Zonas ambiguas:
El espionaje como antigénero

Quedan para el final de esta parte algunos autores que, si bien han tenido buen suceso de público y no faltan quienes los elogian, en realidad ocupan zonas ambiguas, no clasificables dentro del género negro.

Uno de ellos es el escritor ruso-italiano Giorgio Scerbanenco (1911-1969). Nacido en Kiev, llegó a Italia siendo muchacho y trabajó en varios oficios hasta que empezó a escribir cuentos románticos, de los que luego pasó a relatos de crimen y misterio. Escribió varias novelas que tuvieron mucho éxito en los años 60 y 70 del siglo pasado, algunas de las cuales fueron llevadas al cine: Venus privada, Milán calibre 9, Los milaneses matan en sábado, Demasiado tarde. Pero fue en su novela Ladrón contra asesino la que se aproximó a la literatura negra desde una perspectiva alejada de la clásica obra de “cuarto cerrado”.

Scerbanenco, de padre ruso y madre italiana, murió en Milán cuando había alcanzado bastante notoriedad (en 1967 obtuvo el Premio Internacional de Literatura Policial) y había conseguido imponer a su personaje: el investigador Duca Lamberti, un médico astuto, ácido y humorista, protagonista de buena parte de su producción.

Dejó una obra listante irregular, que si bien tiene méritos literarios no resulta innovadora ni jerarquiza al género. Podría incluso pensarse que eso se debió a que su vocación se mezcló con su propia desconfianza acerca de las posibilidades del mismo. Es evidente que Scerbanenco quiso ser un “escritor serio” y que solo utilizó lo policial como vía para la crítica y el humor. Ya en novelas como Al servicio de quien me quiera o su deficiente Las princesas de Acapulco, Scerbanenco jugó con los mismos elementos: repugnancia por el poder, virulencia contra la hipocresía burguesa, necesidad moralista de rescatar a los “pobres pero honrados”.

Todo eso está presente en Ladrón contra asesino[179], obra postuma que editó en 1971 la editorial milanesa Aldo Garzanti Editore. Allí se narra la historia de un joven carterista, un ladronzuelo que sale de la cárcel tras cumplir una condena breve y que se ve envuelto en un crimen que no cometió. La víctima fue su novia, una muchacha buena y humilde a la que adoraba. El carterista huye y busca al verdadero asesino, y mientras tanto se va regenerando, asistido por una pandilla de estudiantes anarquistas (estilo Cohn Bendit, y Scerbanenco lo dice), que con pelos largos, barbas y una dureza solo literaria ayudan al joven mientras critican la sociedad capitalista y explotadora. Al final, la novela decae en medio de incongruencias como detectives privados que se olvidan de relacionar un crimen con un trabajo previo y todo acaba en un happy-end en el que triunfan la justicia y el amor.

Otro es el caso de Eric Ambler (1909-1998), también considerable autor de novelas de misterio. De profesión ingeniero, empezó a publicar en 1937 pero durante la Segunda Guerra Mundial fue oficial del ejército británico, luego publicitario militar y acabó como guionista de cine para la Organización Rank. Después se radicó en Hollywood, donde en 1948 alcanzó una nominación para el Óscar de la Academia de Hollywood por su guión de la película Mar cruel. Escribió también en revistas de misterio y en 1958 regresó a Inglaterra. El género policial le debe algunas buenas obras. Por caso La luz del día[180], sobre la que se basó la película Topkapi, de Jules Dassin y con Melina Mercouri. Pero su contribución mayor fue su intento consciente de llevar el thriller a categorías literarias más elevadas. De prosa muy cuidada y tramas bien urdidas, los personajes de Ambler son personas normales que devienen espías sin habérselo propuesto. Así, resultan verdaderos anti-héroes a los que Ambler mueve a veces con británico sentido del humor.

