V
EL DUQUE DE LOS GATOS
Durante el viaje de Bolonia a Recanati, largo, complicado, por malos caminos, no hubo más novedad que una tentativa de asesinato cerca de la posada donde pernoctamos en Rímini. Me tiraron una cuchillada en una calleja, pero me protegió la coraza de cuero de búfalo, cubierta de seda, que llevaba. Lo atribuí a maquinación de la rencorosa Pantasilea. Los guapetones mercenarios se escabulleron en las sombras, perseguidos por Juan Bautista y Silvio de Narni, y desde entonces redoblé la precaución. En el expeditivo Renacimiento eso era cosa de todos los días; no iba yo a perder el sueño por tan poco.
Luego de nuestra llegada a Recanati, no me decidí a entrar inmediatamente en la iglesia de Santo Domingo, meta de mi peregrinación, como si temiera el enfrentamiento con mi padre, más arduo que el de los modestos espadachines de Rímini. Vagué a lo largo de dos días, con mis escuderos, por la ciudad estirada en las suaves colinas como en terrazas que delimitan los murallones. Subí a la torre dominante y desde ella abarqué la anchura del paisaje prodigioso, por leguas y leguas, reposando los ojos en la vibración del Adriático o siguiendo, como en un mapa, la cromática diversidad de los Apeninos. Si me arrimaba a Santo Domingo, me detenía en su portal, a estudiar. Vencí al cabo mi vacilación, y el políptico se alzó ante mí, con su gran compartimiento central y los cinco que lo rodean, sobre las tres pequeñas divisiones distribuidas en la peana, pero era tanta la oscuridad que ordené a Silvio, mi único acompañante, que encendiera una antorcha. Brotó la llama y fue como si Lorenzo Lotto volviera a pintar porque a medida que Silvio se movía delante del altar de la Virgen, surgían nuevas zonas de forma y color, y el políptico se componía y descomponía con ritmos plásticos. Un fraile, que oraba a la distancia y que era, con unas viejas murmuradoras de rosarios, el solo testigo del episodio, acudió a averiguar qué acontecía, y cuando supo que el duque de Bomarzo buscaba la efigie de su padre en la vastedad del óleo, pidió una caridad y nos dejó tranquilos.
Mis miradas, entre tanto, andaban de un postigo al otro, sobre la extensión de la pintura, del panel medio, con la Virgen que desde su trono otorga el escapulario al fundador de los predicadores, y esos azorados ángeles músicos, y las tiaras arquitectónicas de San Urbano y San Gregorio, hasta las distintas escenas que, como en otros tantos teatrillos, se suceden alrededor: la Pietà superior, el cuerpo desnudo de Cristo, las mangas suntuosas de su Madre y el ojo de la Magdalena que espía, como el de una tapada peruana, en la penumbra azul de su manto; Santo Tomás de Aquino y San Flaviano, magníficamente lujoso éste, de pie en el recuadro de la izquierda; San Pedro Mártir, a cuya beatitud no incomoda la cuchilla hundida en el cráneo, y San Vito, patrono de Recanati, grueso, femenino y blando, a pesar de la armadura y del lanzón, exhibiéndose en el de la derecha; Santa Catalina de Alejandría y San Vicente Ferrer, a un lado arriba; y al otro, Santa Catalina de Siena y San Segismundo, como si estuvieran asomados de medio cuerpo en sendos balcones. Ése, San Segismundo, era mi padre. ¡Claro que lo era! Mi padre, pintado en 1506, un lustro y un año antes de que mi venida al mundo le causara tan colérica decepción… Pero, aunque inmediatamente lo reconocí, ¡qué apartada, qué opuesta resultaba esa imagen de aquella, escondida hasta entonces en mi memoria, que yo recuperé al punto, cuando comparé el retrato de Lorenzo Lotto con el que afloraba por fin, intacto, nítido, de la bruma de mis recuerdos!
El veneciano había ubicado en la altura a un caballero vestido de terciopelo apagado, con unas delgadísimas franjas de piel de marta en las bocamangas y en los hombros, un arrogante cinturón de oro y una doble cadena de oro también, cuyos eslabones se entrecruzaban sobre la negrura de su pecho. Una mano se apoyaba en la cruz de una espada como en un bastón de dandy, y la otra pendía, abierta, perfilando la pulcritud palaciega de su dibujo. La cabeza, enmarcada por la cabellera y la barba rubia, poseía una misteriosa belleza, realzada por la finura de las cejas y por el diseño de los ojos tristes, y el modelo sugería una impresión de desapego elegante, casi de refinado desdén, junto a la santa que, con el corazón entre los dedos, como si sostuviera una fruta exquisita, se volvía hacia la dirección contraria. Todo él rezumaba aristocracia, displicencia, cierto frágil amaneramiento incomprensible en alguien que había sido tan robustamente vital, condotiero celebrado, y que se concretaba en esa diestra inútil, colgante como una borla, a la que nadie hubiera imaginado empuñando una espada o engarfiándose en las salidas rocosas de los muros, durante las conquistas de las fortalezas.
¿Cuánto tiempo permanecí allí, asombrado, dudando, tratando de entender? Movíase la antorcha y con ella se movía el coro de las efigies, reiterando el austero blanquinegro que iba de un panel al otro, en los hábitos monacales, y que acompasaba con sobrio retornelo musical la polifonía de los ropajes cortesanos; pero yo no veía más que a Gian Corrado Orsini, y aunque el artista lo había situado a un costado de la composición, la grácil estampa de mi padre, desplazada por los vaivenes del hacha encendida y por la atención angustiosa con que yo la observaba, constituía ahora el centro del políptico, y los restantes personajes rotaban en torno, como en una esfera armilar por cuyos círculos desfilaban lentísimamente figuras celestes y mundanas, rindiéndole cadenciosa pleitesía.
¿Qué significaba ese retrato? ¿Qué me enseñaba? Empinado ante el altar, me esforzaba yo por interpretar su símbolo. ¿Quería decir que, frente a la verdad que creemos poseer como única, existen otras verdades; que frente a la imagen que de un ser nos formamos (o de nosotros mismos), se elaboran otras imágenes, múltiples, provocadas por el reflejo de cada uno sobre los demás, y que cada persona —como ese pintor Lorenzo Lotto, por ejemplo— al interpretarnos y juzgarnos nos recrea, pues nos incorpora algo de su propia individualidad, de tal suerte que cuando nos quejamos de que alguien no nos comprende, lo que rechazamos, no reconociéndolo como nuestro, es el caudal de su esencia más sutil, que él nos agrega involuntariamente para ponernos a tono con su visión de lo que para él representamos en la vida? ¿No existiremos como entidades particulares, independientes? ¿Cada uno de nosotros será el contradictorio resultado de lo que los demás van haciendo de él, de lo que los demás forjan, por esa necesidad de transposición armonizadora que cada uno siente como un medio de comunicación; por esa necesidad de verse a uno mismo al ver al otro? ¿Cada uno de nosotros será todos, si estamos hechos de repercusiones que los demás se llevan consigo? ¿Andaremos por el mundo entre espejos enfrentados y deformantes, siendo nosotros mismos esos espejos? Pero no… porque cuando yo me pienso, a mí mismo, sin el aditamento que cada uno, para sí, me añade, me pienso tal cual soy, en mi desnuda limitación auténtica. ¿Y acaso esas incorporaciones no dejan rastros, no desfiguran, no mimetizan, no nos hacen actuar a menudo de diversa manera ante la diversa gente, dándoles, sin que nos percatemos de ello, lo que esperan de nosotros, multiplicándonos, diluyéndonos? Mi padre había sido para mí un hombre violento —y nada más que violento— porque mi íntima violencia, nacida de la repulsa que yo tenía la seguridad de provocar en él, sólo había destacado, dentro de su complejidad, los índices agresivos. Y sin embargo una vez, sólo una vez, cuando había entrado con él en el aura mágica del David de Miguel Ángel, traspasando la costra del resentimiento que emanaba de él, sin duda, pero que yo también, como un contagio escamoso, le transmitía, había entrevisto en su alma una dilatada perspectiva diferente, de amor a lo bello, a lo gigantesco y equilibrado, en cuya planicie familiar sembrada de graves esculturas y atravesada por el viento de las nobles frases majestuosas, quizás hubiéramos podido comprendernos y convivir. Pero no me había internado entonces en ese camino erizado de dificultades que provocaba el áspero pudor y que acaso ocultaba en su extremo a la paz, y seguí la senda opuesta que, haciéndome sufrir tanto, era empero la más fácil, pues lo único que yo me limité a hacer era continuar proyectando sobre el condotiero la luz macilenta de mi rencor y ver exclusivamente lo que me mostraban sus resplandores lúgubres: el orgullo, la ira y la violencia, que le pertenecían entre muchas otras cosas, mas eran sobre todo mi violencia, mi ira y mi desesperado orgullo. En cambio para Lorenzo Lotto, para lo que Magister Laurentius recelaba de ambiguo, de melancólico y de poético, Gian Corrado Orsini se había concretado en un ser fundamentalmente equívoco, al responder al vínculo de la incertidumbre ansiosa de Magister Laurentius con lo que él, por su parte, encerraba de turbio, de vago, en las cámaras más secretas de su intimidad. Cada pintor se retrata a sí mismo, porque cada pintor recoge y subraya en el modelo lo que se le asemeja y se activa y brota a la superficie, llamado por su pasión. Cada uno de nosotros se ve a sí mismo, en los demás. Somos ecos, espejismos, reverberaciones cambiantes.
¿Y si yo estuviera equivocado? ¿Si todo este reflexionar frente a San Segismundo no fuera más que un juego retórico? ¿Si Lorenzo Lotto, más lúcido que yo, más maduro de experiencia, sin las trabas que yo traje a la tierra, se hubiera adentrado en la genuina psicología de mi progenitor y hubiera desentrañado su hondo misterio, el que yo no supe intuir porque los celos me cegaban? ¿Si mi padre hubiera estado mucho, mucho más cerca de mí de lo que yo pensaba, de mis penumbras, de mis indecisiones dolorosas ante las perplejidades de la vida?
—Se parece a ti —susurró Silvio de Narni.
