III. DEL BUEN USO DE LA LIBERTAD
TENEMOS así la locura restituida en una especie de soledad: no aquella ruidosa, y en cierto modo gloriosa que había podido conocer hasta el Renacimiento, sino otra, extrañamente silenciosa, una soledad que la separa poco a poco de la comunidad confusa de las casas de internamiento, y que la cerca como a una zona neutra y vacía.
Lo que ha desaparecido, en el curso del siglo XVIII, no es el rigor inhumano con que se trata a los locos, sino la evidencia del internamiento, la unidad global en que eran tomados sin problema, y esos hilos innumerables que los insertaban en la trama continua de la sinrazón. Liberada, la locura lo está desde antes de Pinel, no de frenos materiales que la mantienen en la mazmorra, sino de una servidumbre mucho más coaccionante, quizá más decisiva, que la mantiene bajo el dominio de esta oscura potencia. Desde antes de la Revolución, es libre: libre para una percepción que la individualiza, libre para el reconocimiento de esos rostros singulares y de todo el trabajo que finalmente le dará su estatuto de objeto.
Dejada sola, y apartada de sus antiguos parentescos, entre las paredes desconchadas del internamiento, la locura causa un problema, planteando preguntas que hasta entonces nunca había formulado.
Sobre todo, ha causado problemas al legislador, que no pudiendo dejar de sancionar el fin del internamiento, ya no sabía en qué punto del espacio social situarla: prisión, hospital, o ayuda familiar. Las medidas tomadas inmediatamente, antes o inmediatamente después del principio de la Revolución reflejan esta indecisión.
En su circular sobre las órdenes reales, Breteuil exige a los intendentes indicarle la naturaleza de las órdenes de detención de las diversas casas de internamiento, y qué motivos las justifican. Deberán ser liberados, después de uno o dos años de detención cuando mucho, «aquellos que, sin haber hecho nada que haya podido exponerlos a la severidad de las penas pronunciadas por las leyes, se han entregado al exceso del libertinaje, del desorden y de la disipación». Por el contrario, se mantendrá en las casas de internamiento a «los prisioneros cuyo espíritu está enajenado y cuya imbecilidad les hace incapaces de conducirse en el mundo, o cuyos furores los harían allí peligrosos. Al respecto sólo se trata de asegurarse de que su estado sea siempre el mismo y, desgraciadamente, resulta indispensable continuar su detención mientras se reconozca que su libertad es, o nociva a la sociedad, o un beneficio inútil para ellos»[914]. Es la primera etapa: reducir lo más posible la práctica del internamiento en lo que concierne a las faltas morales, los conflictos familiares, los aspectos más benignos de libertinaje, pero dejarlos valer en su principio y con una de sus mayores significaciones: el encierro de los locos. Es el momento en que la locura, de hecho, toma posesión del internamiento, en tanto que este mismo se despoja de sus otras formas de utilidad.
La segunda etapa es la de las grandes encuestas prescritas por la Asamblea Nacional y la Constituyente, en la secuela de la Declaración de los Derechos del Hombre: «Nadie puede ser arrestado, ni detenido más que en los casos determinados por la ley según las formas que ha prescrito ésta… La ley no debe admitir más que las penas estricta y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado más que en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito y legalmente aplicada». La era del internamiento ha terminado. Tan sólo queda un aprisionamiento en que, por un instante, se codean los criminales condenados o presuntos, y los locos. El Comité de mendicidad de la Constituyente designa cinco personas[915] para visitar las casas de internamiento de París. El duque de La Rochefoucauld-Liancourt presenta el informe (diciembre 1789); por una parte, asegura que la presencia de los locos da a las casas de internamiento un estilo degradante y amenaza con reducir a los internados a un estatuto indigno de la humanidad; la mezcla que allí se tolera demuestra, de parte del poder y de los jueces, una gran ligereza: «Esta preocupación está muy lejos de la piedad esclarecida y cuidadosa para la desgracia, por la cual recibe todos los consuelos, todos los paliativos posibles… ¿se puede nunca, tratando de socorrer la miseria, consentir en degradar la humanidad?»[916].
