TREINTA Y DOS
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SAM SINTIÓ que la pesadez en los pulmones se aligeraba. Aún le ardían los ojos, pero podía abrirlos.
No sabía hacia dónde mirar, pero sí a quién buscaba.
—¡Drake! —gritó—. ¡Sal y pelea conmigo, Drake!
La persona que apareció no fue Drake. Lana y Patrick salieron de entre el humo.
—Ha bajado la barrera —informó Sam—. El fuego se acerca rápido… ¿Has visto a Drake?
—Me habían dicho que estaba muerto. Pero en este sitio… —Lana negó con la cabeza y parecía entre divertida y resignada—. Sam, si ha bajado la barrera, no tienes por qué enfrentarte a él.
—Ha hecho daño a Astrid. Está viva, pero la ha cogido y le ha hecho daño.
—Y aquí estás, haciendo de héroe trágico después de todo —dijo Lana con brusquedad. Estaba inusualmente inspirada para ser Lana. El mundo se estaba acabando, y se mostraba muy ingeniosa—. Igual es lo que necesitas. Pero ¿sabes qué? Creo que yo ya he tenido bastante.
Le metió algo pesado en la cinturilla del pantalón y se marchó con su perro.
Sam sintió la culata de la pistola automática de Lana. ¿De verdad? ¿De verdad no tenía que hacerlo? ¿De verdad necesitaba un arma?
—¡Drake! —gritó.
Oía la ciudad arder. Quebrarse. Crepitar. Estallar. El calor era intenso, casi intolerable. Era como ponerse demasiado cerca de una chimenea, y sentir que te secaba la piel, y saber que si hubiera cinco grados más no estarías seco, sino quemado. Había chispas por todas partes. La ciudad entera ardería.
—¡Drake!
El látigo le azotó la espalda. El dolor era como si te marcaran con hierro candente.
Sam se dio la vuelta, y Drake le golpeó con el puño en la cara.
Sam cayó pero se apoyó en una rodilla, apuntó con las manos y disparó.
No pasó nada.
Drake parecía tan perplejo como Sam. Se rio una sola vez, de forma repentina.
—Así que ya no eres tan peligroso, ¿eh, Sam?
Drake volvió a atizarle, y el látigo le quemó los hombros. Sam salió despedido hacia delante.
—Me he divertido con tu novia, Sam —comentó Drake.
Sam volvió a intentarlo. Pero no salía luz. Ya no tenía poder. Entonces sacó la pistola.
—Vamos, ya sabes que no sirve de nada, Sam; Sam el héroe. Ya sabes que las balas no me matan.
—Gaya está muerta. La ERA ha terminado —dijo Sam, y apuntó con la pistola al rostro de Drake—. Así que no sé qué sirve y qué no. ¿Por qué no lo averiguamos?
Pero había aparecido una línea alrededor del cuello de Drake. Era rojo sangre, como una sonrisa horripilante. Como la marca que podría quedarle a un colgado. Se estaba ampliando, se estaba haciendo una abertura entre lo que había sido el cuello de Drake y el de Alex.
Drake aún no se había dado cuenta. Sonrió y azotó fuerte a Sam, de modo que volvió a atravesarle el hombro de un latigazo, enroscándolo para rasgarle la espalda.
Pero cuando echó el brazo de látigo hacia atrás, era más corto. Se había desprendido un segmento de más de treinta centímetros. Yacía en la acera como un gusano pesadillesco.
—No —dijo Drake, pero el sonido de su voz se vio debilitado por el aire que le entraba por el cuello.
Drake intentó atacar de nuevo, derribar a Sam, pero su brazo de látigo estaba flácido, apenas se movía. Se estaba curvando por la punta, parecía tostarse como un pergamino demasiado cerca del fuego.
—Saldré de aquí —afirmó Drake en un susurro menguante—. La encontraré. Y lo haré durar días, Sam. La haré gritar, Sam. La haré…
Sam tensó el dedo en el gatillo. Estaría bien disparar. Drake se estaba desintegrando ante sus ojos, pero aun así, estaría bien disparar. Sentir el retroceso en la mano. Ver su impacto.
En ese instante en que Sam estaba dividido entre disparar o no, la cabeza de Drake cayó de su cuerpo hecho a trozos hasta tocar el suelo.
Uno, dos, tres, cuatro… y el cuerpo se derrumbó.
El brazo de látigo terrible parecía la piel que deja una serpiente cuando muda.
Sam cogió la cabeza de Drake. Los ojos parpadearon, como si aún tuviera vida.
Sam subió rígidamente los escalones de la iglesia, donde el fuego ardía intensamente. Se obligó a adentrarse en el calor. Sentía el pelo de la cabeza crujiente y los ojos tan secos que no podía pestañear. Y arrojó la cabeza de Drake a las llamas.
—Vale —dijo a nadie en absoluto—. Ahora ya puedo largarme de aquí.