VI
EL RETRATO DE LORENZO LOTTO
Perdóneme el lector la falta de gusto, la petulancia anacrónica, la insolencia típica de los viajeros frente a los que no han salido de su barrio —y en este caso de su tiempo—, pero le aseguro que quien no ha visto a Venecia en el siglo XVI no puede jactarse de haberla visto. Comparada con aquélla, con aquella vasta composición cuidada e impetuosa de Tintoretto o de Tiziano, la actual es como una tarjeta postal, o un cromo, o una de esas acuarelas que los pintarrajeadores venden en la plaza de San Marcos a los extranjeros inocentes. Supongo que otro tanto diría —incomodándome en ese caso a mí— quien la hubiera conocido en el siglo XV, en el XVIII y quizás en el XIX. Yo sólo hablo de lo que tuve la suerte de conocer. La Venecia que el lector habrá recorrido tal vez en estos años de posguerra, bazar de cristales reiterados en series, con lanchas estrepitosas, hoteles innúmeros, fotógrafos, turistas invasores, histéricas, lunas de miel, serenatas con tarifa, pillastres de la sensualidad, rezagados de Ruskin y ambiciosas porta-bikinis, no conserva vínculo alguno, fuera de ciertos rasgos de la decoración eterna, con aquella, admirable, que yo visité en el otoño de 1532. Se suele repetir que determinadas ciudades —Brujas, Toledo, Venecia— no cambian; que el tiempo las respeta y pasa de puntillas a su lado. No es verdad: cambian y mucho. Venecia ha cambiado tanto que cuando he llegado a ella, recientemente, me ha costado ajustar esa imagen sobre la que mi espíritu guardará intacta para siempre, de una ciudad maravillosa.
Apenas la entreví la mañana de nuestro arribo. Iba muy enfermo, en una embarcación que alquilamos cuando nos rendimos ante la evidencia de que no sería capaz de seguir a caballo, pero el primer contacto fue deslumbrador. Después de Bomarzo, hecho de piedras ásperas, de ceniza y de herrumbre, apretado, hosco, Venecia se delineó frente a mí, líquida, aérea, transparente, como si no fuera una realidad sino un pensamiento extraño y bello; como si la realidad fuera Bomarzo, aferrado a la tierra y a sus secretas entrañas, mientras que aquel increíble paisaje era una proyección cristalizada sobre las lagunas, algo así como una ilusión suspendida y trémula que en seguida, como el espejismo de los sueños, podía derrumbarse silenciosamente y desaparecer. No es que yo considerara a Bomarzo menos poético —líbreme de ello Dios—, pero en Bomarzo la poesía era algo que brotaba de adentro, que se gestaba en el corazón de la roca y se nutría del trabajo secular de las esencias escondidas, en tanto que en Venecia lo poético resultaba, exteriormente, luminosamente, del amor del agua y del aire, y, en consecuencia, poseía una calidad fantasmal que se burlaba de los sentidos y exigía, para captarla, una comunicación en la que se fundían el transporte estético y la vibración mágica. Ésa fue mi impresión primera ante la fascinadora. Luego comprendí que, sobre mí en todo caso, la fuerza misteriosa de Bomarzo, menos manifestada en la superficie, más recónditamente vital, obraba con un poderío mucho más hondo que aquel cortesano seducir, hecho de juegos exquisitos y de matices excitantes, pero, como tantos, como todos, sucumbí al llegar ante el encanto de la ciudad incomparable, traicioné en el recuerdo a mi auténtica verdad —cada uno tiene su propio Bomarzo— y pensé que no había, que no podía haber en el mundo nada tan hermoso como Venecia, ni tan rico, ni tan exaltador, ni tan obviamente creado para procurar esa difícil felicidad que buscamos con ansia, agotando seres y lugares, los desesperadamente sensibles.
Estuvo delante de mí, fugaz, esa mañana, y durante un mes dejé de verla, pero su imagen no me abandonó en mi habitación de enfermo, y tengo la certidumbre de que la inquietud por apoderarme de ella, andándola, aprendiéndola, atesorándola, ayudó en buena parte a acelerar la recuperación de mi salud, cuyo quebranto se fundaba en causas no sólo físicas sino también psicológicas. Por lo demás, diré que mi emoción no constituía en el siglo XVI un sentimiento excepcional. Después de Roma (y para muchos antes que Roma), Venecia era la ciudad más atrayente. Los forasteros la colmaban, aunque no como hoy en que los venecianos de viejo cuño se refugian en sus casas para no tropezar con las guiadas caravanas intrusas, y en esa muchedumbre viajera sobresalían los príncipes y los grandes señores que acudían de los extremos de la curiosa Europa y del Oriente cercano, solicitados por el rumor de sus fiestas y por el prestigio de su dibujo sin par. Venecia se descomponía imperceptiblemente, roída por la podredumbre que, como una emanación fatal del agua turbia, desgastaba a sus palacios y a sus gentes, y que, años después, quiso extirpar de sí con el esfuerzo de Lepanto.
Iba perdiendo sus dominios orientales, en manos del turco; otros estados colonizadores se apoderaban de sus mercados en la India; los corsarios arruinaban, en el Mediterráneo peligroso, el comercio de sus naves. Pero su lujo, su esplendor, jamás habían sido tan evidentes. Los espíritus sagaces presentían la alianza de vida y de muerte que representaba, y eso, esa contradicción conmovedora, se añadía a su hechizo. Era como si doquier, en sus canales y en sus cortili, bajo el estruendo embanderado de sus diversiones, se repitieran en sordina las terribles palabras rituales que decían a las dogaresas en pleno triunfo de su ascensión al poder: «Así como Vuestra Señoría ha venido viva a este sitio a tomar posesión del palacio, debe entender que, muerta, le serán arrancados el cerebro, los ojos y las entrañas y, en este mismo sitio, será expuesta durante tres días antes de bajar al sepulcro». Romántica con prioridad sobre los románticos oficiales, ya no meramente mercantil como en la época de su afanoso crecimiento, sino aristocrática y atacada por el mal de la decadencia que le hincaba los dientes bajo la pompa fingidamente intacta de su ceremonioso dominio: así la vi yo, aquel otoño de mis veinte años. Y, tal vez porque estaba enfermo, la sentí profundamente. Sentí que la enferma Venecia y yo nos parecíamos, en ese momento crepuscular, anheloso y sin embargo soberbio; que ambos simbolizábamos algo semejante, destinado a menoscabarse y a perderse: la actitud de una casta (¿de una idea?) frente a la vida; y que, con todas nuestras debilidades arbitrarias, nuestras vanidades y nuestras corrupciones, Venecia y los hombres de mi estirpe —que habían iniciado su progreso en el mundo, hacia la meta aristocrática, con similar reciura heroica, y que se fueron desmoronando juntos, en la marchita melancolía del refinamiento— habían contribuido a darle a ese mundo, a ese mundo que se iría volviendo, cuando creía volverse mejor, cada vez más uniformado y mediocre, un tono, una orgullosa grandeza, cuya falta lo privaría de una forma insustituible de intensidad y de pasión.
Descendimos en el puente de Rialto, que era de madera todavía, aunque ya se proyectaba construirlo de piedra, y los arquitectos y los escultores célebres ensayaban su diseño futuro. Como siempre, el círculo estrepitoso de los negocios tenía su centro allí, alrededor de la columna del mapamundi que mostraba con ufanía las rutas de la especulación veneciana. Subí hasta ese lugar, lentamente, apoyándome en los brazos de Juan Bautista y de Silvio, y el olor fresco de las frutas, mezclado con el de las especias del Levante y con el de los paños suntuosos, me asedió en medio de la algarabía de lenguas exóticas. Envié a mis pajes en busca de alojamiento, pues no lo había reservado, y, perdido en la diminuta Babel, me senté a mirar el Gran Canal por el cual venían unas barcas cargadas de paja y de leña y otras que arrastraban por el agua, como mantos, largas redes. No contaba yo con el espionaje, elemento esencial de la Serenísima, que cubría con hilos invisibles a la entera ciudad, de suerte que nada de lo que en ella acontecía, por mínimo que fuese, podía guardar su secreto y que, por ejemplo, si un noble cometía el error de murmurar contra los gobernantes, aun cuchicheando e imaginándose al amparo de la delación, era advertido dos veces y a la tercera, sin más trámite, lo ahogaban. Los soplones comunicaron de inmediato mi presencia, que yo no me había propuesto disimular, de modo que con mis pajes regresaron dos hombres: un mensajero del dux Andrea Gritti, quien me saludaba y me invitaba a que fuera a verle, y otro de mi pariente Valerio Orsini, quien me comunicaba que jamás me perdonaría si, pasando yo por Venecia, no era su huésped en el palacio Emo, situado en el barrio de la Madonna del Orto. Agradecí el homenaje del príncipe, prometiendo ir en cuanto mi salud lo tolerara, y luego de vacilar, sabiendo que Maerbale vivía en ese mismo palacio, terminé por aceptar el ofrecimiento hospitalario de mi tío, porque la verdad es que me desazonaba la oscura dolencia y me asustaba la perspectiva de enfrentarla casi solo. A poco llegó una góndola con el gonfalón de Orsini y en ella me acomodé, con Silvio, Juan Bautista y mi equipaje, sintiéndome de repente mejor por la mera circunstancia de que en ese pendón pequeño flamearan las figuras de la rosa, la sierpe y los osos. Bogamos hasta la Madonna del Orto, en la parte que enfrenta el tornasol de una llanura líquida de lilas y carmines, hacia San Michele y Murano, y desembarcamos en el sitio donde edificaban su palacio los Zeno, tan andariegos que se asegura que estuvieron en América un siglo antes que Cristóbal Colón. Hice el viaje por el Gran Canal y el Cannaregio, con los párpados entrecerrados. El cuerpo me dolía, la fiebre me quemaba como si ocultara unas brasas bajo la piel, y la luz me dañaba los ojos ardientes, pero, como si los soñara —y de ello procede, probablemente, la impresión inicial de sueño que me dejó Venecia—, me pareció que los palacios alineados en ambas márgenes, varios de ellos enrejados de andamios sobre los cuales se agitaban los artistas y los obreros, se movían en sus centelleantes túnicas de agua y, enjoyados como meretrices, me escoltaban en doble fila de oro, de púrpura y de coral, entre el ir y venir de las barcas que cobraban la traza peregrina de instrumentos musicales, de laúdes y de tiorbas, o de insectos multicolores que aleteaban y vibraban delicadamente en la laguna.
