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CUANDO Jennifer entró en la oscura cocina, su madre estaba intentando encender un quemador de la anticuada cocina de gas que había en una esquina. Bruscamente, retiró la mano de la temblorosa llamita azulada y puso encima una pesada tetera negra.

—¿Dónde te has metido? —preguntó volviendo la cabeza. Sin dar tiempo a que Jennifer contestara, continuó—: Vas a llegar tarde a la escuela. Si tienes que salir antes de desayunar, me gustaría que, por lo menos, no se te pasara la hora. ¿Dónde te has ensuciado así?

—Supongo que tendré que bañarme antes de ir a la escuela —dijo Jennifer mirándose las manos sucias. Debajo de las uñas tenía incrustada tierra negruzca del páramo. De repente, Jennifer sintió la necesidad de contarle a su madre aquello tan extraño que había pasado en las piedras, aunque estaba segura de que iba a decir que todo eran imaginaciones suyas. Pero los pensamientos de su madre estaban en otra parte.

—¿Bañarte? ¡Oh, Jennifer! Esta mañana no he encendido ese antipático fuego, y no tenemos agua caliente. Hoy le toca venir a la señora Dean y lo he dejado para que lo haga ella.

La única forma de calentar el agua en aquella vieja granja era encender fuego en la estufa de la cocina, abrir el tiro y esperar a que circulara a través de todo un complejo laberinto de tuberías. A la señora Crandall le parecía un sistema muy primitivo. Además, el fuego era muy caprichoso y, cuando lo encendía ella, se ponía mohíno y, aunque no llegara a apagarse, nunca daba suficiente calor como para que el agua adquiriese una temperatura adecuada.

—Tendrás que esperar a que venga la señora Dean. Supongo que vendrá pronto. Luego, te llevaré en coche a la escuela. Mientras tanto, puedes desayunar.

La señora Crandall alargó el brazo para coger de la alacena una caja de cereales y sacó la leche de una pequeña nevera. Antes de que la tetera empezara a hervir, la señora Dean entró resoplando en la cocina. Iba a todas partes en una anticuada bicicleta, pero, a pesar del ejercicio, seguía estando bastante gorda. Se quitó el pañuelo de la cabeza, se arregló el pelo gris y rizado y colgó el abrigo detrás de la puerta. Luego, sacando del bolso un voluminoso delantal, se lo ató alrededor de la amplia cintura.

—Bueno, ¿qué hay que hacer esta mañana? —preguntó alegremente.

—Creo que podría empezar por el fuego —contestó la señora Crandall—. ¡Ojalá hubiera otra forma de calentar el agua!

—Seguro que está pensando en uno de esos inmensos calentadores —dijo la señora Dean moviendo la cabeza—. Esnobismos. Con el precio de la electricidad es mejor apañárselas con un buen fuego de carbón. Después de todo, mantiene la casa acogedora y, además, se puede utilizar para guisar, ahorrando gas.

Acogedora era la última palabra que la señora Crandall hubiera utilizado para describir la granja Taylor. En un santiamén, la señora Dean consiguió que el fuego ardiera con vivacidad. Luego, limpiándose el hollín de las manos con el delantal, aceptó la taza de té que le ofrecía la señora Crandall y se sentó con ellas en la mesa.

—¿No tendrías que estar ya en la escuela? —le preguntó a Jennifer.

—Estuvo en el páramo antes de desayunar y se ha puesto perdida —dijo la señora Crandall—. Primero necesita un buen baño.

—Un día te perderás en el páramo —dijo la señora Dean mostrando su desaprobación—. No conoces bien esa zona.

—No estaba sola —dijo Jennifer—. Estaba conmigo Robert Guthrie.

—¿Robert Guthrie? Debe de ser el hijo de Meg Guthrie. El que tuvo polio cuando era un chiquillo. Dicen que nunca se repondrá, pero su padre está decidido a hacer de él un buen granjero.

—Me parece que no conozco a la señora Guthrie —dijo la señora Crandall pensativamente—. No va a las reuniones del instituto, ¿verdad? ¿Y a las partidas de whist[6] de los viernes?