Si los locos envilecen a aquéllos a quienes se ha tenido la imprudencia de mezclar con ellos, hay que reservarles un internamiento especial; internamiento que no es médico, sino que debe ser la forma de asistencia más eficaz y más dulce: «De todas las desgracias que afligen a la humanidad, el estado de locura es, sin embargo, uno de aquellos que por más de un motivo despiertan la piedad y el respeto; a este estado debieran prodigarse cuidados por más de una razón; cuando no hay esperanzas de curación, aún quedan medios, dulzura, buenos tratos que pueden procurar a esos desgraciados al menos una existencia soportable[917].». En ese texto, el estatuto de la locura aparece en su ambigüedad: hay que proteger, a la vez, de sus peligros a la población internada, y hay que acordarle los beneficios de una asistencia especial.
Tercera etapa, la gran serie de decretos tomados entre el 12 y el 16 de marzo de 1790. La Declaración de los Derechos del Hombre recibe allí una aplicación concreta: «En el espacio de 6 semanas a partir del presente decreto, todas las personas detenidas en los castillos, casas de religión, casas de fuerza u otras prisiones cualesquiera, por órdenes reales o por órdenes de los agentes del poder ejecutivo, a menos que estén legalmente condenadas, decretadas en prisión o que haya en contra de ellas quejas en justicia por ocasión de un crimen importante, pena aflictiva, o encerradas a causa de locura, serán puestas en libertad». El internamiento queda, por tanto, de manera definitiva, reservado a ciertas categorías de justiciables, y a los locos. Pero para éstos se establece una condición: «Las personas detenidas por causa de demencia, durante tres meses, a contar del día de publicación del presente decreto, serán puestas a disposición de la diligencia de nuestros procuradores, interrogadas por los jueces en las formas habituales, y, en virtud de sus ordenanzas, visitadas por los médicos que, bajo la vigilancia de los directores de distrito, se explicarán sobre la verdadera situación de los enfermos a fin de que, según la sentencia que haya sido pronunciada sobre su estado, sean atendidas en los hospitales que serán indicados para este efecto.» [918] Tal parece que en adelante la opción será aprovechada. El 29 de marzo de 1790, Bailly, Duport-Dutertre y un administrador de la policía, se dirigen a la Salpétriére para determinar cómo se podrá aplicar el decreto[919]; en seguida hacen la misma visita a Bicétre. Y es que las dificultades son numerosas; en primer lugar, ésta: no existen hospitales destinados o al menos reservados a los locos.
Ante esas dificultades materiales, a las que se añaden tantas incertidumbres teóricas, va a empezar una larga fase de duda[920]. De todas partes se pide a la Asamblea un texto que permita protegerse contra los locos desde antes de la prometida creación de los hospitales. Y por una regresión, que será de gran importancia para el futuro, se hace caer a los locos bajo la ley de medidas inmediatas e incontroladas que no se toman siquiera contra los criminales peligrosos, sino contra las bestias dañinas. La ley del 16-24 de agosto de 1790 «confía a la vigilancia y a la autoridad de los cuerpos municipales… el trabajo de obviar o de remediar los acontecimientos desagradables que podrían ser ocasionados por los insensatos o los furiosos dejados en libertad y por los animales nocivos y feroces»[921]. La ley del 22 de julio de 1791 refuerza esta disposición, haciendo a las familias responsables del cuidado de los alienados, y permitiendo a las autoridades municipales tomar todas las medidas pertinentes: «Los padres de los insensatos deben velar sobre ellos, e impedirles divagar y tener cuidado de que no cometan ningún desorden. Las autoridades municipales deben obviar los inconvenientes que resultaran de la negligencia con que los particulares cumpliesen con ese deber». Por esa desviación de su liberación, los locos recobran, pero esta vez en la ley misma, ese estatuto animal en que había parecido alienarlos el internamiento; vuelven a ser bestias salvajes en la época misma en que los médicos empiezan a reconocerles una animalidad dulce[922]. Pero aunque se ponga esta disposición legal entre las manos de las autoridades, no por ello se resuelven los