¿Se me parecía? ¿Mi padre y yo parecidos? ¡Qué disparate! Nadie lo había dicho hasta ese momento… Y con todo, había algo, en ese ademán, en esa apostura, en el volver de la cabeza, en el largo de la cara, en la recta nariz, en el trazo de las cejas, en el aire, eso es: en el aire impalpable y obsesionante, que me indicó que Silvio no hablaba sólo estimulado por la adulación. ¡Parecidos! Quien se pareció a mi padre fue Girolamo. Siempre lo repitieron, si bien tenía los ojos de mi abuela. Maerbale y yo procedíamos físicamente de la otra rama, del cardenal Orsini de Monterotondo. Pero ahora debía rendirme ante lo evidente: a los dieciocho años, con el pelo partido como el suyo, aunque el mío era castaño y yo lo recogía sobre las orejas, la similitud se afirmaba, indiscutible. Mis manos, en las que yo cifraba tanta presunción como Galeazzo Maria Sforza en las suyas, célebres, hubieran podido confundirse con las del retrato. Las levanté, a la claridad de la tea, y estuve analizando un rato el contorno de las falanges, que se ensanchaba apenas en las coyunturas. Brillaron los rubíes sangrientos de Julia Farnese. Examiné, como si no me pertenecieran, la palidez transparente de mis dedos, los canales venosos que atravesaban el dorso pulido, las mágicas líneas de las palmas en las cuales estaba probablemente escrita la historia de un porvenir que no osaba imaginar y que penetraba en la prieta, infinita maraña del Tiempo. ¡Qué extraño! Hubiera jurado que las manos de mi padre eran más cortas, más anchas, más duras, más fuertes. Las manos que me habían empujado hacia el horror del esqueleto, en Bomarzo, y que habían esbozado en la atmósfera la silueta triunfal del David…
Caí de rodillas y recé una oración. Por primera vez le dedicaba una oración plenamente sincera a Gian Corrado Orsini, al San Segismundo que había muerto a su hijo y no obstante había ingresado en la gloria inmaculada del santoral. ¿Sabemos algo, nada, de nadie? ¿Por ventura conocemos a alguien, a su última verdad sellada? ¿Qué sabía yo de mi padre? Las interrogaciones que no habían cesado de atormentarme desde que entré en Santo Domingo me tironeaban con el dibujo de sus garfios hirientes. Me revolvía dentro de su enrejada prisión de arpones. A lo mejor —a lo peor—, al pretender desheredarme, lo que mi padre había intentado era impedir que yo prolongara, en Bomarzo, sus propios pecados y deficiencias, los más agudos, los que se destilaban en alambiques más complejos. No me había condenado a mí; se había autocondenado.
Sentí que una ola de ternura me invadía y subía a mis ojos en lágrimas calientes. Recé por él, pero recé también por mí. Mis preces no fueron dirigidas a ningún poder abstracto e invisible, ni al Dios de las Batallas, ni al Dios de la Misericordia, sino a esas damas y a esos caballeros que giraban despaciosos alrededor del príncipe débil vestido de negro terciopelo señorial; a Santa Catalina, que le volvía la espalda; al enjoyado San Flaviano; a los niños con alas, sorprendidos, que cuando nos alejáramos, tornarían a tañer el violín y el laúd, levemente, en el silencio y la neblina de la iglesia. Les pedí que me ayudaran a recorrer el mundo con mi carga, como mi padre lo había recorrido con la suya.
Silvio me tocó el codo:
—No llores, duque; no temas. El futuro te pertenece.
Quise rechazarlo; huir de lo que representaba, pero de repente me vi tan solo y tan extraviado, tan confundido en medio de esa floresta de columnas y de altares desde los cuales me atisbaban las imágenes puras con frío reproche, que me incorporé y lo abracé, sollozando.
—Salgamos ya; ya lo has visto.
Fue entonces cuando decidí que Lorenzo Lotto pintara mi retrato. Ansiaba descubrirme a mi turno con los ojos del pintor.
Antes de regresar a Bomarzo, me alcanzó un mensajero de mi abuela. Me traía, en respuesta a la que yo le había enviado, una carta larga y útil. Sus numerosas páginas, cubiertas por una escritura que, aquí y allá, vibraba y temblequeaba con la lógica vacilación de los muchos años para luego afirmarse y correr en la recuperada solidez de los gráficos enlaces, me probaban una vez más lo que yo tanto sabía: que mi abuela, traspasados los noventa años luengos, mi abuela, que hubiera podido ser la madre de mi otro abuelo, el cardenal, y que había sufrido el anublamiento resultante de la muerte singular de Girolamo, había recuperado su espíritu, uno de los más alertas que yo había encontrado en el mundo. Aislada por la edad y por las exigencias de la posición, en la soledad de Bomarzo, no había renunciado a ningún contacto con la vida que ahora reivindicaba con extrema lucidez y, a través de una correspondencia vastísima, cuyos portadores recorrían Italia de corte en corte, sacudiendo a la parentela y entregando y recibiendo misivas selladas. Diana Orsini estaba enterada de cuanto sucedía en la península, más informada, en ciertos casos, que los propios actores de los acontecimientos que comentaba, pues sus testimonios procedían de toda clase de fuentes, entrecruzadas en el ir y venir de los veloces mensajeros. Su permanente curiosidad fue el gran tónico vigorizante, la receta rejuvenecedora que la mantuvo erguida y locuaz. Como si hubiera sido el jefe de una cancillería laboriosa, escribía, preguntaba y contestaba. Nada eludía su investigación, ni las razones de las alianzas distantes, ni las ocultas intrigas hogareñas, ni las probabilidades en la feria de los poderíos. Hada viejísima, tejía su inmenso telar, en la lejanía de su palacio de la colina etrusca, y los hilos trémulos, llevados en complejos ovillos por sus pajes ecuestres que surgían como Mercurio y como ángeles polvorientos de nubes encantadas, envolvían el largo territorio italiano que se extiende entre los mares azules. Las otras duquesas quedaban atónitas ante su dinamismo mental que no desdeñaba ni los detalles más pequeños, de sustancia más tontamente frívola, pues mi abuela, valorando como mujer aguda, de avezada experiencia, lo que la frivolidad significa como pujante motor del mundo, almacenaba en los amplios archivos de su memoria un caudal de primera mano, tan variado como fértil.
A través de sus trazos, que a veces torturaban a sus corresponsales y que yo descifraba sin tropiezos, advertí su alegría ante la rapidez con que su nieto había convertido en realidad sus esperanzas. Abundaba en seguida en pormenores acerca de los Farnese de Julia, hasta entonces ignorados por mí o considerados en bloque, sin discriminar, por mi indolencia que sólo tenía en cuenta la situación general de ese próspero linaje. Me comunicaba que había conocido a las dos esposas de Galeazzo Farnese, a Ersilia, hija natural de Pompeyo Colonna, y a Gerolama del Anguillara, hija de una hermana del que sería Pablo III y madre de Julia; también había alternado con la madre de Galeazzo, Battistina del Anguillara, y con su abuela, una Monaldeschi. ¡A quién no había conocido Diana Orsini, en sus noventa y tantos años andariegos! Todas esas señoras eran de irreprochable prestigio. Sus parentescos se desplegaban como redes que enlazaban las cortes papales con las de los grandes señores. Y no faltaba, por supuesto, el crimen en la enumeración cuidadosa: la abuela de Julia había sido asesinada por su hijastro, para que no estuviera ausente del cuadro esa ineludible minucia, propia de cualquier familia de pro. En cuanto a mi presunto suegro, Diana Orsini lo había visto bastante, tres años atrás, cuando yo no había vuelto aún de Florencia, en la época en que, siendo conservador de la comuna de Orvieto, el pontífice lo envió, comandando mil quinientos individuos, a rescatar el castillo de Castellottieri, perteneciente a su hermana Beatriz Farnese, viuda de Antonio Baglioni. Un tío de ese Baglioni, Pirro Fortebraccio, había despojado a Beatriz de su alcázar, y Galeazzo, con milicias de Roma, de Narni, de Orti, de Orvieto, de Spoleto y también de Bomarzo —al frente de la cual iba mi padre— había sitiado durante cincuenta días a Fortebraccio, hasta que éste, vencido, capituló, y fue mandado a Città Castellana, a comer pan duro en la sombra, mientras Beatriz Farnese, con su hermano Galeazzo de un lado y del otro mi padre, entraba nuevamente en su reconquistado castillo. Galeazzo había estado entonces en Bomarzo repetidas veces. A mi abuela le encantaba el ágil empeño con que, desde un caballo colosal que se arqueaba y resoplaba bajo su peso insigne, dirigía las operaciones bélicas, pero también le encantaba su jovialidad enjundiosa y eso que tenía de balanceadamente señorial y que se reflejaba en su exquisita cortesía de patricio habituado a andar por los salones. Probablemente, cuando yo había estado en su casa en Bolonia y Galeazzo me había ahogado entre sus brazos cordiales, el caballero mencionó tales hechos, en la catarata de palabras con que me roció y en la que saltaba y vibraba el nombre de Orsini, pero, percibiendo la intensidad del afectuoso vínculo, no presté una atención prolija a lo que mascullaba su elocuencia de lengua pastosa y, distraído por la cercanía de Julia, dejé pasar, perdidas en el torrente, las alusiones a lo que ahora mi abuela me aclaraba.
«Te entenderás muy bien con Galeazzo —me decía—. Concédele siempre la razón; es lo único que exige; y obra luego de acuerdo con lo que juzgues que más convenga. Julia, si posee sus condiciones y ha heredado, como me describen, la hermosura de su madre, será la duquesa ideal de Bomarzo. ¡Alabado sea Dios! Ansío entregarle pronto las riendas del dominio, que ya se escapan de mis manos débiles. ¡Si las vieras, Vicino! Nadie reconocería ya a mis pobres manos».
Levanté los ojos del párrafo y sonreí. Las manos de mi abuela continuaban siendo fuertes, y para que Julia, con sus noveles quince años, asumiera la responsabilidad de sucederla en el gobierno de nuestra casa, tendría que aprender bastante, pero contaba con una incomparable maestra. Y además, si se piensa en los escándalos de Gian Corrado Orsini, en los de Girolamo y en los míos, que no constituían una excepción en los castillos italianos sino se ajustaban al modo de vivir característico de entonces, se observará que el gobierno en cuestión no implicaba una policía doméstica muy rigurosa.
Mi abuela se explayaba después en consideraciones sobre las finanzas de los señores de Montalto. Había ahí dinero de sobra, fruto de opulentos aportes.
«No hay por qué desdeñarlo —añadía—, que la gloria de los Orsini es asaz gravosa, y tu flamante administrador Messer Bernardino Niccoloni, me parece más gastador que Martelli. Me hace muy feliz que hayas hallado a Porzia y a Juan Bautista; tal vez eso contribuya a que Messer Manucio retorne a Bomarzo, de donde partió en forma tan inexplicable».
La desaparición del padre de los mellizos seguía planteando aparentemente, para Diana Orsini, un enigma no descifrado. Era uno de los pocos secretos que yo creía haber conseguido mantener, frente a su astucia perquisidora, y si penetró las causas reales de la deserción de Manucio de nuestra economía, lo disimuló con admirable eficacia, prefiriendo pasar por ingenua a aceptar oficialmente la evidencia del indecoroso desorden de su nieto querido.
Hasta esa página, la carta de mi abuela había sido redactada como un himno jubiloso, entrecortado, según los altibajos de su humor, con las leves ironías inevitables no bien dejaba correr sus pensamientos —como cuando mencionaba la «cintura generosa» de Galeazzo, o «el ojo izquierdo, indeciso, vagabundo», de su abuela Yolanda Monaldeschi—, pero su tono cambió en la parte dedicada a Pier Luigi. Por Maerbale se había instruido de que yo había autorizado a Segismundo a ponerse a sus órdenes, pues eso facilitaría su carrera mundana, y Diana Orsini no compartía mi actitud. Quién sabe cómo presentaron el asunto Maerbale, Mateo y Orso, acaso, a pesar de su cacareada hombría, ofendidos por esa predilección que abría ante Segismundo perspectivas difíciles de calcular. En su aislamiento de Bomarzo, el hada tejedora estaba más al tanto que yo de los extravíos de Pier Luigi, con ser voluminoso lo que yo había oído y barruntaba al respecto, porque donde él estuviera, el susurro de los rumores se levantaba y el hijo de Alejandro Farnese andaba por la vida como si lo rodeara una nube de abejas zumbantes. Pero yo sólo estaba al corriente de murmuraciones, acerca de su carácter y de sus historias, mientras que mi abuela me ofrecía datos concretos.
