INTRODUCCIÓN
VERDAD trivial a la que ya es tiempo de volver ahora: la conciencia de la locura, al menos en la cultura europea, nunca ha sido un hecho macizo, que forme un bloque y se metamorfosee como un conjunto homogéneo. Para la conciencia occidental, la locura surge simultáneamente en puntos múltiples, formando una constelación que se desplaza poco a poco, transforma su diseño y cuya figura oculta, quizás, el enigma de una verdad. Sentido siempre fracasado.
Pero, después de todo, ¿qué forma del saber es bastante singular, esotérica o regional para no ser dada nunca más que en un punto, y en una formulación única? ¿Qué conocimiento es sabido al mismo tiempo bastante bien y bastante mal para ser conocido una sola vez, de una sola manera, según un solo tipo de aprehensión? ¿Cuál es la figura de la ciencia, por coherente y cerrada que sea, que no deje gravitar a su alrededor formas más o menos oscuras de conciencia práctica, mitológica o moral? Si no hubiese vivido en un orden disperso, y reconocido solamente por sus perfiles, toda verdad entraría en el sueño.
Quizá, sin embargo, cierta no coherencia es más esencial a la experiencia de la locura que a ninguna otra; quizás esta dispersión concierne, antes que a diversos modos de elaboración entre los cuales sea posible sugerir un esquema evolutivo, a lo que hay de más fundamental en esta experiencia y más próximo de sus datos originarios. Y en tanto que en la mayor parte de las otras formas del saber la convergencia se esboza a través de cada perfil, aquí la divergencia se inscribe en las estructuras, no autorizando otra conciencia de la locura más que la ya rota y fragmentada desde el principio en un debate que no puede terminar. Puede ocurrir que unos conceptos o una cierta pretensión de saber recubran de manera superficial esta primera dispersión: testigo, el esfuerzo que hace el mundo moderno para no hablar de la locura más que en los términos serenos y objetivos de la enfermedad mental, y para dejar en las sombras los valores patéticos en los significados mixtos de la patología y de la filantropía. Pero el sentido de la locura en una época dada, incluso la nuestra, no hay que preguntarlo a la unidad al menos esbozada de un proyecto, sino a esa presencia desgarrada; y si ocurre a la experiencia de la locura tratar de superarse y de equilibrarse, proyectándose sobre un plano de objetividad, nada ha podido borrar los valores dramáticos dados desde el origen a su debate.
Con el curso del tiempo, ese debate retorna con obstinación: incansablemente, puede poner en juego, bajo formas diversas, pero con la misma dificultad de conciliación, las mismas formas de conciencia, siempre irreductibles.
1. Una conciencia crítica de la locura, que la reconoce y la designa sobre el fondo de lo razonable, de lo reflexionado, de lo moralmente sabio; conciencia que se entrega por completo en su juicio, desde antes de la elaboración de sus conceptos; conciencia que no define, que denuncia. La locura es concebida allí a modo de una oposición resentida inmediatamente; estalla en su visible aberración, mostrando por una plétora de pruebas «que tiene la cabeza vacía y está invertida[399]». En ese punto aún inicial, la conciencia de la locura es segura de sí misma, es decir, de no estar loca. Pero se ha arrojado, sin medida ni concepto, en el interior mismo de la diferencia, en lo más vivo de la oposición, en el corazón de ese conflicto en que locura y no locura intercambian su lenguaje más primitivo; y la oposición se vuelve reversible: en esta ausencia de punto fijo, bien puede ser que la locura sea razón, y que la conciencia de locura sea presencia secreta, estratagema de la locura misma.
Quien por viajar se embarca en bajel,
ve que se va la tierra, y no que avanza él[400].
Pero, puesto que para la locura no existe la certeza de no estar loca, hay allí una locura más general que todas las otras, y que coloca en el mismo sitio que a la locura a la más obstinada de las sabidurías.
Y cuanto más cavila mi caletre profundo,
mi convicción es firme, que yerra todo el mundo[401].
