VEINTISIETE
1 HORA, 29 MINUTOS
ASTRID OBSERVÓ a Sam marcharse e intentó calmar las emociones extremas que sentía.
El chico no se equivocaba. Eso era lo terrible. No se equivocaba. Era su luz la que mataba. Era su luz la que había perforado un agujero en el corazón de Brianna.
Pero la solución no podía ser morir. No después de todo lo que había ocurrido. No podía serlo.
«Lo es, Astrid. Ya lo sabes».
La chica lo siguió hasta la puerta —bueno, hasta los escombros del umbral— y lo vio atravesar a toda velocidad la plaza hasta donde el fuego había acabado incendiando un montón de basura.
Un par de chavales ya se estaban encargando de ello, y Sam no era necesario. La verdad es que los gritos de «¡Fuego!» casi servían de distracción, era algo con lo que…
El látigo se enroscó en su garganta. La chica gritó, pero no se oyó ningún ruido. Intentó respirar, pero no pudo.
Intentó alcanzar una columna de piedra que aún se aguantaba en pie, y se aferró a ella con las uñas. Pateó un trozo de madera esperando hacer ruido y captar la atención de Sam. Se suponía que los edificios en torno a la plaza estaban repletos de la gente de Edilio: ¡alguno de ellos debía de verlo!
Sam solo tenía que volverse para…
Astrid se dejó caer, concentrando todo el peso sobre el brazo de tentáculo, esperando desequilibrarlo. Pero era demasiado fuerte.
Drake se retiró hacia las sombras de la iglesia. La chica pateaba, intentando gritar, y los pulmones le ardían por la falta de oxígeno.
—Hola, Astrid —dijo Drake.
Y Astrid se desmayó.
—Necesitamos formar una cadena humana —explicó Sam a Edilio—. Tiene que haber corriente de aire en lo alto de la cúpula. Recoge chispas del fuego del bosque y las dispersa.
—Reuniré a la gente que me queda para que se ponga con ello enseguida —replicó Edilio, y añadió—: Lo siento.
—Sé que estás al límite, amigo.
—¿Al límite? Muy pasado del límite, Sam. Puede que haya dos o tres docenas de chavales en los campos. Y puede que me quede una docena que sí que lleva armas. Los demás ya sabes dónde están.
—Lo peor es la espera… —dijo Sam, mirando hacia el noroeste, en dirección a la carretera—. ¿Por qué no ataca y ya?
—Igual sabe que nos ha entrado el pánico. O igual está esperando a que el fuego lo haga por ella.
Sam alzó la vista. El cielo era del azul de la tarde, pero el aire tenía un tono grisáceo.
—Si está al noroeste de la ciudad como pensamos, entonces está más cerca del fuego que nosotros. Igual tenemos suerte y…
Se detuvo al ver la mirada escéptica de Edilio.
—Ya —dijo Sam, y añadió—: Tengo que ir tras ella. Si espero, utilizará mi poder para matar a los chavales. Tengo que intentar cargármela.
Edilio abrió las manos como diciendo: «Pero…». Pero no había peros. Era la verdad, y ambos lo sabían.
—La otra alternativa es… ya sabes… privarla de mi poder. Puede que tenga una oportunidad, si necesita que yo siga con vida. Puede que así tenga ventaja.
Sam volvió a esperar un contraargumento. Esperaba que Edilio le dijera cuánto se equivocaba al pensar que tenía que morir para detener a Gaya. Pero no fue eso lo que oyó, ni lo que vio en la mirada de Edilio.
—Es más fuerte que tú, Sam. Es como pelear contra ti mismo y contra Caine, Jack y Dekka, todos a la vez.
—Ya…
—Habla con Astrid.
—Ya he hablado con Astrid.
—¿Y le parece bien lo de la misión suicida? Porque a mí no. Si sales ahí fuera, sal a ganar, ¿vale? No salgas pensando que nos haces un favor si te dejas matar.
Sam suspiró.
—Es el final, amigo mío.
—Sam… —empezó a protestar Edilio, pero no se le ocurría nada más, solo una palabra, una súplica en una sola palabra para que buscara una solución distinta.
—Cuida de Astrid por mí. Intenta mantenerla a salvo y no dejes que me siga.
—No se me da muy bien mantener a la gente a salvo —se lamentó Edilio.
