sugestión; muchos envidiarían mi estado, mi lujo, mi influencia, mis entradas en la corte pontificia, mi trato de igual a igual con los grandes; gustaba del arte como un refinado; componía unos versos que no desmerecían junto a los de los poetas que me rodeaban; tenía una cara bella, aristocrática, unos ojos que reflejaban la majestad y la ironía y que detenían, turbados, a los ojos de los demás; mi capacidad sensual, como la de tantos hombres destacados de mi época, me situaba por encima de los prejuicios; Dios, su maravilla y su espanto, no me inquietaban todavía; me adoraba mi abuela, el ser más extraordinario que conocí; el azar oportuno había suprimido a quienes entorpecían mi progreso; si había nacido deforme, otros, bastantes otros, habían nacido así y lo superaron con personalidades menos prestigiosas que la mía; cuando vine al mundo me pronosticaron algo mágico, fabuloso, que me exaltaba sobre mis contemporáneos y que hacía de mí un individuo aparte, impregnado de desvelante misterio. Y sin embargo tronché, destrocé mi vida. Claro que para actuar de distinto modo, yo hubiera debido ser esencialmente distinto. No hubiera sido yo.

Partió Maerbale, con Cecilia, rumbo a Fondi, para visitar a Julia Gonzaga, su parienta, y Silvio partió detrás. Maerbale se despidió de mí como si nada hubiera sucedido. Su cinismo anuló mis escrúpulos, si alguno me quedaba. Evité que mi mujer y él se vieran, enviándola a nuestro castillo rápida y repentinamente, con el pretexto de haberme enterado de que mi abuela estaba grave. Aduje para no acompañarla, que permanecería en Florencia unos días más, pues debía concluir unas transacciones sobre mi feudo de Collepiccolo con Alejandro de Médicis, pero en verdad me demoré para aguardar las noticias de Silvio de Narni.

El secretario no tardó en regresar. Se había encontrado con Maerbale antes de lo que esperaba, por suerte para el éxito de nuestra empresa, porque Maerbale, sin duda ansioso de reunirse con mi mujer, había cambiado la dirección de Fondi por la de Bomarzo, a riesgo de enfrentarse allí conmigo. Corroboré con ello cuánto me despreciaba y cuánto deseaba a Julia, y eso me robusteció para escuchar sin flaqueza un relato cuyo trágico desenlace era evidente. Su desprecio y sus deseos, como su mérito, su ufanía, su elegancia y el amor que acaso había inspirado, de nada servían ya. Servían de menos que la lagartija de Paracelso, prisionera de su jaula, y del retrato de Lorenzo Lotto, o que la hembra del bufón de mi abuela, prisionera de la locura.

Silvio me contó que mi hermano no había albergado ninguna sospecha, cuando en la ruta lo alcanzó. Hasta resultó lógico que ese alcance aconteciera, puesto que Silvio le explicó que yo lo había mandado a Bomarzo, precediéndome. Maerbale le contestó que iba allá también, por asuntos que sólo a él le concernían, y por su expresión el falso cómplice entendió de qué se trataba. ¿A qué otra cosa iba a ir, si no pisaba el suelo de Bomarzo desde que era mío? Juntos se detuvieron en una posada, a beber un jarro de vino, y Silvio aprovechó un descuido del joven condotiero para volcar en su vaso el veneno que yo le había dado. Todo se hizo limpia y velozmente, con más discreción que en el caso del cardenal Hipólito de Médicis. Maerbale murió en el acto, y según Silvio sin padecimiento. Su escolta era muy pequeña y nadie de los que la integraban osó detener al astrólogo de Narni, hombre misterioso, peligroso, si acaso sospecharon de él. El propio Silvio, cuya intimidad reciente con el segundón Orsini conocían esos criados, ya que en los últimos tiempos lo habían visto salir y entrar con él a menudo en su cámara del palacio florentino donde nos alojábamos, se encargó de decirles que Maerbale le había confiado que padecía, a raíz de su herida de Venecia, un mal oculto, terrible, que le emponzoñaba la sangre y que podía concluir con el capitán en cualquier momento. Le creyeron o no le creyeron (presumo que no le creyeron), pero, privados súbitamente de su amo, perdieron la cabeza y lo dejaron partir, pues les declaró con vehemencia que debía informarme al punto de una desgracia que me tocaba tan de cerca. Quiso el azar que no hubiera entre ellos ningún servidor especialmente fiel, ningún compañero de armas. Eran unos pajes venecianos y un escudero de Bolonia, más preocupados por la paga que por exhibir una lealtad inexistente. Con seguridad calcularon que lo que menos les convenía era enemistarse con alguien tan próximo al duque de Bomarzo, al único hermano de su señor, a aquel de quien dependería su destino, porque habrán barruntado que poco podían esperar de la inexperiencia de Cecilia Colonna. Envolvieron el cuerpo y lo pusieron sobre unas angarillas. Así continuaron su viaje hacia Bomarzo, con Cecilia que, metida en su litera, atónita y desesperada, gritaba su dolor al camino desierto. Tal vez perdiera su hijo y eso hubiera sido lo mejor. Cuando yo llegara a la fortaleza, se resolvería qué había que hacer y se delimitarían responsabilidades. Pensaron que llegaría de inmediato, pero postergué el regreso. No me atrevía a afrontar el sufrimiento de Julia, de Cecilia, de mi abuela. Cecilia no me atribuiría un crimen cuyas razones ignoraba, pero Julia las penetraba demasiado bien, y Diana Orsini las intuiría pronto.

Presté atención a Silvio sin formular comentarios y luego lo despedí. Necesitaba encerrarme a meditar, aunque todavía no experimentaba remordimiento alguno. Había conseguido lo que deseaba, con perfecta comodidad, y hubiera sido hipócrita e inútil deplorarlo. Ahora me sentía vacío, como si de repente me hubieran extirpado toda la amargura que llevaba adentro y no la hubiera reemplazado con nada, ni alegría ni aflicción. Maerbale había sido suprimido, había sido desplazado para siempre de mi camino, en el cual se cruzaba sin cesar, mostrándome el esplendor de sus ventajas, y así tenía que ser, implacablemente, para que yo pudiera seguir adelante. Días más tarde, cuando Messer Pandolfo apareció en Florencia, con los ojos arrasados de lágrimas, para comunicarme que mi abuela, en su alta edad, no había resistido el golpe y había hallado la muerte, en su aposento, entre sus gatos blancos, de modo que el pretexto que yo había inventado para alejar de Florencia a Julia resultó una tremenda realidad —que así se venga y burla la vida de nuestras pobres maquinaciones—, comprendí que los últimos lazos que me ligaban al pasado se habían roto. Entonces lloré por fin. Lloré por mi abuela, por mi padre, por Girolamo, por Maerbale, por mí mismo, sobre todo por mí mismo, por el sobreviviente, que era como una hoja seca en medio del huracán, como una de esas hojas amarillas que el viento de otoño empujaba contra los vidrios de mi ventana. Nadie ignoraba la pasión que me unía a Diana Orsini, proclamada en su correspondencia, y mis visitantes, que encabezó el duque Alejandro, involucraron en mi pesar al que debió conmoverme ante la muerte de Maerbale. Me rodearon, me consolaron, me hablaron de Dios, de la vida, de resignación, de la urgencia de sobreponerme porque me aguardaban graves compromisos. Yo los dejaba hablar. Abrazaba a Lorenzaccio, al cardenal Pucci, a Margarita de Austria, a mis primos Orsini, sin escucharlos. El vacío que colmaba mi interior se había ahondado más aún, saliendo de mí y envolviéndome como si yo estuviera dentro de una inmensa campana aislante en cuyo ámbito pesaba el silencio glacial. Hasta que, lentamente, comenzaron a dibujarse en esa aislada inmovilidad unas leves figuras. La blanca silueta de mi abuela, empinada, acechante, en momentos en que Girolamo nos miraba con horror desde las aguas del Tíber que tironeaban de su jubón ensangrentado; la de Girolamo, de pie junto a mí, desnudo, clavándome en la oreja una larga aguja, como una daga; la de mi padre, rechazándome, exiliándome a Florencia sin atender a mis balbuceos; la de Maerbale, enlazado a mi mujer, besándola, mordiéndola, se confundieron en mi memoria. Pasaban y volvían a pasar, como sombras, sobre la fosca perspectiva de Bomarzo. Pero también, en esa sucesión de imágenes, vi a mi abuela inclinada sobre mí, radiosos los ojos azules, el día en que me regaló la armadura etrusca, y la vi consolándome y deslizando sus dedos por mi pelo fino, muchas veces, muchas veces, como si yo fuera uno de los gatos que ronroneaban en el calor de sus cobijas. Vi a mi padre, rozándome la mejilla, a medida que nos narraba la historia del David de Miguel Ángel. Vi a Girolamo y a Maerbale, a caballo, trémulos de donaire y de gracia, cuando tornaban de alguna cacería, en medio de los negros jabalíes cobrados y de las antorchas. Y lloré nuevamente por todos nosotros.

Regresé a Bomarzo cuando mi abuela y Maerbale hablan sido sepultados bajo las losas de la iglesia. Ahora yo era el único, el postrero, yo, el más débil, el desmedrado, el miserable. Yo, y el ser que alentaba en las entrañas de Cecilia Colonna, y el que quizás se insinuaba en las de Julia Farnese. Ahora estaba solo con Bomarzo; solo con aquella masa de piedra, áspera y adorable, que tanto me había costado conquistar para mí.

Los gatos de mi abuela maullaban en los corredores, abandonados, y el otoño saturaba las tardes de melancolía. Me encerré en mi habitación y me negué a recibir a nadie. No quería tenerlos cerca, y menos que a ninguno a Cecilia, a Julia y a Silvio. Asomado a una ventana, observaba a mi mujer y a la mujer de mi hermano, que caminaban por el jardín, entre las rosas marchitas y los árboles deshojados. El vientre de Cecilia pugnaba bajo la falda, enorme. Supe que Julia aguardaba también un hijo. Bomarzo tendría un hijo. ¿Mío… de Maerbale…? A Maerbale lo había muerto yo, ¿para qué?, ¿para qué nada? ¿Qué palabras de alivio hubieran pronunciado entonces la religión de Ignacio de Zúñiga, el cariño de Abul, la amistad de Hipólito de Médicis? ¿Quién hubiera podido aclararme por qué y para qué iba a los tumbos esa vida en la que lo único inmutable, lo único perdurable, lo único firme y cierto eran las rocas que allá abajo, en el valle, emergían de la fronda espinosa y que cuando yo andaba entre ellas, de mañana, palpando sus formas que entibiaba el rocío, parecían estremecerse, como si fueran colosales seres humanos, como si fueran los míos que se habían desgarrado de mí para siempre y que sin embargo seguían allí, inseparables de Bomarzo, hincados en el misterio fecundo de su tierra?

Cecilia dio a luz un varón, dos meses después. Fue bautizado con el nombre de Nicolás, en la iglesia donde su padre yacía. Maerbale lo había escogido, y Cecilia respetó su decisión. Era un nombre viejo e ilustre en nuestra progenie: el del papa que soñó con dividir a Italia entre los suyos; el del amigo de Santa Brígida y de Boccaccio; el del guerrero que conservó para los pontífices su sede de Roma y por eso recibió privilegios importantes de Gregorio XI; el del famoso vengador de su padre, que mandó despedazar con hierros candentes al enemigo Rainieri y arrojar sus trozos al Tíber; el del admirable conde de Pitigliano, aquel del sepulcro glorioso en Venecia, el amo del astrólogo Benedetto; el de mi primo, el feroz, el de las concubinas hebreas. Muchos Orsini se habían llamado Nicolás; muchos se llamarían así. Cuando el capellán lo sumergió en el agua santa, el pequeñito rompió a llorar, y Julia, que empezaba ya a mostrar su preñez, se estremeció y le besó una mano. Detrás, entre Segismundo y Mateo Orsini, yo presidía la ceremonia.

El duque de Mugnano acudió también y me presentó un fragmento de mármol hermosísimo, de tamaño mayor que el de un cuerpo humano natural, un torso de Minotauro que posiblemente integró un grupo perdido, con la desaparecida figura de Teseo, y que según él era copia romana de un original griego del siglo IVV antes de Nuestro Señor. Con ese regalo suntuoso calculaba que se haría perdonar el rapto de Porzia. El torso de atleta, sin piernas ni brazos y con el sexo salvado prodigiosamente, se coronaba con una cabezota cuyo horror no procedía tanto de los rasgos bestiales y del casquete crespo que la ceñía, entre las orejas puntiagudas y rotas, como de la bárbara mutilación que había sufrido en plena cara y que le había arrancado buena parte de ella. El contraste entre la fascinadora voluptuosidad de ese cuerpo armónico, elegantemente apoyado en una de las piernas inexistentes y esa testa monstruosa, me espantó en el primer instante, como todo lo anómalo, y hasta llegué a sospechar que mi primo de Mugnano me lo había mandado como una burla, acaso como una alusión cruel al desconcierto de mi físico, pero era tan buena la relación que me vinculaba al castellano limítrofe, y tanta la importancia arqueológica de la pieza —cualquiera puede verla hoy, en el Museo Pío Clementino del Vaticano, en la Sala de los Animales, después de las Musas—, que descarté esa idea extravagante, y ordené que emplazaran al engendro en el centro de la galería que rodeaban los bustos de los emperadores romanos de la colección de los patriarcas de Aquileia. Allí quedó mientras viví en Bomarzo, como un símbolo inquietante: la quimera pavorosa, bella y repulsiva, y en torno la ronda, la guardia de los soberanos jóvenes y viejos, que la miraban doblando las cabezas o alzando las frentes, ya vencidos por la indolencia, ya espoleados por la ambición, ya meditabundos, y que le rendían homenaje desde la lepra y el orgullo del mármol, como a un milenario dios secreto.

Las funestas consecuencias fisiológicas de una gestación ardua, entorpecida por los trastornos que derivaron, para la pobre Cecilia, de la muerte de Maerbale, con quien se había casado exclusivamente por amor, se observaron muy pronto. Su debilidad le impedía intervenir en las tareas de sus damas, que dirigía mi mujer, pero, sentada entre ellas frente a la chimenea del salón por cuya cornisa se desenroscaba, entrelazada, la guirnalda con las iniciales mías y de Julia Farnese, daba de tanto en tanto unas puntadas a las ropas del ajuar infantil que preparaban juntas. Hasta que se advirtió que su vista comenzaba a flaquear, de tal suerte que debió suprimir también aquella mínima colaboración. Por fin, la noche total cayó sobre sus ojos. Pensamos que se trataba de algo pasajero; consultamos a los astros, al herbolario del lugar y trajimos físicos de Roma, pero fue en vano. Cecilia Colonna estaba ciega. Y el remordimiento que yo no había sentido cuando Silvio me informó del asesinato de Maerbale, creció, veloz, dominándome, ahogándome, ante la tortura de la inocente. A veces, al torcer un recodo del jardín, detrás de un seto recortado, topaba con ella y con Julia. El dolor había afinado el rostro de mi cuñada, infundiéndole una enigmática hermosura espiritual de la cual antes carecía y que acentuaba la paz inmóvil de sus ojos. Esos ojos desiertos se posaban largamente sobre mí, como los de una estatua, y a su lado, intensos, ricos de una vida luminosa, los de Julia clavaban también su muda acusación. El pequeño Nicolás, que mecía la nodriza, gimoteaba cerca, y yo me alejaba precipitadamente para eludir el espectáculo. Ni ella ni Julia mencionaron jamás la posibilidad de que existiera lazo alguno entre la muerte imprevista de Maerbale y mi intervención fatal. Habíase forjado entre ambas una rara solidaridad, luego del fallecimiento de mi hermano. Ambas lo habían querido; ambas habían perdido con él mucha de su razón de ser en el mundo. A Cecilia, en la oscuridad terrible que la rodeaba, restábale por consuelo su hijo, su Nicolás Orsini; Julia alcanzaría en breve un alivio similar, cuando naciera el que abultaba su vientre, y que acaso fuera hijo de Maerbale. Después de muerto, Maerbale seguía triunfando.