problemas; los hospitales para alienados no existen aún. Demandas innumerables llegan al ministerio del Interior. Por ejemplo, Delessart responde a una de ellas: «Como vos, señor, comprendo cuán interesante sería que se pudiera proceder inmediatamente al establecimiento de las casas destinadas a servir de retiro a la infortunada clase de los insensatos… respecto a éstos, que la falta de ese establecimiento nos ha obligado a colocar en diferentes prisiones de vuestro departamento, por el momento no veo otro medio de retirarlos de esos lugares poco convenientes a su estado, y hacerles transferir, provisionalmente, si es posible, a Bicétre. Así pues, sería conveniente que el Directorio escribiera al de París para concertarse con él sobre los medios de hacerlos admitir en esta casa, en que los gastos de su ingreso serían pagados por vuestro departamento o por las comunas de los domicilios de esos desdichados si sus familias no estuvieran en estado de absorber ese gasto»[923]. Por tanto, Bicetre se convierte en el gran centro al que son enviados todos los insensatos, sobre todo desde el momento en que ha quedado clausurado San Lázaro. Lo mismo puede decirse para las mujeres de la Salpétriére: en 1792 se llevan 200 locas que habían sido instaladas cinco años antes en el antiguo noviciado de los Capuchinos, de la calle Saint-Jacques[924]. Pero en las provincias remotas, no se trata de enviar a los alienados a los antiguos hospitales generales. La mayor parte del tiempo, se les guarda en las prisiones, como ocurrió, por ejemplo, en el fuerte de Hâ, en el castillo de Angers, en Belle-vaux. El desorden es entonces indescriptible allí, y se prolongará durante largo tiempo, hasta el Imperio. Antoine Nodier nos da algunos detalles sobre Bellevaux. «Cada día, los clamores advierten a todo el barrio que los encerrados se baten y se golpean. La guardia acude. Compuesta, como está hoy, es el hazmerreír de los combatientes; se ruega a los administradores municipales que acudan a restablecer la calma; su autoridad es ridiculizada; son escarnecidos e insultados; ya no es una casa de justicia y de detención…»[925]
Los desórdenes son igualmente grandes, quizás más, en Bicétre; se meten allí presos políticos; se ocultan allí sospechosos perseguidos; la miseria y la enfermedad mantienen allí a muchos muertos de hambre. La administración no deja de protestar; se exige poner aparte a los criminales; y, cosa importante, algunos aún sugieren que, en su lugar de detención, se pongan locos junto a ellos. Con fecha del 9 Brumario, año III, el ecónomo de Bicétre escribe a los «ciudadanos Grandpré y Osmond, miembros de la Comisión de administraciones y tribunales»: «Os expongo que en un momento que la humanidad decididamente está en el orden del día no hay persona que no experimente un sentimiento de horror viendo reunidos en el mismo asilo al crimen y a la indigencia». ¿Deben recordarse las matanzas de septiembre, las evasiones continuas[926], y, para tantos inocentes, el espectáculo de los prisioneros esposados, de la cadena que parte? Los pobres y los viejos indigentes «no ven más que cadenas, grillos y cerrojos. Añádase a esto, que algunas veces llegan hasta ellos los gemidos de los prisioneros… Sobre ese fundamento, en fin, me apoyo para pedir con nuevas instancias que todos los prisioneros sean retirados de Bicétre, para no dejar allí más que a los pobres, o que los pobres sean retirados para no dejar más que prisioneros». Y he aquí ahora lo que es decisivo, si se piensa que esta carta ha sido escrita en plena Revolución, mucho después de los informes de Cabanis, y varios meses después de que Pinel, según la tradición, hubo «liberado» a los alienados de Bicétre[927]: «Quizás, en este último caso, se podrían dejar allí los locos, otra especie de desventurados que hacen sufrir horriblemente a la humanidad… apresuraos por tanto, ciudadanos, que amáis a la humanidad, a realizar un sueño tan hermoso, y estad persuadidos de antemano de que habréis merecido bien de ella.»[928] Tan grande era la confusión en el curso de esos años, tan difícil, en el momento en que se revaluaba «la humanidad», determinar el lugar que allí debía ocupar la locura; así de difícil era situarla en un espacio social que estaba en vías de restructuración.