Sabiduría frágil, pero suprema. Supone, exige el perpetuo desdoblamiento de la conciencia de la locura, su hundimiento en la locura y su nuevo surgimiento. Se apoya sobre valores, o, antes bien, sobre el valor, formulado desde el principio, de la razón, pero la suprime para encontrarla inmediatamente en la lucidez irónica y falsamente desesperada de esta abolición. Conciencia crítica que finge llevar el rigor hasta hacerse crítica radical de sí misma, y hasta arriesgarse en lo absoluto de un combate dudoso, pero que se guarda de ello, secretamente, por adelantado, reconociéndose como razón en el hecho único de aceptar el riesgo. En un sentido, el compromiso de la razón es total en esta oposición sencilla y reversible a la locura, pero sólo es total a partir de una secreta posibilidad de zafarse completamente.
2. Una conciencia práctica de la locura: aquí la separación no es ni virtualidad ni virtuosismo de la dialéctica. Se impone como una realidad concreta porque es dada en la existencia y las normas de un grupo; pero, más aún, se impone como elección, como elección inevitable, puesto que hay que estar de este lado o del otro, en el grupo o fuera del grupo. Además, esa elección es una elección falsa, pues sólo quienes están en el interior del grupo tienen el derecho de designar a quienes, estando considerados como en el exterior, son acusados de haber escogido estar allí. La conciencia, solamente crítica, que han desviado, se apoya sobre la conciencia de que han escogido otra vía, y por ello, se justifica —se aclara y se oscurece a la vez— en un dogmatismo inmediato. No es una conciencia perturbada por haberse comprometido en la diferencia y la homogeneidad de la locura y de la razón; es una conciencia de la diferencia entre locura y razón, conciencia que es posible en la homogeneidad del grupo considerado como portador de las normas de la razón. Para ser social, normativa, sólidamente apoyada desde el principio, esta conciencia práctica de la locura no deja de ser dramática; simplifica la solidaridad del grupo, indica igualmente la urgencia de una separación.
En esa separación se ha callado la libertad siempre peligrosa del diálogo; no queda más que la tranquila certidumbre de que hay que reducir la locura al silencio. Conciencia ambigua, serena, puesto que está segura de detectar la verdad, pero inquieta de reconocer los sombríos poderes de la locura. Contra la razón, aparece ahora desarmada la locura; pero contra el orden, contra lo que la razón puede manifestar de ella misma en las leyes de las cosas y de los hombres, revela extraños poderes. Es este orden el que siente amenazado esta conciencia de la locura, y la separación que ella consuma arriesga su suerte. Pero ese riesgo es limitado, falsificado desde el principio; no hay confrontación real, sino el ejercicio sin compensación de un derecho absoluto que la conciencia de la locura se arroga desde el origen al reconocerse como homogéneo a la razón y al grupo. La ceremonia triunfa sobre el debate; y no son los avatares de una lucha real que expresa esta conciencia de la locura, sino tan sólo los ritos inmemoriales de una conjuración. Esta forma de conciencia es, al mismo tiempo, la más y la menos histórica; se da a cada instante como reacción inmediata de defensa, pero esta defensa no hace más que reactivar todas las viejas obsesiones del horror. El asilo moderno, si al menos se piensa en la conciencia oscura que le justifica y que funda su necesidad, no está puro de la herencia de los leprosarios. La conciencia práctica de la locura, que parece no definirse más que por la transparencia de su finalidad, es sin duda la más espesa, la más cargada de antiguos dramas en su ceremonia esquemática.