La posesión de mi mujer, lograda tan a destiempo, me impulsó a reanudar la experiencia a menudo. Me ilusionaba pensando que con ello afianzaba mi dominio; que la tornaba más mía cada vez; pero en cada ocasión —y ella se entregaba, silenciosa, remota— cuando me separaba, aparentemente saciado, comprendía que no era su dueño verdadero, que o bien, en los momentos culminantes, otra forma, de mi hermano invisible, se sustituía a la mía, apoderándose de Julia, o bien ella me dejaba hacer, indiferente, sin compartir mi arrebato. Y eso, que me encendió de rabia, me hizo, paradójicamente, mucho bien, porque me proveyó de un motivo más para odiar a Maerbale y a su memoria y me afirmó en la certidumbre de que al anularlo procedí en propia defensa, como debía.

Entre la espectral Cecilia, que pasaba tanteando las paredes con el bastón de oro de mi abuela, y Julia, cuyo desdén de labios apretados me fustigaba con mayor virulencia que el más soez de los insultos, el tiempo transcurrió en un infierno que escondía sus llamas dentro de mí. Si salía de noche a vagar por el parque, por el bosque, con Silvio o con Juan Bautista, los ramajes umbríos, las fuentes y las rocas informes se retorcían, convirtiéndose en Maerbale, en Girolamo, en Beppo. Me refugiaba entonces en mi cámara, donde habían buscado asilo los gatos desamparados de Diana Orsini y, tendido en el lecho, con ellos alrededor, imaginaba que mi abuela estaba ahí, como cuando era muchacho, pronta para consolarme y para hallar una explicación de mis extravíos. Pero a mi abuela la había muerto yo, como a Maerbale, y ya no me quedaba ninguna posibilidad de protección. Acaricié entonces la idea compensadora de que un sacrificio, una penitencia, me ayudaría a reconquistar el equilibrio, y puesto que mis encuentros lujuriosos con Julia significaban para mí, luego que se apagaba su quemadura fugaz, un sufrimiento y una humillación, me impuse, como castigo, la obligación de eludir todo contacto carnal que no fuera el de ese cuerpo frío y hostil. Sin embargo una noche, cuando descendía de su aposento, luego de gozarla, con mi hambre sensual intacta, vejado, envilecido, recuerdo que al atravesar la galería de los bustos imperiales, que iluminaba una sola antorcha con agonizante claridad, sucedió algo extraño. El bailoteo del blandón descubría, efímeramente, las fisonomías ávidas de los emperadores, cuya ansiedad resultaba misteriosamente similar a la mía y se evidenciaba en el temblor de los labios, en las ojeras, en la codicia de los perfiles tensos, en la pasión que vivificaba a la piedra, roída por los siglos y animada por el hechizo de la luz aleteante. Miraban todos ellos hacia el torso del Minotauro. Recuerdo que me aproximé a la estatua, que la llama lamía de vez en vez, dorándola con un tono de miel, cálido y mórbido, y que una fuerza recóndita me impulsó a ceñir con mis brazos el cuerpo hermoso, que se erguía como en un ara sobre su base, en el centro del castillo; que apoyé la mejilla contra su vientre de marcados músculos y que, ascendiendo con los labios por el alto pecho, besé la cara mutilada, destrozada, horrible.

Hacía mucho tiempo que no soñaba, y soñé esa noche que el Minotauro era el duque de Bomarzo. Yo mismo lo coronaba con la media diadema y le vestía el ropaje ceremonioso. Messer Pandolfo pronunciaba un largo discurso en latín, y los emperadores romanos le rendían acatamiento. Del rostro despedazado de mármol de la bestia, manaba sangre. La escena tenía un aire de orgía y de rito, de culto hermético y lúbrico. Era una imagen truculenta, propia de un cerebro febril y de una época en que las obras antiguas, recién descubiertas, lograban incomparable importancia, y en que los temas priápicos obsesionaban a los príncipes confundidos por sus crímenes, por la mitología y por una concupiscencia que requería incentivos desvariantes.

Al día siguiente escribí a Violante Orsini y a Fabio Farnese, sugiriéndoles que me visitaran en Bomarzo y que llevaran con ellos alegre compañía. Extremé el impudor hasta decirles que después de la muerte de Maerbale necesitaba distraerme de la tristeza de su memoria. Entre tanto, me fui con Juan Bautista a Mugnano, a visitar a mi primo el duque y a su hermana Porzia. Volvimos sudados, ebrios, gritando por el camino que cruzaba la chispa lunar de las liebres. Juan Bautista traía un cinto de oro, con cuatro amatistas, que Porzia le había dado en nombre de su amante. Me tiré en mi lecho, resoplando, sacudiendo su columnata, y llamé a Julia varias veces, hasta que me quedé dormido.

Violante era, dentro de su desorden, una buena mujer. Su sensualidad podía más que cualquier consideración y la arrastraba a toda clase de frenesíes, pero nunca procedía hipócritamente. Del tiempo en que había sido amante del duque de Urbino había conservado un aderezo de topacios y perlas, que le encantaba lucir, y del tiempo en que lo había sido del alabardero hermoso, conservaba una cicatriz en el cuello a la que apreciaba como a otra alhaja. Desmontó del caballo, en Bomarzo, ansiosa de divertirme y de divertirse. Había dejado a su marido en Roma, y Fabio le servía —ya que no de galán efectivo, por obvias razones— de acompañante cordial, siempre dispuesto a secundar sus caprichos. Con ellos trajeron a varias señoras de vida poco recomendable, bonitas, lujosas, entre otras a una prima de Cecilia, viuda a los dieciocho años, que no usaba más brújula que la de su mudable placer, y a media docena de intelectuales, algunos de ellos bastante serios pero, como gente que aspiraba a la elegancia, listos a seguir la corriente de los grandes para que no los juzgaran aburridos o pasados de moda, y listos asimismo para cazar al vuelo una tajada porque, al fin y al cabo, hay que vivir. Ése fue el núcleo de mi futura corte de Bomarzo, que ha inspirado comentarios y cierta literatura. Estaba entre ellos, distante, un prelado, Cristóforo Madruzzo, de noble familia, que fue obispo de Trento dos años después y algo más tarde, cardenal. Era un admirador profundo de Julia Gonzaga. Luego compró al duque Caraffa los castillos de Galese y Soriano, en el Cimino, cerca de Bomarzo, donde embelleció la fuente de Papacqua, y esa proximidad estrechó nuestras relaciones. Estaba también Francisco Molza, el admirable humanista, que había formado parte del séquito del cardenal Hipólito de Médicis y se halló junto a él cuando mi amigo murió en Itri. La existencia disoluta que llevaba en Roma le dio tanta fama como su cancionero petrarquizante, como las estrofas que dedicó al retrato de Julia Gonzaga por Sebastiano del Piombo y como las de la Ninfa Tiberina, que exaltan la gracia de Faustina Mancini. Había dejado, años atrás, en Módena, a su mujer y a sus hijos, y los había olvidado por completo. Sufría la misma enfermedad de Pier Luigi Farnese, la enfermedad de la cual Paracelso me salvó en Venecia, y sus estragos comenzaban a devastarle el rostro macilento pero así como Madruzzo era grave y solemne, no obstante la finura señoril de sus rasgos y de su boca levemente irónica, que Tiziano ha preservado para la eternidad, Molza era inclinado a la burla, al epigrama y al devaneo amoroso. Estaba Aníbal Caro, el poeta, secretario de monseñor Gaddi, que más adelante lo sería de Pier Luigi, numismático, arqueólogo, preocupado de retórica estilística, frío y pulcro. Estaba Francisco Sansovino, que no contaba más de dieciséis años y acudió de Venecia con Claudio Tolomei, defensor de la lengua toscana. Estaba Betussi, superficial, adulador, que preparaba ya los diálogos del Ra ver ta y expresó en verso el elogio de mi mujer, señalando, como era de esperar, su «ingenio angélico y celeste» y la belleza que recibió, «como don del cielo», y que cantó (porque un día le mencioné, al pasar, ese idilio trunco de adolescencia) a la lejanísima Adriana dalla Roza, con el mismo entusiasmo con que el pequeño Sansovino, su compinche en las prácticas de una bibliografía lisonjera, que se traduciría en ventajas financieras para sus cultivadores, me celebró a mí, a Vicino Orsini, en el segundo libro de sus hombres ilustres, destacando insólitamente mi «vida y aspecto reales» y mi condición no menos insólita de «amante de las armas y de las letras». Se instalaron en el castillo y lo alegraron con su despejo, con su malicia, con sus artificiosas ocurrencias. A algunos de ellos, evidentemente, se los podía acusar de inescrupulosos, de mercaderes de loas rimadas, de envidiosos, de enfermos de vanidad, pero todos rivalizaban, con la sola excepción del sobrio Madruzzo, en el derroche de un donaire de chisporroteos multicolores que nos obligaba —a nosotros, los señores, mucho más lentos, más torpes y anquilosados cuando se trataba de las gimnasias de la listeza— a una permanente vigilancia, para manejarnos sin perdernos en un laberinto de retruécanos, alusiones, sofismas, emblemas, citas en griego y latín, recuerdos de Platón, de Dante o de León Hebreo, cuyos meandros destellaban por el choque de las agudezas, cuando nuestros huéspedes hablaban de amor o de intrigas o razonaban sobre equívocos idiomáticos. Esa acrobacia permanente me irritaba un poco porque era superior a mí y a mis conocimientos, a pesar de que mis nuevos amigos invocaban a cada instante mis ensayos líricos, parangonándolos con los de Petrarca, pero en el fondo la atmósfera de inteligencia y de respeto me halagaba, y me parecía que con aquellas presencias doctas y petulantes yo le tributaba a Bomarzo un homenaje que hasta entonces no había recibido, pues ahora, por primera vez en su historia, quienes departían en sus salas, en torno de las rojas chimeneas, o se asomaban, friolentos, arropados con pieles que a veces debía prestarles, a otear el taciturno paisaje invernal que blanqueaba la nieve y azotaba la lluvia, no eran unos soldados y unos cazadores, vehementes, brutales que golpeaban con las dagas las mesas para llamar a los criados, y estremecían al castillo con sus palabrotas, inquietos únicamente por despedazar al jabalí que se asaba frente al fuego, o por averiguar si les convenía más luchar a las órdenes de Venecia, de Milán, de Nápoles o del papa, sino unos hombres frágiles, melindrosos, que se esmeraban por elaborar frases sutiles y complejas, llenas de perspicacia maligna, y que se enseñaban los unos a los otros unos papeles escritos con líneas desiguales, negros de borrones y raspaduras, así como los guerreros anteriores, en la época de mi padre y de mi abuelo, se arremangaban violentamente y se abrían las bragas, para mostrarse los costurones y las huellas de los tajos.

Yo los escuchaba y hablaba poco. Mi prejuicio decorativo se encantaba al presenciar sus evoluciones. Componían grupos cadenciosos con las damas frívolas, con Fabio y con mis primos Orsini, teniendo por fondo cromático a las pinturas de Rafael, Tiziano, Lotto, Bassano y Dossi, o girando en sus caminatas —caminaban mucho, conversando sin cesar, y el rigor del tiempo no les permitía abandonar el castillo— alrededor del Minotauro, para luego pasear lánguidamente delante de los bustos de los emperadores, que a su vez los contemplaban con insolencia despreciativa, llegar hasta la armadura etrusca, y descender entre tapices hacia las salas de los trofeos. Charlábamos así, una tarde, cuando mi deudo de Mugnano se presentó repentinamente. Por la intensidad de su expresión deduje que era portador de una noticia importante, y temí que Silvio o yo mismo hubiéramos sido relacionados con la muerte de Maerbale, pero al punto eliminé esa inquietud, porque la verdad es que a nadie —ni al papa, ni a los Colonna de Cecilia— le interesaba acusarme de esa muerte, y antes les convenía conservar la amistad del sobreviviente poderoso que desvelarse por el muerto ineficaz. De muerte y de crimen se trataba en efecto, si bien con ellos nada tenía yo que ver. Lorenzino de Médicis había asesinado al duque Alejandro de Florencia. El Renacimiento afirmaba cada vez más la obsesión monótona que exigía que ninguno de sus personajes muriera de muerte natural. Quedamos anonadados. Aunque habíamos oído susurrar a menudo que Lorenzaccio constituía un peligro para el duque, pues terminaría apuñalándolo, ya que nunca había dejado de considerarse, junto al bastardo, como el legítimo heredero de los grandes Médicis, el carácter del menudo filósofo y sus constantes bufonerías parecían excluir la decisión y el vigor que supone un crimen. Yo que había mandado matar a mi hermano, sabía bien lo que eso significaba. Sabía el caudal de fuego que hay que llevar en las venas para tomar una resolución así. Lorenzaccio, incansable inventor de los placeres ducales, organizador de sus vicios y cómplice de sus felonías, carecía, a primera vista, del impulso vital que mueve a una determinación tan perentoria. Pero en seguida, cada uno de nosotros, como en esos casos sucede, empezó a indagar en sus reminiscencias, en pos de algún rasgo directo que vinculara al autor de Aridosia con esta imagen nueva y relampagueante, y poco a poco, mientras nuestras voces subían de tono, fue como si, uno a uno, lo hubiéramos previsto.

Violante Orsini recordó, precisamente, la representación de Aridosia, a la cual habíamos asistido juntos, cuando las bodas del duque.

—Tuvimos que oír cosas tremendas, y no soy mojigata. No obstante, peor que el derroche indecente, resultaba la impresión de que detrás del palabrerío había algo oculto… misterioso… una alusión… una incitación…

—Sí —replicó Cristoforo Madruzzo, apoyando una mano que emergía del breve encaje del puño, en la cadera del Minotauro—, la incitación era evidente. Aquel público de señores florentinos tenía que sentir como trallazos, en la cara roja de vergüenza, la repetida mención de las monjas acosadas hasta en sus conventos. Es lo que hacía el duque, perseguir a las niñas nobles hasta las celdas, y eso era lo que más indignaba al pueblo de Florencia, y Lorenzino, burlándose, lo subrayaba.

—El pasado año, en los días en que el emperador convocó en Nápoles a los del exilio, luego de la empresa de Túnez —arguyó Aníbal Caro—, me acuerdo que se comentó doquier que el duque Alejandro había perdido su cota de mallas, de la cual no se desprendía nunca, y que refirieron que se la había robado Lorenzino.

