XI
MI LEPANTO
Segismundo no me acompañó en aquella empresa, como en la de Francia. Quedó en Bomarzo, con mi mujer y con la suya, seguramente atenaceado por el remordimiento de no enfrentar al destino a mi lado. Pantasilea opuso a su partida el peso de su tenacidad, pues habiendo logrado un marido tan noble, tardía e impensadamente, no se decidía a arriesgarlo en el juego macabro y espléndido. Además, los achaques de Segismundo lo transformaban más en un estorbo que en un auxilio. Lejanos placeres, úlceras y reumatismos, exigían el pago de sus cuentas antiguas, y lo obligaban, de tanto en tanto, a permanecer en el lecho, a acurrucarse junto al fuego, como un anciano, renovando emplastos y bebiendo tisanas. Tampoco era yo un modelo de garbo y de fiereza, pero precisamente los atractivos que podían tentar a Segismundo a no salir de nuestras tierras —la quietud del hogar, los mimos sabios, las almohadas, las suaves comidas, los recuerdos, el sentirse más señor en mi ausencia, consultado y halagado, algún libro… pues Segismundo descubrió la lectura en la melancolía crepuscular de su existencia, cuando los avariciosos lectores veteranos, ahítos, solíamos posponerla o abandonarla— se convertían para mí en razones que me movían a huir de aquel marasmo, donde la obsesión de Cleria Clementini y de memorias siniestras se conjugaban para indicarme que mi salud se hallaba fuera de Bomarzo. Y además estaba de por medio el asunto de la inmortalidad, de la gloria, de la deuda contraída con mi nombre. Y estaba la perspectiva de encontrarme con Horacio, de conquistar su voluntad definitivamente, pues, a esa altura de mi vida, cuando avanzaba palpando las sombras entre angustias, oprobios y resquemores, harto del saldo mezquino que perduraba alrededor, luego de tanta muerte injusta, Horacio constituía para mí la única, la última luz del desolado paisaje.
Cleria no intentó retenerme. Carecía para ello de influencia y de argumentos, y probablemente le gustaba la idea de que su marido, cuya proximidad la incomodaba, se sumara a los próceres que en esos momentos mismos aprestaban sus armas y sus almas para la gran acción. Me despedí de ella gravemente, en una ceremonia en la cual, delante de mis vasallos reunidos, besé su mano húmeda de la que colgaba siempre, apresado entre el índice y el pulgar, un largo pañuelo flotante. Y me fui, seguido por seis arcabuceros, cuatro pajes y Antonello, que llevaba con ufanía, suspendida en el arzón, su espada virgen. Soplaba en torno el aliento del ancho estío. Abarqué con los ojos a los monstruos recalentados, y tomamos el rumbo del mar. Pálidas hogueras humeaban en el amanecer.
Marcantonio Colonna, duque de Pagliano, me acogió cordialmente en Civitavecchia pero mi ánimo quisquilloso me insinuó que no se ocupaba de mí como debía. Suspendió tres veces la conversación, que giraba, vagamente, sobre el estado de Cecilia y sobre las obras de Bomarzo que no alcanzaba a comprender y que imaginaba como una horrible feria, con gigantes y cabezudos, para atender a oficiales que entraban llevando despachos y para ladrar sus órdenes insolentes. Tenía veinte años menos que yo y se destacaba por su experiencia bélica. Sin embargo se murmuraba que ignoraba cuanto se refería al arte de la lucha en el mar, pues no en vano pertenecía a un linaje que, siendo tan rico en capitanes ilustres, no había dado a Roma ni un solo almirante. A nosotros nos execraba, aunque era casado con una Orsini, hermana del duque de Bracciano: por lo menos a mí, perpetuamente desconfiado, se me antojó, no bien lo vi, que nos aborrecía, y eso que la recepción, repito, fue cordial. Continuaban en pie testimonios bastante recientes que proclamaban su encono. Durante la campaña de Pablo IV, en la que intervinieron Horacio y Nicolás Orsini en favor del pontífice, Marcantonio había combatido contra el papa, sirviendo al duque de Alba, y luego había asumido la responsabilidad de la conducción de la guerra y había hecho prisionero a Julio Orsini, una de las figuras descollantes de nuestra estirpe, y lo había tratado muy mal. Pablo IV lo había excomulgado ya en aquella época, lo mismo que a su padre, el patriarca Ascanio Colonna, despojándolo de sus feudos, y ahora otro papa, un santo, Pío V, lo nombraba general de la Iglesia y le entregaba el estandarte de la Liga. Así es de contradictorio el mundo. ¡Bah!… podía pensar de nosotros lo que quisiera. No me importaba un ardite. Se lo devolvíamos con creces. Lo cierto es que en el momento de mi arribo lo agobiaba una inmensa responsabilidad. Civitavecchia hervía de gente. Y me ofreció un lugar, con los míos, en su galera, la Capitana, que tenía por jefe (como es natural) a otro Colonna, su primo y lugarteniente Pompeyo, que había andado a su vera en las porfías herejes de la citada campaña de Roma y antes había asesinado, por lucro, a su suegra, una Colonna más. Horacio y mi sobrino habían sido trasladados a esa nave. Encontré a bordo a amigos y enemigos viejos: a Pier Francesco Colonna (sobraban los Colonna), defensor de Malta; al duque de Mondragone, yerno de Marcantonio (era un Caraffa, y Pablo IV había desposeído a Marcantonio en beneficio de los Caraffa, sus parientes, porque todo se guisaba entonces en familia); a Miguel Bonelli, hermano del cardenal y sobrino del Santo Padre; al valiente Pirro Malvezzi, a Pompeyo Gentile, a Lelio dei Massimi, a algunos caballeros de Malta, a Camilo Malaspina… pero ninguna sorpresa fue equiparable a la alegría de estrechar en mis brazos a Horacio y a Nicolás.
Tostados, curtidos, no había en la flota mejores capitanes. Resplandecían. Sobre todo Horacio. Quiso devolverme la espada de Carlos Quinto, pero la rechacé. Él la blandiría con más eficacia que yo. A guardarla, pues, rutilante como una joya, y a desenvainarla para espanto del turco y nombradía de los editus Ursae. Se asombraban de tenerme entre ellos, de que arrostrase los riesgos de la expedición. ¿No conservaba huellas de las zarpas de Djem?, ¿no hubiera sido más adecuado que permaneciera en Bomarzo, dedicado a mí mismo, a mi gabinete de artista, a mi parque, a mis fantasías de piedra, a gozar de la solicitud de mi nueva esposa? Cuando los oí formular esa postrera pregunta, me eché a reír y me esforcé porque mi risa fuera ronca, áspera, militar. Vamos… vamos… Cleria Clementini… Entre nosotros, unidos por la sangre y por la camaradería, no podía haber secretos. Cleria no representaba absolutamente nada, no existía. Sólo existíamos nosotros, los Orsini. Y los palmeaba, mientras los muchachos intercambiaban, sin duda, miradas de divertido sobresalto.
Para acentuar la complicidad que ansiaba establecer entre los jóvenes héroes y el giboso caduco que hacía las veces de improvisado recluta, les pedí que me ayudasen a esconder a Antonello. Pío V había prohibido solemnemente dos cosas a Marcantonio Colonna y a Honorato Caetani, general de su infantería en el ejército de la Liga: que embarcaran en la flota mozalbetes sin barba, y que toleraran blasfemias. Y Antonello, mi negrillo, no tenía ni un solo pelo en el mentón. Accedieron, gozosos. Era tan pequeño que cabía en cualquier parte. Lo metimos dentro de un cesto y lo ocultamos en el estrecho cuartujo que con ellos compartía. De noche, al amparo de la oscuridad, mientras seguimos fondeados en Civitavecchia, descendía a tierra por una escala de cuerdas, brincando como un mono. Y juntos vivimos, los cuatro, unos días que brillan en mi memoria entre los más hermosos de mi existencia, mientras esperábamos la orden de levar anclas.
Pronto se sumó a nosotros un quinto personaje, recién venido de Roma, Samuel Luna, el judío de Pesaro que le correspondió en la distribución a Horacio, cuando la escuadra de Malta, a la que pertenecía circunstancialmente mi heredero, se apoderó de la nave en la que numerosos emigrados sefardíes escapaban hacia Palestina, a radicarse en Tiberíades, atraídos por la propaganda de José Nasí, soidisant duque de Naxos, favorito del sultán. Recordé que Horacio me había hablado de su condición de escultor, y hasta me había propuesto que le encargara el labrado de la roca que continuaba intacta detrás de la figura del elefante Annone. Era un hombre de las características de Jacopo del Duca, recio, musculoso, circunspecto, que frisaba los cuarenta años y se expresaba con lentitud. Me referí delante de él a la posibilidad de que realizara esa obra, y se iluminaron sus ojos grises, sombreados por las cejas espesísimas, pero en seguida recuperó la expresión taciturna que únicamente cedía en los momentos en que Samuel se hallaba frente a algo —un edificio, un objeto— que conmovía sus fibras sensibles, muy ocultas, que vibraban ante el espectáculo de la belleza.
Integrábamos un grupo curioso —el duque corcovado; los dos caballeros de Santo Stefano, ágiles, con sus grandes cruces rojas sobre el pecho; el morenito menudo, que enseñaba los dientes y agitaba al danzar las cuentas de su turbante; y el esclavo judío, robusto y silencioso, que cerraba la marcha con el aparato imponente de las dagas cruzadas en el abdomen— y la gente se volvía a mirarnos, no bien nos internábamos por las callejas del puerto de Trajano en pos de las tabernas y de las casas de las prostitutas. Mi papel era, aunque parecía el centro de la compañía, meramente secundario. Me sentaba a beber, servido por Samuel y por Antonello, a quienes los bodegoneros presentaban los jarros con especial deferencia y, mientras los dos caballeros —que no habían formulado, por cierto, el voto de castidad, pues la orden fundada por el gran duque de Toscana se ocupaba estrictamente de perseguir piratas, liberar cristianos y difundir la fe católica— apretaban contra sus rojas cruces los senos blancos de las meretrices de los muelles, me inundaba la dicha de no estar solo, de haber establecido una verdadera intimidad con ambos muchachos. Únicamente muy tarde, cuando la embriaguez derribaba mis defensas y me devolvía, inerme, al mundo de mis culpas, sentía confusamente que aun en esas horas privilegiadas la carga de la ansiedad gravitaba sobre mi espalda contrahecha. Entonces, palabras aisladas, sibilinas para los Orsini, temblaban en mis labios. La reminiscencia de Julia Farnese traicionada, cuyo fruto probable tenía ante mis ojos, en la forma de ese hijo querido que no me atrevía a considerar como tal, y la muerte de Maerbale, cuyo vástago oprimía con afecto mi mano entre las suyas, alternaban con la evocación de Zanobbi Sartorio, que acudía también, imposible de reprimir, a la cita de mis remembranzas atormentadas. Zanobbi había sido tan hermoso, tan hermoso como Abul, y artista y extraño. Me había emocionado, encantado alguna vez, y yo se lo pagué sepultándolo vivo. Al verme así, decrépito, balbuciente, medio ebrio, Horacio y Nicolás apartaban a las mujeres y retornábamos al barco. Samuel me cargaba en brazos, como si fuese un niño, para ascender la escalerilla, seguidos por Pompeyo Malaspina, Lelio de Massimi o el duque de Mondragone, que regresaban simultáneamente, oliendo a vino y vanagloriándose de violaciones presuntas, y por Antonello que se disimulaba como un gato entre las capas de los caballeros de la cruz.
El 21 de junio zarpamos de Civitavecchia. Antes se pasó revista. Imponentes damas, mi prima, la mujer de Marcantonio Colonna, y Ana Borromeo, acudieron a despedirnos. Los soldados papales habían sido enganchados en todas las ciudades de Italia y trajeron sus propias armas, sus arcabuces, sus alabardas, sus morriones, lo cual contribuyó a la heterogeneidad del pasaje. Hacía bastante frío en el mar. No poseía yo, como en Metz, una armadura soberbia. Segismundo me había compuesto una, con el herrero de Bomarzo, ajustando y repuliendo piezas antiguas. Sobre ella eché un manto descomunal, agobiante, de pieles de oso. El viejo oso de los Orsini iba también en la escuadra, a pelear contra el turco. Si se entreabría su pelambrera que la fresca brisa despeinaba, se distinguía, en el pecho, su carne de acero bruñido. Marcantonio me dijo, al día siguiente, en momentos en que nos aprontábamos a ancorar en Gaeta, que me cuidase, porque el aire del Tirreno era capaz de implacables perfidias. Añadió, poniéndome una mano en el hombro, que estaba al tanto de que llevaba conmigo un niño negro, un pajecito de Mugnano, y que a pesar de la interdicción del Santo Padre me autorizaba a conservarlo, teniendo en cuenta mi edad, mis achaques y la buena voluntad que evidenciaba en pro de la causa de Cristo. Todo ello me enfadó sobremanera, y me sacudí como un oso para eludir su presión protectora. El 24 entrábamos en el puerto de Nápoles, donde estuvimos casi un mes. Las operaciones se efectuaban en aquella época con increíble morosidad. Yo bullía por salir al combate, y Horacio y Nicolás reían de mi impaciencia. El cardenal Granvela, virrey de Nápoles, nos invitó a comer en varias ocasiones. Era de origen francés, de Ornans, algo menor que yo, nieto de un forjador o de un cerrajero, sumamente galante, y había sucedido en el cargo, hacía dos meses, al duque de Alcalá. Su galantería no lo privaba de haber mandado, en esos días, unas mujeres al cadalso, por heréticas. En Messina nos encontramos con la flota veneciana de Sebastián Veniero, y nos dedicamos a esperar a los españoles que venían de Barcelona, con Don Diego de Austria.
Las novedades que tenían para nosotros los de Venecia no podían ser peores. Chipre ardía por los cuatro costados. Famagusta seguía resistiendo, y las mujeres, desde las murallas, arrojaban pequeñas bolsas rellenas de pólvora contra los fuegos turcos. Las fuerzas del sultán habían saqueado, a un paso de la tierra firme de Grecia, la isla de Zante, y luego se habían dirigido a la de Cefalonia, con el propósito de tornar inexpugnable al golfo de Patrás. Pero ahí estaban, en Messina, para reconfortarnos, los bajeles de la Serenísima República: cincuenta y siete galeras y once galeazas. Faltaban todavía once galeras, que a las órdenes de Canale y Quirini se aprontaban a abandonar a Candia para incorporarse al pabellón de Veniero.
La hija de Marcantonio, Dona Giovanna, esposa del duque de Mondragone, murió por esos días, y el general dispuso que su casa militar y sus guardias vistieran de luto, y que sobre la pintura roja de sus naves extendieran una capa de color negro, fúnebre. Fue, con breve distancia, el segundo mal presagio que nos aquejó, pues poco antes había fallecido el marqués de Pescara, virrey de Sicilia. Había sido un notable espadachín, inventor de estocadas famosas. En casa de su padre, el marqués de Guasto, lo vi una tarde poner de rodillas a cinco contrincantes.