3. Una conciencia enunciadora de la locura, que da la posibilidad de decir en lo inmediato, y sin ninguna desviación por el saber: «Aquél es un loco». No es aquí cuestión de calificar o descalificar a la locura, sino solamente de indicarla en una especie de existencia sustantiva; hay allí, ante la mirada, alguien que está irrecusablemente loco, alguien que es evidentemente loco: existencia simple, inmóvil, obstinada, la locura antes de toda calidad y de todo juicio. La conciencia no está entonces al nivel de los valores: de los peligros y de los riesgos; está al nivel del ser, no siendo otra cosa que un conocimiento monosilábico reducido a lo constante. En un sentido, es la más serena de todas las conciencias de la locura, puesto que no es, en suma, más que una simple aprehensión perceptiva. No pasando por saber, evita hasta las inquietudes del diagnóstico. Es la conciencia irónica del interlocutor del Sobrino de Ramean, es la conciencia reconciliada con ella misma que, apenas habiendo ascendido del fondo del dolor, cuenta, a medio camino entre la fascinación y la amargura, los sueños de Aurelia. Por sencilla que sea, esta conciencia no es pura: entraña un retroceso perpetuo, puesto que supone y prueba a la vez que no es locura por el hecho mismo de que ella es su conciencia inmediata. La locura no estará allí, presente y designada en una evidencia irrefutable, más que en la medida en que la conciencia ante la que está presente la ha recusado ya, definiéndose por relación y por oposición a ella. No es conciencia de locura más que ante el fondo de conciencia de no ser locura. Por libre de prejuicios que pueda estar, por alejada de todas las formas de coacción y de represión, siempre es cierta manera de haber dominado ya la locura. Su negativa a calificar la locura presupone siempre cierta conciencia cualitativa de sí misma, como no siendo locura, no es percepción simple más que en la medida en que es esta oposición subrepticia: «Porque otros han estado locos, nosotros podemos no estarlo», decía Blake[402]. Pero no hay que equivocarse ante esta aparente anterioridad de la locura de los otros: aparece en el tiempo, cargada de antigüedad, porque, por encima de toda memoria posible, la conciencia de no estar loco había extendido ya su calma intemporal: «Las horas de la locura se miden por el reloj, pero las de la sabiduría no puede medirlas ningún reloj.»[403]
4. Una conciencia analítica de la locura, conciencia desplegada de sus formas, de sus fenómenos, de sus modos de aparición. Sin duda, el todo de esas formas y de esos fenómenos no está jamás presente en esta conciencia; durante largo tiempo y para siempre quizá la locura ocultará lo esencial de sus poderes y de sus verdades en el mal conocido; empero, en esta conciencia analítica, ella se une a la tranquilidad del bien conocido. Aun si es cierto que no se llegará jamás al fin de sus fenómenos y de sus causas, pertenece por pleno derecho a la mirada que la domina. La locura no es allí más que la totalidad al menos virtual de sus fenómenos; no entraña más peligro, no implica más separación; no presupone otro retroceso que cualquier objeto de conocimiento. Esta forma de conciencia es la que funda la posibilidad de un saber objetivo de la locura.
Cada una de esas formas de conciencia es a la vez suficiente en sí misma y solidaria de todas las demás. Solidarias puesto que no pueden dejar de apoyarse subrepticiamente las unas sobre las otras; no existe saber de la locura, por objetivo que se pretenda, tan fundado como se pretenda sobre las solas formas del conocimiento científico, que no suponga, a pesar de todo, el movimiento anterior de un debate crítico, en que la razón se ha medido con la locura, experimentándola a la vez en la simple oposición, y en el peligro de la reversibilidad inmediata; presupone también como virtualidad siempre presente en su horizonte una separación práctica, en que el grupo confirma y refuerza sus valores por la conjuración de la locura. Inversamente, puede decirse que no hay conciencia crítica de la locura que no trate de fundarse o de sobrepasarse en un conocimiento analítico en que se aplacará la inquietud del debate, en que serán conjurados los riesgos, en que las distancias quedarán definitivamente establecidas. Cada una de las cuatro formas de conciencia de la locura indica una o varias otras que le sirven de referencia constante, de justificación o de presuposición.
