V. EL CIRCULO ANTROPOLOGICO
NO PUEDE hablarse de concluir. La obra de Pinel y la de Tuke no son puntos de llegada. En ellas tan sólo se manifiesta —figura súbitamente nueva— una restructuración cuyo origen se ocultaba en un desequilibrio inherente a la experiencia clásica de la locura.
La libertad del loco, esa libertad que Pinel, como Tuke, pensaba haber dado al loco, pertenecía de tiempo atrás al dominio de su existencia. No era dada, ciertamente, ni ofrecida en ningún gesto positivo. Pero circulaba sordamente alrededor de las prácticas y los conceptos: verdad entrevista, exigencia indecisa, en los confines de lo que era dicho, pensado y hecho a propósito del loco, presencia terca que nunca se dejaba captar del todo.
Y, sin embargo, ¿no estaba sólidamente implicada en la noción misma de locura, si se hubiese deseado llevarla a su término? ¿No estaba ligada, por necesidad absoluta, a esta gran estructura que iba de los abusos de una pasión siempre cómplice de ella misma a la lógica exacta del delirio? En esta afirmación que, transformando la imagen del sueño en no-ser del error, hacía la locura, ¿cómo negar que haya algo de la libertad? La locura, en su fondo, no era posible más que en la medida en que, a su alrededor, había cierto margen, este espacio de juego que permitía al sujeto hablar, él mismo, el idioma de su propia locura, y constituirse en loco. Libertad fundamental del loco, a la que, con la ingenuidad de una tautología maravillosamente fecunda, Sauvages llamaba «el poco cuidado que ponemos en buscar la verdad y en cultivar nuestro juicio»[1045].
¿Y esta libertad que el internamiento, en el instante de suprimirla, señalaba con el dedo? Al liberar al individuo de las tareas infinitas y de las consecuencias de su responsabilidad, no lo coloca —ni mucho menos— en un medio neutralizado, donde todo estuviera nivelado en la monotonía de un mismo determinismo. Cierto que a menudo se interna a alguien para hacerle escapar del juicio: pero se le interna en un mundo en que se trata de mal y de castigo, de libertinaje y de inmoralidad, de penitencia y de corrección. Todo un mundo donde, bajo esas sombras, ronda la libertad.
Los propios médicos han experimentado esta libertad cuando, comunicándose por vez primera con el insensato en el mundo mixto de las imágenes corporales y de los mitos orgánicos, han descubierto, participando en tantos mecanismos, la sorda presencia de la falta: pasión, desorden, ocio, vida complaciente de las ciudades, lecturas ávidas, complicidad de la imaginación, sensibilidad a la vez demasiado curiosa de excitación y demasiado inquieta de sí misma: otros tantos juegos peligrosos de la libertad, en que la razón se arriesga, como por sí misma, en la locura.
Libertad a la vez obstinada y precaria. Permanece siempre dentro del horizonte de la locura, pero desaparece en cuanto se intenta delimitarla. Sólo está presente y es posible en la forma de una abolición inminente. Entrevista en las regiones extremas en que la locura podría hablar de sí misma, no vuelve a aparecer, en cuanto la mirada se fija sobre ella, sino comprometida, forzada y reducida. La libertad del loco sólo está en este instante y en esta distancia imperceptible que le dan la libertad de abandonar su libertad y de encadenarse a su locura; sólo está en aquel punto virtual de la elección donde decidimos «ponernos en la incapacidad de aprovechar nuestra libertad y corregir nuestros errores»[1046]. En seguida, ya no es más que un mecanismo del cuerpo, encadenamiento de fantasmas, necesidades del delirio. Y San Vicente de Paúl que suponía oscuramente esta libertad en el gesto mismo del internamiento, no por ello dejaba de establecer bien la diferencia entre los libertinos responsables, «hijos de dolor… oprobio y ruina de su casa», y los locos «grandemente dignos de compasión… al no ser amos de sus voluntades y al carecer de juicio y de libertad[1047]» La libertad a partir de la cual es posible la locura clásica se ahoga en esta locura misma y cae en lo que más cruelmente manifiesta su contradicción.
Tal tiene que ser la paradoja de esta libertad constitutiva: aquello por lo que el loco se vuelve loco, y también aquello por lo que, no habiéndose declarado aún la locura, aquél puede comunicarse con la no-locura. Desde el origen, se escapa de sí mismo y de su verdad de loco, reuniéndose en una región que no es ni verdad ni inocencia, con el riesgo de la falta, del crimen o de la comedia. Esta libertad que, en el momento originario, muy oscuro y muy difícilmente asignable de la partida y de la separación, le ha hecho renunciar a la verdad, le impide ser nunca prisionero de su verdad.
Sólo está loco en la medida en que su locura no se agota en su verdad de loco. Por ello, en la experiencia clásica, la locura puede ser al mismo tiempo un poco criminal, un poco fingida, un poco inmoral, y también un poco razonable. No hay allí una confusión en el pensamiento ni un grado menos de elaboración; no es más que el efecto lógico de una estructura muy coherente: la locura sólo es posible a partir de un momento muy lejano, pero muy necesario, en que se arranca de sí misma en el espacio libre de su no-verdad, constituyéndose así como verdad.
Es precisamente en este punto donde la operación de Pinel y de Tuke se inserta en la experiencia clásica. Esta libertad, horizonte constante de los conceptos y de las prácticas, exigencia que se ocultaba-a sí misma y se abolía como por su propio movimiento, esta libertad ambigua que se hallaba en el corazón mismo de la existencia del loco, ahora es reclamada en los hechos, como cuadro de su vida real y como elemento necesario para la aparición de su verdad de loco. Se intenta captarla en una estructura objetiva. Pero en el momento en que se cree asirla, afirmarla y hacerla valer, no se recoge más que la ironía de las contradicciones:
— se deja jugar a la libertad del loco, pero en un espacio más cerrado, más rígido, menos libre que aquél, siempre un poco indeciso, del internamiento.
— se le libera de su parentesco con el crimen y el mal, pero para encerrarle en los mecanismos rigurosos de un determinismo. Sólo es completamente inocente en lo absoluto de una no-libertad.
— se quitan las cadenas que impedían el uso de su libre voluntad, mas para despojarlo de esta voluntad misma, transferida y alienada en la voluntad del médico.
El loco está a la vez completamente libre y completamente excluido de la libertad. Antaño era libre durante el momento en que empezaba a perder su libertad; ahora es libre en el amplio espacio en que ya la ha perdido.
En este fin del siglo XVIII no se trata de una liberación de los locos sino de una objetivación del concepto de su libertad, objetivación que tiene una consecuencia triple.
Para empezar, va a tratarse ahora de la libertad, a propósito de la locura. Ya no de una libertad percibida en el horizonte de lo posible, sino de una libertad a la que se tratará de perseguir en las cosas y a través de los mecanismos. En la reflexión sobre la locura y hasta en el análisis médico que de ella se hace, no se tratará del error y del no-ser, sino de la libertad en sus determinaciones reales: el deseo y el desear, el determinismo y la responsabilidad, lo automático y lo espontáneo. De Esquirol a Janet, como de Reil a Freud o de Tuke a Jackson, la locura del siglo XIX relatará incansablemente las peripecias de la libertad. La noche del loco moderno ya no es la noche onírica en que sube y llamea la falsa verdad de las imágenes; es la que lleva consigo imposibles deseos y el salvajismo de un desear, el menos libre de la naturaleza.
Objetiva, esta libertad se encuentra, ál nivel de los hechos y de las observaciones, repartida exactamente en un determinismo que la niega rotundamente y en una culpabilidad precisa que la exalta. La ambigüedad del pensamiento clásico sobre las relaciones de la falta y de la locura va a disociarse ahora; y el pensamiento psiquiátrico del siglo XIX al mismo tiempo buscará la totalidad del determinismo y tratará de definir el punto de inserción de una culpabilidad; las discusiones sobre las locuras criminales, los prestigios de la parálisis general, el gran tema de las degeneraciones, la crítica de los fenómenos histéricos, todo lo que anima la investigación médica de Esquirol a Freud, se remite a ese doble esfuerzo. El loco del siglo XIX será determinado y culpable; su no-libertad estará más penetrada de falta que la libertad por la cual el loco clásico se escapaba de sí mismo.