Según ellos, Pier Luigi, educado por Tranquilo Molosso —de nombre tan contradictorio—, de acuerdo con lo establecido por su padre, había sido legitimado a los dos años, y a los dieciséis casó con Girolama Orsini, hija del conde de Pitigliano. De inmediato, sus brutalidades y su desvergüenza lo enemistaron con esa rama ilustre de nuestra prosapia. Rompió con los Orsini y se alió con los Colonna interviniendo, junto a Sciarra y a Emilio, en el saqueo de Roma. Robó cuanto pudo en aquella oportunidad pero mandó respetar la casa de Molosso, lo cual constituye tal vez su único rasgo simpático. En 1528, durante la guerra de Nápoles, lo destacaron con dos mil hombres a Manfredonia, que defendía bravamente Carlos Orsini, a quien derrotó. No, los Orsini no teníamos motivos para amarlo. Vencida Nápoles, fue destinado a Toscana y allí vivió ingratos momentos. Lo sostenía el marqués del Vasto, mientras que Ferrante Gonzaga se declaró su enemigo mortal. Por algo ignominioso, cuyas raíces se ignoraban —y cuya índole adiviné, por obvia, y mi abuela conocía seguramente—, lo arrojaron del ejército. Su padre no movió un dedo en su favor. Entonces apareció por Bomarzo, acompañando al cadáver de mi padre.
«Si yo hubiera estado al corriente de los pormenores que te cito, en aquella época —escribía mi airada corresponsal—, no lo hubiera recibido como lo acogí. Quizás calculaba con esa actitud ganarse la voluntad de los Orsini; quizás calcule que la ganará ahora por intermedio de Segismundo, aunque hubiera debido elegir un intermediario de más brillo, y sospecho que lo que lo mueve hacia él no es el interés público únicamente. Insisto en que es un rival nuestro, hostil y de cuidado».
Poco menos que degradado de su jerarquía militar, Pier Luigi vivió subsiguientemente de trampas. El año anterior merodeaba alrededor de Perusa, con un puñado de mercenarios, más como un salteador que como un condotiero, hasta que en 1530, sin la autorización paterna, se presentó bruscamente en las fiestas imperiales de Bolonia.
«Tales son los fundamentos —continuaba expresando la carta—, y otros sobre los cuales prefiero no detenerme, dada su índole dudosa, pero que excitan a la maledicencia en especial, por los que Pier Luigi no desempeñó ningún papel en los fastos de la coronación. Habría allí cientos y cientos de saqueadores de Roma (y entre ellos el propio coronado), pero el papa no pudo desquitarse de ellos; en cambio Pier Luigi, abandonado por los imperiales y por su padre, a quien no le convenía jugar una carta demasiado alta en su defensa, Pier Luigi, con su actuación espectacular posterior al pillaje, fue depositario de la ira del papa. Los Farnese se empujan los unos a los otros, abriéndose camino hacia las posiciones de primer plano, cosa que no me parece reprobable y que si a mano viene te ayudará en la vida, cuando cases con Julia; y comprenderás que si el padre de Pier Luigi, que goza de particular valimiento junto a Su Santidad, no exhibió a su retoño en el proscenio boloñés, tan oportuno para destacarse ante el orbe, fue porque las circunstancias desagradables lo tornaban imposible. De no ser así, ten la certidumbre de que el cardenal lo hubiera impulsado con el vigor de su influencia. Alejandro Farnese es hombre de sentimientos familiares. Sus hijos, aunque ilegítimos, pasan para él antes que nada, pero acaso le tema al peligroso Pier Luigi, capaz de barbaridades ciegas. De cualquier manera, si Alejandro sucediera a Clemente de Médicis en el trono de San Pedro, lo cual es muy presumible, porque tu pobre abuelo no me parece contar con votos suficientes, y lo prueba el hecho de que ni siquiera haya conseguido el capelo para Maerbale, conjeturo que este muchacho dará mucho trabajo, con su viciosa furia, y que será el dueño de Roma. No dudes de que terminará mal».
Algunas reflexiones ácidas vinculadas con la escasa jerarquía de mi ubicación en esas mismas ceremonias —que Maerbale, naturalmente, complaciéndose en herirla, le había subrayado— se endulzaban por fin con el reiterado elogio de la hermosura de Julia, alabada por mis primos, y con la manifestación de su deseo de tenerme pronto en sus brazos.
Más tarde, cuando la evolución vertiginosa de Pier Luigi me demostró qué proféticas habían sido sus palabras, medí la hondura de su sagacidad. Por el momento, al tiempo que me halagaba cuanto me refería con relación a mis futuros parientes y al físico de Julia, me impacientaba que juzgara así —aun sobrándole títulos— mi resolución de dejar a Segismundo junto a Pier Luigi, que yo había reputado ladinamente política, pues era una de las escasas decisiones que había adoptado sin consultarla, y ella seguía regañándome como si fuera un niño. La verdad es que, si por un lado yo necesitaba que me tratara como a tal, en los instantes de flaqueza y de temor en que requería su refugio, mi vanidad hubiera preferido que por lo menos modificara su tono al enrostrarme mis equivocaciones, y que me diera la impresión de que, hasta cuando erraba, yo era el hombre, el amo, el duque.
La preocupación de mi abuela por la forma en que yo había sido relegado en Bolonia, si bien se justificaba bastante en nuestro pequeño mundo celoso de las jerarquías que había conquistado, me sorprendió. Fue el primer tema que abordó en Bomarzo a nuestro regreso. Cuando le referí la extraña impresión que había experimentado ante la efigie de San Segismundo, y le insinué que mi padre y yo podríamos parecernos, se incorporó en su lecho un instante, me tomó una mano y dijo:
—A tu padre no le hubiera sucedido en Bolonia lo que a ti. Tu padre era, con todos sus defectos, un Orsini cabal, y sabía lo que eso significa.
La miré, como si descubriera a una persona nueva, como si en la altura de su vejez de matriarca, Diana Orsini me revelara una faceta más de su espíritu inagotable. Es cierto que, desde mi infancia, ella se había dedicado —y lo había conseguido— a infundirme el orgullo de mi raza, transmitiéndome en sus narraciones el resplandor glorioso de una estirpe que, aun en el crimen, tenía una grandeza casi mitológica, pero hasta entonces había actuado junto a mí como una amiga, y ahora yo percibía por primera vez cierto rencor en su manera. ¿Las relaciones de Diana Orsini con el duque de Bomarzo serían distintas de las que había mantenido con Vicino, su nieto, el niño giboso? ¿Al adquirir el ducado habría perdido yo lo que más me importaba, su amor indulgente?
—El duque de Bomarzo —añadió, confirmando parte de mis presunciones— es responsable ante los Orsini. Ha recibido un legado, y su tarea consiste en conservarlo y enriquecerlo. Tú puedes hacer tal o cual cosa condenable… y ya las has hecho y las seguirás haciendo, Vicino, porque tu naturaleza es flaca; puedes hacerlas aunque no deberías, pero lo que no puedes ni debes hacer, bajo ningún concepto, es tolerar que se retroceda un palmo de la posición que hemos ganado arduamente, a lo largo de siglos, entre todos. Para ti, más que para ninguno de esta casa, los Orsini y los intereses de los Orsini han de pasar antes que nada y que nadie. Es como si siempre levantaras una bandera. Hazla flamear, Vicino. Quisiste ser el duque y yo quise también que lo fueras; no me demuestres ahora, cuando estoy a las puertas de la muerte, que me he equivocado.
Farfullé que exageraba, que en Bolonia no me había ido tan mal, puesto que Carlos Quinto me había armado caballero y de allá había traído la promesa de Julia, pero comprendí que tenía razón. Los propios bastardos, Alejandro de Médicis y Pier Luigi Farnese, me habían dado el ejemplo, con su enfado porque en las ceremonias de la coronación no se les concedían los lugares que pensaban debidos. A mí me habían pospuesto y yo no había alzado ni una queja, no había sabido imponerme. ¿Qué?, ¿me había resignado a circular por la vida, con mi título y mi nombre a cuestas, como un jorobado indigno de esos privilegios?; ¿mi toma de posesión de un estado que envidiaban muchos se limitaba a meros desplantes para deslumbrar a mis aldeanos y a unos funcionarios de provincia?; ¿creía yo que había bastado que usufructuara el homagio mulierum, respondiendo a ansias libidinosas y al afán de probarme mi hombría, para afirmar que era esencialmente el duque, como lo habían sido mi padre y mi abuelo?; ¿me conformaría con ser un Orsini a medias, como mi otro abuelo, el caduco, que en la corte de Clemente VII desempeñaba un papel decorativo y no había logrado intimidar y hacer valer lo que significaba, colocando a Maerbale en el Sacro Colegio… aunque el cardenal Franciotto, por su anterior bravía de condotiero, había realizado proezas que le aseguraban un sitio entre los auténticos Orsini?
Salí de su habitación agraviado. La sangre me ardía.
Para ahuyentar esos pensamientos desazonantes, que proclamaban mi inicial y estúpido fracaso —un fracaso cuya magnitud yo no había vislumbrado en el momento, por falta de experiencia cortesana, pero que mi vigilante abuela me había dado a entender sin disimulo—, me refugié en el amor de Julia. Siempre he necesitado, cuando me sentía solo y medía mi debilidad, refugiarme en un hombre o en una mujer, y puesto que no contaba con mi abuela, a quien había incumbido —¡tan luego de ella!— echarme en cara el daño simbólico que yo les había causado a los míos, busqué abrigo en el recuerdo de una niña de quince años. El sentimiento que ella despertaba en mí se avivó y creció, como si hubieran soplado sobre una llama tenue, porque Julia representaba para mí, frente a la idea de derrota y de incapacidad que surgía de mi blanda transigencia ante la postergación ofensiva de Bolonia, la idea de triunfo, ya que su promesa de matrimonio, tan halagadora, tan exactamente ajustada en el planteo de mi abuela, atestiguaba que yo era capaz, si me lo proponía, de rematar mis aspiraciones y de publicar a la faz del mundo que merecía ser el duque de Bomarzo. Mi amor por Julia brotó así de la cobardía y del agradecimiento. No entró en mis cálculos lo que podía deberle en su conquista a la magia oscura de Silvio. Únicamente pensé en la victoria que derivaba de Julia y que compensaba otros descalabros, no sólo aquél, circunstancial, del desdén que había sufrido en Bolonia, sino hasta la frustración que implicaba mi giba. Julia me aceptaba tal cual era y eso bastaba para que yo me sintiera redimido y para que me consagrara a amarla con todas mis fuerzas.
