12
IGNORANDO a la chiquilla rubia que estaba sentada en una piedra junto a la torre, Robert puso la mano sobre la llave, que seguía metida en la cerradura. Pero ahora ya no era brillante y reluciente, sino negra, y se resistía a girar.
—No puedes regresar otra vez —dijo la chiquilla.
Pero Robert no la oyó. Giró la llave, empujó la puerta y entró.
—¡Jennifer! ¡Jennifer! ¡Vianah! —llamó a gritos, y el eco de su voz en la torre vacía se burló de él. Se dirigió hacia la escalera de caracol llamando a Jennifer; pero ni Jennifer, ni Vianah, ni el bárbaro estaban allí para contestarle.
Lentamente, volvió a bajar las escaleras y salió al exterior. A juzgar por la posición del sol y la neblina que cubría la laguna, debía de ser muy temprano.
—¿La has encontrado? —volvió a preguntar interesada la chiquilla.
Robert negó con la cabeza. Luego, totalmente confuso, miró a Kartan y a la niña.
—Pero ¿tú estabas con ella?
—¿Con quién? —preguntó Robert con voz apagada.
—¡Con Vianah! Te he oído llamarla.
Por fin Robert prestó atención a la niña rubia y despeinada que, sentada sobre la piedra, se estaba comiendo un bollo y tenía la boca llena de migas.
—¿Conoces a Vianah? Además, ¿quién eres tú?
Tuvo que esperar a que la pequeña se metiera en la boca el resto del bollo y se lo tragara antes de poder contestar:
—La conocimos hace mucho tiempo. Andrew y Elinor ya casi no se lo creen, pero estoy segura de que Ian sí.
—¿Tú eres Ollie? No, no puede ser. Eres demasiado pequeña.
—Tengo seis años, casi siete —contestó Ollie ofendida—. ¿Qué quieres decir con eso de demasiado pequeña?
—Vianah nunca nos dijo que fueras una chiquilla. Siempre nos habló como si fuerais…
—¿Qué hay de malo en ser una chiquilla? —preguntó Ollie a punto de echarse a llorar.
—Es que me ha sorprendido. No te pongas así. ¿Tú has estado en aquella otra época? ¿Sabes cómo ir hasta allí y regresar?
Ollie asintió con la cabeza.
—Con la llave —dijo.
—¿Puedes volver a hacerlo? Tengo que regresar.
—¿Por Vianah?
—No, por Jennifer. Estaba conmigo. Y tengo que devolver a Kartan.
Kartan los miraba con ojos asustados. Ni siquiera parecía comprender que se trataba de Ollie, de quien tanto le había hablado Vianah.
—Es uno de la gente morena de Vianah, ¿verdad? —preguntó Ollie con una sonrisa—. Estoy encantada de que hayas venido.
—¿Puedes enseñarme cómo funciona la llave?
Ollie negó con la cabeza.
—No puedes hacerla funcionar. Lo único que puedes hacer es esperar a que suceda.
—Pero tú conseguiste volver utilizando la llave.
—Ya no brilla —dijo Ollie, como si eso lo explicara todo—. Ahora no es más que una llave corriente.
—Escucha —dijo Robert armándose de paciencia—, ¿Andrew y los demás son mayores que tú?
—Sí —contestó Ollie—. Andrew tiene trece años.
—¿Puedes decirle que venga? Tengo que hablar con él.
—Está en Londres. Todos los demás están en Londres.
—¿En Londres? ¿Qué demonios hacen allí?
—Nosotros vivimos en Londres.
—Entonces ¿qué estás haciendo aquí?
—Tía Grace está enferma. Vive en Smailholm Cottage y guarda la llave de Smailholm Tower en una caja cerca de la puerta trasera. Cuando se puso enferma, mi madre tuvo que venir a cuidarla. Los demás se quedaron en Londres con papá porque tenían que ir al colegio, pero mi madre me trajo a mí. Yo puedo faltar. Ya leo muy bien —dijo con aire de suficiencia.
—Pero ¿estuvisteis todos allí cuando fuisteis a ver a Vianah? —preguntó Robert.
Ollie afirmó con la cabeza.