Los españoles tardaron un mes más en llegar. Se reunieron con nosotros el 23 de agosto de ese glorioso, fatigoso año de 1571. No he olvidado las fechas. En Génova, Juan Andrea Doria, almirante de Felipe II, que desde la edad más tierna había participado en todas las campañas del gran Andrea, su ilustre tío, ofreció un baile de disfraz en honor de Don Juan. Don Juan tenía veintitrés años. Su belleza irradiaba, como la de los arcángeles. Danzó admirablemente, en la diestra, en vez del bastón de mando, la máscara inútil. Los ecos de ese baile lo precedieron hasta Messina, con los de la recepción napolitana, durante la cual el cardenal Granvela le confió el estandarte bendecido por Pío V, mientras murmuraban los hidalgos lugareños porque los duques de Urbino y de Parma, muy jóvenes ambos también, acompañaban al bastardo de Carlos Quinto en las ceremonias, cuando en realidad dicha honra correspondía a los barones del reino. Aburridos en el puerto siciliano, esas noticias suntuosas estremecían de nostalgias a la mocedad romana. Horacio y Nicolás, en un burdel, locamente, bailaron con las meretrices una pavana y un pie de gibao, arqueándose, esponjándose, con tal donosura que Don Juan de Austria no lo hubiera hecho mejor. Antonello los remedaba gravemente.
El arribo de los españoles inundó a Messina de príncipes. El de Parma, Alejandro Farnese, vino a visitarme, por el parentesco. Lo recibí con mi primo, el duque de Bracciano. Me habló de Don Juan como si fuera un dios, un Apolo, un Marte. Todos hablaban así de él, el marqués Cibo, el conde de Santa Fiora, el de Procena, su hermano, que unían las sangres de Sforza y de Farnese. Rodeado de tantos deudos, mayor que ninguno, viví momentos de singular prestigio. La edad comporta también ventajas. Me entusiasmaron esos aristócratas italianos, tan vehementes, tan puntillosos, empenachados como gallos de riña, como me entusiasmaron los de Iberia, el bizarro, legendario Don Álvaro de Bazán, Don Juan de Cardona, Don Luis de Requesens, gran comendador de Castilla; como me habían entusiasmado, en Metz, el duque de Guisa, el de Aumale, el de Enghien, el príncipe de la Roche-sur-Yon. Pero a los demás (esto no lo revelé a nadie) preferí los españoles, vestidos de negro, entintados de la cabeza a los pies, sin más luz en el traje que una cadena de oro y una breve golilla, parcos, sombríos, llameantes las miradas; de suerte que se dijera que se quemaban por dentro, contrastando con el lujo multicolor de italianos y franceses, como aguiluchos en una faisanería. Y por encima del resto me maravilló Don Juan, cuando acudí a rendirle pleitesía a bordo. Por algo se llama bastarda, en las galeras, la vela mayúscula, la que más viento recoge. El hijo del amor —y Dios sabe si detesté a los bastardos, en una época, empero, en que los vástagos de los papas fundaban líneas dinásticas—, el hijo espurio de Carlos Quinto iluminaba las naves y los salones, con su presencia, como una antorcha.
Reanudé durante mi estada en Messina, mi relación con el expoliado duque de Naxos, Giacomo IV Crispi, gentilhombre inteligente y superficial, infatigablemente mundano, cuya mínima corte había igualado en libertinaje, como la de su padre, los episodios que narran los antiguos historiadores de Roma. Fue, en ese sentido, un tradicionalista. Sólo dos años gobernó (sin gobernar) a su ducado, bajo el dominio turco. Luego, despojado de él, se lo vio en las antecámaras de Pío IV, contando diez y cien veces a los cardenales su fuga de Constantinopla, adonde había ido con la mira de sobornar a los funcionarios de la Sublime Puerta. Con él escapó su hermana, la señora de la isla de Andros, casada con Gian Francesco Sommaripa, a las posesiones venecianas del sur de Grecia, y de ahí, por Ragusa, a la capital de la Cristiandad. El papa lo agasajó rumbosamente y le fijó una pensión; también la Señoría de Venecia. Hasta acaudilló un grupo de partidarios y se trasladó a la isla de Tinos, para tratar de recuperar el perdido bien, pero el sultán se pronunció rotundamente en favor del judío Nasí… y ahora el duque marchaba, bajo las enseñas pontificales, a vengarse del turco. Tantas desgracias no habían corroído su humor. Era sumamente ingenioso. Cuando platicaba sobre sus propiedades perdidas, sobre su castillo de la acrópolis, sobre su amado archipiélago que se estiraba al sol, en la espuma del Egeo transparente, como un conjunto de sirenas perezosas, Giacomo se volvía súbitamente medieval. Hasta su rostro asumía una expresión de otro tiempo, una patricia rigidez, como pintado en una tabla arcaica, y quienes lo escuchábamos teníamos la impresión de que a sus ojos se asomaban, como a velados balcones, con relámpagos de espadas, sus antepasados heroicos. Pero en seguida, juzgando sin duda poco elegante su actitud, en desacuerdo con su delicada ironía, y temiendo que lo tomáramos por un provinciano cargoso —algo así habían insinuado los cardenales—, soltaba una insólita burla, recitaba un epigrama del Aretino, se mofaba de los empleados otomanos y del propio sultán, abundaba en detalles alarmantes sobre los eunucos del serrallo, rompía a reír y nos proponía que saliéramos a aventar de la memoria, entre cómodas mujeres obedientes, las desventuras de Milo, de Thira, de Syros, de Ios, de Anafi y de su duque vagabundo que conservaba como amuleto, en un precioso joyel suspendido sobre el pecho, un trocito de mármol de su isla de Paros, con el cual jugueteaba sin cesar. Se advertía, sin embargo, cuánto le dolía la ruina de sus rocas celebérrimas que pertenecían a los Crispi de Verona desde el siglo XIV, y en nuestra guerra se condujo, al frente de quinientos hombres, con un denuedo inesperadamente ejemplar para alguien de tan frívola apariencia. No obstante nunca recobró a Naxos.
Una noche, regresaba yo al puerto, con Giacomo Crispi y Antonello. Las naves fondeadas componían un espectáculo mágico, balanceándose suavemente, con las farolas encendidas en sus mástiles. Desaparecía el mar, bajo el entrecruzamiento de mascarones, de palos, de cordajes, de velas, bajo el parpadeo de los fuegos que se confundían con la temblorosa luminaria estelar, de modo que era imposible medir dónde empezaba y dónde terminaba el firmamento nocturno. Había allí trescientos bajeles, todos encendidos, todos vibrantes, como aves inmensas, del papa, de España, de Venecia, de Nápoles, de Saboya, de Génova, de Sicilia, de Malta… Casi ochenta mil soldados se agolpaban en la dársena, en las tabernas y en los figones, en los lupanares y en las calles que resonaban con el estrépito. Se topaba con ellos doquier. Y no disimulaban su inquietud. Reñían por cualquier futesa, pese a las severas prohibiciones, a los duros castigos.
Más o menos donde se encuentra hoy la estatua de Don Juan de Austria, frente a la iglesia normanda de la Annunziata del Catalani, caímos sobre una pandilla de genoveses beodos, enzarzados en una disputa incoherente con varios sicilianos. El duque de Naxos quiso intervenir y separarlos. Nunca lo hiciera. Los contendientes, frenéticos por efecto del vino, no reconocieron nuestra calidad. Ni tiempo nos dejaron de declarar quiénes éramos. Se nos arrojaron encima, repentinamente solidarios y desentendidos de la querella inicial, y, antes de que desenvaináramos, de una estocada tendieron a Crispi y a mí me alcanzaron con un garrote en el hombro, en el sitio mismo que el leopardo desgarró con sus zarpas agudas. Reabrióse la herida y me desvanecí, mientras Antonello chillaba como condenado, y los miserables, tambaleantes, abandonaban el campo de su fechoría.
Cuando recuperé el sentido, me hallé en mi cámara, entre el de Naxos, ya repuesto pues lo suyo había sido leve, gracias a la protección de la cota, los dos Orsini, Antonello, que seguía gimoteando, y Samuel Luna, que vigilaba la puerta, firme y sólido, para impedir el acceso de los intrusos. Me moví un poco y fue como si me hubieran hundido una daga en el hombro izquierdo. Lancé un grito.
—Sosiégate, amigo mío —dijo por lo bajo Giacomo Crispi—. Esto pasará. Con tanto infortunio, hemos tenido suerte. Se la debemos a este caballero.
De la penumbra del habitáculo emergió la fina cara aguileña de un joven, cuyo nombre pronunció el duque sin que yo lo captara, en mi turbación sufriente, pues vino embarullado dentro de un aluvión de palabras que describían la intromisión oportuna del extranjero y la forma en que, atraído por las voces de Antonello y del propio Crispi, que ya había vuelto en sí, me había recogido y me había llevado en brazos hasta la nave. Era un español, paje del cardenal Julio Aquaviva. Me esforcé por expresarle mi reconocimiento, pero no lo toleró el muchacho, que con tono vivaz respondió a las preguntas formuladas por quienes me rodeaban. Lo oí confusamente, tanto me entorpecía el largo desmayo. Hablaba de cómo había trabado relación con el cardenal en Madrid, en ocasión de la embajada que presidió ante Felipe II, para significarle el pesar de Pío V por la muerte de su hijo Don Carlos, y de cómo lo había acompañado luego a Roma, en su séquito. El cardenal —yo lo conocí en casa de su padre, el duque de Atri, y conversé con él después en la de mi suegro Farnese— se destacaba por su cultura, y el paje (nos lo confesó sonriendo) también había hecho ensayos poéticos y hasta compuso una elegía con motivo del fallecimiento de Doña Isabel de Valois, tercera esposa del rey. Luego, solicitado por el oficio de las armas, más acorde con su ánimo que el ajetreo de palacio, se incorporó a la compañía del capitán Diego de Urbina, de guarnición en Italia y separada de su tercio que presto se le reunió. Viajaba con él a bordo de la Marquesa.
La presencia de mi desconocido salvador me infundió nuevo brío. Emanaba de sus ojos, de sus ademanes, de su personalidad, un poderoso influjo. La mención de sus inclinaciones líricas me impulsó a manifestarle, sin desprenderme de mi aire condescendiente, que yo era asimismo poeta, y mandé a Antonello que buscara el ejemplar de Ariosto del cual no me separaba nunca. Lo entregué al paje de Aquaviva y le pedí que lo conservara, en recuerdo de mi gratitud. Él lo tomó con respeto y algo dijo de cuánto admiraba al Furioso.
—Permita Vuestra Excelencia —expresó— que a mi vez le deje el libro de un autor excelso, de un poeta de Castilla.
Sacó de su faltriquera un volumen muy manoseado, y Horacio leyó, a la luz escasa, que se trataba de las obras de Garcilaso de la Vega, publicadas el año anterior. Añadió el huésped que me interesarían especialmente, por la influencia que sobre él habían ejercido Petrarca y Sannazaro, que estimuló Andrés Navajero, embajador de la Señoría de Venecia, cuando le sugirió a Garcilaso, en Granada, la posibilidad de utilizar los metros italianos en su lengua.
El duque de Naxos nos escuchaba, con desplantes de conocedor, si bien poco sabía de estas cosas y mucho de mujeres, de halcones y de manjares, y yo, aunque mi juicio no era muy claro, tampoco quise pasar por lego en el asunto, y le contesté que ya en Bolonia, hacía cuarenta años, durante las fiestas de la coronación de Carlos Quinto, había tenido mentas de la hermosura de las églogas de Garcilaso, quien estaba allí entre los mancebos más próximos a la Majestad Cesárea. El cardenal Bembo lo había elogiado fervorosamente, y Bernardo Tasso fue su amigo en Nápoles.
—Garcilaso ha sido —añadió el muchacho— poeta y guerrero, como Su Excelencia. Murió en Francia, en el asedio de una fortaleza, camino de Fréjus. Lo destrozaron bajo una piedra enorme; cayó al foso. Tenía treinta y tres años.
Yo, tonto de mí, en lugar de alentarlo para que continuase refiriéndome episodios de la vida del héroe me puse a explicar lo que representaba mi propia creación literaria. Me referí a Bomarzo, mi poema inexistente, definitivamente descartado, como si en realidad lo hubiese escrito. Él me atendía con solicitud cortés. He guardado en la mente su imagen nítida: la frente alta, los ojos negros bajo las cejas de preciso dibujo, los pómulos modelados, la nariz fuerte y sensible, las sonrisas que lo esclarecían, los dedos largos que acariciaban las tapas del Ariosto.
Entró el médico de Marcantonio Colonna para cambiarme los vendajes. Salieron todos, menos Antonello que, ufano de su responsabilidad, se quedó para presentar al físico los lienzos limpios y la escudilla, pero torcía la cara, rehuyendo la visión de los paños ensangrentados. Antes de que se fuese, pedí al paje del cardenal Aquaviva que tornase a visitarme. Prometió hacerlo, pero al día siguiente no apareció por la Capitana, y al otro, 8 de setiembre, se efectuó en Messina la revista general de la flota. Ya no lo vi nunca más, y concluí por olvidarlo. Siglos más tarde he pensado infinitas veces en él, con desesperación. Durante el resto del viaje, leí los poemas de Garcilaso. Sólo entonces noté en la segunda página del ejemplar, la firma de quien me lo diera. Estaba trazada en dos líneas unidas por el diseño de la rúbrica, y en ellas se apretaba un nombre que jamás había oído de labio alguno: Miguel de Cervantes Saavedra.
¡Ay, si yo hubiera sabido, si hubiera adivinado! Pero ni siquiera pude enterarme de la edición del Quijote, para la cual faltaban treinta y cuatro años todavía, ni de nada, ni de nada… Cervantes se redujo a eso, para mí: a un paje, un camarero del cardenal Aquaviva y Aragón; un soldado del capitán Diego de Urbina, del tercio de Don Miguel de Moncada, que me transportó en brazos desde la plaza de la Annunziata del Catalani hasta la galera del duque de Pagliano, como Samuel Luna me había trasladado otras veces; un poeta, un muchacho a quien di mi volumen de Ariosto y que me dio el suyo, de Garcilaso de la Vega… Unos ojos negros, una leve sonrisa… Mi sangre manchó sin duda su jubón, en tanto me sostenía, me abrazaba… Junto al mío, el corazón de Cervantes… Y yo, imbécil, le mentí mi Bomarzo retórico, en cuarenta cantos fantasmales, en un diluvio de estrofas invisibles, cuando él callaba y aprobaba mis pobres frases preñadas de vanidad… ¡Si hubiera sabido! Lo hubiera aposentado en mi castillo; lo hubiera festejado como a un monarca, mejor que al cardenal de Este, mejor que al duque de Urbino, mejor que a la marquesa de Mantua, mejor que a ninguno… Pero se esfumó de mi lado, temeroso quizás de importunarme, de incomodar al gran señor romano que escribía un poema destinado a los triunfos inmortales. Y el Garcilaso se extravió. Lo habrán perdido mis hijos, o mis nietos, o los Lante della Rovere. ¿Quién iba a fijarse en un librejo sobado? ¿Quién iba a fijarse, si ni yo, ni el duque de Naxos, ni Horacio, ni Nicolás Orsini —ni nadie, ni absolutamente nadie, dentro del ejército de ochenta mil hombres—, en momentos en que lo único que nos apasionaba era averiguar qué resolvía Don Juan, a quién favorecía Marcantonio, qué problemas creaba la testarudez del viejo Sebastián Veniero, qué se contaba de Alejandro Farnese, del marqués de Santa Cruz, de los caballeros de Santo Stefano, de los malteses, nadie presintió que entre nosotros pasaba, recatándose, oscura, encarnada en un muchacho de Alcalá que dejó una mano en la empresa, la dolorosa gloria? Pero ahora, si pienso que mi sangre salpicó su jubón, acaso sus dedos y su rostro, en el acecho de Messina, se me calientan las venas y tiemblo.