Pero ninguna puede reabsorberse jamás totalmente en otra. Por estrecha que sea, su relación jamás puede reducirlas a una unidad que las aboliría a todas en una forma tiránica, definitiva y monótona de conciencia. Y es que, por su naturaleza, por su significación y su fundamento, cada una conserva su autonomía: la primera cierne en el instante toda una región del idioma en que se encuentran y se confrontan a la vez el sentido y el no-sentido, la verdad y el error, la sabiduría y la embriaguez, la luz del día y el sueño cintilante, los límites del juicio y las presunciones infinitas del deseo. La segunda, heredera de los grandes horrores ancestrales, retoma, sin saberlo, quererlo ni decirlo, los viejos ritos mudos que purifican y vigorizan las conciencias oscuras de la comunidad; envuelve con ellas toda una historia que no se nombra, y pese a las justificaciones que pueda proponer de sí misma, permanece más cerca del rigor inmóvil de las ceremonias que de la labor incesante del idioma. La tercera no es del orden del conocimiento, sino del reconocimiento; es espejo (como en el Sobrino de Ramean), o recuerdo (como en Nerval o en Artaud), siempre, en el fondo, reflexión sobre sí en el momento mismo en que cree designar o el extraño o lo que hay de más extraño en sí; lo que pone a distancia, en su enunciación inmediata, en este descubrimiento totalmente perceptivo, es su secreto más próximo; y bajo esta existencia sencilla y no de la locura, que está allí como una cosa abierta y desarmada, reconoce sin saberlo la familiaridad de su dolor. En la conciencia analítica de la locura efectúa el aplacamiento del drama y se cierra el silencio del diálogo; ya no hay ni rito ni lirismo; los fantasmas toman su verdad, los peligros de la contra-naturaleza se convierten en signos y manifestaciones de una naturaleza; lo que evocaba el horror no llama más que a la técnica de supresión. La conciencia de la locura no puede encontrar aquí su equilibrio más que en la forma del conocimiento.
Desde que, con el Renacimiento, ha desaparecido la experiencia trágica del insensato, cada figura histórica de la locura implica la simultaneidad de esas cuatro formas de conciencia; a la vez, su conflicto oscuro y su unidad sin cesar desanudada; a cada instante se hace y se deshace el equilibrio de lo que, en la experiencia de la locura, proviene de una conciencia dialéctica, de una separación ritual, de un reconocimiento lírico y, en fin, del saber. Los rostros sucesivos que toma la locura en el mundo moderno reciben lo que hay de más característico en sus rasgos de la proporción y de los vínculos que se establecen entre esos cuatro grandes elementos. Ninguno desaparece jamás enteramente, pero llega a ocurrir que uno de ellos sea privilegiado, hasta el punto de mantener a los otros en una semi-oscuridad en que nacen tensiones y conflictos que reinan por debajo del nivel del lenguaje. También llega a ocurrir que se establezcan agrupaciones entre tal o tal de esas formas de conciencia, que constituyen entonces grandes sectores de experiencia con su autonomía y su estructura propias. Todos esos movimientos designan los rasgos de un devenir histórico.
Si se adoptara una cronología larga, desde el Renacimiento hasta nuestros días, es probable que pudiera encontrarse un movimiento de gran envergadura que hiciera desviar la experiencia de la locura desde las formas críticas de conciencia hasta las formas analíticas. El siglo XVI ha privilegiado la experiencia dialéctica de la locura: más que ninguna otra época, ha sido sensible a lo que podía haber allí de indefinidamente reversible entre la razón de la locura, a todo lo que había de próximo, de familiar, de similar en la presencia del loco, a todo aquello que su existencia, en sí, podía denunciar de ilusión y hacer estallar de irónica verdad. De Brant a Erasmo, a Louise Labe, a Montaigne, a Charron, a Régnier, es la misma inquietud la que se comunica, la misma vivacidad crítica, el mismo consuelo en la aceptación sonriente de la locura. «Así esta razón es una extraña bestia.» [404] Y ni siquiera la experiencia médica deja ni por un momento de ordenar sus conceptos y sus medidas según el movimiento indefinido de esta conciencia.