La señora Crandall había irrumpido con gran entusiasmo en la vida social del pueblo.

—Siempre se queda en casa, eso es lo que hace Meg Guthrie —dijo la señora Dean—. Desde que se marchó Duncan.

—¿Quién es Duncan? —preguntó Jennifer, intrigada.

La señora Dean echó dos cucharaditas de azúcar en el té, lo removió, y luego se lanzó encantada a contar la historia de Duncan Guthrie. No había nada que le gustara más que cotillear un poco, y la señora Crandall era una buena oyente. Según dijo, Duncan era seis años mayor que Robert. Así que ya tendría casi diecisiete, pero hacía dos años que se había escapado de casa. Un buen día desapareció y no se había vuelto a saber nada de él desde entonces. Para los Guthrie, que tenían muchas esperanzas puestas en el muchacho, había sido un golpe muy duro.

—Iba a quedarse con la granja cuando fuera mayor. Pero quizá ahí había empezado todo el problema. Duncan nunca tuvo demasiado interés por ella. Le gustaban más los motores y los coches. Fue precisamente una motocicleta la causante de todo. Un buen día, él y otro chico de Locharden robaron una. Dijeron que solo la querían para dar una vuelta y que pensaban devolverla después. ¡Quién sabe! Lo cierto es que la destrozaron bajando por la colina hacia Baldry. La policía la encontró y se armó un buen lío. ¡Ya lo creo que sí!

La señora Dean hizo una pausa para beber un poco de té y luego continuó:

—Pero los chicos son chicos, es lo que yo digo. Sus padres hubieran hecho mejor no siendo tan duros con él. Después de aquello, no volvieron a dejarle ir con los demás chicos del pueblo. El único sitio al que le permitían ir era a la escuela y, por lo que parece, no iba tan a menudo como debiera. Un día se marchó. Encontraría trabajo en algún sitio, supongo.

—¿Y dice que no han vuelto a saber nada de él? —preguntó la señora Crandall—. ¡Qué disgusto para sus pobres padres!

—Ya lo creo, se lo tomaron muy a pecho. Meg Guthrie ya no sale de casa para nada. Y he oído decir que son tremendamente estrictos con Robert, sobre todo su padre. Le obligan a trabajar a todas horas, y no es nada fuerte. Pero no estoy muy segura de que consigan hacer de él un buen granjero. Los chicos de hoy en día no quieren quedarse en las granjas; lo que quieren es ganar dinero rápidamente en las ciudades o en la North Sea Oil.

Al decir esto, miró acusadoramente a la señora Crandall como si, en cierto modo, el hecho de que su marido trabajara en la North Sea Oil Company hiciera que todo fuera culpa suya.

La señora Crandall se removió incómoda en su asiento bajo la atenta mirada de la señora Dean.

—El agua ya debe de estar suficientemente caliente para el baño, Jennifer —dijo rápidamente.

Jennifer, después de beber de un trago la leche que le quedaba, salió a comprobarlo.

Robert había llegado a tiempo para coger el autobús que le llevaba a la escuela; pero, por más atención que intentaba poner en clase, era como si no estuviera allí. El señor MacPherson habló con voz monótona del clima de la India y luego leyó un largo poema de Walter Scott. Robert tenía la vista fija en la tapa del pupitre y pensaba en las piedras. ¿Por qué no había visto él, en vez de Jennifer, a aquellas extrañas personas de pelo largo y oscuro? Estaba completamente seguro de que no eran imaginaciones de la muchacha.

Durante el recreo de la mañana la estuvo buscando, pero no la encontró. Después de comer, la vio jugando al fútbol con los chicos en el patio. Despreocupándose del juego, se dirigió hacia ella y le dijo:

—¿Qué vamos a hacer con lo que pasó en las piedras?

—¿Qué quieres decir? ¿Qué hay que hacer? —preguntó ella sin perder de vista el balón, que estaba en campo contrario.

—Quizá debiéramos contárselo a alguien —comentó Robert.

—¿Qué hay que contar? —preguntó Jennifer, y luego añadió—: ¡Cuidado! El balón.