Valerio ha sido uno de los Orsini más cabales, más totales, que traté. Naturalmente, como buen condotiero, osciló de un campo al otro, según sus conveniencias, pero, del punto de vista del Renacimiento, se condujo como correspondía y ganó una posición envidiable. Había sido —y era— íntimo amigo de los Médicis; de aquel Lorenzo a quien le regalaron el ducado de Urbino, menos permanente que su estatua por Miguel Ángel, y de Clemente VII, a quien defendió contra los infernales Colonna y protegió cuando el asedio, hasta que su caballería fue aplastada por la superioridad numérica enemiga. Luego entró al servicio veneciano y secundó las empresas de Lautrec, con mi padre. Francisco I le restituyó el ducado de Ascoli y el condado de Nola, propiedad tradicional orsiniana, pero ese privilegio le duró poco, porque las fiebres derrotaron al ejército francés y dejaron a mi tío sin aliados. Entonces Valerio, con agudo sentido de la realidad, se desentendió de los franceses y pasó a las órdenes de Carlos Quinto y a sitiar a Florencia. Allí lo siguió mi hermano. Todavía, hasta su muerte ocurrida veinte años después de lo que voy refiriendo, le faltaba abandonar a los españoles, comandar tropas del gran duque Cosme de Médicis, tornar al servicio veneciano, ser gobernador de Dalmacia, extinguirse en esa misma Venecia, en ese mismo palacio donde me acogía, abriéndome los brazos paternales y estrechándome contra su pecho viejo y robusto. Dos amores renombrados acompañaban los accidentes de su tumultuosa biografía: el de su mujer, nieta del Oliverotto de Fermo a quien César Borgia suprimió en Sinigaglia, engañándolo divinamente, y el de un muchacho de importante belleza, Leonardo Emo, hijo del amigo a quien pertenecía el palacio donde residía y donde me alojó. Agregaré que el noble Emo, magistrado descollante de Venecia, conocía la relación y la fomentaba, porque entendía, como los griegos antiguos —como los cretenses, que juzgaban deshonrado al joven que no usufructuaba una liaison de ese tipo; como los espartanos, que la establecieron por ley y penaban a los contados aristócratas que no la mantenían— que ella redundaba en alto beneficio para Leonardo, al que el glorioso condotiero nutría de experiencia. Toda esta situación, como se ve, es tan de época como las calculadas mudanzas políticas y guerreras del gran Valerio. Su mujer lo adoraba; lo adoraba Leonardo; lo respetaba el patricio Emo; lo admiraba Maerbale; Aretino cuidaba celosamente su amistad ilustre; el dinero y las joyas acrecían su tesoro particular, después de cada saqueo y cada campaña; y Valerio se tenía por el hombre más feliz del mundo, organizaba conciertos, mascaradas y bailes, en tiempos de paz, con bullanguera afluencia de adolescentes codiciosos y de estupendas prostitutas, y organizaba, en tiempos de guerra, disciplinadas compañías y estratégicos ataques. Sabía distraerse y sabía trabajar.
Un mes, como dije, permanecí en el palacio Emo, sin salir a la calle. A Maerbale no lo vi nunca, durante los treinta provechosos días en que aprendí las cosas más diversas e inesperadas, merced a Aretino y a Paracelso. Me interesé por su salud y me respondieron que mi hermano curaba de sus lesiones. Dos o tres veces creí oír sus gritos, en el silencio del atardecer. Le lavaban las heridas con vino hirviendo, para evitar la gangrena, y eso justifica ampliamente la posibilidad de atribuirle los bramidos incógnitos que no me causaban ningún remordimiento por aquello del ojo por ojo. Era singular que los dos únicos señores de Bomarzo estuvieran simultáneamente en Venecia, tan lejos de su castillo, en sus respectivos lechos del mismo palacio, llagados y sufrientes, y que no hubiera entre ellos la menor comunicación. Valerio Orsini y Lorenzo Emo, el viejo y el muchacho, iban de una habitación a la otra, portadores de mensajes inventados. Me aseguraban que mi hermano se inquietaba por mí, y a él le aseguraban que yo me inquietaba por él, aunque no era cierto. En verdad sí nos inquietábamos, pero no lo decíamos.
Pietro Aretino, grueso, barbado, sofocada la cabeza de sileno por las pieles lujosas, solía visitarme y me entretenía con la enumeración de los regalos principescos que sin cesar le mandaban de las cortes remotas de Italia, y de Francia y de Alemania, para sosegar su ironía aniquiladora, y de los tributos que le pagaban los piratas bereberes y el bajá de Argel, como si fuera un soberano temible. Simpático cuando quería, feroz cuando quería también, chantajista incomparable, periodista sin escrúpulos y sin cansancio, multiplicaba las cartas y los impresos, y el oro manaba hacia él para escapar en seguida de sus manos pródigas. Cuando perseguía a alguno, el veneno de sus flechas lo agotaba. Bastante lo supo mi abuelo Franciotto, que se negó a pagar su cuota y sufrió la carcoma de sus pasquines. Aretino, con el pretexto de las funciones de supervisor de las cacerías de León X, desempeñadas por el cardenal, y de comprador de halcones y lebreles exorbitantes para el séquito pontificio, lo acosó con sus sátiras. A mí ese detalle no me fastidió lo más mínimo. Yo había tenido la elemental precaución de enviar a Silvio a adquirir para el poeta una cadena de oro, y, como Cerbero con las tortas de miel, Aretino —que por lo demás reverenciaba a mi tío Valerio— cesó de gruñir y me besó la diestra. Al proceder así no hice más que imitar a Francisco I y a Carlos Quinto, que le regalaban collares preciosos, o al duque de Mantua, que hacía las paces con él gracias a jubones de terciopelo y a camisas de brocado, o al sultán, que le obsequiaba una esclava de rara hermosura y de técnicos sensualismos eficaces. Vivía, desde tres años atrás, en el palacio Bolani, que había alquilado frente al Rialto, y recibía allí en pleno desorden el homenaje de los turcos, judíos, italianos, españoles, alemanes y franceses, quienes lo tenían por un oráculo, fueran señores, estudiantes, soldados o frailes. Poseía un harén, compuesto por cinco o seis mujeres a quienes apodaban las aretinas. Además se susurraba (y hasta fue acusado de ello públicamente) que su ejercicio amoroso no se detenía en los límites del sexo femenino, y se llegó a citar dudosamente su vínculo con un caballero tan cabal como el capitán Juan de las Bandas Negras, héroe de Italia y espejo de condottieri. Quizás esa doble actividad —si existió— habrá cooperado a afianzar los lazos que lo unían a Valerio Orsini. Era el hombre a la moda y lo usufructuaba, sahumado de satisfacción. Todo se llamaba Aretino entonces en Venecia, desde una raza de caballos hasta un tipo de vidrios, desde el canal vecino de su casa hasta un estilo literario y hasta esas mujeres a quienes gozaba con fruición equiparable a la de Tiziano, su gran amigo y asociado en negocios de arte. Y la imagen de Pietro, hijo de una buscona y de un zapatero remendón, nacido en un hospital de Arezzo, lacayo del banquero Chigi y bufón del papa León de Médicis, andaba pintada en platos de cerámica, estampada en mangos de espejos y en estuches de peines, acuñada en medallas de oro, de plata y de cobre, y esculpida en las fachadas de los palacios. A mí me hizo olvidar más de una vez mis dolores, con el relato pantagruélico de las montañas de almendras, cerezas, fresas, limas, higos, albaricoques, melones y ciruelas, que descargaban en el palacio Bolani, con destino a su mesa de goloso invencible; o con el de sus pleitos con el duque de Mantua, por el poema Marfisa, nunca acabado, que ensalzaría la gloria de los Gonzaga, y cuyo manuscrito empeñaba cada tanto tiempo, para procurarse algún dinerillo; o con el de sus relaciones con el dux Gritti, a quien había ofrecido su alma, porque lo había redimido Venecia; o con el de la confesión pública que hizo en un templo en el que había tan escasa luz que apenas pudo leer el texto borroneado con sus lágrimas teatrales. Sí, Aretino era un truhán inteligente, capaz de recrear como ninguno si ponía en acción su genial desenfado, y le debo momentos prodigiosos, sobre todo cuando, en mitad de una anécdota, se echaba a reír estruendosamente, sacudido el corpachón, tomándose el vientre con ambas manos y haciendo sonar los eslabones y dijes que le cruzaban el fornido pecho —de un acceso de risa así dicen que murió, porque perdió el equilibrio y cayó al suelo, desnucándose—, pero, con ser tanta y tan enjundiosa la diversión que le adeudo a su turbulencia imaginativa, ella no se compara con el recuerdo que he conservado de Paracelso. Paracelso ha sido uno de los hombres que más influencia ejercieron en el desarrollo de mi vida extraña.
Contra la opinión de Aretino, que lo detestaba porque tal vez discernía en él a un rival, y contra, también, la de Valerio Orsini, que hubiera querido hacerme examinar por uno de esos médicos germanos que cabalgaban precedidos por un paje, que llevaban un gorro de piel y una túnica roja, que eran admitidos como pares de los mercaderes de granos y de lana y de los banqueros, y que por nada del mundo hubieran hecho el trabajo vil propio de los cirujanos despreciables, Paracelso me visitó poco después de mi llegada. Mi intuición me hacía creer en su fuerza firmemente. Silvio lo buscó, lo halló y me lo trajo. Mi salud había declinado tanto que se imponía una intervención pronta.
Recuerdo muy bien la primera impresión que me causó su presencia. Era por entonces un hombre de unos cuarenta años, magro, frágil, calvo, de ojos protuberantes, sin un pelo de barba. Se dirigió a mí en italiano, con marcada pronunciación tudesca, pero mechaba el monólogo con vocablos de distintos idiomas. Sospecho que algunas palabras —las que pretendía haber recogido en sus andanzas por Transilvania, por Tartaria, Alejandría y Grecia, donde según él había estado hasta en la isla de Kos, patria de Hipócrates— eran inventadas. Vestía una casaca estropeada, y se cubría con un sombrero pringoso de mugre que por lo menos esa vez y con el pretexto de que debía proteger su cabeza desnuda, no se quitó mientras duró la visita. A su costado pendía el espadón famoso, en cuya cazoleta se contaba que encerraba al demonio Azoth. Con ser estrafalario su aspecto, por el contraste de su cara lampiña y su chapeo de matamoros, emplumado de costras infectas, mucho más lo era su discurso. Hablaba arrogantemente, bombásticamente, como si desdeñara al interlocutor desde la altura de su sabiduría —no olvidemos que se llamaba Aureolo Felipe Teofrasto Bombast von Hohenheim—, con mucho revolotear de manos, revolver de ojos y golpear de la espada, y lo primero que hizo fue informarme que era de familia noble, nieto de un comandado de los caballeros teutónicos, como si con ello quisiera establecer las bases de nuestra relación y poner las cosas en su sitio. Pero yo, a pesar de mi juventud, conocía demasiado bien esa actitud de los intelectuales frente a los príncipes —¿acaso no había procedido así Benvenuto Cellini cuando nos encontramos en la playa?— y percibía demasiado la humana debilidad que la regía, para que me perturbase. Por lo demás, al contrario de lo que solía suceder, le tomé simpatía de entrada a aquel hombrecito casi raquítico, movedizo y discurseador, que peroraba sin sacarme los ojos de encima.
