IV. EXPERIENCIAS DE LA LOCURA

DESDE la creación del Hospital General, desde la apertura, en Alemania y en Inglaterra, de las primeras casas correccionales, y hasta el fin del siglo XVIII, la época clásica practica el encierro. Encierra a los depravados, a los padres disipadores, a los hijos pródigos, a los blasfemos, a los hombres que «tratan de deshacerse», a los libertinos. Y, a través de tantos acercamientos y de esas extrañas complicidades, diseña el perfil de su propia experiencia de la sinrazón.

Pero en cada una de esas ciudades se encuentra, además, toda una población de locos. La décima parte aproximadamente de las detenciones que se efectúan en París para el Hospital General es de «insensatos», hombres «dementes», gentes de «espíritu alienado», «personas que se han vuelto totalmente locas»[293]. Entre ellos y los otros, ni el menor signo de una diferencia. Al seguir el hilo de los registros diríase que una misma sensibilidad los advierte, que un mismo gesto los aparta. Dejemos a las arqueologías médicas el afán de determinar si estuvo enfermo o no, si fue alienado o criminal, tal hombre que ha entrado en el hospital por «la degeneración de sus costumbres», o tal otro que ha «maltratado a su mujer», e intentado varias veces deshacerse de ella. Para plantear este problema hay que aceptar todas las deformaciones que impone nuestra ojeada retrospectiva. Nos gusta creer que por haber desconocido la naturaleza de la locura, permaneciendo ciegos ante sus signos positivos, se le han aplicado las formas más generales, las más indiferenciadas del internamiento. Y por ello mismo nos impedimos ver lo que este «desconocimiento» —o al menos lo que como tal pasa para nosotros— tiene en realidad de conciencia explícita. Pues el problema real consiste precisamente en determinar el contenido de ese juicio que, sin establecer nuestras distinciones, expatria de la misma manera a aquellos que nosotros hubiésemos cuidado, y a aquéllos a quienes nos habría gustado condenar. No se trata de reparar el error que ha autorizado semejante confusión, sino de seguir la continuidad que ha roto ahora nuestra manera de juzgar. Al cabo de cincuenta años de encierro, se ha creído percibir que, entre esos rostros prisioneros, había gestos singulares, gritos que invocaban otra cólera y apelaban a otra violencia. Pero durante toda la época clásica no hay más que un internamiento: en todas esas medidas tomadas, y de un extremo a otro, se oculta una experiencia homogénea.

Una palabra la señala —casi la simboliza—, una de las más frecuentes que hay oportunidad de encontrar en los libros del internado: la de «furiosos». El «furor», ya lo veremos, es un término técnico de la jurisprudencia y de la medicina; designa muy precisamente una de las formas de la locura. Pero en el vocabulario del internado, dice, al mismo tiempo, mucho más y mucho menos; hace alusión a todas las formas de violencia que están más allá de la definición rigurosa del crimen, y de su asignación jurídica: a donde apunta es a una especie de región indiferenciada del desorden, desorden de la conducta y del corazón, desorden de las costumbres y del espíritu, todo el dominio oscuro de una rabia amenazante que parece al abrigo de toda condenación posible. Noción confusa para nosotros, quizá, pero suficientemente clara entonces para dictar el imperativo policíaco y moral del internamiento. Encerrar a alguien diciendo de él que es «furioso», sin tener que precisar si es enfermo o criminal: he allí uno de los poderes que la razón clásica se ha dado a sí misma, en la experiencia que ha tenido de la sinrazón.

Ese poder tiene un sentido positivo: cuando los siglos XVII y XVIII encierran la locura, con idénticos títulos que la depravación o el libertinaje, lo esencial no es allí que la desconozcan como enfermedad, sino que la perciben bajo otro cielo.

Sin embargo, sería peligroso simplificar. El mundo de la locura no era uniforme en la época clásica. No sería falso, pero sí parcial, pretender que los locos eran tratados pura y simplemente como prisioneros de la policía. Algunos tienen un estatuto especial. En París, un hospital se reserva el derecho de tratar a los pobres que han perdido la razón. Mientras haya esperanzas de curar a un alienado, puede ser recibido en el Hôtel-Dieu. Allí, se le aplican los remedios habituales: sangría, purgas y, en ciertos casos, vejigatorios y baños[294]. Era una antigua tradición puesto que, ya en la Edad Media, en ese mismo Hôtel-Dieu se habían reservado lugares para los locos. Los «fantásticos y frenéticos» eran encerrados en especies de literas cerradas sobre cuyas paredes se habían practicado «dos ventanas para ver y dar»[295]. Al final del siglo XVIII, cuando Tenón redacta sus Memorias Sobre los Hospitales de París, se había agrupado a los locos en dos salas: la de los hombres, la sala San Luis, comprendía dos lechos de un lugar y 10 que podían recibir simultáneamente a cuatro personas. Ante ese hormigueo humano, Tenón se inquieta (es la época en que la imaginación médica ha atribuido al calor poderes maléficos, atribuyendo, por el contrario, valores física y moralmente curativos a la frescura, al aire libre, a la pureza de los campos): «¿cómo procurarse aire fresco en lechos en que se acuestan tres o cuatro locos que se oprimen, se agitan, se baten»…?[296] Para las mujeres, no es una sala propiamente dicha la que ha sido reservada; en la gran cámara de las afiebradas se ha levantado un delgado muro, y ese reducto agrupa seis grandes camas de cuatro lugares, y ocho pequeñas. Pero si, al cabo de algunas semanas, no se ha logrado vencer el mal, los hombres son dirigidos hacia Bicêtre, y las mujeres hacia la Salpêtrière. En total, para el conjunto de la población de París y de sus alrededores, se tienen, pues, 74 plazas para los locos que van a ser atendidos, 74 lugares que constituyen la antecámara antes de un internamiento que significa, justamente, la caída fuera de un mundo de la enfermedad, de los remedios y de la eventual curación.

Igualmente en Londres, Bedlam es reservado a los llamados «lunáticos». El hospital había sido fundado a mediados del siglo XIII y, ya en 1403, tenía allí la presencia de seis alienados que se mantenían con cadenas y hierros; en 1598, hay veinte. Cuando las ampliaciones de 1642, se construyen doce cámaras nuevas, ocho de ellas expresamente destinadas a los insensatos. Después de la reconstrucción de 1676, el hospital puede contener entre 120 y 150 personas. Ahora está reservado a los locos: de ello testimonian las dos estatuas de Gibber[297]. No se aceptan allí lunáticos «considerados como incurables»[298], y esto hasta 1773, cuando para ello se construirán, en el interior mismo del hospital, dos edificios especiales. Los internados reciben cuidados regulares o, más exactamente, de temporada. Las grandes medicaciones sólo son aplicadas una vez al año, y para todos a la vez, durante la primavera. T. Monro, que era médico de Bedlam desde 1783, ha establecido los grandes lineamientos de su práctica en el Comité de Averiguación de los Comunes: «Los enfermos deben ser sangrados a más tardar a fines del mes de mayo, según el tiempo; después de la sangría, deben tomar vomitivos una vez por semana, durante cierto número de semanas. Después los purgamos. Ello se practicó durante años antes de mi época, y me fue transmitido por mi padre; no conozco práctica mejor»[299].