Por el contrario, los siglos XIX y XX han dejado caer todo el peso de su interrogación sobre la conciencia analítica de la locura. Hasta han supuesto que había que buscar allí la verdad total y final de la locura, no siendo las otras formas de experiencia más que aproximaciones, tentativas poco evolucionadas, elementos arcaicos. Y sin embargo la crítica nietzscheana, todos los valores investidos en la separación del asilo, y la gran investigación que Artaud, después de Nerval, ejerció implacablemente sobre sí mismo, son testimonios suficientes de que todas las otras formas de conciencia de la locura aún viven en el núcleo de nuestra cultura. El hecho de que no puedan recibir apenas otra formulación que la lírica no demuestra que estén pereciendo, ni que hayan prolongado, a pesar de todo, una existencia que el saber ha rechazado desde hace tiempo, sino que, mantenidas en la sombra, se vivifican en las formas más libres y más originales del idioma. Y su poder de contestación, sin duda, sale así más vigorizado.
En la época clásica, en cambio, la experiencia de la locura encuentra su equilibrio en una separación que define dos dominios autónomos de la locura: por un lado, la conciencia crítica y la conciencia práctica; por el otro, las formas del conocimiento y del reconocimiento. Se aísla toda una región que agrupa el conjunto de las prácticas y de los juicios por los cuales es denunciada y excluida la locura; lo que en ella está vecino, demasiado vecino de la razón, todo lo que amenaza a ésta con un parecido ridículo, es separado según el modo de la violencia, y reducido a riguroso silencio; es ese peligro dialéctico de la conciencia razonable, es esa separación salvadora la que recubre el gesto del internamiento. La importancia del internamiento no está en que sea una nueva forma institucional, sino en que resume y manifiesta una de las dos mitades de la experiencia clásica de la locura: aquélla en que se organizan en la coherencia de una práctica la inquietud dialéctica de la conciencia y la repetición del ritual de la separación. En la otra región, por el contrario, la locura se manifiesta: trata de decir su verdad, de denunciarse allí donde está, y de desplegarse en el conjunto de sus fenómenos; intenta adquirir una naturaleza y un modo de presencia positiva en el mundo.
Después de haber intentado, en los capítulos precedentes, analizar el dominio del internamiento y las formas de la conciencia que recubre esta práctica, desearemos, en los capítulos que van a seguir, restituir el dominio del reconocimiento y del conocimiento de la locura a la época clásica: pues, con toda certidumbre y en una percepción inmediata, ¿quién ha podido ser reconocido como loco? ¿Cómo viene a manifestarse la locura en signos que no pueden ser rechazados? ¿Cómo ha llegado a tener un sentido en una naturaleza?
Pero sin duda, esta separación entre dos dominios de experiencia es bastante característica de la época clásica, y lo bastante importante en sí misma para que podamos extendernos sobre ella algunos instantes.
Se dirá, acaso, que en esta censura no hay nada de extraordinario ni de rigurosamente propio de una época histórica dada. Que las prácticas de exclusión y de protección no coinciden con la experiencia más teórica que se tiene de la locura, es, ciertamente, un hecho bastante constante en la experiencia occidental. Aún en nuestros días, en el cuidado mismo con el cual nuestra buena conciencia se empecina en fundar toda tentativa de separación sobre una designación científica, fácilmente se puede descifrar el malestar de una inadecuación.
Pero lo que ha caracterizado a la época clásica es que no se encuentra en ella ni aún malestar, ni aspiración a una unidad. La locura ha tenido, durante un siglo y medio, una existencia rigurosamente dividida. Y hay de ello una prueba concreta que salta inmediatamente a la vista: y es que el internamiento, lo hemos visto, no ha sido de ninguna manera una práctica médica, y que el rito de exclusión al que procede no se abre sobre un espacio de conocimiento positivo, y que, en Francia, habrá que esperar a la gran circular de 1785 para que una orden médica penetre en el internamiento, y un decreto de la Asamblea para que, a propósito de cada internado, se plantee la cuestión de saber si está loco o no. A la inversa, hasta Haslam y Pinel, prácticamente no habrá experiencia médica nacida del asilo y en el asilo; el saber de la locura ocupará un lugar en un cuerpo de conocimientos médicos, en que figura como un capítulo entre muchos otros, sin que nada indique el modo de existencia particular de la locura en el mundo, ni el sentido de su exclusión.