La Real de Don Juan de Austria levó anclas la primera. Sesenta galeotes la impulsaban al ritmo de sus remos. El nuncio de Su Santidad, desde un bergantín, en la boca del puerto, bendijo la escuadra que partía hacia el mar de Grecia. Una a una desfilaron las galeras, las galeazas, las fragatas. Las había muy bellas, con áureas alegorías en las popas y en las proas, esculpidas como fachadas de palacios. En la de Juan Andrea Doria, servía de fanal un gran mapamundi de cristal transparente, regalo de su mujer. Ondulaban en la brisa las banderas que distinguirían las alas diversas de la flota: para el cuerpo de batalla dirigido por Don Juan, las azules; para la formación derecha, de Doria, las triangulares, de verde tafetán; para las de la izquierda, del proveedor general, el veneciano Agostino Barbarigo, las amarillas; las blancas, para la reserva del marqués de Santa Cruz; pero en la Real y en las naves capitanas, como la mía, en lugar de banderolas se izaron a los mástiles delgadas flámulas que provocaban a los aires.
Faltaban aún, antes de la batalla, veinte días. Las noticias que nos alcanzaron desde Corfú no eran como para alentar. Bogábamos al principio sin ayuda del viento, remolcando las galeazas pesadísimas, deteniéndonos a destacar algunas embarcaciones cuando nos informábamos de que en tierra nos aguardaban nuevos contingentes españoles de los presidios del reino de Nápoles, que vendrían a secundar a los galeotes, y milicias de la Pulla. Se oían, incesantes, el golpe acompasado de los remos, las voces y azotes de los cómitres, los gritos que de un puente al otro intercambiaban los cuatralbos, los crujidos de las arboladuras, el canto de los grumetes que pregonaban las horas. Una ciudad entera se desplazaba sobre la espuma, contorneando el extremo de Italia. Los jefes, reunidos en consejo, discutían, aunque cada capitán recibió, al abandonar Messina, un memorándum prolijo que le indicaba su ubicación y su ruta. En el cielo calmo, una noche plateada de estrellas en que soplaba el viento del norte, brotó una luz cegadora que atravesó el espacio con su fusta de llamas. Levantóse de las colas donde oteaban los vigías un vasto clamor. Dios nos daba la señal del triunfo. Yo fui testigo del signo candente. Estaba sentado en mi silla, junto al palo mayor, arrebujado en las pieles de oso. Me dolía la carne desgarrada. Hubiera querido tener a mi lado a Silvio de Narni, para comentar con él el celeste presagio, pero Silvio había muerto, como Maerbale, como Girolamo, como Hipólito de Médicis. Todo el mundo había muerto, y nosotros navegábamos hacia la muerte que nos esperaba en el mar de Grecia, rodeada de maravillosos vaticinios.
En esa silla transcurría para mí buena parte de los días largos. Cuando Marcantonio Colonna me instó a fin de que permaneciera en Messina, porque lo aconsejaba la prudencia, me negué a hacerlo. Estériles fueron también los reclamos del duque de Bracciano, de Horacio, de Nicolás. Y Colonna, a quien se le sometían de continuo graves problemas, se desentendió del asunto. No podía malgastar su tiempo acalorándose por un jorobado tenaz, a quien ya le había concedido que llevara consigo su paje negro. De modo que, con Antonello a un costado, listo para plegarse a cualquier capricho que se le antojase a mi invalidez, arropado en las tibias pieles, dejé andar las semanas. Leía a Garcilaso de la Vega en el ejemplar de Cervantes, como antes había releído a Ariosto, en Metz, y pensaba mucho. Puesto que no podría guerrear, lo vería guerrear a Horacio, guerrearía por medio de él, a través de él.
La memoria de aquel viaje se confunde para mí con la de Garcilaso. Hoy mismo, a medida que lo recuerdo, me resulta imposible separar de mi ánimo tres imágenes que se superponen y se amalgaman hasta constituir una sola: la de Garcilaso, la de Horacio Orsini y la propia mía. El duque de Naxos había averiguado, para divertirme y distraerse de sus preocupaciones, algunas noticias acerca del poeta español, de quien yo, en verdad, sabía muy poco. Había, en la Capitana, quienes lo habían tratado en Nápoles, los años de su destierro en la corte del virrey Villafranca; o en la conquista de Túnez por el emperador; o en el asedio de los florentinos; o durante sus embajadas ante Andrea Doria y ante Don Antonio de Leiva. Aquellas referencias completaron lo que sus versos me sugerían. Casado con Doña Elena de Zúñiga, había amado toda su vida a otra mujer, Isabel de Freyre. La había elevado en sus poemas hasta una ideal perfección, persiguiéndola, requiriéndola, y cuando por fin, a las cansadas, la poseyó —una sola vez—, resolvió no verla nunca más. Isabel revivía, eterna, en sus églogas. El lamentar, el dulce lamentar de los pastores que contaban los desengaños del amor, buscaba únicamente expresar el desconsuelo de Garcilaso, quemado en los fuegos de Isabel. Un amor así, tan pujante, era como el viento que impulsaba nuestros navíos. La poesía se hinchaba a su influjo, como un velamen. ¿No amaría yo a Bomarzo como debía? ¿Era por eso que mi poema carecía de vigor y se derrumbaba? No: a Bomarzo lo amaba por encima de todo; lo evocaba continuamente; los ojos se me iban sobre las tensas velas rotundas, descubriendo en ellas las formas de las rocas de mi parque ancestral. ¿Y entonces? Si hubiera consagrado mi poema a Abul… a Julia… al desesperante Zanobbi… si hubiera indagado en mis sentimientos… Pero tampoco cuando escribí mis versos enamorados a Adriana dalla Roza, sirvieron de nada. Se deshacían en cenizas, hueros, inútiles. Faltaba en ellos la apasionada angustia que movía a los de Garcilaso, que los levantaba como vuelos majestuosos de gavilanes, entre nubes de oro. ¿No la habría amado a Adriana?, ¿a Abul? ¿Por quién me desangré llorando? ¿Por quién me olvidé de mí mismo, del duque de Bomarzo, del esteta retórico, de su exigente inmortalidad? ¿No habría amado, en realidad, a nadie, fuera de mí mismo? Mi amor por Bomarzo, ¿sería el amor del aire que me circundaba, y lo amaría por el mero hecho de que estaba impregnado de mí? Yo, que me odié tanto, que rehuía mi imagen en el espejo al cual asomaba la mueca del Demonio (que podía ser el Demonio y podía ser un demonio), que despreciaba mi joroba, mis piernas, mi caricatura, ¿habría sido el solo objeto de mi amor egoísta y, Narciso horrorizado, habré mendigado en los otros, en hombres y en mujeres, lo que me rehusaba mi espejo, buscándome siempre a mí mismo, al Pier Francisco perfecto que adoré?
Leía las églogas, los sonetos, y pensaba también en el amor de Horacio, porque aquella lectura invitaba a meditar en el amor, obligaba a meditar en él, mientras la flota de Don Juan de Austria bogaba, desplegadas las grímpolas y las flámulas multicolores, y los ochenta mil hombres de la expedición, desde los príncipes hasta los galeotes, se agitaban en medio de un incendio de banderas y recordaban a las amantes que quedaban atrás, en las aldeas y en los palacios, brumosos los ojos de lágrimas. ¿A quién amaría Horacio Orsini? ¿Amaría a alguien? ¿Quién sería su Isabel? Avanzaba ya el tiempo de casarlo. Con Nicolás, irrumpía en los burdeles, y las hembras lo dejaban todo para besarlos, tan hermosos eran. Y en las cortes también, en Venecia, en Parma, en los estrados de Milán. ¿A quién amaba Horacio? ¿Por quién suspiraba en ese momento, fijos los ojos en el horizonte, allende los mástiles que balanceaban en sus lonas figuras de santos, de vírgenes, de leones con alas? Desde niño había vivido junto a Nicolás, su primo, quizás su hermano. Compartían las armas y las mujeres. Estaban ligados tal vez por juramentos terribles e ingenuos, como los jóvenes héroes que, hacía miles de años, en el mismo mar al cual apuntaban nuestras proas, habían luchado y amado con esplendor incomparable. Experimenté unos celos súbitos, violentos, de su amistad. El resentimiento era antiguo: ya me había inquietado en la época en que, siendo apenas dos criaturas, escapaban de mí dentro del bosque de Bomarzo y se ocultaban en las cavernas, inalcanzables, secretos. Maduraba ahora, a leguas y leguas de Bomarzo, en un ambiente hostil al cual yo, hombre de la tierra, hombre de las rocas del Cimini, de la inmovilidad etrusca, de las seguridades heredadas, no conseguía habituarme, porque aquí nada era de nadie, todo se sacudía y vibraba con loca indecisión fugaz y hasta nuestras vidas tenían el efímero valor del agua inconstante. Horacio y Nicolás poseían algo que yo no poseí nunca: el lazo, la cadena fuerte de la amistad. La habían forjado eslabón a eslabón, a través de la infancia, de la adolescencia, y era vano pretender separarlos. El amor no desanudaría su vínculo, que lograba la reciedumbre del amor, que mostraba otra forma del amor. Las mujeres entraban y salían en su atmósfera, sin perturbarla. Los héroes las gozaban y las dejaban ir. Luego regresaban a su pacto íntimo. A su vera, ¿qué significaba yo? ¿Acaso se acordaban de mí? ¿Acaso me veían? ¿Acaso veían al viejo duque que se mojaba el índice en los labios para volver las páginas de Garcilaso de la Vega y que, perdida la mirada en las olas, repasaba la legión de sus espectros? Se miraban el uno al otro; cambiaban sus cascos, sus corazas, sus dagas, sus rodelas con relieves de Venus, de Marte, de Hércules, de Júpiter. Alrededor de mi silla débil, sonaban sus trajes férreos, como si fueran dos gigantes. Y yo levantaba los párpados del diálogo de Salicio y Nemoroso, que el poeta cantaba en su noble lengua española, y sentía de repente el guantazo de los celos en mitad de la cara.
Pero Garcilaso lograba después el portento de serenarme, al canalizar mi ansiedad por distintos caminos. Él y yo éramos uno solo, con Horacio Orsini; un solo ser exaltado, anheloso, denso de amor. Mágicamente, por virtud de unas rimas inflamadas —porque, como siempre, la literatura me daba lo que me negaba la vida avarienta—, así como me dije que guerrearía a través de Horacio, me dije que amaría a través de él. Yo ya no era yo. Me desprendía de mi aislado espejo. Y un extraño júbilo me embargaba y sucedía a mi tristeza febril, mientras observaba los aprestos militares del hijo de Julia Farnese y escuchaba las bromas que le dirigía a Nicolás. Desde entonces, viviría a través de él, me redimiría a través de él.
Entre tanto, la escuadra continuaba su marcha lenta. Don Jerónimo Manrique, de la ilustre casa de Lara cuya magnificencia retumba en el romancero, rezó la misa del Espíritu Santo, en la popa de la Real, teniendo por fondo a los personajes mitológicos que labró Juan Bautista Vásquez, de Valladolid. Yo oré por primera vez en muchísimo tiempo. Oré por Horacio, por Nicolás, por Don Juan, por nuestra flota. Le rogué a Dios que me hiciera la gracia de arrepentirme, de arrancar mi costra de pecado, pero todavía estaba demasiado hundido en el zarzal de las pasiones viejas. Me puse de hinojos al lado de mi silla, sostenido por Antonello, aunque el dolor me torturaba, y el duque de Urbino, que era sobrino de Horacio Farnese y por esa razón me demostraba una consideración especial, sabiendo que su tío había muerto en Hesdin en mis brazos, me amonestó cariñosamente por mi locura, advirtiéndome que reservara mis fuerzas porque se acercaba la hora de la batalla.
Corfú… Don Juan y los jefes principales la recorrieron y regresaron a bordo transidos de pesadumbre. Me contó Horacio Orsini que habían hallado doquier las huellas del incendio, del saqueo, de la violación. Ardía su cólera. Luego que zarpamos de Gomenitza, en la costa de Albania, me refirió las disensiones que trastornaban a nuestra gente. Los venecianos se oponían a acatar las órdenes de Doria, almirante genovés, por el rencor que enfrentaba a las dos repúblicas navales; Veniero mandó ahorcar a un capitán español, que tumbó de un tiro de arcabuz a uno de sus jefes, y las cosas se pusieron ásperas; casi nos fuimos a las manos los unos contra los otros, olvidados de los turcos que acechaban, de los dominicos, los franciscanos, los capuchinos y los jesuitas que sin embargo habían distribuido a cada soldado un rosario bendito y un Agnus Dei de consagrada cera; Marcantonio Colonna fue llamado tres veces, en la alta noche, para asistir a las turbulentas reuniones del consejo; la ira de Don Juan era tanta, que si no lo apacigua Marcantonio quién sabe qué hubiera sucedido; nos hubiéramos acuchillado, los venecianos de una parte y los españoles y pontificios de la opuesta; pero Sebastián Veniero, cuyos setenta años irascibles se encaraban con la autoridad suprema de la expedición, con el hijo querido del Santo Padre, no participaría ya del consejo; en su lugar lo haría Agostino Barbarigo, que transmitiría sus instrucciones.