—Es un loco furioso, capaz de cualquier demencia —terció a su vez Francisco Molza—. Cuando, en Roma, mutiló las estatuas del arco de Constantino, valiéndose de una barra de hierro, pronuncié una arenga en latín, ante la Academia. Quien la relea encontrará, en un párrafo que dedico a la musa Melpómene, mi anuncio de las tragedias que se precipitarían luego… ésta y la del cardenal Hipólito…

La voz juvenil de Fabio Farnese se elevó, mimada, voluntariosa:

—Lorenzino es un héroe. Es un nuevo Marco Junio Bruto. Es el que ha destruido al tirano.

—Es un loco —insistió Molza— y un ambicioso. Uno que busca que hablen de él a cualquier precio. No se resigna a desempeñar un papel secundario, entre sus primos opulentos. Degolló a las estatuas para atraer la atención hacia su insignificancia, y asesinó al duque Alejandro por el mismo motivo, por resentimiento. Es un histrión.

—¡No! —gritó Fabio, y lo secundaron Orso y Mateo Orsini—; ¡mató como un héroe! Es un nuevo Bruto. Mató para salvar a su patria, como un romano antiguo.

La conexión de la figura de Lorenzino, esmirriado, volandero, con la del eminente Marco Bruto, a quien no se podía mentar sino en términos majestuosos y teatrales, los fascinó en seguida. Cedieron, jubilosos, maravillados, al entusiasmo con que el Renacimiento revestía las togas augustas y remedaba, en los proscenios ruinosos, la inmortalidad escultórica de los gestos cesáreos. En medio de los bustos aquilinos de los emperadores, perchados como aves de presa en sus bases de pórfido, los jóvenes encendidos vibraban, románticos, anunciando al Lorenzaccio de Alfred de Musset. Molza, que tenía mal carácter y a quien su enfermedad le intoxicaba el ánimo, les respondió que no fueran imbéciles, y los muchachos echaron mano a los puñales. Entonces, para sosegarlos, para distraer su cólera, evoqué también yo la atmósfera desconcertante que rodeaba a las relaciones del duque y su primo.

—Hubo adivinos y astrólogos —les declaré—, que como el poeta Molza pronosticaron esta muerte. Ya sabemos que el poeta es un iluminado, un vaticinador. En Florencia conocí a un Poggio de Perugia, que en sueños vio al duque asesinado. Y Giuliano dal Carmine, el que intervino en los augurios cuando comenzaron a edificar la gran prisión, publicó a derecha y a izquierda que Lorenzino degollaría al príncipe.

—Y yo —añadió el duque de Mugnano— a otro profeta conocí que llamaban el Greco, un Giandomenico dal Bucine, que repetía la misma cosa. Y he tratado al arzobispo de Marsella, al hermano de la marquesa de Massa, que proyectó matar a Alejandro por medio de un arcón lleno de pólvora, porque galanteaba a su hermana, la mujer de Lorenzo Cibo. No lo mató el arzobispo de Marsella; lo mató el mozuelo extravagante, que creí incapaz de aplastar una mosca. Que Dios se apiade del duque de Florencia. Nunca lo quise. Era un ser aborrecible, un infame.

—Ordenó que ultimaran a su propia madre, para esconder su bajo origen —apuntó Sansovino, pero lo hicimos callar, porque no convenía que un rapaz, por despejado que fuese, terciara de igual a igual con sus mayores, y menos, siendo villano, que se expresara con tanta imprudencia, al hablar del señorío.

Mi mujer y Cecilia, que jamás acompañaban a nuestro grupo, y permanecían en sus aposentos, con el agresivo Nicolás, habíanse asomado a la galería, luego que supieron la llegada del vecino de Mugnano, y habían escuchado las informaciones. En una pausa de silencio, resonó el claro timbre de Julia Farnese:

—Lorenzino mató al tirano. Mató al asesino. El asesino fue el tirano y no él. Hizo bien en matarlo así. Matar a los que matan… matar a los que matan…

Pronunció esas palabras y me miró con fijeza. Cecilia Colonna avanzó vacilando, golpeando con el bastón de oro las bases de los bustos, y lanzó un chillido:

—¡Matar a los que matan!

Aplaudieron Fabio y los Orsini. En el escenario de las estatuas, por el cual se adelantaba con una mano tendida, la princesa ciega avivaba clásicas figuras.

—¡Lorenzino ha salvado a Florencia del oprobio! —exclamó Segismundo, y me asombró que Fabio y él, afeminados, triviales, sólo ocupados de ropas, de afeites, de chanzas y de intrigas con hombres de cualquier condición, tomaran el asunto tan a pecho. La verdad es que tenían bastantes rasgos en común con Lorenzino; que acaso reconocían en él a lo mejor, a lo más depurado de sus psicologías.

Los días siguientes no se comentó otra cosa en Bomarzo. Trajeron de la Toscana frescas noticias con detalles del crimen, y en nuestras imaginaciones se fue burilando la estampa del duque perfumado, que elegía los guantes de piel —los guantes «de hacer el amor», como los describía por oposición a los guanteletes de guerra— y se aprestaba para la aventura que Lorenzo le había prometido, con su tía la ejemplar Catalina Ginori. Lo vimos separándose de sus esbirros, hasta de ese húngaro que jamás se apartaba de su lado; entrando en el palacio que nos había albergado a Maerbale y a mí, durante nuestra última estada en Florencia, y que habitaba Lorenzaccio; tirándose vestido en el lecho, a aguardar a la esquiva pronta a ceder, y recibiendo, medio dormido, la primera cuchillada de su primo que, transfigurado, saltaba sobre él como un demonio. Lo vimos defendiéndose con un escabel por escudo; brincando, debatiéndose, sacudiéndose, hurtando el cuerpo en un baile mortal, mientras su sangre salpicaba en torno las paredes, como si fuera una siembra que arrojaban al voleo; mordiendo con rabia la mano de Lorenzino, hasta que casi le arrancó el índice, y doblándose bajo las estocadas implacables, en tanto que el escurridizo Médicis y un valentón a sueldo que llamaban Scoronconcolo y a quien yo había entrevisto en el palacio de los Popolani, le daban caza como a un animal cercado, en la cámara que apenas iluminaba una bujía sola, puesta en el suelo. Lo remataron, lo cubrieron con el pabellón de la cama, y se dieron a la fuga.

—¿Y Lorenzino?

—En Venecia, junto a Felipe Strozzi, que lo abrazó llorando cuando le creyó por fin, porque al principio no le creía, y le prometió que sus dos hijos, los dos Strozzi bisnietos del Magnífico que son bellos como el sol, casarían con sus hermanas, puesto que había devuelto a Florencia la libertad.

—Quieren que Sansovino esculpa su estatua —dijo Betussi.

—¡La hará mi padre! —se entusiasmo el pequeño Francisco Sansovino—. ¡Estoy seguro! Anda muy ocupado, con la construcción de la nueva librería veneciana, donde colocarán los manuscritos del cardenal Bessarión, pero estoy seguro de que lo dejará todo para consagrarse a esta obra: la estatua de Lorenzino de Médicis.

—¡De nuestro hermano Lorenzino! —interrumpió Segismundo.

—Y harán acuñar una medalla en su honor —dijo Fabio Farnese.

—Jacopo Nardi lo ha comparado con David, el minúsculo, derribando a Goliat, el gigante —dijo Orso Orsini.

—Hoy el gigante es él. ¡Será el nuevo duque de Florencia! —exclamó Mateo.

Molza meneó la cabeza escépticamente:

—No, no lo será. Los florentinos no tolerarán que los gobierne ese loco carcomido por la ambición.

—¿Loco? ¡Héroe!, ¡héroe y santo! ¡Gloria a Florencia!

Luego se advirtió que Molza estaba en lo cierto. Los exiliados, con Strozzi a la cabeza, fueron derrotados en Montemurlo, y Strozzi falleció en esa misma cárcel cuyas murallas había costeado con su dinero. Traducía a Polibio y no conseguía comprender cómo, ahora que su patria había sacudido el yugo, él yacía en prisión. Al final lo envenenaron. Y el duque no fue Lorenzino, ni el hijo natural de Alejandro, sino su primo Cosme de Médicis, el astuto, quien recogió los beneficios de la audacia del filósofo y, en pago de la corona, lo hizo perseguir por las ciudades europeas, transformado en un errante desesperado que veía doquier, como si en las paredes se proyectara la sombra de un erizo enorme, puñales y puñales.

Yo, en momentos en que el episodio encrespaba los ánimos y dividía las opiniones, no podía apartar de mi mente el recuerdo del muchacho, pero no evocaba al trágico homicida de ese Alejandro a quien tanto detesté en la infancia y que me calzó las espuelas de oro, ni tampoco al mozuelo con quien fui a Poggio a Caiano la tarde en que entregué a Julia. No pensaba ni en el tiranicida ilustre, ni en el resentido ansioso de renombre. Pensaba en un niño moreno, débil y afectuoso, que se movía con la elegancia irreal de los personajes de los sueños; un niño que hubiera podido entrar de una cabriola en la cabalgata de los Reyes Magos de Benozzo Gozzoli y quedar para siempre entre sus altezas encantadas; un niño que, la noche en que expiró Adriana dalla Roza, me tomó una mano y la tuvo en las suyas y me consoló cuando, traicionado, abandonado, me deshacía en lágrimas junto a su cuerpo frío. Rodeado por esos fantasmas de mi adolescencia, vagaba solo, luego que todos se habían retirado y que Bomarzo dormía. Parpadeaban aquí y allá, en los ventanucos, las luces de los escritores que anotaban cuanto sucedía y que aprovechaban la calma nocturna para componer sus versos retóricos sobre Pier Francesco Orsini, el perfecto. Me detenía delante del Minotauro, que era, como Lorenzaccio, un símbolo; tocaba su cara horrible, desde cuya destrucción me espiaba el único ojo sobreviviente, y murmuraba:

—¿Sabemos por qué matamos? ¿Lo sé yo, lo sabe Lorenzino? ¿Podemos asegurar que entendemos algo de alguien, cuando atravesamos las capas obvias de la superficie y nos adentramos en lo más profundo? ¿Nos entendemos a nosotros mismos? Tantos elementos sutiles, delicados, ignotos, juegan cuando cumplimos cada acción —la de matar a un hombre o la de amar a otro— que en verdad para comprender cualquier sentimiento y cualquier actitud, aun las aparentemente más simples, deberíamos dedicar nuestra vida entera a desmontar, pieza a pieza, el misterio de las razones acumuladas, entreveradas, y aun así probablemente se nos hurtaría lo principal.

—Ahora —observó una mañana Cristoforo Madruzzo, que era sagaz— la familia de Su Beatitud el papa Pablo —no dijo: los Farnese, concretamente, por respeto a Julia— querrá incorporarse a la flamante viuda de Alejandro, a Madama Margarita de Austria, para reforzar su alianza con el emperador. No me extrañaría que la casasen con uno de los hijos de Pier Luigi.

Así fue y eso probó la perspicacia política del futuro cardenal, pero confieso que me incomodó sobremanera que se refiriese en público, con tan desenfadada ligereza, a asuntos vinculados con gente allegadísima a nuestra estirpe, cuyos tejemanejes sólo deberían ser considerados por los grandes. De todos modos, me gustó la idea de quitarles a los Médicis la hija del César y de incorporarla a los nuestros, aunque fuese a cambio de nuevos prestigios para el voraz Pier Luigi.

Nació el hijo de Julia, y cuando lo rociaron con el agua del bautismo, lo llamaron Horacio. Es singular que de nosotros dos, de Maerbale y de mí, haya sido él, el menos preocupado por estas cosas, quien designó a su hijo con un nombre que prolongaba la tradición de los Orsini: Nicolás. Yo pensé llamar al hijo de Julia —todavía, al escribir estas páginas siglos después, no me atrevo a decir: mi hijo— con un nombre más antiguo en la nomenclatura de la progenie. Pensé llamarlo Rubeus, como ciertos antepasados nuestros del siglo XIII, así designados en honor de otros antepasados, aun anteriores, los Ildebrandi. Si no lo hice no fue tanto por la excesiva rareza del apelativo, como por el hecho de que Maerbale hubiera elegido una denominación tradicional. Entendí que con ello invadía mis dominios, sin tener en cuenta que mi hermano era tan Orsini como yo, y, reaccionando agresivamente, resolví que el primogénito de Julia llevaría un nombre que la familia no había usado nunca y escogí, al azar, el de Horacio. De modo que Maerbale, aun muerto, seguía pesando sobre mi destino: por culpa suya (y por culpa mía) no sabía yo, grotescamente, irritantemente, si mi hijo era mío o suyo, y, previendo mi reacción, lo cual le sugirió sin duda el nombre de su vástago, me obligaba a mí, al duque, a contrariar mis sentimientos más hondos, y a poner a mi heredero un nombre que era casi un certificado de ilegitimidad, por intruso en la estirpe.

Fuera o no mi hijo, por descontado que lo recibí como a tal, con muestras de entusiasmo. Como relatan que hizo Juan de las Bandas Negras cuando nació su retoño —el mismo Cosme que había sucedido recientemente a Alejandro de Médicis en el ducado de Florencia, gracias a la involuntaria ayuda de Lorenzino— mandé encender grandes fuegos en las torres y cumbres de mis distintas posesiones del Lazio; y los vecinos, al enterarse por esas hogueras de que una novedad de importancia me había acaecido, acudieron a Bomarzo donde, sumados a los escritores que venían de Roma y a los parientes de las ramas Orsini y Farnese, se hizo larga fiesta al pequeño príncipe.

Ese pequeño príncipe me intrigaba y me angustiaba. Inclinado sobre su cuna, buscaba yo, en la vaguedad de sus rasgos, en su cráneo aún indeterminado, en su frente peluda, en sus ojos sin vista, algo, un indicio, que me permitiera afirmar la paternidad mía o de Maerbale, pero, aunque hubiera logrado discernir en el diminuto rostro indeciso un elemento que lo destacara, la verdad es que Maerbale y yo nos parecíamos tanto que cualquier señal más o menos característica hubiera sido compartida por los dos. Lo que revestía trascendencia es que Horacio Orsini fuese perfectamente normal. No traía al mundo, como yo, la maldita desviación de la columna hacia la izquierda, ni la deformación de la pierna derecha. Si hubiera tenido la desventura de compartir alguna de esas cargas mías —como la tuvo un hermano suyo, años más tarde, aquel a quien di el nombre de Maerbale— no dudo de que lo hubiera considerado mío, todo mío. Quizás hubiera preferido que fuese jorobado. Quizás… no… no…

Recuerdo que hice con él algo muy singular, tres días después del natalicio. Lo levanté de la cuna y salí de la habitación, a pesar de la protesta de Julia, que imaginó quién sabe qué atrocidad, acaso, puesto que he mencionado a Juan de las Bandas Negras, que, como refieren que hizo él con su Cosimino, iba a ordenar que desde la altura de una terraza lo arrojaran a mis brazos. Lo llevé conmigo a la iglesia solitaria, delante del sepulcro de San Anselmo. Según narraba mi abuela y antes que ella mi bisabuela y mi tatarabuela y así, desde la oscuridad de los tiempos, una muchacha de Bomarzo acusó a un diácono de ser padre del niño a quien había dado a luz, y el padre de ésta quiso vengar el ultraje y matarlo. Sometieron el caso al obispo Anselmo, y el santo varón, dirigiéndose al recién nacido, le preguntó, en nombre de Jesús, si el diácono era realmente culpable, a lo que el infante respondió, ante la maravilla de todos: «Este diácono es puro; no se ha manchado con ningún delito». En la misma forma, colocándolo sobre las reliquias, interrogué yo al hijo de Julia: «Dime quién es tu padre». Como se comprenderá, el pequeño redujo sus impresiones a un airado gimoteo, pues los milagros no se producen porque sí. Lo cuento (tal vez hubiera debido callarlo) para mostrar con un detalle más la mezcla de ingenuidad que intervenía en la elaboración de mi carácter y hasta dónde es posible ser, simultáneamente, un criminal y un candoroso. Probablemente se me ocurrió que, solicitado por el duque de Bomarzo, San Anselmo, obispo de esa diócesis diez centurias antes y, en consecuencia, feudatario de su señor, no me negaría, en ocasión tan crucial, el homenaje de un prodigio.