Pero ya, en esta simple cronología, hemos dejado atrás la fecha tradicionalmente fijada para el principio de la gran reforma. Las medidas adoptadas de 1780 a 1793 sitúan el problema: la desaparición del internamiento deja a la locura sin punto de inserción precisa en el espacio social; y ante el peligro desencadenado, la sociedad reacciona, por un lado, con un conjunto de decisiones a largo plazo, conformes a un ideal que está naciendo —creación de casas reservadas a los insensatos—, por otro lado, con una serie de medidas inmediatas, que deben permitirle dominar a la locura mediante la fuerza: medidas regresivas si se quiere medir esta historia como un progreso.
Situación ambigua, pero reveladora del embarazo en que se encuentran todos; y que presta testimonio de nuevas formas de experiencia que están naciendo. Para comprenderlas, hay que liberarse justamente de todos los temas del progreso, de lo que implican de puesta en perspectiva y de teología. Dejada esta opción, deben poder determinarse estructuras de conjunto que arrastran a las formas de la experiencia en un movimiento indefinido, abierto solamente a la continuidad de su prolongación, y que nada podría detener, ni siquiera para nosotros.
Por tanto, hay que guardarse minuciosamente de buscar en los años que rodean a la reforma de Pinel y de Tuke, algo que fuera como un advenimiento: advenimiento de un reconocimiento positivo de la locura; advenimiento de un tratamiento humano de los alienados. Hay que dejar a los acontecimientos de este periodo y a las estructuras que lo sostienen su libertad de metamorfosis. Un poco por debajo de las medidas jurídicas, al ras de las instituciones, y en ese debate cotidiano en que se enfrentan, se separan, se comprometen y se reconocen finalmente el loco y el no loco, se han formado figuras en el curso de esos años, figuras decisivas evidentemente, puesto que son ellas las que han sostenido la «psiquiatría positiva»; de ellas han nacido los mitos de un reconocimiento finalmente objetivo y médico de la locura, que las ha justificado a posteriori, consagrándolas como descubrimiento y liberación de la verdad.
En realidad, esas figuras no se pueden describir en términos de conocimiento. Están más allá de él, allí donde el saber aún está cercano a sus gestos, a sus familiaridades, a sus primeras palabras. Tres de esas estructuras, sin duda, han sido determinantes.
1° En una, han llegado a confundirse el antiguo espacio del internamiento ahora reducido y limitado, y un espacio médico que se había formado en otra parte, que no ha podido ajustársele más que por medio de modificaciones y de depuraciones sucesivas.
2° Otra estructura establece entre la locura y quien la reconoce, la supervisa y la juzga, una nueva relación, neutralizada, aparentemente purificada de toda complicidad, y que es del orden de la mirada objetiva.
3° En la tercera, el loco se encuentra confrontado con el criminal; pero ni en un espacio de confusión ni bajo las especies de la responsabilidad. Es una estructura que va a permitir a la locura habitar el crimen sin reducirlo por completo, y que al mismo tiempo autorizará al hombre razonable a juzgar y a repartir las locuras según las nuevas formas de la moral.
Tras la crónica de la legislación cuyas etapas hemos esbozado, estas estructuras son las que hay que estudiar.
Durante largo tiempo, el pensamiento médico y la práctica del internamiento habían permanecido ajenas uno a la otra. En tanto que se desarrollaba, según sus propias leyes, el conocimiento de las enfermedades del espíritu, cobraba cuerpo una experiencia concreta de la locura en el mundo clásico, experiencia simbolizada y fijada por el internamiento. A fines del siglo XVIII, esas dos figuras se acercan, en el espacio de una primera convergencia. No se trata de una iluminación, ni siquiera de una toma de conciencia que habría revelado, en una conversión del saber, que los internados eran enfermos; sino de un oscuro trabajo en el cual se han confrontado el antiguo espacio de exclusión, homogéneo, uniforme, rigurosamente limitado, y este espacio social de la existencia que el siglo XVIII acaba de fragmentar, de hacer polimorfo, segmentándolo según las formas psicológicas y morales de la abnegación.