Esa separación sin apelación hace de la época clásica una época de entendimiento para la existencia de la locura. No hay posibilidad para ningún diálogo, para alguna confrontación entre una práctica que domina la contra-natura y la reduce al silencio, y un conocimiento que trata de descifrar verdades de naturaleza; el gesto que conjura lo que el hombre no sabría reconocer ha permanecido ajeno al discurso en el cual una verdad surge en el conocimiento. Las formas de conocimiento se han desarrollado por sí mismas, una en una práctica sin comentario, la otra en un discurso sin contradicción. Totalmente excluida por una parte, totalmente objetivada, por la otra, la locura nunca se ha manifestado por sí misma en un lenguaje que le fuera propio. No es la contradicción la que está viva en ella, sino que es ella la que vive separada entre los términos de la contradicción. En tanto que el mundo occidental estuvo consagrado a la época de la razón, la locura ha permanecido sumisa a la división del entendimiento.
Sin duda, es ésta la razón de ese profundo silencio que da a la locura de la época clásica la apariencia del sueño: tal era la fuerza con que se imponía el clima de evidencia que rodeaba y protegía unos conceptos y prácticas de los otros.
Quizá ninguna época haya sido más insensible al patetismo de la locura que esta época que, sin embargo, fue la del extremo desgarramiento en su vida profunda. Y es que, por virtud misma de ese desgarramiento, no era posible tomar conciencia de la locura como de un punto único en que vendrían a reflejarse —lugar imaginario y real a la vez— las preguntas que el hombre se plantea a propósito de sí mismo. Aun cuando en el siglo XVII se hubiese estado seguro de que un internamiento no era justo, no era la esencia misma de la razón la que por ello se encontraba comprometida; y, a la inversa, la incertidumbre de lo que era la locura o del punto a partir del cual había que trazar sus límites, no era considerada como amenaza inmediata para la sociedad o para el hombre en concreto. El exceso mismo de la separación garantizaba la calma de cada una de las dos formas de interrogación. Ninguna recurrencia amenazaba, al ponerlas en contacto, con provocar la chispa de una cuestión fundamental y sin apelación.
Y, sin embargo, no dejan de ocurrir asombrosas coincidencias, por doquier. Esos dos dominios, tan rigurosamente separados, no dejan de manifestar, si se les examina de cerca, muy estrictas analogías de estructura. El retroceso de la locura provocado por las prácticas del internamiento, la desaparición del personaje del loco como tipo social familiar: fácilmente encontraremos, en las páginas siguientes, las consecuencias o las causas, antes bien, para ser a la vez más objetivo y más exacto, las formas correspondientes en las reflexiones teóricas y científicas sobre la locura. Lo que hemos descrito como un acontecimiento, por un lado, lo encontraremos en el otro lado como forma de desarrollo conceptual. Por separados que estén estos dos dominios, no hay nada importante en el primero que no esté equilibrado en el segundo, lo que hace que esa separación no pueda ser concebible más que en relación con las formas de unidad cuya aparición autoriza.
Quizá no admiramos, por el momento, más que la unidad de la teoría y de la práctica. Nos parece, sin embargo, que la separación operada en la época clásica entre las formas de conciencia de la locura no corresponde a la distinción de lo teórico y de lo práctico. La conciencia científica o médica de la locura, aun cuando reconozca la imposibilidad de curar, siempre está virtualmente comprometida en un sistema de operaciones que debería permitir borrar los síntomas o dominar las causas; por otra parte, la conciencia práctica que separa, condena y hace desaparecer al loco está necesariamente mezclada con cierta concepción política, jurídica, económica del individuo en la sociedad. Por tanto, la separación es distinta. Lo que se encuentra en un lado, bajo la gran rúbrica del internamiento, es el momento —tanto teórico como práctico— de la separación, es la reanudación del viejo drama de la exclusión, es la forma de apreciación de la locura en el movimiento de su supresión: lo que, por sí mismo, llega a formularse en su aniquilamiento concertado. Y lo que vamos a encontrar ahora es el despliegue, también teórico y práctico, de la verdad de la locura a partir de un ser que es un no-ser, puesto que no se presenta en sus signos más manifiestos más que como error, fantasma, ilusión, lenguaje vano y carente de contenido; va a tratarse, ahora, de la constitución de la locura como naturaleza a partir de esta no-naturaleza que es su ser mismo. De lo que se trataba antes era, pues, de la constitución dramática de un ser a partir de la supresión violenta de su existencia; ahora, de la constitución, en la serenidad del saber, de una naturaleza a partir de una revelación de un no-ser.