Falso sería considerar que el internamiento de los insensatos en los siglos XVII y XVIII era una medida de policía que no presentara problemas, o que manifestara por lo menos una insensibilidad uniforme al carácter patológico de la alienación. Aun en la práctica monótona del internamiento, la locura tiene una función variada. Se encuentra ya en falso en el interior de ese mundo de la sinrazón que la envuelve en sus muros y la obsesiona con su universalidad; pues si bien es cierto que, en ciertos hospitales, los locos tienen un lugar reservado que les asegura un estatuto casi médico, la mayor parte de ellos reside en casas de internamiento, y lleva allí una existencia parecida a la de los detenidos.

Por rudimentarios que sean los cuidados médicos administrados a los insensatos del Hôtel-Dieu o de Bedlam, son, sin embargo, la razón de ser o al menos la justificación de su presencia en esos hospitales. En cambio, no se trata de ello en los diferentes edificios del Hospital General. Los reglamentos habían previsto un solo médico que debía residir en la Piedad, con la obligación de visitar dos veces por semana cada una de las casas del Hospital[300]. No podía tratarse más que de un control médico a distancia, no destinado a cuidar a los internados como tales, sino sólo a los que caían enfermos: prueba suficiente de que los locos internados no eran considerados como enfermos por el solo hecho de su locura. En su Ensayo sobre la topografía física y médica de París, que data de fines del siglo XVIII, Audin Rouvière explica cómo «la epilepsia, los humores fríos, la parálisis, dan entrada en la casa de Bicêtre; pero… su curación no se intenta con ningún remedio… así, un niño de diez a doce años, admitido en esta casa, a menudo por convulsiones nerviosas consideradas epilépticas, contrae, en medio de verdaderos epilépticos, la enfermedad que no padece, y no tiene, en la larga carrera de que su edad le ofrece la perspectiva, otra esperanza de curación que los esfuerzos, rara vez completos, de la naturaleza». En cuanto a los locos «son juzgados incurables cuando llegan a Bicêtre y no reciben ningún tratamiento… pese a la nulidad del tratamiento para los locos… varios entre ellos recobran la razón»[301]. De hecho, esta ausencia de cuidados médicos, con la sola excepción de la visita prescrita, pone al Hospital General poco más o menos en la misma situación de toda cárcel. Las reglas que se imponen allí son, en suma, las que prescribe la ordenanza penal de 1670 para el buen orden de todas las prisiones: «Ordenamos que las prisiones sean seguras y dispuestas de modo que la salud de los presos no sea afectada. Conminamos a los carceleros y celadores a que visiten a los presos encerrados en las mazmorras al menos una vez cada día, y que den aviso a nuestros procuradores de los que se encuentren enfermos, para que sean visitados por los médicos y cirujanos de las cárceles, si los hay»[302].

Si hay un médico en el Hospital General, no es porque se tenga conciencia de encerrar allí a enfermos; es que se teme a la enfermedad de los que ya están internados. Se tiene miedo a la célebre «fiebre de las prisiones». En Inglaterra era frecuente citar el caso de presos que habían contagiado a sus jueces durante las sesiones del tribunal, y se recordaba que algunos internados, después de su liberación, habían transmitido a sus familias el mal contraído allá[303]: «Hay ejemplos, asegura Howard, de esos efectos funestos sobre hombres acumulados en antros o torres, donde el aire no puede renovarse… este aire putrefacto puede corromper el corazón de un tronco de roble, donde sólo penetra a través de la corteza y la madera»[304]. Los cuidados médicos se incorporan a la práctica del internado para prevenir ciertos efectos; no constituyen ni su sentido ni su proyecto.

El internamiento no es un primer esfuerzo hacia una hospitalización de la locura, bajo sus diversos aspectos mórbidos. Constituye, antes bien, una homologación de alienados a todas las otras casas correccionales, como de ello testimonian esas extrañas fórmulas jurídicas que no confían los insensatos a los cuidados del hospital, sino que los condenan a permanecer allí. Se encuentran en los registros de Bicêtre menciones como ésta: «Transferido de la Conserjería en virtud de una orden del Parlamento que lo condena a ser detenido y encerrado a perpetuidad en el castillo de Bicêtre, y a ser tratado allí como los otros insensatos»[305]. Ser tratado como los otros insensatos: ello no significa ser sometido a un tratamiento médico[306], sino seguir el régimen de la corrección, practicar sus ejercicios y obedecer a las leyes de su pedagogía. Unos padres que habían metido a su hijo en la Caridad de Senlis a causa de sus «furores» y de los «desórdenes de su espíritu» piden su transferencia a Saint-Lazare, «no teniendo intención de hacer morir a su hijo, cuando han solicitado una orden para hacerle encerrar, sino tan sólo pensando en corregirlo y en recobrar su espíritu casi perdido»[307]. El internamiento está destinado a corregir, y si se le fija un término, no es el de la curación sino, antes bien, el de un sabio arrepentimiento. Francisco María Bailly, «clérigo tonsurado, minorista, músico organista», en 1772 es «transferido de las prisiones de Fontainebleau a Bicêtre por orden del rey, y allí permanecerá encerrado tres años». Después interviene una nueva sentencia del Prebostazgo, el 20 de septiembre de 1773, «ordenando guardar al citado Bailly, entre los débiles de espíritu hasta su perfecto arrepentimiento»[308]. El tiempo que interrumpe y limita el internamiento nunca es más que el tiempo moral de las conversiones y de la sabiduría, el tiempo para que el castigo surta su efecto.

No es de sorprender que las casas de internamiento tengan el aspecto de prisiones, que a menudo las dos instituciones hayan sido confundidas, hasta el punto de que se hayan repartido bastante indiferentemente los locos en unas y otras. Cuando en 1806 se encarga a un comité estudiar la situación de los «pobres lunáticos de Inglaterra», el comité enumera 1765 locos en las Workhouses, 113 en las casas correccionales[309]. Había, sin duda, bastantes más, en el curso del siglo XVIII, puesto que Howard evoca, como un hecho que no es raro, esas prisiones «en que se encierra a los idiotas y los insensatos, porque no se sabe dónde confinarlos aparte, lejos de la sociedad a la que entristecen o perturban. Sirven para diversión cruel de los presos y de los espectadores ociosos, en ocasiones que reúnen a muchas personas. A menudo, se inquietan, y atemorizan a quienes están encerrados con ellos. No se les presta la menor atención»[310]. En Francia, es igualmente frecuente encontrar locos en las prisiones: primero, en la Bastilla, después, en provincia, se les encuentra en Burdeos, en el fuerte de Ha, en el manicomio de Rennes, en las prisiones de Amiens, de Angers, de Caen, de Poitiers[311]. En la mayor parte de los hospitales generales, los insensatos están mezclados sin distinción alguna con todos los demás pensionados o internados; sólo los más agitados van a parar a calabozos reservados a ellos: «En todos los hospicios u hospitales, se han dejado a los locos los edificios viejos, deslucidos, húmedos, mal distribuidos, no construidos para ellos, con excepción de algunas logias, algunas mazmorras construidas expresamente; los locos furiosos habitan en esas alas separadas; los alienados tranquilos, los alienados llamados incurables se confunden con los indigentes, los pobres. En un pequeño número de hospicios se encierra a los presos en el ala llamada ala de fuerza; esos internados habitan con los presos y están sometidos al mismo régimen»[312].