Me examinó minuciosamente, me preguntó si no había sido hechizado, e inquirió algún antecedente de las personas con quienes había tenido «desahogos» —fue su palabra y la subrayó con un dejo de burla— últimamente. Le respondí embarullando las imágenes de Juan Bautista y de Pantasilea, pero no lo engañé. Mientras palpaba mi cuerpo, me dijo que Dios no ha permitido que exista ninguna enfermedad sin proporcionar su remedio y me prometió que en el término de un mes, si seguía sus consejos, estaría sano. Mi caso era diferente del de Erasmo, quien le había expresado en una carta que sus estudios lo embargaban en tal forma que no tenía tiempo ni para curarse ni para morir. Yo tenía tiempo. Prescribió su prestigiosa tinctura physicorum, con la cual se decía que había triunfado sobre el cáncer, la hidrofobia, la sífilis, la epilepsia y otras enfermedades incurables, porque él era el único que trataba a los desahuciados, y citó el ejemplo de la abadesa de Zinzilla, en Rottweill, a quien daban por muerta. Acababa de publicar en Nuremberg dos tratados sobre el mal de Fracastoro, que prohibió, ciega de envidia, la Facultad de Medicina de Leipzig.
—Ningún médico —sentenció irónicamente— debe comunicar la verdad al príncipe. Tampoco ningún mago, astrólogo o nigromántico, si la poseen. Deben usar caminos ocultos e indirectos, alegorías, metáforas o expresiones maravillosas. Pero yo le juro a Su Excelencia que Su Excelencia está muy mal y que en un mes habrá olvidado lo que lo tortura.
Me visitó casi diariamente, para gran rabia de Pietro Aretino, que sin embargo no se pronunciaba contra él abiertamente ya que, dada su vida, podía necesitarlo en cualquier momento. Llegaba, me hacía el honor de despojarse del sombrero, me revisaba las úlceras, me hundía en un baño sulfuroso, me administraba su pócima, y luego se echaba a disertar. Su olor a vino, a sudor y a suciedad colmaba la habitación, con el de los nauseabundos mejunjes. Valerio, Silvio y Juan Bautista escapaban, asqueados. En medio de los vapores amarillentos, su cara lívida asomaba, como la de un brujo. Adiviné entonces que, bajo su aluvión de palabras, algo, una inquietud, se escondía pero tardé en descubrirlo. Yo esperaba mucho de él y él esperaba mucho de mí. Entre tanto me explicaba que el Alma-Espíritu del Mundo impregna a cuanto existe y que quien consiga dominarla será dueño del poder de Dios; me refería la curación de la reina de Dinamarca, o me revelaba que el fénix renace del esqueleto de un caballo y que una mujer embarazada, si se lo propone, es capaz de imprimir un dibujo sobre el cuerpo de su hijo. Era difícil distinguir cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía en broma, porque mantenía inalterable el tono majestuoso. Probablemente aplicaba conmigo el principio de que al señor hay que disfrazarle la verdad, pero lo cierto es que a los diez días comencé a reponerme. Me enseñó que la sal, el sulfuro y el mercurio son los ingredientes que entran en la composición de todos los metales, y también de todos los seres, y que están contenidos en el mysterium magnum del cual cada uno encierra en sí un archeus, o sea un principio vivo. La unión de los elementos orgánicos, según él, origina la vida, y el elemento predominante es el que constituye la quintaesencia. A raíz de esas disquisiciones me hizo sentir, oscuramente, que yo era el centro del mundo, porque me hizo sentir mi comunicación con cuanto existe. Y eso contribuyó a fortalecerme, a infundirme un nuevo vigor. El mundo rotaba alrededor de mí, incontable, y al mismo tiempo yo era una parte ínfima de su mecanismo sin límites. No estaba solo, no estaba perdido y, desmenuzándome en el polvo infinitesimal del microcosmos, crecía hasta agigantarme, puesto que todo, del insecto a la nube, me rendía pleitesía y obraba para mí.
Un día que nadie nos acompañaba en mi aposento, le narré la historia de mi horóscopo y de su anuncio de inmortalidad. Sus ojos chispearon.
—Las estrellas no indican nada —sentenció—, no inclinan hacia nada, no imponen nada. Somos tan libres de ellas como ellas de nosotros. Las estrellas y el firmamento entero son incapaces de afectar nuestro cuerpo, nuestro color, nuestros ademanes, nuestros vicios, nuestras virtudes. El curso de Saturno no puede ni alargar ni acortar la vida.
—Sin embargo me han referido que no sangras a un enfermo ni le haces beber un purgante si compruebas que la luna se halla en posición inadecuada.
—Eso no tiene nada que ver. Y lo de la inmortalidad es otro asunto. La inmortalidad sí es apasionante. Alcanzarla debe ser el fin de cuantos nos quemamos las pestañas estudiando.
Miré sus párpados desguarnecidos, orlados de rojo. El «médico-químico» retomó el cáustico retintín:
—Por lo menos desde 1513, a raíz de una constitución de León X en el Concilio Luterano, se ha establecido la inmortalidad e individualidad del alma, contra los que aseveran que no hay más que un alma para todos los hombres. Yo ya lo sabía antes. No necesité de Su Beatitud, y que Su Excelencia no vaya a tenerme por herético. No lo soy. Pero lo interesante, lo realmente interesante, no es la inmortalidad del alma, sino la inmortalidad del alma dentro de la del cuerpo: permanecer, permanecer aquí, en este mundo, en este lado del espejo. Seguir vivos. El lapso que el Destino otorga normalmente es muy breve para cuanto nos incumbe hacer.
Guardó silencio un instante.
—Es posible —añadió— crear un hombre artificial. Con ayuda de la Cábala hebrea, Elías de Chelm ha creado uno, un Golem, que se animó cuando el sabio judío escribió uno de los nombres de Dios en la frente de arcilla de su engendro. Es posible (yo lo he hecho) crear un homúnculo, encerrando esperma en un vaso hermético, magnetizándolo y hundiéndolo durante cuarenta días en excrementos de caballo. A los diablos les es posible formar un cuerpo con aire, condensándolo o condensando el vapor de agua, y modelar así un espectro que les servirá de habitación efímera. Simón Mago logró con pericia producir el movimiento de las estatuas de madera. Santo Tomás de Aquino destruyó el peligroso autómata dotado de palabra que construyó Alberto el Grande. Y el insigne Cornelio Agrippa realizó el siguiente prodigio: un discípulo murió repentinamente en su estudio, y el maestro, temeroso de que lo acusaran de un crimen, obligó al Demonio a que se metiera dentro del cuerpo inánime y a que con él diera dos vueltas por la plaza, para que luego cayera sin vida delante de los demás. Pero ésas son ficciones; son juegos pavorosos. No se trata de engendrar una apariencia de vida, sino de entretener sin término la que Dios engendró. Yo poseo los medios para conservar viva a una persona durante siglos. Y cuando yo muera… no moriré. Me enterrarán un año completo, porque es menester descender a las lobregueces de la tumba antes de ascender a la luz de la eternidad; me enterrarán cortado en trozos, dentro de excrementos de caballo, fuente de calor constante, como sabe cualquier alquimista, y me harán objeto de toda la gama de las combinaciones del Gran Arte; luego resucitaré, metamorfoseado en un joven hermoso. Algún día me pertenecerá la eterna juventud, no como a ese imbécil veneciano, Luis Cornaro, que come una yema de huevo cada veinticuatro horas y aspira a llegar a centenario, como si valiera la pena quedar en el mundo transformado en un viejo hambriento, para a la postre morir. Yo viviré y viviré joven. Su Excelencia también puede hacerlo, no porque se lo prometa la fantasía del horóscopo de Sandro Benedetto, sino porque para ello dispone del método que debe encontrar.
Desde el fondo de la bañera ubicada junto a mi lecho, envuelto en el vaho maloliente, disimulando la giba en el agua turbia, yo lo oía, hechizado. Diez años después, cuando Paracelso se extinguió en Salzburgo —según muchos prematuramente, por extremar las dosis del elixir de vida que escondía en el pomo de su espada y que cuidaba el demonio Azoth—, me enteré de que se habían acatado sus órdenes; de que su servidor lo despedazó y enterró de acuerdo con lo que había prescrito, y de que, transcurridos doce meses, el criado, impaciente, abrió la tumba dos días antes de que se cumpliera el plazo total. Entonces (por lo menos fue lo que atestiguaron sus discípulos) se vio que Aureolo Teofrasto reposaba en el ataúd, convertido en un adolescente bello como Fausto. Sólo el cráneo no había terminado de soldarse, y un soplo de aire, colándose por la fisura hasta el cerebro, mató al mago definitivamente, evitando que resucitara. Luego su leyenda se echó a volar y hubo gente que juró que había sido reconocido simultáneamente en varios lugares del mundo. Pero eso aconteció diez años más tarde de lo que refiero. Mientras Paracelso hablaba inclinándose sobre la bañera, tan cerca de mí que pensé con espanto que iba a abrazar mi cuerpo desnudo, lo que me inquietó al seguir los borbotones de su extraño discurso, con ser fabuloso lo que me decía, era lo que acababa de declararme: que yo, como él, era dueño de la inmortalidad si conseguía hallar su fórmula. Y ahí, en esa frase pronunciada con una intensidad que la destacaba del resto de su peroración, discerní la causa que lo había impulsado a visitarme cotidianamente.
—Ayúdame a descubrir el secreto —murmuré.
—El secreto pertenece a la familia de Su Excelencia.
—¿A mi familia? ¿A mi padre, a mi abuelo?
—A la familia Orsini.
La noticia me dejó estupefacto. Los Orsini se jactaban de ser y de haber sido guerreros, prelados, gobernantes. Me costaba imaginarlos mezclados en asuntos de tan arcana sutileza.
—Todos soñamos con la inmortalidad —apuntó Paracelso, alejando la cara pálida, los abultados ojos de batracio—. Los príncipes más que ningún otro. Hasta la señora marquesa de Mantua, la ínclita Isabel de Este, lleva sobre el pecho una joya negra en la cual ha mandado grabar esta inscripción: Para que yo viva después de la muerte. He ahí el sueño inmemorial, el anhelo de ser como dioses.
—¿Y nosotros?, ¿nosotros, los Orsini?, ¿cuál de nosotros…?