Horacio Orsini creció bien. A quien más se asemejaba, gordo y jovial, era a su abuelo Farnese. Me equivoqué al calcular que su presencia facilitaría mis relaciones con Julia. Mi mujer poseía el don exasperante, cuando se había trazado una línea de conducta, de no abandonarla jamás, por distintas que fuesen las circunstancias. Evidentemente había resuelto qué actitud le correspondía frente a mí, y nada ni nadie conseguiría que la modificase. Consistía en una mixtura de cortesía y de frialdad, con exactas dosis que creaban una atmósfera en la que ni el grito soez ni la amarga ironía tenían pasaporte y en la que se columbraba un dejo de miedo vacilante. Con Cecilia Colonna edificó un limitado mundo alrededor de los dos niños, Horacio y Nicolás, y no salió de su amurada distancia. Si teníamos huéspedes, hablaba con ellos lo imprescindible y se apartaba en cuanto podía. Siendo el invitado un personaje de fuste, permanecía con nuestro alegre grupo hasta tarde, pero también entonces advertía yo qué infranqueable era su alejamiento, y sólo cuando se retiraba entre los pajes que la precedían con altos cirios, la compañía reía a sus anchas, porque hasta ese momento había sido como si tuviéramos entre nosotros a un ser de mármol, duro y hermoso, aislado, como los castillos que encantaban los hechiceros, por una zona en la cual moran los rumores. Y si yo, después, medio ebrio y rabioso por vencer a la postre, la orgullosa armadura con la cual nos humillaba a todos, entraba en su cámara y me arrojaba sobre su lecho para hacerla mía, terminaba separándome de ella, luego del chispazo carnal que no la abrasaba, y me tumbaba en mi cuja, perseguido por la visión de sus ojos claros, imperturbables, que como dos lámparas crueles ardían en la tenebrosidad de mi habitación, iluminando la violencia y el asco de mis sueños.

Silvio de Narni trazó el horóscopo de Horacio. Según él su vida no sería larga y sería gloriosa, es decir exactamente lo contrario de la mía. Pero yo carecía de fe en las alianzas de Silvio con los astros. Ya, cuando compuso el pronóstico de Pier Luigi Farnese, que aseguraba que el hijo del papa, nacido bajo el signo del Escorpión, moriría serenamente a los setenta años, manifesté mis dudas sobre la autenticidad del augurio. En el caso de Pier Luigi me asistió la razón, pero en el de Horacio la razón estuvo del lado del estrellero, y de cualquier modo ni se me hubiera ocurrido expresar públicamente mi escepticismo, pues desde que había cumplido mis órdenes con tanta exactitud, cuando el asunto de Maerbale, trataba yo a Silvio con especial cuidado.

Tanto Horacio como su primo Nicolás fueron educados de acuerdo con lo que correspondía a su posición en el mundo. A medida que transcurría el tiempo, se los vio afanarse con espadas, ballestas y puñales; cabalgar con destreza; entusiasmarse ante las hazañas de los halcones —y en ello advertí el vigor de la sangre de mi abuelo, el cardenal Franciotto, organizador de las cacerías del papa—; aprender los secretos del ajedrez, para lo cual empleaban un juego admirable que había en Bomarzo, ejecutado por Cleofás Donati utilizando un hueso de búfalo negro, y que me regaló Isabel de Este; y estudiar lo menos posible. Se reprodujeron las escenas de mi propia niñez, bajo la misma férula cada vez más débil de Messer Pandolfo, pero, como Girolamo y Maerbale, ambos rehusaron desde el principio el comercio con la literatura latina. Se entendían muy bien. Nicolás, algo mayor, era alto y espigado, mientras que Horacio tenía los rasgos más finos. Ambos habían heredado nuestros ojos oscuros, nuestro lacio pelo castaño, nuestras manos de pulcro diseño, pero en Nicolás descollaba entonces la antipática prepotencia de los Colonna, que su madre, por cierto, no poseía, y en Horacio se afirmaba la astucia política de los Farnese, todo ello, claro está, para uno y para otro, añadido a ese orgullo esencial que caracteriza a los Orsini y que, sumado a la similitud de rasgos, les imprimía una semejanza tal que parecían hermanos. Inseparables, su bulla resonaba en el castillo, entre las voces de Julia y de Cecilia que para apaciguarlos se levantaban. Cecilia especialmente se echaba a temblar en cuanto oía el galope de sus caballitos. En la cárcel de la ceguera, conjeturaba infinitos desastres. Sus conocimientos clásicos —porque ella, a diferencia de su hijo y del de Julia, se había nutrido desde la infancia con el cultivo de los griegos afamados— poblaban su oscuridad de figuras terribles. Imaginaba al diminuto Nicolás, colgando detrás del caballo por un estribo, y arrastrado en una nube de polvo, como el cadáver de Héctor detrás del carro de Aquiles. Gritaba súbitamente, en el silencio de la tarde por cuyo fondo pasaban las siluetas ecuestres de los pequeños y no se calmaba hasta que Nicolás acudía a hundir la frente sudorosa en su regazo. Pronto se incorporaron a los primos mis hijos restantes que nacieron año tras año: Escipión, Marzio, Octavia, Orinzia, Maerbale, Faustina y Corradino. Creo que escogí para ellos unos nombres muy melodiosos. Alguno los juzgará hoy extravagantes, pero si se piensa que Nicolás III de Este, tan apasionado por los relatos caballerescos, designó a sus bastardos con los apelativos de Gurone, Meliaduse, Issota y Rinaldo, se me concederá que procedí con discreción. No quiero, sin embargo, precipitarme, y dejarme llevar por el recuerdo de mis hijos, cuando estremecían con sus riñas y diversiones las galerías y las terrazas de Bomarzo. Debo proceder cronológicamente para no olvidar nada. Quien consiga reconquistar como yo, en la lejanía fabulosa del tiempo, su pasado perdido, será como un pescador privilegiado que ha descubierto un escondite precioso de madreperlas en el secreto del agua profunda y que luego, una a una, las va mostrando. Mis hijos quedarán para después, en su lugar, y la verdad es que en su época no me inquietaron mucho. Hoy me inquietan más. Hoy pienso más en ellos que entonces.

Lo que entonces nos soliviantaba era la enorme gula ambiciosa de Pier Luigi Farnese y la obediencia con que el papa la satisfacía. Mientras en Roma se preparaba el ambiente propicio para el futuro Concilio de Trento —el Concilium delectorum cardinalum que debía planear una reforma autónoma de la congregación y el estado eclesiástico—, Pier Luigi acumulaba prebendas y títulos; gonfaloniero de la Santa Madre Iglesia, duque de Castro, conde de Pitigliano —¡cómo el gran Nicolás Orsini, eso era insoportable, en lugar del legítimo heredero!—, e incorporaba a sus bienes, con el dinero de la Cámara Apostólica del cual disponía sin escrúpulos, propiedades como Nepi, o recibía de Carlos Quinto el valioso marquesado de Novara y hasta se lo autorizaba a acuñar en Castro su propia moneda. La carrera deslumbrante e indignante se coronó con los rumores de que Pablo III, incitado por el cardenal Gambara, pensaba ceder a su hijo Parma y Plasencia, para crearle un ducado que lo equipararía con los primeros señores feudales de Italia, reeditando así las aspiraciones de León X, quien soñó con formar un estado sobre la base de Plasencia y Parma, además de Módena y Reggio, bajo la jurisdicción de su hermano Giuliano de Médicis. Y, por si no bastara con esa exorbitancia, se supo que Pier Luigi había iniciado conversaciones tendientes a obtener Milán para su hijo Octavio, marido de Margarita de Austria, viuda de Alejandro de Médicis —como pronosticó en Bomarzo Cristoforo Madruzzo, luego del asesinato del duque de Florencia— y en consecuencia yerno del emperador, pero los tanteos fallaron. Las intrigas que se produjeron a la sazón, con motivo del torpe asunto, enredaron a los franceses, enfurecieron al César y fueron conducidas con tan solapada hipocresía que ni siquiera el poeta Aníbal Caro, secretario de Pier Luigi, se enteró de ellas. La presión del cardenal Gambara se intensificó merced a la de los otros cardenales de la familia Farnese, hasta que el pontífice cedió, y el Consistorio despojó a la Iglesia de dos ciudades en favor del hijo del papa. Pier Luigi fue ungido duque de Parma y de Plasencia. Nada le costó, pues, desprenderse del ducado de Castro en beneficio de su hijo Octavio, y devolver al Vaticano Nepi y Camerino.

Desde la soledad de nuestros castillos, los señores que manteníamos el legado de la tradición güelfa asistíamos con asombro a ese progreso arrollador. Llegaban a veces los huéspedes o los viajeros y también los urgentes mensajes, con noticias de lo que sucedía en la corte del Vicario de Cristo, y alzábamos los brazos al cielo. Me reunía especialmente, ya en Bomarzo, ya en Mugnano, ya en Bracciano, con los señores de las tierras vecinas, y no paraban las quejas y reconvenciones de los editus Ursae. En el lujo de Bracciano, debajo del vasto fresco que muestra a Gentil Virginio Orsini asumiendo el mando de las tropas aragonesas, uno de los nuestros exclamó:

—¿Y vamos a tolerar que se nos posponga y humille de tal suerte? ¿Los Orsini no existen ya? ¿Quién oye mencionar a los Orsini?

—No hace mucho que Valerio Orsini fue nombrado gobernador de Verona —argüí.

—¿No hace mucho? Hace por lo menos seis años.

—Y luego fue designado gobernador general de Dalmacia —continué.

—Ésas son designaciones de la Serenísima. Nada tienen que ver con el Santo Padre. Si hubieran dependido del Padre Santo, el gobernador hubiese sido un Farnese.

—Por otra parte, Valerio Orsini murió —interrumpió Guido de la Corbara.

—Dejando viudo —estalló la risa vulgar del conde della Anguillara— a Lorenzo Emo, en Venecia.

Ignoraba yo que hubiese muerto el viejo maestro de Maerbale. ¡Vivíamos tan apartados los unos de los otros! Las informaciones se perdían o no llegaban. Y, suprimido Maerbale, no me quedaban vínculos con Valerio Orsini. Habría que escribirle a Lorenzo Emo. Quizás hubiera conservado el encanto de la adolescencia que me había fascinado fugazmente en mis días venecianos.

—Pero ¿cómo?, ¿qué es esto? —gritó el duque de Mugnano—. Los Farnese han tenido siempre conciencia de la distancia que los separa de nosotros, y ahora estamos hablando de ellos de igual a igual, midiendo sus méritos con los nuestros.

Me miraron con desconfianza. No podían olvidar que mi mujer era una Farnese, deuda cercana de Pier Luigi. Y yo, por mi parte, aunque compartía su disgusto ante la exaltación injustificable del hijo del papa, no dejaba de pesar los beneficios que ella podría reportar a mi rama de la familia.

—Pier Luigi es medio Orsini —intervine nuevamente—. Tengamos presente que es casado con una Orsini.

Se amoscaron con razón los de Bracciano, los más altivos:

—¡Renegamos del parentesco!: ¡un malvado, un logrero, un ladrón!

El conde de la Corbara aprovechó para lanzar el insulto que había estremecido a Europa:

—¡El sátiro!, ¡el violador del obispo de Fano!

Aludía a un hecho casi increíble, de perversa obscenidad, acaecido mientras el gonfaloniero de la Iglesia visitaba los territorios pontificios por encargo de su padre, y del cual fue víctima un prelado de dieciocho años, Cosimo Geri, famoso por la pureza de sus costumbres.

Segismundo, que hasta ese instante había guardado silencio, dio rienda suelta a su rencor:

—¡Es un crápula!

Nos volvimos hacia él. Lo habíamos olvidado en su ángulo de penumbra, elástico y nervioso, inflamado por los celos, pero era imposible olvidar su pasada relación con el duque de Parma. Adelantó el perfil buido hacia la lumbrera y su sombra recortó en la pared una movediza cabeza de gerifalte. Sin retenerse, formuló la acusación gravísima:

—¡Pier Luigi quiere asesinar al emperador Carlos!

—¿Qué dices?

Ya era tarde para retroceder. Afirmó las manos en la gruesa cadena de oro que probablemente le había obsequiado el propio Farnese, y añadió:

—Ha combinado la perfidia con Leonidas Malatesta y con Matías Varano. Al primero le ha ofrecido la restitución de Rímini y de Rávena, y a Matías Varano la de Camerino.

—¿Lo juras?

—Lo juro.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé… lo supe por Pier Luigi…

—Pero ¿por qué?, ¿por qué hacerlo?

Vaciló Segismundo y se le marcaron los pómulos de marfil pulido:

—Se niega a devolver el marquesado de Novara, que le reclama el César, y luego lo enloquece la privanza de la cual goza su hijo Octavio ante la Majestad Cesárea. Lo ambiciona todo para sí.

Una vez más se confabulaban contra mí los acontecimientos, destacando la ambigua flaqueza de mi posición. Matías Varano había casado con Battistina Farnese, hermana de mi mujer, y eso le valió la amistad de Pier Luigi. Era un bravucón iracundo que había muerto al podestá de Camerino, y sin duda no pararía mientes en llevar a fin el proyecto audaz de suprimir al dueño de medio mundo con tal de reconquistar sus pobres tierras. Como antes, mis contertulios observaron mi reacción, quizás con más curiosidad que acritud. Opté por permanecer callado; después de todo, no me iba a echar encima, además de los míos, los problemas de los despojados señores de Camerino.

El duque de Mugnano puso un dedo en cruz sobre los labios y reclamó silencio.

—De esto —recomendó— no debe transpirar ni una palabra. Lo utilizaremos. Es un arma preciosa. Debemos comprometemos solemnemente a no revelarlo hasta la ocasión oportuna. Yo mismo iré a ver al emperador.

Se desató una discusión violenta. ¿Por qué él? ¿Por qué iba a ser él quien recogía el fruto de una información tan valiosa? ¿Por qué no Bracciano, o el conde della Anguillara, o el duque de Bomarzo, a quien Carlos Quinto había armado caballero? Nos revolvimos, encrespados, picoteándonos como halcones.

—Lo resolveremos en la reunión próxima. Por lo pronto, comprometámonos a que el secreto quede entre nosotros.

Extendimos las manos sobre los cirios. Brillaron, en varios dedos, las piedras talladas de los anchos anillos, con el escudo reiterado de la rosa y la sierpe.