—Eso fue el año pasado. Andrew ya casi no se lo cree. Fue tan raro… Pero me hizo prometer que si la llave volvía a brillar, eso fue lo que pasó cuando abrimos la torre y encontramos a Vianah, no la usaría.
—¿Y empezó a brillar?
—Sí. Me desperté esta mañana muy temprano y me acordé de que me había dejado el hidropedal de mi hermano en la laguna. Me lo prestó, pero me hizo prometer que lo cuidaría, así que me levanté y salí a buscarlo. Cuando pasé por la caja que hay junto a la puerta de atrás, donde tía Grace guarda la llave de la torre…
—¿Para qué guarda la llave? —interrumpió Robert.
—Para que los turistas puedan ver el castillo. Su trabajo es guardar la llave. Bueno, pues le eché una mirada, como hago siempre, y brillaba un poco. Había prometido no usarla, pero no había prometido no meterla en la cerradura. Luego, me senté a esperar a ver si venía alguien, y entonces, de repente, ¡apareciste tú! No esperaba que saliera nadie de la torre.
Pensativamente, Robert se apoyó en el muro de granito de la torre.
—¿Qué día es hoy? —preguntó por fin.
—Viernes, me parece. Es muy difícil acordarse cuando no hay que ir a la escuela.
—Pero ¿qué día?
—Veintidós de junio. Mamá me dijo que ayer había sido el día más largo del año, y yo creo que sí…, sin tener a nadie con quien jugar y sin poder hacer ruido porque tía Grace está enferma.
—Pero eso es imposible…
—No haces nada más que hacerme preguntas y luego no te crees lo que te digo.
—Pero eso significaría…, eso significaría que no ha pasado el tiempo —dijo Robert lentamente—. Es imposible. Y ellos no nos habrían echado de menos todavía.
—Pues es verdad —dijo Ollie—. Tía Grace no nos echó de menos.
—Si por lo menos hubiera alguien con quien pudiera hablar —comentó Robert—. ¡Ojalá estuviera aquí tu hermano!
Ollie frunció el ceño, y Robert se dio cuenta de que estaba actuando con muy poco tacto. Era un milagro haberla encontrado, y los demás probablemente sabrían tan poco como ella. En cierto modo, le consolaba saber que tampoco ellos habían controlado los acontecimientos. Aparentemente, solo habían actuado por instinto. Quizá también pudiera hacerlo él.
Fue entonces cuando se le ocurrió volver a las piedras de Arden.
—¿Dónde estamos exactamente? —le preguntó a Ollie.
—Esto es Smailholm y está cerca de Kelso.
—¡Kelso! —repitió Robert como un eco, contento de oír un nombre familiar.
—Pero no es el mismo Kelso. Andrew ha estado en los dos y dice que no son el mismo.
En ese momento vio un coche que circulaba por la carretera que serpenteaba entre la casita de tía Grace y la parte inferior de la ladera. Kartan, que no había demostrado el menor interés durante la conversación, se escondió detrás de una roca, observándolo hasta que desapareció, entre excitado y asustado.
—Era un coche, ¿verdad? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¡Nunca pensé que fuera a ver uno!
—A lo mejor, incluso puedes montar en uno —le dijo Robert.
—Y viajar más rápido de lo que pueden volar los pájaros —susurró Kartan.
La excitación de Kartan levantó el ánimo de Robert. Sería muy divertido llevarle al siglo XX. Para Kartan sería todo todavía más sorprendente de lo que había sido el siglo XXII para él.
—Iremos en un coche —le prometió Robert con firmeza—. Volveremos a Locharden haciendo auto-stop.
—¿Con esa ropa tan divertida? —preguntó Ollie, echando una mirada a los pantalones sueltos, la túnica bordada y la capa de Kartan.
Robert se había llegado a acostumbrar de tal manera a la ropa de Kartan, que no se le había ocurrido pararse a pensar en el efecto que causaría en Kelso, especialmente en un chico haciendo dedo. Solo el hecho de hacer auto-stop ya suponía bastantes problemas.
—Puedo dejarte unos pantalones de Andrew y una camisa —ofreció Ollie.
—Pero Andrew está en Londres —puntualizó Robert.
—El año pasado se dejó aquí unos que se le habían quedado pequeños, y hay una camisa de Elinor que a lo mejor le sirve. Están en un cajón de mi cuarto. Voy a traerlos.