Pero ese nuevo espacio no está adaptado a los problemas propios de la locura. Si se prescribía a los pobres válidos la obligación de trabajar, si se confiaba a las familias el cuidado de los enfermos, en cambio no se hablaba de dejar a los locos mezclarse con la sociedad. Si acaso, se podía tratar de mantenerlos en el espacio familiar, prohibiendo a los particulares dejar circular libremente a los locos peligrosos de su familia. La protección sólo queda asegurada de un lado y de manera bien frágil. Tanto la sociedad burguesa se siente inocente ante la miseria, tanto más reconoce su responsabilidad ante la locura, y siente que debe proteger al hombre privado. En la época en que enfermedad y pobreza por primera vez en el mundo cristiano se volvían cosas privadas, no perteneciendo más que a la esfera de los individuos o de las familias, la locura, por el hecho mismo, requiere un estatuto público y la definición de un espacio de confinamiento que proteja a la sociedad de esos peligros.
Aún no determina nada la naturaleza de ese confinamiento. No se sabe si será más vecina de la corrección o de la hospitalidad. Por el momento, sólo una cosa es cierta: y es que el loco, en el momento en que el internamiento se desploma, devolviendo los correccionarios a su libertad y los miserables a su familia, se encuentra en la misma situación que los prisioneros prevenidos o condenados, y los pobres o los enfermos que no tienen familia. En su informe, La Rochefoucauld-Liancourt hace ver que los socorros a domicilio podrían aplicarse a la gran mayoría de las personas hospitalizadas de París. «De cerca de 11 mil pobres, ese modo de socorro podría aplicarse a cerca de 8 mil, es decir, para niños y personas de uno y otro sexo que no son prisioneros, insensatos o sin familia.» [929] ¿Hay que tratar, pues, a los locos como a otros prisioneros, y ponerlos en una estructura carcelaria, o tratarlos como enfermos fuera de la situación familiar, y constituir a su alrededor una cuasi-familia? Veremos, precisamente, como Tuke y Pinel han hecho lo uno y lo otro definiendo el arquetipo del asilo moderno.
Pero aún no han sido descubiertas la función común y la forma mixta de esos dos tipos de confinamiento: en el momento en que va a comenzar la Revolución, se afrontan dos series de proyectos: los unos tratan de hacer revivir bajo formas nuevas —en una especie de pureza geométrica, de racionalidad casi delirante— las antiguas funciones del internamiento, para uso esencial de la locura y del crimen; los otros se esfuerzan, por el contrario, por definir un estatuto hospitalario de la locura que sustituya a la familia desfalleciente. No es la lucha de la filantropía y de la barbarie, de las tradiciones contra el humanismo nuevo. Son los balbuceos inexpertos hacia una definición de la locura que toda una sociedad trata nuevamente de exorcizar, en la época en que sus viejos compañeros —pobreza, libertinaje, enfermedad— han vuelto a caer en el dominio privado. En un espacio social por completo restructurado, la locura debe volver a encontrar un lugar.
En la época misma en que el internamiento perdía su sentido, mucho se ha soñado con casas de corrección ideales, que funcionaran sin obstáculos ni inconvenientes en una perfección silenciosa, Bicétres oníricos en que todos los mecanismos de la corrección podrían funcionar en estado puro; allí todo sería orden y castigo, medida exacta de las penas, pirámide organizada de los trabajos y de los castigos, el mejor de todos los posibles mundos del mal. Y se sueña que esas fortalezas ideales, que no tengan contacto con el mundo real: por completo cerradas en sí mismas, vivirían de los solos recursos del mal, en una suficiencia que previene el contagio y disipa los terrores. Formarían, en su microcosmos independiente, una imagen invertida de la sociedad: vicio, coacción y castigo reflejarían así como en un espejo la virtud, la libertad y la recompensa que hacen la dicha de los hombres.