—No, colega, lo que le ha pasado a Roger no ha sido culpa tuya. Ya tienes bastante con tu pena. Suficiente. No necesitas sentirte culpable.
Edilio parecía agradecido, pero no parecía creérselo.
—Escúchame, Edilio: si me vence, ya no tendrá la luz —explicó Sam—. ¿Lo entiendes? Pero seguirá siendo muy peligrosa. Cuando he peleado contra Caine, lo peor no era que me lanzara cosas dejándolas caer, porque ves el arco que describen, que suben para luego bajar, ¿vale? Lo peor era cuando lanzaba cosas en horizontal, eso era peor porque iba más rápido. Ten cuidado con eso cuando… si… si es que acaba viniendo.
Edilio le tendió la mano y Sam se la cogió.
—Ha sido interesante, ¿verdad? —dijo Sam, intentando sonreír.
—Ha sido un gran honor luchar a tu lado —afirmó Edilio.
—Dile que siento haber roto la promesa —añadió Sam en voz tan baja que casi no se le oía—. Dile que la quiero.
Sam no se apresuró. Sabía dónde iba, y no le hacía ninguna gracia. No se apresuraba.
Recorrió la carretera. ¿Cuántas veces había hecho ese camino? ¿Cuántas veces había pasado junto a ese coche destrozado y ese camión volcado?
Algún día, cuando bajara la barrera, alguien lo limpiaría todo. Entrarían las grúas. Haciendo bip, bip al dar la vuelta para deslizarse bajo los restos destrozados de un coche y cargarlo. Puede que quedaran algunas ventanillas enteras, pero no muchas. Todos los neumáticos estaban total o parcialmente desinflados. Hacía tiempo que habían vaciado los depósitos de gasolina. Muchos de esos coches habían seguido circulando hasta que se les acabó.
En algunos casos, los bebés que estaban en los asientos se habían muerto de hambre. En otros, los niños habían muerto cuando el conductor había hecho puf a más de cien kilómetros por hora. ¿Tendrían que entrar los de la policía científica a reconstruirlo todo? ¿Identificarían los huesos?
Algún día, las familias intentarían volver y se encontrarían sus hogares saqueados, destrozados, apestando a excrementos humanos. Habría grafiti en las paredes y basura acumulada en los baños. El fuego de Zil se había cargado como una cuarta parte de la ciudad, y habían tenido que echar abajo otras casas para hacer cortafuegos.
La gente se maravillaría de la destrucción y chasquearía la lengua desdeñosa y menearía la cabeza porque no entendería lo que había sufrido la gente en ese lugar.
Los que quisieran volver a Perdido Beach no comprenderían las batallas terribles que se habían librado.
«Ya, sentimos haber sacado las barras de combustible de la central nuclear y haberlas arrojado por el pozo de la mina. ¿Que por qué lo hicimos? Bueno… Ja. No os lo vais a creer».
«Decís que parece que la artillería haya atacado la Academia Coates. Bueno, en cierto sentido ha sido así».
«Sí, hay por lo menos una destilería de whisky en los bosques».
«Sí, hay cadáveres sin enterrar».
«¿Preguntáis por esos huesos de gatos y perros? ¿Los que están carbonizados como si alguien se hubiera cocinado y comido a una mascota querida? Pues… bueno, es que nos entró un poquito de hambre».
«Sentimos lo del cementerio en la plaza. Lo sentimos tanto que ni os lo imagináis».
«Lo sentimos».
Sam avanzaba hacia el fuego, hacia el humo que se volvía cada vez más denso.
Así empezaron a cambiar las cosas, tanto tiempo atrás, cuando un apartamento junto a la plaza se incendió y Sam oyó un grito pidiendo ayuda. Nadie más corrió a meterse en el fuego, así que lo hizo él.
—Y todo ha ido cuesta abajo desde entonces —dijo Sam a nadie.
Ese fue el primer entierro en la plaza. Sam tomó la iniciativa para intentar salvar a la niña sin nombre, y cuando fracasó fue Edilio quien acabó cavando la tumba y marcándola. Edilio iba tras él corrigiendo sus fracasos. Eso no había cambiado.
Sam había participado en unas cuantas batallas, y evitado otras. Había visto a Caine alzarse y caer. Había visto aumentar la amenaza de los fanáticos antimutantes de Zil, que casi los destruyen a todos, y a Zil muerto.