Liberado, el loco está ahora al nivel de sí mismo; es decir, ya no puede escapar de su propia verdad; es arrojado a ella, y ella lo confisca por completo. La libertad clásica situaba al loco en relación con su locura, relación ambigua, inestable, continuamente deshecha, pero que impedía al loco no ser más que una misma cosa que su locura. La libertad que Pinel y Tuke han impuesto al loco lo encierra en una cierta verdad de la locura de la que sólo puede escapar pasivamente, si se le libera de su locura. La locura, en adelante, ya no indica cierta relación del hombre con la verdad, relación que, al menos silenciosamente, implica siempre la libertad; la locura sólo indica una relación del hombre con su verdad. En la locura, el hombre cae en su verdad, lo que es una manera de serla por entero, pero también de perderla. La locura no hablará ya del no-ser, sino del ser del hombre, en el contenido de lo que es, y en el olvido de ese contenido. Y en tanto que antes era Ajeno por relación al Ser, hombre de la nada, de ilusión, Fatuus (vacío de no-ser y manifestación paradójica de ese vacío), le tenemos ahora retenido en su propia verdad y por eso mismo alejado de ella. Ajeno por relación a él mismo, Alienado.
La locura habla ahora un idioma antropológico, que tiende a la vez —por un equívoco del cual saca, para el mundo moderno, sus poderes de inquietud— a la verdad del hombre y a la pérdida de esta verdad, y en consecuencia a la verdad de esta verdad.
Lenguaje duro: rico en promesas, e irónico en su reducción. Lenguaje de la locura, encontrado por vez primera desde el Renacimiento.
Escuchemos sus primeras palabras.
La locura clásica pertenecía a las regiones del silencio. Desde hacía tiempo había callado aquel lenguaje de sí misma sobre sí misma que cantaba sus elogios. Muchos son, sin duda, los textos de los siglos XVII y XVIII que tratan de la locura: pero se la cita como ejemplo, a guisa de especie médica, o porque ilustra la verdad sorda del error; se la toma oblicuamente, en su dimensión negativa, porque es una prueba a contrario de lo que, en su naturaleza positiva, es la razón. Su sentido sólo puede revelarse al médico y al filósofo, es decir a quienes pueden conocer su naturaleza profunda, dominarla en su no-ser y sobrepasarla hacia la verdad. En sí misma, es cosa muda: no hay en la época clásica literatura de la locura, en el sentido de que no hay para la locura un lenguaje autónomo, una posibilidad para que pudiese hablar de sí misma en un lenguaje que fuera cierto. Se reconocía el lenguaje secreto del delirio; podían hacerse acerca de la locura discursos ciertos. Pero no tenía el poder de operar por sí misma, por un derecho originario y por su virtud propia, la síntesis de su lenguaje y de la verdad. Su verdad sólo podía estar envuelta en un discurso que permanecía exterior a ella. Pero, bueno, «son locos…». Descartes, en el movimiento por el cual va a la verdad, hace imposible el lirismo de la sinrazón.
Ahora bien, lo que ya indicaba El sobrino de Ramean, y detrás de él toda una moda literaria, es la reaparición de la locura en el dominio del lenguaje, de un lenguaje en que le estaba permitido hablar en primera persona y enunciar, entre muchos propósitos vanos y en la gramática insensata de sus paradojas, algo que tuviese una relación esencial con la verdad. Esa relación empieza ahora a desenvolverse y a darse en todo su desarrollo discursivo. Para el pensamiento y la poesía de principios del siglo XIX, lo que la locura dice de sí misma es también lo que dice el sueño en el desorden de sus imágenes: una verdad del hombre, muy arcaica y muy próxima, muy silenciosa y muy amenazante: una verdad debajo de toda verdad, la más cercana del nacimiento de la subjetividad, y la más extendida al ras de las cosas; una verdad que es el profundo retiro de la individualidad del hombre y la forma incoativa del cosmos: «Lo que sueña es el Espíritu en el instante en que desciende a la Materia, y es la Materia en el instante en que se eleva hasta el Espíritu… El sueño es la revelación de la esencia misma del hombre, el proceso más particular y más íntimo de la vida.»[1048] Así, en el discurso común al delirio y al sueño, se encuentran unidas la posibilidad de un lirismo del deseo y la posibilidad de una poesía del mundo; puesto que locura y sueño son a la vez el momento de la extrema subjetividad y el de la objetividad irónica, no hay contradicción: la poesía del corazón, en la soledad final, exasperada, de su lirismo, resulta ser, por un giro inmediato, el canto originario de las cosas; y el mundo, durante largo tiempo silencioso frente al tumulto del corazón, encuentra allí su voz: «Interrogo las estrellas, y ellas callan; interrogo el día y la noche, pero no responden. Del fondo de mí mismo, cuando yo me interrogo, vienen… sueños no explicados.»[1049]
Lo que hay de propio del lenguaje de la locura en la poesía romántica, es que ésta es el lenguaje del fin último y del recomienzo absoluto: fin del hombre que se hunde en la noche, y descubrimiento, al cabo de esta noche, de una luz que es la de las cosas en su comienzo primerísimo; «es un vago subterráneo que se aclara poco a poco y en que se separan de la sombra y de la noche las pálidas figuras, gravemente inmóviles, que habitan los limbos. Luego se forma el cuadro, ilumina una claridad nueva…»[1050] La locura habla el idioma del gran retorno: no el retorno épico de las largas odiseas, en el recorrido indefinido de los mil caminos de lo real, sino el retorno lírico por una fulguración instantánea que, madurando de golpe la tormenta de la realización, la ilumina y la aplaca en el origen encontrado. «La decimotercera llega, y aún es la primera». Tal es el poder de la locura: enunciar ese secreto insensato del hombre; que el punto último de su caída es su primera mañana, que su tarde se acaba sobre su luz más joven, que en él el fin es un recomienzo.
Por encima del largo silencio clásico, la locura recobra, pues, su idioma. Mas es un idioma con significados muy distintos; ha olvidado los viejos discursos trágicos del Renacimiento en que se hablaba del desgarramiento del mundo, del fin de los tiempos, del hombre devorado por la animalidad. Ese idioma de la locura renace, pero como explosión lírica: descubrimiento de que en el hombre el interior es también el exterior, que el extremo de la subjetividad se identifica con la fascinación inmediata del objeto, que todo fin está prometido a la obstinación del retorno. Idioma en el cual no se transparentan ya las figuras invisibles del mundo, sino las verdades secretas del hombre.
Lo que el lirismo dice, lo enseña la obstinación del pensamiento discursivo; y lo que se sabe del loco (independientemente de todas las adquisiciones posibles en el contenido objetivo de los conocimientos científicos) toma un significado nuevo. La mirada dirigida al loco —que es la experiencia concreta a partir de la cual se elaborará la experiencia médica o filosófica— ya no puede ser la misma. En la época de las visitas a Bicétre o a Bédlam, al observar al loco se medía desde el exterior toda la distancia que separa la verdad del hombre de su animalidad. Ahora se le contempla, a la vez, con más neutralidad y con más pasión. Más neutralidad porque en él se van a descubrir las verdades profundas del hombre, esas formas en sueño donde nace lo que es. Y también más pasión, porque no se le podrá reconocer sin reconocerse a sí mismo, sin oír subir dentro de sí las mismas voces y las mismas fuerzas, las mismas luces extrañas. Esa mirada, que puede prometerse el espectáculo de una verdad finalmente desnuda del hombre (ya hablaba de él Cabanis a propósito de un asilo ideal), ya no puede dejar de contemplar un impudor que es el suyo propio. No ve sin verse. Y el loco, por ello, duplica su poder de atracción y de fascinación; lleva más verdades que las suyas propias. «Yo creo —dice Cipriano, el héroe de Hóffmann—, yo creo que precisamente por los fenómenos anormales, la Naturaleza nos permite echar una mirada a sus abismos más pavorosos, y de hecho en el centro mismo de este horror que súbitamente se ha apoderado de mí en este extraño trato con los locos, en mi espíritu surgieron muchas veces intuiciones e imágenes que le dieron una vida, un vigor y un impulso singulares.» [1051] En un solo y mismo movimiento, el loco se entrega como objeto de conocimiento, abierto en sus determinaciones más exteriores, y como tema de reconocimiento, invistiendo, a su vez, a quien lo aprehende, con todas las familiaridades insidiosas de su verdad común.
