11
ALLOPERLA entró de puntillas en la pequeña estancia que en la parte de atrás de la casa compartían Robert y Kartan, para asegurarse de que seguían bien. Cuando los vio dormidos en sus esterillas, respirando apaciblemente, sonrió y salió de la habitación.
Una vez que se hubo marchado, Robert se agitó desasosegado. La esterilla era delgada y el suelo duro, pero era el recuerdo de la discusión con Jennifer lo que le impedía conciliar el sueño. Le había gritado en medio de la fiesta en su honor, y todas aquellas personas de tez morena los habían mirado desconcertadas y molestas, como si antes nunca hubieran visto a nadie pelearse de ese modo. Tal vez fuera así. Algunos de los pequeños habían comenzado a llorar.
Le había echado en cara que lo único que le interesaba era la pintura y encontrar a su hermano Duncan, acusándole además de no importarle lo desgraciada que era ni que sus padres estuvieran preocupados. Le interesaba la pintura; pero en cuanto a encontrar a Duncan, había desistido de buscarle. Duncan, con su pasión por la ingeniería, no se hubiera adaptado a vivir allí, a no ser que hubiera sido capturado por los bárbaros.
Lo más injusto era que Jennifer seguía diciendo que él era el culpable de que no se hubieran quedado en las piedras, desde donde, por lo menos, habrían tenido alguna posibilidad de regresar. Lo cierto es que si se hubieran quedado allí, como ella pretendía, los habrían capturado los bárbaros. Además, aquellos hombres parecían menos amenazadores allí, en Kelso, aunque Robert sabía que Kartan continuaba preocupado por ellos y por Savotar y los demás, que todavía no habían vuelto.
Finalmente Robert se quedó dormido, hasta que unas voces en la habitación contigua le despertaron. No podía entender bien lo que decían, pero, por su tono, debía de ser algo importante.
Incapaz de contener su curiosidad, alargó la mano y sacudió a Kartan para despertarle.
—Hay alguien hablando en la habitación de al lado —susurró—. ¿Quién es?
—¡Parece Savotar! —dijo Kartan, excitado; se levantó de un salto y se puso los pantalones y la túnica gris—. Tenemos que enterarnos de si han vuelto todos sanos y salvos.
Kartan y Robert irrumpieron en la habitación contigua donde Savotar, Alloperla, Panchros y otras dos o tres personas discutían seriamente ante una taza de oloroso té.
—Aquí está Kartan —dijo Savotar poniéndose de pie. Al hacerlo, tuvo que inclinarse un poco para no darse con un móvil que colgaba del techo. Su larga túnica brilló a la luz de las velas—. Podemos decirle ya cuál va a ser su misión dentro del plan. Me temo que traigo malas noticias, Kartan. Aunque todos hemos conseguido llegar a Kelso, los bárbaros han cruzado desde las tierras del norte en balsas y sus exploradores están en estos momentos cerca de nuestra ciudad. Esperábamos que nos ayudara la corriente, pero los bárbaros son más decididos de lo que imaginábamos.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Kartan.
—Enviaremos a los más ancianos, como Vianah, y a los niños a la torre que hay en el bosque, en la antigua fortaleza. Hemos almacenado pan de miel y agua suficientes para que los que vayan puedan permanecer escondidos hasta que los bárbaros se marchen. Los demás nos quedaremos aquí y hablaremos con ellos. Esperamos que al vernos en nuestra ciudad lleguen a comprender que nuestra forma de vida es importante para nosotros y nos dejen quedarnos. Si no lo conseguimos y nos hacen prisioneros, los que queden… Pero eso no importa ahora. Tu misión dentro del plan es llevar a Vianah a la torre.
—¿Quieres decir que me vais a mandar con los ancianos y los niños? —preguntó Kartan—. Preferiría quedarme con vosotros a esperar a los bárbaros.
—No puedo permitirlo —dijo Savotar con firmeza—. Alloperla me ha contado lo que ocurrió en El Lugar de Paso. No es un castigo, tienes que entenderlo; pero si vamos a vencer a los bárbaros con la fuerza del amor y la confianza, en los que creemos sinceramente, solo los más fuertes pueden quedarse a recibirlos.
