9
POR la mañana siguieron un camino bien trazado en el bosque. Sentían el suelo empapado bajo sus pies, porque había llovido durante la noche. Las hojas de los árboles brillaban al sol, cubiertas por gotitas de agua.
Kartan caminaba en silencio, aparentemente preocupado por lo que les había pasado a los bárbaros en El Lugar de Paso el día anterior. Finalmente, respondiendo a una pregunta de Robert, dijo:
—Pronto llegaremos a Kelso. Espero que Panchros y Alloperla estén ya allí, fuera del alcance de los bárbaros.
—¿Son tus padres?
—Son mis Elegidos.
—¿Qué es eso?
—En nuestro noveno año tomamos parte en la Ceremonia de la Elección. En ese momento decidimos quiénes son nuestros Elegidos, quiénes van a ser desde entonces no solo un padre y una madre, sino también unos maestros. Ya no vamos a la Casa de Aprender, sino que aprendemos de ellos.
—¿También elegís hermanos y hermanas? —preguntó Robert—. Hablaste de Aetherix como tu Hermano Elegido.
—Elegí a Panchros y Alloperla porque son grandes artistas y a mí me gusta mucho la pintura. Aetherix, que tenía trece años, ya los había elegido cuatro años antes, así que se convirtió en mi Hermano Elegido.
—Y antes de tener nueve años, ¿quién cuidaba de ti?
—Los más pequeños, desde que nacen hasta que tienen tres o cuatro años, viven todos juntos en la Casa de los Niños.
—¿Sus padres también viven allí? —preguntó Jennifer.
Kartan negó con la cabeza:
—La gente que opta por estar con los niños vive allí, pero otros van solo a ayudar. Algunas veces yo voy a la Casa de los Niños para jugar con los más pequeños.
—Pero ¿dónde están sus padres?
—Los niños nos pertenecen a todos —dijo Kartan con mirada asombrada.
—Pero ¿las madres no quieren tener a sus hijos con ellas?
—Muchas madres, cuando acaban de tener un hijo, trabajan en la Casa de los Niños, pero un niño no es algo que pertenezca a alguien. Un recién nacido es un regalo para todos nosotros.
Jennifer no estaba muy segura de estar de acuerdo con aquella filosofía. Después de unos minutos de silencio preguntó:
—¿Qué pasa cuando salen de la Casa de los Niños?
—Ya son suficientemente mayores ara vivir en la ciudad y van pasando por turno por todas las casas durante varios meses. Aprenden a leer y escribir, a cantar o a sembrar en la Casa de Aprender. Trabajan en los jardines, en los hornos de secado, en la lavandería o en el canal de pesca.
—El canal de pesca, ¿qué es eso?
—Abajo, junto al río, hemos hecho unos canales en los que criamos peces. Es más fácil pescarlos allí, en el agua tranquila y remansada. Los niños pequeños disfrutan pescando con redes donde hay poca superficie. Era mi tarea favorita.
—¿Ya no pescas? —preguntó Jennifer.
—A veces —contestó Kartan—. Pero prefiero dedicar el tiempo a estudiar pintura con mis Elegidos. Tengo mucho que aprender.
—Vaya, parece el Movimiento de Liberación del Niño. ¡Elige tus propios padres! Aunque yo creo que elegiría a los míos. ¿Y tú, Robert?
Robert vaciló, pensando en todas las veces que él y su padre habían discutido por el trabajo que tenía que hacer en la granja, o por su interés por la pintura. Ni siquiera su propia madre entendía que necesitaba dibujar. Si le hubieran permitido escoger… Pero le pareció muy poco leal pensar en ello, especialmente estando allí, sin saber cómo iba a volver a casa.
—¿Escogen los niños alguna vez como Elegidos a sus propios padres? —preguntó Robert, sin responder la pregunta de Jennifer.
—Supongo que sí —contestó lentamente Kartan, como si nunca se hubiera parado a pensar en ello. Pero, bien mirado, no había ninguna diferencia—. Mirad, bueno, para nosotros es más importante compartir que poseer.
—¿Les pagan a los Elegidos por cuidar a los niños? —preguntó Jennifer.
—¿Pagarles?
—Sí, pagarles.
—¿Con dinero? ¿Como en vuestra época? En nuestra sociedad no tenemos dinero —dijo Kartan.
