DOS

78 HORAS, 26 MINUTOS

LA BRISA era famosa.

La habían entrevistado en el Today Show.

La entrevista había resultado un tanto inusual, porque Matt Lauer no podía hablar con ella, y Brianna no podía responderle. Las comunicaciones con el mundo exterior eran estrictamente visuales. El mundo podía ver lo que había dentro. Los chavales podían ver lo de fuera. Y ya está.

Lo cual quería decir que las entrevistas se hacían con una especie de Twitter primitivo. El entrevistador escribía la pregunta en un cuaderno, o en el caso del Today Show, que era un poquito más avanzado tecnológicamente, la ponían en un monitor de alta definición que habían instalado para que se viera dentro de la cúpula. Entonces, quien estuviera en la cúpula podía escribir la respuesta y mostrarla en alto para las cámaras de fuera.

Por ese motivo, las entrevistas resultaban extremadamente aburridas. El entrevistador podía tener un montón de preguntas cargadas previamente, pero el chaval o chavala que estaba dentro de la cúpula tenía que escribir su respuesta, e iba despacio. Muy muy despacio.

Siempre era así, excepto con la Brisa.

Brianna había arrancado un trozo de pizarra de la escuela y encontrado un poco de tiza, y gracias a su velocidad sobrehumana podía escribir más rápido de lo que mucha gente podía hablar.

Por desgracia, Brianna no era la persona más cautelosa ni sensata de la ERA. Era atrevida, intrépida, muy muy peligrosa en una pelea, y poseía una especie de encanto temerario. Pero no era la clase de persona que se pensaba bien lo que debía responder.

Así que cuando Matt Lauer le preguntó si habían muerto chavales en la ERA, la respuesta en tiza de Brianna había sido:

«Un montón. Han muerto chavales en todas partes. Esto no es Disneylandia».

Lo cual no estaba tan mal, pero atemorizó a la comunidad de padres.

El problema fue la pregunta que vino a continuación:

«¿Y tú has matado a alguien?».

Brianna: «Por supuesto. Soy la Brisa. Soy la más cañera de aquí, aparte de Sam y Caine».

Entonces, antes de que Matt pudiera subir la siguiente pregunta, Brianna siguió garabateando y levantó la pizarra para las cámaras, lo borró todo con la manga y garabateó un poco más.

«Quiero cargarme a algunos más, pero a veces cuesta. He rajado a Drake con alambre y un machete y le he reventado la cabeza con una escopeta. ¡Y no se muere! LOL».

Y luego:

«Lo que pienso hacer es rajarlo y repartir los trozos por ahí, por las montañas, por el agua… A ver si así se recompone. LOL».

Así que, básicamente, Brianna había confesado varios asesinatos —aunque en realidad no había matado a nadie si no contabas a los bichos y los coyotes—, y alardeaba de que pretendía seguir matando y de que, de hecho, se estaba planteando matar en ese mismo momento.

Y sonreía.

Y hacía posturitas para las cámaras.

Y añadía LOL con desenfado.

Y mostraba lo rápido que podía girar un cuchillo Bowie, un machete y un garrote. Y esgrimía la escopeta recortada para la que había modificado su mochila.

Y Sam se había enterado de lo ocurrido, y no le hacía ninguna gracia.

—Ay, Dios mío. ¿Es que estás loca? ¿LOL? ¿En serio? —le increpaba—. Pensaba que se lo había dicho a todo el mundo: no habléis con nadie excepto con vuestros padres. Te lo dije yo y te lo dijo Edilio. Y luego, porque sabía perfectamente que no harías caso y harías lo que te diera la gana, te miré a los ojos —y le señaló los ojos para más énfasis—, directamente a los ojos, y dije algo así como: «Brisa, no cuentes historias de terror».

—Él cree que dijo eso.

La última frase la había dicho Toto, el atrapatrolas. El chaval no podía evitar decir si era verdadera o falsa cualquier cosa que oía. Y siempre tenía razón. Y siempre molestaba.

Sam, Astrid, Brianna y Toto estaban en la cubierta superior de la casa flotante del lago. Habían transcurrido dos días desde que la cúpula se había vuelto transparente. Dos días desde que habían visto el mundo exterior por primera vez desde hacía casi un año.

Dos días desde que Sam había quemado a Penny hasta convertirla en cenizas, con su madre mirando.

Y dos días desde que la niña malvada, Gaya, y su madre, Diana, se habían batido en retirada junto a la horrible criatura Drake/Brittney, doloridos y confusos.