Pero este reconocimiento, la reflexión, a diferencia de la experiencia lírica, no desea recibirlo. Se protege afirmando, con una insistencia que aumenta con el tiempo, que el loco no es más que un objeto, un objeto médico. Refractado así en la superficie de la objetividad, el contenido inmediato de este reconocimiento se dispersa en una multitud de antinomias. Pero no nos equivoquemos; bajo su seriedad especulativa, se trata de la relación del hombre con el loco, y de este extraño rostro —extranjero durante tanto tiempo— que toma ahora virtudes de espejo.
1.º El loco revela la verdad elemental del hombre: ésta lo reduce a sus deseos primitivos, a sus mecanismos simples, a las determinaciones más urgentes de su cuerpo. La locura es una especie de infancia cronológica y social, psicológica y orgánica, del hombre. «¡Cuántas analogías entre el arte de dirigir a los alienados y el de educar a los jóvenes!», comentaba Pinel[1052].
—Pero el loco descubre la verdad terminal del hombre: muestra hasta dónde han podido empujarlo las pasiones, la vida de sociedad, todo aquello que lo aparta de una naturaleza primitiva que no conoce la locura. Ésta se halla ligada siempre a una civilización y a su malestar. «Según el testimonio de los viajeros, los salvajes no están sujetos a desórdenes de las funciones intelectuales.»[1053] La locura empieza con la vejez del mundo, y cada rostro que la locura adopta en el curso del tiempo habla de la forma y la verdad de esta corrupción.
2.º La locura practica en el hombre una especie de corte intemporal; no secciona el tiempo, sino el espacio; no remonta ni desciende el curso de la libertad humana; muestra su interrupción, el hundimiento en el determinismo del cuerpo. En ella triunfa lo orgánico, la única verdad del hombre que puede ser objetivada y percibida científicamente. La locura «es el trastorno de las funciones cerebrales… Las partes cerebrales son el asiento de la locura, como los pulmones son el asiento de la disnea y el estómago el asiento de la dispepsia»[1054]. —Pero la locura se distingue de las enfermedades del cuerpo en que manifiesta una verdad que no aparece en éstas: hace surgir un mundo interior de malos instintos, de perversión, de sufrimientos y de violencia que hasta entonces había dormido. Hace aparecer una profundidad que da todo su sentido a la libertad del hombre; esta profundidad sacada a la luz por la locura es la maldad en estado salvaje. «El mal existe de por sí en el corazón, que, como inmediato, es natural y egoísta. Es el genio malo del hombre el que domina en la locura.»[1055] Y Heinroth decía, en el mismo sentido, que la locura es das Bóse überhaupt [el mal absoluto].
3.º La inocencia del loco está garantizada por la intensidad y la fuerza de ese contenido psicológico. Encadenado por la fuerza de sus pasiones, arrastrado por la vivacidad de los deseos y de las imágenes, el loco se vuelve irresponsable; y su irresponsabilidad es asunto de apreciación médica, en la medida misma en que resulta de un determinismo objetivo. La locura de un acto se mide por el número de razones que lo han determinado.
—Pero la locura de un acto se juzga precisamente por el hecho de que ninguna razón lo agota nunca. La verdad de la locura está en un automatismo sin encadenamiento; y cuanto más vacío de razón sea un acto, más oportunidades habrá tenido de nacer en el determinismo de la locura única, siendo en el hombre la verdad de la locura la verdad de lo que es sin razón, de lo que no se produce, como decía Pinel, más que «por una determinación no reflexionada, sin interés y sin motivo».
4.º Puesto que en la locura descubre el hombre su verdad, es a partir de su verdad y del fondo mismo de su locura como es posible una curación. Hay en la sinrazón de la locura la razón del retorno y si en la objetividad desventurada en que se pierde el loco aún queda un secreto, ese secreto es el que hace posible la curación. Así como la enfermedad no es la pérdida completa de la salud, así la locura no es la «pérdida abstracta de la razón», sino «contradicción en la razón que aún existe», y en consecuencia «el tratamiento humano, es decir tan benévolo como razonable de la locura… supone razonable al enfermo y encuentra allí un punto sólido para tomarlo por ese lado»[1056].
—Pero la verdad humana que la locura descubre es la contradicción inmediata de lo que es la verdad moral y social del hombre. El momento inicial de todo tratamiento será, pues, la represión de esta verdad inadmisible, la abolición del mal que reina allí, el olvido de esas violencias y de esos deseos. La curación del loco está en la razón del otro, al no ser su propia razón más que la verdad de la locura: «Que vuestra razón sea su regla de conducta. Una sola cuerda vibra aún en ellos, la del dolor; tened valor bastante para tocarla»[1057]. El hombre no dirá, pues, lo verdadero de su verdad más que en la curación que lo llevará de su verdad alienada a la verdad del hombre: «Por medios dulces y conciliadores, el alienado más violento y más temible se ha vuelto el hombre más dócil y más digno de interés, por una sensibilidad conmovedora»[1058].
Incansablemente retomadas, esas antinomias acompañarán durante todo el siglo XIX a la reflexión sobre la locura. En la inmediata totalidad de la experiencia poética, y en el reconocimiento lírico de la locura, ya estaban allí, en la forma integrada de una dualidad reconciliada consigo misma, puesto que dada; estaban designadas, pero en el breve apogeo de un idioma aún no compartido, como el nudo del mundo y del deseo, del sentido y del sin sentido, de la noche de la realización y de la aurora primitiva. Para la reflexión, por el contrario, esas antinomias sólo se darán en el extremo de la disociación; tomarán entonces medidas y distancias; serán experimentadas en la lentitud del lenguaje de los contradictorios. Lo que era el equívoco de una experiencia fundamental y constitutiva de la locura se perderá pronto en la red de los conflictos teóricos sobre la interpretación que deba darse a los fenómenos de locura.
Conflicto entre una concepción histórica, sociológica, relativista de la locura (Esquirol, Michea) y un análisis de tipo estructural que enfoca la enfermedad mental como una involución, una degeneración y un deslizamiento progresivo hacia el punto cero de la naturaleza humana (Morel); conflicto entre una teoría espiritualista, que define la locura como una alteración del vínculo del espíritu consigo mismo (Langermann, Heinroth) y un esfuerzo materialista por situar a la locura en un espacio orgánico diferenciado (Spurzheim, Broussais); conflicto entre la exigencia de un juicio médico que mide la irresponsabilidad del loco por el grado de determinación de los mecanismos que han actuado en él, y la apreciación inmediata del carácter insensato de su conducta (polémica entre Elias Régnault y Marc); conflicto entre una concepción humanitaria de la terapéutica, a la manera de Esquirol, y el empleo de los famosos «tratamientos morales» que hacen del internamiento el principal medio de la sumisión y de la represión (Guislain y Leuret).
