8

SE hacinaron en la pequeña habitación, oyendo cómo se desvanecía el eco de las pisadas del hombre a medida que se iba alejando de la iglesia.

—¿Para qué nos ha encerrado aquí? —murmuró Jennifer—. ¿Qué va a hacer luego?

—No lo sé —dijo Kartan. Tenía la cara pálida, y en ella relucían los ojos muy abiertos—. Quizá nos deje aquí hasta que esté preparado para viajar hacia el norte, aunque lo más probable es que haya ido a avisar a sus compañeros.

Robert golpeó la puerta, aunque sabía que era inútil.

—Deberíamos habernos quedado en el círculo de piedras —dijo Jennifer, enfadada—. Si nos iba a terminar capturando, podía haberlo hecho allí. Por lo menos, desde el círculo teníamos alguna posibilidad de volver a casa. Y a ti ni siquiera te importa.

—Sí me importa —protestó Robert—. Lo que pasa es que creí que podíamos ponernos en contacto con Vianah.

—¡Vianah! —dijo Jennifer con desdén—. Pones tu esperanza en alguien a quien no has visto nunca.

Como siempre que Jennifer y Robert discutían, Kartan los miraba perplejo y preocupado. Su mirada hizo que Jennifer se diera cuenta de lo cortante del tono de su voz. Pero eso, en vez de calmarla, solo sirvió para que se enfadara más.

—Tú nos metiste en este lío al dejarte atrapar el primero —le dijo a Robert con rencor—. Nos podíamos haber quedado en el bosque cerca del círculo. Luego, nos hubiéramos marchado a casa sin vernos envueltos en este embrollo.

—Pero yo salvé a Savotar y a los suyos cuando fui nadando hasta los botes. Los ayudé a salir de la cueva.

—¿Y de qué nos sirve ahora, que nos han vuelto a atrapar?

—Ellos están libres —dijo Robert.

—Y nosotros terminaremos siendo mártires de una causa que está a doscientos años de nuestros días —dijo Jennifer con sarcasmo.

—Hay una forma de salir de aquí, por el tejado —interrumpió Kartan con voz tranquila—. Aetherix y yo salimos por allí una vez que estuvimos jugando por aquí con los demás niños.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? —preguntó Jennifer.

—No es fácil —les anunció Kartan—. Los bárbaros pueden vernos.

—Cualquier cosa es mejor que esperar —dijo Robert.

Siguieron a Kartan escaleras abajo, prestando esta vez mucha más atención al panorama. El campanario sobresalía unos tres metros por encima de la iglesia. Desde allí inspeccionaron detenidamente la ciudad que tenían a sus pies, pero no se movía nada.

—¿Lo ves por algún lado? —preguntó Kartan.

Robert negó con la cabeza.

—Pero a lo mejor él sí puede vernos a nosotros.

—Nos arriesgaremos —dijo Kartan—. Vamos a bajar hasta el tejado y luego lo cruzaremos. En el otro lado hay un camino para bajar que no es demasiado difícil.

Robert miró el pronunciado desnivel que había hasta el inclinado tejado del edificio principal. Sintió un escalofrío y cerró los ojos. Los demás, que tenían dos piernas con las que sostenerse, no tendrían ninguna dificultad para bajar hasta allí, pero él sabía que no podría hacerlo.

Jennifer, que había estado observándole, le dijo con suavidad:

—Siento mucho lo que te dije antes. Siempre que estoy asustada suelo ponerme furiosa. Si vieras cómo me pongo en casa cuando estoy preocupada por un examen o por cualquier otra cosa… Mamá dice…

—No puedo —dijo Robert tajantemente—. Sigue tú con Kartan.

—Íbamos a permanecer juntos esta vez, ¿te acuerdas?

Kartan había trepado a un estrecho alféizar que había entre los dos pilares que sostenían el tejado del campanario. Se descolgó por el otro lado y se dejó caer con agilidad sobre el combado tejado.

—Ahora te toca a ti —le dijo Jennifer a Robert.

Se quedó inmóvil, mordiéndose los labios y mirando a Kartan, que les hacía señas desde abajo.

—Baja tú —le dijo a Jennifer.

—¡No! ¡Si tú no bajas, no!