Cuando Ollie volvió, Kartan se puso los pantalones y la camisa para tener un aspecto un poco menos llamativo. Una vez que se hubo recobrado del susto de encontrarse en pleno siglo XX, empezó a mostrar interés por todo lo que veía. De repente, un avión le hizo agacharse, porque, aunque volaba por encima de su cabeza, le asustó con su ruido.
—Gracias a Dios no has aparecido en el aeropuerto de Londres —comentó Ollie.
Aunque los pantalones y la camisa le hacían pasar desapercibido, no podían convertirle en un chico del siglo XX. Una persona que se acobardaba por el ruido de un avión, o que pensaba que una cremallera era un milagro, no iba a poder conseguir pasar por un ciudadano normal y corriente.
—¿Por qué tienes que irte? —preguntó Ollie, observando cómo Robert envolvía la ropa de Kartan en la capa—. Ni siquiera te ha dado tiempo a contarme cosas de Vianah.
—Tenemos que intentar regresar a la época de Kartan —dijo Robert, y le contó cómo habían salido de ella, dejándose a Jennifer.
Ollie se asustó mucho al enterarse de la llegada de los bárbaros y del peligro que corría Vianah. Pero, para Robert, todo aquello no era nada comparado con la idea de que había dejado sola a Jennifer. Habían prometido seguir juntos…
—Escucha, tengo que dejarte ahora —afirmó—. No puedo quedarme ni un minuto. Pronto saldrán a buscarnos, y antes tengo que encontrar a Jennifer. El tiempo ya no puede seguir detenido.
—Tengo que volver —dijo por fin—. Ya es casi la hora del desayuno.
Estas palabras le hicieron recordar a Robert que tenía hambre. ¡Ojalá tuviera un poco de pan de miel para compartirlo con Kartan! Kartan estaba demasiado ocupado haciendo preguntas para pensar en comer. La carretera bajo sus pies, los hilos telefónicos sobre su cabeza, un muro largo y recto, una señal de tráfico, el escudo de armas de Kelso, todo desencadenaba en él un torrente de preguntas, muchas de las cuales no sabía responder Robert. ¿Cómo viajan las voces por los hilos telefónicos? ¿Dónde se hacen las señales de tráfico? ¿En una fábrica?
Aunque era muy temprano y no circulaban demasiados coches, el ruido y la velocidad seguían asustando a Kartan. Una vez que estuvieron cerca de la ciudad se quedó asombrado de la cantidad de gente que había, de la altura de los edificios y del intenso tráfico.
—¡Ya verás cuando lleguemos a Edimburgo! —le dijo Robert—. Hay autobuses de dos pisos y cientos de coches, camiones y camionetas. En los cruces de las calles hay luces rojas y verdes para que los vehículos sepan cuándo pueden pasar.
Pero Kartan estaba demasiado impresionado con lo que veía y oía para intentar imaginarse algo todavía más abrumador.
Cuando llegaron a la plaza del mercado, hasta el propio Robert se quedó sorprendido de la cantidad de gente que había. En la zona reservada para aparcar había tres autobuses, y las calles estaban abarrotadas de niños. «Tiene que ser una excursión», pensó.
Al pasar junto a un niño con dientes de conejo que rondaba por allí, le preguntó:
—¿A dónde vais?
—Al castillo y al zoo —le contestó el niño.
—¿En Edimburgo?
—Sí.
—¿Van todos esos niños? —preguntó Robert.
—Sí.
—¿Y los profesores?
El niño asintió con la cabeza.
—Es para gente de nuestro colegio.
—¿Os cuentan?
—Lo más seguro es que lo hagan cuando hayamos subido todos al autobús.
—Mi amigo y yo estamos intentando ir a Edimburgo. ¿Crees que podremos ir con vosotros?
—¿Os habéis escapado? —preguntó el muchacho con cierto tono de admiración.
—Algo así —dijo Robert.
—Tendréis que sentaros en el suelo —propuso el muchacho—. ¡Eh, Dick, aquí hay dos chicos que se han escapado! ¿Podrán subir al autobús?
