TRES
77 HORAS, 37 MINUTOS
—TENGO HAMBRE —dijo Gaya, y no por primera vez aquella mañana.
Drake había venido de noche y le había traído alcachofas y una rata muerta, pero eso no bastaba. Gaya lo había mandado directamente a buscar más.
Era una niña muy hambrienta. Un monstruo que no paraba de crecer.
Al principio Diana la amamantaba, pero Gaya se desarrollaba demasiado rápido para sobrevivir solo con la leche de su madre. Y Diana tenía el cuerpo hecho un desastre: estaba desnutrida, magullada, destrozada. Su cuerpo solo había tenido cuatro meses para adaptarse a lo que debería haber sido un embarazo de nueve. Y con el parto, gritando de dolor en una cueva caliente y oscura… Pues como que no estaba en su mejor momento.
Durante los dos últimos días, mientras se curaba y crecía, Gaya había mandado a Drake a buscar comida. Al asaltar los campos, Drake había conseguido atacar un carro que iba de Perdido Beach al lago; también había matado animales y se los había llevado a Gaya, que los cocinaba con una luz que le salía disparada de las manos y luego se los comía.
Pero su apetito iba en aumento, y se estaba volviendo peligroso. Diana ya no tenía la más mínima posibilidad de conseguir comida para sí misma. Y peor aún, y eso era lo que más la asustaba, su hija la miraba largo y tendido, como si se hiciera preguntas. A Gaya no se le daba bien ocultar sus emociones: se estaba planteando comerse a Diana. A veces incluso babeaba como un perro a la hora de comer.
Aún seguían la barrera, caminando sin desviarse de la circunferencia por ese espacio al que todos llamaban la ERA, el Espacio Radioactivo Adolescente. El mordaz Howard Bassem le había adjudicado esa etiqueta. Howard ya no estaba vivo. Se lo habían comido los coyotes.
Así que Drake había vuelto a salir en busca de comida, y Diana se encontraba en la situación inusual de esperar que su odiado enemigo tuviera éxito, y pronto.
Diana y Gaya habían alcanzado un punto elevado en las colinas, por encima del pozo de la mina donde vivía la gayáfaga. Por primera vez, Diana veía que las colinas seguían alzándose más allá de la cúpula. En realidad madre e hija se encontraban en una serie de estribaciones, pero lo bastante arriba como para que, en el otro sentido, Diana viera la bruma azul lejana del océano. Había manchas oscuras y bajas donde se encontraban las islas.
—Eh, sé dónde hay comida —señaló Diana.
—Ya me lo has dicho: en Perdido Beach —replicó Gaya—. Pero no estoy preparada para ir hasta allí. ¿Tan idiota eres que no te acuerdas?
—De verdad que me estoy hartando de que me llames idiota —replicó a su vez Diana—. Puedes llamarme madre, o Diana. Cualquiera de los dos nombres me vale.
Gaya dudó, miró fijamente a Diana y pestañeó.
Entonces Diana gritó.
—¡Aaaah! ¡No, no, no! —sintió el cuchillo ardiendo en la cabeza.
El dolor era terrible y aterrador, como si un animal desesperado intentara salir de ella rajándola.
El dolor se detuvo de forma tan repentina como había comenzado. Puede que hubiera durado tres segundos, pero a Diana le había parecido mucho más.
Si hubiera continuado, Diana se habría vuelto loca. Estaba de rodillas, temblando, reprimiendo el impulso de vomitar lo poco que tenía en el estómago.
—No pongas exigencias —la amenazó Gaya. Y se le acercó: no era más que una niña, pero con un poder que ninguna otra había poseído antes. Tenía los ojos azules y el pelo muy oscuro, casi negro. Pasó los dedos infantiles regordetes por la espalda y el cuello de Diana, examinándola, palpándola, como un cocinero que inspeccionara un trozo de carne—. Me sirves. Eres mi esclava. Mi esclava.
Diana asintió, incapaz de hablar, pues el recuerdo del dolor reverberaba en su cerebro.
Entonces Gaya cedió.
—Pero como uso este lenguaje humano tengo que llamarte algo. Así que te llamaré Diana.
—Fantástico —dijo Diana con los dientes apretados.
—¿Comida? —volvió a insistir Gaya.