—Debemos remontarnos en el tiempo, duque, dos siglos. El alquimista más famoso de esa época fue Juan Dastyn. Reinaba entonces en Aviñón el papa Juan XXII, quien estaba íntimamente vinculado con el sobrino de otro papa, de Nicolás III. Me refiero al cardenal Napoleón Orsini, decano del Sacro Colegio. El alquimista Dastyn fabricaba oro y escribió varias cartas, que todavía se conservan, al pontífice y al cardenal. Una de esas cartas expone laberínticamente la verdad sobre la materia noble que transmuta cualquier cuerpo metálico en oro y en plata y que muda a un hombre viejo en joven y arroja de la carne las enfermedades. He estudiado sus ideas, en las cartas en latín al cardenal Orsini, y comparto muchas de ellas, por ejemplo cuando afirma que el mercurio es el esperma y material de los metales y de la Piedra. Juan XXII, asustado por la enorme cantidad de moneda que invadió a Francia, firmó un decreto contra esas prácticas, pero aprovechó en privado lo que condenaba en público. Al morir, el Santo Padre —que se había iniciado en el mundo como hijo de un pequeño burgués de Cahors— dejó una fortuna inmensa. La calcularon en dieciocho millones de florines de oro, más otros siete millones en valor de vasos de iglesia, tiaras, cruces, ornamentos y joyas. Algunos calcularon más. Lo cierto es que Juan Dastyn había elaborado la receta de la transmutación. Eran suyos la Piedra, el Elixir y la Tintura, que antes conocieron Noé, Moisés y Salomón y que presintió, en Alejandría, Bolos Democritos. Todo, para Dastyn, se enlazaba con ese elemento misterioso, de suerte que al analizar el Cantar de los Cantares, del Gran Rey del Templo, o al detallar y descomponer el mito del Vellocino de Oro, proseguía su indagación infatigable que coronó el éxito. Hay algo, empero, que se ignora. Juan Dastyn envió al cardenal Napoleón Orsini, hacia 1340, unas cartas en las que le comunicaba sus investigaciones en torno de la inmortalidad y el fruto de las mismas. Parece ser que el fraile privilegiado, que se alimentaba de raíces y no bebía ni agua, había topado no sólo con la solución de la fácil riqueza sino también con la de la indestructible eternidad. Esas cartas estarán en algún sitio.
—¿Las has buscado?
—Las he buscado, preguntando, sin encontrarlas.
—Hace dos siglos de lo que me revelas. Se habrán perdido.
—Tengo la certidumbre de que existen, Excelencia. Las habrá ocultado el propio cardenal, porque son peligrosas.
—El cardenal hubiera aplicado la fórmula, y, si es verdad lo que dices, viviría aún.
—No todo el mundo se atrevería a ser inmortal, aunque todos soñamos alguna vez con serlo. Es algo demasiado grave, quizás más terrible que la misma muerte.
—¿Y tú crees que mi familia conserva las cartas?
—En algún lado estarán, en alguna biblioteca, en algún archivo, en el desván de alguno de los castillos de Orsini.
—Hay muchos castillos. Hay muchos palacios. Y hay las guerras, los saqueos, los incendios…
—Vale la pena indagar. Después de todo —y Paracelso sonrió con una sonrisa precursoramente volteriana que le arrugó las comisuras de la boca—, se lo ha prometido a Su Excelencia el horóscopo del astrólogo de Nicolás Orsini. Veamos ahora esas úlceras. Sí, ya van cicatrizando. Pronto estará el duque de Bomarzo en condiciones de remontar el Gran Canal, de entrar en la fiesta veneciana. Pero cambiemos de tema. Evoquemos a los filósofos platónicos cuya semilla Su Excelencia recogió durante su etapa florentina. Yo admiro a Marsilio Ficino especialmente. Sin duda, en Florencia, su maestro Pierio Valeriano le habrá desarrollado sus ideas. A Valeriano lo admiro también, sobre todo cuando expone la triste situación de los intelectuales. Créame, señor duque, los intelectuales somos tratados hoy sin ningún miramiento…
Y, como suelen hacer los intelectuales ante los príncipes, se embarcó en el argumento amargo de la desconsideración que aflige a quienes viven para la gloria del espíritu. No lo escuchaba yo. Pensaba en el cardenal y en el alquimista.
Interrogué sobre esas cartas a Valerio Orsini, que era el Orsini a quien tenía más cerca, y me manifestó su total ignorancia al respecto. Jamás las había oído nombrar, y eso que conocía a la gente principal y menuda de nuestra vasta familia, extendida de un extremo al otro de Italia.
—La inmortalidad no se gana con fórmulas —me dijo—; se gana con un arma buena. Entre los Orsini sobran los inmortales y no recurrieron a filtros. El bravo Orsini de Monterotondo, que está pintado a caballo en el palacio de la Señoría de Siena, los capitanes Napoleón y Roberto, Gentil Virginio, Nicolás y Paolo, hijo natural del cardenal Latino, grandes condottieri de nuestra casa, son inmortales. Si quieres ser inmortal tendrás que forjarte tu perpetuidad tú mismo. Jamás creí en el horóscopo de Benedetto, del cual me alcanzaron noticias. Al astrólogo lo traté en el castillo de Nicolás Orsini, conde de Pitigliano. Ése sí, Pitigliano es inmortal, y no necesitó de recetas. No bien te repongas, te conduciré a ver su magnífico sepulcro, en San Giovanni e Paolo.
Valerio me recordó a mi abuelo Franciotto, que opinaba, cuando Carlos Quinto me armó caballero, que los caballeros se hacen en la guerra y no entre genuflexiones. Me mordí los labios y no insistí. Sus opiniones me desconcertaban, me irritaban. Yo, jorobado, enclenque, me suponía ungido por los dioses, único —y me aferraba con todos los garfios de mi imaginación a esa fantástica ofrenda—, y ahora un viejo soldado lanzaba un par de frases tajantes y barría con mis esperanzas. A Silvio de Narni, ni palabra le soplé. Su inclinación y su ciencia de los asuntos mágicos podían alertarlo más de lo que convenía. En esta cuestión había que actuar delicadamente, diplomáticamente. Le escribí en cambio a mi abuela. Diana, al enterarse de mi enfermedad, había pretendido reunirse conmigo en Venecia, pero se lo prohibí, teniendo en cuenta sus muchos años y usando para ello la autoridad que me daba mi jerarquía de jefe de la rama de Bomarzo. Me trajo la respuesta Messer Pandolfo, con los testimonios de la inquietud de la madre de mi padre por la condición de su nieto. Tampoco Diana sabía nada de la ubicación de esa correspondencia, aunque la había oído mencionar alguna vez.
«Mi abuelo Pier Francesco, el primer Vicino Orsini —decía en su carta— hablaba escépticamente del procedimiento propuesto por un alquimista a uno de sus antepasados para asegurarle la inmortalidad. Solía añadir que por suerte no la había utilizado su antecesor, porque entonces hubieran estado excluidos del ducado cuantos lo sucedieron a causa de ese duque permanente. No remuevas el fango antiguo, Vicino. Déjalo reposar. Y ocúpate de Julia Farnese».
De ella me ocupaba yo, por supuesto. Le escribía todas las semanas.
Con los papeles de Diana y otros varios concernientes a la complicada administración de mis tierras, Messer Pandolfo me llevó un documento importante. Para evitar disputas, el cardenal Franciotto había sugerido (y Maerbale y yo lo aceptamos) que se confiara a su colega el cardenal Alejandro Farnese la función de árbitro en la repartición de los dominios heredados de nuestro padre. De acuerdo con su decisión, me tocaban, además de Bomarzo, Montenero, Collepiccolo, Castelvecchio, la mitad de Foglia y los palacios romanos, mientras que a Maerbale le correspondían Castel Penna, Chia, la otra mitad de Foglia, Collestato y Torre. Era una distribución ecuánime. El segundón no recibiría lo mismo que el primogénito. Presentí que Maerbale lo rechazaría, más que nada por causarme un disgusto. Le pedí a Valerio que le notificara la división trazada por el árbitro, y mi tío no se ofreció a procurarme una entrevista con él, aunque Maerbale había sanado ya de sus heridas.
En lugar de mi hermano, introdujo en mi habitación a otros visitantes: a Aretino, por descontado, y también a Claudio Tolomei, uno de los campeones, con Bembo y Speroni, de la lengua toscana, frente al imperialismo del latín. Esa corriente se acentuó en Bolonia, durante las fiestas de la coronación de Carlos Quinto, como una reacción nacional ante el poderío avasallador de los extranjeros. Y me presentó al famoso Jacopo Sansovino, quien había comenzado entonces a embellecer la plaza de San Marcos, trasladando las carnicerías que la ensuciaban y abriéndole calles nuevas; y a su hijo Francisco, un niño a la sazón, que recopiló después las historias de la casa de Orsini y que, cuando yo establecí en Bomarzo una especie de corte literaria, fue, junto con Claudio Tolomei, uno de sus concurrentes asiduos. Por ellos me informé de que Venecia rebosaba, día a día, de más huéspedes. Había llegado a la ciudad el cardenal Hipólito de Médicis, de regreso de Hungría, a donde Clemente VII lo había enviado —para quitárselo de encima y evitar que entorpeciera la acción de Alejandro de Médicis, duque de Florencia—, con la categoría de legado papal ante el ejército que Carlos Quinto mandaba contra el voivoda de Transilvania. En Venecia vivía en el palacio de la cortesana Zafetta, de quien era el galán ardoroso, lo cual no lo privaba de amar desesperadamente a Julia Gonzaga, la mujer más hermosa de Italia, para quien traducía con ejemplar pulcritud —alternando ese trabajo con la diversión de abrazar minuciosamente a Zafetta— el segundo libro del poema del divino Virgilio, el que canta la caída de Troya. Y había llegado a la ciudad del dux el infatigable Pier Luigi Farnese, con mi primo Segismundo, de quien no se separaba. Segismundo estuvo a verme, vestido como el hijo de un rey y pintado y perfumado como una mujer pública, de modo que me costó reconocer en él a quien había sido, tan corto tiempo atrás, como Mateo y Orso Orsini, un guerrero fanfarrón. No hablaba más que de trapos, de plumas y de fiestas. Me ofendió que Hipólito no fuera a visitarme, si bien era imposible que me enfadara con él pues demasiado lo quería. La Zafetta y Julia Gonzaga se distribuían su tiempo. Me hubiera gustado recibirlo, aunque sólo fuera para brillar ante Valerio y Leonardo.