—¿No crees que quizá haya aprendido después de lo que ocurrió en El Lugar de Paso? —preguntó Kartan con un deje de amargura en la voz—. Dejadme comprobarlo quedándome con vosotros.
Savotar negó con la cabeza.
—Vianah y estos niños, Robert y Jennifer, necesitan de tu valor y tu ayuda.
—¿También vais a enviarlos a la torre?
—Sí; los bárbaros serían un grave peligro para ellos y nos traerían dificultades también a nosotros porque no comprenden la fuerza del amor.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Kartan con docilidad.
—Ahora mismo, antes de que sea completamente de día. Lara Avara y algunos más acompañarán a los niños a la Torre, pero no creo que sea conveniente que hagáis el viaje todos juntos. Es mejor que vayáis en grupos pequeños. Tú ve con Vianah y esos niños.
—Cogeremos pan de miel para el viaje y luego nos iremos —dijo Kartan.
Mientras Kartan envolvía el pan de miel en hojas húmedas, Robert volvió a la habitación y sacó de debajo del colchón el dibujo de las piedras de Arden que le había regalado Kartan. Luego se lo escondió cuidadosamente debajo de la camisa. Pasara lo que pasara, no quería deshacerse de él.
Antes de abandonar la casa, Savotar los abrazó uno por uno y le dijo a Kartan:
—Quizá si supiera lo que el destino guarda para ti no te incitaría a ir, pero sé que estás creciendo en madurez y experiencia. Si creces en amor y confianza, algún día podrás guiar a nuestro pueblo.
Jennifer estaba en casa de Vianah con Lara Avara, y a Robert le daba miedo tener que decirle que debían huir de los bárbaros otra vez. Pero cuando llegaron se encontró con que Nemourah ya les había dicho lo que pasaba y estaban preparadas para ponerse inmediatamente en camino.
—Me gustaría que pudieras venir con nosotros —le dijo Jennifer a Lara Avara—. ¿No hay nadie que pueda ir con los niños?
—Necesitan a todo el que pueda ayudar. Pero quizá puedas venir tú conmigo.
Después de dudar, Jennifer dijo:
—No. Me voy con Robert. Hemos prometido permanecer juntos.
De esta forma Robert supo que la discusión del día anterior ya estaba olvidada.
—Entonces nos veremos en la torre —dijo Lara Avara sonriendo, y sus ojos oscuros y sus dientes perfectamente iguales brillaron en la penumbra.
—Me gusta esto, de verdad, Lara Avara —dijo Jennifer de todo corazón—. Lo de anoche fue…, bueno…, estaba preocupada por cómo iba a volver con mis padres. Son mis Elegidos, ¿sabes? Tengo que volver con ellos. ¡Mira! Por si no volvemos a vernos, toma esto que encontré en Norsea —intentó meterle por la cabeza la cadena de oro con la cruz, pero se le quedó enganchada en el pelo. Dando un tirón, se la colgó del cuello. La cruz brillaba sobre la piel morena de Lara Avara.
—Es oro de verdad —dijo, Robert, creyendo que a lo mejor Lara Avara no apreciaba la generosidad de Jennifer en todo su valor.
—Es el amor de Jennifer lo que hace valioso el regalo —dijo Vianah con suavidad—, no el metal del que esté hecho.
—La llevaré siempre —dijo Lara Avara abrazando a Jennifer—. Me gustaría que te quedaras aquí para siempre, pero comprendo que quieras estar con tus Elegidos. Mientras tanto, cuida de Vianah. Recuerda que es mi Elegida —Lara Avara se dio la vuelta y echó a correr hacia la Casa de los Niños.
Los tres muchachos guiaron a Vianah por el estrecho sendero del bosque. Avanzaban lentamente, porque el terreno era muy desigual. A pesar del cuidado que ponían, Vianah tropezaba con frecuencia y su ropa se enganchaba en las ramas.
—La torre a la que vamos es la misma en que encontraste a los niños de nuestra época, ¿verdad? —preguntó Jennifer cuando llevaban andando un buen rato.