—Hay una isla. ¿La ves? Es ese bulto gris en el océano.
Gaya miró.
—No veo nada.
—¿Ves el océano, esa cosa azulada de ahí?
—No.
Diana pensó un momento, buscó lo que necesitaba y preguntó:
—¿Ves esos árboles en la cresta? ¿Cuántos hay?
Había tres, fácilmente distinguibles unos de otros.
—No puedo contarlos. Se mezclan.
—Eres miope —señaló Diana, y se rio—. Tiene que ser una broma. ¿Eres una niña malvada miope? ¿Necesitas gafas?
A Gaya no parecía molestarle que la llamaran niña malvada, porque Diana no sintió ningún dolor punzante. Pero la niña frunció el ceño al oír la palabra «miope».
—¿Quieres decir que tu vista es mejor que la mía?
Diana se encogió de hombros.
—Guarda relación con la forma de los globos oculares, creo. Los cuerpos son así: tienen un montón de imperfecciones. Y, además, estás creciendo a una velocidad increíble, lo que no es normal. Así que, ¿quién sabe qué le pasa a tu cuerpo?
Entonces a Diana le dio por preguntarse si Gaya podía controlar el proceso de envejecimiento. Tenía asumido que la gayáfaga lo provocaba, pero ¿y si no era más que un efecto extraño de la ERA?
Y aún intentaba averiguar qué sabía Gaya y qué no. Gaya, la gayáfaga, había pasado su vida —si es que podía llamarla así— en el pozo de la mina. Utilizaba palabras, pero siempre parecían forzadas. Sabía muchas cosas, pero también carecía de muchos conocimientos. Era como un extranjero que se estuviera adaptando a una nueva sociedad.
La teoría que más se planteaba Diana —y no se lo había preguntado a Gaya— era que Gaya sabía todo aquello que había podido asimilar de mentes que había controlado o por lo menos tocado en varios instantes. Mentes como la de Diana. Como la de Lana. Como la de Caine, también, en una ocasión.
Diana rememoró cuando Caine volvió arrastrándose de la gayáfaga. Estaba loco, paranoico, tan enfermo que casi se muere. Diana lo cuidó. ¿Era por eso, por lo que, a pesar de todo, nunca la había traicionado?
¿Por gratitud? ¿Caine se lo agradecía?
—Pronto necesitarás ropa más grande —señaló Diana—. A esta velocidad estarás curada y menos, perdona, gorda, dentro de muy poco. Y te… desarrollarás.
—¿Desarrollarme?
Gaya no estaba segura de si eso era una oportunidad o una amenaza.
—No te preocupes: no estoy preparada para tener esa conversación —la tranquilizó Diana—. Sea como sea, hay comida en una de esas islas.
—¿Y cómo llegamos a esa isla?
—Bueno, pues eso depende, ¿verdad?
—¿De qué?
—De lo que puedas hacer, Gaya. De los poderes que tengas. Te he visto atacar a tu pa… a Caine. Lo moviste con la mente. ¿Ese es el único poder que tienes? ¿La telequinesis? ¿El poder que tiene Caine?
—Tengo acceso a todos los poderes, Diana. La velocidad, la capacidad de mover cosas con la mente, la fuerza. Puedo activar y desactivar la gravedad. Tengo la luz asesina. Puedo curar.
—Entonces puedes saltar como Taylor. Podrías teletransportarte a la isla, traernos comida y volver en un segundo.
Gaya parecía sentir curiosidad.
—No conozco a Taylor.
Diana frunció el ceño.
—¿Ah, no? —«Interesante», pensó—. Tiene el poder de teletransportarse. Piensa en un sitio, y entonces, clic, allí está.
Durante un breve instante, una expresión casi avergonzada cruzó el rostro de Gaya. No le gustaba mostrar sus límites.
«Igual eso puedo usarlo».
«¿Usarlo para qué? ¿Eres su madre o su enemiga?».
«Todas las anteriores».
Gaya cerró los ojos y se quedó muy quieta. Estaba concentrada, buscando algo, casi como si estuviera rezando, hasta que dijo:
—Esa, esa a la que llamas Taylor, ya no existe como antes. No puedo… alcanzar su poder.