Tales son los hechos, en lo que tienen de más esquemático. Al reunirlos y agruparlos según sus signos de similitud, se tiene la impresión de que dos experiencias de la locura se yuxtaponen en los siglos XVII y XVIII. Los médicos de la época siguiente no han sido sensibles más que al «patetismo» general de la situación de los alienados: por doquier, han percibido la misma miseria, por doquier la misma incapacidad de curar. Para ello no hay ninguna diferencia entre las celdas de Bicêtre y las salas del Hôtel-Dieu, entre Bedlam y cualquier Workhouse. Y sin embargo, hay un hecho irreductible: en ciertos establecimientos no se reciben locos más que en la medida en que son teóricamente curables; en otros, no se les recibe más que para librarse de ellos o para enmendarlos. Sin duda, los primeros son los menos numerosos y los más limitados; hay menos de 80 locos en el Hôtel-Dieu; hay varios cientos, quizás un millar, en el Hospital General. Pero por muy desequilibradas que puedan estar en su extensión y su importancia numérica, esas dos experiencias tienen, cada una, su individualidad. La experiencia de la locura como enfermedad, por limitada que sea, no puede negarse. Ella es paradójicamente contemporánea de otra experiencia en que la locura proviene del internamiento, del castigo, de la corrección. Es esta yuxtaposición la que crea un problema, es ella, sin duda, la que puede ayudarnos a comprender cuál era el estatuto del loco en el mundo clásico, y a definir el modo de percepción que de él se tenía.

Resulta tentadora la solución más sencilla: resolver esta yuxtaposición en una duración implícita en el tiempo imperceptible de un progreso. Los insensatos del Hôtel-Dieu, los lunáticos de Bedlam serían los que habían recibido ya el estatuto de enfermos. Mejor, y antes que los demás, se les había reconocido y aislado y, en su favor, se habría instituido un tratamiento hospitalario que parece prefigurar ya el que el siglo XIX iba a acordar, por derecho propio, a todos los enfermos mentales. En cuanto a los otros, aquellos que se encuentran indiferenciadamente en los hospitales generales, las workhouses, las casas de corrección y las prisiones, fácilmente se inclina uno a pensar que se trata de toda una serie de enfermos que aún no han sido percibidos por una sensibilidad médica que precisamente en esos momentos nacía. Es grato pensar que viejas creencias, o aprehensiones propias del mundo burgués encierran a los alienados en una definición de la locura que los asimila confusamente con los criminales y con toda la clase de los asociales. Es un juego, al que se prestan con gusto los historiadores de la medicina, reconocer en los registros mismos del internamiento, y mediante la aproximación de las palabras, las sólidas categorías médicas entre las cuales la patología ha repartido, en la eternidad del saber, las enfermedades del espíritu. Los «iluminados» y «visionarios» corresponden sin duda a nuestros alucinados: «visionarios que se imaginan tener apariciones celestiales», «iluminado con revelaciones»; los débiles y algunos alcanzados por la demencia orgánica o senil, probablemente son designados en los registros como «imbéciles»: «imbécil por horribles excesos de vino», «imbécil que habla siempre, diciéndose emperador de los turcos y papa», «imbécil sin ninguna esperanza de recuperación»; son también formas de delirio que se encuentran, caracterizadas sobre todo por el lado del absurdo pintoresco: «particular perseguido por gentes que quieren matarlo», «hacedor de proyectos descabellados»; «hombre continuamente electrizado, y a quien se transmiten las ideas de otro»; «especie de loco que quiere presentar sus memorias al Parlamento»[313]. Para los médicos[314], resulta vital, y muy reconfortante, poder verificar que siempre ha habido alucinaciones bajo el sol de la locura, siempre delirios en los discursos de la sinrazón, y que se encuentran las mismas angustias en todos esos corazones sin reposo. Es que la medicina mental recibe así las primeras cauciones de su eternidad; y si llegara a tener remordimientos se tranquilizaría, sin duda, al reconocer que el objeto de su búsqueda estaba allí, que la aguardaba a través del tiempo. Y luego, para aquel mismo que llegara a inquietarse del sentido del internamiento y de la manera en que se ha podido inscribir en las instituciones de la medicina, ¿no es reconfortante pensar que, de todos modos, eran locos los que se encerraba, y que en esta oscura práctica se ocultaba ya aquello que para nosotros toma la figura de una justicia médica inmanente? A los insensatos que se internaba, casi no faltaba más que el nombre de enfermos mentales y el estatuto médico que se atribuía a los más visibles, a los mejor reconocidos entre ellos. Procediendo a semejante análisis se adquiere sin esfuerzo una buena conciencia en lo que concierne, por una parte, a la justicia de la historia y, por la otra, a la eternidad de la medicina. La medicina se verifica por una práctica premédica; y la historia queda justificada por una especie de instinto social, espontáneo, infalible y puro. Basta con añadir a esos postulados una confianza estable en el progreso, para sólo tener que trazar el oscuro camino que va del internamiento —diagnóstico silencioso dado por una medicina que aún no ha logrado formularse— hasta la hospitalización, cuyas primeras formas en el siglo XVIII prefiguran ya el progreso, e indican simbólicamente el término de éste.

Pero la desgracia ha querido que las cosas sean más complicadas; y, de manera general, que la historia de la locura no pueda, en caso alguno, servir de justificación, y como ciencia de apoyo, a la patología de las enfermedades mentales. La locura, en el devenir de su realidad histórica, hace posible en un momento dado un conocimiento de la alienación en un estilo de positividad que la cierne como enfermedad mental; pero no es este conocimiento el que forma la verdad de esta historia y la anima secretamente desde su origen. Y si, durante un tiempo, hemos podido creer que esta historia terminaba allí, ello ocurrió por no haber reconocido que la locura, como dominio de experiencia, nunca se agotaba en el conocimiento médico o para-médico que podía tenerse de ella. Y sin embargo, el hecho del internamiento en sí mismo, podía servir de prueba.