Nunca la amé como entonces, en la soledad de Bomarzo. Mis relaciones con mi abuela se restablecieron, afectuosas, pero en nuestro vínculo se había hendido la fisura que las críticas, aun las ecuánimes, abrían en mi enfermiza sensibilidad. Y me abracé al fantasma de la niña de los ojos claros, que le inspiraba a mi aislamiento un raro vigor. La amé románticamente, novelescamente, en los caminos despoblados que rodeaban al palacio, y a cuya vera se erguían las orquídeas salvajes, amarilleaban las prímulas, se rizaban los helechos, y los zarzales se enredaban con los mimbres. Llevaba a mi amor conmigo, secretamente. Así como esas plantas y flores se mezclaban en las márgenes de los arroyos y la oquedad de las peñas, en mi amor se confundían y exaltaban antiguas emociones. El recuerdo de Adriana dalla Roza, muerta en Florencia; el de Abul, perdido quizás para siempre, se unían en mi fresca pasión y la nutrían de imágenes. Cuanto para mí, hasta entonces, había tenido que ver con el sentimiento que estremece y transporta, coadyuvaba a modelar la figura de mi amor nuevo que exigía esas contribuciones para madurar, porque era tan poco, en verdad, lo que yo había recibido de Julia, vista apenas, tan poco lo que de ella sabía, que su fuego había menester, para alimentarse, del calor de brasas que yacían bajo la ceniza de un vago olvido.
Le escribí, le escribí muchas cartas en las cuales le explicaba lo que me sugería y lo que sería nuestra existencia futura en Bomarzo. Las obras arquitectónicas emprendidas por mi padre habían terminado ya, y yo acechaba la ocasión de realizar aquellas que harían perdurar mi nombre, inseparable del castillo. Por lo pronto, quería hacer pintar, en una serie de frescos distribuidos en techos y paredes, escenas que pregonaran, a la par de las victorias de la guerra que habían dado a los míos tanto lustre, las victorias del arte, que yo consideraba mis victorias con una fatuidad que no tenía más fundamento que las inclinaciones de mi diletantismo. Y en la habitación de más fasto mandaría copiar, en gran escala, mi horóscopo. Ella me respondía, de tanto en tanto, unas breves misivas circunspectas, fiscalizadas por Galeazzo Farnese, que yo devoraba como manjares no obstante su escolar sencillez. Cuando llegaba una, descendía al jardín donde se desperezaban los gatos blancos de mi abuela y la leía lentamente, tratando de indagar entre líneas y de extraer de su texto un jugo vital que en realidad no contenía pero que yo paladeaba por el solo hecho de haber sido redactada por Julia. Corría después al espejo de mi aposento, alzaba el lienzo que lo velaba, y observaba, por centésima, por milésima vez, mi cara, sus ángulos, la densa profundidad de mis ojos, mis largos dedos de alabastro, mis venas azules, mis ovaladas uñas. Movía los candelabros, situándolos en posiciones estratégicas no sólo para realzar lo mejor de mis rasgos sino para que, al colocarme hábilmente, mi giba desapareciera en la penumbra, y me conceptuaba digno de ser amado.
Una noche, tomé las cartas que hasta entonces había recibido —eran cuatro— y bajé con ellas al jardín. Iba a leerlas a la luz de la luna que recortaba los montes Cimini y se reflejaba en el agua clamorosa de sapos. Las fui desplegando, y estaba embargado en su contenido lacónico, infantil, que al pasar por el tamiz de mi imaginación se transformaba y encendía, cuando me derribó un fuerte golpe en el hombro. Alguien, con una espada desnuda, me enfrentaba, quería matarme. La capa y el birrete le cubrían la faz. Era menudo, ágil. Me incorporé, saqué la daga y me defendí. Chisporroteaban los aceros. Grité, grité, llamando a mi gente. El agresor se perdió en la maraña. Como en Rímini, habían tratado de asesinarme y la prueba era mi hombro sangriento, pero esto no podía ser urdido por Pantasilea, como había sospechado en Rímini, ni lo de Rímini, probablemente, tampoco. Regresé tambaleándome al castillo, en cuyas terrazas cabeceaban las antorchas y los pajes voceaban mi nombre, alertados, y, con el puñal todavía en la mano, subí a la cámara donde Silvio estudiaba hasta tarde la ciencia hermética de los horóscopos.
Pier Luigi Farnese creía en adivinos y en fabricantes de horóscopos, como el cardenal, su padre. También creyeron en ellos y los consultaron constantemente Francisco de Francia y el emperador Carlos. Y en ellos creyeron Sila, Julio César, Tiberio, Nerón… Y mi pariente, el gran condotiero Nicolás Orsini, a quien debí mi propio horóscopo. En cuanto a mí, no hubiera podido dejar de creer en quienes miran en los astros el dibujo de la vida humana y piensan, como Aristóteles, que este mundo está ligado de una manera necesaria a los movimientos del mundo superior. Me remito a las pruebas. Ni las opiniones de los técnicos astrónomos, ni la aguda refutación de San Agustín, ni los infinitos errores y contradicciones ocurridos en ese dominio —como el anuncio de un nuevo Diluvio universal, seis años antes de lo que voy narrando, que convulsionó a Europa y se tradujo al revés en una espantosa sequía— han logrado convencerme de lo opuesto. Aquí estoy yo, vivo, en mi casa, escribiendo en mi biblioteca, para atestiguar que por lo menos en un caso, sensacional por su única rareza, los que escrutan al cielo y coordinan su posición con el destino de los hombres son capaces de deducciones sorprendentes.
Por eso cuando Silvio me dijo, en Bolonia, que Pier Luigi, enterado de su inclinación a la magia, le había aconsejado que estudiara la sabiduría de los estrelleros, lo estimulé a mi vez por ese camino, facilitándole los medios para adquirir cuanto había menester. Desde que regresamos a Bomarzo, el muchacho de Narni se enclaustró en un desván del castillo, con libros, manuscritos y cartas planetarias, y lo vi muy poco. Porzia lo acompañaba en su docta soledad que prolongaba hasta el alba una luz, detrás de sus postigos, como si una chispa caída de los astros que analizaba sin reposo continuara ardiendo en el corazón de nuestra fortaleza.
Allí fui a buscarlo, temblándome en la diestra la daga desnuda, y allí lo encontré.
Silvio había envejecido mucho en los últimos tiempos. Nadie diría que tenía bastante menos de treinta años. La llama del candil puesto sobre la mesa, en una desplegada confusión de números, diseños y abiertos volúmenes, le burilaba en la ceñuda frente y alrededor de la boca y de los ojos frunces y estrías que se ahondaban hacia las sombrías cavidades de las órbitas. Su delgadez extrema se acusaba entre los pliegues mustios del negro ropón. Detrás, en la pared, perfilábanse en una tosca pintura los contornos del Agatomaidon, la superficie egipcia con leonina cabeza y una corona de doce rayos que representaban los signos del Zodíaco. Silvio leía, anotándolo, el Tetrabiblon o Quadripartum de Ptolomeo, traducido al latín de la versión arábiga, que enseña que los astros se dividen en masculinos y femeninos y que trae esenciales noticias acerca de las cualidades propias de los distintos planetas, de los cuales proceden sus variantes influjos. Confrontaba esa lectura con la de otro libro, más pequeño, y cuando entré, sin percatarse de mi demudado aspecto, pues lo embargaba la investigación, se puso de pie y exclamó, fascinado:
—A punto llegas, duque. Oye lo que declara Plotino: las estrellas poseen una fuerza análoga a la de los vientos que empujan a las naves; pueden agitar el cuerpo sobre el cual viaja el alma, pero ésta es libre. De ese modo se concilia la existencia del libre arbitrio con la de una acción oculta de los orbes celestes, y se comprende que el cardenal Farnese, príncipe de la Iglesia Católica, consulte a los horóscopos sin religiosa condena.
Quise interrumpirlo, pero estaba demasiado metido en su asunto:
—He analizado en estos días tres horóscopos de Nuestro Señor Jesucristo: el de Cecco d’Ascoli, a causa del cual su autor pereció en la hoguera; el de Tiberius Russilianus Sextus de Calabria y el de Gerolamo Cardano, quien sueña sus libros, como un iluminado, antes de componerlos; y te aseguro que es cosa de maravillar. Todo está allá arriba —añadió señalando por la ventana la encendida bóveda—; las estrellas son los ojos con los cuales nos observa Dios, quien cumple procesos naturales utilizando esas estrellas animadas, dotadas de ciencia y conocimiento. Escucha ahora lo que dice Guido Bonatti, astrólogo de los Montefeltro, en su Liber Astronomicus…
Solté el puñal sobre la mesa y el ruido seco despertó a Porzia, que dormía en un jergón. Su asombrada hermosura, realzada por la nieve de los pechos descubiertos, redondos, que tapó rápidamente, se alzó como una lámpara en la estancia penumbrosa.
—Vete, Porzia —le ordené—, tenemos que conversar.
La muchacha escapó hacia abajo y yo me tendí en el camastro que conservaba su olor, comunicándome un viril enardecimiento.
—Han pretendido asesinarme esta noche, Silvio. Alguien persigue mi muerte. Necesito hallar al culpable.
El secretario guardó silencio; después chistó suavemente.
—¿Sospechas de alguno, Silvio?, ¿de Pantasilea… de Messer Manucio… de… de mi hermano?
Volvió a callar. Las oscilaciones de la vela daban extraña vida a la serpiente del Agatomaidon, como si sus anillos se retorcieran en la pared bajo la diadema zodiacal.
—Tendría que examinar tu horóscopo.
—¿Y tus demonios?, ¿no nos ayudarán?, ¿sospechas de alguno?
—Luego se sabrá. Todo está en las estrellas, instrumentos, según Alberto Magno, con los cuales la Primera Causa gobierna al mundo. Los edictos de Augusto, de Domiciano y de Adriano nada consiguieron contra la astrología.
—Dime quién es el asesino.
—Luego se sabrá. Ahora me prestarás tu horóscopo.
Descendimos juntos, sin cambiar palabra, hasta la habitación donde había escondido el escrito de Sandro Benedetto.
—Entre tanto, Excelencia, no te quites jamás la cota de búfalo. Duerme con ella.
—¿Hablarás con tus demonios?
—Luego se sabrá. Mira… Marte y Venus, regentes de la Casa de la Muerte, instalados en la de la Vida… triunfo de lo inverosímil…
Delante de nosotros, en el decorado dibujo del físico de Nicolás Orsini de Pitigliano, uníanse los triángulos, las letras y las cifras. Aguzando el oído, era posible percibir un rumor que procedía quizás de los distantes arroyos, como de esferas que rotaban levemente sobre la gravedad del silencio.
—Nadie, ni Astolfo, ni Orlando, ni Alcina, ni Marfisa, ni Merlín, te podría matar, duque de Bomarzo. Nadie.