El secreto no se guardó y, al transpirar, el avisado no fue Carlos Quinto sino Pier Luigi quien, temiendo a su turno la delación de Malatesta, lo encerró en la Roca de Forlì. Pero Leonidas Malatesta logró escapar y comunicó el plan a Cosme de Médicis. De allí a que lo conociese el emperador, no mediaba más que un paso. Quien recogió las ventajas de la información no resultó así ninguno de nosotros; fue el diligente Cosimino, amo de la Toscana, que echó mano de la oportunidad para insinuarle al César que el papa no era ajeno a la intriga. Carlos de Habsburgo no pareció otorgar crédito a la monstruosidad que le transmitían. Ya le llegaría el momento de desquitarse, de castigar, de esgrimir el rayo. Él se desquitaba siempre.

En nuestro círculo de conspiradores provincianos, la traición nos dejó atónitos. ¿Quién habría quebrado la promesa? Nos espiamos, densos de recelo. Abundaron los improperios, las recriminaciones. Aunque seguramente las sospechas se acumularon sobre mi cabeza, el duque de Mugnano llegó a amenazar a Segismundo. Pero el culpable no se delató. Acaso fuera el propio Mugnano, que no se daba maña para atraer la atención y la gracia imperial, y envidiaba a los cortesanos del hijo de Juana la Loca. Era imposible que continuáramos reuniéndonos a la redonda de aquel ardiente rescoldo de dudas, puesto que lo que se obtenía eran resultados contrarios a los propuestos. Nos separamos, aborreciéndonos, tragándonos las suspicacias y las conjeturas. Desde entonces, ninguno del grupo osó andar por los alrededores sin escolta. Una noche, de regreso de una partida de caza, Segismundo cayó en una trampa en la que cuatro enmascarados lo maltrataron y le tajearon el rostro. Al tanto del vínculo que nos unía, me humillaban a mí por su intermedio. No querían acabar con él, sino desfigurarlo, porque sabían su fatuidad. Segismundo debió usar, a partir de ese momento, un negro paño que le cubría la mitad de la cara. Recuerdo que Violante Orsini, en el curso de una fiesta que degeneraba en escándalo, le arrebató el parche. Vimos con horror su cuenca vacía; le habían arrancado el ojo derecho. Mi prima Violante se desesperó más que ninguno y, venciendo su repulsión, besó la cavidad roja.

—Eres mucho más hermoso así, Segismundo —trató de consolarlo.

Pero el joven se puso de pie. De un tirón rabioso arrastró los manteles, y la cristalería cayó con estrépito. Gritaron las damas, mientras se volcaba el vino de las ánforas y corrían los lebreles dorados disputándose el estropicio. Segismundo salió huyendo, aullando como un animal herido, seguido por Madruzzo, por Molza, por Orso y por Mateo.

Aquella imagen macabra me espantó. El lector está al cabo, pues lo he subrayado a menudo, de cuánto me importaban la armonía, el equilibrio estético. Sólo toleraba cerca a las personas bellas, a los objetos de noble ritmo. Y mi corte, con un jorobado, una ciega y un cíclope, se iba convirtiendo en una Corte de los Milagros. Utilicé la coyuntura de esa coincidencia desagradable para manifestarle a Julia, la mañana siguiente, que Cecilia debía partir. Tenía sus tierras y las de Maerbale; le correspondía ocuparse de ellas, establecer en ellas a su hijo. Infructuosamente argumentó mi mujer la incapacidad de la viuda de mi hermano, y me rogó que no la privara de su única compañía en la soledad del castillo, además de señalarme lo bueno que sería que Horacio y Nicolás crecieran juntos. Mi crueldad era evidente pero inflexible, y mi cuñada se alejó sin despedirse de mí, con su niño, sus servidores, sus cofres numerosos, las armas de Maerbale, sus jaulas de pájaros, sus perros favoritos y su inmensa tristeza, rumbo a Roma, donde su tía, la majestuosa Victoria Colonna, se había radicado en su minúsculo palacio de Monte Cavallo, luego que Pablo III, que había fundado el tribunal de la Santa Inquisición Romana, disolvió su grupo de Viterbo, tildado de herejía, y confiscó sus bienes. Allí vivió Cecilia hasta la muerte de Victoria, pocos años después, en la intimidad de Miguel Ángel. Su augusta parienta había visto apartarse, temerosos u obligados, al cardenal Reginal Pole, al predicador Ochino, al Flaminio, a Pietro Carnesecchi, devotos de Julia Gonzaga y como ella discípulos del fascinante Juan Valdés, el español recientemente fallecido cuya prédica, saturada de erasmismo, rozaba los peligros de la heterodoxia. Victoria Colonna y Miguel Ángel acogieron con generosidad a la joven ciega. Me inquietó, por supuesto, lo que podría contarles acerca de mí y de la incomprensible muerte de Maerbale, pero lo principal era que hubiera desaparecido del castillo. Aunque jamás pronunció una palabra dura, su sola presencia, el solo golpeteo de su bastón de oro en las galerías eran suficientes para invocar fantasmas adversos. Si alguna vez medité en la injusticia de mi actitud, corroborada por el mudo reproche de Julia, me sosegué pensando que merced a mí Cecilia gozaba de un privilegio maravilloso del cual yo no había disfrutado jamás, al dejar transcurrir sus días en el ámbito admirable del maestro Miguel Ángel Buonarotti, nacido como yo un 6 de marzo, el artista dueño de un corazón en cuyo laberinto se entrecruzaban las sendas misteriosas, y que escribía simultáneamente sus inflamados sonetos de amor para Victoria Colonna, marquesa de Pescara, para la dama bella y cruel y para su inseparable Tommaso de Cavalieri, a quien pintó en el techo de la Sixtina, de modo que en ciertas ocasiones es arduo decir a quién van dirigidos.

Libre de Cecilia y libre del embarazo que importaban los cónclaves estériles convocados por los Orsini con el fin de analizar la provocante prosperidad farnesiana, que me tocaba tan de cerca y que no me convenía vituperar demasiado, pude dedicarme con relativa tranquilidad a lo que más me interesaba a la sazón: el ordenamiento estudioso de mis colecciones y el cuidado de Bomarzo. También comencé entonces a preocuparme por lo que, con el andar del tiempo, constituiría uno de los móviles esenciales de mi vida: la magia.

Mis colecciones, mis famosas colecciones, habían crecido extrañamente. Eran mi fiel reflejo, por absurdas, por intrincadas, quizás por monstruosas, también por frívolas. Sólo un diletante de gustos raros podía haberlas reunido. A lo que más recuerdan, ahora que en ellas pienso —claro que en una escala muchísimo menor, pues ni mis medios, ni mis relaciones con los proveedores de esa barroca mercadería llegaban tan lejos— es a los peregrinos «gabinetes de arte y de curiosidades» que poseyeron los emperadores de Alemania, Fernando I, hermano de Carlos Quinto, sus sucesores Maximiliano II y Rodolfo II, y el archiduque Fernando del Tirol. Como ellos, sentí desde la niñez la atracción de lo singular; como ellos, más allá de las grandes salas oficiales donde se exhibían los retratos de familia, las magistrales pinturas, los mármoles preciosos y los espléndidos tapices, tuve yo, en Bomarzo, mis habitaciones casi secretas en las que el tiempo fue superponiendo la más diversa, la más desconcertante y fascinante acumulación de creaciones sugestivas. Llegaban de los extremos de Italia, donde personas inesperadas, con quienes mantuve una correspondencia prolija, traficaban con esos objetos misteriosos y sutiles que a menudo hablaban más que al noble sentido estético, al capricho de la imaginación. Y llegaban de más allá, de la brumosa Europa, y, a través de Venecia, hasta del Oriente lejano. Yo los adquiría sin discernir, seducido por las descripciones hábiles de mis agentes, y numerosas piezas falsas se deslizaron en el opulento conjunto. Pero ese conjunto era una maravilla. Cuando por fin emprendí la tarea de clasificarlo y ordenarlo, ya depositados en Bomarzo los últimos elementos que yacían en los sótanos de mis palacios de Roma y que aguardaban mi decisión en otras ciudades de la península, fue como si tuviera a mi disposición una cueva de Alí-Babá en la que, en lugar de sacos de oro y de arcones henchidos de joyas, se hacinaban las pruebas alucinantes de la fantasía humana. Aquel arsenal turbador cuyo acceso había prohibido, aumentaba su dédalo confuso a medida que se le añadían nuevos aportes. No era posible postergar el momento de organizarlo, si no se quería que la humedad, las ratas, las polillas, los taladros y la mugre pusieran en peligro su existencia. Además el trabajo me suministraría lo que más necesitaba mi inquietud de entonces, una distracción, una droga para postergar mis ansiedades. Perdido en el bosque de los objetos, olvidaría la selva de los hombres.

El gabinete se extendía a lo largo de tres salas, en el primer piso. Juan Bautista y Silvio abrieron para mí sus ventanas y, al entrar el sol, en medio del olor a moho y a cosa guardada, vieja y sucia —acaso, también, los gatos de mi abuela, que conseguían introducirse doquier, como fantasmas, hubieran andado por ahí—, la claridad puso de manifiesto la vastedad de mi tesoro. Oscuros armarios entorpecían con su bulto las paredes. Sobre ellos y a sus lados, las pinturas se empinaban hasta el techo. Muchas carecían de marcos o los tenían rotos, muchas eran mediocres y estaban en pésima condición; las telas pendían, agujereadas, y con sus tablas se habían nutrido los insectos voraces; pero entre tanta embadurnada vaguedad, tanto rostro medieval de acartonada dureza, emergían en los óleos algunas fabulosas, aéreas arquitecturas, que dilataban la perspectiva hacia un mundo mágico. Lo mejor aparecía no bien giraban, rechinando, las puertas de las alacenas. Allí se aglomeraban los prodigios. Allí se apretaban los instrumentos musicales, los relojes horizontales como brújulas y los complicados como campanarios de abadías; las invenciones de ámbar, de nácar, de coral; los vasos en forma de quimeras, realzados con esmaltes; las peligrosas esferas de cristal de roca; los mosaicos hechos con plumas de aves del trópico; los caracoles, las conchas de peregrinos; los astrolabios, los instrumentos matemáticos; las figurillas de cera; los amuletos, los discos cabalísticos, grabados con letras hebraicas; los cuernos de marfil; las copas hechas con huevos de avestruz, con nueces gigantescas y con cráneos de simios; los aguamaniles de bronce en traza de centauros, de leones, de guerreros a caballo; los fragmentos de cerámica y de barro esculpido; los relicarios; los espejos multiformes; las raíces de mandrágora; las piedras bezoares engarzadas en oro; los autómatas; los esqueletos de reptiles, entre los cuales había una presunta sirena; las defensas de unicornio; las petrificadas flores. Un precursor del charlatán Tartaglio me había vendido unos monstruos apócrifos, hábilmente confeccionados con piel de raya, y las bestias míticas de Plinio, que Valerianus me había revelado en Florencia —el basilisco y la esfinge etiópica— se incorporaron fraudulentamente a mi colección.

Juan Bautista, deslumbrado, se entretuvo poniendo en marcha el mecanismo de los autómatas melódicos y de los relojes; la brisa, al insinuarse entre los vidrios, sacudió las colgadas osamentas, que se movieron como títeres; agitáronse las arañas en la espesura de sus telas grisáceas; huyó el tropel de roedores con súbito espanto; el sol arrancó chispas de las piedras semipreciosas, del alabastro, del pórfido, de los jaspes, de la venturina; brilló la geometría de los espejos, descomponiendo las imágenes; el metal herrumbroso de las viejas armas se irisó con los tonos de las aguas turbias; y aquella asamblea cobró una vida insólita, repentina, como si el brujo escondido que gobernaba su sueño hubiera alzado su vara inflexible. Fui de un cofre al otro, de uno a otro armario. Volqué el contenido de los cajones llenos de medallas verdes, de camafeos, de sellos con inscripciones, de enrollados manuscritos. Sí, había que ocuparse por fin de enquiciar el extravagante desorden que había madurado año a año, ocultamente, rápidamente, en la entraña misma de Bomarzo y que estaba agazapado allí, como el inhallable esqueleto coronado de rosas con el cual mi padre me había encerrado en su recóndita celda, y que como él, a modo de un cáncer, amenazaba devorar a todo el castillo, pues no bien la luz y el aire estremecieron a los arcanos seres, presentí que era tanto el poder hermético que recelaban y que les comunicaba una delicadísima vibración, fruto de las acumuladas fuerzas de quienes los habían creado, que iba a llegar el instante en que invadirían mi casa, en que se apoderarían, con secretas artes, de ella. Las supersticiones del lugar me sobrecogieron una vez más y sentí, a través de las losas del suelo, el vaho de la tierra etrusca que respiraba como un inmenso animal escondido. Miré al cielo crepuscular, en el que empezaría a encenderse la palidez de las constelaciones, y recordé lo que dice Giordano Bruno acerca de los astros, animales tranquilos también, de sangre caliente y costumbres regulares, impulsados por la razón. Todo vivía en torno: la tierra sobre la cual se asentaban las rocas de Bomarzo; los planetas suspendidos en su bóveda; los muñecos y los objetos trémulos refugiados en su corazón penumbroso. En medio de ese universo de pasmosas correspondencias, mantenido por el sortilegio de lazos encantados que afirmaban su equilibrio inexplicable, me envolvió una paz que no experimentaba sino en excepcionalísimas ocasiones. Alcé una esfera; levanté con dos dedos un colgante de ámbar; desplegué un manuscrito decorado con alarmantes miniaturas de desnudos demonios y ermitaños y mujeres tentadoras, sin más vestido que sus collares y diademas; empujé a un fantoche que parecía dotado de tanta vitalidad como el homúnculo de Paracelso, y las horas se me escaparon, veloces, en una amnesia milagrosa, mientras que a la distancia cantaba la ronquera de los gallos y los primeros carros partían hacia las parvas y las mieses.

Ni Silvio ni Juan Bautista poseían la preparación necesaria para secundarme en la tarea que me había impuesto. Estaba yo seguro de que conmigo bastaba para la parte decorativa y distribuir los elementos distintos de un modo armónico, y de que Silvio me sería útil en lo relativo a los objetos mágicos, pero lo más arduo consistiría en la catalogación de las piezas eruditas —los textos arcaicos, las leyendas de las lápidas y las medallas— y eso imponía la colaboración de un experto. Como mi carácter excluía las intromisiones extrañas, púseme a buscar un ayudante joven, el cual debería estar tan unido a lo mío que su presencia no resultara incómoda en un lugar que se parecía demasiado a mi propia alma compleja. Y me acordé de Fulvio Orsini. Fulvio —acaso haya naufragado para el lector en las páginas remotas de este libro voluminoso— es aquel hijo natural de Maerbale a quien mi hermano, todavía adolescente, se negó a reconocer, y que, nacido de una campesina en Bomarzo, fue enviado por mí a Roma para que allí se formase. Andaba a la sazón por los dieciséis o diecisiete años y ya se perfilaba como la semilla del sabio que sería después. El estudioso Gentile Delfini lo había modelado con paciencia entusiasta, y estaba yo al corriente del pasmo que suscitaba su precocidad entre los arqueólogos más descollantes de la época. Había vivido rodeado de personas ilustradas que, estimuladas por su vocación evidente, rivalizaron en el empeño de contribuir al adelanto de un investigador que proclamaba en el físico y en el gesto su ilustre origen. En el medio del noble zaragozano Antonio Agustín, doctor utriusque iuris de la Universidad de Bolonia y auditor del Tribunal de la Rota, los humanistas se encantaban con la inteligencia del futuro bibliotecario de los Farnese. Aquellos hombres versados en letras antiguas —Antonio Agustín, Delfini, Octavio Pantegato, Pirro Ligorio, Basilio Zanchi, Onufrio Panvinio y Carlos Sigonio— le fueron transmitiendo sus hallazgos, al par que dirigían su preparación. Supe que, como algunos de sus maestros, Fulvio consideraba que las monedas, las inscripciones y otros restos grabados eran más fidedignos que los monumentos de la literatura, puesto que en ellos permanecía intacta la huella del pasado, en tanto que manos sucesivas habían desvirtuado, en el correr de los siglos, el testimonio de las letras clásicas, y que, a partir de la célebre recolección anticuaria de Petrus Apianus, Inscriptiones Sacrosantae Vetustatis, publicada en Ingolstadt en 1534, mi sobrino había realizado una ardua labor de crítica que sobrepasaba la que podía esperarse de sus breves años. Y lo llamé junto a mí. Me disgustaba, por supuesto, que fuera hijo de Maerbale, que una vez más se alzara con él la prueba viviente de la superioridad de mi hermano, pero al mismo tiempo me agradaba que uno de nuestra estirpe se destacara en una especialidad tan diversa de las que habían caracterizado nuestra jerarquía en el mundo —una especialidad singularmente afín con mi propio espíritu—, y es posible que hasta llegara a decirme a mí mismo, hipócritamente, que al incorporarlo a mi intimidad y protegerlo, reparaba en parte mi crimen, ya que brindaba una oportunidad envidiada de brillar a un muchacho que, de vivir Maerbale, el que negó su filiación, se hubiera debatido en una miserable oscuridad sin salida.