—Sí. Los míos me dejaron en ella con pan de miel y aceite mientras hacían el viaje de verano. Pero no volvieron tan pronto como yo esperaba y me quedé sin comida. Aparecieron los niños y dos de ellos, Andrew y Elinor, fueron a Kelso a buscar algo para comer.
El esfuerzo que suponía andar y hablar fatigó a Vianah, y tuvieron que descansar un rato antes de que pudiera continuar.
—Pero ¿no sabes cómo salieron de la torre? —preguntó Jennifer.
—No. Los míos volvieron y yo tuve miedo de que los niños se vieran atrapados en los acontecimientos de nuestra época, como os ha pasado a vosotros, y fuera más difícil para ellos volver. Les dije que tenían que regresar. Querían que me fuera con ellos —dijo sonriendo.
—¿Y entonces se fueron? —insistió Jennifer.
—Salieron de la torre y yo volví al interior. Se oyó un ruido, como si una llave girara dentro de una cerradura. Luego, silencio; parecía que el tiempo se había detenido… Cuando la puerta se abrió de nuevo, entraron Kartan y Lara Avara llamándome. Les pregunté si habían visto a los niños fuera de la torre, pero no sabían de qué les estaba hablando.
Robert y Jennifer se rezagaron un poco, dejando que Kartan ayudara a Vianah.
—Parece que controlaban las cosas mucho mejor que nosotros —dijo Robert—. Fueron a Kelso a buscar comida, como si conocieran ya el camino.
—Sí —dijo Jennifer—. ¡Los odio! Aparecen de repente, se portan como héroes y luego se van a casa.
—La verdad es que no estamos seguros de que llegaran a casa —comentó Robert.
Pero tampoco este pensamiento era demasiado consolador.
Un repentino aguacero los obligó a cobijarse bajo un frondoso roble. Kartan sacó un paquete de pan de miel, del que dieron buena cuenta con gran apetito.
Cuando la lluvia cesó, Kartan decidió cambiar de rumbo. Siguieron el curso de un arroyo que corría atravesando la moteada sombra de un hayal. El terreno era más liso y se andaba con más facilidad, pero, al tener que preocuparse menos de la maleza, se sentían intranquilos, siempre pendientes de los bárbaros. Sin Vianah, podrían haber hecho el viaje en menos de una hora; pero, al estar ella, tardaron casi toda la mañana. Los numerosos arroyos que atravesaban aquella parte del bosque hacían su marcha aún más lenta, hasta que se les ocurrió improvisar con las manos una silla para ayudar a Vianah a cruzar los de mayor caudal.
Por fin los árboles empezaron a escasear y salieron del bosque, después de cruzar un último riachuelo. Delante de ellos, en una escarpada ladera, se levantaba una antigua torre. Era cuadrada, de granito, con piedras angulares de arenisca roja formando un dibujo simétrico en sus altos y erguidos muros. La torre pertenecía a una época anterior a la construcción de Norsea, anterior incluso a los edificios de Locharden de la época de Jennifer y Robert. No era tan antigua como el círculo de piedras, pero tenía el mismo aire de indestructibilidad, el mismo aspecto de haber sido testigo del paso del tiempo y haber guardado muchos secretos entre sus muros.
—Es un antiguo castillo, ¿verdad? —preguntó Jennifer—. Quiero decir antiguo para nuestra época, de los que tienes que pagar para entrar.
—Creo que es un torreón construido para guardar las fronteras —dijo Robert—. Se edificaron hace mucho tiempo, cuando Escocia estaba en guerra con Inglaterra. Debemos de estar en la frontera, bastante más al sur de Locharden.
Desde que estuvimos en las piedras, es lo primero que veo que pertenezca a la vez a nuestra época y a esta —dijo Jennifer—. Norsea no cuenta, porque fue construida después de nuestros días.
Para Vianah, subir por la escarpada ladera hasta la puerta del castillo fue la parte más penosa de todo el viaje. En algunas partes, incluso tuvieron que subir gateando por las piedras lisas, y Robert también tuvo dificultades. Jennifer y Kartan ayudaron a Vianah a subir la última pendiente. Luego, Kartan dijo que iba a volver a bajar para recoger leña.