Dejemos para un estudio ulterior la exploración detallada de esas antinomias; sólo podría hacerse en el inventario minucioso de lo que en el siglo XIX fue la experiencia de la locura en su totalidad, es decir en el conjunto de sus formas científicamente explicitadas y de sus aspectos silenciosos. Indudablemente, tal análisis mostraría sin dificultad que ese sistema de contradicciones se refiere a una coherencia oculta; que esta coherencia es la de un pensamiento antropológico que corre y se mantiene bajo la diversidad de las formulaciones científicas, que es ella el fondo constitutivo, pero históricamente móvil, que ha hecho posible el desarrollo de los conceptos desde Esquirol y Broussais hasta Janet, Bleuler y Freud; y que esta estructura antropológica de tres términos —el hombre, su locura y su verdad— ha sustituido a la estructura binaria de la sinrazón clásica (verdad y error, mundo y fantasma, ser y no-ser, día y noche).
Por el momento, sólo se trata de mantener esta estructura en el horizonte aún mal diferenciado en que se asoma, de asirla en algunos ejemplos de enfermedades que revelan lo que ha podido ser la experiencia de la locura en ese principio del siglo XIX. Fácil es comprender el extraordinario prestigio de la parálisis general, el valor de modelo que ha tenido a lo largo de todo el siglo XIX y la extensión general que se ha querido darle para la comprensión de los síntomas psicopatológicos; la culpabilidad bajo la forma de la falta sexual quedaba así muy precisamente designada, y los rastros que dejaba impedían que se pudiera librar nunca del acto de acusación; éste se hallaba inscrito en el propio organismo. Por otra parte, los sordos poderes de atracción de esta misma falta, todas las ramificaciones familiares que extendía en el alma de quienes la diagnosticaban, hacían que este reconocimiento mismo tuviera la turbia ambigüedad del reconocimiento; en el trasfondo de los corazones, desde antes de toda contaminación, la falta era compartida entre el enfermo y su familia, entre el enfermo y quienes lo rodeaban, entre los enfermos y sus médicos; la gran complicidad de los sexos hacía extrañamente cercano ese mal, prestándole todo el antiguo lirismo de la culpabilidad y del temor. Pero al mismo tiempo, esta comunicación subterránea entre el loco y quien lo conoce, lo juzga y lo condena, perdía sus valores realmente amenazantes en la medida en que el mal era rigurosamente objetivado, diseñado en el espacio de un cuerpo e investido en un proceso puramente orgánico. Por ello mismo, la medicina interrumpía bruscamente este reconocimiento lírico y, a la vez, ocultaba, en la objetividad de una verificación, la acusación moral que hacía. Y ver este mal, esta falta, esta complicidad de los hombres, tan vieja como el mundo, tan claramente situados en el espacio exterior, reducidos al silencio de las cosas y castigados solamente en los otros, daba al conocimiento la satisfacción inagotable de ser exculpado en el veredicto pronunciado, y protegido de su propia acusación por el apoyo de una serena observación a distancia. En el siglo XIX la parálisis general es la «buena locura» en el sentido en que se habla de «buena forma». La gran estructura que gobierna toda percepción de la locura se encuentra representada exactamente en el análisis de los síntomas psiquiátricos de la sífilis nerviosa[1059]. La falta, su condenación y su reconocimiento, manifiestos tanto como ocultos en una objetividad, orgánica; tal era la expresión más afortunada de lo que el siglo XIX entendía y quería entender por locura. Todo lo que hubo de «filisteo» en su actitud hacia la enfermedad mental se encuentra allí exactamente representado, y hasta Freud —o casi— es en nombre de la «parálisis general» como ese propósito filisteo de la medicina se defenderá contra cualquier otra forma de acceso a la verdad de la locura.
El descubrimiento científico de la parálisis general no fue preparado por esta antropología que se había constituido unos veinte años antes, pero la significación muy intensa que adquiere, la fascinación que ejerce durante más de medio siglo tienen allí su origen preciso.
Pero la parálisis general tiene otro aspecto importante: la falta, con todo lo que en ella puede haber de interior y de oculto, encuentra inmediatamente su castigo y su lado objetivo en el organismo. Ese tema es muy importante para la psiquiatría del siglo XIX: la locura encierra al hombre en la objetividad. Durante el periodo clásico, la trascendencia del delirio aseguraba a la locura, por manifiesta que fuese, una especie de interioridad que no afloraba nunca al exterior, que la mantenía en una relación irreductible consigo misma. Ahora toda locura y el todo de la locura deberán tener su equivalente externo; o, mejor dicho, la esencia misma de la locura consistirá en objetivar al hombre, en arrojarlo al exterior de sí mismo, en exponerlo finalmente al nivel de una naturaleza pura y sencilla, al nivel de las cosas. Que la locura fuera eso, que pudiese ser toda objetividad sin vínculo con una actividad delirante central y oculta, era algo tan opuesto al espíritu del siglo XVIII, que la existencia de las «locuras sin delirio» o de las «locuras morales» constituyó una especie de escándalo conceptual.
Pinel había podido observar en la Salpétriére a varios alienados que «no ofrecían en ninguna época ninguna lesión del entendimiento y que estaban dominados por una especie de instinto de furor, como si sólo hubiesen estado menoscabadas las facultades afectivas»[1060]. Entre las «locuras parciales», Esquirol da un lugar especial a las que «no tienen por carácter la alteración de la inteligencia», y en las cuales casi no se puede observar más que el «desorden en las acciones»[1061]. Según Oubuisson, los sujetos afectados por esta especie de locura «juzgan, razonan y se conducen bien, pero son arrebatados por la menor cosa, a menudo sin causa ocasional y sólo por una tendencia irresistible, y por una especie de perversión de las afecciones morales, a arrebatos maniáticos, a actos inspirados por la violencia, a explosiones de furor»[1062]. Es a esta noción a la que los autores ingleses, después de Prichard, en 1835, darán el nombre de moral insanity[1063]. El nombre mismo con el cual ese concepto sería ampliamente conocido es testimonio de la extraña ambigüedad de su estructura: por una parte, se trata de una locura que no tiene ninguno de sus signos en la esfera de la razón; en ese sentido, se encuentra totalmente oculta: locura que hace casi invisible la ausencia de toda sinrazón, locura transparente e incolora que existe y circula subrepticiamente en el alma del loco, interioridad en la interioridad: «no parecen alienados a los observadores superficiales… son por ello tanto más nocivos, tanto más peligrosos»; pero, por otra parte, esta locura tan secreta sólo existe porque hace explosión en la objetividad: violencia, desencadenamiento de gestos, a veces actos asesinos. No consiste, en el fondo, más que en la virtualidad imperceptible de una caída hacia la más visible y peor de las objetividades, hacia el encadenamiento mecánico de gestos irresponsables; es la posibilidad siempre interior de ser enteramente rechazado al exterior de sí mismo, y de sólo existir, al menos durante un tiempo, en una total ausencia de interioridad.