Comencé a levantarme y a pasar las tardes, en una alta silla, junto al ventanal. Paracelso y Silvio me distraían allí con sus cuentos misteriosos; Aretino multiplicaba las anécdotas mundanas, los comadreos malignos, reventando en carcajadas violentas; y Juan Bautista y Leonardo, como dos volatineros esbeltos, concertaban para alegrarme toda suerte de juegos de habilidad y astucia. Arrebujado en el calor de las pieles, yo sentía fluir de nuevo la vida en mi cuerpo inquieto. A veces alzaba los ojos de la página en la cual copiaba para Julia Farnese unos conceptos barrocos, en los que el amor se disfrazaba de alegorías; e imágenes viejas —y sin embargo tan próximas: la de Adriana dalla Roza, la de Abul— asomaban ante mi memoria nostálgica. Me incorporaba, apoyado en el brazo de Silvio, y miraba afuera. Las góndolas partían hacia Burano, hacia Torcello. Los gondoleros se interpelaban, se insultaban, como hoy, como siempre, entre largas risas cadenciosas. El son de los instrumentos templados subía hasta mi ventana. El Bucentauro, la nave ducal, desfilaba lentamente, como un dragón de oro, como un monstruo de Plinio, rumbo al puerto de San Nicolás del Lido, resplandeciente de farolas y de estandartes, y en la toldilla, bajo un quitasol, se recortaba la pequeña figura friolenta del dux Andrea Gritti, como una sacra imagen. Yo me creía feliz… ¿me creía feliz yo entonces?… a mi manera. Me sentía mimado y protegido, y eso para mí tenía un valor esencial. ¡Todo era tan hermoso alrededor, todo se acordaba tan armoniosamente para halagar mis exigencias estéticas, desde la elegancia sutil de Leonardo y Juan Bautista, con sus trajes ceñidos como guantes, hasta la forma grácil de las barcas que bogaban cargadas de frutos dorados, y hasta las promesas de que pronto la bella Julia Farnese sería mi duquesa, mi mujer, y de que, en el secreto de alguno de nuestros grandes palacios, aguardaba escondida la flor de la inmortalidad, para que yo la cortara sin ningún esfuerzo, como jugando, y aspirara eternamente, mientras giraba la ronda majestuosa del tiempo, su peregrino perfume!
No bien estuve en condiciones de salir a la calle, fui a presentar mi homenaje al dux. Me acompañó Valerio. Andrea Gritti nos acogió en el palacio de los gobernantes de Venecia, espléndidamente. El viejo señor que regía desde nueve años atrás el destino de la Serenísima había modelado su propio rostro, con el correr de los lustros, hasta conseguir la máscara exacta, perfecta —y de ello queda el testimonio en el retrato de Tiziano—, que correspondía a su tremenda magistratura. Escultor de sí mismo, utilizó, para cincelar esa cara severa que circuían el corno de brocatel de oro y la barba espumosa, los elementos que le brindaba su vida enérgica de militar y de diplomático, de burlador de turcos y de conductor de ejércitos, de regente sagaz de finanzas y de vigía de una balanza prudente que equilibraba por igual sus relaciones con Francia y con el Imperio. Todo eso construía su rostro impávido y se afirmaba en sus manos poderosas. Los dominios venecianos se resquebrajaban en torno, pero el dux seguía simbolizando a la República patricia inmutable. Habló serenamente, con bondad soberbia. Había colaborado con Nicolás Orsini, cuando éste luchaba a las órdenes de Venecia, y eso inclinaba su favor hacia nosotros. Era, en su palacio cubierto de pinturas, sagrario de su magnificencia, un dios, un Júpiter vestido de armiño y de terciopelo. Al verlo se comprendía la familiaridad de los dux con la corte divina, cristiana y mitológica, evidenciada en la satisfacción insistente con que esos príncipes se hacían representar por los artistas, entre santos y arcángeles, entre Marte y Venus, con los cuales convivían suntuosamente en la pompa de los enormes óleos. La gente del pueblo que llegaba hasta allí debía pensar que entraba en un Cielo donde los bienaventurados, las ninfas y sus jefes compartían la gloria por igual. Y, cuando el Bucentauro navegaba hacia las islas, debía pensar que tritones y nereidas lo sostenían en las orlas del oleaje, y que los querubes volaban entre los pliegues de su gonfalón.
Sin embargo, por lo que Gritti nos dijo entonces, si las relaciones de Venecia con el Olimpo no habían variado, sus vínculos con el Cielo no eran especialmente felices. Agudas controversias dividían al patriarca religioso y al poder secular. Se ahondaba la tensión con el papado, por la imposición de diezmos extraordinarios al clero, que el dux había establecido sin autorización pontificia. Luego estaba lo de los libros heréticos, por culpa de los cuales hasta los artesanos discutían sobre los sacramentos y la fe, y el escándalo de ciertos monasterios de monjas, cuyas profesas y novicias parecían vivir en un carnaval perpetuo y, siendo de familias nobles, escribían cartas impúdicas que habían caído en manos de los espías. Por si ello no fuera suficiente, los dominicos actuaban con altanería insoportable, como si se creyeran los dueños de la ciudad. Se oscureció el rostro calmo del príncipe, como si de repente la sombra de una nube hubiera pasado sobre una estatua de mármol y de pórfido. Nosotros lo escuchábamos en silencio, rodeados de ángeles, de mártires, de apóstoles, de diosas desnudas. A veces se desplazaba la luz en los rincones o un cortesano se movía en la penumbra, y no sabíamos si el Cielo se iba a asociar a la pesadumbre tormentosa del soberano y si la Virgen opulenta iba a descender de su trono pintado para poner la diestra sobre el hombro del dux. Quien lo hizo, en cambio, fue su hermana, tan vieja como él, que surgió de la oscuridad ondulante, entre un crujir de brocados y un vago brillo de perlas. Era célebre por su devoción.
—Felizmente —dijo la anciana— no todos los cardenales están contra nosotros, en Roma. Contamos con Grimani, Pisani y Gonzaga. Y, por supuesto, con Alejandro Farnese.
—Sobre todo con Alejandro Farnese —se elevó la voz augusta, musical, del dux—, quien patrocina la causa veneciana. Hay, en la raíz del asunto de los diezmos, una terrible equivocación. La Señoría puede imponerlos.
—Pier Luigi, hijo de ese santo prelado, estuvo a verme —añadió la dama, besando su rosario de rubíes—. Es un cumplido caballero.
—Hemos sido informados —interrumpió Andrea Gritti dirigiéndose a mí— de la estrecha amistad que lo une a Vuestra Excelencia. Eso habla en pro del joven duque de Bomarzo.
Valerio y yo nos atisbamos de reojo. Las autoridades venecianas no podían ignorar los detalles de la existencia licenciosa de Pier Luigi, que conocía el mundo entero, y de los quebraderos de cabeza que significaban para su padre. Quise protestar, señalar que la amistad no era tanta, pero Valerio me retuvo. De cualquier modo, el príncipe ya esbozaba un ademán, indicando que la audiencia había concluido.
Mientras atravesábamos los aposentos decorados con pinturas de batallas navales y descendíamos las escalinatas, Valerio me susurró:
—Aquí, Vicino, es menester obrar con suma cautela. Si el dux declara que eres amigo de Pier Luigi, de ese bribón, te recomiendo que obres como si lo fueses. Aunque no te guste.
Días después, llevóme Valerio a ver, en la iglesia de San Giovanni e Paolo, la tumba del condotiero Nicolás. Era, para los Orsini, una peregrinación obligada. Iba con nosotros Leonardo Emo. Notable lugar aquél, para que lo enterraran a uno… cuando estaba dentro de la categoría de los que serían enterrados. Caminando sobre inscripciones fúnebres, llegamos hasta el aparato sepulcral del condotiero. Desde los otros monumentos, guerreros y mandatarios nos contemplaban, de pie en sus sarcófagos. Me empiné cuanto pude en las losas rojas y blancas y miré, allá arriba, la estatua ecuestre. Nicolás Orsini había muerto a los sesenta y nueve años, pero el militar de empenachado yelmo que se erguía, dorado, en el crucero de la derecha, bajo el león de San Marcos, flanqueado por los escudos de nuestra familia, los osos y las rosas, era muy joven. Triunfaba en la gloria del caballo y de la armadura como si no debiera, no pudiera morir, y me pareció un héroe de Ariosto, un Orlando eterno.
—Éste —comentó Valerio— es un Orsini inmortal.
Yo pensé que el inmortal estaba muerto, bien muerto; que los gusanos se aposentaban en su carne, hacía más de veinte años, bajo la piedra que ocultaba sus despojos; y que si desplazaran el peso de esa losa y pusieran aquellos restos horribles de un viejo devorado por las larvas, junto a la imagen del mancebo victorioso que seguía cabalgando y comandando, se apreciaría la desproporción caricaturesca del simulacro teatral. Y recapacité en la promesa formulada para mí por el astrólogo de ese mismo capitán, que era como un mensaje suyo, del gran Nicolás Orsini, como un aviso de ultratumba. Había que pelear contra la muerte. La muerte era el único enemigo auténtico.
Leonardo preguntó, indicando la escultura:
—¿Murió tan joven?
—Murió viejo; viejo como yo —respondió Valerio Orsini, con una mueca extraña—, pero los inmortales son jóvenes siempre.
—¿Tú serás siempre joven?
—No lo sé. Eso se sabe después.
—Yo quiero ser joven ahora —murmuró el adolescente, abriendo los brazos en la soledad del templo, y se me ocurrió que, desde sus sepulcros, los muertos célebres allí acumulados se estremecían en la podredumbre que manchaba sus armas y sus joyas. También yo quería ser joven. Siempre. Lo quería como Paracelso, y como él buscaría el camino para lograrlo. También yo me sentía joven a pesar de la giba que me abrumaba como si su carga carnal me arrastrara hacia la negrura de la fosa. Por detrás de Valerio, sin que lo advirtiera mi tío, alargué una mano y rocé la del muchacho. Nos sonreímos.
Paracelso se aprestaba a partir, a reanudar su incesante romería, agregada mi curación a su lista de hazañas. Me propuso, como despedida, que fuera con él hasta la plaza de San Marcos. El otoño se disfrazaba de verano esa mañana, y soplaba un viento cálido, que acentuaba el perfume de las especias. Se dijera que la canela y el azafrán se erguían a nuestro paso, que revivían en los almacenes, como animales misteriosos inquietos por el aire que venía de allende el mar.