Nos comunicaron los espías que el enemigo estaba en Lepanto, y hacia Lepanto zarpamos en la bruma. Los galeotes remaban, empapados de sudor a pesar del frío del alba. Hasta mi cámara, en la que yo tiritaba bajo las pieles, ascendía su olor acre de encerradas fieras. El duque de Naxos me señaló por el ventanuco, como si fuese un naufragio en la vaguedad de la niebla, la isla de Itaca, la isla de Ulises. Me acordé de Messer Pandolfo, del maestro Pierio Valeriano, de mis libros remotos, de Hipólito y Alejandro de Médicis, traduciendo palabra a palabra el texto de Homero, a los tropezones, en tanto los insectos revoloteaban en los rayos del sol florentino y, príncipes escolares, calculábamos el tiempo que nos faltaba para salir de la prisión del estudio a la felicidad de las cacerías, de las palestras, de Catalina de Médicis, de Adriana, de las hijas sonrientes de la marquesa Gibo, tan pequeñas y tan cortesanas, al alborozo de Lorenzaccio, de Giorgino Vasari, de Abul…
Un bergantín llegado de Candia nos trajo malas nuevas. Famagusta, último bastión de Chipre, había caído y Marcantonio Bragadino, capitán de la ciudad, luego que capituló bajo condiciones, había sido traicionado por Lala Mustafá, el cruel jefe turco, quien lo mandó desollar vivo, ante sus ojos, y ordenó que rellenaran su piel con paja y que expusieran grotescamente aquel trágico muñeco, para despacharlo a Constantinopla después. Imaginará el lector cómo repercutieron las noticias entre nosotros, particularmente sobre nuestro Bragadino y sobre nuestro Marcantonio. Años más tarde, el hermano de la víctima adquirió los despojos por una gruesa suma, y los depositó en una urna de mármol, en la iglesia de San Giovanni e Paolo de Venecia donde yace mi tío el conde de Pitigliano.
Era lo que nos faltaba para enardecernos definitivamente. Los miembros del consejo litigaban las posibilidades de asediar a Sopotó, Castel-Novo, a Santa Maura. Frente a aquellos contemporizadores y a la cercanía de la estación de las tormentas que amenazaba transformar la colosal empresa en inútil, triunfó la audacia inspirada de Don Juan. Seguiríamos adelante, para evitar que el enemigo se refugiara en el Bósforo. Estábamos ya a un paso de los turcos. Cuando se desbrozaron las últimas estadísticas, luego de la batalla, se advirtió que nuestras fuerzas eran iguales: doscientas ocho galeras otomanas; doscientas nueve galeras y galeazas de la Cristiandad. Las nuestras contaban con parapetos protectores, mientras que las proas del sultán estaban abiertas; nuestros soldados se cubrían con yelmos, con morriones, con petos, con escudos; los adversarios se ceñían la cabeza con sus turbantes, con algún casco suntuoso, como la celada de Alí-Pachá que adornaban treinta y seis rubíes, los cuales descendían por las orejas mezclados con diamantes y turquesas; y empleaban armaduras también, de acero damasquinado realzado de inscripciones religiosas. Pero hasta que se produjo el fragoroso encuentro, nadie, ni ellos ni nosotros, tuvo exacta noción del poder que enfrentaba.
El domingo 7 de octubre, muy de mañana, se descubrieron ambas flotas. Al principio no pudimos decir, tan leves se distinguían las velas contrarias en la bruma, si se trataba de barcas de pescadores. Vi las primeras naos rivales —eran dos— tras el cristal del catalejo de Nicolás Orsini, como si observase una curiosa miniatura enmarcada en un aro de bronce, pero pronto la escena se colmó de manchas blancas, como si a la distancia aleteara un vuelo de albatros. En Lepanto nos aguardaba la escuadra entera del infiel. Entonces Don Juan de Austria nos ofreció un espectáculo estupendo, uno de esos espectáculos que el Renacimiento prodigaba en los momentos necesarios, con su incomparable sentido de la belleza teatral, algo que nos conmovió hasta la médula, que nos inundó, aun a los coriáceos pecadores escépticos, de radiante fervor místico, porque en el joven caudillo reconocimos no sólo al hijo de la pasión del César, al pequeño Marte esbelto, de largas piernas cinceladas por divinos orífices, perfecto como una joya de Benvenuto, sino también al enviado de Cristo, al elegido que arrancó al papa el grito famoso: «Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan».
En una fragata recorrió el ala derecha de la flota. El gran comendador de Castilla recorrió entre tanto la izquierda. Iba Don Juan sin armas, con una cruz de marfil en la mano, pasó delante de Veniero, que se cuadraba fieramente, y le hizo un breve saludo amistoso que traslucía su perdón. Pasó delante de la galera de Spínola, donde navegaba el duque de Parma, nieto de Carlos Quinto y de Pier Luigi Farnese; delante de la de Gil de Andrada, de la del duque de Bracciano. Llevaba, como un monje guerrero, escapularios, rosarios y medallas. Se los arrebataban los generales y los marineros apiñados en las proas. Hasta el sombrero tuvo que dar y los guantes. De regreso, lo contemplé muy de cerca, pues Samuel Luna me había acarreado con la silla hasta la borda. Los veintitrés años de Don Juan se inflamaban, se tornaban densos como si súbitamente fuese mucho mayor que cualquiera de nosotros. Una gravedad dolorosa, responsable, pesaba sobre sus ojos que se ensanchaban como si ya supiese quién iba a morir y quién iba a vivir para llorar a los muertos. Nos miraba un segundo y se dijera que nos escogía, que nos señalaba para la vida y para la muerte, como un juez misterioso. Sus manos pálidas se confundían con el marfil de la imagen. Pronunciaba palabras de aliento, sonoras, viriles, pero se advertía que temblaba de emoción. Nos dijo: «Recordad que vais a combatir por la Fe; ningún cobarde ganará el Cielo». El duque de Naxos me entregó uno de sus rosarios, negro, tosco. Lo enrosqué en mi muñeca sobre la misma mano en la que usaba, desde la niñez, el anillo de Cellini. Siempre lo llevé allí, desde entonces, como un brazalete. A cada movimiento mío, su cruz brillaba en el aire o golpeaba las mesas y los muros. Luego el príncipe revistó su coraza y apareció en la Real, llameante. Izaron el estandarte de la Liga. El paño de seda se estiró sobre las mitologías de la popa, como si se desperezara, y mostró el dibujo del crucifijo, entre los apóstoles Pedro y Pablo. Debajo, el Santo Cristo que declinó milagrosamente el pecho, cuando una bala iba a hundirse en él, abría los brazos de leño policromo. Don Juan de Austria se puso de rodillas y oró. Todos lo imitaron. Yo también, doliéndome la herida. En ese instante, en Roma, Pío V se levantó y exclamó ante su tesorero: «Id a dar gracias a Dios, porque nuestra flota va a combatir contra los turcos y Dios le otorgará la victoria». Desde los conventos, desde las iglesias de la vasta Europa desvelada, rezaban por nosotros. Quizás rezaban en el templete de Julia Farnese, en Bomarzo, y Cleria Clementini contestaba a las avemarías de los franciscanos, oronda, cejijunta. Se alzó, en la nave de Alí-Pachá, la bandera del Profeta, blanca, bordada de versículos alcoránicos, mientras, a lo largo de la escuadra infiel, estallaba la algarabía de los muslimes que cantaban y bailaban en los puentes. Había de nuestro lado un silencio enorme. Los sacerdotes bendecían y daban la absolución en los distintos barcos. Alguien me llamó, perdido en medio de las apretadas arboladuras puestas en fila de combate:
—¡Duque! ¡Señor duque de Bomarzo!
Quien me interpelaba así —me costó descubrirlo— era un jesuita, sobre cuyo rostro caía la luz de uno de los fanales de la Real. Apoyado en el hombro de Antonello, me incorporé para mirarlo mejor. Entre él y yo, extendíase una revuelta trabazón de gentes agitadas, porque ya habían retumbado los primeros cañonazos que Don Juan hizo tirar provocando al enemigo a la lucha, y los soldados ocupaban sus sitios y preparaban las defensas. Bruscamente, reconocí al sacerdote. Era aquel Ignacio de Zúñiga que me había acompañado con Beppo, en calidad de paje, cuando me enviaron de niño a Florencia y que, a la hora en que Beppo acosaba a las mozas, se entregaba a solitarias meditaciones, escudriñando el cielo. Alcancé a distinguir, en el ajetreo creciente, su gesto de bendición, y fue como si el pasado, ante la inminencia del momento crucial, me perdonase. Por lo menos yo, sin merecerlo, quise creerlo así, pues la intensidad de la atmósfera mística que respiraba era tan aguda que obligaba a participar de ella y tornaba lógicos los prodigios arbitrarios. Intenté hablar con el jesuita para recabar de él la certidumbre del indulto, pero un golpe de remos desplazó las naves y con ellas a la imagen venida del fondo del tiempo, de modo que no pude saber si se trataba de una alucinación. Años y años de culpas, de crimen, de indiferencia, de fatal orgullo, oscilaron un instante sobre mí, con el vaivén del aliento y la desesperanza, en tanto las arboladuras giraban como aves heráldicas, con infinitas pinturas y banderas, mostrándome y ocultándome la bóveda azul, que entrecortaban de símbolos radiantes como una vidriera de catedral. Me dije que acaso yo también había tenido mi signo, como lo había tenido, probablemente, cada uno de los hombres de la escuadra, entre tantas supremas premoniciones y, sin renunciar aún a mi raíz pagana pero impelido por una nueva ansia neófita, besé la cruz del rosario de Don Juan y el aro del anillo de Benvenuto.
Horacio Orsini acudió hasta mi silla, forrado en la armadura escultórica de estilo grecorromano cuyo acero imitaba los músculos del torso, a modo de las que trajeron los césares antiguos y hermoseaban, en la galería de Bomarzo, a algunos de los bustos imperiales que habían pertenecido a los patriarcas de Aquileia. Parecía desnudo y de plata. Su menor movimiento lo encendía con fulgores que obligaban a cerrar los ojos heridos. En las calzas cortas, ostentaba cabezas de sátiros, y en el escudo una ornamentación que se inspiraba en los Triunfos del Amor, de Petrarca. Brillaba, relampagueaba, recogiendo y devolviendo la luz, como en un duelo chisporroteante, gracias al juego de sus tornasoladas aristas, y de repente le exigió a mi memoria, como la aparición de Ignacio, algo muy remoto, que no conseguí ubicar y que me preocupó y distrajo en ese trance grave, hasta que lo situé por fin y resultó ser, por asociación fantástica, el poliedro de perfectos cristales de Pantasilea que yo había destrozado en su palacio de Bolonia. Nicolás, tan semejante a su amigo que, apagándola, reproducía su imagen, se agitaba alrededor, negro y empenachado como su sombra de acero oscuro.
Los pintores han exornado a la victoria de Lepanto con dilatadas alegorías. Como en los combates homéricos, para ellos la acción se desarrolló en dos planos, y mientras abajo los hombres se despedazaban, arriba, en ese mismo cielo que escondían los velámenes, santos guerreros, ángeles y demonios musulmanes luchaban cuerpo a cuerpo, observados por la inmutable Trinidad, segura del triunfo, y por los grandes de la Tierra —el papa, el rey Felipe, el dux— que desde una cómoda barca invisible asistían a la rabiosa pugna. Yo sólo vi la atroz batalla humana, aunque comprendo que las fastuosas versiones barrocas cumplen una finalidad reconfortante. No hubo para mí caballos alados, ni querubes de fuego. Mis arcángeles fueron Horacio, Nicolás, Marcantonio Colonna, el duque de Urbino, el duque de Naxos, el duque de Bracciano, el duque de Mondragone, Alejandro Farnese, el marqués de Santa Cruz, el judío Samuel Luna, el paje Antonello; mi celeste mensajero iracundo fue Don Juan de Austria.
Horacio había encargado a Samuel Luna que me encerrase en mi cámara, para disminuir los riesgos, pero cuando el esclavo de Pesaro lo intentó me resistí tan fieramente que renunció a hacerlo, y permaneció junto a mi silla, protegiéndome. También estaba allí Antonello, con su espada virgen.
El entrevero tuvo proporciones horribles. Todavía hoy, mientras escribo en la quietud de mi biblioteca, resuenan en mis oídos los gritos salvajes de los turcos, los ayes de dolor, las órdenes, el estrépito de las galeras chocadas, de los estampidos, de los remos que volaban como insectos gigantescos, en mil pedazos. El ala izquierda tomó contacto con los mahometanos, y el primer jefe nuestro que cayó fue Barbarigo; le atravesó el cráneo una flecha. En seguida lo reemplazó su sobrino Contarini. Y los turcos cedieron. Los vi zambullirse y escapar nadando hacia la costa. El virrey de Alejandría, que dirigía esa parte de la operación, los interpelaba con tremendas maldiciones, en tanto Don Juan y Alí-Pachá, los dos almirantes, se enfrentaban. El espolón de la galera de Alí se hundió tan reciamente en la Real española, mordiéndola, que penetró hasta el cuarto banco. Quedaron trabadas y doquier retumbaron los arcabuces. Los barcos, golpeados, sacudidos, formaron una sola masa, bajo los desgarrados velámenes. Toda la inmensa sucesión de navíos que en los cuadros se alinean gallardamente, como en una revista o en una naumaquia teatral, quedó enclavijada, atascada, en grupos que, de puente a puente y de lona a lona, se contagiaban los incendios. Si los santos contemplaban nuestra lucha, les habrá parecido que un enorme dragón erizado de dardos y que lanzaba llamaradas por las escamas encendidas se retorcía en el golfo, encapotando de humo tempestuoso el aire límpido. Los mercenarios del regimiento de Cerdeña, en la capitana de Don Juan, se opusieron a los jenízaros y a los arqueros de Alí. Su Alteza estaba en la proa, al pie del estandarte, cubriéndolo con su cuerpo.