—A mí todo esto no me parece práctico —dijo Jennifer moviendo la cabeza.
—Muy pronto podrás juzgar por ti misma —comentó Kartan sonriendo—. Ya casi hemos llegado.
Unos minutos después desembocaron en un extenso claro junto al río.
Aunque Kartan no había dicho nada que les hiciera pensar que Kelso les recordaría a Norsea, y de hecho les había comentado muchas veces que la Edad de la Tecnología había acabado para siempre, ambos esperaban que Kelso fuera enorme e impresionante, con torres brillantes y estructuras de piedra que se elevaran sobre el bosque, como queriendo demostrar la supremacía del hombre sobre la naturaleza. En vez de eso, Kelso no era más que un conjunto de pequeñas casitas, poco más elaboradas que la cabaña en que había vivido el abuelo de Robert, apiñadas en una estrecha llanura junto al río. Alrededor de ellas había prados y jardines, y detrás, árboles frutales que se confundían con el bosque, que estaba siempre presente, rodeando las casas.
Robert notó enseguida que un aura de paz envolvía aquel lugar. Los bárbaros no habían descubierto la ciudad. Hombres, mujeres y niños trabajaban en los jardines; en las puertas de las casas, la gente tomaba el sol; los niños jugaban con la tierra.
—Lo primero que haremos será ir a ver a Panchros y Alloperla para asegurarnos de que han vuelto sanos y salvos de su viaje —dijo Kartan conduciendolos hacia allí.
De todas partes salía gente que se acercaba a Kartan, saludándole alegremente con gritos y abrazos, y sonriendo con timidez a los dos extraños.
Robert se dio cuenta del aspecto tan desaliñado que tenían al lado de aquella gente bien peinada y ataviada, la mayoría con túnicas brillantes y bordadas, como la de Kartan. La ropa que llevaban él y Jennifer era completamente inadecuada, gruesa, arrugada y llena de manchas. Cuando vio a Jennifer llevarse las manos a la cabeza en un vano intento de alisarse el alborotado cabello, comprendió que a ella le pasaba lo mismo.
—Mis Elegidos viven al otro lado de la ciudad, junto al huerto de los melocotones —dijo Kartan reanudando el camino.
Enseguida reunieron a su alrededor a toda la chiquillería, que los siguió francamente intrigada e, incluso, un poco asustada ante la presencia de aquellos dos extraños. Eran las primeras personas que no pertenecían a su comunidad que veían los pequeños.
![Imagen 05](/epubstore/A/M-J-Anderson/En-El-Circulo-Del-Tiempo/OEBPS/Images/img05.jpg)
Una niña, un poco más alta que el resto, se adelantó y se acercó a Jennifer. Cogiéndola de la mano y sonriendo, dijo:
—Me gusta el color de tu pelo.
Jennifer le devolvió la sonrisa. Era la misma observación que habían hecho los niños escoceses cuando, recién llegada a la escuela de Locharden, quisieron hacerse amigos suyos. En Kelso todavía eran más lógicos los comentarios sobre el pelo de Jennifer, porque todos los niños lo tenían liso y oscuro.
—Es una lata, porque se me enreda mucho —dijo Jennifer—. Me gusta el bordado de tu falda.
—No está muy bien —dijo la niña poniéndose colorada—. Lo he hecho yo misma.
Mirando de cerca la falda, vio que las puntadas eran muy desiguales y que en algunas partes estaba descosida, pero era vistosa y alegre.
—Yo no sabría hacer nada tan bonito. Cuando coso se me hacen nudos en el hilo o se me rompe y no puedo volver a enhebrar la aguja.
—¡A mí también me pasa! —sonrió la niña.
—Yo soy Jennifer. ¿Cómo te llamas?
—Lara Avara.
—¡Lara Avara! Qué nombre tan bonito. Kartan nos ha hablado de ti.
Para entonces ya se podía ver la casa de Panchros y Alloperla. Era una casita de piedra con el techo de hojas, a la que daban sombra las ramas de un melocotonero, inclinadas bajo el peso de la fruta dorada. La puerta y las ventanas estaban profusamente labradas con enredaderas retorcidas, y la puerta estaba pintada de azul.
—Parece un cuento de hadas —murmuró Jennifer.