Volvamos por un instante a lo que ha podido ser el personaje del loco antes del siglo XVII. Hay tendencia a creer que todo ha recibido su indicio individual de cierto humanitarismo médico, como si la figura de su individualidad no pudiese ser más que patológica. En realidad, mucho antes de haber recibido el estatuto médico que le dio el positivismo, el loco había adquirido —ya en la Edad Media— una especie de densidad personal. Individualidad del personaje, sin duda, más que del enfermo. El loco que simula a Tristán, el que aparece en el Juego de la enramada, tienen ya valores bastante singulares para constituir papeles y ocupar un lugar entre los paisajes más familiares. El loco no ha necesitado de las determinaciones de la medicina para acceder a su reino de individuo. El anillo con que lo ha rodeado la Edad Media ha bastado. Pero esta individualidad no ha seguido siendo estable ni totalmente inmóvil. Se ha deshecho y, de alguna manera, reorganizado en el curso del Renacimiento. Desde el fin de la Edad Media se ha encontrado entregada a la solicitud de cierto humanismo médico. ¿Bajo qué influencia? No es imposible que el Oriente y el pensamiento árabe hayan desempeñado en ello un papel determinante. Parece, en efecto, que se hayan fundado, bastante pronto en el mundo árabe, verdaderos hospitales reservados a los locos: quizás en Fez desde el siglo VII[315], quizás también en Bagdad a fines del siglo XII[316], ciertamente en el Cairo durante el siglo siguiente; se practica allí una especie de cura de almas en que intervienen la música, la danza, los espectáculos y la audición de relatos maravillosos; son médicos quienes dirigen la cura y deciden interrumpirla cuando consideran haber triunfado[317]. En lodo caso, no puede ser azar el hecho de que los primeros hospitales de insensatos hayan sido inundados precisamente a fines del siglo XV en España. También es significativo que hayan sido los Hermanos de la Merced, muy familiarizados con el mundo árabe, puesto que practican el rescate de cautivos, los que hayan abierto el hospital de Valencia: la iniciativa había sido tomada por un hermano de esta religión, en 1409; otros laicos, sobre todo ricos comerciantes, uno de ellos Lorenzo Salou, se había encargado de reunir los fondos[318]. Después fue en 1425 la fundación del hospital de Zaragoza, cuyo sabio orden, casi cuatro siglos después, había de admirar Pinel: las puertas totalmente abiertas a los enfermos de todos los países, de todos los gobiernos, de todos los cultos, como da fe la inscripción urbis et orbis; esta vida de jardín que pone orden en el desarrollo de los espíritus mediante la sabiduría estacional «de las colectas, del trillaje, de la vendimia y de la recolección de los olivos»[319]. En España, asimismo, habrá hospitales en Sevilla (1436), Toledo (1483), y Valladolid (1489). Todos esos hospitales tienen un carácter médico del que sin duda estaban desprovistas las Dollhäuse que existían ya en Alemania [320] o la célebre casa de la Caridad de Upsala[321]. El hecho es que por doquier en Europa se ven aparecer, poco más o menos por esta época, instituciones de un tipo nuevo, como la Casa di Maniaci, en Padua (hacia 1410), o el Asilo de Bérgamo[322]. En los hospitales se empiezan a reservar salas a los insensatos; a principios del siglo XV se señala la presencia de locos en el Hospital de Bedlam, que había sido fundado a mediados del siglo XIII y confiscado por la corona en 1373. En la misma época se señalan en Alemania locales especialmente destinados a los insensatos: primero el Narrhäuslern de Nuremberg[323], después, en 1477, en el Hospital de Frankfurt, un edificio para los alienados y los Ungehorsame Kranke[324]; y en Hamburgo se menciona en 1376 una cista stolidorum, que también se llama custodia fatuorum[325]. Otra prueba más del estatuto singular que adquiere el loco, a fines de la Edad Media, es el extraño desarrollo de la colonia de Gheel: peregrinación frecuentada sin duda desde el siglo X, que constituye una aldea en que la tercera parte de la población está integrada por alienados.

Presente en la vida cotidiana de la Edad Media, familiarizado con su horizonte social, el loco, en el Renacimiento, es reconocido de otro modo, reagrupado, en cierta manera, según una nueva unidad específica: cernido por una práctica sin duda ambigua que lo aísla del mundo sin darle exactamente un estatuto médico. Se convierte en objeto de una solicitud y de una hospitalidad que le conciernen, a él precisamente, y a ningún otro del mismo modo. Ahora bien, lo que caracteriza al siglo XVII no es que haya avanzado, con más o menos rapidez, por el camino que conduce al reconocimiento del loco, y por allí al conocimiento científico que de él puede tomarse; por el contrario, ha empezado a distinguirlo con menos claridad; en cierto modo, le ha reabsorbido en una masa indiferenciada. Ha confundido las líneas de un rostro que se había individualizado ya desde hacía siglos. Por relación al loco de los Narrtürmer y de los primeros asilos de España, el loco de la época clásica, encerrado con los enfermos venéreos, los degenerados, los libertinos, los homosexuales, ha perdido los indicios de su individualidad; se disipa en una aprehensión general de la sinrazón. ¡Extraña evolución de una sensibilidad que parece perder la fineza de su poder de diferenciación y retrogradar hacia formas más masivas de la percepción! La perspectiva se vuelve más uniforme. Diríase que, en medio de los asilos del siglo XVII, el loco se pierde entre la grisalla, hasta el punto que es difícil seguir su rastro, hasta el movimiento de reforma que precede en poco a la Revolución.

De esta «involución» puede ofrecer no pocos signos el siglo XVII, en el curso mismo de su desarrollo. Se puede aprehender en vivo la alteración que sufren antes del fin del siglo los establecimientos que en su origen parecen haber estado designados, más o menos completamente, a los locos. Cuando los Hermanos de la Caridad se instalan en Charenton, el 10 de mayo de 1645, se trata de establecer un hospital que debe recibir a los enfermos pobres, entre ellos los insensatos. Charenton no se distingue en nada de los hospitales de la Caridad, que no han dejado de multiplicarse por Europa desde la fundación, en 1640, de la orden de San Juan de Dios. Pero antes del fin del siglo XVII, se hacen anexos a los edificios principales destinados a todos los que se encierra: correccionarios, locos, pensionarios por orden de detención. En 1720 se menciona por primera vez, en una capitular, una «casa de reclusión»[326]; debía de existir desde hacía algún tiempo, puesto que en aquel año, aparte de los propios enfermos, había un total de 120 pensionarios: toda una población en la que llegan a perderse los alienados. La evolución fue más rápida aún en Saint-Lazare. Si hemos de creer a sus primeros biógrafos, San Vicente de Paúl había dudado, durante cierto tiempo, antes de hacerse cargo, para su congregación, de este antiguo leprosario. Finalmente, un argumento lo decidió: la presencia en el «priorato» de algunos insensatos, a los que él quiso ofrecer sus cuidados[327]. Quitemos al relato lo que puede tener de intención voluntariamente apologética, y lo que puede atribuir al santo, por retrospección, de sentimientos humanitarios. Es posible, si no probable, que se hayan podido evitar ciertas dificultades concernientes a la atribución de este leprosario y de sus considerables bienes, que seguían perteneciendo a los caballeros de San Lázaro, haciendo del lugar un hospital para los «pobres insensatos». Pero muy pronto se la convirtió en «Casa de fuerza para las personas detenidas por orden de su majestad»[328]; y los insensatos que allí se encontraban pasaron, por el hecho mismo, al régimen correccional. Bien lo dice Pontchartrain, quien escribe al teniente d’Argenson, el 10 de octubre de 1703: «Vos sabéis que esos señores de San Lázaro desde hace tiempo han sido acusados de tratar a los detenidos con mucha dureza, y aun de impedir que quienes allí son enviados como débiles de espíritu o por sus malas costumbres, hagan saber su mejoría a sus padres, a fin de guardarlos más tiempo»[329]. Y es indudablemente un régimen de prisión el que evoca el autor de la Relación Sumaria cuando evoca el paseo de los insensatos: «Los hermanos sirvientes, o ángeles guardianes de los alienados, les hacen pasear por el patio de la casa, después de la comida, los días laborales, y los conducen a todos juntos, bastón en mano, como si fuesen un rebaño de borregos, y si algunos se apartan un mínimo del rebaño, o no pueden avanzar tan rápidamente como los otros, los atacan a golpe de bastón, de manera tan ruda que se ha visto a algunos quedar impedidos, y a otros a los que les han partido la cabeza, y que han muerto de los golpes recibidos»[330].

