10
—¿TE gustaría ver nuestros huertos mientras vamos hacia allí? —le preguntó Lara Avara a Jennifer.
—Bueno —contestó sin demasiado entusiasmo. La verdad es que los huertos no le interesaban lo más mínimo, pero no tenía ganas de conocer a Vianah. Por lo menos mientras no estuviera Robert.
Desde que había llegado a Escocia, cada vez que visitaba a alguien terminaba paseando por su huerto, oyéndole contar, con todo lujo de detalles, la historia de cada uno de los arbustos. Jennifer, que apenas sabía distinguir un pensamiento de una petunia, lo encontraba muy aburrido; pero esta vez no pudo por menos de sentirse impresionada. La vegetación era tan frondosa y exuberante que le parecía que, si se detenía un momento, acabaría por crecer a su alrededor. Hileras de hermosas y grandes coles se abrían paso entre las tomateras, cuajadas de frutos rojos y maduros, y los sarmientos de los pepinos y las judías se enredaban por todas partes.
—¡No sabía que en Escocia se cultivaran tomates! —dijo Jennifer—. ¡Coles, sí! En el colegio nos ponen a veces para comer unas horribles coles hervidas. Pero creía que hacía demasiado frío para los tomates.
—Aquí siempre hace calor y las verduras crecen muy deprisa en los largos días de verano.
Jennifer, que llevaba puesta una chaqueta, ya se había dado cuenta de que hacía calor, pero fue en el huerto cuando de verdad notó lo mucho que el clima había cambiado.
—Todos estos bosques… —dijo pensativamente—. Seguro que cuando empezó a hacer más calor aparecieron nuevos tipos de plantas y árboles. Es una de las cosas que me enseñaron en la escuela, pero nunca me había parado a pensarlo.
Pero para Lara Avara el bosque siempre había sido así y, como estaba impaciente por enseñarle las cabras y los corderillos, le pidió que se diera prisa. Luego fueron a la Casa de los Niños.
Lo primero que llamó la atención de Jennifer fue la impresión de colorido. El edificio, de una sola planta, estaba rodeado por una valla de madera. Enredaderas y flores caían en cascada desde las jardineras, y las puertas y ventanas estaban pintadas de un brillante color naranja. Luego captó los sonidos. Alguien cantaba en voz alta, ligeramente desafinada, mientras los niños reían y daban palmas. Los pasos de unos piececitos descalzos resonaron en el suelo de madera, y un pequeño de ojos oscuros apareció en una de las ventanas.
—¡Es Lara Avara! —gritó—. ¡Y trae a uno de los Perdidos!
Inmediatamente, una bandada de chiquillos de ojos y cabellos oscuros se apiñó en la puerta, empujándose unos a otros en su impaciencia por ver a Jennifer.
—¡Creen que eres uno de los Perdidos! —rompió a reír Lara Avara—. Muchos de nuestros cuentos y leyendas hablan de ellos y dicen que un día volverán. Una de las historias favoritas de estos niños es la de la niña perdida, que tiene el pelo tan rojo como el sol cuando sale y tan enredado como las zarzas.
Un niñito mofletudo le echó los brazos al cuello a Jennifer, quien, dejando a un lado su vergüenza, le dio un abrazo.
—Es Nephi —dijo Lara Avara—. Es el preferido de todos.
Nephi guió a Jennifer hasta una habitación interior en la que un joven tallaba animales de madera para que los niños jugasen con ellos. Después de ver cómo trabajaba durante un rato, se unieron al grupo, que seguía cantando y dando palmas. Luego Nephi quiso jugar a la pelota. En su afán por cogerla, se dio un cabezazo con una niña, y ambos empezaron a llorar. Jennifer se sentó con ellos en una mecedora y los consoló. Cuando Lara Avara sugirió que deberían marcharse, Nephi se puso a llorar otra vez, pero se le pasó la llantina al prometerle Jennifer que volverían pronto.