Fulvio Orsini descabalgó, pues, en Bomarzo, y su gravedad que triunfaba sobre su juventud, la eficacia de su saber y su digno respeto, me conquistaron en una semana. ¿No representaba él, por lo demás, un aliado político frente a los posibles murmuradores, una demostración de mi inocencia en lo relativo a la muerte de Maerbale? ¿Era lógico que llamara junto a mí a su hijo, si su sangre manchaba mis manos? Le dejé la tarea de trillar, en las cajas numismáticas, lo malo de lo bueno, y la de traducir e interpretar los textos de los mármoles, mientras que por mi lado, con Silvio y Juan Bautista elaboraba un plan que condecía exactamente con los rasgos más típicos de mi personalidad. Los llevé a ambos a la cámara secreta que había descubierto por azar, cuando buscaba el escondite del esqueleto odiado, y allí les comuniqué lo que proyectaba. Quería aprovechar el oculto pasadizo, ignorado de todos, que descendía hasta el valle, y para ello era imprescindible contar con su cooperación. Abajo, más allá del jardín, en pleno bosque, haría un gran Ninfeo, con fuentes, estatuas, frutas y habitaciones excavadas, a semejanza de los que adornaban otras señoriales posesiones, y en su interior, que estaría en comunicación directa e invisible con el castillo, por medio del pasadizo mencionado, emplazaría mis colecciones y tendría un lugar mío, sólo mío, disimulado, disfrazado de las miradas de los demás por la apariencia convencionalmente ornamental de las fachadas, donde podría recluirme cuando se me ocurriera.

En seguida puse manos a la obra. El Ninfeo se elevaría en el punto donde desembocaba la galería descendente y que habría que vigilar para que no lo ubicasen los trabajadores. Silvio y Juan Bautista, turnándose, se ocuparían de desembarazar al corredor ignoto. Atraídos por la rareza de la idea y por el hecho de compartir conmigo una confidencia más, ambos se esforzaron por cumplir la parte de labor que les incumbía, y en el otro extremo, las cuadrillas de obreros, siguiendo los dibujos por mí trazados, comenzaron a concretar la primera de las construcciones de mi futuro Sacro Bosque. Así surgió el Ninfeo de Bomarzo, con sus nichos exteriores en los que las ingenuas figuras de las tres Gracias y de las náyades arrojaban agua por los pechos, y en los que toscos relieves, ejecutados por artesanos de la región, anunciaban ya, por medio de sus grotescas máscaras de anchas bocas, las fantásticas creaciones con que lo porvenir sembraría el valle cercano, entre los torrentes.

Al tiempo en que se realizaba la edificación, entorpecida por las exigencias previas de desmonte y aplanamiento de la terraza en la cual se asentaría, y por la colocación adecuada de los mecanismos acuáticos, Fulvio se consagraba a su tarea erudita y yo calculaba esbozadamente la forma en que distribuiría mis tesoros en su escondrijo. Fueron meses durante los cuales me embargó la obsesión de lo que había inventado y en que, si bien los intelectuales que componían mi pequeña corte, Fabio, Violante y mis primos, continuaron visitándome en Bomarzo, y nada, superficialmente, quebró el ritmo de mi existencia de príncipe campesino entregado a las letras, no viví más que para dar forma a mi sueño misterioso. Me parecía que en cuanto dispusiera de ese asilo podría realizar obras grandes y, seducido por la ilusión, no reparé en esfuerzos para llevarlo a cabo.

Fulvio Orsini y los escritores congeniaron. Reunidos al atardecer, departían sobre los temas que fascinaban a la época, barajando los nombres de la antigüedad, y aunque también les interesaban los asuntos contemporáneos —el emperador, sitiado por el hambre y las enfermedades que diezmaban a sus tropas, y por la tenacidad de los luteranos, había firmado la paz de Crépy; en Venecia se había derrumbado la bóveda de la Librería Vieja de Jacopo Sansovino; Guillermo Postel, el visionario, había sido expulsado de la Compañía de Ignacio de Loyola y pretendía haber hallado una mujer que tendría a su cargo la salvación femenina del orbe, porque Jesús sólo había redimido a los hombres; habían entrevisto a Lorenzaccio de Médicis, el tránsfuga, en Florencia y en Venecia, donde redactaba su Apología; Horacio Farnese, hijo de Pier Luigi, asumió el título de gobernador de Roma…—, lo que más podía atraerlos era que Fulvio les contase que las reconstrucciones de los monumentos clásicos debidas a Pirro Ligorio, si bien ese autor era un gran anticuario, adolecían de excesos imperdonables en los que la imaginación suplía al desconocimiento. Se frotaban las manos, escuchándolo, y en seguida le daban la razón.

Por fin se terminó la estructura del Ninfeo, y lo inauguré con una fiesta en la cual, en lugar de agua, el vino manó de los pechos de las diosas. Tendiéronse las mesas en una cámara cuyos muros ostentaban diseños mitológicos y heráldicos, ejecutados con conchas pintadas de cuyo arabesco brotaban los surtidores. Betussi leyó una oda previsible, y Molza nos espolvoreó de citas de Catulo. El niño Horacio Orsini, conducido por su madre de la mano, apareció vestido de Eros, y arrojó al aire unas flechas multicolores.

Mis pajes y yo habíamos conseguido hurtar la desembocadura del corredor clandestino de los ojos de los albañiles. En pocos días más, repartí allí mis hallazgos. Confieso que fui feliz, muy feliz, cuando a la luz de las ceras encendidas juzgué el efecto de mi creación. Tenía lo que había anhelado, mi gruta incógnita, cuyos muros desaparecían bajo los cuadros curiosos y los objetos excepcionales. Los esqueletos colgaban de la techumbre, como el poliedro engañoso de Pantasilea, y se movían suavemente. Alrededor velaban los relojes, como ojos del tiempo, y los autómatas montaban guardia en el coruscar de los espejos, los cristales y las piedras. El olor de humedad flotaba, impregnando los tapetes del suelo. Premié a Silvio de Narni y a Juan Bautista Martelli, con principesca suntuosidad. Luego coloqué yo mismo, sufriendo hasta penuria por mi torpeza, la cerradura que clausuraría la puerta del corredor.

Y, por primera vez en años, descansé, como si la mirada de Dios no pudiera perseguirme allá abajo. Nadie, fuera de mis cómplices, entraría en ese reducto, ni Fabio Farnese, ni Violante, ni Segismundo. Nadie, ni Julia, ni su hijo Horacio. Ignorarían la existencia de ese abrigo. Ahí cerca de las tumbas policromadas de los etruscos terribles, el duque de Bomarzo estaba seguro, como un animalejo en su cubil. Cuanto lo circundaba le era adicto, lo comprendía y lo amaba, con el amor sutil que las cosas sienten por quienes las han elegido, y que establece entre unas y otros una esotérica unión. Alguna vez, mientras escribía, me levanté de la mesa que colmaban los libros y las borrajeadas hojas, para acercarme, como un sonámbulo, a una crátera de cristal con una cabeza de fauno en el borde, o a un laúd que me recordaba los de Hipólito de Médicis, o a una breve figura de oro, y porque sí, como había hecho con el torso de Minotauro, lo besé largamente.

Escribía un poema en muchas estrofas. Tracé su título, Bomarzo, con altas letras adornadas.

Silvio de Narni bajó al Ninfeo sus instrumentos astrológicos. Sólo conservó en la altura los destinados a la observación directa del cielo. Sus anotados libros —el Quadripartitum de Ptolomeo, los de Trithemius y Agrippa, sobre todo el De Occulta Philosophia, y por supuesto la medieval Tabula Smaragdina, a la cual se reputaba, entre los alquimistas, como el texto de mayor autoridad— se ordenaron bajo la efigie del Agatomaidon, la serpiente egipcia que yo había visto ya en su aposento y que lleva una corona de doce rayos que representan a los doce signos del Zodíaco, en la leonina cabeza. Para mi secretario, la nueva construcción fue un refugio, como para mí. Aunque el remordimiento no lo atormentaba en absoluto, necesitaba aislarse del pasado, del recuerdo de Porzia, a quien vanamente fingía haber olvidado, y el estudio le brindaba una forma de olvido. Regresó, pues, con renovado entusiasmo, a los horóscopos y a la ciencia estrellera, pero pronto no le bastaron a su desazón. Aquél sólo era un paso más, en el camino hacia los arcanos de la magia, y Silvio se internó por la senda tenebrosa. Poseía para ello extraordinarios dones. Cuando lo tomé a mi servicio y comencé a tratarlo, en la época en que se aseguraba que, siendo paje de mi abuelo el cardenal Franciotto, había tenido encerrado al demonio Amón, que me secundó con artes negras, su conocimiento, mínimo y heteróclito, procedía, según él mismo me había confiado, de una propensión innata a familiarizarse con lo sobrenatural y a desencadenar azarosos prodigios. Luego, a medida que en el castillo se afirmaba su posición, la sabiduría de los astros lo deslumbró y quiso poseerla, para leer en la bóveda fulgente el mensaje de los destinos. Pero, después de que Porzia lo abandonó, atraída por la opulencia del duque de Mugnano, sus investigaciones tomaron un rumbo más práctico y concreto. En él revivía el viejo sueño de los alquimistas, el de la Piedra inhallable que transmuta a los metales deleznables en oro. Pensaba, sin duda, que si encontraba la Piedra reconquistaría a Porzia, que con su oro mágico la haría suya una vez más y la humillaría.

Comenzó esa búsqueda espaciadamente, alternando el tiempo que le consagraba con el que dedicaba a anotar los movimientos planetarios y a otras tareas, mas, al cabo de pocos meses, la Piedra Filosofal, el Gran Elixir, la Quintaesencia, se convirtió para él en una obsesión que lo embargó por completo. Consumido, quemado por dentro, surcada la frente de arrugas que ascendían hacia su precoz calvicie, visionarios los ojos, iba de los abiertos libros a los aparatos extraños que había instalado sucesivamente, los tres hornos, el atanor y el kerotakis, hablando en voz alta, no se sabía si solo, con el demonio Amón o con uno de esos familiares recónditos, como el gallo rojo de Cardano, con quienes los hechiceros departían en su clausura. Únicamente yo tenía acceso al escondite vecino de mi propio estudio; únicamente Juan Bautista y yo conocíamos su existencia, enclavada en el corazón del frívolo Ninfeo. Ni siquiera Fulvio Orsini, que a menudo entraba en la habitación barroca donde yo escribía, meditaba o paseaba como enjaulado —pues la índole de sus trabajos me obligó a brindarle la intimidad recoleta de mi refugio—, y que me consultaba sobre la procedencia de tal bronce o de tal trozo de mármol, sospechaba que detrás del muro había un aposento más —aquel, precisamente, en el cual desembocaba el secreto pasadizo— y que, oculto en él, Silvio reiteraba los ademanes ya clásicos de los adeptos del Gran Arte, maniobraba con fuelles y alambiques, alzaba las cucúrbitas, las retortas llenas de líquido destilado, y rozaba o empujaba en sus desplazamientos, con las mangas aleteantes del negro ropón, los sublimatorios, las vasijas en las que se practicaba el descensum, los crisoles, los almireces y sus mazos, las ampolletas, las cubetas y los botijos. El vidrio y el metal reverberaban sobre las mesas, y el fuego ardía en los hornos. Cuando el humo escapaba entre los árboles y flotaba como una gasa verdosa, azulosa, los de la aldea pensarían que habíamos encendido una de las chimeneas del Ninfeo. Quizás se sorprendieran de la rareza del color que la breve columna difundía, y de su olor punzante. Que pensasen lo que quisiesen, ellos y los del castillo. No iba a inquietarme yo por unas mujeres, por unos poetas, por unos niños, por unos alabarderos, por unos aldeanos.

Frecuentemente dejaba el aposento que rodeaban mis libros y mis objetos extravagantes, para abrir la disimulada puerta que lo comunicaba con el de Silvio. Sus investigaciones me fascinaban cada vez más, al tiempo en que decaía mi interés por el poema que había comenzado con un fervor nada sincero. ¡Si hubiera sido franco y honrado entonces!, ¡si hubiera expresado sencillamente lo que sentía!, ¡ay!, probablemente la literatura italiana del siglo XVI se hubiera enriquecido con la más simple y la más profunda de sus obras… Tuve, delante de mí, la ocasión de la gloria literaria, y no supe reconocerla, no supe cogerla por los cabellos, al paso. Ni tema ni inspiración me faltaban. Adoraba a Bomarzo, que conocía como nadie y cuya esencia se comunicaba hondamente con la raíz de mi sangre, y ansiaba exaltarlo en una obra que uniera para la eternidad nuestros nombres, pero dos circunstancias me trabaron y entorpecieron, impidiéndome realizar un poema inmortal, más inmortal que las victorias del conde de Pitigliano: por una parte, mi superficialidad mundana me hizo sacrificar mi pasión al gusto de la época, y envolver el asunto en una armazón alegórica, de pintados cartones, bajo cuyo enfatismo era imposible captar la grandeza de Bomarzo, su incomparable seducción y su angustia hecha de piedra y de aire, y por la otra mi condición especial de gran señor romano me estorbó también, como si fuera, paradójicamente, otra joroba, y agarrotó mi expresión libre y espontánea, abrumándome de prejuicios estúpidos e insinuándome que el duque de Bomarzo no podía encarar un tema así con directa simplicidad, sino alternando la mitológica pompa que caracterizaba a la centuria, con un dejo irónico que informaría al lector —y singularmente al lector cortesano— de que el duque seguía siendo siempre el duque, aun con la pluma entre los dedos, y que si bien amaba, como era lógico, al lugar que había heredado de sus mayores, no se ofuscaba por el hecho de poseerlo y no pretendía utilizar al verso como una propaganda rimada de su ducado, porque comprendía harto que él, como individuo, como sacra encarnación de la primacía secular de su estirpe, estaba muy por encima del sitio curioso al cual podía ensalzar bondadosamente pero sin que la sonrisa superior abandonara sus labios ilustres y sin que se debiera considerar esa tarea como algo más que un juego palatino, una prueba de su talento fácil y de la gracia que, como todo lo suyo (fuera, naturalmente, de la joroba, y ¿quién se fijaba ya en ella?), reflejaba la divina predilección.