Como la parálisis general, la moral insanity tiene un valor ejemplar. Su longevidad en el curso del siglo XIX, la repetición obstinada de las mismas discusiones alrededor de esos temas mayores, se explican porque era vecina de las estructuras esenciales de la locura. Más que ninguna otra enfermedad mental, manifestaba esta curiosa ambigüedad que hace de la locura un elemento de la interioridad bajo la forma de la exterioridad. En ese sentido, es como un modelo para toda psicología posible: muestra al nivel perceptible de los cuerpos, de las conductas, de los mecanismos y del objeto, el momento inaccesible de la subjetividad, y así como ese momento subjetivo no puede tener existencia concreta para el conocimiento más que en la objetividad, ésta a su vez sólo es aceptable y tiene sentido por lo que expresa del sujeto. Lo súbito, propiamente insensato, del paso de lo subjetivo a lo objetivo en la locura moral, realiza, mucho más allá de las promesas, todo lo que pudiera desear una psicología. Forma como una psicologización espontánea del hombre. Pero por ello mismo, revela una de esas verdades oscuras que han dominado toda la reflexión del siglo XIX sobre el hombre: es que el momento esencial de la objetivación, en el hombre, sólo forma una cosa y sólo una con el paso a la locura. La locura es la forma más pura, la forma principal y primera del movimiento por el que la verdad del hombre pasa al lado del objeto y se vuelve accesible a una percepción científica. El hombre sólo se vuelve naturaleza para sí mismo en la medida en que es capaz de locura. Ésta, como paso espontáneo a la objetividad, es momento constitutivo en el devenir-objeto del hombre. Nos encontramos aquí en el extremo opuesto de la experiencia clásica. La locura, que sólo era el contacto instantáneo del no-ser del error y de la nada de la imagen, conservaba siempre una dimensión por la cual escapaba de la toma objetiva; y cuando, al perseguirla en su esencia más remota, se trataba de cernirla en su estructura última, no se descubría, para formularla, más que el lenguaje mismo de la razón, desplegado en la lógica impecable del delirio: y eso mismo, que la hacía accesible, la esquivaba como locura. Ahora es al revés: a través de la locura, el hombre, hasta en su juicio, podrá devenir verdad concreta y objetiva a sus propios ojos. Del hombre al hombre verdadero, el camino pasa por el hombre loco. Camino cuya geografía exacta nunca será precisada por sí misma por el pensamiento del siglo XIX, pero que será recorrido sin cesar de Cabanis a Ribot y a Janet. La paradoja de la psicología «positiva» en él siglo XIX es que no fuera posible más que a partir del momento de la negatividad: psicología de la personalidad por un análisis del desdoblamiento; psicología de la memoria por las amnesias, del lenguaje por las afasias, de la inteligencia por la debilidad mental. La verdad del hombre sólo se dice en el momento de su desaparición; sólo se manifiesta devenida otra que ya no es ella misma.
Un tercer concepto, surgido también al principio mismo del siglo XIX, encuentra allí el origen de su importancia. La idea de una locura localizada en un punto y que sólo desarrolla su delirio con respecto a un solo tema ya estaba presente en el análisis clásico de la melancolía[1064]: había allí para el médico una particularidad del delirio, no una contradicción. La idea de monomanía, en cambio, está totalmente construida alrededor del escándalo que representa un individuo que está loco respecto a un punto, pero que sigue siendo razonable respecto a todos los demás. Escándalo que multiplican el crimen de los monomaníacos y el problema de la responsabilidad que se les debe imputar. Un hombre en todo lo demás normal comete súbitamente un crimen de un salvajismo desmesurado; de su acto no pueden encontrarse causa ni razón; no hay ventaja, interés ni pasión que lo expliquen: una vez cometido, el criminal vuelve a ser el de antes[1065]. ¿Puede decirse que se trata de un loco? La completa ausencia de determinaciones visibles, el vacío total de razones, ¿nos permiten concluir la sinrazón de quien cometió el acto? La irresponsabilidad se identifica con la imposibilidad de utilizar la voluntad, o sea con un determinismo. Ahora bien, ese acto, no determinado por nada, no puede ser considerado como irresponsable. Pero, a la inversa, ¿es normal que un hecho sea consumado sin razón, fuera de todo lo que podría motivarlo, hacerlo útil para un interés, indispensable para una pasión? Un acto no enraizado en una determinación es insensato.
Esas interrogaciones, planteadas en los grandes procesos penales de principios del siglo XIX, y que han tenido tan profunda repercusión en la conciencia jurídica y médica[1066], quizá llegan al fondo de la experiencia de la locura tal como está constituyéndose. La jurisprudencia anterior no conocía más que las crisis y los intervalos, es decir sucesiones cronológicas, fases de la responsabilidad en el interior de una enfermedad dada. El problema se complica aquí: ¿puede existir una enfermedad crónica que sólo se manifieste en un acto?, o bien ¿puede admitirse que un individuo se convierta súbitamente en otro, y por un instante se enajene de sí mismo? Esquirol ha intentado definir lo que sería esta enfermedad invisible que haría absolver el crimen monstruoso; ha reunido sus síntomas: el sujeto actúa sin cómplice ni motivo; su crimen no siempre concierne a personas conocidas; y una vez consumado, «todo ha terminado para él, su meta fue alcanzada; después del asesinato, queda en calma, y no piensa ya en ocultarse»[1067]. Tal sería la «monomanía homicida». Pero esos síntomas sólo son señales de la locura en la medida en que señalan únicamente el aislamiento del acto, su solitaria improbabilidad; habría una locura que fuera razón de todo salvo de esta cosa que debe explicarse por ella[1068]. Pero si no se admite esta enfermedad, esta brusca otredad, si el sujeto debe ser considerado como responsable, es que hay continuidad entre él y su gesto, todo un mundo de razones oscuras que lo fundan, lo explican y finalmente lo absuelven.
En suma, o bien se quiere que el sujeto sea culpable: es necesario que sea él mismo en su acto y fuera de él, de tal modo que de él a su crimen circulan las determinaciones; pero se supone por ello mismo que no era libre y que, por tanto, era otro que él mismo. O bien se quiere que sea inocente: es necesario que el crimen sea un elemento ajeno e irreductible al sujeto; se supone, pues, una alienación originaria que constituye una determinación suficiente, por tanto una continuidad, por tanto una identidad del sujeto consigo mismo[1069].
Así el loco aparece ahora en una dialéctica, siempre recomendada, del Mismo y del Otro. Mientras que antaño, en la experiencia clásica, se designaba inmediatamente y sin mayor discurso, por su sola presencia, en la separación visible —luminosa y nocturna— del ser y del no-ser, en adelante le vemos portador de un idioma y envuelto en un idioma nunca agotado, siempre retomado, y remitido a sí mismo por el juego de sus opuestos, un idioma en que el hombre aparecía en la locura como ajeno a sí mismo; pero en esta otredad, revela la verdad que es él mismo, y esto indefinidamente, en el movimiento locuaz de la alienación. El loco ya no es el insensato en el espacio separado de la sinrazón clásica; es el alienado en la forma moderna de la enfermedad. En esta locura, el hombre ya no es considerado en una especie de retiro absoluto por relación a la verdad; es allí su verdad y lo contrario de su verdad; es él mismo y otra cosa que él mismo; está allí atrapado en la objetividad de lo verdadero, pero es verdadera subjetividad; está hundido en aquello que lo pierde, pero sólo entrega lo que quiere dar; es inocente porque no es lo que es; es culpable de ser lo que no es.
La gran separación crítica de la sinrazón es remplazada ahora por la proximidad, siempre perdida y siempre recuperada, del hombre y de su verdad.
Parálisis general, locura moral y monomanía no han cubierto, ciertamente, todo el campo de la experiencia psiquiátrica en la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, lo han abierto considerablemente[1070].
Su extensión no sólo significa una reorganización del espacio nosográfico; sino, por debajo de los conceptos médicos, la presencia y el trabajo de una nueva estructura de experiencia. La forma institucional que Pinel y Tuke han esbozado, esta constitución alrededor del loco, de un volumen asilar en que debe reconocer su culpabilidad y librarse de ella, dejar aparecer la verdad de su enfermedad y suprimirla, reanudar su relación con su libertad alienándola en la voluntad del médico, todo esto se vuelve ahora un a priori de la percepción médica. A lo largo del siglo XIX el loco sólo será conocido y reconocido sobre el fondo de una antropología implícita que habla de la misma culpabilidad, de la misma verdad, de la misma alienación.