Había visto que a Mary, la buena, dulce y decente Mary que cuidó de los peques, se le había ido la cabeza influida por demonios internos y externos.
Había visto a los bichos consumir al pobre E.Z. Había visto a chavales toser hasta sacar los pulmones. Había visto a otros bichos más grandes salir disparados de un cuerpo medio comido.
Duck. El bueno de Duck. Thuan. Francis.
¿Cuántos habían sido? Más de los que podía recordar.
Había visto a desconocidos convertirse en pilares de fuerza. Menudo cliché. Pero ¿cómo sino describir a Edilio? Y cuando bajara la barrera, probablemente lo deportarían a Honduras.
«Gracias por tu heroísmo; ahora vete del país, chaval».
Había visto a los débiles volverse fuertes como el granito. Quinn.
Y Lana, ¿qué no había sufrido esa chica?
Dekka, la intrépida y apasionada Dekka, su mano derecha, su compañera en la batalla, la hermana que no había tenido.
Y todo el tiempo había contado con Astrid. Siempre difícil. Siempre complicada. La altiva, condescendiente, reflexiva, manipuladora, hermosa y apasionada Astrid. El amor de su vida.
«Todo ha valido la pena, solo para amar y haber sido amado por ella».
Por la carretera se le acercaba un camión de plataforma. Avanzaba despacio, pero a una velocidad uniforme. Sam veía que las ruedas no tocaban la carretera. Soltaba humo. En la plataforma había árboles, neumáticos y basura apilados, ardiendo. Era un infierno que habría abrasado a cualquier conductor.
Gaya avanzaba junto al camión, con una mano alzada para concentrar el poder de Caine y mantener el camión enorme levantado.
La chica se detuvo, y el camión en llamas también.
Gaya sonrió.
—Así que… estás listo para morir —dijo.
—Bueno, ha sido una vida corta. Pero ha estado bastante bien.
—En realidad no quiero matarte.
—Lo sé, y sé por qué, pero no te voy a dejar elegir.
—¿Por qué pelearte conmigo, Sam?
Gaya tuvo que gritar para que se la oyera por encima del crepitar repentino del fuego cuando un leño se derrumbó sobre los demás. Explotaron chispas como libélulas, que se deslizarían hasta los campos resecos o continuarían concentrándose hacia arriba y puede que cayeran sobre la ciudad.
Rematando la faena de Zil.
—Porque vas a matar a mis amigos —respondió Sam.
Gaya se encogió de hombros.
—Son una amenaza para mí. Tengo derecho a sobrevivir, ¿verdad? ¿No tienen derecho todos los seres vivos a sobrevivir?
—No hemos venido a hablar.
—¿Sabes cuántas como yo hay, Sam? —Gaya levantó un dedo—. Una. Solo una. Soy la primera y la única como yo. Soy única en el universo. Pero ¿y tus amigos? Hay miles de millones igual que ellos.
Gaya hizo avanzar el camión y continuó caminando.
—No hay nadie como ellos —replicó Sam—. Dudo que puedas entenderlo.
—¿Entiendes siquiera lo que soy? —preguntó ella, burlándose con una sonrisa irónica—. Me crearon para traer vida. Era una semilla enviada por la galaxia. Pero cuando eché raíces aquí, en este planeta, eso cambió. ¿Es culpa mía?
Sam se dio cuenta de que daba un paso atrás. Sabía que no debía rebatirla. No había venido a debatir. Pero sabía hacia donde se dirigía esa lucha. Y cuando llega el final, cuando el final está justo delante de ti, ¿tan débil es querer alargarlo unos pocos segundos más?
—Eres una asesina. Los asesinos pierden sus derechos.
—¡Ja! —se rio Gaya—. Claro que los humanos no matan. No habéis matado a otras especies para conseguir comida. Ni las habéis eliminado solo por diversión. No os coméis a otras criaturas. No seas ridículo. ¿Y si te dijera que puedes unirte a mí, Sam? Que no tienes que morir.
Gaya se acercaba. Sus movimientos eran sensuales, conscientes, calculados para hipnotizarlo.
—Mírame. También soy humana, ¿no? Esto es humano.
Gaya indicó su cuerpo.