En otra de sus novelas, No siga mandando rosas[181], a lo largo de 350 páginas intenta crear un nuevo tipo de criminal auxiliado por la cibernética en un contexto de intriga algo retorcida e inverosímil, violencia mezclada con mujeres hermosas, mansiones mediterráneas, guardaespaldas, nazis, la CIA y experimentos extrañísimos. La ensalada resultante es contradictoria: como sucede con muchos libros escritos con receta de best-seller, es entretenido pero vacío. No siga mandando rosas tiene una notable afinidad con las novelas de lan Fleming que tan brillantemente criticara Chandler. Y la misma ideología. Además es obvio que estas novelas no se escriben pensando en el género ni en los lectores, sino en los tipos que manejan Hollywood. Quizás de ahí salga un cine taquillera, pero la literatura no se beneficia.

Otras novelas de Ambler: El hombre de Medio Oriente, La máscara de Dimitrios y Doctor Frigo, esta última una poco lograda intriga política en un país latinoamericano (con todo y dictador y guerrillas) en la que Ambler no se desprende ni por un segundo de la maniquea visión de América Latina que tienen en los países industrializados.

El tercer autor europeo que tiene renombre y éxito, pero que es difícil de encuadrar dentro del género negro, es el británico John Le Carré (seudónimo de David John Moore Cornwell, académico especialista en literatura alemana y ex miembro del servicio consular inglés). Nacido en 1931, se hizo famoso a partir de El espía que llegó del frío, la segunda de una docena de novelas popularísimas, llevadas al cine y traducidas a decenas de idiomas.[182]

En casi todas el protagonista es el inseguro George Smiley, una especie de detective-investigador medio tonto pero sagaz, gordo y abúlico, servil y flemático que se mueve en medio de tramas no siempre verosímiles, en las que no puede dejar de señalarse algo imperdonable en toda novela negra: las trampas autorales. Con argumentos rebuscados, ambientes sutiles y desviaciones algo verborrágicas, Le Carré suele desorientar con engaños textuales al lector, que de ninguna manera tiene todas las claves para seguir el asunto. De modo que en sus novelas las cosas suceden solo porque Le Carré lo quiere. Tal el caso de Asesinato de calidad[183], que es la historia del asesinato de la esposa de un maestro de una rancia y pretenciosa escuela del interior de Inglaterra. Allí va Smiley, sin saber por qué, ni siquiera por una paga, y en realidad no descubre nada. Se equivoca, y dos o tres casualidades le salvan al asunto. Y el lector está ahí, impávido, tratando de hacer funcionar sus sesos para entender algo. Pero siempre Le Carré es más astuto y se saca de la manga recursos imposibles.

Más allá de su popularidad y de lo entretenido que sabe resultar, este tipo de novelas decepciona a los conocedores del género negro, porque esta es precisamente la clase de literatura policial artificiosa. El acartonamiento de las personas, las situaciones rebuscadas y los misterios imposibles de resolver que hacen sentirse un poco tontos a los lectores, son puro artificio. No está mal que se pretenda crear modernos Sherlock Holmes, pero Smiley está lejos del modelo aunque coinciden en la pedantería, el racismo y el conservadurismo. Le Carré parece olvidar que todo crimen es sucio y que hay crimen justamente porque la realidad es sucia, contradictoria y cruel.

Más o menos lo mismo puede decirse de la deplorable moda de las novelas de espionaje, que durante años se mezclaron —por ignorancia o pretensiones de mercado— con las policiales. Hubo decenas, centenares de escritores que durante la Guerra Fría fatigaron este tipo de tramas al simple servicio del anticomunismo. La fiebre fue tal que en los entonces llamados países socialistas se escribían también novelas al simple servicio del anticapitalismo. Por fortuna, en los 90 esta infección parece haber terminado con la caída del Muro de Berlín.

Claro que también hubo otros escritores europeos muy estimables que trajinaron el género policiaco con diferentes resultados, algunos de los cuales alcanzaron popularidad y reconocimiento académico. Entre ellos, y por citar algunos casos emblemáticos, Dick Francis, Leonardo Sciascia, Peter Cheney, P. D. James, Friedrich Dürrenmatt y algunos más.