Había en la plaza mucha gente. De tanto en tanto se levantaba una gran ráfaga de palomas, como otro viento oriental, y cuando alzábamos la vista, atraídos por el estruendoso aleteo, veíamos arriba, en las altanas de madera que coronaban los palacios, o en los abiertos balcones, a las bellas patricias y a las meretrices que aprovechaban los rayos del sol para aclarar sus cabellos, extendiéndolos sobre anchos sombreros de paja, sin copas, y mojándolos continuamente con esponjas pequeñas. Empleaban toda suerte de recetas para teñirlos de rubio, del famoso rubio veneciano, de acuerdo con Firenzuola que sostiene que el verdadero y propio color de los cabellos impone que sean rubios. En las terrazas, las guedejas destrenzadas ponían un brillo de metales, a cuyo fulgor se sumaba el de los espejos que iban de una mano a la otra, coruscando, como si las hermosas se hicieran señales enigmáticas. Más tarde, las damas descenderían a la plaza y a las góndolas caminando prodigiosamente sobre los gigantescos coturnos, los zoccoli dorados y cubiertos de piedras relampagueantes, y mostrando, al desplazar hábilmente los velos sobre los ropajes de blanco tabí, la redondez perfecta de sus pechos pintados. Flameaban, frente a la basílica, las banderas de la República, en los tres mástiles cerca de los cuales se vendían los esclavos y, si volvíamos los ojos hacía la Piazetta, sin bajar de la nubosa altura que encendía el sol, veíamos recortarse en sus columnas las efigies de San Marcos y del León, a cuyos pies Andrea Gritti había mandado erigir las horcas, para ejemplo de la población cosmopolita. Pero, con ser tan maravilloso lo que sucedía en el plano superior, trémulo de vibraciones irisadas, lo que más me conmovió fue el espectáculo de la plaza misma, en la que confundían su esplendor los géneros procedentes de las tiendas de San Salvatore y de San Lío, los brocados encarnados y azules, o de oro y plata, algunos de los cuales eran tan espléndidos que los agentes otomanos los hacían desaparecer de las factorías con indignación de las venecianas, para adorno de las favoritas en el serrallo del Gran Turco. ¡Ah, no en vano Venecia era tan odiada por su lujo pródigo! ¡No en vano se multiplicaban los decretos inútiles dedicados a contenerlo! Allí convivían las modas de un mundo que todavía no se había entregado a la vulgaridad repetida e imbécil de lo uniforme, sin que faltaran ni las sayas flamencas, ni las ropetas españolas, ni los enormes turbantes. Yo lo devoraba todo, nunca ahíto de color. Súbitamente me acordé de Bomarzo y una punzada cortó mi alegría. Me acordé de la vez en que Girolamo me vistió de mujer y me humilló. Aquel día, como éste, en el desván del castillo, atiborrado de arcones que colmaban las telas antiguas, los paños fastuosos hablaron a mi sensualidad con su apasionante idioma. Sacudí la cabeza. No quería pensar en nada que enturbiara mi placer. Por otra parte, Girolamo había muerto; yo vivía y era el duque, y de la injuria del depresivo episodio no quedaba más prueba que mi oreja horadada de la cual pendía ahora una perla engarzada en zafiros. Me apoyé en el brazo de Paracelso y seguí andando. Casi no sentía mi joroba, a la que sentía siempre, como si fuera algo separado de mí, algo que no me pertenecía, que no integraba mi cuerpo, una añadida carga.
La extravagancia de los atavíos no alcanzaba a atenuar la de Paracelso. Con su sombrero colosal, gloriosamente sucio, y su sonoro espadón que golpeaba contra las losas, llamaba la atención de los viajeros que le abrían paso. Se detuvo a señalarme con ademanes enfáticos la iglesia de San Gemignano, que Sansovino comenzaba a alzar y que luego destruiría la insensatez napoleónica. Me indicó después, en los mosaicos de la basílica del evangelista, figuras que interpretaba esotéricamente, como si fueran escenas de magia. Llegamos así, en la Piazetta, a la fachada lateral de San Marcos, vecina de la Puerta de la Carta del palacio de los dux. Picaba el sol, y nos sentamos a descansar junto a las secretas estatuas de los emperadores de pórfido, abrazados de dos en dos en un ángulo del muro.
—Estos cuatro emperadores fueron traídos de San Juan de Acre —me dijo—. No sé si se abrazan o conspiran.
—Se abrazan —contesté— y se hablan al oído. Pero no sueltan las espadas.
—Se aman o se odian.
Deslicé mi mano sobre el hombro de uno de ellos:
—Se aman. Puedes palpar el calor de sus cuerpos.
—También el odio causa ardor.
En ese momento, Paracelso se quitó el sombrerazo y, con un movimiento rápido, furtivo, lo dejó caer.
—¡La he cazado! —gritó—, ¡la he cazado!, ¡estaba medio dormida, embotada, se ve que no tomaba tanto sol hace tiempo! Yo deseaba dejarle un regalo a Su Excelencia, algo para que no me olvidara, aunque fuera pasajeramente. Y aquí está.
Introdujo una mano bajo la copa, como un prestidigitador y la retiró velozmente. Entre sus dedos firmes, se revolvía una forma. Era una lagartija. Paracelso apretaba sus fauces para evitar sus agudos mordiscos.
—Es una salamandra —me declaró, ufano—, la bestia inmortal, vencedora del fuego.
—¿No es una lagartija?
—Llámela lagartija Su Excelencia, si prefiere. Y no olvide que en el vocabulario del amor griego, lagarto es una de las palabras que se emplean para designar al sexo masculino. Pero yo la considero salamandra: una salamandra, símbolo de la inmortalidad del duque de Bomarzo, símbolo de mi inmortalidad.
El diminuto reptil se agitaba, enseñando el dorso verdoso y pardo y el blanco vientre, embarullando con coletazos ágiles los colores que reprodujeron en mi imaginación los de las piedras mohosas, oxidadas, de Bomarzo. Bomarzo obsesionaba mi memoria convaleciente. Doquier, las sensaciones, los emblemas que brotaban de esa Venecia tan distinta me sugerían mi tierra querida y distante.
Paracelso envolvió a la bestezuela en un pañuelo inmundo, cuyas tonalidades y materias hubieran entusiasmado a los pintores informalistas de hoy. Luego, en las inmediaciones de la Madonna del Orto, donde está la escultura del mercader morisco, le compramos una jaula.
Fuera de esa salida, las otras que realicé en la primera semana durante la cual me autorizaron a abandonar mi habitación del palacio Emo me condujeron en pos de las antigüedades cuya posesión me procuraba tan avariento goce. Juan Bautista y Silvio me acompañaban, y era raro que regresáramos al palacio sin algún hallazgo singular. Fue entonces cuando adquirí, en la colección de los patriarcas de Aquileia, los bustos de los emperadores romanos —quince, de Augusto a Marco Aurelio, más decorativos que notables— que mandé colocar en la galería de mi castillo.
A Tiziano le pagué un alto precio por una Ariadna, que me fascinó en su taller de la Ca’ Grande. Los Orsini de mi rama no hemos sido especialmente felices con Tiziano, si contamos con su colaboración para que las generaciones futuras admiraran nuestro sentido del arte. Por lo que a eso respecta, nuestras inversiones resultaron inútiles. Su tela inspirada en un pasaje de Catulo, que mi padre y Girolamo llevaron a Bomarzo como parte del botín de una de sus campañas, ha desaparecido. Y este otro Tiziano, la Ariadna, ha desaparecido también. ¿Dónde estarán ahora?, ¿adónde habrán ido a parar?, ¿a quién los atribuirán?, ¿qué incendio, qué guerra, qué ratas, qué humedad de graneros, qué ignorancia, qué incomprensión se habrán cebado en ellos? Ariadna desnuda, desamparada, gimiente entre las rocas de Naxos, elevaba los ojos al cielo, como una mártir del cristianismo, y a un lado un esclavo le tendía una bandeja de frutas que ella desdeñaba soberbiamente.
A Julia Farnese le envié un Baco de mármol, hallado en unas excavaciones, que era un milagro. Me di cuenta, cuando el cajón había partido ya de Venecia, de lo impropio de mi obsequio, desmesurado para una niña, y en la siguiente oportunidad le mandé un aderezo de esmeraldas. Cuando nos casamos, Julia trajo las esmeraldas de vuelta, pero el Baco quedó en poder de su padre. A pesar de mis insinuaciones corteses —a las que respondía con bromas sobre su amor al vino y los vínculos cordiales que lo unían al dios— el sabio Galeazzo Farnese prefirió conservarlo en su jardín de Roma. Decía que le recordaba a su hijo Fabio, y era cierto.
La excepcional bonanza del tiempo se extendió y ello me permitió aceptar la invitación de Pier Luigi para que participara de un nocturno paseo en góndola. Me la transmitió Silvio de Narni, que estaba siempre en contacto con él, después de haberle compuesto el horóscopo, lo cual no dejaba de exasperarme. Elegí en el guardarropa, cuidadosamente, las prendas que vestiría y opté por un jubón amarillo con bordados de plata, sobre el cual me puse el lucco florentino de pieles negras. Estuve observándome un buen rato en el espejo. Sí, sin duda yo era hermoso. La enfermedad me había macerado y depurado la cara, la había pulido más aún, esculpiendo sus aristocráticas aristas, y mi palidez de marfil con un vago fondo celeste, diluido, me daba un aire de un ascetismo casi irreal (le ténébreux, le veuf…), como de poético visitante del trasmundo, de ángel triste que le hubiera encantado a Victor Hugo y, naturalmente, a Gérard de Nerval, pero ¡ay!, mucho faltaba para que Hugo y Nerval aparecieran en la inquietud terrestre. A la joroba resolví no mirarla. Colgaba detrás, mochila de mi desventura. Cuando encontrara las cartas de Dastyn al cardenal Orsini (si las encontraba), renacería sin ella. Porque de eso se trataba: de vivir eternamente sin aquel monstruoso añadido; de lo contrario la inmortalidad sería la prolongación de un tormento. Paracelso me había dicho que él regresaría a la vida, para siempre, transformado en un bello joven. Y eso es lo que soñaba yo. Ahora pienso que más que la inmortalidad arriesgada lo que me seducía era la posibilidad de ser un hombre como los otros, que lo que perseguía en la perspectiva de la anormalidad era mi normal hechura. Eso le quita grandeza, imaginación y lustre a mi esperanza, pero cada uno es como es, y yo no aspiro a presentarme como un semidiós.
Pedí a Juan Bautista que me ayudaba a vestirme, que buscara en el arca los guantes negros, los tachonados de topacios, que armonizarían con los colores del jubón y del lucco y, mientras revolvía y desplazaba el contenido, cayó al suelo la muñeca de Silvio de Narni, hecha a semejanza de Julia Farnese.
La había olvidado por segunda vez. Mi enfermedad y mis nuevas preocupaciones habían hecho que la olvidara por completo. Ahora la tenía en las manos, y su traza me recordaba otra muñeca, la que en Florencia, Clarice Strozzi había mandado confeccionar, a semejanza de la agonizante Adriana dalla Roza, en la vial dei Servi, para consagrarla a la Virgen de la Annunziata. Juan Bautista vio también la figurilla que Silvio había mojado con mi saliva y mi sangre e, ignorando de qué se trataba, empezó a contarme la anécdota, que había oído a Leonardo Emo, de la muñeca que Isabel de Este envió a Francisco de Francia, a pedido del rey que no la conocía, y que retrataba con exactitud los rasgos de su rostro y los detalles de su atavío. Las figurillas, las muñecas, representaban un papel importante, en aquella época, para bien y para mal. Lo mismo servían para ganar el amor o para causar la muerte, con negras artes, que para impetrar el favor divino y regio.
