Influencias y diferencias:
Conciencia colectiva y conciencia personal

Hoy es posible hablar de una literatura negra latinoamericana, cuyas fuentes están en la novela negra norteamericana que hace poco menos de un siglo abandonó la narración clásica basada en el consabido enigma de cuarto cerrado. Aunque es obvio que la literatura negra conserva enigma (de hecho no existe narrativa sin enigma), ya no es su presencia lo que la define sino la ambientación que se describe, la causalidad, las motivaciones de los personajes y sobre todo el lenguaje, que es violento, duro, machista y despiadado. Se saca al crimen del búcaro veneciano —enseñó Chandler—; se lo arranca del veneno exótico y el mayordomo sospechoso, y se lo tira al callejón porque es allí donde el crimen ocurre. Y se lo narra en el lenguaje que habla la gente que lee estas novelas.

Alfredo Veiravé enseñaba que la narrativa vanguardista latinoamericana, en cuanto a la estructura lineal de la novela, se modifica con respecto a la novela tradicional en que “el narrador deja de ser narrador absoluto que todo lo sabe, para convertirse en testigo-narrador-protagonista que ignora el comportamiento de los personajes (...) El personaje está visto por el narrador desde adentro. La psicologia del personaje se revela ante el lector mediante la presentación de lo que se denomina fluir de la conciencia”.[186]

Esta característica vanguardista es inequívoca en los autores del género y permite reconocer en esas modificaciones la presencia implícita de los grandes autores de la novela dura norteamericana. Por supuesto, no han sido ellos la única influencia, pero no se puede negar que en nuestra modernidad están necesariamente presentes tanto Faulkner y Hemingway como Hammett y Chandler. Maestros, todos ellos, en el manejo del monólogo interior como modo de presentar los pensamientos del personaje, en el arte de describir la acción que sustituye a la explicación, y en el más difícil de ser testigo-narrador-protagonista.

Esa influencia se encuentra en escritores como Ernesto Sábato, incluso, cuya novela El túnel (1948) merecería inscribirse entre los primeros intentos de novela negra en el extremo sur de América. Y se encuentra después en múltiples escritores como Silvina Ocampo, María Angélica Bosco, Augusto Roa Bastos, Marco Denevi, Elvira Orphée, y por supuesto en muchos de la generación del llamado post-boom, entre ellos Osvaldo Soriano, Luisa Valenzuela, María Luisa Puga, Fernando del Paso y Antonio Skármeta.

De cualquier modo, la escritura de ficción policial en Latinoamérica hoy en día impone un tributo ineludible hacia el género negro. Es presumible que a nadie se le ocurriría hoy hacer ficción policial clásica, y por eso mismo puede decirse que este género ha sido revolucionario para nuestra narrativa. Al menos en las obras de muchos escritores, hombres y mujeres, en casi todos los países de nuestra América se encuentran los códigos y las estrategias narrativas del género negro.

Las influencias no solo son inevitables, sino que además son saludables. En su ensayo “Sobre los dos Borges", Sábato dice: "Nuestra cultura proviene de Europa y ese es un hecho inevitable, y que además no hay por qué evitar (...) También Faulkner leyó a Balzac, admiró a Huxley, entró a saco en Joyce, sufrió la influencia de Dostoievsky. ¿Qué quieren, una originalidad total y absoluta? No existe en el arte ni en ninguna construcción del hombre: todo se levanta sobre lo anterior, y como dice Malraux, el arte se hace sobre el arte".[187]

De todos modos, los vínculos de los norteamericanos con la cultura universal parecen ser diferentes. Según el ya citado Jaime Valdivieso “su necesidad es menos angustiosa [que la nuestra], pues los Estados Unidos han creado su propio sistema de valores, su propia filosofía: el pragmatismo que incita a la acción, a la lucha con el medio, al espíritu de empresa, de todo lo cual han surgido una sociedad y unas instituciones en las cuales se tiene fe, aunque tengan defectos, pues se piensa que de ellas brotará igualmente el germen de la mejoría”. Seguramente es por eso que desde James Fenymore Cooper, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson, Nathaniel Hawthorne, Walt Whitman y Howard Phillip Lovecraft hasta los autores de nuestros días, sus obras expresan confianza en su sociedad y en su ideología: el valor personal, la audacia, el individualismo. Que son, como se ha visto, piedras basales de la novela policial, y que ejercen un indudable atractivo sobre autores y lectores latinoamericanos. Por eso Valdivieso señala acertadamente que “para ellos (los norteamericanos) no existe el inmenso hueco entre la realidad político-social presente y la posible”.

En América Latina, en cambio, la realidad y el contexto político-social siempre producen divorcios inestables, a la vez que la historia común de Hispanoamérica enseña que de poco y nada sirven los esfuerzos individuales y la audacia personal. Está demostrado que mejorar las condiciones de vida, vencer la ineficiencia de las instituciones y luchar contra la corrupción, la represión y las injusticias sociales no son tareas individuales. De donde la escritura en Hispanoamérica no es solo un problema estético, sino también ético. Por eso el escritor hispanoamericano suele estar involucrado en asuntos extra literarios que atañen a su sociedad (y sin que esto implique necesariamente una actitud militante ni partidista).