Podría creerse que allí sólo hay una cierta lógica propia del internamiento de los locos, en la medida en que escapa de todo control médico: gira entonces, según toda necesidad, hacia la prisión. Pero parece que se trata de una cosa totalmente distinta de una especie de fatalidad administrativa; pues no son solamente las estructuras y las organizaciones las que están aplicadas, sino la conciencia que se toma de la locura. Es ésta la que sufre un desplazamiento, y ya no llega a percibir un asilo de insensatos como un hospital, sino, cuando mucho, como una casa correccional. Cuando se crea un ala de celdas en la Caridad de Senlis, en 1675, se dice primero que está reservada «a los locos, a los libertinos, y a otros que el gobierno del rey hace encerrar»[331]. De una manera muy concreta se hace pasar al loco del registro del hospital al de la corrección y, dejando borrarse así los signos que le distinguían, se le envuelve en una experiencia moral de la sinrazón que es de una calidad totalmente distinta. Baste recordar el testimonio de un solo ejemplo. Se había reconstruido Bedlam en la segunda mitad del siglo XVII; en 1703, Ned Ward hace decir a uno de los personajes de su London Spy: «Verdaderamente, creo que están locos los que han construido un edificio tan costoso para cerebros perturbados (for a crack brain society). Diré que es una lástima que un edificio tan bello no sea habitado por gentes que tuviesen conciencia de su buena suerte»[332]. Lo que se ha producido entre el final del Renacimiento y el apogeo de la época clásica no es, por lo tanto, tan sólo una evolución de las instituciones; es una alteración de la conciencia de la locura; son los asilos de internado, las prisiones y las correccionales las que, en adelante, representarán esta conciencia.

Puede haber alguna paradoja en encontrar en una misma época locos en las salas del hospital e insensatos entre los correccionarios y los prisioneros, pero ello está lejos de ser el signo de un progreso en vías de completarse, de un progreso que vaya de la prisión a la casa de salud, del encarcelamiento a la terapéutica. De hecho, los locos que están en el hospital encarnan, a lo largo de toda la época clásica, un estado de cosas superado; ellos nos remiten a esta época —desde el fin de la Edad Media hasta el Renacimiento— en que el loco era reconocido y aislado como tal, aún fuera de un estatuto médico preciso. Por el contrario, los locos de los Hospitales Generales, de las Workhouses, de las Zuchthausern nos remiten a cierta experiencia de la sinrazón que es contemporánea rigurosa de la época clásica. Si bien es cierto que hay un desplazamiento cronológico entre esas dos maneras de tratar a los insensatos, no es el hospital el que pertenece al estrato geológico más reciente; forma, por el contrario, una sedimentación arcaica. La prueba de ello es que no ha dejado de ser atraído hacia las casas de internamiento por una especie de gravitación, y que ha sido como asimilado, hasta el punto de confundirse casi completamente con ellas. Desde el día en que Bedlam, el hospital para los lunáticos curables, fue abierto a quienes no lo eran (1733), ya no hubo diferencia notable con nuestros hospitales generales, o con ninguna casa correccional. San Lucas mismo, aunque tardíamente fundado, en 1751, para aliviar a Bedlam, no escapa de esta atracción del estilo correccional. Cuando Tuke, a fines del siglo, lo visitará, anotará en la libreta en que relata lo que ha podido observar: «El superintendente jamás ha encontrado gran ventaja en la práctica de la medicina… él piensa que el secuestro y la coacción pueden imponerse con ventaja, como castigo, y de manera general estima que el miedo es el principio más eficaz para reducir a los locos a una conducta ordenada»[333].

Analizar el internamiento como se le hace de manera tradicional, poniendo en la cuenta del pasado todo lo que toca aún al aprisionamiento, y en la cuenta del porvenir en formación lo que deja presagiar ya el hospital psiquiátrico, es alterar los datos del problema. De hecho, los locos, quizá bajo la influencia del pensamiento y de la ciencia árabes, han sido colocados en establecimientos especialmente designados para ello, algunos de los cuales, sobre todo en la Europa meridional, se parecían a los hospitales lo bastante para tratarlos allí, al menos parcialmente, como enfermos. De ese estatuto, adquirido desde hacía tiempo, testimoniarán algunos hospitales a través de la época clásica, hasta el tiempo de la gran reforma. Pero alrededor de esas instituciones-testigos, el siglo XVII instaura una experiencia nueva, en que la locura anuda parentescos desconocidos con figuras morales y sociales que aún le eran ajenas.

No se trata aquí de establecer una jerarquía, ni de mostrar que la época clásica ha constituido una regresión por relación al siglo XVI, en el conocimiento que tomó de la locura. Como veremos, los textos médicos de los siglos XVII y XVIII bastarán para probar lo contrario. Solamente, liberando a las cronologías y asociaciones históricas de toda perspectiva de «progreso», restituyendo a la historia de la experiencia un movimiento que no toma nada de la finalidad del conocimiento ni de la ortogénesis del saber, se trata de dejar aparecer el diseño y las estructuras de esa experiencia de la locura, tal como lo ha hecho el clasicismo. Esta experiencia no es ni un progreso ni un retardo por relación a otra. Si es posible hablar de una baja del poder de discriminación en la percepción de la locura, si es posible decir que el rostro del insensato tiende a borrarse, ello no es ni un juicio de valor ni aún el enunciado puramente negativo de un déficit del conocimiento; es una manera, aún totalmente exterior, de enfocar una experiencia muy positiva de la locura, experiencia que, dando al loco la precisión de una individualidad y de una estatura con que lo había caracterizado el Renacimiento, lo engloba en una experiencia nueva, y le prepara, más allá del campo de nuestra experiencia habitual, un nuevo rostro: aquel mismo en que la ingenuidad de nuestro positivismo creerá reconocer la naturaleza de toda locura.

La hospitalización yuxtapuesta al internamiento debe ponernos alerta ante el indicio cronológico característico de esas dos formas institucionales, y mostrar con bastante claridad que el hospital no es la verdad próxima de la casa correccional. No por ello deja de ser cierto que, en la experiencia global de la sinrazón en la época clásica, esas dos estructuras se mantienen; si una es más nueva y más vigorosa, la otra no queda jamás totalmente reducida. Y en la percepción social de la locura, en la conciencia sincrónica que la aprehende, se debe encontrar, pues, esta dualidad: a la vez fisura y equilibrio.