Diana tardó unos segundos en descifrar lo que estaba oyendo, hasta que lo entendió.
—No tienes muchos poderes propios. Solo puedes usar los suyos, lo de los mutis, los mutantes. Así que no puedes hacer lo que Penny, porque está muerta. ¿Y Taylor?
—Las mutaciones que activan los poderes son físicas, pero el poder también existe más allá de sus cuerpos. Puedo entrar en ese espacio y usar sus poderes. —Gaya hablaba con un tono de voz mordaz y condescendiente, como si hablara con una niña, lo cual resultaba particularmente raro viniendo de alguien que parecía una niña—. No lo entenderías.
Pero Diana ahogó un grito, porque ahora sí entendía una cosa.
—Por eso no dejaste que Drake matara a Caine. Por eso hemos huido. No puedes empezar matando a Caine, Sam o Brianna. Si lo haces, pierdes sus poderes.
Gaya se puso arrogante.
—Todas las cosas están conectadas conmigo, idiota…, Diana. El poder de mi padre existe porque mutó y formó un campo conmigo. Cuando él muera, un extremo de ese campo fallará. El poder que se extiende entre nosotros fallará. Pero con el tiempo haré que muten otros. Está en mi… mi naturaleza. Es lo que soy. Lo que pierda hoy, lo puedo volver a ganar. Con el tiempo.
Diana se preguntaba si se atrevería a preguntarle. Habían echado a andar otra vez, casi como amigas, si conseguías pasar por alto que se trataba de una chica de quince años medio quebrada en cuerpo y espíritu, y una pequeña muy guapa con la mente y la voluntad invadidas por un monstruo terrible.
«Es demasiado para pasarlo por alto».
Gaya podía matarla en cualquier momento. Gaya podía torturarla en cualquier momento. Había hecho lo segundo, pero no lo primero. ¿Por qué? ¿Sentía algo por Diana? ¿O es que le resultaba útil? Y si era así, ¿para qué? Seguro que no por su propio poder, que no era más que la habilidad de medir los de los demás.
—¿Y todo eso cómo lo sabes? —preguntó Diana, intentando que pareciera que la admiraba.
De repente recordó la imagen de Astrid, quien se volvería loca de celos si Diana comprendía el gran misterio de la gayáfaga antes que ella.
—Cuando me crearon ya sabía unas cuantas cosas. Y otras las he aprendido en el transcurso de mi vida. Utilizo este cuerpo, pero esta no soy yo —explicó Gaya, aún con voz de niña—. Soy mayor que cualquier forma que adopte.
La parte diminuta de Diana que aún fantaseaba con que aquella niña bonita sí fuera su hija sentía que Gaya tenía mucho ego. Una madre tendría que notarlo, ¿verdad? Debería estar orgullosísima y decir algo así como:
«Gaya está muy segura de sí misma.
»Gaya está avanzada para su edad.
»Gaya es una niña superdotada.
»Gaya tiene imaginación: cree que es una masa de baba verde que vive en un cuerpo humano. ¿A que es mona?».
—Todo ocurre por mí, Diana —continuó Gaya. Se maravillaba ante su propio poder, ante su singularidad—. El guion se escribió hace mucho tiempo, y en un lugar muy lejano. No es que se hubieran imaginado nunca que nacería, pero ese guion, ese virus, se alimentó de radiación intensa, restos de ADN humano y de otros. No era esa la idea, lo único que intentaban era extender la vida por la galaxia.
—Estás hablando del meteorito que se estampó en la central nuclear —comentó Diana. Eso ya lo había deducido Astrid. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que el desastre por el que Perdido Beach tenía el apodo de «El Rincón Radioactivo» estaba vinculado a lo que había pasado antes—. Un momento… ¿ADN humano?
—Había un ser humano en la central nuclear cuando el meteorito la alcanzó. Su código y el mío se mezclaron, gracias al uranio de la central. Y así nací yo. Fue mi auténtico nacimiento —añadió Gaya enseguida, mirando con asco a Diana—. Mi nacimiento de verdad. No el crudo espectáculo de feria de este cuerpo, sino el bonito accidente que me creó.
La voz aguda de Gaya sonaba excitada. Pero esa voz no transmitía alegría o maravilla auténtica. Era aguda porque aún tenía las cuerdas vocales cortas: se trataba de un hecho biológico, no de un reflejo de la mente que había tras la voz.
