IV. NACIMIENTO DEL ASILO
SE CONOCEN las imágenes. Son familiares en todas las historias de la psiquiatría, en las cuales tienen por función la de ilustrar esa edad feliz en la que la locura finalmente es reconocida y tratada según una verdad ante la cual los hombres habían permanecido ciegos durante mucho tiempo.
La respetable Sociedad de los Cuáqueros… ha deseado asegurar a aquellos de sus miembros que tengan la desgracia de perder la razón sin tener una fortuna suficiente para recurrir a los establecimientos dispendiosos, todos los recursos del arte y todas las dulzuras de la vida compatibles con su estado; una suscripción voluntaria ha aportado los fondos, y desde hace aproximadamente dos años, ha sido fundado un establecimiento que reúne grandes ventajas con toda la economía posible cerca de la ciudad de York. Si el alma se encoge un momento ante el aspecto de esta terrible enfermedad que parece hecha para humillar a la razón humana, se sienten a continuación dulces emociones al considerar todo lo que una benevolencia ingeniosa ha sabido inventar para curarla y aliviarla.
«Esta casa está situada a una milla de York, en medio de una campiña fértil y sonriente; no da la idea de una prisión, sino más bien la de una gran granja rústica; está rodeada de un gran jardín cerrado. No hay barrotes, ni rejas en las ventanas.»[969]
En cuanto a la liberación de los alienados de Bicétre, existe un célebre relato: la decisión tomada de quitar las cadenas a los prisioneros de los calabozos; Couthon visitando el hospital para saber si no se esconden allí sospechosos; Pinel, dirigiéndose valerosamente a encontrarlo, mientras que los demás temblaban de miedo a la vista «del inválido conducido en brazos de unos hombres». Confrontación del filántropo prudente y firme con el monstruo paralítico. «Pinel lo condujo inmediatamente a la sección de los agitados y la vista de las celdas lo impresionó penosamente. Quiso interrogar a todos los enfermos. No recibió de la mayoría sino injurias y apóstrofes groseros. Era inútil prolongar la investigación por más tiempo. Volviéndose hacia Pinel, dijo: “¡Caramba, ciudadano! ¿Es que tú mismo estás loco, para querer desencadenar a semejantes animales?”. Pinel le respondió con calma: “Ciudadano, tengo la convicción de que si los alienados son tan intratables, es porque se les priva de aire y de libertad”. “¡Y bien! Haz lo que quieras, pero temo que vas a ser víctima de tu presunción”. En seguida, Couthon fue transportado hasta su coche. Su partida fue un alivio; la gente respiró; el gran filántropo se puso a trabajar inmediatamente.»[970]
Éstas son imágenes, por lo menos en la medida en que los dos relatos toman lo esencial de su fuerza de las formas imaginarias: la calma patriarcal de la casa de Tuke, donde se apaciguan lentamente las pasiones del corazón y los desórdenes del espíritu; la lúcida firmeza de Pinel, que domina con una sola palabra y un solo ademán los dos furores animales que rugen contra él y lo acechan; y esa sabiduría que ha sabido discernir en dónde estaba el verdadero peligro, entre los locos furiosos o en el sanguinario asambleísta: imágenes que llevarán lejos —hasta nuestros días— el peso de su leyenda.
Inútil recusar esas imágenes. Quedan muy pocos documentos aún válidos. Y además, son demasiado densas en su ingenuidad para no revelar mucho de lo que no dicen. En la sorprendente profundidad de cada una, habría que poder descifrar a la vez la situación concreta que ocultan, los valores míticos que ofrecen por verdad, y que han transmitido; y finalmente la operación real que se ha hecho y de la cual no ofrecen ellas más que una traducción simbólica.
Y, para empezar, Tuke es cuáquero, miembro activo de una de esas innumerables «Sociedades de amigos» que se han desarrollado en Inglaterra desde fines del siglo XVII.
La legislación inglesa, como hemos visto, tiende cada vez más, en el curso de la segunda mitad del siglo XVIII, a favorecer la iniciativa privada en el dominio de la asistencia[971]. Se organizan especies de grupos de seguridad, se favorecen las asociaciones de socorro. Ahora bien, por razones a la vez económicas y religiosas, desde hace más de un siglo los cuáqueros han desempeñado ese papel, y, originalmente, contra la opinión del gobierno. «No damos dinero a los hombres vestidos de negro para asistir a nuestros pobres, para enterrar a nuestros muertos, para predicar a nuestros fieles: esas santas tareas nos son demasiado caras para descargarlas sobre otros.» [972] Puede comprenderse que, en las condiciones nuevas de fines del siglo XVIII, haya sido aprobada una ley en 1793 para «el fomento y el sostén de las sociedades amistosas»[973]. Se trata de esas asociaciones, cuyo modelo y cuya inspiración, a menudo, han sido tomados de los cuáqueros y que, por sistemas de colectas y de donaciones, reúnen fondos para aquellos de sus miembros que se encuentran en la necesidad, caen enfermos o quedan inválidos. El texto de la ley precisa que pueden esperarse de esas instituciones «efectos muy benéficos, ayudando a la dicha de los individuos, y haciendo disminuir al mismo tiempo el fardo de las cargas públicas». Cosa importante: se dispensa a los miembros de esas sociedades del «Removal» por el cual una parroquia puede y debe desentenderse de un indigente o de un enfermo pobre, si no es originario del lugar, enviándolo a su parroquia de origen. Debe notarse que esta medida del «Removal», establecida por la Settlement Act, debía ser abolida en 1795 [974] y que se prevé la obligación, para una parroquia, de hacerse cargo de un enfermo pobre que no le pertenezca si su transporte puede ser peligroso. Tenemos allí el cuadro jurídico del singular conflicto que ha hecho nacer el Retiro.
Puede suponerse, por otra parte, que los cuáqueros pronto se han mostrado muy vigilantes en lo que concierne a los cuidados y a la asistencia que debe prestarse a los insensatos. Desde el principio, se las habían visto con las casas de internamiento; en 1649, George Fox y uno de sus compañeros habían sido enviados, por orden del juez, al establecimiento de corrección de Darby, para recibir allí latigazos y ser encerrados durante seis meses por blasfemos[975]. En Holanda, los cuáqueros fueron encerrados varias veces en el hospital de Rotterdam[976]. Y ya sea que haya transcrito una frase escuchada entre ellos, sea que les haya prestado una opinión corriente respecto a ellos, Voltaire hace decir a su cuáquero, en las Cartas Filosóficas, que el soplo que les inspira no necesariamente es la Palabra misma de Dios, sino, a veces, la verborrea insensata de la sinrazón: «No podemos saber si un hombre que se levanta para hablar será inspirado por el espíritu o por la locura.» [977] En todo caso, los cuáqueros, como muchas sectas religiosas de fines del siglo XVII y principios del XVIII, han quedado atrapados en el gran debate de la experiencia religiosa y de la sinrazón[978]; para los otros, para ellos mismos quizá, ciertas formas de esta experiencia estaban en el equívoco del buen sentido y de la locura; y, sin duda, en cada momento les ha sido necesaria la separación del uno y de la otra, mientras afrontaban el reproche de alienación que no dejaba de hacérseles. De allí, probablemente, el interés, un poco desconfiado, que las Sociedades de Amigos han mostrado hacia el tratamiento de los locos en las casas de internamiento. En 1791, una mujer que pertenece a la secta es colocada en «un establecimiento para insensatos, en la cercanía de la ciudad de York». La familia, que vive lejos de allí, encarga a los Amigos velar sobre su suerte. Pero la dirección del asilo rechaza las visitas, con el pretexto de que el estado de la enferma no le permite recibirlas. Algunas semanas después, la mujer muere. «Este acontecimiento lamentable suscitó, naturalmente, reflexiones sobre la situación de los insensatos y sobre las mejoras que podrían adoptarse a los establecimientos de ese género. En particular, se comprendió que habría una ventaja muy especial para la Sociedad de Amigos si poseyera una institución de ese género, sobre la cual ella misma velaría, y donde podría aplicar un tratamiento más apropiado que el que se practica de ordinario.»[979] Tal es el relato hecho por Samuel Tuke, veinte años después.
Es fácil sospechar que se trata de esos numerosos incidentes a los cuales dio margen la ley de Settlement. Una persona, sin muchos recursos, cae enferma lejos de su casa; la ley exige que se la envíe de regreso. Pero su estado, y quizá los gastos de transporte, obligan a guardarla en otra parte. Situación en parte ilegal, que sólo el peligro inmediato puede justificar y que, por cierto, en el caso presente ha debido ser legalizada por una orden de internamiento firmada por el juez de paz. Pero, fuera del asilo en que la enferma se halla, ninguna asociación de caridad, excepto la de la parroquia de origen, tiene el derecho de acudir en su ayuda. En suma, un pobre que cae gravemente enfermo fuera de su parroquia queda expuesto a lo arbitrario de un internamiento que nadie puede controlar. Contra ello se levantan las sociedades de beneficencia, que obtendrán el derecho de levantar en el lugar mismo a aquellos de sus miembros que caigan enfermos, de acuerdo con la ley de 1793, diez años después del incidente de que habla Samuel Tuke. Así pues, hay que comprender ese proyecto de una casa privada, pero colectiva, destinada a los insensatos, como una de las muchas protestas contra la antigua legislación sobre pobres y enfermos. Por cierto, las fechas son claras, aun si Samuel Tuke se guarda bien de mencionarlas, en su afán de dejar todo el mérito de la empresa a la sola generosidad privada. En 1791, el proyecto de los cuáqueros de York; a principios de 1793, la ley que decide alentar a las sociedades amistosas de beneficencia, y dispensarlas del «Removal»: la asistencia pasa así de la parroquia a la empresa privada. En este mismo año de 1793, los cuáqueros de York lanzan una suscripción, y aprueban con su voto el reglamento de la sociedad; al año siguiente, deciden comprar un terreno. En 1795, la Settlemcnt Act queda oficialmente abolida; la construcción del Retiro comienza, y la casa podrá funcionar desde el año siguiente. La empresa de Tuke se inscribe exactamente en la gran reorganización legal de la asistencia a fines del siglo XVIII, en esta serie de medidas por las cuales el Estado burgués inventa, para sus propias necesidades, la beneficencia privada.
El hecho que ha provocado en Francia la liberación de los «encadenados de Bicétre» es de otra naturaleza, y las circunstancias históricas son mucho más difíciles de determinar. La ley de 1790 había previsto la creación de grandes hospitales destinados a los insensatos. Pero ninguno de ellos existía aún en 1793. Bicétre había sido convertido en «casa de los pobres»; se encontraban allí, aún confusamente mezclados, como antes de la Revolución, indigentes, ancianos, condenados y locos. A toda esta población tradicional se añade la que ha sido enviada allí por la Revolución. Primero, los detenidos políticos. Piersin, vigilante de los locos de Bicétre, escribe a la Comisión de las administraciones civiles, el 28 Brumario, año III, es decir, en el curso mismo de la visita de Pinel: «En mi empleo siempre hay detenidos, aun para el tribunal revolucionario.» [980] En seguida, los sospechosos que se ocultan. Bicétre ha sido utilizado, por las mismas razones que la pensión Belhomme, la Casa Douai o Vernet[981], como guarida para sospechosos. Bajo la Restauración, cuando habrá que olvidar que Pinel había sido médico de Bicétre durante el Terror, se le elogiará por haber protegido allí aristócratas o sacerdotes; «Pinel ya era médico de Bicétre cuando, en una época de dolorosa memoria, se llegó a pedir a esta casa de detención su tributo para la muerte. El Terror la había llenado de sacerdotes y de emigrados que habían vuelto; el señor Pinel se atrevió a oponerse a la extradición de un gran número de ellos, pretextando que eran alienados. Se insistió; su oposición se redobló. Pronto tomó un carácter de fuerza que se impuso a los verdugos, y la energía de un hombre ordinariamente tan dulce y conciliador salvó la vida a un gran número de víctimas, entre las cuales se cita al prelado que ocupa en este momento una de las principales sedes de Francia»[982]. Pero también hay que tener en cuenta otro hecho: que Bicétre se había convertido, durante la Revolución, en el centro principal de hospitalización para los insensatos. Desde las primeras tentativas de aplicar la ley de 1790, se había enviado allí a los locos liberados de los manicomios; luego, poco después, a los alienados que llenaban las salas del Hótel-Dieu[983]. Hasta tal punto que, por la fuerza de las cosas más que por un proyecto reflexionado, Bicétre había heredado esta función médica que había subsistido a través de la época clásica, sin confundirse con el internamiento, y que había hecho del Hótel-Dieu el único hospital parisiense en que de manera sistemática se intentara la curación de los locos. Lo que el Hótel-Dieu no había dejado de hacer desde la Edad Media, Bicétre quedó encargado de hacerlo, en el cuadro de un internamiento más confuso que nunca; por primera vez, Bicétre se vuelve un hospital en que los alienados reciben cuidados hasta su curación: «Desde la Revolución, la administración de los establecimientos públicos ni aún considera el encierro de los locos en un hospicio libre, a menos que sean nocivos y peligrosos en sociedad; no quedan allí más que durante el tiempo que están enfermos, y en cuanto se ha asegurado su perfecta curación, se les hace volver al seno de sus familias o de sus amigos. Existe la prueba, en la salida general de todos aquellos que habían recobrado el sentido, y aun de aquellos que habían sido encerrados de por vida por el Parlamento presente; la administración había considerado su deber no tener encerrados más que a los locos que no estuvieran en estado de gozar de la libertad.» [984] La función médica se introduce claramente en Bicétre; ahora se trata de revisar con mayor detenimiento todos los internamientos por demencia que hayan podido ser decretados en el pasado[985]. Y, por primera vez en la historia del hospital general, se nombra para las enfermerías de Bicétre a un hombre que ya ha adquirido cierta reputación en el conocimiento de las enfermedades del espíritu[986]; la designación de Pinel prueba por sí sola que la presencia de los locos en Bicétre ya se había convertido en un problema médico.