—¡Alloperla! ¡Panchros! ¡Ya estoy en casa! —gritó Kartan mientras entraba corriendo. Jennifer, Robert y Lara Avara le siguieron, pero los más pequeños treparon por el melocotonero para dar buena cuenta de la fruta. Las palabras de Kartan evocaron en Robert y Jennifer los gritos de los niños a la vuelta de la escuela, de nuevo en su propia época.
—¡Mamá! ¡Papá! Ya estoy en casa.
Alloperla estaba pintando, sentada delante de un caballete. Tenía la piel más oscura que el resto, era alta, delgada y angulosa, y llevaba el cabello negro recogido, dejando al descubierto su largo y esbelto cuello. Al oír la voz de Kartan dejó los pinceles y corrió a abrazarle.
—¡Kartan! ¡Kartan! ¡Estás bien! —dijo alegremente, con los ojos llenos de lágrimas—. Estaba muy preocupada, pero ya estás aquí fuera de peligro —se detuvo y, poniéndole las manos encima de los hombros, le sonrió como si todavía no acabara de creerse que había vuelto.
Robert echó una ojeada a la habitación y tuvo la sensación de estar en el centro de un calidoscopio. Todas las paredes estaban cubiertas de cuadros, cuadros que se amontonaban también en las sillas. Incluso Alloperla parecía pertenecer a aquel batiburrillo de colores porque, aunque llevaba la acostumbrada ropa gris, tenía tantas manchas de pintura que parecía distinta.
—¿Quiénes son estos niños, Kartan? —preguntó cuando finalmente consiguió apartar sus ojos de él.
—Robert y Jennifer —contestó Kartan—. Me los encontré en el Círculo del Tiempo y los he traído para que conozcan a Vianah.
—¿No son hijos de los bárbaros? —preguntó con ansiedad.
—¡Claro que no! —contestó Kartan—. Si lo fueran no los habría traído hasta aquí. Son como Ollie e Ian, los niños de los que tanto habla Vianah.
—¡Niños de otra época! —dijo Alloperla examinándolos con curiosidad—. ¡Me gustaría mucho pintarlos!
—¡No os preocupéis! —dijo Kartan dirigiéndose a Robert y Jennifer con una sonrisa—. Alloperla se pasa la vida pintando a la gente. Venid y mirad.
El lienzo sobre el que Alloperla pintaba estaba vuelto y no podían verlo. Cuando Kartan les invitó a mirarlo, Alloperla hizo un ligero movimiento, como si quisiera detenerlos. Luego se encogió de hombros y giró el caballete, sin dejar de mirar a Kartan con ansiedad.
Era completamente distinto a los demás cuadros de la habitación. Resultaba duro y cruel y su efecto era de lo más terrible, dada la serenidad de Alloperla. Representaba a unos hombres de mirada salvaje que, armados con palos, golpeaban a un muchacho pequeño y asustado, que se cubría la cabeza con las manos, blancas como estrellas de mar, intentando defenderse de los golpes.
—¿Es… Aetherix? —preguntó Robert.
Alloperla asintió con la cabeza.
—¿Por qué lo has pintado así? —sollozó Kartan—. Es tan… tan real.
—Es real —dijo Alloperla con dureza—. No podemos huir y ocultarnos siempre de los bárbaros y de lo que representan. Pase lo que pase, el mal y la crueldad nos cambiarán, aunque no nos enfrentemos a ellos.
—¿Quieres decir que deberíamos pelear con ellos, como hizo Aetherix?
—No, Kartan —respondió Alloperla tajantemente—. Lo que Aetherix hizo también estuvo mal. Has leído bastante historia como para saber que a la violencia no se le puede responder con violencia. Nunca se ha resuelto así ningún problema.
—Imagínate…, imagínate que ellos estuvieran en dificultades y tú no los ayudaras. Eso también es violencia, ¿no? —preguntó Kartan casi como si le estuvieran arrancando a la fuerza las palabras.
—¿A qué tipo de dificultades te refieres? —preguntó Alloperla, dándose cuenta de que no era una pregunta sin fundamento.
Kartan se dejó caer pesadamente en una silla cerca del caballete y se quedó mirando al lienzo durante un buen rato. Luego, en voz muy baja, le contó a Alloperla cómo los bárbaros los habían perseguido hasta El Lugar de Paso y habían sido atrapados por la marea.