Pero era necesario que el loco situado ahora en la problemática de la verdad del hombre arrastrara consigo al hombre verdadero y lo ligara a su nuevo destino. Si para el mundo moderno tiene la locura otro sentido que el de ser noche ante el día de la verdad, si en el más secreto idioma que habla es cuestión de la verdad del hombre, de una verdad que es anterior a él, que la funda pero que puede suprimirla, esa verdad sólo se abre al hombre en el desastre de la locura, y escapa de ella desde las primeras luces de la reconciliación. Sólo en la noche de la locura es posible la luz, luz que desaparece al borrarse la sombra que ella disipa. El hombre y el loco están ligados en el mundo moderno más sólidamente quizá de lo que pudiesen estarlo en las poderosas metamorfosis animales antaño iluminadas por los molinos incendiados del Bosco: están atados por ese vínculo impalpable de una verdad recíproca e incompatible; se dicen uno al otro esta verdad de su esencia que desaparece al haber sido dicha por el uno al otro. Cada luz se extingue con el día que ha hecho nacer, y por ello se encuentra de vuelta a aquella noche que ella desgarraba, que, sin embargo, la había llamado y que ella, tan cruelmente, manifestaba. En nuestra época, el hombre no tiene verdad más que en el enigma del loco que él mismo es y no es; cada loco lleva y no lleva en sí esta verdad del hombre a quien pone al desnudo en la recaída de su humanidad.
El asilo edificado por los escrúpulos de Pinel no ha servido de nada y no ha protegido al mundo contemporáneo de la gran oleada de la locura. O, antes bien, ha servido y ha servido bien. Si ha liberado al loco de la inhumanidad de sus cadenas, ha encadenado al loco el hombre y su verdad. Desde ese día, el hombre tiene acceso a sí mismo como ser verdadero; pero este ser verdadero sólo le es dado en la forma de la alienación.
En nuestra ingenuidad, quizás imaginamos haber descrito un tipo psicológico, el loco, a través de 150 años de su historia. Nos vemos obligados a admitir que, al hacer la historia del loco, hemos hecho la historia —no, ciertamente, al nivel de una crónica de los descubrimientos, ni de una historia de las ideas, sino siguiendo el encadenamiento de las estructuras fundamentales de la experiencia—, la historia de lo que ha hecho posible la aparición misma de una psicología. Y por ello entendemos un hecho cultural propio del mundo occidental desde el siglo XIX: ese postulado general definido por el hombre moderno, pero que se lo devuelve bien: el ser humano no se caracteriza por cierta relación con la verdad; sino que guarda, como si le perteneciera por derecho propio, a la vez manifiesta y oculta, una verdad.
Dejemos que el idioma siga su inclinación: el homo psychologicus es un descendiente del homo mente captus.
Como sólo puede hablar el idioma de la alienación, la psicología sólo es posible, pues, en la crítica del hombre o en la crítica de sí misma.
Siempre, y por su naturaleza, se halla en el cruce de los caminos: profundizar la negatividad del hombre hasta el punto extremo en que se corresponden sin separación el amor y la muerte, el día y la noche, la repetición intemporal de las cosas y la premura de las estaciones que se encaminan… y terminar filosofando a martillazos. O bien ejercitarse en el juego de las repeticiones innecesarias, de los ajustes del sujeto y el objeto, del interior y del exterior, de lo vivido y del conocimiento.
Era necesario, por su origen mismo, que la psicología fuera antes bien esto, sin dejar de negarlo. Inexorablemente forma parte de la dialéctica del hombre moderno en lucha con su verdad, es decir, no agotará nunca lo que es al nivel de los conocimientos verdaderos.
En esos compromisos locuaces de la dialéctica, la sinrazón permanece muda, y el olvido viene de los grandes desgarramientos silenciosos del hombre.
Y sin embargo, otros «perdido su camino, desean haberlo perdido para siempre». Este fin de la sinrazón es, en otra parte, transfiguración.
Hay una región en que, si la sinrazón abandona el cuasi-silencio, ese murmullo de lo implícito en que la mantenía la evidencia clásica, es para recomponerse en un silencio jalonado de gritos, en el silencio de la prohibición, de la vigilia y del desquite.
El Goya que pintaba El patio de los locos sin duda sentiría, enfrente de ese bullicio de carne en el vacío, de esas desnudeces a lo largo de los muros desnudos, alguna cosa que se emparentaba con algo contemporáneo y patético: los oropeles simbólicos que portaban los reyes insensatos dejaban visibles los cuerpos suplicantes, los cuerpos que se ofrecían a las cadenas y los látigos, que contradecían el delirio de los rostros, menos por la miseria de ese despojo que por la verdad humana que surgía de toda esa carne intacta. El hombre del tricornio no está loco por haberse colocado ese desecho sobre su completa desnudez; pero de ese loco del sombrero surge, por la virtud sin lenguaje de su cuerpo musculoso, de su juventud salvaje, maravillosamente delineada, una presencia ya manumitida y libre desde el comienzo de los tiempos, por un derecho de nacimiento. El patio de los locos habla menos de las locuras y de esos rostros extraños que se encuentran en los Caprichos, que de la gran monotonía de esos cuerpos nuevos, renovados en su vigor, y cuyos gestos, si los provocan sus sueños, cantan sobre todo su sombría libertad: su lenguaje está próximo al mundo de Pinel.
El Goya de los Disparates y de la Casa del sordo se dirige a otra locura. No a la de los locos arrojados en prisión, sino a la del hombre arrojado en su noche. ¿No renueva Goya, por encima de la memoria, los viejos mundos de los encantamientos, de las cabalgatas fantásticas, de las brujas encaramadas sobre las ramas de los árboles muertos? El monstruo que sopla sus secretos en la oreja del Monje, ¿no es pariente del gnomo que fascinaba al San Antonio de Bosch? En un sentido redescubre Goya las grandes y olvidadas imágenes de la locura. Pero son otras para él, y su fascinación, que recubre toda su obra postrera, deriva de otra fuerza. En Bosch y en Brueghel, esas formas nadan del propio mundo; por las fisuras de una extraña poesía, ellas subían de las piedras y de las plantas, surgían del bostezo de un animal; toda la complicidad de la naturaleza no era excesiva para cerrar su ronda. Las formas de Goya nacen de nada: no tienen fondo, en el doble sentido en que no se destacan sino sobre la más monótona de las noches, y en que nada permite adivinar su origen, su término y su naturaleza. Los Disparates carecen de paisaje, de muros, de decoración, y en eso también son diferentes de los Caprichos; no hay una estrella en la noche de esos vampiros humanos que vemos en La manera de volar. ¿Qué árbol sostiene la rama sobre la cual cuchichean las brujas? ¿O vuela esa rama? ¿Hacia qué aquelarre y hacia qué claro? Nada de esto nos habla de un mundo, ni de éste ni del otro. Se trata, desde luego, de ese Sueño de la razón al cual Goya hacía la primera figura «del idioma universal» desde 1797; se trata de una noche que es sin duda esa de la sinrazón clásica, esa triple noche donde se encerraba Orestes. Pero en esa noche el hombre se comunica con lo que tiene de más profundo y solitario. El desierto del San Antonio de Bosch estaba infinitamente poblado: y aunque hubiera surgido de su imaginación, el paisaje que atravesaba Margot la loca estaba surcado por todo un lenguaje humano. El Monje de Goya, con esa bestia cálida sobre la espalda, cuyas patas están sobre sus hombros, y ese hocico que jadea en sus oídos, está solo: ningún secreto se pronuncia. Solamente se presenta la más interior, y al mismo tiempo la más salvaje de las fuerzas: aquella que hace pedazos los cuerpos en el Gran disparate, aquella que se desencadena y revienta los ojos en la Locura furiosa. A partir de allí, los propios rostros se descomponen; ya no es la locura de los Caprichos, que formaba máscaras más verdaderas que la verdad de las figuras; es una locura que está debajo de la máscara, una locura que muerde los rostros, que roe los rasgos de la cara; no hay ya ni ojos ni bocas, sino miradas que vienen de la nada y que se fijan sobre nada (como en la Asamblea de las brujas); o gritos que surgen de hoyos negros (como en la Peregrinación de San Isidro). La locura ha llegado a ser en el hombre la posibilidad de abolir tanto el hombre como el mundo, e incluso esas imágenes que recusan al mundo y deforman al hombre. Es, muy por debajo del sueño, muy por debajo de la pesadilla de la bestialidad, el último recurso: el fin y el comienzo de todo. No que sea una promesa como en el lirismo alemán, sino porque es el equívoco del caos y del apocalipsis: el Idiota, que grita y se retuerce para escapar de la nada que lo aprisiona, ¿es el nacimiento del primer hombre y su primer movimiento hacia la libertad, o la última conclusión del último moribundo?