En nuestra galera, las hazañas se sucedían. Pasaban a escasos metros de mi silla, como relámpagos, Marcantonio Colonna, Pompeyo, Mondragone, Bonelli, Gentile, Lelio dei Massimi, el conde Castelar, Malaspina… Horacio descollaba en la refriega por la fosforescencia de su armadura, por la cruz de Santo Stefano que revoloteaba en su manto, por la sombra de Nicolás Orsini que bailaba locamente en torno. Nos apoderamos de la nave del bey de Negroponto y salimos a socorrer a Don Juan. Nuestra capitana se unció a la suya, crujiente, con la de Alí-Pachá y la de Mehemet-Bey. En un momento, arrancaron la insignia del Profeta, en la galera de Alí y fue tan evidente la derrota que el pachá, para evitar que lo prendiesen, se hincó la daga en la garganta. Cortaron su cabeza y, fija en una pica, la presentaron al de Austria quien, asqueado, mandó que la arrojasen a las aguas del mar de Corinto. Pero todavía faltaba para terminar. La batalla comenzó a mediodía y concluyó con el crepúsculo. Faltaba que Uluch-Alí, el estratega famoso, se alejase, llorando de despecho, llevándose el estandarte de Malta que el sultán hizo suspender de la bóveda de la mezquita de Santa Sofía. Faltaban horas de espanto… El clangor de las trompetas y el redoble furioso de los atabales se sumaban al escándalo de los mascarones estrellados en los abordajes. Vociferaban los galeotes, morían los venecianos heroicos de la flota de Veniero, hasta ese fascinador Juan Bautista Benedetti de Chipre, con quien yo había catado los vinos del Asia Menor, en Messina, Kara-Yusuf, hijo del terror, fue acuchillado por la escolta de Honorato Gaetani, general de las tropas pontificias; monseñor de Ligny, capitán de Saboya, se estremecía de convulsiones, herido; Pablo Ghislieri, sobrino de Pío V, se encaró con el corsario Karabaivel, íntimo amigo de un reïs cuyo esclavo había sido el propio Ghislieri, y puso fin a sus días de un tiro de arcabuz; Don Juan de Cardona salvó su vida merced a la coraza que le había regalado el gran duque de Toscana, pues para algo sirve la munificencia de los príncipes; mi primo de Bracciano, Pablo Orsini, quedó para siempre cojo de una flecha recibida al saltar, vibrante la espada, en la galera de Pertev-Pachá; por muy poco, muy poco, el Quijote no se hubiera escrito nunca… ¿A qué continuar enumerando, si donde quiera se mirase no había más que torsos y piernas inseparables, guardabrazos, petos y faldajes mezclados, como si todos aquellos hierros y aquellos miembros hubieran sido precipitados dentro de un crisol colosal? ¡Ay, como en Hesdin, como en Thérouanne, la belleza decorativa de la guerra de los poetas épicos y los pintores áulicos, con grandes actitudes estéticas, con frases célebres, con capitanes espléndidos que llevaban los aceros como cirios, cedía su lugar a un amasijo consternador, a una repugnante carnicería de vísceras sembradas entre ballestas y estoques rotos, en la cual era arduo reconocer al aliado y al contrario, y en el que el monstruo de metal y de espuma devoraba cuanto hallaba en su camino, vomitando fragmentos de plata cincelada, de esmalte, de oro, de marfil, que la sangre teñía, escarlata, obsesionantemente viva en medio de los estertores de la muerte, hasta que concluyó por confundirse también con las púrpuras serenas del ocaso!
Nuestro puente hervía de enemigos. Acudían de la nave de Alí y de la del sandjak del Negroponto, revoleando los alfanjes. Varios rodaron alrededor de mi refugio, exterminados por la maza de Samuel. Hasta Antonello esgrimió su espada, resguardándose, temeroso, detrás del judío corpulento. Y yo mismo me incorporé, radiante de júbilo, cuando se desclavó la bandera blanca del Profeta y en su sitio flamearon los colores de la Liga. Un clamor que corrió sobre las embarcaciones, como otro incendio, proclamó el triunfo. Yo participaba de él, lo compartía, me fusionaba por fin, extasiado, con la tradición de los ilustres Orsini. Me redimía y gritaba palabras absurdas. Pensé que haría esculpir la estatua de Horacio Orsini, revestido con su armadura imperial, y que esa estatua sería también mi monumento. La última roca intacta de Bomarzo le estaría destinada. Celebraríamos nuestros consejos, como los primitivos señores, al amparo de la figura intrépida. En ese instante, un jenízaro imponente, que chorreaba sangre, avanzó hacia Samuel. La batalla estaba perdida, pero calculaba sin duda que si mataba a aquel hombre más, a aquel determinado enemigo, el paraíso de las huríes sería suyo. Levanté mi espada, para ayudar al esclavo. Horacio lo advirtió y vino en socorro nuestro. La agobiante armadura entorpecía sus pasos, y el jenízaro, tomado entre dos fuerzas, giró velozmente y de una estocada certera le abolló la celada, haciéndolo caer de rodillas. Ciego, Horacio lanzaba mandobles inútiles. Cuando Samuel reaccionó, ya era tarde. El turco alzó la cimitarra con ambas manos, como un hacha, y descargó su peso sobre el casco. Recuerdo que el jenízaro se desplomó a su vez, ultimado por Nicolás; recuerdo que me arrastré hasta el cadáver del infiel y que clavé en él mi espada, revolviéndola, sintiendo cómo se desgarraba la carne bajo el filo; recuerdo que Antonello logró desembarazar a Horacio de su yelmo, y que su hermosa cara apareció, roja de sangre, abiertos los ojos de vidrio opaco; recuerdo que, al enderezarme sostenido por Samuel, vi deslizarse a la deriva, abandonado en el columpio de las olas, un galeón cristiano de quebrados remos, que izaba la enseña de Doria en el árbol central y balanceaba su macabro cargamento de cuerpos inmóviles, como un buque fantasma; recuerdo que se nublaron mis ojos, que me flaquearon las piernas y que resbalé, gimiendo, sobre la forma trágica de Horacio; recuerdo el choque de nuestras armaduras, se destacarían, al sol crepuscular, los parches que el herrero de Bomarzo había puesto en mi espaldar, a causa de la giba: recuerdo el sabor de la sangre caliente que me empapó la boca.
El final de la empresa está envuelto en mi memoria dentro de una nube grisácea. Fue como si Horacio, al morir, se llevara con él todo el color y todo el brillo. Las armas y los ropajes, las empavesadas velas, las proas doradas, cuanto hasta entonces había contribuido a rodearnos de un halo maravilloso, palideció como si una carcoma sutil hubiese comenzado a roer la esencia misma de lo que constituía nuestro esplendor. Nunca pensé yo, hasta ese momento, que Horacio significara tanto para mí. O quizás empezara su significación a partir de ese momento. La muerte del héroe, de la encarnación juvenil y gloriosa de Garcilaso, se presentaba ante mis ojos como la muerte de algo muy mío, de algo que moría dentro de mí. Mis esperanzas de redención a través de él, de salvación de la inutilidad y la injusticia de mi vida, a través de la suya —porque su vida, iniciada con la corona de Lepanto, en la alegría de los sentimientos puros y en el centelleo de la viril belleza tranquila, hubiese sido la que para mí soñé en la adolescencia lejana—, mis esperanzas se derrumbaban y me dejaban solo, una vez más, con mi propia realidad sin consuelo. No tenía ya a quien recurrir para apoyarme en la ruta. Habían muerto, uno a uno, los que surgieron en mi camino, deslumbrándome con sus almas o con sus cuerpos y ayudándome a que me olvidara pasajeramente de mí, o por lo menos a tolerarme, sustituyendo con sus imágenes la mía. El amor no había sido para mi eterna angustia el descubrimiento de otro sino el olvido de mí mismo. Y ahora, cuando quedaba solo conmigo, totalmente desamparado, el primer síntoma de esa evidencia se trasuntaba, físicamente, en la extraña palidez que se apoderaba de mi contorno y que me daba la impresión de que me movía entre espectros transparentes. Habíase esfumado el guerrero luminoso, y en su sitio quedaba su doble, el guerrero hecho de sombras. Nicolás, al reproducir los rasgos de su primo, decolorándolos, hasta en la circunstancia trivial de su vestidura, simbolizaba mejor que ninguna retórica fúnebre la mudanza fundamental que entrañaba mi pérdida. No lo había perdido yo a Horacio Orsini; Horacio me había perdido a mí, en Lepanto. Y la sensación de vacío que me embargaba y provocaba una náusea permanente, me condenaba a mirar dentro de mí, a mirar a mi interior como al arcano de una caverna habitada por monstruos fieros y tristes. Era una sensación desoladora. Hasta entonces, el duro caparazón de mi egoísmo, de mi recelo, me había protegido contra ella, pero la muerte de Horacio desmoronó mis baluartes. Estaba viejo; estaba cansado. El peso de otras desapariciones, de otras muertes, antiguas o próximas, la de Adriana, la de Abul, la de Maerbale, la de Julia, la de Zanobbi, se acumulaba conjuntamente sobre mis hombros. Me aplastaba y experimentaba, de golpe, lo que no había sentido en su plena hondura cuando se sucedieron esas etapas, porque en cada ocasión miré hacia adelante. Ya no había a dónde mirar. Y todo —las armas y los ropajes, las empavesadas velas, las proas doradas, el regocijo victorioso de la vida— se desmenuzaba en cenizas.
Vanas fueron las palabras de Don Juan, de Marcantonio, del duque de Naxos, de Ignacio de Zúñiga. No podían intuir la profundidad de mi abatimiento, porque no podían saber que con Horacio se iba de mi lado, más que un hijo, más que un acicate último de la emoción siempre inquieta que me estremecía de ansias confusas, la postrera posibilidad de darle un cauce a mi existencia y de justificarla. Además carecían de tiempo para ocuparse de mí. Los solicitaban demasiados desvelos.
Había muerto mucha gente en Lepanto. Dicen que siete mil quinientos cristianos y veinticinco mil turcos entraron entonces en la fama y en el olvido. Venecia sola vio sucumbir a diecisiete capitanes y a doce señores; Malta, a sesenta caballeros; los italianos y los españoles fueron más numerosos. Eso, para la nobleza. En cuanto a los restantes… por ejemplo casi todos los marineros y la chusma de la orden de Malta, perecieron; de los quinientos españoles del regimiento de Sicilia, apenas cincuenta regresaron… Pero, aunque las listas se alargaban sin cesar, a medida que los jefes se enteraban de nuevas bajas, el único muerto de Lepanto, para mí, fue Horacio Orsini. Otro Orsini, Virginio, de la rama de Vicovaro, pagó también su audacia, y Nicolás me condujo a que rindiera homenaje ante sus despojos, como miembro mayor de la estirpe. Fui como un sonámbulo, con el duque de Bracciano. Renqueábamos los dos. Cada cadáver amortajado en su armadura, delante del cual tuve que inclinarme —Barbarigo, Quirini, Malipiero, el marqués de Santo Eremo, Francisco de Saboya…— se transformó a mis ojos en Horacio Orsini. Las corazas reiteraban, de una a otra yacija, las formas musculosas del peto de Horacio, mas, acaso porque las observaba a través de las lágrimas, acaso porque, como anoté antes, todo se había desvaído y había adoptado una fantasmal palidez, en lugar de labor de orfebres parecían obra de artesanos del vidrio. Los paladines de vidrio, frágiles, quebradizos, reposaban en las naves semidestruidas. Y sobre ellos flotaba una niebla que escondía el sol. Era una niebla húmeda y paciente, elaborada por mi inconsolable pesadumbre, que impregnaba lo mismo a los comensales reunidos en un banquete en la capitana de Juan Andrea Doria, la única intacta, que a los que zarpaban con Pompeyo Colonna para anunciar al papa el triunfo que ya conocía milagrosamente; y a las ciento cuarenta embarcaciones capturadas que llevábamos a remolque, henchidas de cautivos y de cristianos liberados; y a la tarea de sacar la artillería que se pudiese de las galeras anegadas, bajo la dirección del marqués de Santa Cruz; y hasta al botín fructífero que nos repartimos inmediatamente después de la batalla, en Santa Maura, y que ocasionó tantas quejas, porque se murmuró que la parte asignada a cada soldado español superaba la recibida por el almirante de la Serenísima República. A Don Juan le correspondieron seis galeras y setecientos veinte esclavos. El sultán le envió luego varios presentes, trajes forrados de cebellinas y de lince, capas de martas, tapices, dos docenas de cimitarras de Damasco cuajadas de piedras preciosas, seis sillas de montar cubiertas de oro, arcos y flechas, estribos… A mí me tocaron, incluida la presa de Horacio, tres esclavos turcos. Sólo dos tuvieron el marqués de Ávila, el duque de Mondragone y Diego de Mendoza; pero Alejandro Farnese recibió treinta, y Bracciano veinticinco. Hubo, lo he dicho ya, airadas protestas. Nadie se consideraba satisfecho. Yo me limité a callar, si bien Nicolás y el duque de Naxos me azuzaban y urgían que reclamase. Una bruma plomiza, melancólica, envolvía al paisaje y a la gente, y ni fuerzas para hablar me quedaban.
Lentamente, tironeando a la zaga, con fuertes cadenas, los testimonios del desastre otomano, regresamos a Messina. Lloraban como hembras los dos hijos de Alí-Pachá, uno de los cuales contaba trece años, y que Don Juan regalaría al pontífice. Las naves avanzaban difícilmente, en medio de los cadáveres. Había sin duda, entre ellos, flotando sobre los fragmentos de los naufragios, muchos heridos y moribundos, pero ¿quién podía detenerse a rescatarlos? En la borda de la capitana de Colonna, apoyado en Samuel y en Antonello, vi, vueltos hacia nosotros, sus ojos desesperados, sus manos torcidas por crispaciones atroces. Recogimos algunos, como si pescáramos al azar, con arpones, con redes. En Corfú se desgranaron los príncipes. El de Urbino tornó a sus tierras por la vía de los Abruzos; partieron también el conde de Santa Fiora y el duque de Parma. Supe después que en Venecia los festejos habían sido incomparables; que el bajel de Giustiniano, portador de las nuevas, había entrado en el muelle de San Marcos, como una gran señora lujosa, arrastrando por el agua las banderas infieles, a modo de una cauda multicolor, bordada de medias lunas y de estrellas áureas; y que cuando el dux quiso llegar a la basílica para rendir gracias a Dios casi no logró abrirse paso, con la Señoría, en el apretujamiento de la muchedumbre vociferante.
Yo debía cambiar de navío en Messina, para seguir en el que conduciría los restos de los caballeros de Santo Stefano hasta Pisa, donde se hallaba el enterratorio de la orden. Mandé que le quitaran a Horacio el escudo adornado con una escena de los Triunfos del Amor, de Petrarca, pues deseaba conservarlo en Bomarzo, pero le dejé su espléndida armadura. Lo resolví automáticamente, y escuché mis pocas palabras como si procedieran de otros labios, remotos, en las tinieblas que oscurecían a la flota y que sólo mis ojos captaban. De tanto en tanto, aunque no hacía frío, temblaba en el abrigo de las pieles de oso. Las canciones y las risas de los marineros ascendían hacia los mástiles, entre el rítmico golpe de los remos, mientras yo palpaba, en mi rostro, sobre los pómulos magros, las arrugas, la definitiva vejez.