Con esas prevenciones, el poema progresó poco. Escribí mucho y destruí mucho. Bomarzo estaba bien construido, pero no valía nada. Resulta imbécil, inexplicable, que en vez de interpretar la misteriosa belleza de Bomarzo, de sus valles, de sus colinas, de sus fogatas, de sus cuevas, de sus rocas, de sus tumbas temibles, que me conmovía hasta el escalofrío y hasta las lágrimas, yo recurriera a las muy trilladas pantomimas de Pomona, de Ganímedes, de Flora y de Adonis, a la repetida contradanza. Como es justo, me aburría, me fatigaba reiterando la masturbación suntuosa. Me desesperaba la certidumbre de que tampoco por esa vía toparía con la gloria que anhelaba tanto —pese a los encomios de mis amigos escritores—, y que sin embargo se balanceaba, como una áurea fruta, a un paso de mí, y en el gabinete de Silvio hallaba lo que había desertado el mío: el calor de una atmósfera de arrebato, de real maravilla, cuyo origen espurio no disminuía la intensidad de su estremecimiento vivificante. Además, como flaqueaba la inspiración y ninguna barrera espiritual me separaba del contorno miserable, acusadoras sombras me visitaban en mi estudio, deslizándose entre los esqueletos de reptiles y de murciélagos que temblaban en la altura. Maerbale, Girolamo, mi abuela, mi padre, Beppo y la ciega Cecilia Colonna rondaban la esterilidad de mi manuscrito. No iba yo a impresionarme a causa de los recuerdos; no iba a intimidarme; se es o no se es un hombre del Renacimiento, y yo lo era cabalmente; pero más de una vez mi ida al gabinete de Silvio tuvo los rasgos de una fuga.

Aparte de ellos, lo he dicho en múltiples ocasiones, la magia me sugestionaba. En su ámbito respiraba a pleno pulmón. Y las experiencias de Silvio de Narni en pos de la Piedra Filosofal que le devolvería a Porzia con más eficacia que la alianza de los demonios, armonizaban demasiado ajustadamente con la tradición de los príncipes obstinados en hallarla, rodeados de alquimistas, moviéndose entre detonaciones, hedores, llamaradas y burbujas para no encandilarme. Ese medio era el que correspondía a quien había traído al mundo una promesa mágica. Acaso ahí, en la habitación que los hornos poblaban de vaivenes escarlatas, se agazapara el Secreto, mi Secreto.

Fueron naciendo mis hijos. El día en que nació el giboso, el giboso Maerbale, lloré, no sé si de dolor o de alegría. Era mi hijo y era mi hermano, mi verdadero hermano. Entre tanto, el mayor, Horacio Orsini, se desarrollaba en hermosura. ¡Cómo me busqué en él! ¡Cómo nos descubrí en él, alternativamente, a mí y a mi hermano Maerbale! Su simpatía —yo nunca, aunque me esforcé, fui simpático— lo aproximaba más a la euforia de Maerbale, a la gracia con que divertía, bailando e inventando mímicas, a mi abuela, pero podía proceder también de la de mi suegro Galeazzo Farnese, de la de Fabio, de la de mis cuñadas, que habían logrado ya sus grandes casamientos, con un Sanvitale de Parma, con el duque de Poli, con Matías Varano, señor de Camerino, y que, cuando aparecían muy de tarde en tarde, en Bomarzo, traían a sus muros torvos un soplo de la vida mundana de Roma y una risa ante cuyos cascabeles se esfumaban los espectros. La hermosura de Horacio era tal, que junto a él los demás retrocedían, descartados. Algunas mañanas, al enterarme de que estaba bañándose en el Tíber, fui a esconderme entre las malezas, para mirarlo retozar como un pequeño dios de Bomarzo, en su espigada desnudez infantil, y así como la risa de Gerolama, de Yolanda y de Battistina conjuraba las malas sombras en el castillo, la bulla y los chapuzones del infante ahuyentaban al fantasma ensangrentado de mi hermano mayor, de la ribera donde lo había sorprendido la muerte. Horacio era un dios, un dios auténtico, y no los que yo acumulaba, ramplones y sentenciosos, cansados como actores viejos, entre los versos de mi poema.

Juan Bautista y Silvio no se hablaban ya. Su antiguo rencor había brotado nuevamente. Juan Bautista no le perdonaba a Silvio la forma en que había vuelto a apoderarse de mí. Recelaba, además, que todo el humo, las cocciones y los filtros en medio de los cuales se debatía, de fracaso en fracaso, la rabia esperanzada del de Narni iban dirigidos contra su melliza Porzia. De ella supimos que tenía ahora, en la propiedad de Mugnano, una compañera inseparable, Pantasilea. La meretriz había entrevisto en el caserón de mi primo Orsini un puerto contra las inclemencias de los años. Entre las dos mujeres esplendorosas, el duque de Mugnano vivía para el placer. La suya era: la corte del placer, dionisíaca, mientras que la mía, con tantos personajes y parásitos célebres, era la corte de la ciencia y del arte. Admito que en distintas oportunidades sentí la añoranza de una existencia como la suya, infinitamente más divertida que la que yo había escogido. Pero así era: yo la había escogido, yo había resuelto ser el culto, el refinado duque de Bomarzo, el esteta de la educación florentina; había resuelto modelar esa figura mía para lo porvenir, que triunfaría sobre mi joroba: la del duque componiendo su poema melodioso al calor de sus devotos intelectuales; la figura del duque distante, espiritual, sapiente; y de nada me servían las nostalgias. Claro que Violante, Fabio y Segismundo continuaban frecuentando mi círculo, y que con ellos me desahogaba, aun sensualmente, despojándome de la armadura que yo mismo me había forjado. Pero no los amaba. No amaba a nadie. Silvio no pasaba de ser mi cómplice; ni siquiera era mi amigo… A Julia la miraba, remota, cuando iba entre las filas de álamos y los jarrones de laureles, como hecha de bruma, o como si, a semejanza de la pobre Cecilia Colonna, fuera ciega y no pudiera verme. Ésa era la impresión atroz que me embargaba, no bien la poseía en el lecho donde su miedo y su rencor se disfrazaban de sumisa indiferencia: la de que no me veía, la de que, desde que había ceñido con sus brazos fugazmente a Maerbale, no me había vuelto a ver. Y no la quería. Su desprecio me cohibía demasiado, estaba demasiado a flor de piel, para que pudiese quererla. Antes, cuando me estrechaba contra su cuerpo, eludía mi giba; ahora sus manos se posaban sobre ella como tarántulas, recordándome que mi joroba seguía ahí y que nunca, ni aun en la embriaguez de la voluptuosidad, me desembarazaría de su peso. No quería a nadie…

Ah… pero sí, a alguien quise, a alguien quise entonces, con un sentimiento singular, confuso, vagamente incestuoso —alguien a quien Julia prefería también, porque su instinto materno discernía tal vez su esencial diferencia, que yo no alcanzaba a precisar—, y fue a ese niño que corría, esbelto, danzarín, por las callejas de la aldea, rumbo al valle y al bosque, a ese niño que se me parecía tanto, que era como mi imagen perfeccionada, pulida, como la proyección poética del retrato de Lorenzo Lotto. A Horacio Orsini. Oía el galope de su caballo, cuando partía con mis primos que le enseñaban a adiestrar halcones, y me golpeaba el corazón. Salía, con la pluma de ganso en la diestra, a la terraza del Ninfeo, y observaba a la distancia su delicada silueta que traía a mi memoria la de Girolamo, ágil, gentil, airosa. Y ya se desvanecía, como un silfo, en la reverberación lejana de los diamantes que chispeaban en el estoque, en la gorra, en el collar de Orso, en los guantes de Segismundo que se levantaban hacia el parche negro, como si en pleno día se apagaran y encendieran las luciérnagas de la espesura.

—¡Adiós! —le gritaba—, ¡adiós!

Y así como Julia no podía verme, Horacio no podía oírme. Entonces, repugnado ante la idea de regresar a la tarea que me había impuesto, ascendía lentamente hasta el castillo. Madruzzo estaba comentando el casamiento de Victoria Farnese, hija de Pier Luigi, con Guidobaldo de Urbino. El título de duque de Sanseverino, que hubiera estremecido a Stendhal, había sido otorgado a Octavio Farnese y a sus sucesores. ¡Siempre los Farnese! Y, ¡qué poco me importaban! O si no, se trataba del nacimiento de Alejandro Farnese, hijo de Octavio y de Margarita de Austria, nieto de Pier Luigi y de Girolama Orsini, nieto también de Carlos Quinto, bisnieto del papa Pablo III… ¡Cuántos prestigios acumulados sobre una sola cabeza! Yo los escuchaba desganadamente. Algo había que hacer, sacudirse, desentumecerse. Puesto a la ventana, abarcaba el paisaje que cruzaban los murciélagos, aguardando la vuelta de Horacio Orsini y de los cazadores. Era lo que había hecho en Bomarzo, desde muy pequeño: aguardar, latiéndome el corazón, la vuelta de los cazadores.

Una noche, aquella señoril monotonía se quebró. Estaba yo solo con Silvio, junto a la chimenea del salón principal, estudiando cómo convenía trasladar a una de las paredes la pintura del horóscopo de Benedetto —no teníamos en ese momento ningún huésped, y Julia y los niños se habían retirado—, cuando escuchamos, en la cuesta del castillo, estrépito y voces. Silvio abrió una ventana y se asomó a las tinieblas. Abajo, en el viento, se revolvían las antorchas y vibró el timbre claro de Martelli:

—¡Es Messer Lorenzino de Médicis, que viene con su madre, y suplica la hospitalidad de Su Excelencia!

Ordené que los hicieran subir en seguida y los aguardé en lo alto de la escalinata. María Soderini se adelantó pausadamente, emergiendo de la penumbra de los tapices, como una velada figura irreal, pero Lorenzino trepó en cuatro brincos, ágil como siempre, y cayó en mis brazos un instante después. Ambos venían enmascarados. Detrás se apresuraban los servidores, con cofres, con armas. Mi joven amigo había cambiado bastante. Cuando se arrancó la máscara, advertí en su rostro moreno y enjuto las huellas envejecedoras de la inquietud. Extraños tics le agitaban la cara que, perdida la sonrisa, costaba reconocer. Miraba a derecha y a izquierda, con recelo. Lo serené, asegurándole que mi afecto no había variado, y besé la mejilla y las manos de María Soderini. El sufrimiento la había gastado aun más que a su hijo. Se derrumbó en un sillón y no pronunció palabra. Mandé que trajeran vino, mientras aprestaban sus habitaciones y, para honrar especialmente a Lorenzaccio, dispuse que le apercibieran la cámara en la cual mi padre había tenido su estudio y que permanecía cerrada desde entonces. En breve, su madre, rendida por el cansancio, nos abandonó. Trazó la señal de la cruz sobre la frente de Lorenzino y la acompañamos hasta su aposento donde ardía un fuego de ramas crepitantes. Volvimos luego al salón y quedamos solos. Mi amigo bebió, uno tras uno, cuatro vasos. Frente a la iglesia, resonaban las exclamaciones roncas de los que desuncían su carruaje. Y el silencio se apoderó de nosotros, cargado de expectación, porque parecía que los emperadores romanos que se alejaban hacia la galería y hacia la sombra tortuosa del Minotauro esperaran también, tensos, agudos, en tanto el viento repiqueteaba en los vidrios y retorcía, trenzándolas y destrenzándolas como a rojas Gorgonas, las llamas del hogar.

Por fin, mi huésped rompió a hablar, a tropezones. Me refirió su vida, a partir del día en que escapó de Florencia, merced a un salvoconducto del obispo Marzi, consignatario de las llaves de la ciudad, a quien con un engaño sacó de la cama. Había andado mucho. Su historia, luego de la fogarada fugaz del crimen, era la historia de una huida, porque Cosme de Médicis había puesto precio a su cabeza. Primero, Felipe Strozzi, que lo recibió como a un enviado de la Providencia, lo había mandado en misión ante el sultán de Constantinopla; luego, derrotados los del exilio, huyó, salvando fronteras. Estuvo en Venecia, en Bolonia, en Francia, regresó a Italia con el rey Francisco, y una vez más tornó a Francia, a Montpellier, a París…

—¿Viste a Benvenuto Cellini en París?

—Lo vi: a él y al tesorero Bonaccorsi y al poeta Alemanni. También a mi prima Catalina, la futura reina, que me recibió bondadosamente, y a Margarita de Navarra. Con Catalina te recordamos a menudo. Pero ¿sabes?, los otros seguían conmigo. Eran como dos vampiros, como dos lobos; no me dejaban en paz.

—¿Qué otros?

—Los otros. Scoronconcolo, Freccia. Los que me ayudaron cuando lo de Alejandro…

—¡Ah!

—No me perdían pisada. Incomprensiblemente, junto a mí se sentían seguros. De noche oía crujir sus dientes y, si se movían en los lechos, sus dagas chocaban contra las cujas. Ni siquiera se descalzaban las botas para dormir. Por fin pude sacármelos de encima. Eran peores que Alejandro. Peores que cualquier remordimiento, si el remordimiento existiese. Los embarqué en una galera de Roberto Strozzi y respiré.

—¿No tienes remordimientos?… digo… por lo de Alejandro…

—No.

Pronto recomenzó la fuga. Falleció su tío, Giuliano Soderini, que lo socorría ocultamente con algún dinero. Ahora regresaba a Venecia, donde su existencia transcurría entre los que lo consideraban un héroe y los que lo juzgaban un traidor. Contaba con medios muy escasos, pues Pedro Strozzi, que le daba un palacio, mil quinientos escudos anuales y unos facinerosos para protegerlo, le había cortado de la ración mil escudos.

Le prometí vagamente aliviar sus arduas finanzas, alegando que todavía no había percibido mis tributos, y me agradeció con efusividad. El miedo, que no lo abandonaba nunca, que hincaba sus uñas y sus dientes más hondo que Scoronconcolo, bailoteó de nuevo en sus ojos desesperados. Espió hacia los rincones, girando la curiosa cara inquisitiva, de roedor.

—¿Estamos seguros aquí?, ¿tu gente es leal?

—Estás seguro. No temas.

Asombraba pensar que con esas manos nerviosas había arrancado la vida al duque Alejandro. Pero ¿acaso yo, con mis labios finos, con mis ojos poéticos, con mi figura frágil, no había ordenado la muerte de Maerbale?

Temblaba y reía a la vez. Para distraerlo, le hablé de su Aridosia, pero no paraba de temblar. ¡Qué distinto resultaba del Lorenzaccio de Musset, que jugaba con la muerte! Uno de los personajes, refiriéndose a los asesinos que lo acechan, le dice, en el último acto de la tragedia: Tu te feras tuer dans toutes ces promenades, y él responde, soberbio: Cela m’amuse de les voir. Cuando leí la obra, no reconocí a mi desventurado amigo, el que tiritaba en Bomarzo, delante de la chimenea, estirando hacia las chispas sus manos transparentes, y volvía sin cesar la cabeza para mirar a sus espaldas. Pero ya se sabe que los poetas, y sobre todo los poetas románticos, acuñan sus propias versiones de los pobres individuos. Por suerte es así.

