CATORCE

39 HORAS, 40 MINUTOS

DOS RAYOS gemelos de luz, tan brillantes que no se podía mirar en dirección a ellos, barrían de derecha a izquierda, desde la autocaravana que se incendió de inmediato hasta la tienda cerca del muelle que pareció volatilizarse sin más debido al calor.

—¡Saltad! —gritó Astrid, y siguió su propio consejo.

Orc vio lo que pasaba, agarró a Dahra y salió disparado escaleras abajo. Dahra estaba de pie cojeando, y Orc apenas tuvo tiempo de plantearse cómo girar con ella en brazos a través del pasillo estrecho cuando la casa flotante estalló.

No ardió, sino que estalló.

Orc iba a estamparse contra un mamparo, que se hizo añicos antes de que lo alcanzara. Había fuego por todas partes y, un instante después, agua. Orc se tragó una buena cantidad, sintió arcadas y la vomitó en el lago.

Agitó brazos y piernas, esquivando restos que procedían de todas partes: contrachapado roto, un lavabo, mantas y trozos de ropa que, como poltergeists, flotaban, se arremolinaban y enredaban.

La única luz que se veía era el amarillo del fuego que ahora ardía justo por encima de él.

Orc miró frenético a su alrededor buscando a Dahra, pero no la veía. Le ardían los pulmones, pateó con sus piernas enormes y entonces se dio cuenta: la grava es mucho más pesada que la carne.

Orc se hundía hacia el fondo del lago. Brotaban burbujas de aire procedentes de los miles de grietas de su cuerpo.

Debajo de Orc había una nevera de picnic atada con una cadena, y el chico se preguntó qué sería. Y si era importante. Y si realmente, finalmente, iba a confortarlo el «callado» de Dios.

Dahra no llegó a saber lo que estaba ocurriendo. Oyó ruidos y voces agitadas por encima de ella. Parecía importante, así que salió deslizándose con mucho dolor del camarote que Astrid le había dejado usar. Entonces vio que Orc se le acercaba a toda velocidad.

Y la explosión la destrozó.

Diana y Astrid ya habían alcanzado el agua.

Cuando Astrid consiguió salir a la superficie vio a Diana a su lado, boca abajo, al parecer inconsciente. Astrid dio tres brazadas rápidas para acercarse hasta ella. Le dio la vuelta y le volvió la cabeza para que mirara hacia el cielo.

Diana tosió agua y abrió los ojos oscuros. La luz de la luna que se reflejaba quedaba eclipsada por los láseres verdes repentinos.

A quince metros de distancia, un velero ancorado no explotó, pues no tenía combustible. Se limitó a entrar en erupción formando una bola de fuego que fue de proa a popa y se enroscó en torno al mástil. La bola lo quemó hasta la línea de flotación en cuestión de segundos.

—¡Dekka, Jack! —gritó Astrid—. ¡Orc!

Dekka cayó del cielo y atravesó una tromba. Había anulado la gravedad, alzándose a través de la explosión, pero las llamas le habían chamuscado los zapatos y los vaqueros. Le humeaban las suelas de los zapatos, y se dejó caer en el agua refrescante antes de exclamar:

—¡Dadme las manos, las dos!

—¡No, encuentra a Orc! ¡No podrá nadar!

Otra descarga de luz verde, y un barco y luego otro ardieron como antorchas. La costa entera estaba en llamas, las tiendas habían desaparecido sin más, las autocaravanas explotaban al alcanzarlas la luz. Una de las autocaravanas que ardía se levantó por los aires, se detuvo, quedó suspendida y chocó contra un minivan. Lo aplastó, lo quemó y mató a sus ocupantes, que no dejaban de gritar.

Dekka tomó aire y se sumergió.

Un chico llamado Bix corría mientras gritaba, se detuvo de repente y salió disparado por los aires. La luz verde lo alcanzó y estalló en llamas.

Era como el tiro al plato. Gaya no se limitaba a matar: estaba jugando.