Por ejemplo, Brissot traza el plano de una casa de corrección perfecta, según el rigor de una geometría que es a la vez arquitectónica y moral. Todo fragmento de espacio toma los valores simbólicos de un minucioso infierno social. Dos de los lados de un edificio, que debe ser cuadrado, estarán reservados al mal, bajo sus formas atenuadas: las mujeres y los niños por una parte, los deudores por la otra; se les darán «lechos y una alimentación pasable». Su cuarto estará expuesto al sol y a la dulzura del clima. Del lado del frío y del viento se colocará a las «gentes acusadas del crimen capital», y con ellas a los libertinos, los agitados y todos los insensatos «perturbadores del reposo público». Las dos primeras clases de correccionarios harán algunos trabajos útiles al bien público. A las dos últimas se reservarán esos trabajos indispensables que perjudican la salud y que con demasiada frecuencia tienen que practicar las gentes honradas. «Las tareas serán proporcionales a la fuerza o a la delicadeza, a la naturaleza de los crímenes, etc. Así, los libertinos, los vagabundos, los canallas estarán ocupados en tallar piedras, pulir mármol, machacar colores y dedicarse a manipulaciones químicas en que la vida de los ciudadanos honrados de ordinario está en peligro». En esta maravillosa economía, el trabajo adquiere una doble eficacia: produce destruyendo; la obra necesaria a la sociedad nace de la muerte misma del obrero indeseable. La vida inquieta y peligrosa del hombre pasa a la docilidad del objeto. Todas las irregularidades de esas exigencias insensatas finalmente se han igualado en esta pulida superficie del mármol. Los temas clásicos del internamiento alcanzan aquí una perfección paroxística: el internado queda excluido hasta la muerte, pero cada paso que da hasta esta muerte, en una reversibilidad sin residuo, se vuelve útil para la dicha de la sociedad que lo ha expulsado[930].
Cuando comienza la Revolución, tales sueños aún no se han disipado. El de Musquinet se remite a una geometría bastante similar; pero la minuciosidad de los símbolos es aún más rica. Fortaleza de cuatro lados; cada uno de los edificios, a su vez, tiene cuatro pisos, formando una pirámide de trabajo. Pirámide arquitectónica: abajo, los talleres de cardar y de tejer; arriba «se practicará una plataforma que servirá de emplazamiento para urdir las cadenas, antes de meter las piezas en el taller»[931]. Pirámide social: los internados se agrupan en batallones de doce individuos, bajo la dirección de un contramaestre. Unos vigilantes controlarán su trabajo, y un director lo presidirá. Por último, jerarquía de méritos, que culmina rumbo a la liberación; cada semana, el más celoso de los trabajadores «recibirá del señor presidente un premio de un escudo de seis libras, y el que haya ganado tres veces el premio habrá obtenido su libertad»[932]. Hasta allí el dominio del trabajo y del interés; el equilibrio se obtiene con la mayor justeza: el trabajo del internado es valor mercantil para la administración y, para el prisionero, valor de compra de la libertad; un solo producto y dos sistemas de ganancia. Pero también hay el mundo de la moral, simbolizado por la capilla, que debe encontrarse en el centro del cuadrado que forman los edificios. Hombres y mujeres deberán asistir a misa todos los domingos, permanecer atentos al sermón «que siempre tendrá por objeto hacer brotar en ellos todo el arrepentimiento que deben tener de su vida pasada, hacerles comprender cómo el libertinaje y el ocio hacen infelices a los hombres, aun en esta vida… y hacerles tomar la firme resolución de observar una conducta mejor en el futuro»[933]. Un recluso que ya ha ganado premios, que sólo se encuentra a una o dos etapas de su libertad, si llega a perturbar la misa, y si se muestra «desarreglado en sus costumbres», pierde al punto el beneficio adquirido. La libertad no sólo tiene un precio mercantil; tiene un valor moral, y también se debe adquirir por medio de la virtud. Así pues, el prisionero se halla en el cruce de dos conjuntos: uno puramente económico, constituido por el trabajo, su producto y sus gratificaciones. El otro puramente moral, constituido por la virtud, la vigilancia y las recompensas. Cuando uno y otro llegan a coincidir, en un trabajo perfecto que al mismo tiempo es moralidad pura, el recluso queda libre. La casa de corrección misma, ese Bicétre perfecto, tiene entonces una doble justificación: para el mundo exterior, no es más que beneficio: ese trabajo no remunerado, Musquinet lo calcula precisamente en 500 mil libras anuales por 400 obreros; y para el mundo interior que está allí encerrado, es una gigantesca purificación moral: «No hay hombre tan corrompido que pueda suponerse que también es incorregible; sólo se trata de hacerle conocer sus propios intereses, y nunca de embrutecerlo mediante castigos insoportables, que estén por encima de la flaqueza humana»[934].