La fractura de Maerbale se soldaba lentamente. Habíanlo entablillado y pasaba las tardes primaverales al sol, leyendo o charlando con Orso y Mateo. Luego, a medida que la curación progresaba, comenzó a caminar, apoyándose en un bastón y en el hombro de uno de sus primos. Renqueaba y eso hubiera debido aproximarnos, pues compartíamos fugazmente por lo menos una, la más benigna, de mis irregularidades, pero no fue así. Desde Bolonia, advertía yo que un muro nuevo se levantaba entre nosotros, y esa valla se podía atribuir a dos hechos, quizás a ambos: a su inclinación por Julia Farnese, acaso exagerada por mis celosas sospechas, y a la evidencia oficial de la pequeñez de su posición junto al duque, ya que si Carlos Quinto no lo había armado caballero ello no se debió al accidente (como el propio Maerbale difundió en Bomarzo), pues nunca se mentó esa posibilidad antes de que el derrumbe de los andamios en San Petronio lo tornara prácticamente irrealizable, sino a que la poca jerarquía de mi hermano no lo hacía digno de un honor reservado a los grandes. Supongo que tales comprobaciones removieron su humor pernicioso. Lo que supe, en forma concreta, es que había escrito a nuestro abuelo, en Roma, exigiéndole una explicación definitiva acerca del asunto de la púrpura, porque de desechar (como le correspondió hacer sin consultarlo) ese vedado camino espléndido, anhelaba forjarse un nombre, lo mismo que nuestros antecesores de más prestigio, por medio de las armas. El cardenal no le contestó. No dudo de que la misiva de mi hermano, al enrostrarle su falta de influencia, con artificios de aparente cortesía, habrá irritado hondamente a Franciotto Orsini. En cuanto a mí, no bien me enteré de que Maerbale proyectaba, al recobrar el uso de su pierna, ensayar el régimen de vida memorable y remunerativo de los condottieri, me torturaron negras cavilaciones.
Desde mi vuelta a Bomarzo había creído captar en torno, como un zumbido imposible de localizar, la inquietud de mis vasallos con referencia al futuro duque. Estaban al tanto del modo en que me había acogido y armado el emperador —no de mi postergación protocolar, celosamente ocultada por mi abuela, mi hermano y mis primos, pues era algo cuyo disimulo nos interesaba a todos, incidiendo sobre el valimiento de la casa— y ahora calculaban que yo seguiría las huellas de mi padre y de mis mayores guerreros, empuñando la espada bendecida y participando de expediciones militares junto a los príncipes heroicos. No paraban mientes en las circunstancias físicas que me lo impedían. Mi gloria sería la gloria de Bomarzo, y de ella, como de la de quienes me habían precedido, se ufanarían ante las gentes de los pueblos cercanos que escapaban a mi jurisdicción. Estaban habituados, a lo largo de los siglos, a ver salir a los mozos de Bomarzo detrás de las banderas osunas, a las órdenes del heredero, y descartaban, por obvio y natural, que esa tradición inseparable de mi ubicación en el mundo continuaría cumpliéndose. Para ellos yo no era ya el muchacho jorobado, sino el duque, y como tal me alcanzaban obligaciones ineludibles. La idea de que el carácter ducal eliminaba mi giba, convirtiéndome en un símbolo de perfección, hubiera debido alegrarme y robustecerme, pero, al contrario, añadió una angustia a las que me roían. No me sentía con fuerzas para blandir una lanza, actitud que hubiera subrayado ridículamente lo intrincado de mi estructura y que repugnaba a mi ánimo, movido desde la niñez por otras preocupaciones. Observe el lector que ese zumbido, esa atmósfera expectante, tal vez no existían en la realidad y habían sido imaginados por mi desconfianza alerta y que lo más verosímil es que quienes de mí dependían barruntaran que un jorobado no estaba destinado a los ejercicios bélicos, mas yo reaccionaba siempre así, aguijoneado por el recelo, y veía doquier fantasmas perturbadores. Ahora, la conocida decisión de Maerbale agravaba mi zozobra. Él haría lo que yo hubiera debido hacer, y esa eventualidad me desesperaba. Sin comunicarlo a nadie, escribí yo también a nuestro abuelo, insistiendo en que era sustancial, para el crédito de los Orsini de Bomarzo, que Maerbale fuera exaltado al cardenalato, y tampoco obtuve respuesta. El traslado de Maerbale a Roma, al Sacro Colegio, hubiera significado para mí, por distintas razones, el fin de una pesadilla. De cualquier manera, quise sacar algún fruto de mi actitud, diciéndole a mi hermano que había intervenido ante Franciotto Orsini en la cuestión de la púrpura: de esa suerte obligaba a su agradecimiento, y si Maerbale percibía, por transparentes, los verdaderos móviles que me habían impulsado a proceder así, no me importaba; lo importante era que supiera que yo, el duque, velaba por el provecho de los míos.
Dos acontecimientos inesperados me distrajeron entonces de mi tribulación de combatiente presunto: en Bomarzo nació un niño, a quien bautizaron con el nombre de Fulvio, y en mi correspondencia llegó una carta equivocada.
La madre de Fulvio, una aldeana de veinte años, juró que Maerbale —que a la sazón contaba diecisiete— era el padre precoz de la criatura. Maerbale se negó a reconocerlo, pero la insistencia de la pobre moza y un cúmulo de detalles nos aseguraron que era hijo suyo. Informado del caso, dispuse que la aldeana y el niño fueran enviados a nuestro palacio de Roma, con falsa magnanimidad, pues odiaba a los bastardos y lo que quería era que el pequeño desapareciera. Ése fue el famoso Fulvio Orsini, escritor, arqueólogo y anticuario, que llegó a canónigo de San Juan de Letrán y publicó las admirables Imagines et elogia virorum illustrium et eruditorum ex antiquis lapidus et numismatibus expressa cum annotationibus, y que más tarde me ayudó en la clasificación de mis colecciones. Por el momento su nacimiento me encolerizó profundamente. Maerbale se me adelantaba hasta en la tarea de prolongar la estirpe, cuando yo ignoraba, con mis complejos, si sería capaz de hacerlo. Imaginé con rabia el riesgo, por las turbias flaquezas de mi sensualidad, de que Bomarzo pasara algún día a manos de los herederos de Maerbale —sin tener en cuenta que mi fabulosa condición de inmortal parecía otorgarme el ducado eternamente— y suspiré porque mi boda con Julia se consumara cuanto antes, pues de repente ansiaba un vástago. También yo había andado con campesinas, como Maerbale; también yo las había tumbado en la paja de los graneros, pero de hijos naturales —que en ese momento ambicionaba y rechazaba simultáneamente— no tuve la menor noticia.
Y la carta… la carta que me entregaron por un error del emisario ebrio encargado de traerme las que me escribía Julia Farnese, no estaba dirigida a mí sino a Maerbale. ¡Maerbale, siempre Maerbale, mi obsesión, mi solapado enemigo! Nada me indicaba, dentro de su brevísimo texto que recorrí con angustia estupefacta, que existiera un entendimiento culpable entre mi hermano y mi prometida. Julia se limitaba a darle unas noticias anodinas de su vida en Roma y a destacar su deseo de establecerse pronto en Bomarzo. Se despedía de él respetuosamente. Podía ser una simple carta fraternal, resultado de la amistad ingenua que entre ambos había crecido en Bolonia, pero también cabía suponer que su redacción insípida derivaba del temor de que cayera en mis manos. Lo indiscutible es que entre ellos se había establecido una correspondencia secreta, a mis espaldas.
La ira, la decepción, me anonadaron. ¿Planearía Maerbale despojarme de lo que había conquistado y en consecuencia sería él quien atentaba, por medio de mercenarios espadachines, contra mi tenaz permanencia en el mundo? La misiva incógnita de Julia me indicaba que el sortilegio de la muñeca hechizada por Silvio de Narni no había obrado. Lo otro, lo de la supresión oportuna de mi padre, a raíz del conjuro de la terraza de Bomarzo, bien pudo haber sido una casualidad. Y la narración de Palingenio —el primero que me reveló la fuerza mágica del paje, en la carretera de Roma, cuando me habló de los demonios— acaso fue fruto de la extravagancia del filósofo alucinado. Si el paje carecía en realidad de ese dominio diabólico, si me había engañado aprovechando las coincidencias, para medrar a costa de mi candor, yo estaba perdido, pues harto sabía que solo, desprovisto de un socorro fantástico, no me atrevería a enfrentar la vida con mis débiles armas.
Pensé obligar a Silvio a mostrar el juego, para resolver a qué atenerme, pero temí, si erraba, quedarme sin su alianza valiosa. Lo más inteligente —y lo que más se avenía con mi carácter irresoluto— sería dejar transcurrir el tiempo. Ya veríamos. «Luego se sabrá», había dicho mi secretario. Le hice llegar la carta a Maerbale, para no despertar sospechas, y después de haber conjeturado que si abrazaba la profesión de condotiero eso contribuiría a mi descrédito, me empeñé, tan mudable era mi ánimo sacudido por las adversas corrientes, para que siguiera la senda de nuestros antepasados. Me consumía la urgencia de que partiera de Bomarzo cuanto antes: que se cubriera de gloria, pero que me dejara en paz, con Julia, con mi castillo, con mis colecciones, con mi dulce vergüenza, con mi inmortalidad gravosa. La perspectiva de eliminarlo cruzó por mi mente. Había muerto Beppo; había muerto Girolamo… Matar a Maerbale… borrarlo… Mi cobardía no lo osó. Que se fuera.
Entre tanto, sin quitarme la cota de búfalo ni para dormir, como me había aconsejado Silvio; sin salir nunca solo de la fortaleza; sin comer nada que otro no hubiera probado; encerrado, la mayor parte del tiempo, con mi abuela y sus mujeres, o con mis perros y mis cuadros de genealogía, me apliqué a escribirle a Julia unas cartas encendidas en las que deslizaba trampas astutas. Ella no cayó ni una vez. Eludía las emboscadas con suelta elegancia. Redoblé el acecho de los correos; no trajeron nada para Maerbale a Bomarzo; si se comunicaban lo harían a través de cómplices, en las vecinas aldeas.
Hasta que un día Silvio de Narni me manifestó que según Saracil, Sathiel y Jana, mi único hermano era el que deseaba mi muerte. Me propuso que lo suprimiéramos en seguida. Sería fácil, por dinero, conseguir la colaboración de Mateo y de Orso. Esa misma tarde, Maerbale me anunció que a la mañana siguiente, si yo no resolvía otra cosa, se iría a Venecia, a incorporarse a las huestes de Valerio Orsini de Monterotondo, camarada y primo de mi padre, que luchaba a las órdenes de la República Serenísima. Lo autoricé, vacilando. Por la noche, para infundir vigor a mi despecho, rumié los recuerdos dolorosos del tiempo en que, con Girolamo, me perseguía. Lo vi, torcido sobre mí, cuando el primogénito me martirizó y me horadó la oreja. Me vestí, desenvainé la daga, caminé hacia la habitación de Silvio, pero antes de llegar las fuerzas me abandonaron. No podía hacerlo. No podía matar a Maerbale.