Danny Lowrie venía corriendo del campo contrario, regateando a varios jugadores. Luego, pasó el balón a un compañero y siguió corriendo en línea recta hasta que chocó violentamente con Robert y lo derribó aparatosamente sobre la hierba.

—Creí que jugabas de defensa —le dijo a Jennifer—. ¡Pero a lo mejor prefieres ser la niñera de Guthrie!

Jennifer miró a Robert, sin saber si reír o disculparse. Luego, sacudiéndose el pelo largo y rojizo, salió disparada detrás del balón con Danny. Robert se levantó y, enfadado y frustrado, se dirigió cojeando hacia la escuela.

Aunque todavía no había sonado la campana, Robert entró en la clase. Junto a la pizarra había dos chicos que reían.

Robert no les prestó atención hasta que uno de ellos dijo:

—Que lo dibuje Guthrie. Él sabe hacerlo mucho mejor.

—¡Eh, Robert! —dijo un chico rubio y bajito—. Háznos un dibujo del señor MacPherson. ¡El que ha hecho Jimmy parece un espantapájaros con gafas!

En otras circunstancias, Robert se hubiera negado, pero había quedado como un tonto por culpa de Danny Lowrie y Jennifer le había desairado. Y dibujar era algo que sabía hacer muy bien. Cogió la tiza que le ofreció Jimmy y empezó a dibujar al maestro, mientras los demás chicos le miraban encantados. No era un dibujo demasiado elogioso: los ojos eran más saltones, la nariz más ganchuda, el pelo parecía una cresta y la boca tenía las comisuras caídas hacia abajo. Pero se reconocía muy bien al viejo MacPherson.

Estaba Robert añadiendo los detalles finales cuando, de repente, sintió que en el aula se hacía el silencio. Ya no se oían risas ni comentarios divertidos. Se le erizó el pelo de la nuca y, muy despacio y de mala gana, se dio la vuelta hasta encontrarse con la mirada acusadora del profesor.

Durante un segundo —antes de que el señor MacPherson le dijera que, por culpa de su atrevimiento, tendría que quedarse a la salida de clase—, Robert vio el dolor reflejado en los ojos del anciano y se arrepintió de haber hecho el dibujo. Incluso después de borrarlo, quedó en la pizarra una débil huella, que le siguió mirando con reproche durante el resto de la tarde.

Todavía se arrepintió más cuando todos sus compañeros se marcharon a casa y el señor MacPherson le pidió que sacara el libro de matemáticas y empezara a hacer los problemas de la página 83. Sumas y restas de fracciones sin sentido.

Cuando el profesor por fin le permitió salir, el autobús ya se había ido, y con él la oportunidad de hablar con Jennifer. Echó a correr con la esperanza de que le hubiera esperado, pero no se veía a nadie, ni siquiera a los habituales rezagados en el campo de fútbol.

Mientras avanzaba penosamente por la carretera principal, la furgoneta de reparto de la frutería de Baldry se detuvo para recogerle. El conductor lo llevó hasta el final de la carretera. Al pasar por la granja Taylor, Robert vio que el coche había salido. Tímidamente, se dirigió hacia la puerta y llamó con los nudillos. No contestó nadie. «Jennifer debe de haber ido con su madre a algún sitio», pensó.

Disgustado por no poder verla, recorrió lentamente la estrecha vereda. A un lado había un muro de sillería, y al otro un seto bastante alto. Una vez, cuando era más pequeño, un perro había saltado desde detrás de aquel seto, y durante mucho tiempo no se atrevió a pasar por allí sin Duncan. Todavía se acordaba de él y de cómo le cuidaba. Llevaba sus libros y no permitía que los demás muchachos se rieran de él cuando tenía que ponerse aquel horrible aparato en la pierna. ¿Cómo podía haberse marchado Duncan dejándole allí, sin mandar ni una sola nota en dos largos años?