El reconocimiento de la locura en el derecho canónico, como en el derecho romano, estaba ligado a su diagnóstico por la medicina. La conciencia médica estaba implicada en todo juicio de alienación. En sus Cuestiones médico-legales, redactadas entre 1624 y 1650, Zacchias hacía el balance preciso de toda la jurisprudencia cristiana concerniente a la locura[334]. Para todas las causas de dementia et rationis laesione et morbis ómnibus qui rationem laedunt, Zacchias es concluyente: sólo el médico es competente para juzgar si un individuo está loco y qué grado de capacidad le deja su enfermedad. ¿No es significativo que esta obligación rigurosa —que un jurista formado en la práctica del derecho canónico admite como evidencia— sea un problema 150 años después, ya en tiempos de Kant[335], y que atice toda una polémica en la época de Heimoth, y después en la de Elias Régnault[336]? Esta participación del médico como experto ya no será reconocida como algo natural; habrá que establecerla con nuevos títulos. Ahora bien, para Zacchias, la situación aún es perfectamente clara: un jurisconsulto puede reconocer un loco por sus palabras, cuando no es capaz de ponerlas en orden; puede reconocerlo también por sus acciones: incoherencia de sus gestos, o absurdo de sus actos civiles: se habría podido adivinar que Claudio estaba loco, con sólo considerar que, como por heredero, había preferido Nerón a Británico. Pero ellos no son, aún, más que presentimientos: sólo el médico podrá transformarlos en certidumbre. Tiene, a disposición de su experiencia, todo un sistema de señales; en la esfera de las pasiones, una tristeza continua e inmotivada denuncia la melancolía; en el dominio del cuerpo, la temperatura permite distinguir el frenesí de todas las formas apiréticas del furor; la vida del sujeto, su pasado, los juicios que han podido hacerse sobre él desde su infancia, todo ello cuidadosamente pesado puede autorizar al médico a ofrecer un juicio, y a decretar si hay enfermedad o no. Pero la tarea del médico no termina con esta decisión; debe comenzar un trabajo más sutil. Hay que determinar cuáles son las facultades afectadas (memoria, imaginación o razón), de qué manera y hasta qué grado. Así, la razón es disminuida en la fatuitas; queda pervertida superficialmente en las pasiones, profundamente en el frenesí y en la melancolía; finalmente, la manía, el furor y todas las formas mórbidas del sueño la suprimen por completo.

Siguiendo el hilo de esas diferentes cuestiones, es posible analizar los comportamientos humanos, y determinar en qué medida se les puede poner en la cuenta de la locura. Por ejemplo, hay casos en que el amor es alienación. Desde antes de apelar al experto médico, el juez puede percibirlo, si observa en el comportamiento del sujeto una coquetería excesiva, una búsqueda perpetua de adornos y perfumes, o si tiene ocasión de verificar su presencia en una calle poco frecuentada donde pase una mujer bonita. Pero todos esos signos no hacen más que esbozar una probabilidad: de reunirse todos, aún no determinarían la decisión. Al médico corresponde descubrir las marcas indudables de la verdad. ¿Ha perdido el apetito y el sueño el sujeto?, ¿tiene los ojos hundido?, ¿se abandona en largos ratos a la tristeza? Es que su razón ya está pervertida, y ha sido alcanzado por esta melancolía del amor que Hucherius define como «la enfermedad atrabiliaria de un alma que desvaría, engañada por el fantasma y la falsa estimación de la belleza». Pero si, cuando el enfermo percibe al objeto de su llama, sus ojos se muestran huraños, su pulso se acelera y parece presa de una gran agitación desordenada, ya debe ser considerado como irresponsable, ni más ni menos que cualquier maníaco[337].

Los poderes de decisión se remiten al juicio médico; él y sólo él puede introducir a alguien en el mundo de la locura; él y sólo él permite distinguir al hombre normal del insensato, al criminal del alienado irresponsable. Ahora bien, la práctica del internamiento está estructurada según un tipo totalmente distinto; no se ordena por una decisión médica. Proviene de otra conciencia. La jurisprudencia del internamiento es bastante compleja en lo que concierne a los locos. Si se toman los textos al pie de la letra, parece que siempre se requiere un parte médico: en Bedlam, hasta 1733 se exige un certificado en que conste que el enfermo puede ser tratado, es decir, que no es un idiota de nacimiento, o que no es víctima de una enfermedad permanente[338]. En cambio, en las Casas Pequeñas se pide un certificado en que se declare que ha sido atendido en vano y que su enfermedad es incurable. Los parientes que quieren colocar a un miembro de su familia entre los insensatos de Bicêtre deben dirigirse al juez que «ordenará en seguida la visita del médico y del cirujano al insensato; ellos harán su informe y lo depositarán en la escribanía»[339]. Pero, tras esas precauciones administrativas, la realidad es muy distinta. En Inglaterra, es el juez de paz el que toma la decisión de decretar el internamiento, ya se lo haya pedido la familia del sujeto, ya sea que, por sí mismo, lo considere necesario para el buen orden de su distrito. En Francia, el internamiento a veces es decretado por una sentencia del tribunal, cuando el sujeto ha quedado convicto de un delito o de un crimen[340]. El comentario de la ordenanza penal de 1670 establece la locura como falso justificativo, cuya prueba no se admite más que después de la vista del proceso; si después de obtener información sobre la vida del acusado, se verifica el desorden de su espíritu, los jueces deciden que lo debe guardar su familia, o bien internarlo en el hospital o en un manicomio «para ser tratado allí como los otros insensatos». Es muy raro ver a los magistrados recurrir a un parte médico, aunque desde 1603 se hayan nombrado «en todas las buenas ciudades del reino dos personas del arte de la medicina y de la cirugía, de la mejor reputación, probidad y experiencia, para hacer las visitas y los informes en justicia»[341]. Hasta 1692, todos los internamientos de Saint-Lazare eran hechos por orden del magistrado y, aparte de lodo certificado médico, llevan las firmas del primer presidente, del teniente civil, del teniente del Châtelet, o de los tenientes generales de provincia; cuando se trata de religiosos, las órdenes son firmadas por los obispos y los capítulos. La situación se complica y se simplifica a la vez al final del siglo XVII: en marzo de 1667 se crea el cargo de teniente de policía[342]; muchos internamientos (en su mayor parte, en París), se harán a petición suya, con la única condición de que sea contrafirmada por un ministro. A partir de 1692, el procedimiento más frecuente es, sin duda, la carta de orden del rey. La familia, o los interesados, hacen la demanda al rey, quien accede y la entrega después de ser firmada por un ministro. Algunas de esas demandas van acompañadas de certificados médicos. Pero esos casos son los menos[343]. De ordinario, es la familia, la vecindad o el cura de la parroquia quienes son invitados a prestar testimonio. Los parientes más próximos tienen la mayor autoridad para hacer valer sus quejas o sus aprehensiones en la petición de internamiento. Se vela, tanto como es posible, por obtener el consentimiento de toda la familia, o, en todo caso, por conocer las razones de rivalidad o de interés que, llegado el caso, impiden obtener esta unanimidad[344]. Pero se da el caso de que los parientes más lejanos y aun los vecinos pueden obtener una medida de internamiento, en la cual no quería consentir la familia[345]. Tan cierto es ello que en el siglo XVII la locura se convierte en asunto de sensibilidad social[346]; al acercarse así al crimen, al desorden, al escándalo, puede ser juzgada, como ellos, por las formas más espontáneas y más primitivas de esta sensibilidad.