—Lo primero que tenemos que hacer es procurar que no los vea Cara de Pez —dijo el otro muchacho—. Si nos sentamos en la parte de atrás, podremos esconderlos.
—¿Cara de Pez?
—El señor Fisher, el profesor —contestó Dick, señalando con la cabeza a un hombre alto, con el escaso cabello cuidadosamente distribuido por toda la cabeza pelada, que estaba junto al autobús revisando listas y contando bocadillos.
En ese mismo instante levantó la cabeza de los papeles y gritó:
—Todos los niños de mi clase subid al primer autobús. Os contaré cuando estéis todos sentados.
Los niños de la clase del señor Fisher se abalanzaron sobre el autobús. Robert agarró por una manga a Kartan, arrastrándole entre un enjambre de niños y niñas que se empujaban sin contemplaciones.
—Con cuidado —dijo el señor Fisher sin hacer nada para controlar el ímpetu de los niños, con lo que Robert y Kartan se encontraron dentro del autobús sin que los hubiera visto el profesor.
Una vez dentro, fueron empujados hacia los asientos de atrás, donde Dick, que era una especie de encargado, les dijo que se sentaran en el suelo. Luego pidió a otros niños que pusieran los abrigos encima, para que el señor Fisher no pudiera verlos desde el pasillo. Cooperaron todos con tanto entusiasmo, que Robert y Kartan estuvieron a punto de morir asfixiados bajo una enorme pila de abrigos y chaquetas.
A Robert le hubiera gustado tener más tiempo para poder contarle a Kartan lo que pasaba. Hasta ese momento, Kartan había estado tan sobrecogido por el miedo que no se había atrevido a decir ni media palabra, pero Robert sabía que, en cuanto se pusieran en marcha, haría algún comentario que pondría de manifiesto que nunca había viajado en autobús. Estaba a punto de sugerirle que fingiera ser mudo y le dejara hablar a él, cuando el autobús arrancó con una brusca sacudida. Dick levantó los abrigos y le dijo a Robert que cruzaran el pasillo y se sentaran en los asientos del otro lado.
—Eric y John tienen más sitio. David y yo no sabemos dónde poner los pies si os quedáis aquí.
Eric y John estaban deseando saber de qué escapaban y adónde pensaban ir, y, una vez más, a Robert le hubiera gustado tener alguna idea de lo que iba a decirle a la gente.
Toda la atención prestada a Robert se desvaneció cuando Dick dijo:
—¡Eh! Este chico viene del futuro y se llama Kartan.
Para entonces, todos los chicos de la parte de atrás del autobús sabían que llevaban a bordo dos pasajeros más. Los comentarios de Kartan se extendían rápidamente entre ellos.
—¡Es su primer viaje en autobús!
—Dice que en el futuro no hay coches —esta noticia fue recibida en medio de una considerable consternación e incredulidad, pero alguien apoyó a Kartan diciendo:
—Mi padre dice que en el año dos mil se habrá agotado el petróleo.
Robert no entendía muy bien cómo podían aceptar con tanta naturalidad que Kartan viniera del futuro, pero todos estaban dispuestos a creérselo. Kartan tenía un aspecto tan distinto a ellos, incluso sin la túnica bordada, que su extraña afirmación podía ser perfectamente posible. Su voz, alta y cantarina, contrastaba con las suyas, de un marcado acento escocés. Los chicos estaban fascinados con él, y no se cansaban de escuchar sus historias ni de acosarle a preguntas. Además, estaban encantados de poder enseñarle todos los avances tecnológicos del siglo XX. Rebuscando entre sus bolsillos encontraron varios chicles, invento que a Kartan le pareció casi tan maravilloso como un pequeño transistor.
Un niño le dio un silbato de plástico verde.
—Puedes quedarte con él —le dijo muy serio. Y Kartan lo aceptó como si fuera un gran tesoro, como la cruz de oro que Jennifer le había regalado a Lara Avara.
El señor Fisher se dio cuenta del murmullo de excitación que corría por la parte de atrás del autobús, pero lo atribuyó a la perspectiva de pasar un día lejos de la escuela. Por su parte, los niños tenían buen cuidado de no levantar demasiado el tono de la voz, para que Cara de Pez no se acercara a ver qué pasaba.
—¿Vais primero al castillo o al zoo? —preguntó Robert a Eric.