Robert recordaba que, cuando había hablado con su abuelo de la desaparición de Duncan, el anciano le había dicho que buscara la respuesta en las colinas y en el páramo. También le había dicho que la respuesta a muchas cosas estaba en el círculo de piedras. Todo ello hizo que sus pensamientos volvieran a la gente de pelo oscuro que Jennifer había visto. Cogió una piedra y la tiró contra el seto. Un mirlo salió volando, asustado. ¿Por qué no había visto él a aquella gente? Para entonces, Robert había llegado al páramo y podía ver su casa, una sólida granja de piedra con una serie de pequeñas dependencias adosadas. No había ningún jardín que suavizara las severas líneas del edificio, y la pintura de la puerta y las ventanas había adquirido, con el paso del tiempo, un tono grisáceo que hacía juego con las piedras de los muros. Dos solitarios pinos se sumaban al desolado aspecto de la casa.

Robert se dirigió hacia la puerta de atrás a través de un patio lleno de hierbas y salpicado por los excrementos de las gallinas. Antes de llegar a la puerta, esta se abrió bruscamente y su madre arrojó una lluvia de cáscaras de patatas. Las gallinas se acercaron cacareando.

Cuando su madre lo vio, gritó:

—Ya era hora, Robert. ¿Dónde has estado?

La preocupación daba a su voz un tono severo. Durante todo el día se había estado lamentando de haberle dejado salir tan temprano para dibujar las piedras, pero especialmente cuando vio que no volvía de la escuela a la hora habitual.

—Habrá venido jugando y perdiendo el tiempo con los demás niños, como siempre —dijo una voz más profunda desde la cocina.

Robert entró, colgó la chaqueta detrás de la puerta y arrojó el macuto sobre el aparador.

—Te estaba esperando para que subieras a Ben Arden a echar un vistazo a las ovejas.

—Ay, papá, estoy cansado —protestó Robert.

—No estás cansado cuando te quedas por ahí jugando con tus amigos, en vez de venir a casa para ver si hay algo que hacer —dijo su padre.

—Deja que el chico coma primero —dijo la señora Guthrie con voz extraña. Y ya nadie volvió a decir nada hasta que se sentaron a la mesa.

El señor Guthrie era un hombre pequeño, robusto, con el pelo negro y la cara curtida por el aire libre. Se sirvió la carne y las patatas en el plato y empezó a comer con voracidad.

—¿Cómo ha ido el mercado, papá? —preguntó Robert después de un rato de silencio.

—No demasiado mal. Los precios han subido un poco este año, y he ganado algo con los corderos —dijo el señor Guthrie casi con afabilidad.

—Entonces, ¿ha merecido la pena?

—Sí. Y he comprado un cochinillo para engordarlo. ¿Has arreglado la puerta de la pocilga mientras yo estaba fuera?

Robert le dirigió una mirada de culpabilidad y dijo:

—Se me ha olvidado.

El buen humor de su padre se evaporó y dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar los platos y los cubiertos.

—¿No puedes hacer nada de lo que se te manda? ¡Sal y házlo ahora mismo!

—Deja que el chico termine la sopa —dijo la señora Guthrie.

—Lo único que haces es fomentar su holgazanería —gritó su marido.

Robert se levantó de la mesa, sin importarle no haber terminado la sopa. En cuanto empezaban los gritos, se le quitaban las ganas de comer.

Cruzó el patio y se dirigió hacia la pocilga, que era un pequeño recinto, construido en piedra, con un tejadillo de hierro ondulado sujeto en una esquina. El gozne de la puerta de madera estaba roto, y Robert pensó que lo mejor era reemplazar el tablero. Echó una mirada por el patio, que estaba lleno de virutas de madera y trozos de alambre.

Había varios tableros en un cobertizo. Eligió uno, le quitó unos cuantos clavos torcidos y lo midió. Después de serrarlo, hasta dejarlo del tamaño adecuado, empezó a quitar el gozne del tablero antiguo.

—¡Hola!

Robert reconoció la voz de Jennifer sin necesidad de levantar la cabeza. Durante todo el día había deseado hablar con ella, pero no allí. Si su padre salía de casa, le echaría una buena regañina por perder el tiempo charlando con los amigos. El simple hecho de pensar en esa posibilidad le hacía sufrir. Pero, al mismo tiempo, se alegraba de ver a Jennifer, porque estaba seguro de que eso significaba que estaba más preocupada de lo que parecía por lo que había pasado.