—A los ojos. Te miré directamente a los ojos —insistía Sam, mientras Brianna adoptaba una expresión hipócrita de «¿A quién, a mí?».

—Brianna, escúchame —intervino Astrid—. Se te da muy bien comunicarte con el mundo, pero no te pongas a confesar grandes crímenes.

—¡Crímenes! —Brianna entrecerró los ojos y frunció el ceño—. Oye, yo solo hago lo que tengo que hacer.

—Ya lo sabemos —replicó Sam, agotado—. Ya lo sabemos. Pero puede que el mundo no —y añadió—: LOL.

—¡Ya, pues que se operen! —replicó Brianna acaloradamente—. ¿Qué están haciendo para sacarnos de aquí? ¡Intentaron matarnos a todos! ¿Y ahora van a juzgarnos?

El rostro de Sam revelaba que estaba de acuerdo, así que evitó cuidadosamente mirar a Astrid, como si así no fuera a darse cuenta.

—No intentaron matarnos, lo que intentaban era volar la cúpula para abrirla —explicó Astrid.

—¿Con un arma nuclear? —chilló Brianna.

—Ella no se lo cree —dijo Toto, y a continuación aclaró—: Astrid no cree lo que dice, Spidey.

Toto hablaba cada vez menos con su busto de Spiderman destruido tiempo atrás, con el objeto con el que había pasado meses solitarios, pero aún lo mencionaba de vez en cuando. Nadie se fijó: había llegado un punto en que en la ERA nadie estaba totalmente cuerdo.

—Vale —dijo Astrid con frialdad—. Déjame que lo plantee de otra manera: su intención no era destruirnos a todos. Pero estaban dispuestos a correr el riesgo.

Toto dudó un instante y dijo:

—Ella cree que es así.

Astrid estaba enfadada, y no con Toto, ni con Brianna, ni siquiera con Sam, lo cual era un alivio para él.

—Querían recuperar la carretera. Querían que todo esto terminara. Y desde luego no querían que la gente descubriera que llevaban meses rastreando las mutaciones. Así que hicieron estallar una maldita arma nuclear bajo la cúpula. ¿Te parece que así digo la verdad, Toto? Para que igual así se sobrecargara, y explotara como esperaran, y quedáramos libres. ¡Pero también podría habernos incinerado, esos cerdos imprudentes y estúpidos podrían habernos matado después de lo que hemos aguantado, un infierno, para intentar seguir vivos!

Y dijo unas cuantas cosas más, de hecho soltó un torrente largo y erudito de palabras. Astrid nunca había dicho palabrotas, pues era muy educada y, obviamente, aún utilizaba algunas expresiones cultas.

Cuando acabó, y tanto Sam como Brianna la miraban entre maravillados y recelosos, Toto añadió:

—Ella cree lo que dice.

—Ya, me parece que sí —dijo Sam con brusquedad—. Hazme un favor, Toto: ve a buscar a Edilio, si está disponible, y a Dekka. Estamos perdiendo el tiempo.

Toto alzó una ceja, pero no replicó, y bajó de la cubierta. Estaba acostumbrado a que lo mandaran a hacer recados. Era casi como si a la gente le pareciera molesto.

—Brisa, ya sabes lo que necesito de ti. Comprendo que te encanta entretener a los mirones, pero necesito que patrulles.

—Iba a hacerlo —replicó la chica, malhumorada. Se hizo un borrón, reapareció en el muelle y luego, caminando rápidamente hacia atrás, añadió—: Por cierto, aún quieren hacerte una entrevista, Sam —y entonces Brianna salió disparada hasta desaparecer.

—¿Por qué me da la sensación de que tenemos una hija loca de trece años? —murmuró Astrid.

Sam miró a Astrid con un afecto tan evidente que hasta un ciego lo vería. Los días de preguntarse si estarían juntos habían terminado. No es que lo hubiera planteado así: era como era, ahí estaba, era un hecho. Estaba esculpido en granito.

Astrid estaba sentada con las piernas separadas y los brazos cruzados, vestida con una camiseta sin mangas y unos tejanos tan destrozados que parecía que los hubieran confeccionado con una motosierra. El pelo rubio, antes largo, ahora estaba cortado a tajos. Pero los ojos azules, fríos y sentenciosos, seguían juzgando, seguían mirando el mundo con mayor atención que los demás.