En los autores norteamericanos del género negro parece estar presente la convicción de que la violencia y la corrupción son algo así como irremediables males “naturales”, y no siempre se evidencia el contexto social en que se producen. Tal convicción aparece en los latinoamericanos de modo diferente: la violencia y la corrupción son males coyunturales (no importa cuan larga sea la coyuntura), y jamás se aceptan como algo irremediable. O en todo caso se trata de hacer literatura para discutirlo. Y casi ineludiblemente esa discusión incluirá un contexto colectivo.

Es evidente que uno de los caracteres diferenciales más claros del género, entre norteamericanos y latinoamericanos, radica en que éstos casi siempre le ponen a sus argumentos un poco de sal y pimienta políticas. Incluso, y como para desmentir a muchos de los que piensan que la conciencia social ya estaba presente en los creadores del género, Raymond Chandler escribía en enero de 1955 en una carta a su amigo Dale Warren: “Realmente no me importaba lo que escribía. Escribí melodramas porque fue lo único que me pareció relativamente honesto y que, sin embargo, no intentaba promocionar la plataforma política de nadie. Hete aquí que ahora hay tipos que hablan de prosa y otros tipos que me dicen que yo tengo conciencia social. Philip Marlowe tiene tanta conciencia social como un caballo. Lo que tiene es una conciencia personal, que es algo muy diferente".

Luego de una entrevista con Ross MacDonald que se publicó en el diario La Opinión, de Buenos Aires, en 1972, Osvaldo Soriano describió la ideología del por entonces más exitoso autor del género: “En realidad era fácil advertir en MacDonald al liberal norteamericano. Audaz, pero hasta ahí nomás; desprejuiciado, pero no mucho; tolerante con las ideas radicales, si están lejos. Me dijo: ‘Lucho para que Estados Unidos no sea un país con ideas de segunda’. ‘¿Cuáles serían esas ideas de segunda?’, le pregunté. ‘Los nazis y los fascistas tenían ideas de segunda’, contestó”.

Desde luego que los problemas de conciencia, el fanatismo religioso y aun el racial (materiales netamente faulknerianos, por cierto) también están presentes en los autores de América Latina, pero adaptados a la propia tragedia, que es más bien griega que shakesperiana. Casi no hay novela policial latinoamericana que no aborde, aunque tangencialmente, las formas propias de racismo, los dogmas (no tanto religiosos pero sí políticos e ideológicos) y sobre todo las formas de violencia social que nos son propias;

Dice Guillermo de Torre citando a Morton Dauwen Zabel, historiador de la literatura norteamericana: “Uno de los rasgos definidores de la literatura de los Estados Unidos consiste en ser una derivación de la literatura europea, y al mismo tiempo, en su resistencia a esa tradición, movida por el afán de hallar un carácter propio. Afinidad filial y oposición fraterna; en esta tensión, en esta lucha dialéctica respecto a lo español radica también una de las claves permanentes de la literatura hispanoamericana. Sin embargo, hay una diferencia profunda: en la América ánglica la pugna ha sido superada al reconocerla y ‘digerirla’; eliminando toda toxina hostil". De Torre asegura que la literatura norteamericana “no tiene prehistoria. O mejor, convierte su historia en prehistoria." Y tras afirmar “la ausencia de un ‘pasado americano’”, concluye que “los Estados Unidos del siglo XVII no fueron construidos sobre ese pasado, sino sobre una base europea".[188]

Esta concepción ayuda a encontrar las diferencias entre ambas literaturas, pero también sus puntos de contacto. Ciertamente, esa falta de apego a la prehistoria, esa carencia, ha permitido a los norteamericanos plasmar una literatura más libre, menos atada a una prehistoria a la que ser fiel, como en el caso de los latinoamericanos. Lo que va del Huasipungo de Icaza a El camino del tabaco de Caldwell quizás tenga que ver con el diferente apego. Ambas obras denuncian la injusticia, las contradicciones sociales, la violencia de los poderosos. Sin embargo, Icaza tiene raíces más profundas en lo político, lo étnico y lo cultural, mientras Caldwell se maneja con mayor libertad, sin sujeción a la Historia. El viejo Jeeter no deviene de generaciones explotadas, no tiene el espíritu anclado en la tierra, carece de cuatro siglos de dominación. Es un norteamericano del siglo XX, con mayor cantidad de proteínas consumidas, que solo está furioso y desalentado porque no ha podido cumplir el “sueño americano”.