Esta locura que anuda y divide al tiempo, que curva al mundo sobre el pozo de una noche, esta locura tan extraña a la experiencia que le es contemporánea, ¿no transmite, por medio de aquellos que son capaces de acogerla —Nietzsche y Artaud— las palabras apenas audibles de la sinrazón clásica (donde era cuestión de la nada y de la noche), pero ampliándolas hasta el grito y el furor? Y, al darle por vez primera una expresión, un derecho de ciudadanía y una posición en la cultura occidental, ¿a partir de cuál se hacen posibles todos los retos y el reto total? ¿Devolviéndoles su primitivo salvajismo?
La calma, el paciente lenguaje de Sade también recoge las últimas palabras de la sinrazón, y también les da, para el porvenir, un sentido más lejano. Entre el desgarrado dibujo de Goya, y esa línea ininterrumpida de palabras, cuya rectitud se prolonga desde el primer volumen de Justine hasta el último de Juliette, no hay sin duda nada en común, sino un cierto movimiento, que remontado el curso del lirismo contemporáneo y acallando sus fuentes, redescubre el secreto de la nada de la sinrazón.
En el castillo donde se encierra al héroe de Sade, en los conventos, en los bosques y en los subterráneos donde continúa indefinidamente la agonía de sus víctimas, parece a primera vista que la naturaleza puede desarrollarse en completa libertad. El hombre vuelve a encontrar allí una verdad que había olvidado aunque sea manifiesta: ¿qué deseo, cualquiera que fuese, podía ser contra natura, puesto que ha sido dado al hombre por la propia naturaleza, y le ha sido enseñado por ella en la gran lección de la vida y de la muerte, que no cesa de repetir al mundo? La locura del deseo, los crímenes insensatos, las más irrazonables de las pasiones, son prudencia y razón, puesto que pertenecen al orden de la naturaleza. Todo lo que la moral y la religión, todo lo que una sociedad mal hecha han podido ahogar en el hombre, vuelve a cobrar vida en el castillo de los asesinatos. El hombre allí, finalmente, está en armonía con su naturaleza; o, más bien, por una ética propia de este extraño confinamiento, el hombre ha de velar para mantener sin tacha su fidelidad a la naturaleza: tarea estricta, tarea inagotable de la totalidad: «No conocerás nada, si no has conocido todo; y si eres lo bastante tímido para detenerte con la naturaleza, ésta se te escapará para siempre.» [1071] Inversamente, cuando el hombre habrá herido o alterado a la naturaleza, estará en el hombre reparar el mal por el cálculo de una venganza soberana: «La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales; si la suerte se complace en desarreglar ese plan de las leyes generales, toca a nosotros corregir sus caprichos y reparar con nuestro ingenio las usurpaciones de los más fuertes.»[1072] La lentitud del desquite, como la insolencia del deseo, pertenece a la naturaleza. No se encuentra nada en todo aquello que inventa la locura que no sea naturaleza manifestada o naturaleza restaurada.
Pero esto no es, en el pensamiento de Sade, sino el primer momento: la irónica justificación racional y lírica, la gigantesca copia de Rousseau. A partir de esa demostración por el absurdo de la inanidad de la filosofía contemporánea y de toda su verborrea sobre el hombre y la naturaleza, las verdaderas decisiones van a ser tomadas: decisiones que son otras tantas rupturas, en las cuales queda abolido el lazo del hombre con su ser natural[1073]. La famosa Sociedad de los amigos del crimen, el proyecto de Constitución de Suecia, cuando se les despoja de sus referencias al Contrato social, y a los proyectos de Constitución de Córcega y Polonia, no establecen otra cosa que el rigor soberano de la subjetividad, al rechazar toda libertad e igualdad naturales: disposición ingobernada del uno por el otro, ejercicio desmesurado de la violencia, aplicación sin límites del derecho de muerte —toda esta sociedad, cuyo solo vínculo es el negarse a aceptar cualquier vínculo, aparece como el despido dado a la naturaleza—; y la sola cohesión que pide a los individuos del grupo no tiene por fin sino proteger, ya no una existencia natural, sino el libre ejercicio de la soberanía por encima y en contra de la naturaleza[1074]. La relación establecida por Rousseau es exactamente inversa; la soberanía no traspone ya la existencia natural; ésta no es más que un objeto para el soberano, aquello que le permite tomar la medida de su total libertad. Seguido hasta el término de su lógica, el deseo no conduce aparentemente sino al redescubrimiento de la naturaleza. En realidad, no hay en Sade, de regreso a la tierra natal, ninguna esperanza de que el primer rechazo de lo social vuelva subrepticiamente a ser el orden arreglado de la felicidad, por una dialéctica de la naturaleza renunciando a sí misma y que se confirma por ello. La locura solitaria del deseo, que todavía para Hegel, como para los filósofos del siglo XVIII, hunde finalmente al hombre en un mundo natural, inmediatamente recogido por un mundo social, para Sade no hace sino arrojarlo a un vacío que domina de lejos a la naturaleza, en una falta total de proporciones y de comunidad, en la inexistencia, siempre recomenzada, del saciarse. La noche de la locura carece entonces de límites; lo que se podía tomar por la violenta naturaleza del hombre no era sino el infinito de la no naturaleza.
Aquí está la causa de la gran monotonía de Sade: a medida que avanza, las decoraciones se borran; las sorpresas, los incidentes, los vínculos patéticos o dramáticos de las escenas desaparecen. Lo que era aún peripecia en Justine —acontecimiento sufrido, por lo tanto nuevo— llega a ser en Juliette un juego soberano, siempre triunfante, sin negatividad, y cuya perfección es tal que su novedad no puede ser sino similitud de él mismo. Como en Goya, no hay ya fondo de estos Disparates meticulosos. Y sin embargo, en esta falta de decoración, que puede ser igualmente noche total o día absoluto (no hay sombra en Sade), se avanza lentamente hacia un término: la muerte de Justine. Su inocencia había agotado hasta al deseo de burlarla. No se puede decir que el crimen no había llegado al término de su virtud; hay que decir, inversamente, que su virtud natural la había llevado al punto de haber agotado todas las maneras posibles de ser objeto del crimen. En ese punto, y cuando el crimen no puede hacer otra cosa que expulsarla del dominio de su soberanía (Juliette expulsa a su hermana del castillo de Noirceuil), es cuando la naturaleza, tantas veces dominada, burlada y profanada[1075], a su vez se somete enteramente a lo que la contradecía: a su vez, ella enloquece, y allí, por un instante, pero sólo por un instante, restaura su total potencia. La tormenta que se desencadena, el rayo que hiere y consume a Justine, es la naturaleza convertida en subjetividad natural. Esta muerte, que parece escapar del reino insensato de Juliette, le pertenece más que cualquiera otra; la noche de la tormenta, el relámpago y el rayo, indican suficientemente que la naturaleza se desgarra, que ha llegado al extremo de su disensión, y que deja ver en ese rasgo de oro una soberanía que es ella misma, y ajena a ella: es la de un corazón en locura que ha alcanzado en su soledad los límites del mundo que la lacera; lo vuelve contra él mismo, y lo hace en el momento en que, por haberlo dominado tan bien, tiene derecho a identificarse con él. Este rayo que dura un instante que la naturaleza ha sacado de sí misma para herir a Justine, hace lo mismo con la larga existencia de Juliette, que también desaparece sin dejar ni huellas ni cadáver, ni nada sobre lo que la naturaleza pueda readquirir sus derechos. La nada de la sinrazón donde se había callado para siempre el lenguaje de la naturaleza se ha convertido en violencia de la naturaleza, y esto es así hasta la abolición soberana de sí misma[1076].