Seguía siendo Astrid la genio, la chica que intimidaba tanto a Sam antes de la ERA que ni se planteaba pedirle para salir, ni siquiera hablar con ella. Le parecía que estaba tan por encima de él, que era como si estuviera prácticamente en otro planeta.

Lo curioso era que seguía maravillándolo, pero ya no le resultaba inalcanzable. Ya no era la gélida y distante Atenea que miraba desde el Olimpo, con afecto pero al mismo tiempo decepcionada. Astrid se había comprometido. Astrid se había decantado. Y ahora era como si una barrera invisible los rodeara solamente a ellos, los definiera, e hiciera que los dos detestaran la sola idea de estar separados.

Pasaban los días y las noches juntos, y seguían discrepando, y discutiendo, y criticándose, y continuaban totalmente unidos formando una sola unidad.

Irrompible, salvo por la muerte.

Lo cual era lo que seguramente acabaría pasando, y ese pensamiento borró la expresión arrogante y satisfecha del rostro de Sam.

El final. Esa palabra había pasado a formar rápidamente parte de la conversación en la ERA. Sam había intentado acallarlo. Y Edilio también. Y Caine en Perdido Beach. No era bueno que la gente empezara a pensar que las cosas iban a terminar.

Pero incluso Sam pensaba en ello, y trataba de imaginárselo. Y cada vez que lo hacía, cada vez que adelantaba el reloj en su imaginación, la fantasía se hacía pedazos. Sam sentía que llegaba el final. Lo sentía en los huesos. Pero no pensaba que consiguiera salir.

Cuando se imaginaba el final, siempre era terrible. Y siempre se veía mirando que los demás salían de la ERA, y él no.

¿Cuándo se le había ocurrido ese pensamiento morboso? ¿Llevaba tiempo enconado en el fondo de su mente? ¿Era consciente ahora porque la gente hablaba de ello?

«El final puede significar más de una cosa», pensaba.

Pero todo eso no eran más que tonterías, especulaciones. No quería decir nada. En realidad, nada importaba. Terminaría como tuviera que terminar.

Entonces llegaron Edilio y Dekka. Habían tenido la sensatez de no volver acompañados de Toto.

Sam no se levantó, se limitó a saludarlos con la mano mientras se subían a la casa flotante. Edilio se dejó caer en una hamaca.

Estaba agotado y cubierto de polvo. Sería erróneo decir que parecía viejo, pues físicamente seguía siendo un adolescente, un chico moreno, quemado por el sol, vestido con vaqueros y botas y un sombrero terrible de cowboy que había encontrado en alguna parte y que le cubría el pelo oscuro enmarañado. No parecía viejo, pero de alguna manera imposible de definir parecía un hombre, no un chico.

En parte, esa impresión se debía a que llevaba un rifle de asalto en bandolera.

—Me dicen que en PB Caine está intentando que Orc obligue a la gente a apartarse de la barrera y vuelva a trabajar —explicó Edilio.

—Igual no es tan mala idea.

—Pero no lo está consiguiendo —añadió Dekka—. Orc no quiere acercarse a la barrera. No quiere que nadie lo vea. Ya sabes, que vea como es. Ya no hay cosechas en Perdido Beach, ni siquiera repollos —continuó Dekka—. Si no fuera porque Quinn sigue trayendo pescado, se estarían muriendo de hambre. Casi diría que necesitamos que vuelva Albert, si no fuera un gusano traidor.

Dekka nunca había parecido joven. Había nacido con la cara seria, que con el tiempo se había vuelto severa. Cuando estaba enfadada, como ahora, adoptaba una expresión intimidante. Era como si se acercara un frente tormentoso.

—¿Supongo que os habéis enterado de lo de la Brisa? —preguntó entonces la chica, cambiando de tema.

Había una mezcla de exasperación y afecto en su voz. Puede que no hubiera superado lo de Brianna, pero había llegado a aceptar su rechazo. Se le había pasado el enamoramiento, pero aún la quería.

—Ah, ya nos hemos enterado —respondió Astrid—. Te la acabas de cruzar.

Edilio no tenía ganas de hablar de trivialidades. Estaba preocupado.

—Aquí somos vulnerables. No sabemos dónde están Diana y el fenómeno de feria de su bebé. Y no sabemos qué poder tiene Gaya, excepto que si fuera una niña normal estaría muerta. Aún no sabemos qué quieren, qué buscan. Igual no quieren nada, aunque seguramente… —Edilio se encogió de hombros—. Pero los más vulnerables probablemente son los de PB. ¿Tenemos, qué, unos doscientos cincuenta chavales en total, entre el lago y PB? Más o menos. Y por lo menos la mitad ahora está ahí abajo, donde la carretera se encuentra con la barrera. Agitando las manos, y llorando y escribiendo notas. Sobre todo los peques, colega. No solo es que no trabajen, es que están al descubierto y nadie los protege.