Lo que puede determinar y aislar al hecho de la locura no es tanto una ciencia médica como una conciencia susceptible de escándalo. En esta medida, los representantes de la Iglesia están en situación más privilegiada aún que los representantes del Estado para juzgar a la locura[347]. Cuando en 1784 Breteuil limitará el uso de las órdenes del rey, y pronto las hará caer en desuso, insistirá para que, en la medida de lo posible, el internamiento no ocurra antes del procedimiento jurídico de la interdicción. Precaución relacionada con lo arbitrario del expediente de la familia y de las órdenes del rey. Pero no para remitirse más objetivamente a la autoridad de la medicina; por el contrario, es para hacer pasar el poder de decisión a una autoridad judicial que no tenga que recurrir al médico. La interdicción, en efecto, no comporta ningún peritaje médico; es un asunto que debe arreglarse por completo entre las familias y la autoridad jurídica[348]. El internamiento y las prácticas de jurisprudencia que han podido determinarse a su alrededor de ninguna manera han permitido una autoridad más rigurosa del médico sobre el insensato. Por el contrario, parece que cada vez más se tendió a prescindir de ese control médico que, en el siglo XVII, estaba previsto en el reglamento de ciertos hospitales, y a «socializar» cada vez más el poder de decisión que debe reconocer la locura donde ésta se encuentre. No es nada sorprendente que, a principios del siglo XIX, se discuta aún, como cuestión no resuelta, la actitud de los médicos para reconocer la alienación y diagnosticarla. Lo que Zacchias, heredero de toda la tradición del derecho cristiano, acordaba sin vacilar a la autoridad de la ciencia médica, un siglo y medio después podrá impugnarlo Kant, y pronto Régnault lo rechazará por completo. El clasicismo y más de un siglo de internamiento habían hecho esa labor.

Si tomamos las cosas al nivel de los resultados, parece que sólo se haya hecho una transición entre una teoría jurídica de la locura, bastante elaborada para discernir, con ayuda de la medicina, sus límites y sus formas, y una práctica social, casi policíaca, que la capta de una manera masiva, utiliza formas de internamiento que ya han sido preparadas para la represión, y olvida seguir en sus sutilezas las distinciones que se reservan por y para el arbitraje judicial. Transición que, a primera vista, podría creerse completamente normal, o al menos completamente habitual: la conciencia jurídica tenía la costumbre de ser más elaborada y más fina que las estructuras que deben servirla o las instituciones en las cuales parece realizarse. Pero esa transición toma su importancia decisiva y su valor particular si pensamos que la conciencia jurídica de la locura había sido elaborada desde hacía largo tiempo, después de haberse constituido a lo largo de la Edad Media y del Renacimiento, a través del derecho canónico y de los restos del derecho romano, antes de que se instaurase la práctica del internamiento. Esta conciencia no es una anticipación de ella. Una y otra pertenecen a dos mundos distintos.

La una se deriva de cierta experiencia de la persona como sujeto de derecho, cuyas formas y obligaciones analiza; la otra pertenece a cierta experiencia del individuo como ser social. En un caso, hay que analizar la locura en las modificaciones que no puede dejar de aportar al sistema de las obligaciones; en el otro, hay que tomarla con todos los parentescos morales que justifican la exclusión. En tanto que sujeto de derecho, el hombre se libera de su responsabilidad en la medida misma en que está alienado; como ser social, la locura lo compromete en la vecindad de la culpabilidad. El derecho refinará, indefinidamente, su análisis de la locura; y en un sentido es justo decir que sobre el fondo de una experiencia jurídica de la alienación se ha constituido la ciencia médica de las enfermedades mentales. Ya en las formulaciones de la jurisprudencia del siglo XVII se ven surgir algunas de las finas estructuras de la psicopatología. Zacchias, por ejemplo, en la antigua categoría de la fatuitas, de la imbecilidad, distingue niveles que parecen presagiar la clasificación de Esquirol, y, pronto, toda la psicología de las debilidades mentales. En la primera fila de un orden decreciente coloca los «tontos» que pueden testimoniar, testar, casarse, pero no ingresar en las órdenes sagradas ni administrar un cargo «pues son como niños que se acercan a la pubertad». Después vienen los imbéciles propiamente dichos (fatui). No se les puede confiar ninguna responsabilidad; su espíritu está por debajo de la edad de la rajón, como el de los niños de menos de siete años. En cuanto a los stolidi, los estúpidos, no son ni más ni menos que guijarros; no se les puede autorizar ningún acto jurídico salvo, quizás, el testamento, si tienen el suficiente discernimiento para reconocer a sus parientes[349]. Bajo la presión de los conceptos del derecho, y en la necesidad de cernir con precisión la personalidad jurídica, el análisis de la alienación no deja de afinarse y parece anticipar teorías médicas que lo siguen de lejos.

La diferencia es profunda, si comparamos con esos análisis los conceptos que están en vigor en la práctica del internamiento. Un término como el de imbecilidad sólo tiene valor en un sistema de equivalencias aproximadas, que excluye toda determinación precisa. En la Caridad de Senlis encontraremos un «loco vuelto imbécil», un «hombre antes loco, hoy espíritu débil e imbécil»[350]; el teniente d’Argenson hace encerrar a «un hombre de una rara especie que se parece a cosas muy opuestas. Tiene la apariencia del buen sentido en muchas cosas y la apariencia de una bestia en muchas otras»[351]. Pero más curioso aún es confrontar una jurisprudencia como la de Zacchias con los muy raros certificados médicos que acompañan los expedientes de internamiento. Diríase que nada de los análisis de la jurisprudencia ha pasado por su juicio. A propósito de la fatuidad, justamente, puede leerse, con la firma de un médico, un certificado como éste: «Hemos visto y visitado al llamado Charles Dormont, y después de haber examinado su apariencia, el movimiento de sus ojos, tomado su pulso y haber seguido todos sus pasos, haberlo sometido a varios interrogatorios y recibido sus respuestas, estamos unánimemente convencidos de que el citado Dormont tenía el espíritu mal orientado y extravagante y que ha caído en una entera y absoluta demencia y fatuidad»[352]. Se tiene la impresión, al leer ese texto, de que hay dos usos, casi dos niveles de elaboración de la medicina, según que sea tomada del contexto del derecho o que deba ordenarse según la práctica social del internamiento. En un caso, pone en juego las capacidades del sujeto de derecho, y por ello prepara una psicología que mezclará, en una unidad indecisa, un análisis filosófico de las facultades y un análisis jurídico de la capacidad de contratar y de obligar. Se dirige a las estructuras finas de la libertad civil. En el otro caso, pone en juego la conducta del hombre social, y prepara así una patología dualista, en términos de normal y de anormal, de sano y de enfermo, que escinde en dos dominios irreductibles la sencilla fórmula: «Debe internarse». Estructura espesa de la libertad social.

Uno de los esfuerzos constantes del siglo XVIII fue ajustar a la antigua noción jurídica de «sujetos de derecho» la experiencia contemporánea del hombre social. Entre ellas, el pensamiento político de las Luces postula a la vez una unidad fundamental y una reconciliación siempre posible más allá de todos los conflictos de hecho. Esos temas han guiado silenciosamente la elaboración del concepto de locura y la organización de las prácticas concernientes. La medicina positivista del siglo XIX hereda todo ese esfuerzo de la Aufklärung. Admitirá como ya establecido y probado que la alienación del sujeto de derecho puede y debe coincidir con la locura del hombre social, en la unidad de una realidad patológica que es a la vez analizable en términos de derecho y perceptible a las formas más inmediatas de la sensibilidad social. La enfermedad mental, que la medicina va a ponerse como objeto, se habrá constituido lentamente como la unidad mítica del sujeto jurídicamente incapaz, y del hombre reconocido como perturbador del grupo: y ello bajo el efecto del pensamiento político y moral del siglo XVIII. Se ha percibido ya el efecto de ese acercamiento poco antes de la Revolución, cuando en 1784 Breteuil quiere hacer preceder al internamiento de los locos por un procedimiento judicial más minucioso, que abarque la interdicción y la determinación de la capacidad del sujeto como persona jurídica: «Respecto a las personas cuya detención se exige por causa de alienación de espíritu, la justicia y la prudencia exigen», escribe el ministro a los intendentes, «que no propongáis las órdenes (del rey) más que cuando haya una interdicción propuesta por juicio»[353]. Lo que prepara el esfuerzo liberal de la última monarquía absoluta, lo realizará el código civil, haciendo de la interdicción la condición indispensable para todo internamiento.