En Messina se incorporó a mi pequeño séquito el padre de Samuel. Hubiera podido ser su abuelo, aquel anciano cuyas características raciales se acusaban en sus rasgos con más evidencia que en los de su hijo y que configuraba el tipo del judío tradicional de nariz ganchuda, barba rala, negros ojos averiguadores y manos sarmentosas; el del oscuro ropón que se despega del cuerpo escaso. Se llamaba Salomón Luna y venía de Tiberíades, donde se había enterado por azar de la mala suerte de su vástago, luego de aguardarlo inútilmente. Había salido de allí, en su busca, porque lo amaba por encima de todo. No bien lo conocí, a pesar de las circunstancias que me velaban el entendimiento y me apartaban de cuanto sucedía en torno, comprendí que me hallaba frente a un hombre de excepcional lucidez. Hablaba poco, mesándose las barbas como si las ordeñase. Samuel me dijo que entre los estudiosos de la Santa Cábala, adentrados en la sabiduría del Zohar, del Libro del Esplendor del rabí Simeón ben Yohay, su padre descollaba junto a Elías de Chelm, que con ayuda del libro Yetzirah fabricó al Golem, al hombre ficticio, y junto a Isaac Lurya y sus discípulos Moisés Cordovero, Hagiz, Vital y Josef Caro, autor del Shuljan Aruj, el código ritual de las misteriosas visiones. De Safed, centro de los cabalistas, se había trasladado a Tiberíades, atraído por el falso duque de Naxos. Vivía allí rodeado de manuscritos, meditando, orando, esperando a Samuel. Cuando éste cayó en manos de Horacio, después de que la nave que lo llevaba a Palestina fue hundida por los caballeros de Malta, el rabí Salomón no paró hasta enterarse de cuál había sido su destino y, no obstante los riesgos que entrañaba el viaje por un mar que infestaba la piratería barbaresca, regresó a Italia en pos de su hijo. Si Dios había dispuesto que Samuel fuese esclavo, él lo sería también. Lo seguiría siempre, mendigando, puesto que así lo exigía el Señor. Aquel relato extraño y conmovedor me dejó indiferente al principio. Toleré que el anciano subiera a bordo y nos acompañara a Pisa, y eventualmente que nos escoltara hasta Bomarzo, pero ninguna preocupación nueva podía distraerme de la que me embargaba. Durante el viaje, conversé con él en dos ocasiones. Los números y las letras no guardaban secretos para su clarividencia mágica. Cualquier palabra, cualquier signo, encerraba para él en el hermetismo de su contextura, otro vocablo y otra señal. Fue entonces cuando intuí que quizás Salomón Luna sería el único capaz de resolver el enigma de las cartas de Dastyn al cardenal Orsini. Samuel, entre tanto, modelaba una estatuilla de Horacio, revestido de su armadura grecorromana. Era bella y simple, harto diversa en su sencillez popular, del gusto suntuoso inseparable de la escultura de entonces. Pensé que dedicaría la última roca de Bomarzo a reproducir esa efigie, pero luego me convencí de que no, de que aquella piedra había sido reservada para recibir la imagen del Demonio, la imagen que había visto en el espejo y que no podía faltar en mi gigantesca galería biográfica.
Dios y el Demonio me inquietaban conjuntamente. Tornaba a ellos de continuo, en mis desazonadas especulaciones, mientras los galeotes nos impulsaban rumbo al enterratorio de Pisa, donde Horacio reposaría para siempre, bajo el manto de la roja cruz, entre sus hermanos de la orden de Santo Stefano. La aparición de la cabeza terrible en el espejo; la estampa de Don Juan de Austria, de hinojos en la Real, como un mensajero divino cuya santidad se comunicaba al contorno; la bendición imprevista de Ignacio de Zúñiga, surgida del fondo de los años y los años; y la muerte de Horacio Orsini, resumen de las grandes muertes que yo había provocado, alegoría de mi propia muerte y condena, se sumaban a modo de otros tantos indicios que me exhortaban a que me preparase. Los daños que había causado en aras de mi vanidad se presentaban ante mis ojos con relieves profundos, plenamente, como si me hubiesen arrancado una venda. El hombre de la Edad Media, el viejo Orsini esencial, cristiano, cargado de culpas, desplazaba al hombre del Renacimiento y a su pagana indiferencia orgullosa. Los siglos en los cuales se afirmaba mi poder y que nutrían mi soberbia, me cobraban por fin la deuda del privilegio. Para ser un hombre del Renacimiento cabalmente, había que andar por el mundo sin más riqueza que la propia voluntad. Mi riqueza, en cambio, fue la de quienes me precedieron. Quise rebelarme contra ella sin dejar de usufructuarla, lo cual era imposible. Inventor de monstruos simbólicos, en el parque de Bomarzo, no me percaté de que yo mismo me había convertido en un monstruo, al tratar de realizar la síntesis astuta de las contradicciones. Y ahora la vida se me escapaba de los labios y carecía del tiempo necesario para redimirme y para alcanzar mi auténtica expresión. Ni yo mismo sabía, en ese instante crucial, qué era, qué significaba, tironeado por energías opuestas. Cuando me prometieron que mi vida sería eterna, vibré de loca arrogancia, como si le ofrecieran un incomparable instrumento a mi pasión de triunfar, de imponer mi extravagancia mediocre, tiránica, absurda, que no retrocedía ante la sangre de los otros, porque mi pobre físico se alimentaba de sangre para olvidar su pobre hechura y porque mi alma era mezquina como mi cuerpo, se había contagiado de mi cuerpo, se había retorcido como él; y a esta altura de la descomposición, respirando ya las miasmas de la muerte, comprendía que si había menester de prolongar mi pasaje por el mundo y de internarme en las sombras de un futuro sin término era porque lo requería la penitencia de mi pecado. El duque Orsini no debía hacer las cosas a medias. Cuanto le concernía —y al reflexionar así no advertía qué intacta seguía la maldición de mi orgullo— demandaba soluciones extremas, únicas. Desvariaba, alucinado, enfermo. Actuaba rodeado de pecadores, husmeando el aire turbio del pecado que impregnaba a mi época, como si fuese el solo pecador, como si fuese el solo culpable, el encargado de pagar todas las culpas. Los complejos que había creído destruir, me ahogaban en la soledad. Me aplastaban mi joroba, mi ruindad, mi infinita desesperación abandonada. El miedo fundamental me hincaba las uñas, y veía en el incesante batir de las olas contra los flancos del zarandeado bajel, mi emblema exacto. Repasaba las cuentas del rosario de Don Juan y me encomendaba a los santos de mi linaje, a los papas Boveschi. De dos judíos dependían, repentinamente, mi porvenir y mi salud sempiterna; Salomón Luna tendría que suministrarme la fórmula de la inmortalidad, y Samuel Luna tendría que edificarme, ahuecando la roca, la ermita evocadora del horror del infierno que me serviría de refugio. Les entregaría el castillo a Marzio, al barón de Paganica, a Vitelli, a quienes lo deseasen, y me encerraría, borrado de la memoria de todos, con un sayal y un rosario, en el terrestre infierno, a reconquistar, hora a hora y día a día, la perdida gracia. Románticamente, principescamente exagerado, así planeaba yo mi futuro ascético, cuando regresaba a Bomarzo por los caminos de la dulce Toscana. De cuantos pavores me aquejaron, el más intenso ha sido el de la soledad. Y ahora me sentía irremediablemente solo, entre fantasmas. Hasta le aseguré a Salomón que, si descifraba las cartas de Dastyn, le devolvería la libertad a su hijo. El rabí me respondió que ni él ni ningún cabalista otorgaban crédito a la leyenda del hombre inmortal sobre la tierra, que esas cosas quedaban —y sonrió levemente en el temblor de su barba caprina— para Teofrasto Paracelso, pero que, de cualquier modo, estudiaría los textos y trataría de interpretarlos.
Cleria Clementini había explotado mi ausencia para afirmar en Bomarzo su señorío. El dominio que ejercía sobre mis vasallos, fundado en dádivas constantes, en nada se parecía al que logró la bondad de Julia Farnese. Era superficial; procedía de convenciones, de ventajas. La ridiculez de la castellana rayaba en lo insoportable. Más gruesa, más espesa, más cargada de joyas, cambiando constantemente los aderezos y los vestidos, se daba aires de reina. Ni siquiera la abnegación condescendiente de Cecilia Colonna pudo seguir tolerándola. La princesa ciega había terminado por recluirse en sus aposentos, restando así un elemento importante a la pequeña corte inventada por mi mujer. Ésta no contaba, para exhibir sus pompas infructuosas, con más testigos que el duque de Mugnano, a quien aquel teatro divertía sobremanera, Porzia, Segismundo, Pantasilea, Fabio y algún visitante de paso. De vez en vez, el cardenal Madruzzo, que moriría un lustro más tarde, descendía de su coche ante el portal y elevaba con su presencia el modesto nivel de las reuniones en las que los mimos y juglares de Mugnano desempeñaban la parte principal. Cleria había impuesto por cansancio a sus presuntos Clementini. El papa San Clemente y los condottieri de Rímini no se despegaban de sus labios. En el salón central, junto al horóscopo de Sandro Benedetto pintado por Andrea Sartorio, había hecho poner el escudo de la cabria de oro y las tres estrellas de plata, timbrado por un león con cuernos en la cimera, y no tuve ánimo para ordenar que lo quitasen. Allá ella. Sin duda interpretó mal mi actitud, pensando que cedía, que aprobaba, que yo también entraba en el juego irrisorio, porque, habiendo temido al principio que desalojara las armas intrusas, se regodeaba ahora de satisfacción. Pero mi indiferencia, que no era fruto del desdén sino de mi nueva compostura distante frente a todo, concluyó por chocarla más que mis pasadas ironías y prohibiciones. Había descontado que, al regresar yo a Bomarzo, el ritmo de la vida cambiaría radicalmente. Calculaba que, sumadas su holgura económica y mi posición, Bomarzo se transformaría —no bien transcurriese el período de duelo establecido por el fallecimiento del primogénito Horacio— en el gran eje mundano con el cual soñaba siempre. Había confeccionado listas de huéspedes, secundada por mi primo el duque y por su círculo, y mi declaración de que proyectaba deslizar mi vida en el retiro, la desconcertó al comienzo y luego la ofendió e irritó profundamente. Incapaz de captar la crisis espiritual por la cual yo atravesaba, repitiendo para tranquilizarse y para acallar los comentarios malévolos de Fabio, que ella se debía sólo al pesar provocado por el fin de mi hijo querido, y que el tiempo restañaría pronto las heridas, tascaba el freno y, cuando se convenció de la inexorable seriedad de mis propósitos, una hirviente furia sucedió a su primer entusiasmo. ¿Cómo?, ¿el duque volvía del golfo de Lepanto, ungido por la gloria, y aspiraba a desaparecer, a que se apagaran las luces de la fiesta palatina? ¿Acaso el duque no sabía que doquier se agasajaba a los héroes de la magna empresa; que el triunfo de Marcantonio Colonna, al entrar en Roma cubierto de brocado de oro, arrastrando a quinientos esclavos turcos, la cuerda al cuello, había superado al de Escipión, y que el banquete para honrarlo se había servido en el Capitolio? No, no lo ignoraba. Estaba al tanto de los carros cargados de armas, de despojos de los navíos del sultán; estaba al tanto de la recepción tributada por Pío V, en la basílica de San Pedro, donde había aguardado al vencedor con veinticuatro cardenales y parte del patriciado, que centelleaban como rubíes; estaba al tanto de la columna de plata —la columna de los Colonna— que el general había entregado a la iglesia de Aracoeli, donde el jefe de los Colonna y el jefe de los Orsini se habían purificado, dos siglos atrás, en un baño sembrado de pétalos de rosa. ¿Y entonces?, ¿por qué no había ido yo a Roma, a participar del desfile memorable?, ¿por qué no la había llevado a ella a gozar de la notoriedad que le correspondía, mientras los séquitos atravesaban los foros imperiales y las voces se levantaban, sonoras, en el tedéum, sobre las lanzas y las banderas? ¿Acaso el duque de Bomarzo y su sobrino Nicolás Orsini no habían intervenido en la jornada naval más ilustre que la historia recuerda, más ilustre que Actium? Mi único beneficio, luego de una campaña fatigosa en la que había perdido a mi hijo, ¿consistiría en colgar el escudo de Horacio en medio de los trofeos de mi casa, y en dirigir, como un capataz de albañiles, a unos esclavos infieles que removían piedras en el parque?
Espiaba, colérica, mis andanzas entre los monstruos del Sacro Bosque, con los dos judíos. Cuando me enclaustraba junto a Salomón Luna en el gabinete de Silvio de Narni, que Samuel y Antonello habían limpiado de objetos inútiles, Cleria lo comentaba con Porzia. Habíase anudado entre ambas una curiosa relación. La melliza de Juan Bautista, la exmeretriz de Bolonia, se deleitaba con esa amistad como con un sahumerio. Habituada, pese a su belleza, a que la tuvieran en menos, si abandonaba el amparo de los moros de Mugnano, y a que le hicieran sentir, con mínimas insinuaciones crueles, lo irregular de su situación, le agradecía a Cleria su cortesía afectuosa, sin columbrar que ésta emanaba de la necesidad de la duquesa de hacerse de aliados; y sin notar que el mejor camino que Cleria podía seguir, para ganarse la voluntad de mi primo, era halagar a su amante. Porzia también sufría la decepción que emanaba de mi conducta. Mientras esperaba con Cleria mi retorno, había compartido sus ambiciones. Se dijo que las cosas cambiarían para ella cuando yo volviese a Bomarzo; que, afianzada por la inmunidad que le aseguraba su insólito vínculo con la señora del lugar, desempeñaría un papel importante en la vida nueva del castillo; y ahora, con la de Cleria, se derrumbaba inopinadamente su confianza. ¿Qué les representaban a ambas las alhajas multicolores, los opulentos vestidos, los nocturnos procedimientos desagradables que utilizaban para conservar la frescura del cutis, como el de envolverse el rostro con vendas angostas que sujetaban tajadas de ternera cruda embebidas en leche? ¿Qué le representaban también a Pantasilea, que añadía a los de la duquesa y a los de la barragana del duque de Mugnano su propio apetito frustrado de miembro flamante de la familia Orsini y que, casada con un pobre hidalgo tuerto, que tenía por único bien un collar de perlas y lapislázuli, regalo de un príncipe vicioso, aspiraba a suplir con la compensación de las elegantes zalamerías la flaqueza de sus hogareñas finanzas? Conspiraban las tres, rodeadas por la bulla de los bufones y los saltimbanquis de Mugnano, que reiteraban las pruebas demasiado conocidas. Se asomaban a la loggia de la Gigantomaquia y me observaban de lejos, cuando iba, renqueando, apoyado en mi bastón y en el hombro de Antonello, del laboratorio del rabí a la obra de Samuel Luna.