—Son un blanco fácil —dijo Astrid.

—Y muy grande —añadió Dekka.

—Eso es territorio de Caine —indicó Sam, moviéndose incómodo, pues le tentaba encasquetarle la culpa a su hermano alienado.

—Ya, pero muchos son de los nuestros. Son del lago —insistió Edilio—. ¿Notas lo tranquilo que se está por aquí? La mitad de los nuestros han caminado más de quince kilómetros hasta PB para llorar mientras mira a su familia. —No lo dijo con desdén, Edilio no sabía ponerse desdeñoso.

Entonces intervino Astrid:

—Seguimos teniendo las dos prioridades principales que hemos tenido desde que empezó todo: mantener a la gente alimentada y detener a los que intentan destruirnos.

Sam sonrió discretamente por la grandilocuencia con que lo había formulado.

—Necesitamos un plan aparte de esperar que la Brisa encuentre a Drake, Diana y Gaya —afirmó Edilio.

—Pues yo esperaba que tuvieras un plan —bromeó Sam, pero Edilio no sonrió.

Sam se sintió raro, como si lo acabaran de pillar holgazaneando en clase. Se enderezó, e inconscientemente bajó el tono de voz una octava.

—Tienes razón, Edilio. ¿Qué quieres hacer?

Había llegado un punto, Sam no sabía exactamente cuándo, en el que Edilio había dejado de ser su compañero y se había convertido en su igual, a todos los efectos. El cambio había penetrado en la conciencia de los que vivían en el lago, y se había hecho efectivo sin que nadie lo anunciara. Nadie le decía ya a Edilio que tenían que «consultarlo con Sam»: en todo, excepto en la batalla, Edilio estaba al mando.

Sam no podría haber estado más satisfecho. Había descubierto que no se le daban bien los detalles. Ni gestionar las cosas. Y era maravilloso estar en la cama con Astrid y no sentir que el mundo entero dependía de él. De hecho, al mirarla ahora, con su camiseta sin mangas abriéndose por un lado, y la curva fantástica de sus piernas y… Pero se obligó a concentrarse otra vez en Edilio.

—Vale, un par de cosas. Primero, mientras tengamos tiempo, quiero prepararme para lo peor —prosiguió Edilio—. No nos sobra mucha comida, pero quiero que la gente deje de comerse lo que queda de Nutella y los fideos instantáneos. Quiero poner esas cosas en una barca que anclaremos en el lago. Y también parte de las verduras que está cultivando Sinder, lo que no se vaya a estropear. No quiero que nos vuelva a pillar desprevenidos. A partir de ahora, si la gente quiere comer, más les vale volver al trabajo.

Sam asintió.

—Síi.

Por encima de ellos, el cielo estaba nuboso. Pero no eran nubes normales. Se movían de manera extraña, parecían pasar deslizándose, acercarse más rápido, y aminorar a lo lejos, en el norte. Hacia el sudeste, el cielo se volvía de un azul oscuro. Todo formaba parte del efecto de la cúpula.

La esfera ahora transparente de la ERA tenía más de treinta y dos kilómetros de diámetro, y la central nuclear quedaba en el centro. Eso significaba que justo por encima de la central nuclear, la parte superior de la esfera medía más de quince kilómetros de altura. En ese punto, la parte superior de la esfera se acercaba a la estratosfera, más allá de las nubes, más allá del oxígeno. Era un poco más baja en el lago Tramonto, que quedaba más cerca del extremo noroccidental. Al estar tan cerca de la barrera, cualquiera con un buen par de prismáticos los podía ver desde fuera.

Transcurridas solo cuarenta y ocho horas desde que la barrera se volvió transparente, a Sam aún le resultaba muy extraño ver el resto del lago. Había un puerto deportivo a poco más de un kilómetro y medio de donde estaba sentado. Con barcas, y gente también, aunque solo un puñado. Unos cuantos se habían aventurado a subirse a las barcas para acercarse a mirar la barrera, como si observaran a los animales en el zoo. En ese mismo instante había una barca con dos tipos que fingían pescar pero que, en realidad, los estaban grabando en vídeo. Sam los saludó con la mano, y se sintió como un idiota.