El momento en que la jurisprudencia de la alienación se convierte en condición previa de todo internamiento es también el momento en que, con Pinel, está naciendo una psiquiatría que pretende tratar por primera vez al loco como un ser humano. Lo que Pinel y sus contemporáneos considerarán como un descubrimiento a la vez de la filantropía y de la ciencia no es, en el fondo, más que la reconciliación de la conciencia dividida del siglo XVIII. El internamiento del hombre social logrado en la interdicción del sujeto jurídico: ello quiere decir que por primera vez el hombre alienado es reconocido como incapaz y como loco; su extravagancia, percibida inmediatamente por la sociedad, limita su existencia jurídica, pero sin rebasarla. Por el hecho mismo, los dos usos de la medicina se reconcilian: el que trata de definir las estructuras finas de la responsabilidad y de la capacidad, y el que sólo ayuda a desencadenar el decreto social del internamiento.

Todo ello es de una importancia extrema para el desarrollo ulterior de la medicina del espíritu. Ésta, según su forma «positiva», no es, en el fondo, más que la superposición de dos experiencias que el clasicismo ha yuxtapuesto sin unir jamás definitivamente: una experiencia social, normativa y dicotómica de la locura, que gira por completo alrededor del imperativo del internamiento y se formula simplemente en estilo de «sí o no», «inofensivo o peligroso», «para internarse o no», y una experiencia jurídica, cualitativa, sutilmente diferenciada, sensible a las cuestiones de límites y de grados, y que busca en todos los dominios de la actividad del sujeto los rostros polimorfos que puede tomar la alienación. La psicopatología del siglo XIX (y quizás aún la nuestra) cree situarse y tomar sus medidas por relación a un homo natura, o a un hombre normal dado anteriormente a toda experiencia de la enfermedad. De hecho, ese hombre normal es una creación; y si hay que situarlo, no es en un espacio natural, sino en un sistema que identifica el socius al sujeto de derecho; y como consecuencia, el loco no es reconocido como tal porque una enfermedad lo ha arrojado hacia las márgenes de la normalidad, sino porque nuestra cultura lo ha situado en el punto de encuentro entre el decreto social del internamiento y el conocimiento jurídico que discierne la capacidad de los sujetos de derecho. La ciencia «positiva» de las enfermedades mentales y esos sentimientos humanitarios que han ascendido al loco al rango de ser humano sólo han sido posibles una vez sólidamente establecida esta síntesis, que forma, en cierto modo, el a priori concreto de toda nuestra psicopatología con pretensiones científicas.

Todo aquello que, desde Pinel, Tuke y Wagnitz, ha podido indignar la buena conciencia del siglo XIX, nos ha ocultado durante largo tiempo cuán polimorfa y variada podía ser la experiencia de la locura en la época del clasicismo. Fascinantes han sido la enfermedad desconocida, los alienados en cadenas y toda esta población encerrada por una orden o a instancias del teniente de policía. Pero no se han visto todas las experiencias que se entrecruzaban en esas prácticas aparentemente masivas de las que ha podido creerse, a primera vista, que estaban poco elaboradas. En realidad, la locura en la época clásica ha quedado dentro de dos formas de hospitalidad: la de los hospitales propiamente dichos y la del internamiento; ha quedado sometida a dos formas de localización: una tomada del universo del derecho, y que usaba sus conceptos; la otra que pertenecía a las formas espontáneas de la percepción social. Entre todos esos aspectos diversos de la sensibilidad a la locura, la conciencia médica no es inexistente; pero tampoco es autónoma; a mayor abundamiento, no debe suponerse que es ella la que sostiene, ni aun oscuramente, a todas las otras formas de experiencia. Simplemente, está localizada en ciertas prácticas de la hospitalización. También ocupa un lugar en el interior del análisis jurídico de la alienación, pero no constituye lo esencial, ni mucho menos. No obstante, su papel es de importancia en la economía de todas esas experiencias, y en la manera en que se articulan las unas sobre las otras. Es ella, en efecto, la que hace comunicar las reglas del análisis jurídico y la práctica del envío de los locos a establecimientos médicos. En cambio, difícilmente penetra en el dominio constituido por el internamiento y la sensibilidad social que en él se expresa.

Todo ello ocurre tan bien que nos parece ver formarse dos esferas ajenas la una a la otra. Tal parece que durante toda la época clásica, la experiencia de la locura ha sido vivida de dos modos distintos. Habría como un halo de sinrazón alrededor del sujeto de derecho; éste se ve rodeado por el reconocimiento jurídico de la irresponsabilidad y de la incapacidad, por el decreto de interdicción y por la definición de la enfermedad. Habría, por otra parte, un halo distinto de sinrazón, el que rodea al hombre social y que ciernen a la vez la conciencia del escándalo y la práctica del internamiento. Sin duda ocurrió que esos dominios se recubrieran parcialmente; pero, por relación del uno al otro, siempre siguieron siendo excéntricos, y han definido dos formas de la alienación esencialmente distintas.

La una se toma como la limitación de la subjetividad: línea trazada en los confines de los poderes del individuo, y que determina las regiones de su irresponsabilidad; esta alienación designa un proceso por el cual el sujeto queda desposeído de su libertad por un doble movimiento: el de la locura, natural, y el de la interdicción, jurídico, que le hace caer bajo el poder de Otro: otro en general, representado, en el caso, por el curador. La otra forma de alienación designa, por el contrario, una toma de conciencia por la cual el loco es reconocido por su sociedad como extranjero en su propia patria; no se le libera de su responsabilidad, se le asigna, al menos bajo la forma de parentesco y de vecindad cómplices, una culpabilidad moral. Se les designa como el Otro, como el Extranjero, como el Excluido. El extraño concepto de «alienación psicológica», que se creerá fundado en la psicopatología, no sin que se beneficie, por cierto, de unos equívocos con que habría podido enriquecerse en otro dominio de la reflexión, ese concepto no es en el fondo más que la confusión antropológica de esas dos experiencias de la alienación, una que concierne al ser caído en el poder del Otro, y encadenado a su libertad, la segunda que concierne al individuo convertido en Otro, extraño a la similitud fraternal de los hombres entre sí. Una se acerca al determinismo de la enfermedad, la otra, antes bien, toma la apariencia de una condenación ética.

Cuando el siglo XIX decidirá internar en el hospital al hombre sin razón, y cuando, al mismo tiempo, hará del internamiento un acto terapéutico destinado a curar a un enfermo, lo hará por una medida de fuerza que reduce a una unidad confusa, pero difícil de desanudar, esos diversos temas de la alienación y esos múltiples rostros de la locura a los cuales el racionalismo clásico siempre había dejado la posibilidad de aparecer.