En Sade, como en Goya la sinrazón continúa velando en su noche; pero, por esta vigilia, se une con jóvenes poderes. El no-ser que era se convierte en poder de anonadar. A través de Goya y de Sade, el mundo occidental ha adquirido la posibilidad de ir más allá de la razón con la violencia, y de volver a encontrar la experiencia trágica por encima de las promesas de la dialéctica.
Después de Sade y Goya, y desde entonces, la sinrazón pertenece a lo que hay de decisivo, para el mundo moderno, en toda obra: es decir, a lo que toda obra tiene a la vez de homicida y de obligatorio.
La locura de Tasso, la melancolía de Swift, el delirio de Rousseau, pertenecen a sus obras de la misma manera que sus obras les pertenecen. Aquí en los textos, allá en la vida de los hombres, habiaba la misma violencia o la misma amargura; ciertamente las visiones se intercambiaban; el lenguaje y el delirio se entrelazaban. Pero hay algo más: la obra y la locura estaban, dentro de la experiencia clásica, ligadas más profundamente y en otro nivel: paradójicamente, esto acontecía en el sitio donde se limitaban mutuamente. Existía una región donde la locura se enfrentaba a la obra, la reducía irónicamente, y hacía de su paisaje imaginario un mundo patológico de fantasmas; el lenguaje no pertenecía a la obra, sino al delirio. E inversamente, el delirio se escapaba de su flaca realidad de locura, cuando era presentado como obra. Pero en este mismo confrontamiento, no había reducción de la una por la otra, sino más bien (recordemos a Montaigne), descubrimiento de la incertidumbre central de la que nace la obra, en el momento en que termina de nacer, y se vuelve obra verdaderamente. En ese afrontamiento, del cual dan testimonio Swift y Tasso después de Lucrecio —y al que en vano se trataba de dividir en intervalos lúcidos y en crisis—, se descubría una distancia en que la misma verdad de la obra se volvía problemática: ¿Es obra o locura? ¿Inspiración o fantasma? ¿Charlatanería espontánea de las palabras, u origen puro de un lenguaje? ¿Debe buscarse su verdad, antes de su nacimiento, en la pobre verdad de los hombres, o descubrirla, más allá de su origen, en el ser que aparenta? La locura del escritor, era, para los otros, la oportunidad de ver nacer y renacer incesantemente, en los desalientos de la repetición y de la enfermedad, la verdad de la obra. La locura de Nietzsche, la locura de Van Gogh o la de Artaud, pertenecen a su obra, tan profundamente como otros elementos, pero de otro modo completamente diferente. La frecuencia en el mundo moderno de las obras donde se exhibe la locura no prueba nada sin duda sobre la razón de ese mundo, sobre el sentido de las obras, ni aún sobre las relaciones que se anudan y se desanudan entre el mundo real y los artistas que han producido las obras. Esta frecuencia, sin embargo, hay que tomarla en serio, como una pregunta insistente; desde Hólderlin y Nerval, el número de escritores, pintores y músicos que han «naufragado» en la locura se ha multiplicado; pero no nos engañemos; entre la locura y la obra no ha habido un acomodo, un intercambio constante, ni tampoco comunicación de lenguajes; su afrontamiento es más peligroso que antaño; y ahora, cuando se enfrentan, no perdonan; su juego es de vida y muerte. La locura de Artaud no se desliza entre los intersticios de su obra; ella está precisamente en la falta de obra, en la presencia repetida de esta ausencia, en su vacío central, sentido y medido en todas sus dimensiones, que no tienen final. El último grito de Nietzsche, proclamándose a la vez Cristo y Dionisos, no es, en los confines de la razón y de la sinrazón, en la línea de fuga de la obra, el sueño común a ambas, finalmente alcanzado e inmediatamente desaparecido, de una reconciliación entre «los pastores de Arcadia y los pescadores del Tiberiades»; es, más bien, el aniquilamiento de la obra, a partir del cual se vuelve imposible, y le es preciso a Nietzsche callarse; en ese momento, el martillo cae de las manos del filósofo. Y Van Gogh sabía bien que su obra y su locura eran incompatibles, él que no quería pedir «el permiso para hacer unos cuadros a los médicos».
La locura es absoluta ruptura de la obra; forma el momento constitutivo de una abolición, que funda en el tiempo la verdad de la obra; dibuja el borde exterior, la línea de derrumbe, el perfil recortado contra el vacío. La obra de Artaud resiente dentro de la locura su propia ausencia; pero esta prueba, el valor recomenzado de esta prueba, sus palabras arrojadas contra una ausencia fundamental de lenguaje, todo el espacio de sufrimiento físico y de terror que rodea al vacío, o mejor dicho, que coincide con él, he aquí la verdadera obra: la ascensión sobre el abismo de la ausencia de la obra. La locura no es ya el espacio de indecisión donde existía el riesgo de que se transportara la verdad originaria de la obra, sino la decisión irrevocable a partir de la cual cesa y supera para siempre la historia. Poco importa el día exacto del otoño de 1888 en el que Nietzsche se volvió definitivamente loco, y a partir del cual sus textos pertenecen ya no a la filosofía sino a la psiquiatría: todos ellos, incluso la carta postal a Strindberg, pertenecen a Nietzsche, y todos están cercanamente emparentados con El origen de la tragedia. Pero no hay que pensar en esta continuidad al nivel de un sistema, de una temática, ni siquiera de una existencia: la locura de Nietzsche, es decir, el derrumbe de su pensamiento, es el elemento que hace que su pensamiento se abra hacia el mundo moderno. Lo que le hacía imposible, lo hace contemporáneo; lo que le quitaba a Nietzsche, es lo que nos ofrece. Esto no quiere decir que la locura sea la única lengua común a la obra y al mundo moderno (peligro del patetismo de las maldiciones, peligro inverso y simétrico del psicoanálisis); pero eso quiere decir que, merced a la locura, una obra que parezca sumergirse en el mundo; revelar su falta de sentido, y transfigurarse bajo los solos rasgos de lo patológico, en el fondo arrastra tras ella el tiempo del mundo, lo domina y lo conduce; por la locura que la interrumpe, una obra abre un vacío, un tiempo de silencio, una pregunta sin respuesta, y provoca un desgarramiento sin reconciliación, que obliga al mundo a interrogarse. Lo que existe necesariamente de profanación en una obra se revuelve, y en el tiempo de esta obra derrumbada por la locura, el mundo resiente su culpabilidad. De ahora en adelante, y por medio de la locura, es el mundo el que se convierte en culpable (por vez primera en Occidente) con respecto a la obra; helo aquí interrogado por ella, obligado a ordenarse en su lenguaje, señalado por ella para una tarea de reconocimiento, de reparación; a la tarea de dar razón de esta sinrazón y a esta sinrazón. La locura donde se abisma la obra es el espacio de nuestro trabajo, es el camino infinito para llegar al término, es nuestra vocación conjunta de apóstol y de exégeta. Es por eso por lo que importa poco saber cuándo se ha insinuado en el orgullo de Nietzsche, en la humildad de Van Gogh, la voz primaria de la locura. No hay locura sino en el último instante de la obra, pues ésta la rechaza indefinidamente a sus confines; allí donde hay obra, no hay locura; y sin embargo, la locura es contemporánea de la obra, puesto que inaugura el tiempo de su verdad. El instante en el cual conjuntamente nacen y se realizan la obra y la locura es el principio del tiempo en que el mundo se halla designado por esta obra, y responsable de lo que está enfrente de ella. Astuto y nuevo triunfo de la locura: el mundo, que creía medirla y justificarla por la psicología, debe justificarse ante ella, puesto que en sus esfuerzos y en sus debates, él se mide en la medida de obras como la de Nietzsche, de Van Gogh, de Artaud. Y nada en él, sobre todo aquello que puede conocer de la locura, le da la seguridad de que esas obras de locura lo justifican.