Sin embargo, no se puede dudar de que también era un problema político. La certeza de que se habían internado inocentes entre los culpables, gentes de razón entre los locos furiosos, formaba parte desde hacía largo tiempo de la mitología revolucionaria: «Bicétre encierra seguramente criminales, canallas, hombres feroces… pero también, hay que convenir en ello, contiene una multitud de víctimas del poder arbitrario, de la tiranía de las familias, del despotismo paterno… las mazmorras nos ocultan hombres, iguales nuestros y hermanos nuestros, a quienes se niega el aire, y que sólo ven la luz por estrechos tragaluces»[987]. Bicétre, prisión de la inocencia, obsesiona la imaginación, como poco antes la Bastilla: «Los delincuentes, durante la matanza de las prisiones, se introducen violentamente en el hospicio de Bicétre, con el pretexto de libertar ciertas víctimas que la antigua tiranía trataba de confundir con los alienados. Armados, van de cuarto en cuarto; interrogan a los detenidos, y pasan adelante si la alienación es manifiesta. Pero uno de los reclusos detenidos en cadenas fija su atención, por frases llenas de buen sentido y de razón, y por las quejas más amargas. ¿No era odioso que se le retuviera en cadenas y que se le confundiera con otros alienados?… Desde entonces, entre esta tropa armada corren murmullos violentos, y gritos de imprecación contra el encargado del hospital; se le obliga a dar cuenta de su conducta.»[988] Bajo la Convención, nuevas obsesiones. Bicétre sigue siendo una inmensa reserva de temores; pues se ve allí un refugio de sospechosos, aristócratas que se ocultan bajo los harapos de los pobres, agentes extranjeros que allí se confabulan, disimulados por una falsa alienación. También allí hay que denunciar la locura para que salga a luz la inocencia, pero también para que aparezca la duplicidad. Así, en esos temores que rodean a Bicétre a lo largo de toda la Revolución, y que en los límites de París forman una especie de fuerza temible y misteriosa, donde el enemigo se mezcla inexplicablemente con la sinrazón, la locura desempeña, alternativamente, dos papeles enajenantes: aliena a aquel que es juzgado como loco sin serlo, pero también puede alienar a aquel que se cree a salvo de la locura; tiraniza o engaña; elemento peligroso intermedio entre el hombre razonable y el loco, que puede alienar al uno como al otro y que, para ambos, amenaza el ejercicio de su libertad. De todas maneras, debe ser desenmascarada, de modo que la verdad y la razón sean restituidas a su propio juego.
En esta situación un poco confusa —red tupida de condiciones reales y de fuerzas imaginarias— es difícil precisar el papel de Pinel. Se ha hecho cargo de sus funciones el 25 de agosto de 1793. Puede suponerse que su reputación de médico ya era grande, que se le había escogido precisamente para «desenmascarar» la locura, para tomar su medida médica exacta, liberar las víctimas y denunciar a los sospechosos; fundar, en fin, con todo rigor, este internamiento de la locura, cuya necesidad se conoce, pero cuyos peligros se experimentan. Por otra parte, los sentimientos de Pinel eran lo bastante republicanos para que no se le pudiera temer que mantuviera encerrados a los prisioneros del antiguo poder, ni que favoreciera a quienes perseguía el nuevo. En un sentido puede decirse que Pinel se ha encontrado investido de un extraordinario poder moral. En la sinrazón clásica, no había incompatibilidad entre la locura y la simulación, ni entre la locura reconocida desde el exterior y la locura objetivamente asignada; por el contrario, de la locura a sus formas ilusorias y a la culpabilidad que bajo ellas se oculta, había, antes bien, como un vínculo esencial de pertenencia. Pinel habrá de desanudarlo políticamente, y de operar una separación que ya no dejará aparecer más que una sola unidad rigurosa: la que envuelve, para el conocimiento discursivo, la locura, su verdad objetiva y su inocencia. Habrá que limpiarla de todas esas franjas de no-ser en que se desplegaban los juegos de la sinrazón, y donde era aceptada, así como no-locura perseguida, o como no-locura disimulada, sin por ello dejar nunca de ser locura.
En todo ello, ¿cuál es el sentido de la liberación de los «encadenados»? ¿Era la aplicación pura y simple de las ideas que habían sido formuladas desde hacía varios años, y que formaban parte de esos programas de reorganización, de los cuales el proyecto de Cabanis es el mejor ejemplo, un año antes de la llegada de Pinel a Bicétre? Quitar sus cadenas a los alienados de las mazmorras es abrirles el dominio de una libertad que, al mismo tiempo, será la de una verificación, es dejarles aparecer en una objetividad que ya no será velada ni en las persecuciones ni en los furores que les responden; es constituir un campo asilario puro, tal como lo definía Cabanis, y que la Convención, por razones políticas, trataba de ver establecido. Pero también puede pensarse que, al hacerlo, Pinel disimulaba una operación política de sentido inverso: liberando a los locos, los mezclaba más con toda la población de Bicétre, haciéndola más confusa e inexplicable, suprimiendo todas las normas que habrían podido permitir una separación. ¿No era, por cierto, el afán constante de la administración de Bicétre, en el curso de este periodo, impedir esas separaciones que reclamaban las autoridades políticas[989]? El hecho es que Pinel fue desplazado y nombrado para la Salpétriére, el 13 de mayo de 1795, varios meses después de Termidor, en el momento de la pacificación política[990].
Sin duda es imposible saber con certeza lo que se proponía hacer Pinel cuando decidió la liberación de los alienados. Poco importa; lo esencial está justamente en esta ambigüedad que caracterizará toda la secuencia de su obra y el sentido mismo que toma en el mundo moderno: constitución de un dominio en que la locura debe aparecer en una verdad pura, a la vez objetiva e inocente, pero constitución de ese dominio sobre un modo ideal, siempre indefinidamente diferido, en que cada una de las figuras de la locura se mezcla con la no-locura en una proximidad indiscernible. Lo que la locura gana en precisión en su diseño científico lo pierde en vigor en la percepción concreta. El asilo en que debe unirse en su verdad no permite distinguirla de aquello que no es su verdad. Cuanto más objetiva, menos cierta. El gesto que la libera para verificarla es al mismo tiempo la operación que la disemina y que la oculta en todas las formas concretas de la razón.
La obra de Tuke ha sido llevada por todo el reajuste de la asistencia en la legislación inglesa a fines del siglo XVIII; la de Pinel, por toda la ambigüedad de la situación de los locos en el momento de la Revolución. Pero no se trata de disminuir su originalidad. En sus obras hubo un poder de decisión que no se puede reducir, y que aparece claramente —apenas traspuesto— en los mitos que han transmitido su sentido.
Era importante que Tuke fuese cuáquero. No menos importante que el Retiro fuese una casa de campo. «El aire es sano, mucho más puro de humo que en los lugares próximos a las ciudades industriales»[991]. La Casa se abre, con ventanas sin rejas, sobre un jardín. Como «está situada sobre una eminencia, domina un paisaje muy agradable, que se extiende por el sur hasta donde alcanza la vista, sobre una planicie fértil y arbolada…». En las tierras vecinas se practican los cultivos y la recría de animales. El jardín «produce en abundancia frutos y legumbres; al mismo tiempo, ofrece a muchos enfermos un sitio agradable para el recreo y el trabajo»[992]. El ejercicio al aire libre, los paseos regulares, el trabajo en el jardín y en el huerto siempre tienen un efecto benéfico «y son favorables a la curación de los locos». Hasta ha ocurrido que algunos enfermos «queden curados por el solo viaje que les llevaba al Retiro y los primeros días de reposo que habían tenido la oportunidad de disfrutar»[993]. Todas las potencias imaginarias de la vida sencilla, de la dicha del campo, del retorno de las estaciones, son convocadas para presidir la curación de la locura. Y es que la locura, según las ideas del siglo XVIII, es una enfermedad no de la naturaleza ni del hombre mismo, sino de la sociedad; emociones, incertidumbre, agitación, alimentación artificial: otras tantas causas de locura admitidas por Tuke, como por sus contemporáneos. Producto de una vida que se aparta de la naturaleza, la locura nunca es más que del orden de las consecuencias; no pone en cuestión lo que es esencial en el hombre, y que es su pertenencia inmediata a la naturaleza. Deja intacto como un secreto provisionalmente olvidado esta naturaleza del hombre, que es al mismo tiempo su razón. Llega a ocurrir que ese secreto reaparezca en condiciones extrañas, como si se introdujera subrepticiamente, al azar de una nueva perturbación. Samuel Tuke cita el caso de una joven caída en un estado de «perfecta idiotez»; había permanecido así, sin remisión, durante largos años, hasta que cayó víctima de una fiebre tifoidea. Ahora bien, a medida que aumentaba la fiebre, se aclaraba el espíritu, haciéndose más límpido y más vivo, y durante toda esta fase aguda en que los enfermos, ordinariamente, son víctimas del delirio, la enferma, por el contrario, estuvo enteramente razonable; reconoció a quienes la rodeaban, recordó acontecimientos pasados a los que no había parecido prestar atención. «Pero ¡ay!, no fue más que una chispa de razón; al disminuir la fiebre, las nubes nuevamente invadieron su espíritu, se hundió en el anterior estado deplorable, y quedó así hasta su muerte, que aconteció unos años después»[994].
Hay allí todo un mecanismo de compensación: en la locura, la naturaleza es olvidada, no suprimida, o antes bien, se ha deslizado del espíritu al cuerpo, de manera que la demencia garantiza en cierto modo una salud sólida; pero que sobrevenga una enfermedad, y la naturaleza, trastornada en el cuerpo, reaparecerá en el espíritu, más pura, más clara que nunca: prueba de que no hay que considerar a los locos como absolutamente privados de razón, sino antes bien evocar en ellos, por todo el juego de similitudes y de proximidades, aquella naturaleza que no puede dejar de estar adormecida bajo la agitación de su locura; las estaciones y los días, la gran planicie de York, esta sabiduría de los jardines en que la naturaleza coincide con el orden de los hombres, deben encantar, hasta su despertar total, a la razón oculta un momento. En esta vida que se impone a los enfermos del Retiro, y que parece no estar guiada más que por una confianza inmóvil, se ha deslizado una operación mágica, en que la naturaleza, se supone, hará triunfar a la naturaleza, por similitud, acercamiento y misteriosa penetración, mientras se encuentra conjurado todo lo que la sociedad ha podido poner en el hombre de contranatura. Y, detrás de todas esas imágenes, comienza a tomar forma un mito, que será una de las grandes formas organizadoras de la psiquiatría del siglo XIX; o sea el mito de las Tres Naturalezas: Naturaleza-Verdad, Naturaleza-Razón y Naturaleza-Salud. En ese juego se desarrolla el movimiento de la alienación y de su curación; si puede suprimirse la Naturaleza-Salud, la Naturaleza-Razón sólo puede estar oculta, en tanto que la Naturaleza como Verdad del mundo permanece indefinidamente adecuada a sí misma. Y es a partir de ella como se podrá despertar y restaurar a la Naturaleza-Razón, cuyo ejercicio, cuando coincide con la verdad, permite la restauración de la Naturaleza-Salud. Y en ese sentido Tuke prefería al término inglés insane la palabra francesa aliené, «porque comporta una idea más justa de ese género de desorden que los términos que implican, en cualquier grado, la abolición de la facultad de pensar»[995].
El Retiro inserta al enfermo en una dialéctica simple de la naturaleza; pero edifica, al mismo tiempo, un grupo social. Y ello de un modo extrañamente contradictorio. En efecto, ha sido fundado por suscripciones, y debe funcionar como sistema de seguro, a la manera de las sociedades de socorro que se desarrollan por la misma época; cada suscriptor puede designar un enfermo por el que se interesa, y que pagará una pensión reducida, en tanto que los otros pagarán toda la tarifa. El Retiro es una coalición contractual, una convergencia de intereses organizados, al modo de una sociedad simple[996]. Pero al mismo tiempo se entretiene con el mito de la familia patriarcal: quiere ser una gran comunidad fraternal de los enfermos y de los vigilantes, bajo la autoridad de los directores y de la administración. Familia rigurosa, sin flaquezas ni complacencias, pero justa, conforme a la gran imagen de la familia bíblica. «El cuidado que los intendentes han puesto en asegurar el bienestar de los enfermos, con todo el celo que pueden aportar los parientes atentos pero juiciosos, ha sido recompensado en muchos casos por una adhesión casi filial.»[997] Y en esta afección común, sin indulgencia pero sin injusticia, los enfermos recobrarán la calma dichosa y la seguridad de una familia en estado puro; serán los hijos de la familia en su idealidad primitiva.
Contrato en familia, intereses bien entendidos y afección natural: el Retiro encierra, confundiéndolos, los dos grandes mitos con los cuales el siglo XVIII había tratado de definir el origen de las sociedades y la verdad del hombre social. Es al mismo tiempo el interés individual que renuncia a sí mismo para encontrarse, y la afección espontánea que la naturaleza hace nacer entre los miembros de una familia, proponiendo así una especie de modelo afectivo e inmediato a toda sociedad. En el Retiro, el grupo humano es devuelto a sus formas más originarias y más puras: se trata de recolocar al hombre en sus relaciones humanas elementales, absolutamente conformes al origen. Ello quiere decir que deben ser, a la vez, rigurosamente fundadas y rigurosamente morales. Así, el enfermo se encontrará de vuelta en ese punto en que la sociedad acaba de surgir de la naturaleza, y donde se consuma en una verdad inmediata que toda la historia de los hombres ha contribuido, después, a confundir. Se supone que se esfumará, entonces, del espíritu alienado, todo lo que la sociedad ha podido colocar allí de artificio, de vana preocupación, de nexos y de obligaciones ajenos a la naturaleza.