Esta última progresaba arduamente. El judío había trazado, de acuerdo con mis indicaciones, el diseño de una cabezota de nariz achatada, redondos ojos vacíos, marcados arcos superciliares y bocaza abierta, remedo de los rasgos que espantaron a mi espejo. Lo más penoso de la tarea, a cargo de los esclavos turcos, al trasladar el dibujo a la piedra, consistía en ahuecar su interior como el de una caverna para convertir a la gran roca en la habitación del eventual ermitaño. Desde el amanecer, como cuando emprendí los trabajos anteriores, el parque resonaba con el golpeteo de los instrumentos duros, y los aldeanos, que no contribuían a la faena esta vez, se comunicaban su asombro al ver perfilarse, entre los prodigios del Bosque, la pesadilla de la testa infernal. Yo alentaba sin cesar a los obreros para que apresurasen la labor, aseverándoles mayores recompensas, y otro tanto hacía con el rabí Salomón que, emparedado día y noche en el laboratorio, descomponía palabra a palabra los escritos de Dastyn, según un método totalmente distinto al de Fulvio y al de Silvio —cuyas impericias, en lo que atañe a los asuntos herméticos, corroboré—, y buscaba, dentro de cada vocablo que desmontaba como si fuese un mecanismo, el hilo rebelde de mensaje. Frente a sus dudas escépticas concernientes a la eficacia de lo que hallase, crecía mi certeza de que ahí, en esos sobados pergaminos, se escondía el secreto de la inmortalidad. Trémulo de impaciencia, no me quedaba tiempo para consagrarlo a mis propias desazones íntimas —dispondría, después, de espacios sin medida para dedicarlos a atormentarme y a serenarme alternativamente, con un masoquismo utópico—, ni a la abigarrada compañía del castillo, que no contaba con más aporte, en su afán de enterarse de pormenores inéditos de la batalla de Lepanto que explotaría en improbables conversaciones futuras, que los datos suministrados por el circunspecto Nicolás. Alguna tarde me detuve en el salón, atraído por las voces de Violante, de Madruzzo y del poeta Betussi, y los oí discutir acerca de los resultados del encuentro naval. Como siempre, quienes no habían actuado en la campaña se erigían en sus censores, quejándose de que no hubiéramos aprovechado la victoria para apoderarnos del Peloponeso, de las islas vecinas y acaso de Constantinopla. Cuando Nicolás arguyó que carecíamos de víveres, respondieron que podíamos hacerlos llegar de Sicilia y de los almacenes otomanos de Patrás; cuando habló de que nos faltaban galeotes, demostraron que sobraban en las capturadas galeras; cuando dijo que la cifra de nuestros muertos era muy alta, objetaron que la de los sobrevivientes era mucho mayor. Tenían réplicas para todo, esos tácticos caseros, especialmente el duque de Mugnano y Segismundo, que no se consolaban de no haber intervenido en la empresa. Arrellanado en mi silla, los escuchaba, lejano, como si ellos hubiesen sido los capitanes de la Liga, y Nicolás y yo su público obsecuente. Mis ojos iban hacia la estatuilla de Horacio Orsini, puesta sobre una de las mesas, entre las efigies rodeadas de perlas que me obsequió el papa Clemente VII el día de mi primera boda. Más que nunca, el anhelo de apartarme definitivamente, de enfrascarme en el análisis de mis inquietudes, devanando la madeja confusa de mi vida, me estremecía entonces. Y, mientras Cleria, Violante, Pantasilea y Porzia enmarcaban la púrpura de Madruzzo con el aparatoso ludir de sus ropajes, y Segismundo ensayaba, ante los mármoles de la chimenea, bélicas actitudes, la mano nerviosa en el puñal de la cintura, yo me retraía, taciturno y pesado como los osos de mi blasón, esperando que mi silencio bastaría para contrarrestar sus alusiones airadas a la desconsideración que significaba, por parte del duque de Bomarzo, no autorizar las fiestas conmemorativas que habían planeado para nuestro regreso.
Sus vínculos con los banqueros Chigi le habían enseñado a Cleria, desde niña, a disimular y a contemporizar, con tal de obtener sus objetivos, y aunque ante mi resolución de abstenerse de colaborar en sus codiciosos proyectos de escalamiento mundano, se había conducido con relativa astucia, rastreando la oportunidad de abatir mis defensas con su tenacidad, llegó el momento en que la certidumbre de su impotencia la obligó a poner en juego la carta que le había facilitado Porzia. Confieso que me desconcertó en el primer momento y que casi sucumbí frente a su extorsión. Me informó de que deseaba conversar conmigo una mañana, enviando un paje a la terraza del Sacro Bosque desde la cual yo asistía a los progresos de la Boca del Infierno que Samuel labraba a recios golpes de su martillo, secundado por los turcos.
Al iniciar el coloquio, Cleria me comunicó que Porzia había sabido, por una carta que Silvio de Narni, torturado por los remordimientos, le había mandado poco antes de su extraña muerte, cuál había sido mi responsabilidad en el fin de Maerbale. Lo singular es que Cleria no censuraba mi proceder; utilizaba mi crimen para hacerme víctima de un chantaje cuyos móviles eran tan frívolos que su desproporción resultaba absurda. En lugar de espantarse ante el fratricidio, ella y Porzia traficaban su secreto delictuoso a cambio de que yo abriese francas las puertas de Bomarzo a sus perspectivas de brillo superficial. He dicho que al principio vacilé. Al fin y al cabo, lo que se me exigía era muy fútil, casi pueril, pero comprendí que, sin percatarse de ello, Cleria obraba como un instrumento de la providencia y me brindaba la coyuntura de avanzar por el camino de la salvación. No cuestioné la autenticidad de lo que confesaba Silvio, reforzando así su revelación, y le contesté que podía emplear la carta como juzgase conveniente. La sorpresa, con la cual no contaba, la dejó absorta. Añadí que yo desaparecería en breve y que entonces Bomarzo sería suyo y la duquesa estaría en situación, con sus medios sobrados, de darle al castillo el destino que se le antojase. Eso —mi desaparición— era precisamente lo que más temía. Sin mí, Bomarzo perdería su atractivo principal, puesto que yo era el verdadero Orsini, el amigo de Hipólito de Médicis y de Julia Gonzaga, el creador de los monstruos originales que se comentaban en las cortes, el héroe también de Lepanto, y por otra parte Cleria se llevaba tan mal con mis hijos y con mis empacados yernos que no dudaba de que mi sucesor suprimiría cualquier tentativa suya de hacer valer su influencia. Rogó, braveó, conminó. Fue en vano. Nada me hubiera costado, en realidad, acceder a sus súplicas grotescas y obtener para su hambrienta vanidad el alimento que ansiaba desde que Madruzzo bendijo nuestra desigual unión, pero Cleria no advertía que con su intimidación le había mostrado el rumbo exacto a la posibilidad de liberarme. La dejé, asfixiada por la vergüenza y por la ira, mascullando amenazas, y, al descender al laboratorio donde el rabí meditaba sobre el horóscopo y el augurio de Sandro Benedetto respiré por primera vez en años el aire diáfano del alivio.
Mis relaciones con Nicolás Orsini no habían sido nunca muy estrechas. De niño, veía en el heredero de Maerbale a una prolongación de su inseparable Horacio, y de muchacho esa impresión continuó siendo la misma, pero el recelo que me causaba su amistad, la cual marcaba la distancia de las generaciones y subrayaba que los lazos que me unirían a mi primogénito no podrían ser jamás tan fuertes como los que lo vinculaban con su compañero de armas, me impidió aproximarme al hijo de Maerbale y de Cecilia. La muerte de Horacio sumió a Nicolás en un estupor que tardó en sacudir. Camarada invariable suyo en el amor y en la guerra, habituado a un diálogo permanente en el que los anhelos comunes acentuaban su solidaridad, andaba ahora como si hubiera sufrido una amputación. Rondaba alrededor de mí, como un perro triste, y se acostumbró a acompañarme, sin apenas cambiar palabra conmigo, cuando visitaba a Salomón Luna y cuando inspeccionaba la obra que dirigía Samuel. Me interrogaba, a veces, sobre los personajes de los retratos familiares y sobre la significación de las esculturas del Bosque. A pesar de su parecido con Horacio, que hacía de él una exaltación de mi propia imagen, hermoseada y perfeccionada, no lograba quererlo. Quizás no le perdonaba, rehusándome a confesarlo, que él hubiera sido el sobreviviente y Horacio la víctima. Pero la manera como lo excluí de mi afecto aun entonces (diciéndome acaso, para tranquilizarme, que lo hacía porque el derrotero que me aprestaba a seguir me vedaba la gracia de nuevos cariños), no consiguió acaparar mi atención de suerte que no advirtiera en Nicolás un cambio. Esa modificación de su actitud hacia mí, tan sutil que sólo mis antenas alertas pudieron percibirla, se produjo meses después de nuestra vuelta a Bomarzo y no se tradujo en ninguna reacción evidente sino en algo indefinible, que flotaba en la atmósfera que lo circuía. Por lo demás, la preocupación de acelerar mis dos proyectos complementarios me trababa para acoger otras inquietudes.
La aclaración del enigma del alquimista Dastyn y el término de los trabajos de la Boca del Infierno, se produjeron casi simultáneamente. Como su antecesor, el rabí Luna encendió los hornos y se cubrió el rostro con la máscara de cristal para manipular las materias herméticas, hasta que, aplicando la fórmula que escondían las cartas dirigidas al cardenal Napoleón Orsini, produjo el brebaje esperado que me procuraría la inmortalidad presunta. Eso ocurrió el 1.º de mayo de 1572, fecha del deceso de San Pío V.
Quien haya tenido la paciencia de leer estas páginas desde su comienzo lejano, comprenderá la emoción que me invadió cuando el judío me hizo saber que sus esfuerzos habían sido coronados. Mi vida entera, a partir del instante en que Sandro Benedetto le comunicó a mi incrédulo padre mi destino prodigioso, estuvo gobernada por el misterio de ese anuncio. Como una lámpara mágica, de cegadora luz, la promesa se balanceó sobre mi frente dondequiera me hallase. Era algo tan mío, que esa claridad parecía surgir de mis entrañas. Ni en los momentos de mayor desvarío, en que el torbellino de las pasiones me arrastró como una brizna, dudé de la verdad de la profecía que me sirvió de impulso. Ahora entendía por fin su razón, que no penetré en mis años mozos, cuando imaginé que el privilegio extraordinario que me aislaba entre mis semejantes tenía por sola meta la eterna consagración de mi orgullo de hijo de una raza olímpica y mi triunfo sobre la carne contrahecha que me había asignado la fatalidad, porque la inminencia de una vida infinita se producía sabiendo yo que debería emplearla en purgar mis faltas. Las muertes crueles, los egoístas amores oscuros, la sujeción de cuanto me rodeaba a mi arbitrio de Narciso deforme, los diabólicos tratos y sobre todo el prescindir soberbio de Dios, a quien suprimí (como si ello fuera posible) de mi existencia, recurriendo a él sólo en las ocasiones contadas en que supuse que le impondría, de igual a igual, mis condiciones de príncipe güelfo engreído por su alianza con santos innumerables, requerían un pago trascendente. Aun entonces —insisto en que aun entonces— la pérfida arrogancia de la cual no me desprendí ni en la hora suprema en que creía haber encontrado la senda del perdón divino, clavó en mi pecho sus garras, porque no me percaté o no quise percatarme de que al proclamar que a la magnitud de mis culpas le correspondía la magnitud de la prerrogativa de la inmortalidad expiatoria, procedía como si yo mismo fuese Dios, concediéndome un derecho único. Prueba de ello son las tres inscripciones que hice grabar a la sazón en la terraza que mira hacia el oriente, donde invoqué con Silvio a los demonios poco antes del fallecimiento de mi padre en la asediada Florencia, la noche en que oímos en el parque los gritos agoreros del pavo real invisible y en que se derrumbó la armadura etrusca. El propio Samuel trazó sobre las palabras SIC ERIS FELIX las sentencias: NOSCE TE IPSUM; VINCE TE IPSUM y VIVE TIBI IPSUM; así serás feliz: conócete a ti mismo; véncete a ti mismo: vive para ti mismo. Yo, yo mismo, siempre yo mismo, conociéndome, venciéndome y viviendo para mí y para alcanzar la felicidad.
En los días escasos que separaron el hallazgo de la clave del alquimista por el erudito de Safed, y la culminación de la escultura del Orco, sucedió un episodio que en otras circunstancias me hubiera desesperado, pero que en momentos en que me aprestaba a renunciar a cuanto me pertenecía sólo obró como un estimulante para mi avidez de desprenderme del mundo. Hubo en Bomarzo un terrible incendio. Delante del Ninfeo, alguien amontonó, al favor de las sombras, algunos de los tesoros más preciados que guardaba allí: astrolabios, relojes, esferas de cristal, relicarios, espejos, autómatas, esmaltes, libros y manuscritos, y les puso fuego. Añadió a la hoguera varias de las piezas que se acumulaban en el gabinete de Silvio de Narni, los textos anotados que yo recordaba la Tabula Smaragdina, el Quadripartitum de Ptolomeo, la pintura del Agatomaidon egipcio, con su diadema zodiacal de doce rayos, los quebrados alambiques, los crisoles, el kerotakis. Todo ello ardió, junto al carro triunfal que se utilizó en mi boda con Julia Farnese y en la de Segismundo con Pantasilea, y que había quedado en la terraza decorativa. También ardieron las cartas de Dastyn al cardenal Napoleón Orsini. Pero ya era tarde. La fórmula había sido hallada y estaba en mi poder, con el vaso que contenía el líquido brumoso.
Los aldeanos próximos y los criados del vecino Segismundo acudieron a combatir las llamas con inútil empeño. Las lenguas candentes crecieron alrededor de la osa áurea del carro, y fue como si mi vida pasada se quemase en la pira que evocaba los autos de fe que los Predicadores del Arrepentimiento, émulos de Savonarola, multiplicaban en las ciudades toscanas, al son de las trompetas, incinerando retratos de meretrices, volúmenes de pagana poesía, ropas de carnaval, peines, arpas, laúdes, perfumes, y que los mercaderes venecianos trataban en vano de rescatar, ofreciendo por esos objetos muchos florines de oro. Bastante más valían las piezas de mi colección, que se perdieron, dignas de la de los sacros emperadores, pero no me inmutó el despojo. Nada podía inmutarme. A la claridad roja, verde y amarilla del incendio, que se retorcía con acres olores entre bruscos estallidos, mostrándome, carbonizadas, extrañas figuras que para llegar a mis manos habían debido realizar penosos viajes, a veces desde las bárbaras fronteras, divisé, en el plano superior que dominaba el distante templete de Julia y en el cual se elevaban, caprichosamente, el elefante de Abul y de Beppo, el colosal Neptuno que representaba a mi inmortalidad, la opulenta mujer que simbolizaba a Nencia, y la lucha del dragón y los perros que aludía a mis guerras de Metz y Picardía, el enorme mascarón del Infierno, con la leyenda de inspiración dantesca en torno de la dilatada boca: Lasciate ogni pensiero voi che intrate. Allí estaba mi ermita, mi celda, mi última verdad. Le dije a mi hijo Marzio que a él le tocaría investigar el atentado pues muy en breve, tal vez dos o tres días más tarde, Bomarzo sería suyo. Aunque estaba al tanto de mi intención de retirarme, que nadie desconocía, la noticia lo sorprendió. El incendio lo privaba de magníficas posesiones, pero intuí su sobresalto, su estremecimiento de placer. Cleria, que estaba a un lado, detrás, y que ni aun en esa ocasión abandonaba el empaque de la etiqueta, me había oído. Sus ojos brillaron en la oscuridad. Acompañado por Segismundo, por Nicolás, por el rabí, por su hijo Samuel y por Antonello, ascendí la cuesta del castillo, lentamente.