—¿Sabías que te perseguirían? —dijo Alloperla acusadoramente—. ¿Sabías lo que iba a pasar?
Kartan, apenado, afirmó con la cabeza.
—Quería que Savotar y los demás estuvieran seguros cuando llegaran a Norsea. Y vosotros aquí, en Kelso, también. No había otra forma de conseguirlo.
—Es exactamente lo que yo he dicho —comentó Alloperla con amargura—. Su crueldad nos hace cambiar. Pero no debemos permitir que suceda eso. Tenemos que demostrar que las fuerzas en que creemos: el amor, la confianza y la colaboración, son más poderosas que su desconfianza y su codicia. Pero ¿quién soy yo para decir esto? Desde que murió Aetherix mi corazón está helado. Es mejor que hables con Savotar.
Tanto Robert como Jennifer se sentían incómodos ante una conversación que les parecía demasiado personal y fingían no escuchar, mirando los cuadros colgados de las paredes. Pero Lara Avara se acercó a Alloperla y le cogió una mano entre las suyas, intentando consolarla.
El cuadro que Robert tenía delante era pequeño y representaba el dibujo de unas formas verticales, vistas a través de un torbellino de niebla. Lo miró fijamente durante algún tiempo, antes de ver el tenue perfil de dos figuras arrodilladas entre las formas grises. Respirando profundamente, se alejó un poco del cuadro para poder verlo mejor, y enseguida reconoció el lugar. Eran las piedras de Arden envueltas en la niebla y el páramo que se extendía hasta la falda de las montañas.
—¿Quién ha pintado esto? —estalló, olvidando que los demás estaban inmersos en su propia discusión.
—Fue Kartan el año pasado, cuando hicimos el viaje de verano —contestó Alloperla.
—¡Kartan! ¿Pero lo viste así de verdad, con el páramo en vez de aquellos árboles oscuros?
—Solo en mi imaginación —contestó Kartan—. Si lo quieres, puedes quedarte con él —sin darle importancia, descolgó el cuadro de la pared y se lo dio a Robert, que lo miró, recordando sus arduos intentos de dibujar el círculo de piedras. Si por lo menos fuera capaz de plasmar sobre el papel lo que tenía en la cabeza…
—Tienes que dejarme que te haga un retrato para colgarlo en su lugar —dijo Alloperla sonriéndole—. Ahora que Kartan está en casa, quitaré el cuadro de Aetherix. ¿Te importaría quedarte aquí mientras te pinto?
—No me importa —dijo Robert, ilusionado. No había nada que deseara más que quedarse allí, rodeado de todas aquellas pinturas extrañas y maravillosas. Seguramente, alguien podría enseñarle a pintar como él quería.
—Tengo que volver con Vianah —dijo Lara Avara—. ¿Me llevo a Jennifer?
—Es una buena idea —dijo Alloperla—. Y tú, Kartan, tienes que saludar a Panchros.
—¿Dónde está?
—Está en la Casa de la Cocina, preparando la cena. Estoy segura de que a estas horas ya le ha llegado la noticia de tu vuelta y estará organizando una fiesta en tu honor y en el de nuestros invitados.
—Pero ¿por qué está en la Casa de la Cocina? —preguntó Kartan, confuso—. No sabía que le interesara la cocina.
—No ha vuelto a coger un pincel desde que regresamos. Quizá ahora que tú has vuelto… Los bárbaros nos están cambiando. Incluso sin estar presentes se están llevando nuestras energías, nuestro talento —su voz se quebró.
—Pero guisar…
—También es un arte. Esta noche te darás cuenta de que Panchros tiene ese don.
Kartan y Lara Avara cruzaron la puerta, pero Jennifer vaciló porque no quería ir a ver a Vianah sin Robert.
—¿Por qué no vienes con nosotras? —le preguntó.
—Ahora no puedo —dijo Robert con impaciencia—. Alloperla me va a hacer un retrato.
—¡Pero vamos a ver a Vianah! Tenemos que preguntarle muchas cosas. ¿No querías preguntarle por los otros niños que estuvieron aquí? A lo mejor ella sabe algo de Duncan, o de cómo podemos volver a casa.
—Estoy muy bien aquí —dijo Robert—. Quiero quedarme.
Robert hablaba con tanta convicción, que Jennifer se quedó un poco asustada. ¿Y si luego decidía quedarse para siempre?