Tales son los poderes míticos del Retiro: poderes que dominan el tiempo, rechazan la historia, devuelven el hombre a sus verdades esenciales y lo identifican en lo inmemorial con el Primer Hombre Natural y con el Primer Hombre Social. Todas las distancias que lo separaban de ese ser primitivo han sido borradas, todos los espesores suprimidos; y al término de ese «retiro», bajo la alienación reaparece finalmente lo inalienable, que es naturaleza, verdad, razón y pura moralidad social. La obra de Tuke parecía llevada y explicada por un prolongado movimiento de reforma que la había precedido; lo era, en efecto; pero lo que ha hecho de ella a la vez una ruptura y una iniciación es todo el paisaje mítico del que estuvo rodeada desde su nacimiento, y que ha logrado insertar en el antiguo mundo de la locura y del internamiento. Y por ello, la separación lineal que el internamiento efectuaba entre la razón y la sinrazón, el modo simple de la decisión, han sido sustituidos por una dialéctica, que cobra movimiento en el espacio del mito así constituido. En esta dialéctica, la locura se vuelve alienación, y su curación retorno a lo inalienable; pero lo esencial es un cierto poder que por primera vez toma el internamiento, tal, al menos, el soñado por los fundadores del Retiro; gracias a ese poder, en el momento en que la locura se revela como alienación, y por ese mismo descubrimiento, el hombre es llevado a lo inalienable. Puede establecerse así, en el mito del Retiro, a la vez el procedimiento imaginario de la curación tal como es oscuramente supuesto, y la esencia de la locura tal como va a ser implícitamente transmitida en el siglo XIX:
1° El papel del internamiento es reducir la locura a su verdad.
2° La verdad de la locura es que es ella, menos el mundo, menos la sociedad, menos la contranatura.
3° Esta verdad de la locura es el hombre mismo en lo que puede tener de más primitivamente inalienable.
4° Lo que hay de inalienable en el hombre es a la vez Naturaleza, Verdad y Moral; es decir, la Razón misma.
5° Como el Retiro remite la locura a una verdad que es al mismo tiempo verdad de la locura y verdad del hombre, a una naturaleza que es naturaleza de la enfermedad y naturaleza serena del mundo, el Retiro recibe de allí su poder de curar.
Puede verse por dónde el positivismo podrá levantarse sobre esta dialéctica, donde nada, sin embargo, parece anunciarlo, puesto que todo indica experiencias morales, temas filosóficos, imágenes soñadas del hombre. Pero el positivismo no será más que la contracción de ese movimiento, la reducción de ese espacio mítico; admitirá, para empezar, como evidencia objetiva, que la verdad de la locura es la razón del hombre, lo que invierte por completo la concepción clásica, para la cual la experiencia de la sinrazón en la locura contradice todo lo que puede haber de verdad en el hombre. En adelante, todo dominio objetivo de la locura, todo conocimiento, toda verdad formulada sobre ella, será la razón misma, la razón recobrada y triunfante, el desenlace de la alienación.
En el relato tradicional de la liberación de los encadenados de Bicétre, no se ha establecido con certeza un punto: la presencia de Couthon. Se ha podido decir que su visita era imposible, que debió de haber una confusión entre él y un miembro de la Comuna de París, asimismo paralítico, y que también esta misma parálisis aunada a la siniestra reputación de Couthon ha hecho que confundiesen al uno con el otro[998]. Dejemos de lado ese problema: lo esencial es que la confusión se haya cometido y transmitido, y que se haya impuesto con tal prestigio a la imagen del impedido que retrocede de horror ante los locos y abandona a su destino a «esas bestias». Lo que ocupa el centro de la escena es el paralítico llevado en brazos; es preferible aún que ese paralítico sea un convencional temible, conocido por su crueldad, célebre por haber sido uno de los grandes abastecedores de la guillotina. En consecuencia, será Couthon quien visitará Bicétre, y por un momento será dueño del destino de los locos. Así lo quiere la fuerza imaginaria de la historia.
Lo que en efecto oculta ese extraño relato es un quiasma decisivo en la mitología de la locura. Couthon visita Bicétre para saber si los locos que Pinel desea liberar no son sospechosos. Piensa encontrar una razón que se oculta; encuentra una animalidad que se manifiesta en toda su violencia: renuncia a reconocer allí los signos de la inteligencia y del disimulo; decide abandonar la locura a sí misma y dejarla resolverse en su esencial barbarie. Es allí precisamente donde se produce la metamorfosis: él, Couthon, el revolucionario paralítico, el impedido que decapita, en el momento en que trata a los locos como bestias encarna, sin saberlo y con el doble estigma de su parálisis y de sus crímenes, lo que hay más monstruoso en la inhumanidad. Y porque era necesario que en el mito fuese él y no otro, menos impedido y menos cruel, el encargado de pronunciar las últimas palabras que, por última vez en el mundo occidental, han remitido la locura a su propia animalidad. Cuando abandona Bicétre, llevado en brazos, cree haber entregado los locos a todo lo que puede haber de bestial en ellos, pero en realidad es él quien se halla cargado de esta bestialidad, en tanto que en la libertad que se les ofrece, los locos van a poder mostrar que no habían perdido nada de lo que hay de esencial en el hombre. Cuando ha formulado la animalidad de los locos, los ha dejado libres de moverse, los ha liberado, pero ha revelado en cambio su animalidad, se ha encerrado en ella. Su rabia era más insensata, más inhumana que la locura de los dementes. Asi, la locura ha emigrado al lado de los guardianes; los que encierran a los locos como animales, son ellos los que ahora tienen toda la brutalidad animal de la locura; es en ellos donde aparece la bestia rabiosa, y lo que aparece en los dementes no es más que su confuso reflejo. Se descubre un secreto: que la bestialidad no residía en el animal, sino en su domesticación; ésta, por su solo rigor, llegaba a constituirla. El loco queda así purificado de la animalidad o al menos de esta parte de la animalidad que es violencia, depredación, rabia, salvajismo; no le quedará más que una animalidad dócil, la que no responde a la coacción y a la domesticación por la violencia. La leyenda del encuentro de Couthon y de Pinel narra esta purificación; más exactamente, muestra que esta purificación era cosa hecha ya cuando fue escrita la leyenda.
Una vez partido Couthon, «el filántropo pone inmediatamente manos a la obra»; decide separar a doce alienados que estaban en cadenas. El primero es un capitán inglés encadenado en una mazmorra de Bicétre desde hace 40 años: «Era considerado como el más terrible de todos los alienados…; en un acceso de furor había golpeado, con un golpe de sus manos esposadas, a uno de los sirvientes, en la cabeza, matándolo inmediatamente». Pinel se le acerca, lo exhorta «a ser razonable, y a no hacer mal a nadie»; a ese precio, le promete liberarlo de sus cadenas, y concederle derecho de pasearse por el patio: «Creed en mi palabra. Sed dulce y confiado, yo os devolveré la libertad». El capitán entiende el discurso y permanece tranquilo mientras caen sus cadenas; apenas libre, se precipita a admirar la luz del sol y «extasiado, grita: ¡Qué bello es!». Una vez recobrada la libertad, esta primera jornada la pasa «corriendo, subiendo las escaleras, descendiéndolas, diciendo siempre: ¡Qué bello es!». Esa misma noche, vuelve a su mazmorra, y duerme allí apaciblemente. «Durante dos años que pasa aún en Bi-cétre, no tiene más accesos de furor; hasta llega a ser útil a la casa, ejerciendo cierta autoridad sobre los locos que regentea a su capricho, y cuya vigilancia se arroga».
Otra liberación, no menos conocida en las crónicas de la hagiografía médica: la del soldado Chevingé. Era un ebrio que tenía delirios de grandeza y se creía general; pero Pinel había reconocido «una excelente naturaleza bajo esta irritación». Deshace sus ataduras declarando que lo toma a su servicio, y que exige de él toda la fidelidad que un «buen amo» puede esperar de un doméstico agradecido. El milagro se opera: la virtud del sirviente fiel despierta inmediatamente en esta alma atormentada: «Nunca en una inteligencia humana ocurrió revolución más sutil ni más completa… Apenas liberado, helo allí alerta, atento»; una mala cabeza domada por tanta generosidad, él mismo va, en lugar de su nuevo amo, a desafiar y a aplacar el furor de los otros; «hace escuchar a los alienados palabras de razón y de bondad, él que poco antes estaba aún a su nivel, pero delante de ellos se siente engrandecido por toda su libertad»[999]. Ese buen servidor debía desempeñar hasta el final de la leyenda de Pinel el papel de su personaje; dedicado en cuerpo y alma a su amo, lo protege cuando el pueblo de París trata de forzar las puertas de Bicétre para hacer justicia a los «enemigos de la nación; lo escudó con su cuerpo y se expuso a los golpes para salvarle la vida».
Así pues, las cadenas caen; el loco se encuentra liberado. Y en ese instante, recobra la razón. O, antes bien, no es la razón la que reaparece en sí misma y por ella misma; son unas especies sociales constituidas que han estado adormecidas durante largo tiempo bajo la locura, y que se levantan en bloque, en una conformidad perfecta con lo que representan, sin alteraciones ni gestos. Es como si el loco, liberado de la animalidad a la cual lo obligaban las cadenas, no se reuniera con la humanidad más que en el tipo social. El primero de los liberados no vuelve a ser pura y simplemente un hombre sano de espíritu sino un oficial, un capitán inglés, leal a quien lo ha liberado, como a un vencedor que lo tuviera prisionero bajo palabra, autoritario con los hombres a los cuales somete a su prestigio de oficial. Su salud no se restaura más que en esos valores sociales que le son, a la vez, el signo y la presencia concreta. Su razón no es del orden del conocimiento ni de la dicha; no consiste en un buen funcionamiento del espíritu; aquí, la razón es honor. Para el soldado, será fidelidad y sacrificio; Chevingé no vuelve a ser un hombre razonable sino un servidor. Hay en su historia poco más o menos las mismas significaciones míticas que en la de Viernes con Robinson Crusoe; entre el hombre blanco aislado en la naturaleza y el buen salvaje, la relación establecida por Defoe no es una relación de hombre a hombre, que se agote en su inmediata reciprocidad; es una relación de amo a sirviente, de inteligencia a abnegación, de fuerza sabia a fuerza viva, de valor reflexivo a inconsciencia heroica; en resumen, es una correlación social, con su estatuto literario y todos sus coeficientes éticos, que queda traspuesta sobre el estado de naturaleza, y se vuelve verdad inmediata de esta sociedad entre dos.
Los mismos valores se encuentran a propósito del soldado Chevingé: entre él y Pinel no se trata de dos razones que se reconocen, sino de dos personajes bien determinados que surgen en su exacta adecuación a tipos, y que organizan un vínculo según sus estructuras ya dadas. Puede verse cómo la fuerza del mito ha podido arrasar con toda verosimilitud psicológica, y sobre toda observación rigurosamente médica; es claro, si los sujetos liberados por Pinel efectivamente eran locos, que no han quedado curados por el hecho mismo, y que su conducta durante largo tiempo debió conservar huellas de alienación. Pero no es eso lo que importa a Pinel; lo esencial para él es que la razón quede significada por tipos sociales cristalizados muy pronto, desde que el loco cesa de ser tratado como el Extranjero, como el Animal, como figura absolutamente exterior al hombre y a las relaciones humanas. Lo que constituye la curación del loco, para Pinel, es su estabilización en un tipo social moralmente reconocido y aprobado.
Lo importante, pues, no es el hecho de que las cadenas hayan caído, medida que había sido tomada en repetidas ocasiones ya en el siglo XVIII, particularmente en San Lucas; lo importante es el mito que ha dado sentido a esta liberación, abriéndola a una razón poblada de temas sociales y morales, de figuras pintadas desde hacía tiempo por la literatura, y constituyendo, en lo imaginario, la forma ideal de un asilo. Un asilo que ya no será una jaula del hombre entregado a su barbarie, sino una especie de república del sueño en que las relaciones sólo se establecerán en una transparencia virtuosa. El honor, la fidelidad, el valor, el sacrificio, reinan allí en estado puro y designan a la vez las formas ideales de la sociedad y los cánones de la razón. Y ese mito cobra todo su vigor por haber sido opuesto casi explícitamente —y también allí es indispensable la presencia de Couthon— a los mitos de la Revolución, tal como han sido formulados después del Terror: la república convencional es una república de violencia, de pasiones, de barbarie; es ella, sin saberlo, la que reúne todas las formas del insensato y de la sinrazón; en cuanto a la república que se constituye espontáneamente entre esos locos que así quedaban abandonados a sus propias violencias, es libre de pasiones, es la ciudad de las obediencias esenciales. Couthon es el símbolo mismo de esta «mala libertad» que ha desencadenado entre el pueblo las pasiones y ha suscitado las tiranías de la Salvación Pública, libertad en nombre de la cual se deja a los locos en sus cadenas; Pinel es el símbolo de la «buena libertad», la que, liberando a los más insensatos y a los más violentos de los hombres, doma sus pasiones y los introduce en el mundo tranquilo de las virtudes tradicionales. Entre el pueblo de París que llega a Bicétre a reclamar los enemigos de la nación, y el soldado Chevingé que salva la vida de Pinel, el más insensato y el menos libre no es aquel que había estado encerrado durante años por ebriedad, delirio y violencia.
El mito de Pinel, como el de Tuke, oculta todo un movimiento discursivo que vale, a la vez, como descripción de la alienación y como análisis de su supresión:
1° En la relación inhumana y animal que imponía el internamiento clásico, la locura no enunciaba su verdad moral.
2° Esta verdad, desde que se la deja libre de aparecer, se revela como una relación humana en toda su idealidad virtuosa: heroísmo, fidelidad, sacrificio, etc.
3° Ahora bien, la locura es vicio, violencia, maldad, como lo demuestra demasiado bien la rabia de los revolucionarios.
4° La liberación en el internamiento, en la medida en que es reedificación de una sociedad por el tema de la conformidad a los tipos, no puede dejar de curar.