La casa de Vianah estaba más allá del canal de pesca y del horno de secado. Estaba rodeada por un jardín lleno de rosas, flores y arbustos completamente desconocidos para Jennifer.
—¡Qué jardín tan bonito! ¡Qué bien huele!
—Como Vianah no puede ver, reconoce las flores por su olor —explicó Lara Avara—. Sabe el nombre de todas las que hay en el jardín. Muchas veces, la llevo al bosque a buscar flores nuevas.
—¿Vienes mucho a visitar a Vianah? —preguntó Jennifer.
—Vivo con ella. Es mi Elegida, y Nemourah también.
—¡Pero las dos son mujeres! ¿No tienes que escoger un hombre y una mujer? —preguntó Jennifer sorprendida, porque seguía pensando que los Elegidos reemplazaban a los padres.
—No puede haber una regla que te diga a quién tienes que amar o de quién quieres aprender —contestó con sencillez Lara Avara.
—¿Pero qué puedes aprender de Vianah? —preguntó Jennifer—. Kartan nos dijo que es demasiado mayor para hacer el viaje de verano. Y además es ciega.
—En cuanto la veas, lo comprenderás. A pesar de ser mayor, sabe más que todos nosotros.
Lara Avara empujó la puerta de la casita, y Jennifer vio a una mujer pequeña y arrugada, sentada en una mecedora junto a la ventana abierta. Una ligera brisa le despeinaba el cabello blanco.
La anciana la miró directamente, con sus ojos azules y limpios, y preguntó:
—¿A quién me traes?
Lo primero que Jennifer pensó fue que no parecía ciega. Además, era la primera persona que veía en Kelso que no tuviera los ojos oscuros y el pelo negro.
—Déjala que te toque —le dijo en voz baja Lara Avara. Luego, abalanzándose sobre ella, le dio un beso en la arrugada mejilla y le dijo—: Te he traído una gran sorpresa. Es Jennifer. Otra niña como Ian y Ollie.
—¡Acércate más, Jennifer! —le dijo la anciana con voz temblorosa.
Tímidamente, Jennifer se arrodilló junto a la mecedora de la anciana. Vianah alargó la mano y sus dedos, resecos y fríos, acariciaron su cara. Al sentir este contacto, Jennifer olvidó su sensación de incomodidad, para sentir solo el amor que la anciana le demostraba.
—¿Así que eres una niña de otra época?
Jennifer afirmó con la cabeza; después, recordando que Vianah era ciega, dijo en voz baja:
—Nosotros no conocemos a los otros niños que vinieron. Ni siquiera sabemos cómo hemos llegado hasta aquí.
—¿No estás sola?
—Mi amigo Robert también ha venido, pero se ha quedado en casa de Alloperla.
—¡Ah, sí! ¡Querrá pintaros a los dos! Tienes que traerlo enseguida. Pero cuéntame cómo encontrasteis este lugar.
Jennifer se sentó a los pies de Vianah y volvió a contar toda la historia de las piedras del páramo, la niebla, su huida de los bárbaros y el viaje a Kelso.
—Hay muchas cosas que no puedo explicar —terminó diciendo Jennifer—. Hay muchas cosas que no tienen sentido.
—No te aflijas —dijo Vianah con suavidad—. Una mente activa siempre esta llena de interrogantes, por eso tienes tanto en que pensar. ¡La que solo tiene respuestas es una mente embotada!
Antes de que Jennifer se atreviera a preguntar lo que en realidad había venido a saber, sonó una campana, y Lara Avara dijo:
—¡Es la hora de la fiesta! ¿Vienes con nosotros, Vianah, o te traigo aquí la comida?
—Esta noche iré con vosotros —dijo Vianah.
—¡Vianah! ¡Hace mucho tiempo que no nos acompañas un Día de Fiesta! —dijo Lara Avara, poniéndose de pie de un salto para ir a buscar un bastón y un chal para cubrir los frágiles hombros de la mujer.
—Es un Día de Fiesta especial —dijo Vianah acariciando suavemente la mejilla de Jennifer.