A mí me dio miedo la que entre mis manos evocaba el culpable procedimiento con el cual tal vez yo había vencido la voluntad de mi futura duquesa. Quién sabe qué poderes nefastos encerraba. Le ordené al desconcertado paje que me trajera unas gotas de agua bendita de la capilla del palacio, y con ellas toqué la boca y los ojos claros del pelele. En cuanto saliera, la tiraría al agua. No quería verla más. Así lo hice, al subir a la góndola, sin que los otros lo advirtieran. Se la llevó el canal aceitunado, entre sus inmundicias.
La barca tenía la proa dorada y una cámara tendida de raso rojo y cubierta de flores puestas en pirámides. En la parte posterior, a los pies del gondolero que se movía rítmicamente, voluptuosamente, había dos músicos y un cantor. Distinguí en la oscuridad a varios enmascarados, entre los cuales reconocí a Pier Luigi y a Segismundo, y algunas mujeres. Nosotros —Silvio, Juan Bautista y yo— nos disfrazamos también, utilizando las caretas que nos ofrecieron, las pintorescas baute blancas y negras, de largas narices, que como un antifaz cubrían la mitad del rostro y que comenzaba a difundir el teatro bufón de los mimos. Me entregué con júbilo al hechizo, tan italiano, del disfraz, destinado a propagarse enormemente con el andar del tiempo, y que ya atraía tanto que cuando la corte de Ferrara quiso halagar a César Borgia le mandó de obsequio cien máscaras distintas… las cuales, ciertamente, hubieran podido interpretarse como una alusión irónica.
Pier Luigi me arrastró al fondo de la cámara, riendo. Todos habían bebido mucho y no paraban de beber. Tardé un rato en percatarme de que las mujeres que nos acompañaban eran muchachos emperifollados con ropas femeninas, y el hijo de Alejandro Farnese rió con tal bulla de la trampa en la cual había hecho caer al duque de Bomarzo que sus carcajadas y ahogos cubrieron durante buen espacio el rasguido acompasado de los instrumentos de cuerdas y las lánguidas inflexiones del cantor. Silvio y Juan Bautista Martelli, desdeñando la etiqueta, requirieron, para no quedar a la zaga, los vasos y los frascos de vino, y en breve se habían sumado al coro estrepitoso. Yo, aunque también bebí y bastante, permanecí algo aparte de la batahola general que sacudía la góndola y que amenazaba con desembocar en franca orgía. Me deshice de los brazos de Pier Luigi y me ubiqué a proa.
Había, en el Gran Canal, otras barcas como la nuestra, ruidosas, floridas, que aprovechaban la tibieza de la noche. En los palacios parpadeaban los fanales que decoraban los porteghi de los altos oficiales navales de la República y que proclamaban también la notoriedad familiar de quienes, de siglo en siglo, habían desempeñado las funciones más codiciadas. A su luz se engreían los escudos de las viejas estirpes, colocados orgullosamente en los atrios, y se adivinaban, bajo los pórticos, entre los adornos de mármol trenzado que ascendían hacia los góticos balcones policromos, los locales destinados al comercio, porque Venecia era una mezcla inseparable de vanidad señorial y de prudencia mercantil. Venecia, enrejada de andamios en las nuevas construcciones que anunciaban el crecimiento incesante de las arquitecturas suntuarias, se presentaba entonces ante el viajero con los solos atributos que derivaban de su propia gloria, de su propio esfuerzo, de su propia corrupción, todavía sin la sugestión romántico-turística, sin la propaganda del aporte extranjero y literario que brota de Goethe, de Byron, de George Sand, de Musset, de Wagner, de Browning o de Ruskin. El falso palacio de Desdémona seguía siendo el palacio de los Contarini. Y la ciudad seducía con la única seducción de su presencia extraña.
Juan Bautista, poco acostumbrado al vino, sufrió pronto sus efectos. Parecía endemoniado. Obedeciendo a una insinuación de Pier Luigi y antes de que yo pudiera detenerlo, porque los muchachos vestidos de mujeres me interceptaron el paso con sus faldas opulentas, en la embarcación insegura, se despojó de las ropas, hasta quedar totalmente desnudo. Entre los aplausos de los tripulantes de nuestra góndola y de las vecinas, se irguió como un bronce de Juan de Bolonia o de Benvenuto, como uno de esos delicados bronces de Benvenuto que se alzan en la base del «Perseo», y empezó a fingir con ademanes torpes que era una estatua. Su cuerpo enjuto, ceñido en la breve cintura, estirado en las largas piernas, espejeaba bajo el claror de la luna y de las farolas. Oí, en el escándalo estimulado doquier por los músicos y los cantantes, que me llamaban desde un batel cercano, en el que nos habían reconocido a pesar de las máscaras, y divisé a Hipólito de Médicis, a Maerbale y a dos mujeres, una de ellas de tan extraordinaria hermosura que no podía ser sino Zafetta, la cortesana. Maerbale había adelgazado mucho y eso había acentuado el parecido que evidenciaba nuestro parentesco. Hipólito, que era quien me había llamado, llevaba el raro atavío de pieles, con la emplumada toca, que trajo de Hungría. Su proximidad me turbó, me desesperó. Me angustiaba que me hubieran sorprendido así, en medio de esa gente, pero el destino quería que cada vez que yo participaba involuntariamente de una escena ambigua —como cuando Benvenuto Cellini me besó en la playa del castillo de Palo— uno de mis hermanos fuera testigo de mi actitud. Me sentí enrojecer hasta la raíz de los cabellos y, liberándome de las ficticias mujeres, me puse de pie, brillaron los topacios de mis guantes y de un empellón arrojé a Juan Bautista al agua. Con ello maduró el regocijo de los circundantes, mientras el muchacho, mascullando improperios, nadaba con pereza hacia los muelles.
En ese instante, sobre la gritería, surgió otra, más poderosa, más grave, henchida de peligro y de terror, y, a la distancia, vimos las llamas del incendio. Un palacio, el de los Cornaro, que se vanagloriaban de su consanguinidad con la reina de Chipre y con los memorables Lusignan, ardía en la brisa que había comenzado a levantarse y que amenazaba transformarse en viento, como si el otoño reclamara por fin su postergado dominio. Callaron las músicas, y el alerta enfrió los ánimos ante el preludio de muerte, en tanto que las embarcaciones, impulsadas por los gondoleros ágiles, bogaban veloces hacia el lugar donde el fuego destacaba el dibujo de las ventanas bizantinas y teñía de púrpura el canal, volcando el diseño del palacio sobre su ensangrentado reflejo. Nosotros llegamos los primeros, junto con la barca de Hipólito.
Los moradores del palacio habían sido sorprendidos cuando dormían. Confusamente, señores, servidores y esclavos, en la imposibilidad de ganar la calle trasera por las puertas que la combustión convertía en brasas, se zambullían en el canal. Vociferaban las mujeres, los hombres, los niños espantados. Los fueron recogiendo en las góndolas. En la nuestra levantamos a un anciano magro hasta el disparate, cuyas costillas le punzaban la piel morena como si hubiera sido tallado en un tronco de madera oscura. Pier Luigi lo identificó. Era el famoso Luigi Cornaro, el que aspiraba a alcanzar a vivir un siglo y más e iba en camino de ello, comiendo cada día una yema de huevo, y que luego publicó el Discurso de la vida sobria. Esa noche su experimento casi se malogró. Lo envolví en las pieles del lucco, y lo oí sollozar, mientras enumeraba tiritando los tesoros que con el palacio se perdían para siempre. Vivir era eso: perder, ir dejando atrás, en la senda andada, despojarse… Y ser inmortal equivaldría a terminar más desnudo, por fuera y por dentro, que el grácil Juan Bautista Martelli cuando se había plantado con ufanía ebria en medio de los tablones de nuestro batel.
El incidente quebró el hielo que nos separaba del grupo de Hipólito y de Maerbale. A poco, nuestras góndolas siguieron viaje juntas. Ni el cardenal ni Pier Luigi toleraban que se pusiera término a la diversión. Le dimos de beber al anciano, que farfullaba, histérico, y se arrancaba los escasos pelos sobrevivientes. Entramos en un canalejo silencioso, y nos detuvimos delante de San Giovanni e Paolo, porque Pier Luigi Farnese, completamente beodo, quería admirar el monumento de Bartolomé Colleoni a la luz de la luna. Descendieron todos, tambaleándose, y yo con ellos. Luigi Cornaro se apoyó en mí, que tan frágil sostén ofrecía, y nos acercamos a la fábrica del Verrocchio.
—Fue —exclamó Farnese, hipando— un gran guerrero y un hijo de puta.
E imprevistamente, sin decir más, se puso a orinar contra la base de la estatua. Eso irritó sobremanera a Maerbale. ¿Acaso Colleoni no era un supremo colega suyo?, ¿acaso ambos no representaban lo mismo, la pasión heroica, el desprecio de la vida, la venta, el alquiler de la vida al mejor postor, valerosamente?; ¿acaso Colleoni no había conquistado para la perennidad el mejor de los monumentos ecuestres del mundo? Reaccionó en seguida, con solidaridad castrense —tal vez, si se hubiera tratado de la estatua de un poeta no hubiera reaccionado así, pero estaba en juego el prestigio profesional— y, sin que ninguno de nosotros acertara a separarlos, tan súbito había sido su ataque, se trabó a golpes con Farnese. Se persiguieron por la vacía plaza, por el Campo de las Maravillas, hacia el pórtico de la iglesia, hacia las arcadas entre las cuales reposaban las urnas funerarias de los primitivos dux, esos Tiepolos que tenían por blasón un gorro frigio. Luigi Cornaro se soltó de mí y se puso a maldecirlos, llorando. Luego, sin agradecernos, sin despedirse, echó a correr, como un fantasma, rumbo a su palacio llameante. Los pliegues de mi lucco flotaban detrás, azotando al aire, como si llevara sobre las espaldas, agarrado con feroces uñas, un felino negro, peludo, del cual no se podía desprender y que se ensañaba con él y su voluntad rabiosa de no morir. Quedaron en la plaza, abandonadas, nuestras máscaras de largas narices, inútiles, como si se hubiera desarrollado allí un combate de fantoches.
Aquella experiencia me decidió a apresurar mi partida. No me convenía, poco antes de mi matrimonio, exhibirme en esos juegos equívocos, aunque los compartiera con el hijo de quien sería, seguramente, el próximo papa, y la época no atribuyera mayor importancia a tales episodios. Y esto último está por verse… Harto lo experimentó en carne propia, años más tarde, el tremendo Aretino —a quien no le sirvió de pasaporte, para la oportunidad, que Ariosto lo hubiera proclamado, en la segunda edición del Furioso, «divino» y «flagelo de príncipes»—, pues un suspicaz veneciano, a cuya esposa el escritor había admirado y cortejado platónicamente, lo acusó de blasfemia y de sodomía, y tampoco lo ayudó, para el caso, alojar en el palacio Bolani un harén de aretinas, con hija natural por añadidura, pues el «flagelo» se vio obligado a esconderse a orillas de la laguna, hasta que se calmaron los ánimos, intervinieron amigos pudientes y se le facilitó el regreso impune, que fue triunfal. Ya estaba yo, por otra parte, suficientemente repuesto para enfrentar lo que a Venecia me había llevado (y a lo cual debía el encuentro de Paracelso y sus consecuencias imprevisibles): mi retrato por Lorenzo Lotto. Y si mi delgadez y mi palidez eran extremas, eso contribuiría a acentuar el interés y la elegancia de la efigie.