El mito del Retiro y el de los encadenados liberados se responden, término a término, en una oposición inmediata. Uno hace valer todos los temas de la primitividad, el otro pone en circulación las imágenes transparentes de las virtudes sociales. Uno va a buscar la verdad y la supresión de la locura en el punto en que el hombre, apenas, se aparta de la naturaleza; el otro caso requiere, antes bien, de una especie de perfección social, de funcionamiento ideal de las relaciones humanas. Pero esos temas aún eran demasiado vecinos y habían sido mezclados demasiado a menudo en el siglo XVIII para que tengan un sentido bien distinto en Pinel y en Tuke. Aquí y allá, se ve esbozarse el mismo esfuerzo para retomar ciertas prácticas del internamiento en el gran mito de la alienación, aquel mismo que Hegel debía formular algunos años después, sacando con todo rigor la lección conceptual de lo que había ocurrido en el Retiro y en Bicétre. «El verdadero tratamiento psíquico se atiene a esta concepción, de que la locura no es una pérdida abstracta de la razón, ni del lado de la inteligencia ni del lado de la voluntad y de su responsabilidad, sino una simple perturbación del espíritu, una contradicción en la razón que aún existe, así como la enfermedad física no es una pérdida abstracta, es decir, completa de la salud (tal sería, de hecho, la muerte), sino una contradicción en ésta. Ese tratamiento humano, es decir, tan benévolo como razonable de la locura… supone al enfermo razonable y encuentra allí un punto sólido para tomarlo por ese lado.»[1000] El internamiento clásico había creado un estado de alienación, que no existía más que desde fuera, para aquellos que internaban y no reconocían al interno más que como Extranjero o como Animal; Pinel y Tuke, en esos gestos simples en que la psiquiatría positiva, paradójicamente, ha reconocido su origen, han interiorizado la alienación, la han instalado en el internamiento, la han delimitado como distancia del loco a sí mismo, y, por ello, la han constituido como un mito. Y ciertamente es de mito de lo que hay que hablar cuando se hace pasar por naturaleza lo que es concepto, por liberación de una verdad lo que es reconstitución de una moral, por curación espontánea de la locura lo que no es, quizá, más que su secreta inserción en una realidad artificiosa.
Las leyendas de Pinel y Tuke transmiten unos valores míticos, que la psiquiatría del siglo XIX aceptará como pruebas de naturaleza. Pero debajo de los mitos mismos existía una operación, o más bien una serie de operaciones que han organizado silenciosamente tanto el mundo de los asilos como los métodos de curación y la experiencia concreta de la locura.
El ademán de Tuke, para empezar. Porque es contemporáneo de aquel de Pinel, porque se sabe que forma parte de todo un movimiento de «filantropía», se le valora como un ademán que «libera» a los alienados. En realidad, se trata de otra cosa. «Se ha podido observar el gran daño resentido por los miembros de nuestra sociedad, por el hecho de haber sido confiados a gente que no sólo desconocían nuestros principios, sino que además los han confundido con otros enfermos que se permiten un lenguaje grosero y prácticas condenables. Todo eso deja a menudo un efecto imborrable sobre el espíritu de los enfermos después de que han recobrado la razón, haciéndolos extraños a todos los vínculos religiosos, que en otro tiempo habían aceptado; incluso en ocasiones, son corrompidos por hábitos viciosos, que antes desconocían.»[1001] El Retiro deberá actuar como instrumento de segregación: segregación moral y religiosa, que trata de reconstituir, en torno a la locura, un medio lo más parecido posible a la Comunidad de los Cuáqueros. Esto por dos razones: la primera es que el espectáculo del mal es un sufrimiento para toda alma sensible, y el principio de todas esas pasiones vivas y nefastas que son el horror, el odio y el desprecio, las cuales a su vez engendran o perpetúan la locura: «Se ha pensado justamente que la mezcla que se produce en los grandes establecimientos públicos de personas que tienen sentimientos y prácticas religiosas diferentes, la mezcla de depravados y virtuosos, de escandalosos y serios, ha causado que se dificulte el retorno a la razón, y que se hagan más profundas la melancolía y las ideas misantrópicas.»[1002] Pero la principal razón es otra: la de que la religión puede representar el doble papel de naturaleza y de regla, puesto que ha adquirido, gracias a un hábito ancestral, a la educación, al ejercicio cotidiano, la profundidad de la naturaleza, siendo al mismo tiempo un principio constante de coerción. Ella es a la vez espontaneidad y constreñimiento, y en esta medida, posee los únicos poderes que, en el eclipse de la razón, pueden contrarrestar las violencias sin medida de la locura; sus preceptos, «cuando se han impregnado con fuerza al comenzar la vida… llegan a ser casi principios de nuestra naturaleza; y su poder de coerción se resiente a menudo incluso durante la excitación delirante de la locura. Dar mayor fuerza a la influencia de los preceptos religiosos sobre el espíritu del insensato es un medio de curación muy importante.» [1003] En la dialéctica de la alienación donde la razón se oculta sin desaparecer, la religión constituye la forma concreta de lo que no puede alienarse; ella guarda lo que hay de invencible en la razón, lo que subsiste en la locura como seminatural, y alrededor de ella como solicitación incesante del medio. «El enfermo, durante sus intervalos lúcidos o en el curso de su convalecencia, podrá gozar de la compañía de aquellos que tienen sus mismos hábitos y opiniones.»[1004] La religión asegura la vigilancia de la razón sobre la locura, haciendo así más próximo e inmediato el constreñimiento, existente ya en el confinamiento clásico. Allí, el medio religioso y moral se imponía desde el exterior, con objeto de que la locura fuese refrenada, no curada. En el Retiro, la religión forma parte del movimiento que indica, a pesar de todo, que la razón coexiste con la locura, y que conduce al hombre de la alienación a la salud. La segregación religiosa tiene un sentido bastante preciso; no se trata de preservar a los enfermos de la influencia profana de aquellos que no son cuáqueros, sino de colocar al alienado en el interior de un elemento moral, donde se encontrará en debate consigo mismo y con aquello que lo rodea; de constituirle un medio donde, lejos de estar protegido, será conservado en una inquietud perpetua, amenazado sin cesar por la ley y la falta.
«El principio del miedo, que raramente disminuye con la locura, está considerado como muy importante en el tratamiento de los locos.»[1005] El temor aparece como personaje esencial del asilo.
Rostro ya viejo, sin duda, si uno piensa en los terrores del confinamiento. Pero estos últimos cercaban a la locura desde el exterior, señalando el límite de la razón y de la sinrazón, y gozaban de un doble poder: sobre las violencias del furor, para contenerlas, y sobre la propia razón para descartarla; este temor estaba por completo en la superficie. Aquel del Retiro se halla en las profundidades: va de la razón a la locura, sirviéndoles de intermediario, de evocación de una naturaleza común que aún les pertenecería a ambas, y por medio de la cual, podría crear un vínculo. El terror reinante era la señal más visible de la alienación de la locura en el mundo clásico; el temor ahora está dotado de un poder de desalienación, que le permite restaurar una especie de muy primitiva connivencia entre el loco y el hombre de razón. Él debe solidarizarlos nuevamente. Ahora la locura ya no podrá ni deberá provocar temor: tendrá miedo, y estará sin recursos ni retorno, gobernada por la pedagogía del buen sentido, de la verdad y de la moral.
Samuel Tuke relata cómo se recibió en el Retiro a un maníaco, joven y prodigiosamente fuerte, cuyos accesos provocaban el pánico a su alrededor, incluyendo a sus guardianes. Cuando entra en el Retiro, está cargado de cadenas; lleva esposas, y sus vestiduras están atadas con cuerdas. Apenas ha llegado cuando se le quitan todos los impedimentos y se le hace comer con los vigilantes; su agitación cesa inmediatamente; «su atención parecía cautivada por la nueva situación». Es conducido a su cuarto; el intendente le dirige una exhortación, a fin de explicarle que toda la casa está organizada para que todos gocen de la mayor libertad y comodidad y que no se le hará sufrir ningún castigo, a condición de que no falte a los reglamentos de la casa o a los principios generales de la moral humana. El intendente afirma que en lo personal no desea hacer uso de los medios de coerción de que dispone. «El maníaco fue sensible a la dulzura del tratamiento. Prometió dominarse a sí mismo». Le sucedía, todavía después de esto, que se agitara, que vociferara y que aterrara a sus compañeros. El intendente le recordaba las amenazas y promesas del primer día; si no se calmaba, sería necesario volver a las sevicias de antaño. La agitación del enfermo aumentaba entonces durante cierto tiempo, y después declinaba rápidamente. «Entonces escuchaba con atención las exhortaciones de su amistoso visitante. Después de estas conversaciones, generalmente mejoraba el estado del enfermo durante varios días». Al cabo de cuatro meses dejaba el Retiro, completamente curado[1006]. Aquí el temor está dirigido de manera directa al enfermo, no por medio de instrumentos, sino de un discurso; no se trata de limitar una libertad que se desenfrena, sino de cercar y exaltar la región de la simple responsabilidad, donde toda manifestación de locura se hallará vinculada a un castigo. La oscura culpabilidad, que unía antiguamente a la falta y a la sinrazón, queda, así desplazada; el loco, en tanto que ser humano originariamente dotado de razón, ya no es culpable de estar loco; pero el loco en tanto que loco, y desde el interior de su enfermedad, de la cual no es culpable, debe sentirse responsable de todo lo que en ella pueda perturbar la moral y la sociedad, y no atribuir sino a sí mismo los castigos que recibe. La asignación de culpabilidad en general no es ya el modo de relación instaurado entre el loco y el hombre de razón; se transforma a la vez en la forma de coexistencia concreta de cada loco con su guardián, y en la forma de conciencia que el alienado debe tener de su propia locura.
Es preciso, pues, revalorar las significaciones que se le han atribuido a la obra de Tuke: liberación de los alienados, abolición de los castigos, constitución de un medio humano, no son otra cosa que justificaciones. Los métodos reales han sido diferentes. En realidad, Tuke ha creado un asilo donde se ha sustituido el terror libre de la locura por la angustia cerrada de la responsabilidad; el miedo ya no reina fuera de las puertas de la prisión, sino que va a actuar bajo los sellos de la conciencia. Los terrores seculares, dentro de los cuales el alienado se encontraba cogido, van a ser transferidos por Tuke al corazón mismo de la locura. El asilo no sanciona ya, es verdad, la culpabilidad del loco; hace algo más, la organiza; la organiza para el loco como conciencia de sí mismo, y como relación no recíproca con su guardián; la organiza para el hombre razonable como conciencia del otro, y como intervención terapéutica en la existencia del loco. Es decir que por esa culpabilidad, el loco llega a ser objeto de castigo, siempre ofrecido a sí mismo y al otro; y del reconocimiento de ese estatuto de objeto, de la toma de conciencia de su culpabilidad, el loco debe regresar a su conciencia de sujeto libre y responsable y, en consecuencia, a la razón. El movimiento por el cual, objetivándose para el otro, el alienado recupera su libertad, es el mismo que encontramos también en el «Trabajo» y en la «Consideración». No olvidemos que estamos en un mundo cuáquero, donde las bendiciones de Dios se convierten en señales de prosperidad. El trabajo viene en la primera línea del «tratamiento moral», tal y como es practicado en el Retiro. En sí mismo, el trabajo posee una fuerza de constreñimiento superior a todas las formas de coerción física, en razón de que la regularidad de las horas, las exigencias de la atención, la obligación de alcanzar un resultado, desligan al enfermo de una libertad de espíritu que le sería funesta y lo colocan dentro de un sistema de responsabilidades. «El trabajo regular debe ser preferido, tanto desde el punto de vista físico como del moral… es lo más agradable para el enfermo y lo más opuesto a las ilusiones de su enfermedad.» [1007] Por ese camino entra el hombre en el orden de los mandamientos de Dios; somete su libertad a unas leyes, que son al mismo tiempo las de la realidad y las de la moral. En cierta medida, el trabajo espiritual no es desaconsejable; pero hay que evitar rigurosamente todos los ejercicios de la imaginación, que están siempre en complicidad con las pasiones, los deseos y todas las ilusiones delirantes. Al contrario, el estudio de todo aquello que hay de eterno en la naturaleza, de aquello que está en conformidad con la sabiduría y la bondad de la Providencia, tiene una gran eficacia para reducir las libertades desmedidas del loco y para hacerle descubrir las formas de su responsabilidad. «Las diversas ramas de las matemáticas y de las ciencias naturales forman los temas más útiles en que deben emplearse los espíritus de los insensatos.»[1008] En el asilo, el trabajo estará despojado de todo su valor de producción; se impondrá sin más título que el de regla moral pura; limitación de la libertad, sumisión al orden, sentido de responsabilidad, con el único fin de desalienar el espíritu perdido en el exceso de una libertad que el constreñimiento físico limita sólo aparentemente.
Más eficaz aún que el trabajo, es la consideración de los otros, lo que Tuke denomina «la necesidad de estima»: «Este principio del espíritu humano influye indudablemente en nuestra conducta general, en una proporción muy inquietante, aunque a menudo de una manera secreta, y actúa con fuerza muy peculiar cuando somos introducidos en un nuevo círculo de relaciones»[1009]. El loco, en el confinamiento clásico, también estaba colocado a consideración; pero esa consideración, en realidad, no lo alcanzaba a él mismo; no llegaba más allá de su superficie monstruosa, de su animalidad visible; y comportaba al menos una forma de reciprocidad, puesto que el hombre sano podía ser allí, como en un espejo, el movimiento inminente de su propia caída. La consideración que Tuke instaura ahora, como uno de los principales componentes del asilo, es a la vez más profunda y menos recíproca. Debe buscar la forma de acosar al loco en las señales, incluso en las más pequeñas, de su locura, allí donde ésta se articula secretamente con la razón y donde apenas comienza a desvincularse; y esta consideración no puede ser devuelta por el loco de ninguna manera, pues sólo él es considerado; es como el recién venido, el último que ha llegado al mundo de la razón. Tuke había organizado todo un ceremonial de esa conducta de la consideración. Se trataba de reuniones acordes con la moda inglesa, donde todos debían imitar las exigencias formales en la vida social, sin que circulara otra cosa que la mirada que espiaba cualquier incongruencia, cualquier desorden, cualquier torpeza que denunciara la locura. Los directores y vigilantes del Retiro invitan pues, regularmente, a algunos enfermos a tea-parties; los invitados «se visten con sus mejores trajes, y rivalizan los unos con los otros en cortesía y buena educación. Se les ofrece el mejor menú y se les trata con la misma atención que si fuesen extraños. La reunión transcurre generalmente en la mejor armonía y con gran contento. Rara vez se produce algún acontecimiento desagradable. Los enfermos dominan hasta un grado extraordinario sus diferentes inclinaciones; esta escena suscita a la vez la curiosidad y una satisfacción bastante conmovedora»[1010]. Curiosamente, esa ceremonia no es la del acercamiento, la del diálogo, la del conocimiento mutuo; es la organización en torno del loco de un mundo donde todo le sería semejante y próximo, pero donde él mismo seguiría siendo extraño por excelencia, al que se juzga no sólo por las apariencias, sino por todo lo que éstas puedan revelar a pesar de sí mismas. Recordándole incesantemente ese papel de visitante desconocido, y recusado en todo aquello que pueda conocerse de él, atraído así a su propia superficie por un personaje social que se le impone, el loco es invitado, silenciosamente, por la mirada, la forma y la máscara, a objetivarse ante los ojos de la razón razonable como el extraño perfecto, es decir, aquél cuya extrañeza no se percibe. La ciudad de los hombres razonables lo acoge sólo bajo ese título y al precio de esa conformidad con lo anónimo.