—Ya has matado lo que ahí hubiera de humano —replicó Sam, pero seguía hablando y retrocediendo.
—Será carne humana lo que quemes.
—Será a ti, a la gayáfaga, a quien mate.
—¿Crees que me matarás, Sam? No espero que lo hagas. Has venido a que te mate.
—Si es necesario —dijo él sin ánimo.
—Veamos si lo es.
Gaya levantó la mano, pero Sam no estaba tan hipnotizado como para no estar preparado. Se apartó hacia la izquierda, y el puñetazo invisible solo lo rozó.
El chico disparó con una mano, moviéndose todavía rápido hacía la izquierda. Pero Gaya había aprendido. Siguió sus movimientos, y el rayo falló.
Sam recorrió el espacio horizontal con el rayo y Gaya se alzó sin dificultad por encima de él. Esta vez el contragolpe invisible no falló, y lo hizo salir disparado más de seis metros. Sam tenía los pulmones vacíos y no lograba coger aire, pero no podía dejar que lo detuviera, así no, no lisiándolo otra vez.
«Gana o muere».
Sam rodó en la tierra mientras la chica se reía.
—No tengo que matarte, Sam. Me tienes que matar tú.
Sam siguió disparando mientras rodaba, y el resultado fue un extraño espectáculo de luz láser con rayos verdes retorcidos que chamuscaron el pelo de Gaya, pero nada más.
—Estamos demasiado lejos de la ciudad —se burló Gaya—. Seguro que quieres que haya testigos y admiradores en tu última batalla. Además, no quiero que mi pasión se apague. Vamos, Sam, entremos en la ciudad. No la he visto nunca. Voy a exterminar. ¿No quieres verlo?
Sam se puso en pie de un salto y disparó, pero Gaya se dejó caer de inmediato, esquivó su rayo, y con un poder que no parecía implicar esfuerzo levantó uno de los troncos del camión que ardían y se lo lanzó. Era una muestra de poder sorprendente: el tronco pesaba toneladas.
No había tiempo para apartarse. Sam disparó con ambas manos y atravesó el leño debilitado por el fuego. Dos antorchas enormes pasaron volando junto a él, quemándole la piel y chamuscándole el pelo.
¡FIUUUUUUUU!
Los trozos de tronco se estamparon detrás del chico, en la carretera, rociándolo con chispas que se le pegaron a la camiseta y el pelo. El humo se inflaba a su alrededor.
El chico se ahogaba y disparaba al azar, a ciegas, a su alrededor. Sintió esperanzas cuando la oyó gritar, pero no veía qué daño había hecho.
De repente la tenía encima; salió disparada de entre el humo, no con el poder telequinésico de Caine sino con la fuerza bruta de Jack. Gaya le agarró el brazo y él no se resistió, pues lo habría perdido, pero saltó directamente hacia ella. Como tiraba tanto, Gaya perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.
No le quedaba otra opción, así que Sam le dio un puñetazo en la cara.
Gaya lo apartó de un empujón y el chico salió disparado por los aires. Le dio tiempo de ver los leños ardiendo y a Gaya tendida boca arriba hasta que chocó contra la cabina del camión, rebotó y se quedó sin aliento en el suelo.
La chica tardó unos segundos en volver a acercársele. Se inclinó por encima de él y lo retó:
—Vamos, Sam, puedes mejorarlo.
La mano de Gaya se cerró en torno a su garganta. Sam notaba su poder inmenso al agarrársela.
—No voy a matarte. No, vendrás a mirar.
Levantó a Sam más fácilmente de lo que habría levantado a un bebé. Había un trozo de cadena en el parachoques del camión. Al rojo vivo. Sam oyó y olió la carne de las manos de Gaya quemándose al enroscarla alrededor de él; la oyó gritar de dolor pero aceptarlo para poder hacerle daño. Sam también gritó mientras la chica lo envolvía en acero ardiendo, quemándole la ropa y abrasándole la carne.
—No tendrás una muerte gloriosa, Sam.
El chico sintió como si flotara por encima del suelo, y luego cayera por un túnel largo y oscuro.
Cuando recuperó la conciencia, sintió primero las heridas de la cadena. Luego su peso y fuerza, tanto que le inmovilizaban los brazos contra el cuerpo. Podía mover las manos, aún podía disparar su luz asesina, pero no apuntar.