—He estado pensando en el círculo de piedras —dijo Jennifer subiéndose al tejado, donde se sentó balanceando las piernas—. Dicen que ver es creer, pero yo no creo que aquellas personas que vi estuvieran allí realmente. Aunque tampoco fue un sueño. Me habría gustado que tú también las hubieras visto.

—¿Por qué no iban a ser reales? —preguntó Robert.

—Es evidente —contestó Jennifer—. Vi que excavaban en el suelo con el martillo, pero cuando tú miraste en esa dirección, ya no había agujero. No lo entiendo.

—El que tú no lo entiendas no quiere decir que no sea real. Hay un montón de cosas que no entiendes y, sin embargo, son reales —argumentó Robert remachando un clavo.

—¿Como qué?

—La televisión, por ejemplo. ¿Puedes explicar cómo, con solo apretar un botón, puedes ver en tu propio cuarto de estar unas personas que están a kilómetros de allí?

—Pero no es lo mismo —dijo Jennifer—. Yo no puedo explicar cómo funciona la televisión, pero hay mucha gente que sí puede hacerlo.

—A lo mejor mi abuelo puede explicar lo que viste —dijo Robert con tranquilidad.

—No creo que pueda explicarlo mejor que cualquier otra persona. Estoy segura de que me he imaginado a aquella gente.

—Pero hay gente que ha desaparecido allí —insistió Robert.

—¡Un nombre! ¡Dime un solo nombre!

—Mi hermano Duncan.

—Tu hermano no desapareció —dijo Jennifer—. Se escapó de casa. La señora Dean dijo que…

—La señora Dean no es más que una vieja cotilla —gritó Robert con ojos brillantes.

—Robó una moto y tuvo problemas con la policía.

—No es verdad. Solo la cogió prestada. Él nunca se escaparía. Yo sé muy bien que no lo haría.

Acalorados, Robert y Jennifer se miraron furiosos.

—Tú eres capaz de creerte cualquier cosa, ¿verdad? —preguntó Jennifer.

—Y tú eres lo suficientemente tonta como para no creerte lo que ves —contestó Robert.

—¡Y tú, un niño pequeño que te crees los cuentos de hadas que te cuenta tu abuelo!

Mientras discutían, Robert terminó de cambiar el gozne de la puerta. Jennifer bajó de un salto, dispuesta a ayudarle a colgarla, pero él la ignoró.

—¿Para qué has venido hasta aquí? —le preguntó una vez que hubo conseguido colocar la puerta.

Por la cara de Jennifer cruzó una leve sonrisa.

—No te lo creerás —dijo—, pero he venido a pedirte que vuelvas conmigo a las piedras.

—¿Volver a las piedras? —repitió Robert sin entender nada—. ¿Quieres decir que quieres volver? Y, sin embargo, sigues diciendo que todo han sido imaginaciones tuyas.

—Bueno —dijo lentamente Jennifer—, no puedo quitarme de la cabeza a aquellas personas, y creo que si vamos al círculo y no pasa nada, todo habrá terminado.

—Quizá debiéramos hablar primero con mi abuelo —sugirió Robert.

—¡Tú y tu abuelo! —dijo Jennifer con impaciencia—. ¿Vas a venir, o no?

A Robert oyó discutir a sus padres dentro de casa, y estaba seguro de que Jennifer también.

—Sí, iré —contestó rápidamente—. ¿Cuándo?

—Mañana por la mañana —dijo Jennifer—. Quiero salir de dudas cuanto antes. Pero tenemos que ir muy temprano, a las cuatro. A esa hora ya hay luz. Además, mi madre se enfadará si llego tarde a desayunar. Dice que está harta de llevarme a la escuela cada vez que pierdo el autobús.

—¿Dónde quedamos?

—En el camino que hay junto a mi casa, por donde atravesamos el páramo.

—Allí estaré —prometió Robert.