Se ve que en el Retiro la supresión parcial[1011] de los constreñimientos físicos forman parte de un conjunto, cuyo elemento esencial era la constitución de un self restraint, donde la libertad del enfermo, dominada por el trabajo y por la consideración de los otros, estaba incesantemente amenazada por el reconocimiento de la culpabilidad. Allí donde se creería encontrar una simple operación negativa que desvincula unos ligamentos y hace entrega de la naturaleza más profunda de la locura, será preciso reconocer que se trata de una operación positiva que la encierra en el sistema de las recompensas y los castigos, y la incluye dentro del movimiento de la conciencia moral. Es el tránsito del mundo de la reprobación al universo del juicio. Pero al mismo tiempo, una psicología de la locura llega a ser posible, puesto que bajo la mirada es incesantemente llamada a la superficie de sí misma, a negar su disimulación. No se le juzga sino por sus actos; no se hace el proceso de la intención, ni se trata tampoco de encontrar sus secretos. Ella es sólo responsable de su parte visible. El resto queda reducido al silencio. La locura no existe sino como un ser visto. Esta proximidad que se instaura en el asilo, que las cadenas y las rejas no vienen ya a romper, no será la que permita la reciprocidad: no es más que proximidad de la mirada que vigila, que espía, que se aproxima para ver mejor, pero que aleja aún más, puesto que no acepta ni reconoce los valores del extraño. La ciencia de las enfermedades mentales, tal y como puede desarrollarse en los asilos, no será nunca más que ciencia de la observación y de la clasificación. Ello no será un diálogo. Y no podrá serlo verdaderamente sino hasta el día en que el psicoanálisis haya exorcizado el fenómeno de la mirada, esencial en el asilo del siglo XIX, y que haya sustituido su magia silenciosa por los poderes del lenguaje. Aún sería más justo decir que el psicoanálisis ha agregado a la consideración absoluta del vigilante la palabra del vigilado, que es un monólogo indefinido, y que ha conservado así la estructura de la consideración no recíproca propia del asilo, pero equilibrándola, en una reciprocidad asimétrica, por la nueva estructura del lenguaje sin respuesta.
Vigilancia y Enjuiciamiento: aquí se perfila ya un personaje nuevo que va a ser esencial en el asilo del siglo XIX. El mismo Tuke dibuja su perfil cuando relata la historia de un maníaco sujeto a crisis irreprimibles. Un día en que éste se paseaba con el intendente en el jardín de la casa, entra bruscamente en una fase de excitación, se aleja unos pasos, toma una gran piedra y hace ademán de lanzarla contra su compañero. El intendente se detiene y fija su mirada en el enfermo; después avanza algunos pasos y «con un tono de voz resuelto, le ordena dejar la piedra». A medida que se aproxima, el enfermo baja la mano, y después deja caer su arma; «entonces se deja conducir tranquilamente a su cuarto»[1012]. Una cosa acaba de nacer que no es ya represión, sino autoridad. Hasta el fin del siglo XVIII, el mundo de los locos estaba habitado por un poder abstracto y sin rostro que los tenía encerrados dentro de límites donde no existía sino el vacío, donde no había nada además de la propia locura; los guardianes eran reclutados entre los mismos enfermos. Tuke establece, al contrario, un elemento mediador entre guardianes y enfermos, entre enfermedad y locura. El espacio reservado por la sociedad a la alienación va a ser ocupado actualmente por hombres «del otro lado», que representan a la vez los valores de la autoridad que encierra y el rigor de la razón que juzga. El vigilante actúa sin armas, sin instrumentos de constreñimiento, con la mirada y el lenguaje solamente; avanza hacia la locura despojado de todo lo que podría protegerlo o hacerlo amenazante, arriesgándose a una confrontación inmediata y sin recursos. En realidad, sin embargo, no es como persona concreta como va a enfrentarse a la locura, sino como ser de razón, provisto por lo mismo y desde antes del combate, de la autoridad que posee por no estar loco. La victoria de la razón sobre la sinrazón se aseguraba antiguamente por la fuerza material, y en una especie de combate real. Ahora el combate ya ha acontecido, la sinrazón ha sido vencida de antemano cuando se presenta la situación concreta donde se enfrentan el loco y el no loco. La falta de constreñimiento en los asilos del siglo XIX no significa que la sinrazón haya sido liberada, sino que la locura ha sido desde hace mucho tiempo dominada.
Para esta nueva razón que reina en el asilo, la locura no representa la forma absoluta de la contradicción, sino más bien una menoría, una falta de autonomía derivada de ciertas peculiaridades, algo que no puede vivir si no está inserto en el mundo de la razón. La locura es niñez. Todo está organizado en el Retiro para que los alienados sean minorizados. Se les considera «como niños que tienen un exceso de fuerza y que pueden emplearla de manera peligrosa. Necesitan penas y recompensas inmediatas; todo lo que se halla un poco alejado no les provoca ningún efecto. Es preciso aplicarles un nuevo sistema de educación, dar un nuevo curso a sus ideas; subyugarlos primeramente, alentarlos en seguida, hacerlos trabajar, y hacerles agradable el trabajo por medio de ciertos atractivos»[1013]. Desde hacía mucho tiempo el derecho había considerado a los locos como incapaces; pero era sólo una situación jurídica definida abstractamente por la interdicción y la curatela; no era un modo concreto de relaciones entre hombre y hombre. El estado de menoría se hace, con Tuke, un estilo de existencia para los locos, y una especie de soberanía para los guardianes. Se insiste demasiado sobre el parecido con una «gran familia» que tiene la comunidad de locos y sus vigilantes en el Retiro. Aparentemente esta «familia» pone al enfermo en un medio a la vez normal y natural; en realidad, ello lo aliena aún más: la menoría jurídica que afectaba al loco tenía por fin protegerlo, en tanto que sujeto de derecho; esta vieja estructura, al transformarse en forma de coexistencia, lo libra por completo, como sujeto psicológico, a la autoridad y al prestigio del hombre de razón, que toma para él la figura concreta del adulto, es decir, algo que es a la vez dominio y destino.
En la gran reorganización de las relaciones entre locura y razón, la familia, a fines del siglo XVIII, representa un papel decisivo, pues es a la vez paisaje imaginario y estructura social real; de ella parte y a ella se encamina la obra de Tuke. Prestándole él prestigio de los valores primitivos, aún no comprometidos en lo social, Tuke le hacía representar un papel de desalienación; era, en su mito, la antítesis de ese «medio», en el que el siglo XVIII veía el origen de la locura. Pero igualmente la ha introducido de un modo muy real en el asilo, donde aparece a la vez como verdad y como norma de todas las relaciones que pueden instaurarse entre el hombre loco y el hombre de razón. La menoría bajo tutela de la familia, estatuto jurídico en el cual se alienaban los derechos civiles del insensato, se convierte en situación psicológica donde se aliena su libertad concreta. La existencia de la locura, en el mundo que se le prepara actualmente, se encuentra envuelta en lo que se podría llamar por anticipación un «complejo paternal». El prestigio del patriarca revive en torno de la locura dentro de la familia burguesa. Se trata de esa sedimentación histórica, que más tarde el psicoanálisis pondrá en claro otorgándole por medio de un nuevo mito el sentido de un destino que caracterizaría toda la civilización occidental, y posiblemente toda civilización, sedimento que ha sido depositado por la locura y que no se ha solidificado sino recientemente, en ese fin del siglo en que la sinrazón se ha encontrado dos veces alienada en la familia, tanto por el mito de una desalienación dentro de la pureza patriarcal como por una situación realmente alienante dentro del asilo constituido sobre el modo familiar. De allí en adelante y por un tiempo del cual no es aún posible fijar el término, los discursos de la sinrazón estarán indisociablemente ligados a la dialéctica semirreal, semiimaginaria de la familia. Allí donde la locura se hacia violenta, donde cometía profanaciones y decía blasfemias, va a ser preciso ver ahora un atentado contra el padre. Así, en el mundo moderno, lo que había sido la gran confrontación irreparable de la razón y la sinrazón, se convertirá en el sordo choque de los instintos contra la solidez de la institución familiar y contra sus símbolos más arcaicos.
Hay una asombrosa convergencia en el movimiento de las instituciones de base y esa evolución de la locura dentro del mundo del confinamiento. La economía liberal tenía la tendencia, como lo hemos visto, de confiar a la familia y no al Estado el cuidado de asistir a los enfermos y a los pobres: la familia era el lugar de la responsabilidad social. Pero si el enfermo puede ser confiado a la familia, no sucede lo mismo con el loco, que es demasiado extraño e inhumano. Tuke, precisamente, reconstruye de manera artificial y en torno de la locura una familia simulada, que es una parodia institucional, pero situación psicológica real. Allí donde falta la familia, Tuke la sustituye con una decoración familiar ficticia, lo que consigue con símbolos y actitudes. Pero por un entrecruzamiento muy curioso, el día en que la familia se encuentre descargada de su papel dentro de la asistencia, y de la obligación de aliviar al enfermo, conservará los valores ficticios que conciernen a la locura; y mucho tiempo después de que la enfermedad de los pobres vuelva a ser un asunto del Estado, el asilo conservará al insensato en la ficción imperativa de la familia; el loco seguirá siendo menor y durante mucho tiempo la razón tendrá para él los rasgos del padre.
Cerrado sobre estos valores ficticios, el asilo estará protegido de la historia y de la evolución social. En la mente de Tuke se trataba de constituir un medio que imitara las formas más antiguas, las más puras, las más naturales de la coexistencia: el medio será lo más humano posible, siendo al mismo tiempo lo menos social posible. En realidad, Tuke ha recortado la estructura social de la familia burguesa, la ha reconstituido simbólicamente en el asilo, y la ha dejado desviarse de la historia. El asilo, apuntalado sobre estructuras y símbolos anacrónicos, será siempre un inadaptado que está fuera de su tiempo. Y allí mismo donde la animalidad manifestaba una presencia sin historia y siempre recomenzada, van a presentarse lentamente las señales inmemoriales de los antiguos odios, de las viejas profanaciones familiares, de las señales olvidadas del incesto y del castigo.
En Pinel, ninguna segregación religiosa. O, más bien, una segregación que se ejerce en sentido inverso de la que practicaba Tuke. Los beneficios del asilo renovado se ofrecen a todos o casi todos, salvo a los fanáticos «que se creen inspirados y buscan hacer más prosélitos». Bicétre y la Salpétriére, según el corazón de Pinel, forman la figura complementaria del Retiro.
La religión no debe ser un sustrato moral en la vida del asilo, sino, pura y simplemente, objeto de la medicina. «Las opiniones religiosas, en un hospital de alienados, no deben ser consideradas sino en una relación puramente médica; es decir, debe eliminarse cualquiera otra consideración de culto público y de política, y es necesario solamente si importa oponerse a la exaltación de las ideas y de los sentimientos que nacen de esa fuente, para lograr mayor eficacia en la curación de ciertos alienados.»[1014] Fuente de emociones vivas y de imágenes terroríficas que suscita por el temor al más allá, el catolicismo provoca frecuentemente la locura; hace nacer creencias delirantes, engendra alucinaciones, conduce a los hombres a la desesperación y la melancolía. No hay que asombrarse si «al revisar los registros del hospicio de alienados de Bicétre, se encuentran inscritos los nombres de muchos curas y monjes, así como de campesinos enajenados por un cuadro temible del porvenir»[1015]. Aún menos hay que asombrarse de ver que con el paso de los años varían los nombres de las locuras religiosas. Bajo el Antiguo Régimen y durante la Revolución, la vitalidad de las creencias supersticiosas, o la violencia de las luchas que han opuesto la República y la Iglesia católica han multiplicado las melancolías de origen religioso. Cuando vuelve la paz, cuando el Concordato da fin a la lucha, esas formas de delirio desaparecen; en el año X, un 50% de los melancólicos de la Salpétriére padecían locura religiosa, 33% el siguiente año, y sólo el 18% en el año XII[1016]. El asilo debe liberarse, pues, de la religión y de todos sus parentescos imaginarios. Es preciso guardarse de dejar a «los melancólicos por devoción» sus libros piadosos; la experiencia «enseña que es el medio más seguro de perpetuar la alienación o incluso de hacerla incurable, y que cuanto más permisos se conceden para ese tipo de lectura, menos se llegan a calmar las inquietudes y los escrúpulos»[1017]. Nada está más lejos de Tuke y de su sueño de una comunidad religiosa que sería al mismo tiempo el lugar privilegiado para las curaciones del espíritu que esta idea de un asilo neutralizado, purificado de las pasiones y de las imágenes que engendra el cristianismo, y que hacen derivar al espíritu hacia el error y la ilusión y en breve, hacia el delirio y las alucinaciones.