Y Maerbale partió con Mateo, con Orso y con doscientos hombres a quienes había convocado para la empresa y que se desgarraban de Bomarzo radiantes de júbilo frente a la perspectiva de los saqueos. Alejóse de la roca la cabalgata, como en la época de mi padre, como en la época de mi abuelo, como siempre, desde que los Orsini éramos dueños de la heredad. La gente se agolpó para mirarlos. Los bendijo el capellán. Gritaban las mujeres su despedida, y la familia de Fulvio, el bastardo, lloró como si perdiera un pariente. Un ancho vuelo de palomas ondulaba sobre los estandartes. Todo, el castillo, los jardines, el bosque, la iglesia, el pueblo apretado alrededor de los bastiones con los cuales se confundía su costra herrumbrosa, resplandecía con distinta luz, dorado, porque los nuestros se iban a la guerra. ¿A la guerra? ¿No iría Maerbale a raptar a Julia, a robármela? ¿Y yo?, ¿qué hacía, qué maquinaba yo para defenderla? Yo, acodado en una balaustrada, junto a Messer Pandolfo, a Silvio, a Porzia, a Juan Bautista Martelli y a Bernardino Niccoloni, el intendente, oteaba el vasto azul, las marmóreas nubes, las colinas, las manchas verdes y grises, el alejarse de la columna de hormigas. Mi abuela se asomó a su ventana y agitó un velo.
Un ramalazo de bochorno me enrojeció la cara. Apreté los dientes hasta hacerlos crujir. Tuve el presentimiento de que estaba desperdiciando una ocasión crucial de mi vida. Llevé aparte a Silvio.
—Amigo —murmuré al oído del astrólogo—, he mudado de parecer. Hay que terminar con el traidor.
—Ya lo he previsto —me respondió el fabricante de brujerías, y me humilló comprobar que los demás adoptaban por su cuenta, temerariamente, las resoluciones que me incumbían y que postergaba mi flojo titubeo.
Los caballitos ponían distancia, al galope. El polvo palpitaba sobre ellos como un palio irisado. Maerbale, delicado insecto de plata, nos saludó, sacudiendo los élitros, las antenas multicolores. Atravesada en el lomo de un mulo, conducían su armadura, como un héroe muerto. El administrador me preguntó, creyendo adularme, justamente lo que no debía:
—¿Cuándo partirá Su Excelencia a la campaña? Por aquí se susurra que intervendrá en el asedio florentino, a favor de los Médicis.
El frío de mis ojos heló sus palabras. Ese hombre, ese imbécil, no me servía. Habría que echarlo a la primera oportunidad.
Juan Bautista Martelli estaba a mi lado, rozando el mío con su abandonado cuerpo. La transpiración le pegaba sobre la frente un mechón rubio. Lo oí jadear como si se sofocase y me estremeció el apremio de desahogarme en seguida de mi vejación, para no estallar, para no correr a la habitación de mi abuela, arrastrando el fardo de mi giba, con mis eternas lamentaciones, con el impúdico exhibir de mi incapacidad descorazonada. Lo tomé de un brazo.
—Vamos —le dije.
Y lo empujé hacia mi aposento, mientras que en los meandros del valle aparecían y desaparecían las banderas, serpenteando, como si jugaran, como si se mofaran.
La partida de Maerbale aflojó la tensión que apretaba a Bomarzo. Continué mi correspondencia con Julia, como si nada hubiera pasado, y hasta pensé conseguir, por una ficción de autoengaño, relegar la carta suya a Maerbale a la condición de las vagas pesadillas. Deseaba ardientemente engañarme, porque necesitaba dolorosamente que me amaran —mucho más que amar yo mismo— y por eso fui apartando la carta de mi memoria, desfigurándola, reduciéndola todavía más dentro de su corta estructura hasta obtener, si no que se evaporara, por lo menos que se convirtiera en algo informe, impreciso, cuya inocuidad procedía de que, al evitar recordarla, actuaba como si no hubiera existido. Pero había existido y me acechaba, y de repente, cuando descuidaba la defensa, creyendo haberla destruido, la carta saltaba ante mis ojos, flamígera, y su visión volvía a agitarme.
Buscando distracción de esas inquietudes, me dediqué a vigilar la administración de mis tierras. Revisé las cuentas de Messer Bernardino Niccoloni, tarea que repugnaba a mi prejuicio de que los príncipes debían abstenerse de faenas propias de comerciantes, y comprobé que el intendente me robaba. Presentábase, pues, la ocasión de despedirlo, pero mi incertidumbre fluctuante obró como otras veces, cuando se trataba de adoptar una medida radical, y me circunscribí a amonestarlo y a señalarle, con imperioso desprecio, que los ojos del amo estaban fijos en él. Messer Bernardino era astuto y sabía manejar los argumentos y las cifras; desde entonces procedió con más cuidado, ciñendo sus ambiciones.
Su mujer me obligó, inesperadamente, a acordar una resolución salomónica. Era una hembra seca, refunfuñadora, bastante sucia, que sólo entibiaba sus arideces con una pasión: la de los gatos desamparados. De noche, cuando los perros aullaban en la cárcel de los patios y las huertas y en la lontananza campesina, la grey gatuna invadía con sus felpas y sus esmeraldas la soledad de Bomarzo. A menudo los había visto yo, tardío paseante, ambular por las callejas, erizarse en los umbrales, decorar las tapias con sagradas esculturas de basalto como si transformaran la aldea en un pueblo oriental en el que nadie hubiera osado tocar a los animales divinos. Maullaban de hambre y de amor, y sus gritos herían el aire. Algunos vecinos, desvelados, abrían las puertas con estrépito para ahuyentarlos. Entonces —fui testigo de ello en varias ocasiones— dos súcubos murmurantes aparecían en los opuestos extremos de la calle empinada a cuyos lados se apretaba la población y sobre la cual se desplomaba, colosal, la sombra del castillo. La mujer de Messer Bernardino y la mujer de uno de los dos bufones de mi abuela cumplían sus ritos de protectoras de los gatos. La señora Niccoloni, alta y severa; la señora del bufón, gruesa y mimosa, rivalizaban en su afán por alimentar al ejército de felinos sin dueños. Con sendas canastas, la una descendía y ascendía la otra por la delgada calle, y los gatos, brincando fantásticamente, como poseídos, o enarcando los lomos y las colas, acudían a su encuentro como si flotaran en un río lunar. Por fin, al término de su respectivo avance, ambas samaritanas, escoltadas por sus correspondientes criaturas famélicas, vacíos ya los opulentos envases, topaban en el centro de la vía, y el concierto de maullidos era sustituido o ampliado por un torneo de palabras obscenas, con el cual las adversarias daban rienda suelta a los celos de su mecenazgo. Sé que la señora Niccoloni enloquecía a su marido para que obtuviera que mi abuela despachase al bufón a Roma, a fin de suprimir a su antagonista nocturna. Yo lo hubiera deseado también, aunque por distintas razones, pues me irritaba la presencia, en Bomarzo, de aquel enano anteojudo de pelo naranja, que si no tenía mi joroba, que le hubiera sido tan útil, actuaba como si la llevase. En toda gran casa italiana había bufones —no dos, como en la nuestra, sino muchos— y eso, que daba tono y era un índice de jerarquía, detuvo mi impulso de eliminarlos. Por lo demás temía que, al desterrarlos, la cosa se comentara en la corte papal, y que dijeran, haciendo una broma fácil, que en Bomarzo para bufón bastaba conmigo. Las quejas de los moradores, silenciadas primero por la circunstancia de que anduviera de por medio la esposa del intendente, crecieron y alcanzaron a mis oídos, con el reclamo de que, puesto que el administrador no se ocupaba de ello, siendo parte en el juicio, el propio duque pusiera coto al barullo. No me quedó más remedio que intervenir y escuchar a las litigantes. Fue algo grotesco, digno de Aristófanes. Mandé dibujar un plano de la calle disputada y en su centro mismo tracé, con pulso firme y tinta verde, la línea exacta que separaba las dos jurisdicciones nutricias. Después reinó la paz. Si los gatos cruzaban esa línea, las enemigas no debían llamarlos, so pena de perder sus monopolios. Los llamaban, claro está, con unas voces suavísimas, con ademanes cautelosos que imitaban, en su sigilo, los de los atigrados rebeldes. Alguna noche las espié desde una ventana, puesto de codos entre los gatos de mi abuela, príncipes blancos, Orsinis del gaterío, y las vi deslizarse con sus canastas, seguidas por sus adeptos. El pueblo declaró que el duque había dictaminado con perfecta equidad. Fue lo más sabio que logré en aquel tiempo, y si se compara con las simultáneas proezas que mi imaginación atribuía a Maerbale, se medirá la extensión de mi rabia. El duque de los gatos; eso era yo: el duque giboso de los gatos, con dos ministros, la mujer del intendente y la mujer del bufón.
Me entretuve de tanta mediocridad ordenando mis colecciones nacientes. Ayudado por Messer Pandolfo, que puntualizaba doquier la influencia de Virgilio, sin vacilar ante la evidencia anacrónica, y por Silvio de Narni, que interrumpía sus cálculos horoscópicos para adentrarse en las zonas de una arqueología improvisada, estudié la armadura que me había regalado mi abuela; los vasos, las urnas, el espejo, los peines y las figurillas de terracota halladas en las tumbas de Bomarzo; las medallas y los camafeos que en Roma había adquirido y que seguían enviándome los anticuarios excavadores. Era feliz entre esos objetos que me apartaban de la realidad. Mientras los alzaba y hacía girar entre los dedos, Porzia nos rondaba. Quizás, de ser cierta la presunción de que Silvio carecía de poderes mágicos, la muchacha se había enamorado de mi secretario sin ninguna intervención secreta, a pesar de su fealdad, y el espectáculo de aquel amor acentuaba mi melancolía, porque me mostraba que hasta él, sin gracia, sin dientes, era capaz de provocar el cariño de una mujer hermosa, en tanto que yo, que poseía cuanto me rodeaba, me movía entre las perplejidades de la inseguridad.
Con diversiones tan humildes ocupaba mis horas, como si nada más me interesase. Disfrazaba mi angustia tras la máscara de las preocupaciones económicas y artísticas, analizando impuestos y limpiando medallas, cuando en verdad no hacía más que aguardar dos cosas: las cartas de Julia y las noticias de Maerbale. Las primeras continuaron viniendo, espaciadas, incoloras; del segundo supe que guerreaba, junto a Valerio Orsini, en los muros de Florencia. En agosto, Baglioni fue dueño de la ciudad medicea, y la Señoría ordenó cesar el fuego; en diciembre murió Baglioni, el Judas, y se rompió su sueño de ser duque de esa misma Florencia que había traicionado; en cambio lo fue, como se preveía, Alejandro de Médicis, quien regresó al año siguiente al palacio de la vial Larga, y nadie dudó ya de la paternidad de Clemente VII. Pero Maerbale seguía vivo, probablemente tramando contra mí, y las promesas que semana a semana me reiteraba Silvio, me dejaban indiferente. Mi hermano volvió a Venecia, con Valerio Orsini. Contaban que se había enriquecido, que su traje relampagueaba de piedras preciosas.