El novio de Edilio, Roger el artero, intentó coger algunos de sus dibujos antes de que la luz alcanzara el barco donde vivía, pero el final fue demasiado abrupto. La luz asesina se vio interrumpida por un tráiler que se interpuso entre el barco y Gaya, así que solo ardió medio barco.

Roger se echó atrás y llamó a gritos a Justin, a quien llevaba meses cuidando. Roger estaba a poco más de medio metro de la línea asesina. Justin quedaba medio metro más allá, y Roger soltó un grito de horror cuando vio que era incinerado. Trató de chillar, pero el calor succionó el aire de sus pulmones. Tropezó hacia atrás mientras el fuego se extendía hacia él, subió por la escalera, cayó bruscamente sobre la cubierta oscilante del velero y rodó hasta el agua, inconsciente.

—Despierta —dijo Caine, sacudiendo bruscamente a Sam.

—Pero ¿qué…?

—Levanta. Tienes que ver esto —indicó Caine, y se alejó al trote, saliendo de la hondonada donde habían decidido pasar la noche tras un largo día de búsqueda, desde el pozo de la mina hasta los restos quemados de la cabaña del ermitaño.

Habían decidido dejar la central nuclear para lo último y regresaban a Stefano Rey cuando la noche los alcanzó.

Sam se quitó la manta fina que lo cubría y siguió a Caine hasta un punto elevado. Enseguida vio lo que Caine señalaba.

Lejos, hacia el norte, había llamas arrojando luz amarilla que se recortaba contra el cielo.

—¡El lago! —exclamó Sam.

—Creo que acabamos de encontrar a Gaya —dijo Caine—. Debe de estar ¿a cuánto? ¿Ocho kilómetros? La carretera no nos queda de camino, pero puede que sea más rápido seguirla. Si vamos campo a través tardaremos…

Pero Sam ya había echado a correr.

Caine salió corriendo tras él. Corrían en la oscuridad, con el bosque a mano izquierda, hasta que Sam tropezó y se dio cuenta de que se iba a matar si no miraba por dónde iba. Formó una bola de luz con la mano izquierda y la sostuvo a la altura del hombro. No iluminaba mucho, pero era mejor que depender de la luna débil.

Si podían seguir a ese ritmo, corriendo con moderación, tardarían una hora, puede que un poco más.

Ambos sabían que sería demasiado tarde.

Gaya atravesó el campamento en llamas con los auriculares puestos y la música encendida, con Alex aterrorizado y encogido detrás de ella como un elfo doméstico de Harry Potter.

Cada vez que veía movimiento, Gaya apuntaba y disparaba. La luz asesina le resultaba bastante eficaz, no era tan caótica ni lenta como el poder telequinésico de su padre. Pero, por algún motivo, levantar, arrojar y destrozar cosas le resultaba más divertido. Sentía cierto placer al agarrar a un ser humano, levantarlo en el aire nocturno y dejarlo caer con un grito que culminaba en un crujido satisfactorio de huesos rotos. O al estampar un coche como un martillo sobre una persona que huyera, y ver dos toneladas de acero aplastando un cuerpo y reventándolo como un globo de agua.

Un grupo de unos veinte chavales se alejaba corriendo a toda velocidad. Gaya aumentó la suya y se les acercó en un segundo, sin esfuerzo.

Encendió las manos no para matar, sino para ver sus miradas. El terror. Eran como animales aterrorizados de una manada huyendo de un depredador, con los ojos desorbitados y las bocas abiertas, jadeando, llorando. Ella era el tigre y ellos ¿qué, las ovejas?

Entonces decidió jugar con sus otros poderes. Anuló la gravedad bajo los que huían y los chavales tropezaron y se alzaron por los aires, retorciéndose, incapaces de mantener el equilibrio.

Gaya alzó la vista hacia ellos y se echó a reír. Levantó una mano, eligió la primera víctima y disparó. Una chica empezó a arder como una antorcha en el cielo.

Era maravilloso.

Los otros gritaban y suplicaban y flotaban aún más alto, incapaces de escapar, incapaces de esconderse.