Pero para Pinel se trata de reducir las formas imaginarias y no el contenido moral de la religión. Hay en ella, una vez que ha sido decantada, un poder de desalienación que disipa las imágenes, calma las pasiones y restituye al hombre en lo que puede haber en él de inmediato y de esencial: ella puede aproximarlo a su verdad moral. Y por esto la religión es capaz de curar. Pinel relata algunas historias de corte volteriano. Por ejemplo, la de una joven de veinticinco años, «de constitución robusta, unida en matrimonio con hombre débil y delicado»; ella tenía «crisis histéricas muy violentas; imaginaba estar poseída por el demonio que, según ella, tomaba formas variadas y le hacía oír cantos de pájaros, a veces sones lúgubres, y otras, gritos penetrantes». Por fortuna, el cura del lugar sabe más de religión natural que de prácticas de exorcismo; cree en la curación por benevolencia de la naturaleza; este «hombre esclarecido, de carácter dulce y persuasivo, toma ascendiente sobre el espíritu de la enferma y consigue sacarla de su lecho, hacerla que continúe los trabajos domésticos, e incluso la convence de arreglar el jardín… Esto tuvo como consecuencia un efecto feliz, y una curación que data de hace tres años»[1018]. Llevada a la extrema sencillez de su contenido moral, la religión no puede dejar de ser, junto con la filosofía, con la medicina, con todas las formas científicas y de conocimiento, algo que pueda restaurar la razón de un espíritu que la ha perdido. Incluso hay ocasiones en que la religión puede servir como tratamiento preliminar y preparatorio de lo que va a hacerse en el asilo: sirva como ejemplo aquella muchacha «de temperamento ardiente, aunque muy prudente y piadosa» dividida entre «las inclinaciones de su corazón y los principios severos de su conducta»; su confesor, después de haberle aconsejado en vano el unirse a Dios, le propone los ejemplos de una santidad firme y mesurada y le «opone el mejor remedio a las grandes pasiones: la paciencia y el tiempo». Conducida a la Salpétriére, fue tratada por orden de Pinel «siguiendo los mismos principios morales» y su enfermedad fue «de poca duración»[1019]. El asilo recoge así, no la doctrina social de una religión dentro de la cual los hombres se sienten hermanos, en una misma comunión y en una misma comunidad, sino el poder moral de la consolación, de la confianza, y de una dócil fidelidad a la naturaleza. El asilo debe volver a emprender el trabajo moral de la religión, fuera de su texto fantástico, en el nivel exclusivo de la virtud, de la labor y de la vida social.
El asilo, dominio religioso sin religión, dominio de la moral pura, de la uniformización ética. Todo lo que podría conservar en él la marca de las viejas diferencias acaba de borrarse. Los últimos recuerdos de lo sagrado se extinguen. Antiguamente, la casa de confinamiento había heredado, en el espacio social, los límites casi absolutos del lazareto; era tierra extranjera. El asilo debe formar parte ahora de la gran continuidad de la moral social. Los valores de la familia y del trabajo, así como todas las virtudes aceptadas, reinan en el asilo. Pero su reino es doble. Primeramente, ellas reinan de hecho en el mismo corazón de la locura; la naturaleza sólida de las virtudes esenciales no se rompe, ni aún bajo las violencias y el desorden de la alienación. Existe una moral completamente primitiva, que ordinariamente no se pierde, ni siquiera en la peor demencia; es ella la que al mismo tiempo aparece y opera en la curación. «No puedo, en general, sino rendir un testimonio público de reconocimiento a las virtudes puras y a los principios severos que se manifiestan a menudo en la curación. En ninguna parte, excepto en las novelas, he visto esposos más dignos de ser queridos, padres o madres más tiernos, amantes más apasionados, personas más vinculadas a sus deberes, que la mayoría de los alienados que han llegado felizmente a la época de la convalecencia.» [1020] Esta virtud inalienable es a la vez verdad y solución de la locura. Por eso, si reina, deberá reinar más aún. El asilo reducirá las diferencias, reprimirá los vicios, borrará las irregularidades. Denunciará todo aquello que se oponga a las virtudes esenciales de la sociedad: el celibato, «el número de muchachas que sufrían de idiotismo, fue 7 veces mayor que el número de mujeres casadas en el año XI y en el XIII; en la demencia, la proporción es de dos a cuatro veces; se puede, pues, suponer que el matrimonio constituye para las mujeres una especie de preservativo contra las dos especies de alienación más inveteradas, frecuentemente incurables[1021]» la depravación, la inmoralidad, y «la extrema perversidad de las costumbres», «el hábito de un vicio como la ebriedad, o la galantería ilimitada y sin elección, una conducta desordenada o una indiferencia apática pueden degradar poco a poco la razón y desembocar en una alienación declarada»[1022]; la pereza «es el resultado más constante y unánime de la experiencia de que en todos los asilos públicos, así como en las prisiones y en los hospicios, la más firme y posiblemente la única garantía de conservación de la salud, las buenas costumbres y el orden, es la ley de un trabajo mecánico, rigurosamente ejecutado»[1023]. El asilo señala por fin el reino homogéneo de la moral y su extensión rigurosa sobre todos aquellos que pretenden esquivarla.
Pero el mismo hecho deja surgir una diferencia; si la ley no reina universalmente, es porque hay hombres que no la reconocen, una clase de la sociedad que vive en el desorden, en la negligencia, y casi en la ilegalidad. «Si de un lado vemos familias que prosperan gracias a que viven en un gran número de años en el seno del orden y de la concordia, en cambio cuántas otras, que pertenecen sobre todo a las clases inferiores de la sociedad, hieren la vista con el cuadro repugnante que ofrecen, de depravación, de disensiones y de una miseria vergonzosa. Según mis notas diarias, está allí la fuente más fecunda de la alienación que se debe tratar en los hospicios»[1024].
Con un solo y mismo movimiento, el asilo, entre las manos de Pinel, llega a ser un instrumento de uniformidad moral y de denuncia social. Se trata de hacer reinar bajo las especies de lo universal una moral, que se impondrá desde el interior sobre aquellos que no la conocen, y en los cuales la alienación está dada desde antes de manifestarse en los individuos. En el primer caso, el asilo deberá actuar como un despertar y una reminiscencia, invocando una naturaleza olvidada; en el segundo, deberá actuar por desplazamiento social para arrancar al individuo de su condición. La operación, tal y como se hacía en el Retiro, era aún más sencilla: segregación religiosa con fines de purificación moral. La que practica Pinel es relativamente compleja: se trata de lograr síntesis morales, de asegurar una continuidad ética entre el mundo de la locura y el de la razón, pero practicando, una segregación social que garantice a la moral burguesa una universalidad de hecho y le permita imponerse como derecho sobre todas las formas de la alienación.
En la época clásica, indigencia, pereza, vicios y locura se mezclaban en una misma culpabilidad en el interior de la sinrazón; los locos estaban cogidos en el gran confinamiento de la miseria y el desempleo, pero todos habían sido promovidos, a la vecindad de la falta, hasta la esencia de la caída. La locura se relaciona ahora con la decadencia social, que confusamente aparece como su causa, su modelo y su límite. Medio siglo más tarde, la enfermedad mental se convertirá en degradación. De allí en adelante, la locura esencial, la que amenaza realmente, es la que asciende desde los bajos fondos de la sociedad.
El asilo de Pinel, un retiro del mundo, no será un espacio de naturaleza y de verdad inmediata como el de Tuke, sino un dominio uniforme de legislación, un lugar de síntesis morales, donde desaparecen las alienaciones que nacen en los límites exteriores de la sociedad[1025]. Toda la vida de los internados, toda la conducta de los vigilantes y de las médicos respecto a ellos, son organizados por Pinel para que operen las síntesis morales. Y esto por tres medios principales:
1) El silencio. El quinto de los encadenados liberados por Pinel era un antiguo eclesiástico, al que la Iglesia había expulsado por causa de su locura; padecía delirio de grandeza y se tomaba por Cristo; era «lo sublime de la arrogancia humana en delirio». Entrado en Bicétre en 1782, lleva doce años encadenado. Por el orgullo de su porte, la grandilocuencia de sus palabras, constituye uno de los espectáculos más famosos de todo el hospital; pero como él sabe que está reviviendo la Pasión de Cristo, «soporta con paciencia el largo martirio y los sarcasmos continuos a los cuales lo expone su manía». Pinel lo ha designado para que forme parte del grupo de los doce primeros liberados, aunque su delirio sea siempre agudo. Pero no actúa con él como con los otros: no hay exhortaciones, ni se le exigen promesas; sin pronunciar una palabra, hace que le quiten las cadenas, y «ordena expresamente a cada uno que imite su reserva, y que no dirija ni una sola palabra al pobre alienado. Esta prohibición, que es observada rigurosamente, produce sobre un hombre tan pagado de sí mismo un efecto más sensible que los hierros y el calabozo; se siente humillado por un abandono y una soledad nueva para él al gozar de una entera libertad. Finalmente, después de largas dudas, se le ve mezclarse con los otros prisioneros por propia determinación; desde ese día, sus ideas se hacen más sensatas y justas»[1026].
La liberación tomó aquí un sentido paradójico. El calabozo, las cadenas, el espectáculo continuo, eran para el delirio del enfermo como el elemento de su libertad. Reconocido por ello mismo, y fascinado desde el exterior por tantas complicidades, no podía ser desalojado de su verdad inmediata. Pero las cadenas que caen, la indiferencia y el mutismo de todos lo encierran en el uso restringido de una libertad vacía; se le ha librado en silencio a una verdad no reconocida, que él manifestará en vano, puesto que ya no se le mira, y de la cual no puede extraer exaltación, puesto que no es siquiera humillada. Es el propio hombre, y no su protección en el delirio, el que se encontrará actualmente humillado: el constreñimiento físico es sustituido por una libertad que encuentra a cada instante los límites de la soledad; el diálogo del delirio y de la ofensa es remplazado por el monólogo de un lenguaje que se agota en el silencio de los otros; y toda la ostentación de la presunción y el ultraje se ha cambiado en indiferencia. Desde entonces, realmente más encerrado que en el calabozo o en las cadenas, prisionero tan sólo de sí mismo, el enfermo está cogido en una relación consigo mismo que es del orden de la falta, y en una no-relación con los otros que es del orden de la vergüenza. Los otros son absueltos, ya no son persecutores; la culpabilidad se desplaza al interior, y demuestra al loco que estaba fascinado solamente por su propia presunción; los rostros enemigos se borran; el enfermo no siente ya su presencia como consideración, sino como rechazo de la atención, como mirada desviada; los otros no son ya para él sino un límite que retrocede sin cesar a medida que él avanza. Liberado de sus cadenas, está ahora encadenado por la virtud del silencio a la falta y a la vergüenza. Se sentía castigado, y veía en eso la señal de su inocencia; libre de todo castigo físico, es preciso que se sienta culpable. El suplicio era su gloria; su liberación debe humillarlo.
Comparado con el diálogo incesante entre la razón y la sinrazón durante el Renacimiento, el confinamiento clásico había sido una imposición de silencio. Pero éste no era total: el lenguaje se encontraba allí en las cosas, más bien que totalmente suprimido. El confinamiento, las prisiones, los calabozos y hasta los mismos suplicios, construían un diálogo mudo entre la razón y la sinrazón, que era lucha. Este mismo diálogo es ahora desarticulado; el silencio es absoluto; ya no hay entre la razón y la sinrazón un lenguaje común; al lenguaje del delirio no puede responder sino una falta de lenguaje, pues el delirio no es fragmento del diálogo con la razón, ya que absolutamente no es un lenguaje: no conduce, dentro de la conciencia finalmente silenciosa, sino a la falta. Y es a partir de allí solamente donde un lenguaje común volverá a ser posible, en la medida en que será el de la culpabilidad reconocida. «Finalmente, después de muchas dudas, se le ve, por propia determinación, venir a mezclarse con los otros enfermos…». La falta de lenguaje, como estructura fundamental de la vida del asilo, tiene como correlativo la aparición de la confesión. Cuando Freud en el psicoanálisis remueve prudentemente el intercambio, o más bien, se pone de nuevo a escuchar ese lenguaje, de allí en adelante agotado en el monólogo, ¿es preciso asombrarse de que las formulaciones escuchadas sean siempre las de la falta? Dentro de ese silencio inveterado la falta había conquistado las propias fuentes de la palabra.
2) El reconocimiento en el espejo. En el Retiro el loco era mirado y se sabía visto; pero con excepción de esa mirada directa, que no le permitía en cambio sino verla de reojo, la locura no tenía ninguna visión inmediata de ella misma. En Pinel, al contrario, la mirada no actuará sino en el interior del espacio definido por la locura, sin superficie ni límites externos. Se verá a sí misma, será vista por ella misma, siendo a la vez puro objeto de un espectáculo y sujeto absoluto.
«Tres alienados que se creían soberanos y que tomaban [cada uno] el título de Luis XVI, disputaban sus derechos a la realeza un día y los hacían valer en forma demasiado enérgica. La vigilante se aproxima a uno de ellos, y llevándolo un poco aparte le dice: ¿Por qué disputáis con esas gentes que están visiblemente locas? ¿No es sabido que vos debéis ser reconocido como Luis XVI? Este último, halagado por ese homenaje, se retira inmediatamente, mirando a los otros con una altivez desdeñosa. El mismo artificio tiene éxito con el segundo. Y así, en un instante, no restan trazas de la disputa.»[1027] Aquí está el primer momento, el de la exaltación. Se pide a la locura que se mire a sí misma, pero en los otros; aparece en ellos como una pretensión no fundada, es decir, como irrisoria locura; sin embargo, en la mirada que condena a los otros, el loco asegura su propia justificación, y la certidumbre de ser adecuado a su delirio. La hendidura entre la presunción y la realidad no se deja reconocer sino en el objeto. Está al contrario, completamente oculta en el sujeto, que llega a ser verdad y juez absoluto: la soberanía exaltada que denuncia la falsa soberanía de los otros, a los que despoja de ella, se confirma en la plenitud sin desmayo de su presunción. La locura, como simple delirio, es proyectada sobre los otros; y como perfecta inconsciencia, es presupuesta enteramente.
Es en ese momento cuando el espejo se transforma de cómplice en desengañador. Otro enfermo de Bicétre también se creía rey, y se expresaba siempre «con tono de mandato y de autoridad suprema». Un día en que estaba más tranquilo que de costumbre, el vigilante se aproxima, y le pregunta que, si es el soberano, por qué no pone fin a su detención y por qué permanece confundido con los alienados de todas las especies. Siguiendo su conversación en los días siguientes, «le hace notar poco a poco lo ridículo de sus exageradas pretensiones y le enseña a otro alienado que también está convencido desde hace mucho tiempo de que está revestido del poder supremo, y que era objeto de irrisión. El maníaco primeramente se siente trastornado, en breve comienza a dudar de su título de soberano, y finalmente acepta sus extravíos quiméricos. En sólo quince días se operó esa revolución moral tan inesperada, y después de algunos meses de prueba, este padre respetable fue entregado a su familia.» [1028] Aquí vemos la fase del rebajamiento: identificado presuntuosamente con el objeto de su delirio, el loco se reconoce en reflejo de esa locura, de la cual ha denunciado la ridícula pretensión; su sólida soberanía de sujeto se derrumba al ver ese objeto, que él ha revelado al aceptarlo. Ahora se contempla a sí mismo despiadadamente. Y en el silencio de aquellos que representan a la razón, y en el hecho de que le hayan mostrado el espejo peligroso, se reconoce como objetivamente loco.