La puerta del castillo estaba abierta del todo, y se asomaron a la oscuridad de la planta inferior, que debía de haber sido un almacén o un lugar para guardar el ganado cuando había ataques. No tenía ventanas y la única luz que había penetraba por la puerta abierta. Robert entró y vio una escalera de caracol que terminaba en uno de los gruesos muros.
—Quédate con Vianah. Yo subiré a ver qué hay arriba —dijo.
—No eres tú quien tiene que hacerlo —dijo Jennifer—. Por lo menos, deberías esperar a que llegara Kartan.
—Solo quiero ver qué hay arriba —dijo Robert desapareciendo en el interior de la torre.
Una vez dentro, Robert experimentó la misma sensación que había tenido en las piedras de Arden. Era casi como si dentro de aquellos muros algo lo ligara a hechos que habían pasado mucho tiempo antes. A medida que iba subiendo por la escalera, se acrecentaba en su interior aquel sentimiento.
Jennifer, enfadada con Robert por haberse marchado, le dijo a Vianah:
—Podemos entrar también nosotras para resguardarnos del sol.
—Gracias —contestó la anciana—. Dentro de la torre se está mejor, pero nos sentaremos en la planta baja hasta que esté aquí Kartan para ayudarme a subir las escaleras. Están medio derrumbadas y es muy difícil subir, incluso para los que tenéis buena vista.
Vianah y Jennifer se sentaron en un oscuro rincón de la planta baja. Desde allí pudieron observar, a través de la puerta abierta, la escarpada ladera que descendía hasta el terreno que, cubierto de árboles, se extendía a sus pies.
Robert llegó hasta el final de la derrumbada escalera y se detuvo ante la puerta de la sala principal del castillo. Parte del techo se había desplomado. La luz que entraba por él permitió a Robert ver el suelo de tierra y una enorme chimenea. Sorprendido, vio que el fuego estaba encendido. Sentado junto a él, como un caballero de otra época, había un hombre barbudo de aspecto rudo. El corazón de Robert latió aterrorizado cuando el hombre levantó la cabeza y fijó la vista en él. Era uno de los bárbaros: el mismo que los había perseguido dos veces, el que había visto luchar contra la corriente para salvar su vida en El Lugar de Paso.
Enseguida reconoció a Robert y, con un rugido de ira, se levantó de un salto y echó a correr detrás de él. Robert bajó por las escaleras, rodando más que corriendo.
Una vez en el exterior, el muchacho se abalanzó sobre la pesada puerta de madera de roble para cerrarla. Antes de conseguirlo vio, enmarcada por el pelo rojizo alborotado, la cara de Jennifer, que lo miraba fijamente desde la oscuridad de la planta baja. Solo la vio durante una fracción de segundo, pero su imagen se le quedó indeleblemente grabada.
Antes de que tuviera la oportunidad de volver a empujar la puerta, Kartan, que subía por la empinada pendiente arrastrando una enorme rama, se acercó y puso la mano sobre una llave, brillante y reluciente, que estaba puesta en la cerradura.
—¡No hagas eso! —gritó Robert.
Pero la llave giró, casi sin que Robert tuviera que hacer ningún esfuerzo.
Oyeron como Jennifer empezaba a gritar en el interior de la torre, pero sus gritos fueron acallados por el silencio, un silencio tan intenso que pareció detener sus corazones.
Y luego el ruido volvió a llenar el vacío. Se oyó el lejano estruendo de un camión que circulaba por una descarnada carrera, un pero que ladraba y una vocecita infantil que preguntaba insistencia:
—¿De dónde venís?
Con ojos incrédulos, Robert echó una ojeada a su alrededor. El bosque se había desvanecido y, desde la escarpada ladera sobre la que se levantaba la torre, pudo ver una confusa sucesión de prados y granjas, una pequeña laguna medio cubierta de juncos, una cabaña junto al camino y un camión de leche que circulaba por una carretera bordeada de helechos.
Y, persistente, la vocecita seguía preguntando:
—¿Quiénes sois? ¿De dónde venís?
Robert miró a Kartan, que, a su lado, observaba todo con ojos aterrorizados. Robert sintió que también a él le invadía el terror cuando Kartan le preguntó:
—¿Qué le ha pasado a Jennifer?
—¡Abre la puerta! Ábrela y averígualo.