Por oposición a esa imagen y para marcar una índole austera que no existía, adopté la costumbre de vestirme de campesino, como Petrarca en Vaucluse, y de cultivar un huerto. Un solo perro y dos criados me acompañaban, como al poeta. Así como él se vanagloriaba del ejemplar de Homero que desde Grecia le habían mandado, pensé reducir mi orgullo a los objetos de hierro verdoso que desenterraba en las tumbas etruscas y que me hablaban de un pasado bello y extraño. Reanudé con Messer Pandolfo la traducción del poema de Lucrecio sobre la naturaleza, poco conocido entonces. Planeaba partir para Roma, harto de debatirme con hembras locas y de arrancar ortigas, cuando nos enteramos, por un mensajero de Orso, de que Maerbale había sido malherido en la Serenísima, al cruzar un puente. Días después aparecieron en Bomarzo el propio Orso y Mateo, con tres primos más: Arrigo el condotiero: León, destinado a ser en breve el miembro más acaudalado de nuestra casa, y Guido de la Corbara, hijo de una hermana de mi padre. Venían probablemente a cobrar el precio de su perfidia, pues a ningún otro podía achacarse el atentado. Algo me insinuó en ese sentido Silvio de Narni, y le grité que saldara con ellos lo que fuese, pero que les comunicara que si se atrevían a mentarlo delante de mí los haría arrojar del castillo. De cualquier modo, Maerbale no había muerto. Yacía, retorciéndose de dolor, en la pompa de un palacio de Venecia. Valerio cuidaba de él y lo visitaba el Aretino.
Mis parientes reanudaron las prácticas del tiempo de Girolamo, atronando con su bulla nuestros salones. Los dejé desfogarse. Me solicitaron que los autorizara a hacer venir algunas amigas, y accedí. Quería emborracharme y olvidar, olvidarme de mí mismo. Cuando llegaron las mujeres, Porzia, Silvio y Juan Bautista se sumaron a las fiestas que se alargaban del crepúsculo al amanecer. Un día, el conde de la Corbara me anunció que me reservaba una sorpresa, y esa tarde Pantasilea entró en el patio del castillo, riendo, rodeada de esclavos y de bultos. Las salas resonaron con los ladridos de su can maltés, y los gatos blancos huyeron a esconderse. Traían sus pavos reales en grandes cestos. Dispuse que los mataran inmediatamente y le regalé, en trueque, un collar de perlas. Los ahorcados pavones colgaron de un árbol, en el jardín, como dos de aquellos mantos de vívido tornasol que los mercaderes venecianos compraban a las caravanas del Extremo Oriente. Pantasilea lloró, besó las perlas lunares, me abrazó y me rogó que expulsara de la memoria los episodios que oscurecían nuestra amistad. Nada me importaba ya, de modo que no tuve inconveniente en prometer cuanto exigía. Me entregué tristemente al desenfreno. En Recanati había descubierto que mi padre se parecía a mí y ahora descubría que yo, en ciertos aspectos, me parecía a mi padre. Era como si, misteriosamente, nos mudáramos el uno en el otro. Lo mismo que antaño el cardenal Orsini, mi abuela se asomaba a veces, apoyada en dos bastones, a espiar nuestras orgías. Detrás se empinaban las cabezas curiosas de sus damas de honor. Suspiraba.
—¿Qué piensas hacer, Vicino? —me preguntó una mañana en que la encontré en el jardín.
—No lo sé.
—¿Piensas quedarte aquí siempre? ¿Y Julia?
Poco después despedí a mis primos y a Pantasilea. Decidí que Silvio y Juan Bautista me acompañaran hasta Venecia, donde Lorenzo Lotto pintaría mi retrato. Me hubiera sido fácil obtener que el artista, que se desplazaba constantemente y que sufría por la escasez de dinero, descendiera hasta Bomarzo, pero preferí emprender el viaje y alejarme de un sitio que, queriéndolo yo tanto, obraba ahora sobre mí como si me enervara, como si me royera por dentro con dientes muy sutiles. Además, en Venecia sabría cómo actuar definitivamente frente a Maerbale. Luego tendría que ocuparme de mi boda. La imagen de Julia Farnese volvió a resplandecer como un incensario balanceado. Paz y que me amaran: he ahí lo que yo pedía. Era mucho pedir. Era pedir todo. ¿Qué daría a cambio? Podía cambiar una sarta de perlas por unos pavos reales muertos, cuyos cadáveres mandé transportar a leguas de Bomarzo, para que los quemaran donde no nos alcanzaría su siniestro influjo, pero por el amor de Julia y por la calma que anhelaba mi espíritu, nada tenía que dar. Levanté mis manos hermosas, en la soledad de mi cámara, y las vi vacías y transparentes, débiles, inútiles.
Viajamos hasta Ancona a caballo; allí nos embarcaríamos para seguir a Venecia. El otoño doraba, herrumbraba los caminos. Galopábamos en una nube de polvo y de follajes esparcidos, despojados, crujientes, como si el viento nos barriera hacia el Adriático, con las hojas mustias. A lo largo de la ruta, en las posadas, improvisadores que rimaban con cualquier motivo me sacaron unas monedas, cantando las glorias de los Orsini, al informarse de que ante ellos se encontraba el duque de Bomarzo. Como no conocían exactamente esas proezas y embarullaban los personajes históricos con los fantásticos, echaban mano de los héroes griegos y de los paladines de los viejos romances para suplir su ignorancia. Los osos familiares aparecían constantemente en sus cadencias, guerreando, abalanzándose, resoplando, destruyendo enemigos, inseparables de mis antecesores como los dioses del Olimpo de los jefes homéricos. Aquellas presencias reconfortantes no apaciguaron el malestar que me acompañó desde la partida y que fue en aumento a medida que avanzábamos. En Ancona sentí fiebre y el cuerpo se me empezó a vetear de manchas sospechosas. Pensé que me había llegado el turno de sufrir el mal que inspiró la Syphilidis de Fracastoro y que roía a Pier Luigi Farnese, como a tantos pasionales sin freno, y temblé al recordar su cara lívida cubierta de tumores y de emplastos. Quizás yo se lo debiera a Pantasilea o a alguna de las amigas de mis primos. Numerosos aprendices de Esculapio me ofrecieron entonces sus servicios que rechacé prudentemente. Me haría atender en Venecia: los remedios podían ser más agresivos que el estrago.
Los estudiantes invadían las tabernas. Llenaban las mesas sus morrales atiborrados de manuscritos, de frascos, de ungüentos. Andaban con ellos curanderos que pregonaban sus prodigios en los mercados, vendedores de elixires, sacamuelas y mendigos. Algunos escoltaban en sus peregrinaciones a maestros de misteriosa ilustración. Se ganaban el pan cantando, dibujando horóscopos, examinando las llagas de gentes y animales, ofreciendo filtros, conjurando a Satán, robando. Desvestían a las criadas y se mofaban de la gravedad de los comerciantes y de los burgueses. Representaban pantomimas, fingiendo ser princesas o ciegos o el dios Apolo. Sus risas y sus guitarras alegraban los figones. Les oí mentar a Paracelso, por primera vez, en Ancona.
Silvio y Juan Bautista me habían arropado en una silla, junto a la chimenea del hostal, pues prefería la baraúnda del comedero al sofoco de una habitación donde batallaban las pulgas. Diez o doce muchachones andrajosos disputaban alrededor de los jarros de vino. El día anterior había habido una riña en el puerto y a un hombre le cortaron una oreja, que un barbero pegó con argamasa. Como era presumible, la oreja volvió a caer, y los estudiantes discutían sobre la terapéutica con ademanes violentos, macarrónicos latines y palabrotas. De tanto en tanto se me acercaban, trayendo los sombreros grasientos en las manos y el fuego en los ojos, para solicitar mi opinión, como si por el hecho de ser quien era y de haber tenido por dómine a Valerianus pudiera resolver sus conflictos, pero yo los escuchaba amodorrado, en silencio. Además, no sabía ni jota de esos asuntos.
Por un lado se alborotaban los avicenistas, los que juzgaban que toda la ciencia procedía de los árabes; por el otro despotricaban los neogalenistas y los neohipocráticos. Había también quienes pensaban que fuera de Aristóteles no existía conocimiento alguno, y quienes le oponían los conceptos platónicos. Como su dominio de los temas era muy superficial, a cada instante se enredaban en contradicciones. Los aristotélicos se habían asomado fugazmente a la universidad de Padua, y los platónicos a la de Ferrara. Estos últimos debían ser en su mayoría alemanes (costaba comprenderlos), pues los vínculos de la casa de Este con el emperador facilitaban la permanencia de los teutones en su territorio. Los arabistas estaban pasados de moda, mientras que la corriente general impulsaba a mirar con desdén los adelantos posteriores a Galeno. Sólo unas pocas voces se levantaron en el bullicio contra aquel a quien sus admiradores apodaban Paradoxopeo, el hacedor de milagros. Los vocablos insólitos y las invectivas se confundían en mi mente. Huraño, quejoso, sorbía yo una poción que me había preparado Silvio. Súbitamente, el nombre de Paracelso saltó en el tumulto y se enardeció el debate.
—Un asno que no enseña en latín sino en un tudesco bárbaro no merece que se lo considere —decretó uno.
—Los asnos son quienes se le oponen —retrucó otro—. Él mismo llamó a los médicos asnos probados, borrachines, fulleros y cornutes.
—Varios médicos cornutes he tratado.
—Yo contribuí a que lo fueran.
—Y sin embargo se titula doctor. «Teofrasto, doctor en ambas Medicinas y en la Sagrada Escritura», y no es ni médico.
—Es médico.
—No lo es.
—Se designa a sí mismo Monarca de la Medicina y pone a cuantos la practican detrás de su majestad. Dice que los médicos restantes de la enorme Tierra quedarán olvidados en un rincón oculto, donde orinarán los perros.
—Ni Paracelso es médico ni lo es tampoco su padre, que en la posada de Einsiedeln lava las úlceras de los pies de los peregrinos que van al santuario de Nuestra Señora Negra.
—Es apenas cirujano. Un médico no coloca vendajes ni realiza operaciones. Eso queda para los barberos. Y él, como un barbero, hunde en la carne el cuchillo.
—Yo soy barbero y a mucha honra.
—Se titula médico químico, lo cual nada significa. Anda sucio, pintarrajeado de hollín, como si trabajara en una herrería. Y se emborracha con los cocheros, con las comadronas y con las putas.
—Como yo, y a mucha honra.
—Como nosotros.
—Pero desprecia a las mujeres. Parece que nunca tuvo trato con ellas.
—Es un eunuco lampiño. Y raquítico.
—Lo siento por Paracelso. Se pierde lo mejor, la sal de este pobre mundo.
—El muy imbécil desdeña la influencia de los astros, pero en Viena aprendió a determinar el destino por las constelaciones. Dice que los médicos se limitan a estudiar el horóscopo del enfermo y a determinar la hora propicia de la intervención, y que la tarea científica incumbe al barbero.
—Es un imbécil.
—Asegura que el curso de Saturno no alarga ni acorta la vida de un hombre, pero ni administra un purgante ni aplica una sangría cuando la luna no está en la posición adecuada.