Antes de subir los nueve escalones de la entrada de la Boca del Infierno, que según pensaba me desterrarían para siempre de Bomarzo, en el corazón mismo de Bomarzo, de Polimartium, decidí hacer una confesión general. De ello se ocupó el más viejo de los frailes franciscanos que custodiaban el templo de Julia, quien me escuchó alternando las expresiones del espanto cristiano con las de la mundana indulgencia ante las aberraciones del nieto del cardenal Franciotto, su protector. Hubiera preferido yo que me absolviera Ignacio de Zúñiga, pero el jesuita hidalgo estaba lejos y no volveríamos a vemos. Comulgué después en la capilla, puesto de hinojos delante del esqueleto adornado de grises flores que había mandado depositar allí, dentro de una urna de cristal, y que no me resolví a desalojar de su colocación para no provocar un escándalo pueblerino, pues suscitaba a la redonda una veneración vasta, y las aldeanas le rezaban especialmente en las vísperas de su alumbramiento. También estaba yo en las vísperas de uno, de modo que más de una vez, mientras se desarrollaba la misa, levanté mis ojos hacia la misteriosa figura desdentada. Mirándolo, recordé a mi padre, a la tristeza de su crueldad. Había vestido para la ceremonia, a fin de otorgarle la máxima importancia, el ropaje ducal que me aderezaron cuando las fiestas en que el papa ungió a Carlos Quinto, el rojo manto arcaico con cuello de pieles, que disimulaba mi giba, y la media corona. Ni Cleria, ni Pantasilea, ni Porzia, asistieron al oficio; tampoco Cecilia, recluida en su lecho de enferma. Entre Segismundo y Marzio, teniendo detrás a mis hijos restantes, a mis yernos y nueras y a Nicolás Orsini, recorrí las cuentas del rosario de Don Juan de Austria. Luego de la bendición, me despedí de todos. Me besaron en la mejilla, y Segismundo me abrazó tiernamente. Quedé solo en mi habitación hasta el crepúsculo, meditando. Mis hijos calculaban sin duda que mis intenciones de anacoreta no se prolongarían mucho, que en breve regresaría al castillo, con reclamaciones, y comenzarían los pleitos. Reunidos en la loggia de la Gigantomaquia de Zanobbi, discutían apagando las voces hasta reducirlas a unos vehementes susurros sobre los cuales se elevaba el timbre atiplado del barón de Paganica. Yo sabía que de mi parte no habría pleitos; que los dados habían sido echados concluyentemente y que si mi resolución alimentaba diferencias y litigios, ellos se producían ante mi abstención, entre mis herederos. Su zumbido crecía, como si el castillo se hubiera transformado en una colmena enorme y los zánganos riñesen sobre la disputada miel que cuidaba una reina insobornable, Cleria Clementini. Sonreí, a pesar de mis propósitos de contrición.
Cuando cayó la noche, abrí la puerta. Me aguardaban, de acuerdo con mis instrucciones, el rabí Salomón, Nicolás —a quien incluí en memoria de Horacio— y Antonello. El rabí tomó la copa, la entregó a Nicolás, que en la ocasión representaba a mi estirpe, y bajamos al Sacro Bosque. Adiviné, en las ventanas titilantes del castillo, cabezas curiosas. La de Cleria estaba a oscuras. Como me incomodaba el manto, que luego mudaría por un sayal, despojándome entonces también de la corona, Antonello levantó su extremo de terciopelo escarlata, como un paje caudatario. Hasta el final, el gusto innato, barroco, por el ritual solemne, me acompañó. La propia ermita fantástica que había escogido, participaba de esos caracteres. Todo lo mío debía ser excepcional.
Numerosas antorchas, que Segismundo había hecho encender en la noche perfumada de mayo, iluminaban el parque. Movíanse a su claridad, como vagos, pausados, soñados bailarines, las estatuas romanas que distribuí entre los laureles y las rosas del jardín de mi abuela. Avanzamos en medio del rumor de las fuentes. Si me volvía a observar a mi pequeña comitiva, veía brillar la copa de cristal en las manos de Nicolás, la estrella de plata que colgaba del cuello del judío, los dientes blancos de Antonello, el chorro trémulo de los surtidores, las antorchas humosas que ocultaban los cipreses y, detrás, en la altura, las ventanas amarillas de la fortaleza de Bomarzo.
—La noche es más hermosa que el día —dijo Nicolás.
—De noche —dijo Salomón Luna— estamos más cerca de Dios.
El concierto familiar de las ranas y los búhos ensayaba en el Bosque sus réplicas líricas. Las arquitecturas de la terraza del Ninfeo, donde persistían las huellas incendiarias, las de los obeliscos y de la casita inclinada que dediqué al cardenal Madruzzo, se destacaron en la lividez astral. Llegamos al plano superior, por una de las dos escalinatas graciosas que partían de ese Ninfeo que había albergado tantas ilusiones extravagantes. El rosario enroscado en mi muñeca, al golpear contra los balaustres, añadió un débil tintineo a los murmullos y tuve la impresión de que arrastraba una cadena, de que el sonido suave que medía mi ascensión correspondía a unos grilletes, porque yo también, como los galeotes de Lepanto, era un cautivo. Arriba, los monstruos nos aguardaban. Componíamos una estampa fabulosa, una ilustración para uno de esos libros mágicos que se titulan Musaeum Hermeticum o Amphiteatrum Aeternae Sapientiae: el rey jorobado; su paje negro que sacudía las plumas del turbante; el viejo hebreo barbudo del ropón fúnebre, con la estrella metálica; el príncipe del pelo lustroso y el jubón violeta, ceñidas las calzas en las piernas finas, que llevaba un cáliz como si fuera un presente para otro rey; el elefante de piedra, y la cabeza infernal que acechaba para devorarme. Y si se piensa en lo que la copa contenía, se concluirá que el símil no es exagerado.
Una tenue voz se sumó al parloteo de los batracios que parecían contar monedas concienzudamente. La reconocí al segundo: era la de un nieto de la madre de Fabio Orsini, un niño pastor que tañía el arpa. En la quietud de la noche, su canción se levantó, indecisa, y las notas del instrumento se recortaron una a una. Sentí entonces que una desgarradora nostalgia se apoderaba de mí: nostalgia de mi juventud, de mi adolescencia remota, nostalgia de la vida simple que había perdido, algo semejante a la melancolía, para muchos incomprensible, de Segismundo, el día en que me dijo que ya nunca, nunca volvería a bailar los bellos bailes cortesanos, ni a hacer las grandes reverencias, como cuando era joven, al compás de la música, en las salas que enardecía la emoción virgen de los que carecían de pasado y que se tendían las manos los unos a los otros, rozándose apenas las puntas de los dedos y gozando de ese instante intrascendente hasta que no podían soportar más su dulzura y cerraban los ojos para proseguir las rondas cadenciosas de la danza. Las notas del arpa vibraban y despertaban resonancias antiguas. El paisaje conocía bien ese tono que era el de las arpas etruscas. Suspiré, tomé el cáliz que me ofrecía Nicolás y subí los escalones del Orco. No torné la cara para expresarles mi adiós. Rezaba mecánicamente, deslizando las cuentas del rosario, sin pensar en lo que hacía, sin pensar tal vez en nada —lasciate ogni pensiero—, en nada fuera de la voz de ese zagal al que casi no había visto, que tañía el arpa y cantaba como los pastores etruscos.
La testa colosal reproducía, ensanchada, multiplicada, a la que se me había aparecido en el espejo, de modo que apreté los puños al ingresar en su interior, pero no experimenté ninguna angustia sino una bienandanza incomparable. Un psicoanalista explicaría que ello resultaba del hecho de que en aquella penumbra yo hallaba nuevamente la felicidad del claustro materno, el refugio de esa madre a quien no podía recordar, o acaso el abrigo del regazo de mi abuela, la maravillosa Diana Orsini. Una puerta de bronce clausuraba la boca del mascarón, y la cerré. Se insinuó delante de mí como una alegórica pintura de Botticelli, la escena del Orlando Furioso en que Astolfo obstruye la entrada del Infierno con árboles de pimienta y plantas de amonio, para que las arpías no escapen de su prisión, antes de ser recibido en el Paraíso por San Juan. La diferencia fincaba en que yo quedaría adentro, con las arpías.
Un banco de piedra, adosado a los muros, contorneaba la habitación, alrededor de la mesa central de extremos curvos que parecía un catafalco. Todavía siguen allí. Antonello me había improvisado un lecho a un costado, y había puesto junto a él un cántaro de agua y algún alimento. Un cirio solo palpitaba sobre la mesa y coloqué a su lado la copa. Me desembaracé del manto y de la corona y me senté en el banco. Las oscilaciones de la llama desplazaban la forma de mi giba en la desnudez de las rugosas paredes. Ubicado en el medio de la caverna, como si estuviera en la garganta del Demonio, abrí la puerta y contemplé, desde mi encierro, la noche de luna. Perfilábanse, en la cavidad de la boca, bajo los dos grandes colmillos estalactitas, las sombras del bosque, y a través de los agujeros de los ojos brillaba el cielo de plata vieja. Bomarzo se desprendía de mí, que tanto lo amé, aguzando su dolorosa hermosura.
Antonello había acatado mis órdenes. Había dispuesto al alcance de mi mano varios libros de devoción. Los tomé, distraído, y comprobé que había agregado el Garcilaso de Miguel de Cervantes. Pero yo no quería leer ni reflexionar aún. Me acercaba a la cúspide de mi zarandeada existencia, aquella hacia la cual habían tendido, voluntaria o inconscientemente, todas mis discrepantes aspiraciones. El cáliz era alto, grueso, y había sido tallado como un inmenso joyel. El líquido lechoso que lo colmaba se conmovía y temblaba, turbado por secretas fuerzas que provocaban leves burbujas y se dijera que despedía una claridad de ópalo, como si otra lámpara iluminase la roca del recinto. Elevé el cáliz pausadamente, como se hace en los rituales consagratorios, y bebí. Me erizó un largo estremecimiento. Me acosté en el camastro, y la ermita se fue encendiendo de colores acuáticos, de verdes espumosos, de índigos y cobaltos vacilantes. Inciertas figuras —la de Maerbale, la de Girolamo, la de mi padre, la de mi abuela, la de Julia, la de Horacio, la de Zanobbi, la de Segismundo, la de Abul, la de Pantasilea, la de Silvio de Narni, la de Adriana, la de Beppo, la de Pier Luigi Farnese, la de Lorenzino de Médicis, la de Cecilia Colonna, la de Cleria Clementini, la de Juan Bautista Martelli— se dibujaron, titubeando, en el muro que resplandecía como los mosaicos de Venecia.
—¡Dios mío! —murmuré—. ¡Dios mío!
Todavía me alcanzó la lucidez para observar cómo se recortaba la silueta de Don Juan de Austria, en su proa de neblina, y la de Carlos Quinto, con la espada rota en la diestra, y todo se borró. La cantilena punzante de añoranzas y el arpa del pastor, reptaron hasta el zumbar de mis oídos. El tiempo no existía ya. Otras imágenes, extrañas, terribles, comenzaron a ascender de los arcanos. Pero el tiempo no existía. Desde muy lejos, vinieron unos gritos desesperados. Cecilia Colonna se había asomado a la ventana de su aposento, en el castillo y, horadando la negrura con sus ojos ciegos, repetía mi nombre:
—¡Vicino, Vicino, Pier Francesco… Vicino!
Entonces comprendí que iba a morir; comprendí que no iba a vivir para siempre, sino a morir en seguida; comprendí que Cleria, despechada, le había comunicado a Nicolás cuál era la parte esencial que me incumbía en la muerte de su padre, y que el muchacho había mezclado el veneno, mientras caminábamos rumbo al Orco, en el mismo cáliz donde Salomón Luna volcó el filtro que me procuraría la eternidad anunciada por Benedetto. Mi fin resultaba tan paradójico, tan digno de la contradicción de mi vida, tan perfecto, tan propio para fascinar, con su exacta estructura, al poeta que soñé ser, que a pesar de mi espanto, sonreí. Pesadamente, me incorporé.
—¡Dios mío! —volví a murmurar—. ¡Dios mío!
Me acerqué a la mesa catafalco y caí de bruces sobre su superficie. Vibraba alrededor la frase que mi padre había escrito debajo de mi horóscopo, con su letra insolente, aristocrática: Los monstruos no mueren. Sí mueren: los monstruos mueren también; todos morimos; la inmortalidad —me lo había confiado mi abuelo, el cardenal, en su agonía— es la voluntad de Dios; la única; un día morirán los monstruos de piedra erigidos por mi orgullo.
Yo he gozado del inescrutable privilegio, siglos más tarde —y con ello se cumplió, sutilmente, la promesa de Sandro Benedetto, porque quien recuerda no ha muerto—, de recuperar la vida distante de Vicino Orsini, en mi memoria, cuando fui hace poco, hace tres años, a Bomarzo, con un poeta y un pintor, y el deslumbramiento me devolvió en tropel las imágenes y las emociones perdidas. En una ciudad vasta y sonora, situada en el opuesto hemisferio, en una ciudad que no podría ser más diferente al villorrio de Bomarzo, tanto que se diría que pertenece a otro planeta, rescaté mi historia, a medida que devanaba la áspera madeja viejísima y reivindicaba, día a día y detalle a detalle, mi vida pasada, la vida que continuaba viva en mí. Así se realizó lo que me auguró en Venecia, por intermedio de Pier Luigi Farnese, una monja visionaria de Murano, a quien debo esta profecía que ninguno de nosotros entendió a la sazón y que atribuimos a su mística locura: Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo… El duque murió; el duque Pier Francesco Orsini que luego se miraría a sí mismo, asombrado, murió de veneno, sin originalidad, como cualquier príncipe del Renacimiento, en el instante preciso en que creía que tornaba a ser totalmente un ascético príncipe medieval, émulo de los santos insignes de su familia. Pero aun en eso, en la ironía trágica del emponzoñamiento con la pócima que aseguraba el perpetuo subsistir, el duque de Bomarzo fue distinto a los numerosos duques envenenados de su época, como su parque célebre fue distinto a todos los demás, porque cuanto con él se vinculaba fue distinto del resto. Murió esa noche de mayo de 1572 en que yo, tumbado sobre la mesa de la Boca del Infierno, sentí el frío de la piedra contra mi cara.
Un frío más intenso empezó a invadirme las piernas y la cintura y a helarme el corazón, y lo único que distinguía, pues casi no podía moverme, eran mis manos, los largos dedos del retrato de Lorenzo Lotto. Me estiré, gimiendo. Quería besar el rosario de Don Juan, el rosario bendito por San Pío V, que colgaba de mi yerta muñeca, y mis labios quedaron inmóviles a mitad de camino, entre la sarta de cuentas negras y el anillo de Benvenuto Cellini, el de acero puro, lo último, en mi meñique crispado, que mis ojos vieron, antes de que la noche implacable los cegara y me arrastrase, pobre monstruo de Bomarzo, pobre monstruo pequeño, ansioso de amor y de gloria, pobre hombre triste, hacia el bosque de los verdaderos monstruos y de la postrera, invencible, apaciguadora luz.