Flotaba, envuelto en cadenas que se le pegaban a la piel al enfriarse lentamente.
Cuando volvió la cabeza, Sam vio a Gaya caminando en medio de la carretera.
Detrás de ella, el camión incendiado también flotaba.
La chica percibió sus movimientos.
—Mira —indicó Gaya.
Alzó una mano y un leño se soltó de la masa llameante, se alzó por los aires y salió disparado como un misil por el aparcamiento hasta estamparse contra los vidrios rotos y los carteles hechos jirones que había delante de la tienda Ralph’s.
—El fuego es una distracción muy buena, ¿no te parece? —comentó Gaya.
Sam no podía hablar. Se encontraba casi en un estado de ensueño, alucinatorio.
—Mientras miraba cómo ardía el bosque, me he dado cuenta de lo fascinante que es la luz del fuego. Es bonita y la gente se la queda mirando, ¿verdad? Destruye cosas y mata personas, pero a los seres humanos les encanta. ¿Es porque ansían destruirse, Sam? Quiero entender a tu especie. Voy a salir al mundo exterior, y tengo que aprender. Pero lo primero es lo primero. Primero, para escapar de esta cáscara, de este huevo en el que me he gestado, todos los ojos se concentrarán en el fuego, todos quedarán cegados por el humo, y cuando salga de aquí, al mundo exterior donde hay miles de millones, nadie me verá. Eso es lo bonito de la luz, ¿no lo ves, Sam? Muestra, pero también distrae y ciega. Es aún mejor que la oscuridad.
—No lo hagas —le suplicó Sam con voz ahogada.
Vio a dos personas salir huyendo de la tienda de comestibles en llamas. Había chavales viviendo allí… los del monopatín. Les encantaba porque tenía suelos de baldosas lisos y porque las estanterías y lo que quedaba de las neveras podían convertirse en rampas.
Sam se volvió rápidamente para no mirar, para no revelar su presencia, pero fue demasiado tarde.
Gaya extendió una mano, y el chico más próximo, el que insistía en que lo llamaran Spartacus, salió disparado hacia ellos, gritando sorprendido.
Tenía doce años, el pelo largo hasta la cintura con rastas mal hechas, y llevaba una camiseta con más agujeros que ropa y unos pantalones cortos demasiado grandes.
—Mira la luz bonita, Sam —le susurró Gaya, directamente al oído.
—¡No! —gritó el chico.
—Has sido un problema para mí, Sam, desde el principio. Tú fuiste uno de los primeros nombres que me aprendí. He visto imágenes de ti en sus mentes, en la mente de la curandera, en la mente de Caine, incluso en las versiones distorsionadas que el Enemigo me mostraba a veces. Me has desafiado. ¿No es así, chiquillo testarudo?
Gaya se estaba riendo, se reía de sus propias agudezas, se reía de cómo Spartacus gritaba y suplicaba y de cómo Sam también lo hacía, de cómo volvía la cara, inútilmente.
La chica agarró la cabeza de Sam con la parte interior del codo, le abrió los ojos y extendió los dedos sobre su frente.
—Mira. Míralo todo. Tu luz, Sam. Porque no te has atrevido a acabar con tu vida, ¿eh? Querías que yo lo hiciera por ti. El héroe que perdió su oportunidad. Mira ahora, Sam. Lo voy a rajar muuuy despacio, y cada grito será culpa tuya.
—¡Estás loca!
—¿Comparada con quién? —preguntó ella—. No he salido mucho.
La luz ardía en la mano libre de Gaya, y como una sierra eléctrica empezó a serrar la cabeza del chico, que gritó, y Sam bramó y Gaya se echó a reír, y las manos de Sam estaban lo bastante cerca como para retorcerlas y fulminar con luz verde el corazón de Spartacus.
Gaya gritó extasiada. Dejó caer al chico muerto y con su poder telequinésico hizo girar a Sam en el aire como una peonza y se echó a reír.
—¡Te he hecho matar, te he hecho matar! —gritaba—. Qué divertido va a ser esto.
Gaya bailaba en círculos y gritaba en dirección al cielo oscurecido por el humo e iluminado por las chispas.
—¡Demasiado tarde, Enemigo, demasiado tarde! —lo intentaba provocar, como una niña pequeña—. ¡Demasiado tarde!