—¿En qué quedamos?
—Aristóteles —gritó Silvio de Narni— declara que este mundo está ligado necesariamente a los movimientos del mundo superior. Todo poder, en nuestro mundo, se gobierna por esos movimientos.
Los aristotélicos rompieron a aplaudir.
—Paracelso no cree en los libros.
—¿En los libros?
—En Basilea quemó, hace cuatro años, los textos de Avicena y de Galeno.
—¡Hereje!
—Sostiene que los libros donde se alcanza la sabiduría son los cuerpos de los enfermos y que hay que centrar el estudio en el lecho del atacado. Y se opone a la disección. Proclama que los médicos no han tratado jamás la verdadera anatomía, que es la del cuerpo humano vivo, no la del muerto. «Si deseáis hacer anatomía de la salud y la enfermedad, necesitáis un cuerpo vivo». Es lo que dice.
—¡Carnicero!, ¡verdugo!
—Pero ha sanado a la madre del rey de Dinamarca.
—¡Mentira!
—Y a dieciocho príncipes… y a la abadesa de Zinzilla…
—¡Mentira!, ¡mentira! Mostró su impotencia ante el margrave de Baden.
—Ninguna universidad le basta. Lo han arrojado de todas.
—Yo lo conocí en la de Montpellier.
—Yo en la de Nuremberg.
—Yo en la Sorbona.
—Y jura que en las escuelas alemanas no se aprende tanto como en la feria de Francfort.
—Tiene razón.
—¡Cállate, idiota! No sabe nada de nada. Yo estaba en Nuremberg cuando se negó a aceptar un debate con los doctores.
—Yo estaba en Basilea cuando no se atrevió a enfrentar un coloquio público con Vandelinus Hock, que ya lo había derrotado en Estrasburgo.
—En cambio yo estaba en Nuremberg cuando curó de bubas a nueve enfermos del mal francés, en el hospital de leprosos. Una maravilla. Receta el mercurio en jugos y hierbas.
—Interesante.
—Imposible.
—Es un genio.
—Un ignorante. Un juntador de hierbas, que recorría los Alpes, con su padre, hablando con los pastores y buscando hinojo y tomillo, adormidera, menta y planta de San Juan.
—¿Habláis de sus remedios?… La grasa de víbora, el cuerno de unicornio, el polvo de momia, los cabellos de niños hervidos por un pelirrojo, los sapos, los puñados de estiércol, el musgo cultivado sobre un cráneo…
—¿Para qué emplea los cabellos de niño?
—Para los sabañones.
—Habrá que probarlo.
—¡Imbécil!
—Yo he utilizado el polvo de momia, preparado con aves rellenas de especias y luego pulverizadas. Es inmejorable.
—Mejor resulta descolgar un cadáver del cadalso y usar su momia.
—Estáis locos como él, que explica que el cuerpo humano, el limus terrae, se compone de sal, de sulfuro y de mercurio.
—¿Y el archeus?
—¿Qué archeus?
—El archeus de Paracelso es el principio vital que radica en el fondo de cada ser vivo. La quintaesencia. Un duende agazapado que rige las reacciones corpóreas.
—Me haces reír. Me río: ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! El archeus…
—Además… ¿quién lo entiende?… No cree en la fuerza de los demonios, pero ha encontrado uno, Afernoch, que causa la melancolía.
—No creer en los demonios es cosa de heréticos.
—Pero antes de observar a un enfermo averigua si ha sido hechizado, y si extrae de su cuerpo pelos, uñas, agujas, cerdas o trozos de vidrio, declara que han sido introducidos en él por un brujo.
—En esos casos hay que colocar en un roble uno de los objetos expelidos o arrancados, del lado del Levante, para que obre como un imán, atrayendo la influencia maligna.
—Es el método de Paracelso.
—Es mi método.
—Lo comparten.
—Y ha encerrado un demonio en la empuñadura de la espada.
—¡La he visto!, ¡la he visto! Una gigantesca espada, regalo de un verdugo alemán. La arrastra mientras camina.
—No. La trajo de Grecia. En esa empuñadura guarda la receta del laudanum que le dio un mago en Constantinopla. La protege el demonio Azoth.
—¡Mentiras!
—¿Cómo no ha de creer en demonios, comenzando por Afernoch y Azoth, si se jacta de su amistad con el abad Trithemius, el que evocó al fantasma de la emperatriz muerta, a pedido del emperador Maximiliano, cuando el espectro le aconsejó que se casara con Blanca Sforza?
—Sin embargo Paracelso no cree en fantasmas. Para él no son ni alma ni cuerpo, sino cierta reflexión que llama evestrum. Y, como sombras ineficaces, nada pueden.
—Con eso basta para mandarlo arder en una plaza. La Santa Biblia desborda de fantasmas. No lo salvará ni el Diablo.
—Según él, el Diablo es incapaz de efectuar transmutaciones si la naturaleza no lo permite.
—Tiene razón.
—Arderás con él.
—Tiene razón. El Diablo logra prodigios con el poder de las artes naturales.
—¡Herejía! Paracelso es un hereje luterano. Tú también.
—¡Es católico!
—Yo estaba en Salzburgo cuando lo echaron porque predicaba en las tabernas ideas anticristianas.
—Eres un miserable. Paracelso es tan católico como el papa.
—Mucho más.
—Lo curioso es que cree en los íncubos y en los súcubos.
—¿Quién no cree en ellos?
—En su opinión, nacen de las malgastadas semillas de Onán.
—Y el Diablo…
—El que ve realmente al Diablo, dice Maquiavelo, no lo ve con tantos cuernos ni tan negro.
—Eso es del Canto de los Ermitaños.
Repentinamente, los disputantes se tornaron muy jóvenes, casi adolescentes, templada la furia, y se pusieron a cantar a coro, desentonando:
—Somos monjes y ermitaños y habitamos las cumbres de los Apeninos…
Chocaron las jarras rebosantes. Yo, entre tanto, miraba mis manos oscurecidas, en la contraluz de las llamas. Pronto comenzarían a formarse los anuncios de las pústulas.
—¿Dónde está Paracelso? —pregunté.
—Se ignora, señor duque. Está en todas partes, como Dios.
—Como el Diablo.
—Está en Venecia.
Pensé en la teoría de Paracelso sobre la creación de los demonios de la lujuria, que nacen de quienes cometen el pecado antinatural y del semen perdido, transportado por los espíritus que vagan en la noche. ¡Cuántas veces, caldeado por las ansias lúbricas, había sucumbido yo a la tentación del actus imaginativo que engendra demonios! Me estremecí en el calor de las mantas.
—Págales para que beban —ordené a Juan Bautista, y el vino corrió sobre las mesas, entre la algarabía.
—¡A la salud del duque de Bomarzo! —exclamaban levantando los vasos sonoros.
—¡A la salud de Aureolo Felipe Teofrasto Bombast von Hohenheim, de Paracelso!
—¡No, no! ¡Teofrasto es Cacofrasto! ¡A la salud de Aulo Celso, el Cicerón de la Medicina, el Hipócrates Latino! ¡Celso vale más que Paracelso!
—¡Disparate!
—¡Ignorantes, imbéciles, ciegos, asnos probados, cornutes! ¡Viva Paracelso, rey de la Medicina!
La borrachera los dominaba y desnudaron los estoques.
—Vámonos de aquí. No es éste un lugar para Su Excelencia —me propuso Silvio, y entre él y Martelli, lentamente, me trasladaron escaleras arriba.
En el comedero retumbaban los ayes, los juramentos, el estrépito de los escaños arrojados como proyectiles, el golpe de los cuchillos y de los puños. Nos embarcamos al amanecer. Me dolían la cabeza, la boca, la cintura, las piernas, los brazos. Ya no me interesaban ni Maerbale, ni Lorenzo Lotto, ni siquiera Julia Farnese, sino Paracelso. Quizás él consiguiera sanarme, limpiarme de la impureza que me devoraba hora tras hora.
Durante la navegación, Silvio me confió que hacía meses que estaba en correspondencia con Pier Luigi, quien le había encargado la confección de su horóscopo.
Como siempre que algo concerniente a una persona de mi intimidad se hacía a mis espaldas, sin consultarme, sentí que me defraudaban, que me robaban, pero no me alcanzó el vigor para enfadarme y me limité a suspirar y a menear la cabeza.
—Farnese nació bajo el signo del Escorpión, el 19 de noviembre de 1503 —dijo Silvio.
—En noviembre, cuando se agravan los delirios del otoño… bajo el Escorpión que huye de la luz, que busca el refugio de las cuevas, que sale de noche, con el veneno de su dardo… sí, Pier Luigi nació cuando debía…
—¿No lo quieres, duque?
—Hablo de los escorpiones, formidolosus, símbolos de la perfidia hipócrita. No en vano Artemisa eligió a una de esas fieras para que hiriera a Orión, el día que intentó violarla.
—Ahora Orión anda por el cielo. Y el Escorpión también. Todo se aplaca y reconcilia en la altura.
Miramos hacia los astros que se encendían encima del velamen.
—De acuerdo con la conjunción de Saturno y de Júpiter, Pier Luigi Farnese morirá a los setenta años y su fin será plácido —añadió el astrólogo.
—Cuéntaselo, pues le agradará la noticia. Yo no lo creo.
Silvio se mordió los labios.
—Así lo haré, Excelencia.
—En la Serenísima, buscarás a Messer Paracelso.
—¿Le tienes fe, después de lo que te han referido?
—Lo buscarás.
—Así lo haré, Excelencia.
Me eché a dormitar sobre unos fardos. Tiritaba, de fiebre. La brisa me rozaba el rostro, fría como el aliento de las Parcas. ¿Cuál sería el Escorpión, entre tantas lámparas suspendidas? ¿Se deslizaría con sus pinzas, en la terrible lobreguez sideral, negro y rutilante, enarcada la agresiva cola, fijos los ojos crueles, apagando los astros con su sombra inmensa, para perseguir todavía al muchacho atlético, culpable de desear a Diana? ¿Ni siquiera allí, en el infinito concierto pitagórico donde las músicas exactas se responden, ni siquiera allí se descansaría de la triste, terrena pasión?
—Buscarás a Paracelso.
Junté las manos calientes. Me espantó la idea de que mi horóscopo sobrenatural no se cumpliese y de que todo pudiera terminar en la mediocridad, en la nada, sin que Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, hubiera hecho, para que se consignara en los libros de su estirpe, más que tolerar que su hermano mayor muriera, romper un poliedro de mágicos cristales y dictar justicia en el pleito de dos mujeres locas que reñían entre maullidos. O me espantaba que la enfermedad me devorara el rostro como a César Borgia, y que como él debiera cubrirme con un antifaz, porque si me privaban de mi rostro, lo mejor que tenía, roído por las úlceras, y de él no quedaban más que mis ojos, ardiendo en las tajaduras de una máscara, la giba, invadiéndome, concluiría por apoderarse totalmente de mí.
—¿Piensas que Paracelso te curará?
—Pienso que me salvará.
Hundí en la hinchazón de los fardos el fardo de mi joroba. Encima del velamen oscilaban las estrellas, persiguiéndose.