Llegamos allí a las formas extremas del mito del internamiento. Se purifica en un esquema complejo, en que se transparentan todas sus intenciones. Con toda ingenuidad, llega a ser lo que ya era oscuramente: control moral para los internados, ganancia económica para los otros; y el producto del trabajo que se realiza allí se descompone, con todo rigor: por un lado, el beneficio, que recae por completo en la administración, y, por ello, en la sociedad; por el otro, la gratificación, que recae sobre el trabajador en forma de certificados de moralidad. Especie de verdad caricaturesca que no sólo designa lo que pretendía ser el asilo, sino también el estilo en que toda una forma de la conciencia burguesa establecía las relaciones entre el trabajo, la ganancia y la virtud. Es el punto en que la historia de la locura cae en los mitos en que se han expresado a la vez la razón y la sinrazón[935].
Con ese sueño de una labor efectuada por completo en el despojamiento de la moralidad, con ese otro sueño de un trabajo que alcanza su posibilidad en la muerte del que lo realiza, el internamiento llega a una verdad excesiva. Tales proyectos ya no están dominados más que por una superabundancia de significaciones psicológicas y sociales, por todo un sistema de símbolos morales en que la locura se encuentra nivelada; entonces, ya no es más que desorden, irregularidad, falta oscura, una perturbación en el hombre que perturba al Estado y contradice la moral. En el momento en que la sociedad burguesa percibe la inutilidad del internamiento y deja escapar esta verdad de evidencia que hacía que la sinrazón fuera sensible a la época clásica, se pone a soñar con un trabajo puro —para ella, toda ganancia, para los otros tan sólo muerte y sumisión moral—, en que todo lo que hay de extraño en el hombre quedaría sofocado y reducido al silencio.
En tales ensueños, se extenúa el internamiento. Se vuelve forma pura, se instala fácilmente en la red de las utilidades sociales, se revela indefinidamente fecundo. Trabajo vano, todas esas elaboraciones místicas que en una geometría fantástica retoman los temas de un internamiento ya condenado. Y sin embargo, purificando el espacio del internamiento de todas sus contradicciones reales, haciéndolo asimilable, al menos en lo imaginario, a las exigencias de la sociedad, trataba de sustituir su solo valor de exclusión por una significación positiva. Esta región, que había formado como una zona negativa en los límites del Estado, trataba de convertirse en un medio pleno en que la sociedad pudiera reconocerse y poner en circulación sus propios valores. En esta medida, los sueños de Brissot o de Musquinet están en complicidad con otros proyectos a los cuales su seriedad, sus afanes filantrópicos, las primeras preocupaciones médicas, parecen dar un sentido completamente opuesto.