Hemos visto por qué medios —y por qué engaños— la terapéutica del siglo XVIII trata de persuadir al loco de su locura, para poder liberarlo mejor[1029]. Aquí el movimiento es de otra naturaleza; no se trata de disipar el error por el espectáculo imponente de una verdad, ni siquiera fingida; se trata de herir a la locura en su arrogancia, y no en su aberración. El espíritu clásico condenaba en la locura cierta ceguera ante la verdad; a partir de Pinel, se verá en ella más bien un impulso venido de las profundidades, que sobrepasa los límites jurídicos del individuo, que ignora las asignaciones morales que se le han fijado y tiende a una apoteosis de sí mismo. Para el siglo XIX, el modelo inicial de locura será él de creerse Dios, mientras que para los siglos precedentes era el de negarse a aceptar a Dios. Así pues, en el espectáculo de ella misma, como sinrazón humillada, es donde la locura podrá encontrar su salvación, cuando cautiva en la subjetividad absoluta de su delirio, haya sorprendido la imagen irrisoria y objetiva en un loco idéntico. La verdad se insinúa por sorpresa (y no por violencia, a la manera del siglo XVIII), en ese juego de miradas recíprocas donde no se ve sino a sí misma. Y el asilo, en esta comunidad de locos, ha dispuesto los espejos de tal manera que el loco no puede evitar, a fin de cuentas, sorprenderse a sí mismo como loco. Liberada de las cadenas que hacían de ella un objeto observado, la locura pierde, en forma paradójica, lo esencial de su libertad, que es esa exaltación solitaria; se vuelve responsable desde que conoce la verdad; se aprisiona en su mirada, que indefinidamente vuelve a enviarla a sí misma; está encadenada, finalmente, por la humillación de ser para sí misma un objeto. La toma de conciencia está ligada actualmente a la vergüenza de ser idéntico a ese otro, de estar comprometido en él, y de haberse despreciado antes de haber podido reconocerse y conocerse.
3) El juicio perpetuo. Por el juego del espejo y por el silencio, la locura es llamada sin descanso a juzgarse a sí misma. Además, es juzgada a cada instante desde el exterior; juzgada no por una conciencia moral o científica, sino por una especie de tribunal que constantemente está en audiencia. El asilo que sueña Pinel, y que en parte ha conseguido realizar en Bicétre, y sobre todo en la Salpétriére, es un microcosmo judicial. Para ser eficaz, esta justicia debe tener un aspecto temible; todo el equipaje imaginario del juez y del verdugo debe ser presentado al espíritu del alienado para que comprenda bien en qué mundo judicial se halla colocado. La escenificación de la justicia, con todo lo que posee de terrible y de implacable, será parte del tratamiento. Uno de los internos de Bicétre tenía un delirio religioso provocado por un terror pánico al infierno; pensaba que no podría escapar de la condenación eterna sino por medio de una abstinencia rigurosa. Era preciso que ese temor a una justicia lejana se compensara con la presencia de una justicia inmediata, aún más temible: «¿El curso irresistible de sus ideas siniestras podría ser compensado de otra manera que no fuese la impresión de un temor vivo y profundo?». Una noche, el director se presenta con gran aparato para atemorizarlo, «con ojos de fuego y un tono de voz aterrador, con un grupo de gente de servicio que lo rodean de cerca, armados de fuertes cadenas que agitan con estrépito. Se pone un plato cerca del alienado y se le da la orden precisa de tomarlo durante la noche, si no quiere sufrir tratamientos más crueles. Se retiran, y dejan al alienado en el estado más penoso de dudas, entre la idea del castigo con el cual ha sido amenazado y la perspectiva terrorífica de los tormentos de la otra vida. Después de un combate interior de varias horas, la primera idea vence, y se decide a tomar su comida»[1030].
El asilo es una instancia judicial que no reconoce a ninguna otra. Juzga inmediatamente y en última instancia. Posee sus propios instrumentos de castigo, y los emplea según su propio criterio. El antiguo confinamiento a menudo era una práctica que estaba fuera de las formas jurídicas normales, pero imitaba los castigos de los condenados usando las mismas prisiones, los mismos calabozos, las mismas sevicias físicas. La justicia que reina en el asilo de Pinel no imita a la otra justicia en sus métodos de represión; inventa los suyos. O más bien, utiliza los métodos terapéuticos del siglo XVIII y los convierte en castigos. Y no es una de las menores paradojas de la obra «filantrópica» y «liberadora» de Pinel esta conversión de la medicina en justicia, de la terapéutica en represión. En la medicina de la época clásica, los baños y las duchas eran utilizados como remedios, debido a las ideas de los médicos sobre la naturaleza del sistema nervioso: se trataba de refrescar al organismo, de distender las fibras ardientes y desecadas[1031]; es verdad que se contaban también entre las felices consecuencias de la ducha fría el efecto psicológico de la sorpresa desagradable que interrumpe el curso de las ideas y cambia la naturaleza de los sentimientos; pero nos encontramos aún en el paisaje de los sueños médicos. Con Pinel, el uso de la ducha se convierte en algo judicial; la ducha es el castigo habitual del tribunal de simple policía que aplica la justicia permanentemente en el asilo: «Consideradas como medio de represión, a menudo son suficientes para someter a la ley general del trabajo manual a una alienada, que no quiere hacerlo, para vencer un rechazo obstinado de alimento, y para domar a los alienados que se conducen con una especie de humor turbulento y obstinado»[1032].
Todo está organizado para que el loco se reconozca en un mundo judicial que lo rodea por todas partes; se sabe vigilado, juzgado y condenado; de la falta al castigo, la unión debe ser evidente, como una culpabilidad reconocida por todos: «Se aprovecha la circunstancia del baño, se recuerda la falta cometida o la omisión de un deber importante, y con la ayuda de un grifo se suelta bruscamente una corriente de agua fría sobre la cabeza, lo que desconcierta a menudo a la alienada, o la libera de una idea dominante por una impresión fuerte e inesperada. Si quiere obstinarse, se le reitera la ducha evitando las palabras chocantes que son propicias para rebelarla; se le hace entender, al contrario, que es por su propio bien y con tristeza, por lo que se recurre a esas medidas violentas; algunas veces se mezcla la broma, cuidando sin embargo de que no vaya muy lejos.»[1033] Esta evidencia casi aritmética del castigo, repetido tantas veces cuantas sea necesario, el reconocimiento de la falta por la represión que se hace de ella, todo eso debe conducir a la interiorización de la instancia judicial y al nacimiento del remordimiento en el espíritu del enfermo: es en ese momento solamente cuando los jueces aceptan hacer cesar el castigo, seguros de que se prolongará en la conciencia. Una maníaca tenía la costumbre de desgarrarse los vestidos y de romper todos los objetos que estaban al alcance de su mano; se le administra la ducha o se le pone la camisa de fuerza; ella parece finalmente «humillada y consternada»; pero por miedo de que esa vergüenza sea pasajera y el remordimiento muy superficial, «el director, para imprimirle un sentimiento de terror, le habla con la firmeza más enérgica, pero sin cólera, y le anuncia que en adelante será tratada con la mayor severidad». El resultado deseado no se hace esperar: «Su arrepentimiento se anuncia por un torrente de lágrimas, que ella derrama, sin cesar, durante casi dos horas.» [1034] El ciclo está doblemente acabado: la falta es castigada, y su autora se reconoce culpable.
Hay, sin embargo, alienados que escapan de ese movimiento y resisten la síntesis moral que opera.
Ésos estarán recluidos en el mismo interior del asilo, formando una nueva población interna, aquella que no puede ser controlada ni aún por la justicia. Cuando se habla de Pinel y de su obra de liberación, se omite muy a menudo esta segunda reclusión. Hemos visto ya que él negaba el beneficio de la reforma del asilo a los «devotos que se creen inspirados, que buscan incesantemente hacer prosélitos, y que tienen el placer pérfido de excitar a los otros alienados a la desobediencia, bajo el pretexto de que es mejor obedecer a Dios que a los hombres». Pero la reclusión y el calabozo serán igualmente obligatorios para «aquellos que no pueden plegarse a la ley general del trabajo y que siempre, en una actividad malhechora, se divierten en molestar, en provocar a los otros alienados, y en buscar incesantemente motivos de discordia», y para las mujeres «que tienen durante sus accesos una irresistible propensión a ocultar todo lo que cae entre sus manos»[1035]. Desobediencia por fanatismo religioso, resistencia al trabajo y robo, son tres grandes faltas en la sociedad burguesa, los tres atentados mayores contra sus valores esenciales, y no se admite para ellos la excusa de la locura; los que tal hacen merecen la prisión pura y simple, la exclusión en sus formas más rigurosas, puesto que manifiestan la resistencia a la uniformidad moral y social, que es la razón de ser del asilo, tal como lo concibe Pinel.
Antiguamente, la sinrazón estaba fuera de todo juicio, y entregada arbitrariamente a los poderes de la razón. Ahora, es juzgada: y no sólo una vez, a la entrada del asilo, para ser reconocida, clasificada y absuelta para siempre; está sujeta, al contrario, a un juicio perpetuo, que no cesa de perseguirla y de aplicarle sanciones, de proclamar sus faltas y de exigir enmiendas honorables, y finalmente de excluir a aquellos cuyas faltas puedan comprometer por largo tiempo el buen orden social. La locura no escapa de lo arbitrario sino para entrar en una especie de proceso indefinido, por el cual el asilo provee a la vez de policías, de instructores, de jueces y de verdugos. Un proceso donde toda falta se transforma, por una virtud propia del asilo, en un crimen social, vigilado y castigado; un proceso que no tiene otra salida que un perpetuo volver a comenzar bajo la forma interiorizada del remordimiento. El loco «liberado» por Pinel y, después de él, el loco del internado moderno, son personajes en proceso; si tienen el privilegio de no estar mezclados o asimilados con los condenados, también están condenados a serlo a cada instante, bajo una acusación cuyo texto no es conocido nunca, pues es toda la vida del asilo la que la formula. El asilo de la época positivista, de cuya fundación corresponde a Pinel la gloria, no es un libre dominio de la observación, del diagnóstico y de la terapéutica: es un espacio judicial, donde se acusa, juzga y condena, y donde no se libera sino por medio de la versión de ese proceso en la profundidad psicológica, es decir, por el arrepentimiento. La locura será castigada en el asilo, aunque sea inocente en el exterior. Será por largo tiempo, e incluso hasta en nuestros días, prisionera de un mundo moral.
Al silencio, al reconocimiento reflejado, a ese juicio perpetuo, sería preciso agregar una cuarta estructura propia del mundo del asilo, tal y como se constituye a finales del siglo XVIII; es la apoteosis del personaje médico. De todas ellas, ésta es sin duda la más importante, puesto que va a autorizar no sólo nuevos contactos entre el médico y el enfermo, sino una nueva relación entre la alienación y el pensamiento médico y ordenar finalmente toda la experiencia moderna de la locura Hasta el presente, se encontraban en el asilo las estructuras mismas del confinamiento, pero separadas y deformadas. Con el nuevo estatuto del personaje médico es con lo que desaparece el sentido más profundo del confinamiento: la enfermedad mental, con las significaciones que ahora le atribuimos, se hace entonces posible.
La obra de Tuke y la de Pinel, cuyo espíritu y valores son tan diferentes, vienen a unirse en esa transformación del personaje médico. El médico, tal como hemos visto, no tenía parte alguna en la vida del confinamiento. Ahora bien, llega a ser la figura esencial del asilo. Él ordena quién entra. El reglamento del Retiro es preciso: «En lo que concierne a la admisión de enfermos, el comité debe, en general, exigir un certificado firmado por un médico… También es recomendable establecer si el enfermo tiene otra afección además de la locura. Es deseable igualmente que se adjunte un informe, que indique desde cuándo está enfermo el sujeto, y si fuera posible, cuáles son los medicamentos que han sido utilizados.»[1036] Desde el final del siglo XVIII, el certificado médico ha llegado a ser casi obligatorio para internar a los locos[1037]. Pero en el interior mismo del asilo, el médico ocupa un lugar preponderante, en la medida en que él lo instala como un espacio médico. Sin embargo, y es esto lo esencial, la intervención del médico no se realiza en virtud de un saber o de un poder medicinal, que él tuviera como algo propio, y que estaría justificado por un conjunto de conocimientos objetivos. No es en su calidad de sabio como el homo medicus posee autoridad dentro del asilo, sino como prudente. Si se exige la profesión médica, es como garantía jurídica y moral, no como título científico[1038]. Un hombre de intachable conciencia, de virtudes íntegras, y que tuviese una larga experiencia en el asilo, podría sustituirlo bastante bien[1039]. Pues el trabajo médico no es sino una parte de una inmensa tarea moral que debe realizarse en el asilo, y que es la única que puede garantizar la curación del insensato. «Una ley inviolable en la dirección de todo establecimiento público o particular de alienados debe otorgarle al maníaco toda la libertad que puede permitirle su seguridad personal, o la de los otros, y debe hacer la represión según la gravedad más o menos grande y el peligro de sus extravíos… recoger todos los datos que sirvan al médico en el tratamiento, estudiar con cuidado las diferentes variedades de costumbres y de temperamentos, y desarrollar intencionalmente la dulzura o la firmeza, las formas conciliatorias o el tono imponente de una autoridad inflexible»[1040]. Según Samuel Tuke, el primer médico que fue designado para el Retiro se distinguía por su «perseverancia infatigable»; sin duda no poseía ningún conocimiento particular de las enfermedades mentales cuando entró en el Retiro, pero era «un espíritu sensible que sabía bien que del uso de sus habilidades dependían los intereses más queridos de sus semejantes». Ensayó los diferentes remedios que le sugirió su buen sentido y la experiencia de sus predecesores. Pero se decepcionó rápidamente, no porque obtuviese malos resultados o porque el número de curaciones fuese mínimo: «Pero los remedios medicinales estaban tan imperfectamente unidos al desarrollo de la curación, que no pudo dejar de sospechar que eran más bien concomitantes que causas»[1041]. Se dio cuenta entonces de que no se podía hacer mucho con los métodos medicinales conocidos hasta entonces. Las consideraciones humanitarias triunfaron en su conciencia, y decidió no utilizar ningún medicamento que fuese demasiado desagradable para el enfermo. Pero no debemos deducir de esto que el papel del médico en el Retiro fuese de poca importancia: por las visitas que hace regularmente, por la autoridad que ejerce en la casa y que lo coloca por encima de todos los vigilantes, «el médico posee sobre el espíritu de los enfermos una influencia más grande que la de las otras personas que los vigilan»[1042].