Lo conduje hasta su aposento, llevando yo mismo las luces, como si guiara a un rey. Habían encendido el fuego, y la humedad se resistía, empañando los cristales. Nadie entraba en esa habitación. Sólo Silvio y yo la cruzábamos, porque en ella, como se recordará, se encontraba el secreto panel que abría a la galería estrecha por medio de la cual nos comunicábamos con el Ninfeo, a ocultas de todos.

Antes de que lo dejara, Lorenzino probó el cerrojo repetidamente. Me preguntó si existía otro acceso y no le revelé el del pasadizo. Apiadado de su pavor, le sugerí que Juan Bautista podía dormir junto a él y aceptó en seguida. Lo conocía de Florencia, del tiempo de las bodas del duque. Luego que los instalé, gané mi habitación del piso alto, meditabundo. Tardé en conciliar el sueño, solicitado por imágenes de mi adolescencia toscana, en las que el pequeño Médicis surgía para tenderme una mano mientras Adriana dalla Roza lanzaba el último suspiro pensando en Beppo, el infiel.

Dos horas más tarde, al alba, la bulla me despertó. Lorenzo y Juan Bautista golpeaban a mi puerta, como locos, semidesnudos, revuelto el pelo, brillantes en los puños las espadas. María Soderini, Julia, Fulvio y Messer Pandolfo aparecieron en los umbrales de sus habitaciones, con luces parpadeantes. Agolpáronse los niños detrás, y los alabarderos y los pajes subieron y bajaron las escaleras, a medio vestir también, descalzos, abrochándose los tahalíes, blandiendo los estiletes, incomodando con las partesanas, inquiriendo qué acontecía. Lorenzino vociferaba tanto que era imposible comprenderlo. Se arrojó en brazos de su madre y allí quedó, trémulo como un pájaro. Entonces Juan Bautista explicó lo sucedido.

No bien permanecieron solos, mi inquieto huésped empezó a porfiar con los peligros que lo cercaban y con la necesidad de estar alerta. Sospechaba que en la cámara de Gian Corrado Orsini había otra entrada, secreta, y a pesar de las negativas del paje se empeñó en hallarla. Registró la cuadra palmo a palmo, con la experiencia que había recogido en muchas ocasiones similares. Me azaró, en tanto peroraba Juan Bautista, que me dijera que habían encontrado el panel. Pero su descubrimiento era más sensacional. Palpando las paredes, tanteando la chimenea, recorriendo el embaldosado, Lorenzino había rozado el resorte con el cual yo no acerté en mis minuciosas investigaciones, aquel que había puesto en movimiento mi padre para accionar el mecanismo que daba paso a la celda del esqueleto. Un postigo se había deslizado quedamente, como en las novelas de espanto, y luego de una breve vacilación, ambos se escurrieron por el negro boquete. No fue menester que dijera más para comprender lo pasado. También yo, en mi niñez, había experimentado un horror similar. El esqueleto coronado de rosas de seda mustia continuaba allí, recostado, apoyado el cráneo en las falanges. La claridad de las velas le confirió la ilusión de una vida trepidante. El gusto literario de la época por lo macabro, que culminaría en la Selena de Gilardi, con su reina y su princesa que, durante un acto entero, esgrimen las calaveras de su hijo y de su esposo, y en la Arcipranda de Decio, con su famosa escena de los despedazados cadáveres, nos había familiarizado con los episodios tremebundos, pero una cosa era observarlos en el proscenio, y otra, muy distinta, enfrentarlos en la realidad. Lorenzino se detuvo un momento, hasta que retrocedió, gritando, y no había parado de gritar desde entonces. Farfullaba, confusamente, que el duque de Bomarzo había urdido esa pesadilla para atormentarlo quién sabe con qué propósito, acaso para amedrentarlo con el recuerdo fantasmal de Alejandro de Médicis. La idea no podía ser más absurda pero, en su frenesí demente de obseso, Lorenzino la repetía sin escuchar razones. En vano traté de aclarar su trastorno y de darle a entender cuánto había buscado yo esa tétrica aparición, que consideraba como la nefasta úlcera de Bomarzo. Alejé a mis parientes, a mis servidores y, cuando estuvimos solos, me esforcé para que comprendiera la tortura que yo había sufrido por culpa de esa osamenta maldita. Se negó a oírme. Declaró que partiría sin esperar más y, a grandes voces, mandó atalajar y preparar su carruaje. Recurrí a María Soderini, pero por su gesto deduje que cuando Lorenzino caía en un trance así era inútil insistir. Poseído por el miedo, veía doquier enemigos y emboscadas.

Lo extraño es que Juan Bautista me informó de su deseo de partir con él. Todavía hoy no alcanzo a columbrar los motivos que lo impulsaron a tomar una decisión tan súbita y descabellada. Era obvio que, a causa de su querella con Silvio, se propusiera abandonar mis tierras, pero lo lógico hubiera sido que se amparase en Mugnano, donde su hermana se daba aires de señora. Su ambición debía empujarlo por ese camino. Sin embargo eligió la suerte incierta, riesgosa, de Lorenzaccio. Tal vez, aunque me parece raro puesto que fue él quien la precipitó hacia la prostitución, lo avergonzara compartir un techo que su hermana había ganado con sus zorrerías de hembra. No me resta entonces más que suponer que en las horas en que estuvieron encerrados en la cámara fatal, Juan Bautista sucumbió ante la fascinación prestigiosa de Lorenzo. Nadie sabrá qué pasó entre ellos, durante el tiempo que precedió al hallazgo lúgubre. Juan Bautista era muy hermoso, y desde la niñez de Lorenzino, desde los años de su amistad ambigua con el mediocre Rafael de Médicis y de la predilección comentada del papa Clemente VII —cuya índole culpable rechazo—, las inclinaciones equívocas del joven señor habían sido harto criticadas por los burlones. Colérico, otorgué mi autorización, y hasta, sin que Lorenzo se enterase, le entregué a Juan Bautista algún dinero para aliviar las penurias de su nuevo y excitado amo. Se fueron en cuanto estuvo listo el coche, a pesar de mis protestas. Abrazado a su madre, el asesino del duque Alejandro rehusó devolver mi saludo. En cambio María Soderini y Juan Bautista me besaron.

Llovía casi dolorosamente. Mi paje galopaba entre la modesta escolta, y la gente de la aldea, advertida de que algo extraordinario se desarrollaba en el castillo, se apretó para ver alejarse el vehículo desvencijado en cuya portezuela habían sido raspadas, a fin de que no las reconociesen, las armas de los Médicis, las palle que habían hecho correr tanta sangre como lluvia caía ahora sobre la lividez arañada de su dibujo.

En cuanto partieron, me introduje con Silvio en la celda que me había servido de prisión. Nada se había modificado en ella, desde el día en que mi padre me había llamado «hijo de Sodoma» y me había precipitado en la lóbrega oquedad. El esqueleto, que en partes mostraba, a través del hábito desgarrado, restos de una momificación defectuosa, continuaba en su sitio. La misma corona de rosas de trapo le rodeaba la frente, y en su brazo derecho se extendía una palma marchita cubierta de polvo. Un rictus misterioso, una vaga, desdentada sonrisa, se añadía a su espanto. Quizás fuera el cuerpo de un mártir, pero se me ocurrió, como la vez pernera que me enfrenté con su fantasmón, que de él emanaba un invisible vaho maligno, un miasma infame que envenenaba el calabozo.

—Hay que sacarlo de aquí inmediatamente —dije a mi secretario—. Lo harás enterrar y mandarás rezar misas por él. Pero es menester quitarlo de aquí.

Silvio salió en pos de ayuda. Entre tanto, quedé solo con el engendro, que a veces me parecía una osamenta humana y a veces un muñeco fantástico, como los que coleccionaba en el Ninfeo. Mi temor no había cedido un ápice, y a él se sumaba una repugnancia que me erizaba la epidermis. Pero quise darme a mí mismo una prueba de fortaleza, ya que las pruebas que daba eran invariablemente de pusilanimidad, y triunfar sobre mi cobardía. Me acerqué despacio a su estructura, levantando sobre mi cabeza la palmatoria, y estiré una mano, hasta casi tocar con la punta de los dedos el cuerpo yacente. Trataba de no mirarlo, de no ver sobre todo sus cuencas vacías y su quijada monstruosa, mitad hueso y mitad seca y resquebrajada piel. Oí, a la distancia, las pisadas de Silvio que regresaba con algunos servidores, y eso me infundió valor. Alargué un poco más la diestra y di un empellón al muerto. El esqueleto cayó hacia un costado como si se desarmara, porque la calavera rodó a mis pies y los fragmentos frágiles que componían el simulacro se partieron al chocar con las losas. Los pétalos de trapo se esparcieron en torno. Entonces distinguí lo que hasta ese momento había ocultado el esqueleto de Bomarzo, aquello que cuidaba en su soledad de la entraña del castillo, como un guardián del trasmundo. Eran unos folios de pergamino, anudados con una cinta de terciopelo verde que había perdido el color. Apenas tuve tiempo de recogerlos y meterlos bajo la camisa. Me rasguñaron el pecho. Y en seguida entraron los hombres.

Había resuelto que sepultaran al enigmático custodio de los manuscritos, pero cambié de idea. Decidí, al contrario, que recompusieran la figura, como se ajusta un títere, atándola y pegoteándola, y que con su corona y su palma, reproduciendo su posición, la colocaran en la ancha urna de cristal que existía encastrada en la base de uno de los altares de la iglesia, el que tenía por centro las imágenes de Girolamo y Maerbale que recibían rosarios de manos de la Virgen. Eso lo decidí después. Lo decidí cuando poseí la certidumbre de que los folios que examiné en mi cámara eran las dos cartas del alquimista Dastyn al cardenal Napoleón Orsini que me había anunciado Paracelso y que había buscado a través de Italia inútilmente. Ahora, por fin, me pertenecían. Por fin comenzaba a palpar la inmortalidad que me prometía mi horóscopo. Había indagado en pos de esas cartas por ciudades y palacios, y en Bomarzo estaban, aguardándome. Debía ser así, para que el símbolo resultara completo. En Bomarzo debían estar y no en otro sitio.

Mi padre, mi abuelo y los dueños anteriores de Bomarzo, los que conocieron la presencia de la osamenta escondida en el espesor de las murallas del castillo, ignoraron sin duda el tesoro que vigilaba, como una esfinge de leyenda. O, si lo intuyeron, prefirieron que siguiera allí, aislado, impotente, porque temían las consecuencias que su tremendo secreto era capaz de desencadenar. Mi abuela Diana, probablemente por su condición de mujer, no estaba al tanto de ese secreto. Me lo hubiera entregado cuando la interrogué. Como dueño del lugar, me correspondía. Cabe suponer que mi padre, el día en que me encerró con la aparición siniestra, me sometió a un experimento cruel. Si encontraba las cartas por mis propios medios, derrotando a la angustia y al horror, demostraría que era digno de ellas. A Girolamo no lo hubiera ensayado de ese modo. En Girolamo tenía confianza y es posible que ya le hubiera revelado el misterio inquietante. Pero, a lo largo del tiempo, el enigma de Dastyn me esperaba a mí, el Edipo predestinado. Cuando despegué los folios dos veces seculares, lloré de orgullo. No alcanzaba a entenderlos, a descifrar la gótica escritura desleída, pero lloré de orgullo. Yo era, de todos los Orsini, el elegido para la milagrosa revelación. Yo, el jorobado, el débil, el negado de la gloria, era el elegido. Posé mis labios en el cuero crujiente. Así me desquitaba del desprecio de Gian Corrado Orsini, el que había querido anularme, privarme de Bomarzo. Me desquitaba porque ahora gozaba de la seguridad de ser el mejor de la extensa línea en la que reverberaban tantos personajes ilustres, y de que ninguno de ellos había merecido a Bomarzo con títulos calificados para competir con los que el destino me había otorgado a mí para siempre, para siempre.

Y, en tanto miraba y remiraba, paseando el cristal de aumento de mi abuelo Franciotto sobre las líneas de pálido ocre, el texto del cual dependía tal vez la perpetuidad de mi victoria, los aldeanos de Bomarzo desfilaban por la iglesia y se santiguaban delante de los despojos que el duque brindaba a su veneración. Por lo demás, ¿acaso sabía yo si aquellos restos no pertenecían a un santo? ¿Bastaba mi impresión de maleficio para inferir lo contrario? ¿No sería que yo acarreaba el maleficio dentro de mí y lo proyectaba hacia afuera? Había habido muchos santos en la zona. San Anselmo… San Dionisio… San Hilario… San Eustizio… San Valentino… Claro que desde que sus plantas sagradas hollaron el suelo de Bomarzo habían transcurrido diez, doce o trece centurias y que si algo sobrevivía de sus vestigios apenas alcanzaría para llenar un breve relicario… Señores y campesinos vinieron de lejos, ansiosos de impetrar la ayuda del nuevo protector. Hasta mi primo de Mugnano vino, con Pantasilea —no se atrevió a traer consigo a Porzia—, y depositó en el altar la ofrenda de seis gruesos cirios que ostentaban el escudo de Orsini pintado con jubiloso sinople y ardientes gules. Los espié, disimulado por una colgadura: el duque delante, vestido de terciopelo grana, al cuello una cuádruple cadena de oro; luego Pantasilea, esponjada, encadilante como uno de sus pavos reales, lirios de perlas en los bucles rojos, puesta de rodillas en el prodigio del traje de damasco violeta, con llamas púrpuras que brotaban de la amplitud de las mangas; y detrás Segismundo Orsini, a quien había comisionado yo para recibirlos, la mitad del rostro cubierta por la venda oscura, el ojo libre resplandeciente, la ropa turquesa y blanca como si todo él fuese una joya. Los tres llevaban cirios en las manos. ¿Qué pedían, qué pedía cada uno, juntos los dedos orantes? ¿Qué podía otorgarles el esqueleto rehecho pieza a pieza, como un juego triste, patético, que sonreía en su urna? Concluidas las preces, recorrieron mi gabinete de curiosidades. No me importaba que lo vieran; lo que no quería que vieran era el de Silvio. Segismundo puso en marcha los autómatas y destacó la maestría de los relojes. Inesperadamente, el esqueleto había pasado a ser una rareza más, entre las de Bomarzo.

Más tarde, la reliquia fue desplazada de allí y trasladada en su caja de cristal a un altar pequeño, insignificante, ubicado en la planta principal del castillo, donde sigue aún, convertida en un objeto insólito que asombra y divierte a los escasos viajeros que la descubren, porque nadie sabe qué significa ese mascarón de huesos caricaturescos, ni recuerda su origen; pero cuando mi voluntad imponía su ley en Bomarzo, yo, Pier Francesco Orsini, santifiqué al esqueleto que, de instrumento de pavor, usado con el fin de torturarme y vejarme, se había transformado para mí en una alegoría de la vida eterna. Quizás discurría yo, ingenuamente, soberbiamente, que al cabo, dentro de las atribuciones del duque, estaba la de instituir santos que protegían su dominio. Para algo me sobraban papas y bienaventurados en la sangre.