O quizá se estaba volviendo una ególatra.
Diana se preguntaba si esa criatura era capaz de sentir algo más, aparte de tenerse en muy alta estima y ansiar el poder. Y se preguntaba dónde habría oído Gaya la expresión «espectáculo de feria». ¿Qué mente había saqueado para que se le ocurriera decir eso?
¿Qué sabía exactamente?
En respuesta a su propia pregunta, Diana pensó que todo no.
Gaya no conocía a Taylor. Quizá por eso mantenía a Diana cerca y con vida: para llenar los vacíos respecto a lo que sabía.
—El crudo espectáculo de feria de tu nacimiento casi me mata —comentó Diana con amargura.
Aún le dolía por dentro, y el trauma del cuerpo le minaba las fuerzas.
«Esta no es mi hija —pensó Diana—. Que se parezca a mí, que tenga la barbilla de Caine y mis ojos, no es más que una ilusión. Fuera lo que fuese, o pudiera haber sido, esta es la gayáfaga.
»Camino y hablo con un monstruo».
—Nos estamos acercando al lugar donde pasé mi… niñez —comentó Gaya—. Lo noto.
—¿Al pozo de la mina? Sí, me parece que sí. Pero no vamos a entrar, ¿verdad? Si Sam te está buscando, allí es donde irá.
—Tengo hambre, idiota… Diana. Iré y llamaré a los coyotes, si es que ha sobrevivido alguno. Un solo coyote nos alimentará durante un tiempo.
—No creo que queden muchos coyotes. Creo…
—¡Tengo hambre, tengo hambre! ¡Tengo que comer! —Gaya gritaba como una niña mimada—. ¡Hay que dar de comer a este cuerpo! ¡Lo único que haces es decirme lo que no puedo hacer! ¡Puedo hacer lo que quiera: soy la gayáfaga!
Tenía los puños apretados, y el rostro blanco de furia.
«Rabia. O sea, que siente esa emoción».
Diana se apartó, pues temía que Gaya fuera tras ella, y se encogió esperando la punzada de dolor. Pero no llegó, porque ahora Gaya miraba detrás de Diana.
—¿Qué es eso?
Diana se volvió y vio algo tan improbable que costaba creerlo. Estaban en las colinas, lejos de la ciudad, casi en el extremo más septentrional de la ERA. Pero ahí, fuera de la barrera, había dos hombres jóvenes, veinteañeros, vestidos con ropa de escalada y con clavos colgando de sus cinturones militares.
Los hombres parecían sorprendidos y emocionados al verlas. De repente, Diana se dio cuenta de lo raras que Gaya y ella debían de parecerles: una adolescente magullada y manchada de sangre y una niña que aún estaba parcialmente cubierta de quemaduras de tercer grado.
Los escaladores dejaron lo que estaban haciendo —que era montar una escalera destartalada de aluminio— y las saludaron. El pelirrojo sacó un iPhone de su mochila y empezó a grabarlas.
Diana le hizo un corte de mangas.
El pelirrojo se rio en silencio.
—Vámonos de aquí —pidió Diana.
—No.
—No son más que un par de idiotas intentando subir por la cúpula y hacer fotos.
—No llegarán lejos —advirtió Gaya—. Pueden apoyar cosas contra la barrera, pero nada se queda, y no pueden clavar los clavos.
—Así que se caerán varias veces.
—Deja de hablar. Tengo que concentrarme.
—¿Concentrarte en qué?
Gaya sonrió forzadamente.
—En el Enemigo.
Gaya cerró los ojos y los puños, y volvió a abrirlos. Tenía todos los músculos del cuerpo tensos. Su piel había adoptado una tonalidad que Diana no había visto antes: emitía un brillo verde enfermizo.
Los dos hombres apoyaron la escalera contra la cúpula. No se fijaron en lo que le estaba pasando a Gaya. Discretamente, apartaban la mirada.
Diana se arriesgó a negar un poco con la cabeza.
«No. No, marchaos. Salid de aquí».
Pero el pelirrojo ascendía con la cuerda y los clavos en mano. En lo alto de la escalera trató de adherir una ventosa a la cúpula, pero no lo consiguió.