—Al castillo por la mañana y al zoo por la tarde —contestó este.
Robert pensó que hubiera sido mejor al revés. El zoo estaba en el otro extremo de Edimburgo, y tenían que llegar hasta allí. No sabía muy bien cómo se las iban a arreglar para cruzar toda la ciudad sin dinero para coger el autobús.
—Podéis veniros con nosotros —propuso uno de los chicos.
—¡Kartan no ha visto nunca un elefante! —dijo otro—. ¡Vamos a enseñarle uno! Casi todos los niños habían estado antes en el castillo y en el zoo, y les emocionaba más la idea de que Robert y Kartan se quedaran con ellos que la excursión misma, por no mencionar la diversión que suponía para ellos engañar a Cara de Pez durante todo el día.
—En cuanto bajemos del autobús se dará cuenta de que no somos de su clase —dijo Robert—. ¡Nos descubrirá!
—Creerá que sois de otra clase o de otro colegio —dijo Dick—. No hay ninguna ley que prohíba que te pasees por el zoo junto a nosotros. Es un lugar público.
—Pero tenemos que seguir —dijo Robert.
—Kartan dice que tenéis que volver al futuro. No hay ninguna prisa porque, cuando lleguéis, ya no será futuro —dijo Dick, muerto de risa ante su propia ocurrencia.
Robert seguía preocupado, pero no tenía otra alternativa. Al final, decidió quedarse con los chicos. Cuando el autobús se detuvo en la explanada del castillo, no tuvieron ningún problema para bajar sin que los viera el señor Fisher, porque estaba hablando con el conductor, y luego Kartan y Robert fueron en grupos separados. Dick insistió mucho en ello.
Visitaron la capilla de Santa Margarita, fisgaron en un gran cañón llamado «Mons Meg» y fueron hasta un cementerio para perros de soldados, lleno de diminutas lápidas cubiertas de tristes epitafios. Recorrieron un museo lleno de uniformes antiguos, espadas y mosquetones. Nunca había tenido el señor Fisher un grupo de alumnos tan interesados como el de aquel día. Kartan no dejaba de hacer preguntas, muchas de las cuales no sabían contestar los niños y se las hacían, a su vez, al profesor.
Antes de volver al autobús, los profesores repartieron bolsas con la comida, junto con la recomendación de no dejar todo lleno de migas. A Kartan y Robert, por supuesto, no les dieron; pero una niña pequeña y delgada le ofreció la suya a Kartan, diciéndole que si comía se mareaba y devolvía. También les dieron bolsas de patatas fritas y chocolatinas, manzanas y chicles.
—Es mejor que el pan de miel —dijo Kartan sonriendo mientras mordía una chocolatina.
Kartan parecía aceptar con tanta naturalidad los acontecimientos del día que Robert empezó a sentirse molesto. Sobre él recaía toda la responsabilidad de encontrar el camino de vuelta a Locharden y las piedras, y Kartan no daba muestras de pensar en lo que sucedería una vez que estuvieran allí. Lo único que Robert podía hacer era no recordarle los problemas a los que todavía tenían que enfrentarse.
A la hora de volver al autobús, el señor Fisher se quedó un poco sorprendido ante la impaciencia que mostraban los niños por llegar al zoo. Varias veces les oyó decir: «¡Estoy deseando ver los elefantes!», o «¿A que sería estupendo merendar con los monos?».
Cuando finalmente el autobús se detuvo, el señor Fisher les recordó, con breves palabras, que podían moverse a su aire, pero que tenían que estar en el acuario, junto a la puerta principal, a las cuatro en punto. Hasta entonces, podían hacer lo que quisieran.
—¿Dónde están los elefantes? —le preguntó Dick Chapman al profesor mientras los demás niños bajaban en tropel del autobús, llevándoselo casi por delante.
El señor Fisher le indicó la dirección con un débil ademán y miró consternado cómo los treinta niños —treinta y dos si se hubiera tomado la molestia de contarlos— salían en estampida a la búsqueda de los elefantes.
—¡Tanta excitación por un elefante! —murmuró, moviendo la cabeza. Luego buscó un rincón tranquilo junto a los osos polares y se sentó a descansar hasta las cuatro en punto.