Se cree que Tuke y Pinel han abierto el asilo al conocimiento médico. No introdujeron una ciencia, sino un personaje, cuyos poderes no tomaban del saber sino el disfraz, o más bien, la justificación. Los poderes, por naturaleza, son de orden social y moral; se enraízan en la menoría del loco, en la alienación de su persona, no de su espíritu. Si el personaje médico puede aislar la locura, no es porque la conozca, sino porque la domina; y lo que dentro del positivismo tomará figura de objetividad, no será sino el otro declive de esta dominación. «Es algo muy importante ganarse la confianza de los enfermos, y provocar en ellos sentimientos de respeto y obediencia, lo que no puede ser fruto sino de la superioridad de discernimiento, de una educación distinguida y de la dignidad en el tono y en las maneras. La tontería, la ignorancia, la falta de principios, apoyados en una dureza tiránica, pueden excitar el temor, pero inspiran siempre desprecio. El vigilante de un hospicio de alienados que ha adquirido ascendencia sobre los enfermos dirige y arregla la conducta de éstos a voluntad; debe estar dotado de un carácter firme, y desplegar, si la ocasión lo requiere, un imponente aparato de poder. Debe amenazar poco, pero ejecutar, y si es desobedecido, deberá aplicar el castigo inmediatamente.»[1043] El médico no ha podido ejercer su autoridad absoluta en el mundo del asilo sino porque desde el principio ha sido padre y juez, familia y ley, y sus prácticas medicinales son simples interpretaciones de los viejos ritos del Orden, de la Autoridad y del Castigo. Pinel reconocía que el médico cura cuando en vez de usar terapéuticas modernas, recurre a esas figuras inmemoriales.
Cita el caso de una muchacha de diecisiete años cuyos padres la habían educado con «una extrema indulgencia»; tenía un «delirio alegre y retozón, del cual no se podía determinar la causa»; en el hospital, se le había tratado siempre con la mayor suavidad; pero tenía siempre un cierto «aire altivo», que no podía ser tolerado en el asilo; no hablaba «de sus padres sino con amargura». Se decidió someterla a un régimen de estricta autoridad; «el vigilante, para domar ese carácter inflexible, escoge el momento del baño y se expresa con fuerza contra ciertas personas desnaturalizadas que osan protestar contra las órdenes de sus padres y desconocen su autoridad. La previene de que, en adelante, será tratada con toda la severidad que merece, puesto que ella misma se opone a su curación, y disimula con una obstinación invencible la causa primitiva de su enfermedad». Por este rigor nuevo y esta amenaza, la enferma se siente «profundamente conmovida…; termina por confesar sus errores y hace una confesión ingenua de que ha perdido la razón después de una inclinación del corazón contrariada, y nombra al objeto de esa pasión». Después de esta primera confesión, la cura se hace fácil: «Se ha operado un cambio de los más favorables… de allí en adelante se siente aliviada, y no puede manifestar como quisiera su reconocimiento hacia el vigilante que ha hecho cesar sus agitaciones continuas y ha llevado a su corazón la tranquilidad y la calma». No hay un momento de este relato que no pueda transcribirse en términos de psicoanálisis. El personaje del médico, según Pinel, debía actuar no a partir de una definición objetiva de la enfermedad o de un cierto diagnóstico clasificador, sino apoyándose en esas fascinaciones que guardan los secretos de la familia, de la autoridad, del castigo y del amor; es utilizando ese prestigio, poniéndose la máscara del padre y del juez, como el médico, por uno de esos bruscos atajos que dejan a un lado su competencia científica, se convierte en el operador casi mágico de la enfermedad y toma la figura del taumaturgo. Es suficiente que observe y hable para que las presunciones insensatas desaparezcan, para que la locura, finalmente, se ordene a la razón. Su presencia y su palabra están dotadas de ese poder de desalienación, que de un golpe descubre la falta y restaura el orden de la moral.
Es paradójicamente curioso el ver la práctica médica entrar en ese dominio tan incierto, cuasi milagroso, en el momento en que la enfermedad mental trata de adquirir un carácter de positividad. Por un lado, la locura se coloca a distancia, en un campo objetivo, donde desaparecen las amenazas de la sinrazón; pero, en ese mismo instante, el loco tiende a formar con el médico, y en una unidad indivisible, una especie de pareja, donde la complicidad se une por medio de viejas dependencias. La vida del asilo, tal y como lo han constituido Tuke y Pinel, ha permitido el nacimiento de esta firme estructura que va a ser la célula esencial de la locura, una estructura que forma como un microcosmo donde están simbolizadas las grandes estructuras de la sociedad burguesa y de sus valores: relaciones Familia-Hijos, alrededor de la doctrina de la autoridad paternal; relaciones Falta-Castigo, alrededor de la doctrina de la justicia inmediata; relaciones Locura-Desorden, alrededor de la doctrina del orden social y moral. Es de allí de donde extrae el médico su poder de curación; y es en la medida en que, por tantos viejos nexos, el enfermo se encuentre ya alienado en el médico, en el interior de la pareja médico-enfermo, como el médico tendrá el poder casi milagroso de curarlo.
En tiempos de Pinel y de Tuke, ese poder no tenía nada de extraordinario; se explicaba y se demostraba con la sola eficacia de las conductas morales; no era más misterioso que el poder del médico del siglo XVIII cuando diluía los fluidos y distendía las fibras. Pero el sentido moral de esta práctica ha sido rápidamente olvidado por el médico, en la misma medida en que él se encerraba, sin saberlo, dentro de las normas del positivismo: desde el principio del siglo XIX, el psiquiatra no sabía muy bien cuál era la naturaleza del poder que había heredado de los grandes reformadores, y cuya eficiencia le parecía tan diferente de la idea que él se hacía de la enfermedad mental, y de la práctica de todos los otros médicos.
Esta práctica psiquiátrica se había hecho misteriosa y oscura incluso para aquellos mismos que la utilizaban; esto se debió en gran parte a la situación extraña del loco dentro del mundo medicinal. Primeramente, porque la medicina del espíritu, por primera vez en la historia de la ciencia occidental, va a adquirir una autonomía casi completa: desde los griegos, no era sino un capítulo de la medicina, y hemos visto a Willis estudiar las locuras bajo la rúbrica de «enfermedades de la cabeza»; después de Pinel y Tuke, la psiquiatría va a llegar a ser una medicina con un estilo particular: los más encarnizados en descubrir el origen de la locura en las causas orgánicas o en las disposiciones hereditarias no escaparán de este estilo. Aún menos podrán escapar puesto que ese estilo particular —con la puesta en juego de los poderes morales, cada día más oscuros— será el origen de una especie de mala conciencia: cuanto más se encierren en su positivismo, más sentirán que sus prácticas son diferentes de sus principios.
A medida que el positivismo se impone a la medicina y a la psiquiatría particularmente, esa práctica se hace más oscura, el poder del psiquiatra más milagroso, y la pareja médico-enfermo se hunde aún más en un mundo extraño. Ante los ojos del enfermo, el médico se transforma en taumaturgo; la autoridad que le daban el orden, la moral, la familia, parece ahora tenerla por sí solo; en tanto que al médico se le cree cargado de esos poderes, y mientras que Pinel y Tuke subrayaban bastante que su acción moral no estaba necesariamente ligada a un conocimiento científico, ahora se creerá, y el enfermo será el primero, en el esoterismo del saber del médico, en algún secreto casi demoniaco de un conocimiento que ha encontrado el poder de destruir las alienaciones; y cada vez con mayor facilidad, el enfermo aceptará abandonarse entre las manos de un médico, a la vez divino y satánico, en todo caso fuera de la medida humana; cada vez más se alienará en él, aceptando en conjunto y por adelantado todos sus prestigios, sometiéndose desde el principio a una voluntad que siente como mágica, y a una ciencia que él supone presciencia y adivinación, convirtiéndose así, a fin de cuentas, en el correlativo ideal y perfecto de los poderes que proyecta sobre el médico, puro objeto sin otra resistencia que su inercia, completamente dispuesto a ser precisamente esa histérica en la cual Charcot exaltaba el maravilloso poder del médico. Si quisieran analizarse las estructuras profundas de la objetividad en el conocimiento y en la práctica psiquiátrica del siglo XIX, de Pinel a Freud[1044], sería preciso mostrar que esa objetividad es desde el principio una cosificación de orden mágico, que no ha podido realizarse sino con la complicidad del mismo enfermo, y a partir de una práctica moral, transparente y clara al principio, pero olvidada poco a poco a medida que el positivismo imponía sus mitos de la objetividad científica; práctica de la cual se han olvidado los principios y el sentido, pero siempre utilizada y siempre presente. Lo que se llama la práctica psiquiátrica es una cierta táctica moral, contemporánea de los últimos años del siglo XVIII, conservada dentro de los ritos de la vida del asilo, y recubierta por los mitos del positivismo.
Pero si el médico se convierte rápidamente en un taumaturgo para el enfermo, ante sus propios ojos de médico positivista, no puede serlo. Ese poder oscuro, del cual ya desconoce el origen, por medio del cual no puede ya descifrar la complicidad del enfermo, y en el que no consentiría a reconocer los antiguos poderes de que está hecho, debe tener un estatuto. Y puesto que no hay nada en el conocimiento positivo que pueda justificar semejante transferencia de voluntad, o parecidas operaciones a distancia, pronto llegará el momento en que la propia locura será tenida por responsable de esas anomalías. Las curaciones sin base, a las cuales hay que aceptar como verdaderas curaciones, llegarán a ser verdaderas curaciones de falsas enfermedades. La locura no era lo que se creía, ni lo que ella pretendía ser; era infinitamente menos que ella misma: un conjunto de persuasión y de engaño. Vemos cómo se insinúa lo que será el pitiatismo de Babinski. Y por un extraño retorno, el pensamiento retrocede dos siglos, hasta la época en que entre la locura, la falsa locura, y la simulación de la locura, los límites estaban mal trazados, ya que una misma pertenencia a la falta las tenía unidas; y más lejos aún, el pensamiento médico efectúa finalmente una asimilación ante la cual había dudado todo el pensamiento occidental desde la medicina griega: la asimilación de la locura y de la locura; es decir, del concepto médico y del concepto crítico de la locura. A fines del siglo XIX, y en el pensamiento de los contemporáneos de Babinski, encontramos este prodigioso postulado, que ningún médico se había atrevido aún a formular: que la locura, después de todo, no es más que locura.
Así, mientras que el enfermo mental está enteramente alienado en la persona real de su médico, el médico disipa la enfermedad mental con el concepto crítico de la locura. De tal manera que no quede más, fuera de las formas vacías del pensamiento positivista, sino una sola realidad concreta: la pareja médico-enfermo, en la que se resumen, se anudan y se desanudan todas las alienaciones. Y es por esto por lo que toda la psiquiatría del siglo XIX converge realmente en Freud, el primero que haya aceptado en serio la realidad de la pareja médico-enfermo, y que haya consentido en no apartar de allí ni sus miradas ni sus investigaciones, que no haya intentado ocultarla en una teoría psiquiátrica que tanto bien o mal armonizaba con el resto de la ciencia médica; el primero en haber sacado rigurosamente las consecuencias de esa realidad. Freud ha puesto en claro todas las otras estructuras del asilo: ha hecho desaparecer el silencio y la consideración, ha acabado con el reconocimiento de la locura por ella misma en el espejo de su propio espectáculo y ha hecho que se callen las instancias de condenación. Pero ha explotado, en cambio, la estructura que envuelve al personaje del médico; ha amplificado sus virtudes de taumaturgo, preparando a sus poderes totales un estatuto casi divino. Ha conseguido para sí mismo, sobre esta presencia, que se esconde detrás del enfermo y por encima de él, en una ausencia que es también presencia total, todos los poderes que se encontraban repartidos en la existencia colectiva del asilo; él se ha convertido en la consideración absoluta, en el silencio puro y siempre retenido, en el juez que castiga y recompensa, por medio de un juicio que no condesciende siquiera a manifestarse por el lenguaje; él ha hecho del médico el espejo en el cual la locura, con un movimiento casi inmóvil, se prende y se desprende de sí misma.
Freud hace que se deslicen hacia el médico todas las estructuras que Pinel y Tuke habían dispuesto en el confinamiento. Ha liberado al enfermo de existir dentro del asilo, en el cual lo habían alienado sus «libertadores»; pero no lo ha liberado de lo que tenía de esencial esa existencia: él ha reagrupado los valores, los ha tendido al máximo y los ha dejado en las manos del médico; ha creado la situación psicoanalítica, donde, por un corto circuito genial, la alienación llega a ser desalienación, porque, dentro del médico, ella llega a ser sujeto.
El médico, en tanto que figura alienante, sigue siendo la clave del psicoanálisis. Posiblemente porque no ha suprimido esta última estructura, y en cambio le ha agregado las otras, es por lo que no puede ni podrá oír las voces de la sinrazón, y descifrar por sí mismas las señales de la insensatez. El psicoanálisis podrá resolver algunas formas de locura; sigue siendo extraño al trabajo soberano ae la sinrazón. No puede ni liberar ni transcribir, y menos aún explicar lo que había de esencial en esa labor.
Desde el siglo XVIII, la vida de la sinrazón no se manifiesta ya sino en el fulgor de obras como las de Hólderlin, las de Nerval, de Nietzsche o de Artaud, indefinidamente irreductibles a esas alienaciones que se curan, y resisten por su propia fuerza a ese gigantesco aprisionamiento moral que se tiene el hábito de llamar, por antífrasis sin duda, la liberación de los alienados por Pinel y por Tuke.