Quizá nunca hubiera saltado en otras circunstancias, pero los ruidos que venían del hueco de la escalera le produjeron un terror todavía mayor. Una puerta se cerró de golpe. Se oyeron pasos en la escalera. Jennifer le ayudó a subir al muro, al que se quedó pegado durante un segundo. Luego se dejó caer, raspándose las rodillas al deslizarse. Finalmente, aterrizó como pudo junto a Kartan. Jennifer cayó casi encima de él.

—Vámonos —dijo Kartan, y cogió a Robert por una manga. Atravesaron a gatas el tejado y se descolgaron hasta otro más bajo, que daba justo encima de la entrada de la iglesia. Desde allí saltaron al suelo. A Robert le dolía todo el cuerpo. Lo único que quería era descansar. Pero no podía ser. Volvían a estar envueltos en un horrible juego del escondite, esta vez entre los fantasmales edificios de una ciudad desierta. Desde la torre, un grito les anunció que alguien los había visto mientras cruzaban el espacio libre que había entre la iglesia y la biblioteca. Cuando entraron agazapados en el edificio, se encontraron frente a frente con otro hombre barbudo que, sorprendido por su súbita aparición, no reaccionó a tiempo para perseguirlos.

Desde la biblioteca bajaron corriendo por una amplia calle. Finalmente se refugiaron en una casita que daba al mar. Era la primera casa de Norsea en la que Jennifer y Robert entraban, y, si no hubieran estado tan asustados, habría despertado su interés. Aun así, Jennifer se dedicó a explorar. El cuarto de estar tenía una zona para reunirse. En el centro de la casa había un estanque o una bañera. Nunca supo muy bien qué. La cocina parecía un laboratorio. Más tarde le comentó a Robert que también podía ser un laboratorio parecido a una cocina. Robert se apoyó en una pared y miró a través de la ventana sin cristales, mientras Kartan se paseaba por toda la casa, presa de un gran nerviosismo.

—¿Eso es el mar o el río? —le preguntó Robert a Kartan una vez que se hubo recobrado lo suficiente como para darse cuenta de lo que le rodeaba—. Al otro lado hay tierra.

—Es el mar. Separa nuestra isla de las tierras de más al norte. En vuestra época todo estaba unido, pero cuando subió el nivel del agua se dividió en varias islas.

—¿Y Kelso está al otro lado?

Kartan asintió con la cabeza.

—¿Cómo vamos a llegar hasta allí?

—¿Ves ese banco de arena que tenemos debajo? Cuando la marea baja, como ahora, la mayor parte de la arena queda al descubierto. Podemos vadear por allí.

—Entonces, ¿este es El Lugar de Paso del que habló Savotar? —preguntó Jennifer volviéndose a reunir con ellos.

—Sí —dijo Kartan—. Me temo que Savotar y los demás pronto estarán aquí y serán hechos prisioneros por esos hombres. Probablemente, eso es lo que están esperando.

—Van a caer en una trampa —dijo Robert.

Kartan miró hacia el agua, tamborileando con los dedos en el alféizar de la ventana. Luego se volvió hacia Robert con expresión tensa.

—Una vez salvaste a mi pueblo nadando hasta los botes. Quizá ahora pueda yo hacer algo, pero tengo que pediros que aceptéis un gran riesgo.

—¿El de ser atrapados por los bárbaros? —preguntó Jennifer con nerviosismo.

—El riesgo de ahogaros —contestó Kartan mirándolos con ansiedad.

—¡Todo saldrá bien! —le dijo Jennifer a Robert, intentando animarle.

—Nunca he cruzado yo solo por aquí —continuó Kartan—. Pero creo que conozco el secreto: el árbol y la piedra blanca tienen que estar en la misma línea. Aetherix y yo pensábamos cruzar solos algún día, para ver si estábamos en lo cierto —se detuvo, volviendo a mirar la extensión de agua—. Si estoy equivocado, podemos hundirnos y la marea nos atrapará al subir.

—No creo que sea peor qúe ser atrapados por los bárbaros —dijo Jennifer con un estremecimiento.

—¿Y tú, Robert?

—Iré.