La vida en la ERA había cambiado.

Como para indicarlo, Astrid puso la mano a modo de visera y miró hacia el norte.

—Un helicóptero.

Había un helicóptero con un logotipo, puede que de una emisora de noticias o de un departamento de policía, era imposible leerlo desde donde se encontraban. Se cernía sobre el puerto deportivo de «ahí fuera», seguramente con una cámara apuntando hacia la cúpula. Puede que centrándose, por lo que podían ver desde esa distancia, en los cuatro chavales que estaban ahí sentados.

Sam reprimió el repentino impulso infantil de hacerles un corte de mangas.

Edilio seguía hablando, y por segunda vez Sam se sintió como un estudiante distraído en clase.

—Lo que más necesitamos es información, y punto —decía Edilio—. ¿Qué van hacer Drake, Diana y el bebé ahora? ¿Y qué pueden hacer? Porque ahora mismo no vemos nada.

—Qué ironía —intervino Astrid. Cuando todos se la quedaron mirando sin comprender, la chica suspiró y se explicó—. Por primera vez podemos ver el cielo de verdad, y el mundo fuera de esta pecera, y seguimos sin ver qué pasará.

—Ah —dijeron los otros tres al unísono—. Ya, vale.

—Oye, no es un comentario ingenioso si os lo tengo que explicar —replicó Astrid, obviamente contrariada.

—Quiero hablar con Caine —continuó Edilio—. Voy a bajar a PB. Tenemos que trabajar juntos.

—¿Quieres que vaya? —preguntó Sam.

—Si eres tú quien baja hasta la barrera para intentar motivar a los chavales, Caine se cabreará. Y no tenemos tiempo para todo ese rollo de los enemigos. Para serte sincero… Bueno… me preguntaba… Sam… Quiero decir, solo es una sugerencia…

Sam sonrió a su amigo con afecto.

—Tío, si tienes un trabajo para mí, dímelo ya.

—No es un trabajo. Es… Bueno, ahí va: ni la Brisa puede estar en todas partes. Busca, pero no lo hace bien. Yo la quiero, pero lo que hace es ir y venir sin pensar y no deja que nadie le diga dónde mirar.

Sam asintió.

—Quieres que vaya a meterme en líos.

—La Brisa cubre toda la zona alrededor de PB buscando cualquier indicación de que Gaya y Drake se dirijan a la ciudad, y también para asegurarse de que las cámaras de la tele la ven, claro. Pero igual Gaya está escondida en alguna parte, esperando. Volviéndose más fuerte. O igual se está moviendo.

Sam se lo pensó.

—El pozo de la mina, la base de la Guardia Nacional, Stefano Rey, o la central nuclear.

—Mi lista es igual. Y no puedes llevarte a Dekka. La necesito… la necesitamos aquí.

—¿A quién puedo llevarme?

—No sabemos lo que puede hacer Gaya. Sam, igual no eres lo bastante fuerte para derribar a esa… niña, a esa cosa. Ni tampoco, ni siquiera, con Dekka. —Edilio asintió respetuoso hacia la chica—. No te ofendas, Dekka.

La chica asintió levemente para indicar que no se ofendía. Sabía cuáles eran los límites de sus poderes.

—No creo que debamos esperar a que Gaya elija la hora y el sitio —añadió Edilio.

—Huyó con Diana y Drake —recordó Astrid—. No volvió enseguida, huyó. Por eso pienso que quizá no sea tan peligrosa…

Sam bajó la vista y sonrió.

—Si Toto estuviera aquí, diría que todo eso son gilipolleces, Astrid. La gayáfaga no eligió apoderarse de un cuerpo porque pensara que se volvería más débil. Pero eso ya lo sabes.

El ambiente, que antes estaba más distendido gracias a Brianna, se había vuelto cada vez más sombrío. Edilio había traído consigo la realidad. Y la realidad les hacía sentir mal.

Astrid buscaba algo que decir, una réplica, pero lo único que acabó diciendo fue:

—No quiero que te maten, Sam. Si vas tras Gaya…

—Edilio no cree que tenga que ir solo, ¿verdad, Edilio? —preguntó Sam.

Sam buscó la mano de Astrid y la apretó, pero ella no le devolvió el gesto.

—Probablemente deberíamos marcharnos pronto —comentó Edilio—. ¿Dentro de una hora?

Sam asintió, como un condenado que aceptara una sentencia inevitable.

—Una hora.