Pero al mismo tiempo que esta constitución de una naturaleza, trataremos de aislar la experiencia única que sirve de fundamento tanto a las formas dramáticas de la separación como al calmado movimiento de esta constitución. Esta experiencia única, que reposa aquí y allá, que sostiene, explica y justifica la práctica del internamiento y el ciclo del conocimiento, es, ella, la que constituye la experiencia clásica de la locura; es ella la que se puede designar con el término mismo de sinrazón. Bajo la gran escisión de que acabamos de hablar, extiende su secreta coherencia: pues es, al mismo tiempo, la razón de la cesura, y la razón de la unidad que se descubre de uno y otro lado de la cesura. Es ella la que explica que se encuentren las mismas formas de experiencia de una y otra parle, pero que no se les encuentre jamás en una y otra parte. La sinrazón en la época clásica es, al mismo tiempo, la unidad y la división de ella misma.
Se nos preguntará por qué haber esperado tanto tiempo para aislarla; por qué haberla nombrado finalmente, esta sinrazón, a propósito de la constitución de una naturaleza, es decir, finalmente, a propósito de la ciencia, de la medicina, de la «filosofía natural». Por qué no haberla tratado más que por alusión o preterición en tanto que se trataba de la vida económica y social, de las formas de la pobreza y el desempleo, de las instituciones políticas y policíacas. ¿No es esto atribuir más importancia al devenir conceptual que al movimiento real de la historia?
A todo ello se podría responder, quizá, que en la reorganización del mundo burgués en la época del mercantilismo, la experiencia de la locura sólo se presenta al sesgo, en perfiles lejanos y de manera silenciosa; que habría sido arriesgado definirla a partir de líneas tan parciales en lo que la concierne, y tan integradas, en cambio, en otras figuras más visibles y más legibles; que en ese primer nivel de la investigación, bastaría con hacer sentir su presencia y prometer su explicación. Pero cuando al filósofo o al médico se presenta el problema de las relaciones de la razón, de la naturaleza y de la enfermedad es entonces, en todo el espesor de su volumen, cuando se presenta la locura; todas las masas de las experiencias entre las cuales se encuentra dispersa descubren su punto de coherencia, y ella misma llega a la posibilidad del lenguaje. En fin, aparece entonces una experiencia singular. Las líneas sencillas, un poco heterogéneas, seguidas hasta entonces, vienen a ocupar su lugar exacto; cada elemento puede gravitar según su ley justa.
Esta experiencia no es ni teórica ni práctica. Se remite a esas experiencias fundamentales en las que una cultura arriesga los valores que le son propios; es decir, los compromete en la contradicción. Pero, al mismo tiempo, los previene contra ella. Una cultura como la de la época clásica, tantos de cuyos valores estaban investidos en la razón, ha arriesgado en la locura al mismo tiempo el más y el menos. El más, puesto que la locura formaba la contradicción más inmediata de todo lo que la justificaba; el menos, puesto que la desarmaba enteramente, dejándola en la impotencia. Ese máximo y ese mínimo de riesgo aceptados por la cultura clásica, en la locura, es lo que expresa bien la palabra sinrazón: el anverso, sencillo, inmediato, encontrado inmediatamente en la razón; y esta forma vacía sin contenido ni valor, puramente negativa, donde no figura más que la huella de una razón que acaba de huir, pero que queda para siempre para la sinrazón como razón de ser lo que es.