—Entonces, es hora de partir. Bajaremos directamente de aquí a la playa, atravesando el pantano salobre en el que florecen los copos de algodón. Cuando lleguemos al agua, tenéis que seguir detrás de mí y pisad solo donde yo pise. La arena es muy blanda en esta parte y las corrientes son peligrosas en este punto en que el océano del este se une con el del oeste. ¡Y no miréis nunca hacia atrás!

Kartan saltó por la ventana con agilidad y corrió hacia la playa, sin intentar esconderse. A su espalda, en algún sitio, se oyeron voces. Los bárbaros los habían visto.

«Podía haberse ocultado tras ese muro que se adentra en el mar», pensó Robert enfadado, «en vez de invitar a los bárbaros a seguirnos».

¿De qué servía escapar de Norsea, para ser atrapados al otro lado del agua, en los bosques? Robert sabía que no podría resistir mucho más corriendo.

Habían llegado a la orilla del agua. Aunque no conocía aquella zona, Robert se dio cuenta de que la marea estaba subiendo rápidamente, levantando partículas de arena seca y fragmentos de algas que flotaban entre la espuma de las olas.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Kartan con voz ronca y angustiada—. Seguid detrás de mí, pisad solo donde yo pise. Y recordad: ¡no miréis hacia atrás!

Robert se aferró a las palabras de Kartan como a un talismán y le siguió confiadamente. El agua pronto le llegó a las rodillas y luego a los muslos. Intentaba ignorar las voces de los hombres que los perseguían sin desanimarse. Notaba que la arena se hundía bajo sus pies y sentía la fuerza de la corriente al arremolinarse el agua. Ahora el agua era más profunda. Delante de él, Kartan vacilaba, como si estuviera comprobando con el pie la firmeza de la arena. Después de un momento de duda, siguió hacia adelante.

El agua les llegaba casi a la cintura. La corriente era más fuerte, arrastraba la arena que tenían bajo los pies. Jennifer, siempre agarrada a la chaqueta de Robert, sofocó un grito. Pero Robert no se volvió.

Poco a poco, la arena bajo sus pies se fue haciendo más firme. El agua volvió a ser menos profunda. Kartan empezó a correr chapoteando. Robert tropezó y se arrastró hasta la playa, donde descansó durante unos minutos para recobrar el aliento. Podía oír los gritos de sus perseguidores cada vez más cerca, pero apenas tenía fuerzas para preocuparse. Finalmente se volvió y, al ver a los hombres que estaban en el agua, se levantó con dificultad.

Los hombres seguían gritando, pero sus gritos no eran de cólera ni de triunfo, sino de miedo. Se habían metido en el agua persiguiéndolos sin conocer la estrecha línea que, en aquellas aguas, separaba la seguridad del desastre. Estaban atrapados en la arena. Cuanto más luchaban por salvarse, más se hundían sus pies en aquella peligrosa zona.

La marea seguía subiendo y cinco de los seis hombres estaban atrapados sin remisión posible. El único hombre que había conseguido librarse, era arrastrado por la corriente, que lo llevaba cada vez más hacia el este. A Robert le pareció reconocer al hombre barbudo que los había capturado dos veces, pero estaba demasiado lejos para poder estar seguro.

Kartan permanecía de pie en la arena, con la cara contraída por el dolor, viendo cómo los hombres luchaban para no ahogarse. Corrió hacia la orilla y les gritó:

—¡Alinead el árbol y la piedra blanca! ¡El árbol y la piedra! ¡Hacia el este!

Pero los hombres no podían comprender unas palabras que, de todas formas, llegaban demasiado tarde.

—Ahora sé lo que Savotar quiere decir cuando habla de que no podemos responder con violencia a la violencia —dijo Kartan con voz angustiada—. Ya nunca tendré paz.

—No ha sido culpa tuya —dijo Jennifer—. No debían habernos seguido.

Pero sabían que Kartan había actuado en contra de las creencias de su pueblo por intentar salvarlos.

Robert estaba demasiado fatigado para pensar en algo que pudiera servirle de consuelo. Kartan, encantado de tener algo material que hacer, empezó a preparar un refugio bajo las ramas de un sauce.

Una vez que hubo terminado, Robert se hizo un ovillo en la cama de hojas y musgo y se quedó profundamente dormido. A la mañana siguiente, entumecido y dolorido, aunque bastante más descansado, pudo continuar el viaje con los demás.