Los personajes del género negro norteamericano pertenecen a un mundo definido: ahí están presentes el desarrollo capitalista y el triunfo del individualismo; la industrialización y la alienación de la sociedad de consumo elevada a su máxima expresión; la lucha por la posesión del dinero como elemento fundamental del ascenso social; el nacionalismo en una sociedad poderosa e igualitaria pero profundamente racista. En esa literatura es como si no existieran la historia ni la prehistoria de la sociedad. No existe una interpretación valorativa de los antecedentes políticos, económicos y sociales que han llevado a los Estados Unidos a ser lo que son. En el género negro también está presente la idea, tan común en los norteamericanos, de creer que el mundo es su país, su provincia, su ciudad o su suburbio.

En cambio, en los personajes de la narrativa policial latinoamericana la situación es diversa: en nuestros autores se encuentran todo tipo de claves políticas y sociales. En nuestra literatura parece inevitable la indagación sobre nuestra identidad, y siempre se ven los marcos históricos de la literatura y de la realidad social. El mestizaje está presente como lo están nuestros sistemas políticos. La violencia casi siempre se refiere a la autoridad dictatorial o falsamente democrática, en el mejor de los casos. La interpretación —o la sugerencia— de tipo político es parte esencial del thriller latinoamericano. Quizá suene desagradable, pero es cierto que en nuestra literatura también afloran nuestros complejos, nuestras desdichas como pueblos subdesarrollados. Por eso en Walsh, Soriano, Sinay, Bernal, Taibo, Díaz Eterovic, Fernando Ampuero o Gamboa siempre hay, ineludiblemente, crítica social y crítica política.

Lo cierto es que por su falta de complejos los norteamericanos han podido hacer una literatura más suelta, más libre, menos sometida a los condicionantes sociales y, por ende, centrada solo en formas de violencia individual o de pequeños grupos. También se encuentran claves de ello en el heroísmo individualista y la conciencia personal, que gusta tanto a los norteamericanos. El detective es un héroe, mientras que en Latinoamérica lo que importa es la situación, no el mérito individual, que incluso muchas veces es ridiculizado o caricaturizado. Y aún cabe apuntar, entre las diferencias, ciertas características de la industria editorial latinoamericana, siempre desconfiada del público e incapaz de abandonar su manía de buscar best-sellers extranjeros que —supone— son los únicos que aseguran ventas. Es precisamente la audacia de las editoriales norteamericanas, además de su enorme mercado, lo que les ha permitido imponer universalmente a sus autores del género negro, alrededor de por lo menos cinco características centrales: el héroe individualista; la defensa (aunque sea crítica) del american way of life; el sentido de la aventura y la épica personal; la violencia mezclada con ciertas formas de erotismo; y el desapego a cualquier referencia histórica, étnica o política del medio en que se desarrolla la acción.

Podría aplicarse a la literatura norteamericana lo que dice De Torre del que lee o estudia las literaturas europeas: “Sabe a qué atenerse; sabe cuáles son los límites; puede darse el lujo de profundizar una parcela una vez avistado el conjunto”. En América Latina no existe tal conjunto integrado. Y nuestro género está todavía muy lejos de la integración. Quizás porque todavía se está buscando a sí mismo.

Entre los arquetipos de la narrativa hispanoamericana hay que citar también el papel que juega la naturaleza. Como señala Carlos Fuentes: “al lado de la naturaleza devoradora la novela hispanoamericana crea su segundo arquetipo: el dictador a la escala nacional o regional. El tercero solo podía ser la masa explotada que sufría los rigores tanto de la naturaleza impenetrable como del cacique sanguinario”.[189] Y todavía existe un cuarto factor —añade Fuentes— que podríamos afirmar que está presente de manera específica en la novela policial latinoamericana: "El escritor, que invariablemente toma partido por la civilización y contra la barbarie, que es el portavoz de quienes no pueden hacerse escuchar, que siente que su función exacta consiste en denunciar la injusticia, defender a los explotados y documentar la realidad de su país”. Claro que esa afirmación es matizada por el mismo Fuentes al reconocer que “al mismo tiempo el escritor latinoamericano, por el solo hecho de serlo en una comunidad semifeudal, colonial, iletrada, pertenece a una élite. Y su obra es definida en alto grado por un sentimiento, mezcla de gratitud y vergüenza, de que debe pagarle al pueblo el privilegio de ser escritor y de convivir con la élite”.

No se queda ahí Fuentes. También sostiene que los latinoamericanos tienen la sospecha —que igualmente define su obra— de que “a pesar de todo solo se dirige, desde el ala liberal de la élite, al ala conservadora de la misma y que ésta escucha sus declaraciones con soberana indiferencia”. Lo cual suele conducir a la decisión de abandonar las letras, o al menos a compartirlas con la militancia política. Así, razona, “la novela latinoamericana surgió como la crónica inmediata de la evidencia de que, sin ella, jamás alcanzaría el grado de la conciencia. En países sometidos a la oscilación pendular entre la dictadura y la anarquía, en los que la única constante ha sido la explotación (...) el novelista individual se vio compelido a ser, simultáneamente, legislador y reportero, revolucionista y pensador”.