Gaya disparó y falló, lo cual la avergonzó. La luz de la luna era demasiado débil para verlos con claridad, incluso entrecerrando los ojos. Así que los bajó hasta que su mirada miope logró enfocarlos claramente. Y los fue incendiando, uno a uno. Ardieron de forma muy hermosa, proyectando un brillo naranja chillón en el suelo.

Gaya se quitó los auriculares para oír mejor. El ruido al arder resultaba…

Entonces tropezó. Se estampó contra el suelo, de bruces, y se dio cuenta de que veía su propia pierna, que yacía sola, con la rodilla seccionada sangrando.

El segundo ataque fue de un cuchillo que apareció tan rápido como salido de la nada. Una fuerza invisible se lo había clavado en el vientre.

¡Qué dolor!

Al anularse la concentración de Gaya, sus antorchas humanas cayeron en picado y salpicaron llamas grasientas en el suelo que la rodeaba.

Alguien, un borrón que a Gaya le pareció que era una chica, se iluminó durante un instante y sacó algo que cargaba a la espalda.

Gaya rodó a un lado cuando oyó ¡PUM!

Perdigones de escopeta atravesaron el suelo donde antes estaba Gaya. La niña siguió rodando, con lo que el cuchillo se le iba clavando más con cada vuelta que daba.

Atónita ante el dolor que sentía, Gaya se sacó el cuchillo de un tirón y se puso una mano sobre la herida. Ahora la pierna amputada estaba a varios metros de distancia.

¡PUM!

Pero esa vez fue demasiado lenta, y unos cuantos perdigones la alcanzaron en el brazo, lacerándole el bíceps. Chorreaba sangre por todas partes: le salía del agujero del vientre y de la pierna, y notaba que se estaba debilitando rápidamente.

Sentía miedo, dolor. Y peor aún, una especie de humillación al sentir que podían derrotarla.

—¿Quién eres? —jadeó Gaya.

La chica se quedó paralizada durante un instante, la miró y sonrió:

—¿Que quién soy? ¡Soy la Brisa, bruja!

Aquella persona, aquel borrón de chica, aquella «Brisa», era una mutante. Era la fuente de velocidad. Gaya no podía matarla. Pero si no lo hacía…

Gaya describió un arco amplio y descendió con su rayo asesino para acertar a la chica en las piernas, tan rápido que casi la alcanza. Pero rápida, muy rápidamente, su objetivo saltó para dejar pasar el rayo por debajo de ella, y mientras Gaya saltaba la oyó meter otra carga en la escopeta.

Gaya atacó entonces con su fuerza telequinésica, y la chica mutante salió disparada por los aires hacia atrás.

Gaya colocó una mano sobre la herida más grave, la del vientre, e hizo que sus piernas volaran hacia ella. Fue demasiado rápido y le dieron en la cabeza, haciéndola caer de espaldas otra vez. Entonces Gaya sintió auténtico miedo, porque si el demonio de la velocidad volvía a atacarla estaría indefensa.

Pero el golpe telequinésico contra la Brisa debía de haber resultado eficaz, porque le dio tiempo a cortar la hemorragia del estómago antes de que la chica contraatacara.

Esa vez su torturadora no se movía igual de rápida; también había resultado herida. A Gaya le dio tiempo a apuntar y disparar con su luz mortífera. Apuntó mal, y la chica fue lo bastante rápida como para esquivar la peor parte, pero la luz la alcanzó en un lado de la cabeza, gritó de dolor y dejó caer la escopeta.

«Igual que me has quemado tú —pensó Gaya—. Justicia».

Gaya se colocó el muñón de la pierna en su sitio y concentró su poder curativo, ignorando los fuegos y gritos, los cuerpos ardiendo, todo lo que la rodeaba. Esperó a que la piel volviera a adherirse de forma tenue y superficial —no podía caminar con ella, y ya no digamos correr—, y se alejó cojeando con la pierna sana.

Era una retirada indigna y tremendamente dolorida, pero nadie la siguió.