Se encogió de hombros mirando a Diana de manera un tanto cómica, como si le dijera: «Oye, yo esperaba que resultara».
Entonces intentó clavar un clavo. No hizo ningún ruido en la cúpula, y tampoco dejó ninguna marca.
Su compañero le pasó dos trozos más de metal, que el pelirrojo encajó a la escalera existente. Así pudo subir tres metros y medio más por una estructura destartalada con un solo poste.
—No son precisamente brillantes, ¿verdad? —observó Diana.
Lo más probable es que Gaya no pudiera hacer nada. Probablemente. Pero la niña pequeña que no era una niña pequeña observaba mostrando los dientes, con los ojos concentrados en la lejanía, y parecía disfrutar de lo que fuera que estuviera haciendo en el espacio al que Diana no podía entrar.
—Solo un instante, Enemigo —susurró.
Pese a que cada vez tenía la sensación más intensa de que algo iba a salir mal, Diana estaba fascinada por algo que le parecía que hacía una eternidad que no veía: los adultos. Más aún, por los adultos con ropa limpia y el pelo limpio, cortado profesionalmente. Y no iban armados, ni siquiera con una palanca o un bate de béisbol. ¿Cuándo fue la última vez que vio a alguien sin armas? Todos los mayores de cuatro años en la ERA llevaban algo, aunque solo fuera un palito puntiagudo.
—Estás haciendo que me enfade —susurró Gaya—. Tengo hambre.
Los ojos de Gaya empezaron a brillar, como si alguien hubiera encendido una linterna amortiguada en su cabeza, de modo que la luz sobresalía por el borde de sus ojos. Tenía los puños muy cerrados. Y se oyó un crujido cuando cerró la mandíbula.
Ahora el pelirrojo quedaba muy por encima de Diana, pero no había peligro de que avanzara. Había adoptado una postura con la que poder grabarlas bien, pero estaba en el extremo de la escalera. La cúpula tenía más de quince kilómetros de altura en el centro, y no había escalera en el mundo que pudiera cubrir ni siquiera una fracción diminuta de…
—¡Aaaah! —gritó Gaya, y el mundo entero tembló.
Fue como un pequeño terremoto, pero más intenso, como si hubiera agitado el aire.
Una ráfaga de aire alcanzó el rostro de Diana.
Oyó el viento acelerado.
Y el pelirrojo cayó.
Cayó al suelo. A los pies de Diana. Dentro. En la ERA.
El hombre yacía perplejo. Las miraba maravillado, y miraba a su amigo, que estaba de pie con la boca abierta.
Entonces el pelirrojo sonrió y exclamó:
—¡Uala! ¡Mola!
Gaya mostró los dientes sonriendo y dijo:
—Comida.
Había alcanzado al pequeño Pete de un modo que era imposible de explicar a alguien que viviera en un universo normal. Pete no tenía cuerpo, pero le había pegado muy fuerte. Le había hecho daño, y la cabeza le daba vueltas.
Nunca antes había sentido algo así. El golpe solo podía proceder de la Oscuridad. Los zarcillos verdes y vaporosos que a menudo se extendían para tocarle la mente esta vez le habían pegado.
La gayáfaga le había pegado. Lo bastante fuerte como para que perdiera la conciencia durante una fracción de segundo.
Era impactante. No sabía que fuera posible. ¡Nadie debía pegarle! No estaba bien. No estaba bien pegar. Su hermana se lo había dicho muchas veces. Y su madre también.
No estaba bien pegar. Ni aunque estuvieras furioso o frustrado.
Si pasaba una vez, podía volver a pasar. La mente oscura que lo había tocado muy al principio, que le había dado forma en ciertos aspectos, que a veces lo manipulaba, y asustaba —y siempre lo temía—, esa compañera constante aunque lejana acababa de pegarle.
Pete había empezado a aceptar que se estaba desvaneciendo, a aceptar la sensación casi placentera de rendirse y abandonar una vida corta pero dolorosa. Estaba dispuesto a marcharse. Dispuesto a desvanecerse.
Pero aquel ataque repentino… estaba mal. No había hecho nada para merecerlo.
Estaba mal.
Y eso enfadó a Pete.
«No me vuelvas a pegar —pensó— o verás».