Jennifer ayudó a Lara Avara a llevar a Vianah a la Casa de la Cocina, donde iba a tener lugar la fiesta. Por el camino le preguntó a Lara Avara qué era un Día de Fiesta.
—Los Días de Fiesta comemos todos juntos en la Casa de la Cocina. Cuando no hay nada especial que celebrar con una fiesta, una persona de cada familia va allí y se lleva a casa suficiente comida para los suyos. ¡Te sorprendería saber cuántas cosas encontramos para celebrar, porque comer todos juntos es estupendo!
Jennifer se había imaginado que habría enormes platos de pan de miel; pero, cuando llegaron a la Casa de la Cocina, se quedó admirada ante la visión de la mesa. Estaba cubierta de fuentes que contenían todo tipo de verduras, tanto crudas como cocidas. Junto a ellas, había apetitosas salsas, quesos, nueces y pescado ahumado. Todo tenía tan buen aspecto y olía tan bien que le hizo recordar las palabras de Alloperla, cuando decía que también la cocina era un arte.
Los platos eran de porcelana fina, cada uno de un modelo diferente, pero siempre decorados con los mismos delicados colores. Jennifer vio cómo dos niños pequeños se ponían de puntillas para coger dos de aquellos valiosos platos y los llenaban de comida.
Un hombre bajo, con la cara cuadrada y los ojos intensos y oscuros, volvía a llenar las fuentes a medida que se iban vaciando. Jennifer supuso que debía de ser Panchros porque Kartan le estaba ayudando.
Luego vio junto a la mesa a Robert que miraba con ojos asombrados la gran variedad de alimentos. Se reunió con él y le dijo:
—Parece una de esas fotografías de recetas que solían venir en las revistas de mamá. Siempre intentaba hacerlas, pero nunca le salían igual.
Robert, cuya madre nunca guisaba nada más que estofado y patatas, no dijo nada, pero tenía tanta hambre que llenó rápidamente el plato. Jennifer le llevó a ver a Vianah, que estaba sentada a la sombra, esperando a Lara Avara. Poco después apareció esta, seguida por Kartan y el pequeño Nephi, que se sentó junto a Jennifer sonriéndole.
—Tendrás que darle de comer —dijo Lara Avara—. ¡Hoy eres tú su Elegida!
—¿Qué tengo que darle?
—Déjale que decida él mismo.
Nephi ya había decidido. Él solo se sirvió un pedazo de queso y un melocotón del plato de Jennifer.
Una vez que hubo terminado la cena, se sentaron a hablar con Vianah y, por fin, Jennifer tuvo la oportunidad de hacer la pregunta que no dejaba de rondarle por la cabeza.
—Cuando aquellos otros niños, Ollie y los demás, estuvieron aquí, ¿cómo consiguieron volver a casa? Tú los ayudaste, ¿verdad? Queremos que nos ayudes a volver también a nosotros.
—¿A volver? —repitió Vianah.
—Sí, a nuestra época.
—Lo siento, hijos míos —dijo Vianah, y por primera vez su voz sonó vieja y gastada—. Yo no hice nada. Fueron ellos, yo no los ayudé.
—Pero Kartan dijo…
—Creí que tú sabías cómo lo hicieron —dijo Kartan—. Una vez comentaste que había una llave. Pensé que la tendrías tú.
—Alguien habló de una llave, pero no sé nada más. Llegaron cuando yo estaba en la antigua torre, a no muchos kilómetros de aquí.
—Entonces, hemos venido hasta aquí solo para descubrir que no hay camino de vuelta —dijo Jennifer, deshecha en lágrimas, escondiendo la cara entre las manos.
Robert la miró durante unos minutos con expresión preocupada. Luego volvió su mirada hacia la pequeña casita en que vivía Alloperla.
Jennifer sacudió bruscamente la cabeza y, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, gritó:
—Ni siquiera te importa. Estamos encerrados aquí para siempre y a ti ni siquiera te importa.