Concerté, pues, una entrevista con Magister Laurentius, en el palacio Emo, y allá vino el maestro a visitarme. Me parecía oportuno que antes de emprender la obra el pintor me conociera bien, porque sabía que cada uno de sus retratos se nutría de un caudal psicológico enriquecedor que guiaba al autor mientras lo creaba. El procedimiento fue muy del gusto de Lotto, y juntos salimos varias veces a caminar por Venecia. Él contaba a la sazón unos cincuenta y dos años, veinticuatro más de los que tenía cuando pintó a mi padre para el políptico. Era un hombre taciturno, de poco hablar, sin rasgos físicos notables fuera de sus grandes ojos negros, y poseía una seducción difícil de definir, ni del lado del Ángel ni del lado del Diablo, que emanaba quizás de su concentrada timidez enfermiza, de su susceptibilidad que hería cualquier roce, y de ese silencio al que se adivinaba tenso de emoción. En momentos en que la opulenta ola gozosa de la pintura veneciana progresaba teatralmente hacia la espuma suprema del Veronés, y se aprestaba a estallar al pie de terrazas de mármol en las que se sucedían los frívolos festines, Lorenzo Lotto seguía siendo, desde aspectos que se relacionan con su introversión sombría, índice de fuegos subterráneos, un solitario del arte, volcado con su congoja perpleja hacia las nieblas interiores de sus modelos. Por eso me atrajo y nos comprendimos, a pesar de la eufórica superficialidad que destacaba lo que en mí había de barroco. Nos cruzamos en una zona penumbrosa —la de los ansiosos, la de los insatisfechos, la de los incapaces de una confesión plena— y en ella convivimos. Mucho se ha escrito (particularmente desde su «redescubrimiento» actual) sobre él, sobre el patético sentimiento de la fugacidad del tiempo que planea sobre sus retratos —un crítico ha aludido a su sensibilidad tassesca y hasta pascaliana— y sobre su frigidez, que resta calor a los desnudos femeninos, los cuales evidentemente no lo conmovían, mientras que sus inquietantes imágenes viriles son como el reflejo de un secreto doloroso que ocultó a lo largo de una vida torturada, que transcurrió entre discípulos burlones. Todos esos temas se conjugaban en Lorenzo Lotto y yo los presentí entonces, en forma confusa, porque el pintor eludía la confidencia y callaba, o cambiaba la conversación no bien su interlocutor entreabría una de las puertas que conducían a las regiones crepusculares de su intimidad. Me sentí cómodo con él, pese a sus turbaciones, a sus reticencias, a sus balbuceos, a las dificultades de un diálogo en el cual avanzábamos como si su mérito mayor consistiera en esconder espinas. Vanamente traté de que me hablara de mi padre.
—Era un espléndido señor —me dijo una mañana, repitiendo la acuñada fórmula, cuando nos habíamos detenido frente a la calle de San Juan Crisóstomo que ensanchaban los obreros—, y acaso en el seno de su familia no se lo valoró totalmente, no se penetró hasta el fondo de la singularidad de su carácter.
Le pedí que aclarara su pensamiento, pero lo único que obtuve fue que murmurara que dentro de la familia es donde menos se vislumbra la individualidad de quienes la integran, porque los prejuicios y los pequeños intereses personales (cuando no el ciego amor) nublan la visión profunda.
—Pero… ¿y mi padre?…
Y Lotto se distrajo indicando las ventajas que para el movimiento veneciano resultarían de aquella calle ensanchada.
Durante veinte sesiones, que se realizaron en el palacio Emo, tomó cuerpo en la tela el retrato destinado a ser tan famoso. El artista compuso una parte importante del trabajo —cuanto concierne a los elementos que rodean a la figura— sin mi presencia. Esos elementos alcanzan una jerarquía fundamental en el cuadro, y son característicos del gusto de Lotto por los símbolos. La lagartija que hay en la mesa, sobre el chal azul —la lagartija sexual de Paracelso, que el pintor descubrió en mi cámara del palacio—, el manojo de llaves, las literarias plumas, los pétalos de rosa esparcidos junto al libro que hojeo, y, detrás, en el mismo plano donde se advierte mi gorra con la medalla de Cellini, esas alegorías inesperadas: el cuerno de caza y el pájaro muerto, fraternizan en la obra de Lotto con los objetos misteriosos —la áurea garra, la lámpara, el minúsculo cráneo, las marchitas flores, el ramillete de jazmines y las alhajas— que aparecen en otras efigies suyas. Lorenzo procedía así, por alusiones, por cifras, por incógnitas. En torno de cada imagen suscitaba un mundo enigmático, sugerido. Y eso se ve, más que en ningún retrato, en el que me pintó. La inquietud de cazador que me agitaba en pos del arcano de la muerte; la pasión del arte y de la poesía; la idea de la vanidad de lo perecedero; la idea de posesión y de secreto que implican las llaves; la de sortilegio y sensualidad que brota de la lagartija a la que Paracelso llamó salamandra, se enlazan como una ronda mágica alrededor de ese joven descarnado y pálido, vestido de un color violáceo profundo, cuya fisionomía rara y bella, que emerge del blancor de la camisa, y cuyas trémulas manos, que surgen de la nieve de los puños, fueron las mías. De la joroba nada se ve. Como el compasivo —¿o cortesano?— Mantegna, cuando pintó a los gibosos Gonzaga en el fresco mantuano de la Cámara de los Esposos, la ha suprimido. En mi caso, se funde en la sombra. Yo era esos ojos pardos, ese pelo castaño, lacio, partido, recogido detrás de las orejas, esas cejas finísimas, esos pómulos acusados, esos labios rojos, apretados pero hambrientos, ese agudo mentón, esas inteligentes, delicadas manos desnudas, esa intensidad, esa reserva, ese orgullo, ese poder oculto y latente, esa llama fría, esa equívoca, imprecisable violencia que se presiente en el hielo de la soledad aristocrática, y esa ternura también, desesperada. En la galería de los desesperados de Lotto, no me gana ninguno. Había que ser, como él, un melancólico y un ambiguo, para captarme así, para aprisionarme así con sus pinceles, como sin duda aprisionó a mi padre. Seguramente hay en ambas imágenes, en la de mi padre y en la mía, mucho de Lorenzo Lotto, de lo que él era, encubría y combatía y sólo se manifestaba en su pintura, pero los dos Orsini le brindamos, a un cuarto de siglo de distancia, con nuestras esencias oscuras, afines con la complejidad de su propia esencia, la ocasión anhelada de expresarse y de confesarse, expresándonos y confesándonos. Por ello me duele que no se sepa que ese personaje, el Retrato de un desconocido, el Retrato de gentilhombre en el estudio, es Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, y que algún comentarista proponga para modelo del mismo a un señor Ludovico Avolante. No sé quién fue Ludovico Avolante, fuera de que era hermano de Bartolomeo, el médico humanista. Ignoro (y no me importa, aunque podría tejer al respecto una red de sospechas y explotarlo anecdóticamente para distraer al lector) qué relaciones vincularon al señor Ludovico con el conde Alvise di Rovero que le encargó a Lotto un retrato de dicho Avolante, por el cual pagó doce libras. Pero lo que sí sé y proclamo y mantendría ante el sabio Berenson si se levantara de la tumba, es que yo serví de pauta en el palacio Emo de Venecia, el año 1532, para que Magister Laurentius pintara el discutido retrato del gentilhombre. Por lo menos hasta 1572 el óleo estuvo en el castillo de Bomarzo. Desconozco qué fue de él más tarde, de él y de los Tizianos. Mis descendientes me han saqueado; han desparramado lo más mío. No contaban con que alguna vez me sería dado el privilegio sobrenatural de escribir estas páginas.
Cuando estuvo terminada la obra, me contemplé en su pálida y morada tersura, como en un espejo. A la izquierda, Lotto ubicó una ventana que abre a la luminosa lejanía del mar, y que promete, en el encierro desordenado del estudio, tan denso de claves furtivas, una esperanza de calma luz. Y me reconocí plenamente en la conmovedora figura, en su máscara de encendido alabastro. Así era yo, de triste, de extraño, de indeciso, de soñador, de turbio y de añorante. Un príncipe intelectual, un hombre de esa época, poco menos que arquetípico, situado entre la Edad Media mística y el hoy ahíto de materia; simultáneamente preocupado por las cosas de la tierra lasciva y por las de un más allá problemático; blando y fuerte, ambicioso y vacilante, dueño de la elegancia que no se aprende y de aquella que enseñan los textos; deshojador de rosas mustias, amigo del lagarto lujurioso y de la salamandra inmortal. La giba, la carga bestial, dolorosa, no está presente en el lienzo pero pesa sobre él —y he ahí una de las maravillas del arte de Lotto—, pesa sobre él, invisible, sobre su donosura espiritual, sobre su atmósfera metafísica.
No bien tuve en mi poder el retrato, decidí el regreso. Por intermedio de Valerio Orsini, Maerbale me hizo saber que aprobaba la repartición de nuestras propiedades debida a Alejandro Farnese. Si bien no lo creí, la noticia me dio placer. El rebelde segundón se inclinaba aparentemente ante el duque.
Silvio de Narni me llevó, el día de la partida, un manuscrito de la monja visionaria de Murano, una epiléptica a quien consultaban porque vaticinaba con acierto. Había anunciado que el papa Clemente sería sustituido muy pronto por otro, de origen francés y ciertos estudiosos sostenían que los Farnese procedían de Francia, y lo confirmaban las lises de su blasón. La monja me escribió sólo una frase: Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo. Era una frase sibilina, cuyo sentido no comprendí hasta mucho, muchísimo más tarde. De cuanto me profetizaron, en el inextricable enredo de augures en el cual se desenroscó el hilo de mi vida alucinada, fue lo más preciso, lo más justo.
Dejé, pues, a Venecia. Tenía ya mi retrato, la imagen de mi verdad y de mi absolución. En los instantes de incertidumbre, me buscaría y me volvería a hallar en él. Ahora estaba pronto para encarar dos empresas graves: mi boda y el rastreo de las cartas del alquimista. Cuando partí, Valerio Orsini me colmó de regalos y de recomendaciones, y al pequeño Leonardo Emo, con quien había hablado apenas, lo vi llorar, disimulándose detrás de una columna.