Aunque sean contemporáneos suyos, esos proyectos son de un estilo muy diferente. Allá reinaba la abstracción de un internamiento tomado en sus formas más generales, sin referencia al internado, que era su ocasión y su material, antes que su razón de ser. Aquí, por el contrario, lo que puede haber de particular en los internados y sobre todo ese rostro singular que ha tomado la locura en el siglo XVIII a medida que el internamiento perdía sus estructuras esenciales, se encuentra allí exaltado. La enajenación es tratada allí por sí misma, no tanto como uno de los casos del internamiento necesario, sino como un problema, en sí mismo y por sí mismo, en que el internamiento tan sólo toma figura de solución. Es la primera vez que se encuentran confrontadas sistemáticamente la locura internada y la locura atendida, la locura relacionada con la sinrazón y la locura relacionada con la enfermedad; en suma, el primer momento de esta confusión, o de esta síntesis (como se la quiera llamar) que constituye la enajenación mental en el sentido moderno de la palabra.
En 1785, con la doble firma de Doublet y Colombier aparece una Instrucción impresa por orden y a expensas del gobierno, sobre la manera de gobernar y tratar a los insensatos. Allí el loco se halla situado, en plena ambigüedad, a medio camino de una asistencia que se esfuerza por reajustarse, y de un internamiento que está desapareciendo. Ese texto no tiene valor ni de descubrimiento ni de conversión en la manera de tratar la locura. Antes bien, designa compromisos, medidas buscadas, equilibrio. Allí hay como un presagio de las dudas de los legisladores revolucionarios.
Por un lado, la asistencia, como manifestación de una piedad natural, es exigida para los locos, por las mismas razones que para todos aquellos que no pueden subvenir a sus propias necesidades: «Es a los seres más débiles y más desgraciados a los que la sociedad debe la protección más marcada y los mayores cuidados; así, los niños y los insensatos siempre han sido objeto de la solicitud pública». Sin embargo, la compasión que naturalmente se experimenta por los niños es una atracción positiva; con los locos, la piedad inmediatamente es compensada, aún borrada por el horror que se siente ante esta existencia extraña, entregada a sus violencias y a sus furores: «Por así decir, se ve uno obligado a huirles, para evitar el espectáculo desgarrador de las marcas repugnantes que llevan sobre el rostro y sobre el cuerpo, del olvido de su razón; y, por cierto, el temor a su violencia aleja de ellos a todos los que no están obligados a mantenerlos». Por tanto, hay que encontrar un término medio entre el deber de asistencia que prescribe una piedad abstracta, y los temores legítimos que suscita un temor realmente experimentado; será, naturalmente, una asistencia intra muros, un socorro prestado al término de esta distancia que prescribe el horror, una piedad que se desplegará en el espacio establecido desde hace más de un siglo por el internamiento, y que por él ha quedado vacío. Por el hecho mismo, la exclusión de los locos tomará otro sentido: no marcará ya la gran cesura de la razón y de la sinrazón, en los límites últimos de la sociedad; sino que, en el interior mismo del grupo, designará como una línea de compromiso entre sentimientos y deberes, entre la piedad y el horror, entre la asistencia y la seguridad. Nunca más tendrá aquel valor de límite absoluto que había heredado, quizá de las viejas obsesiones, y que había confirmado, en los temores sordos de los hombres, al reocupar, de manera casi geográfica, el lugar de la lepra. Ahora, antes deberá ser medida que límite; y es la evidencia de esta significación nueva que hace tan criticables los «asilos franceses, inspirados por el derecho romano»; en efecto, sólo alivian «el temor público y no pueden satisfacer la piedad que reclama no solamente la seguridad, sino también cuidados y tratamientos, que a menudo se descuidan y a falta de los cuales es perpetua la demencia de los unos, en tanto que se podría curarla, y la de otros es aumentada, cuando se la podría reducir».
Pero esta nueva forma de internamiento también debe ser medida en otro sentido: en el de que hay que conciliar las posibilidades de la riqueza y las exigencias de la pobreza; pues los ricos —y tal es el ideal de la asistencia, para los discípulos de Turgot— «se han hecho una ley de tratar con cuidado, en su domicilio a sus parientes atacados de locura», y en caso de no poder, los hacen «vigilar por gentes de confianza». Pero los pobres no tienen «ni los recursos necesarios para contener a los insensatos ni la facultad de cuidarlos y de hacer tratar a los enfermos». Por tanto, hay que establecer, sobre el modelo que propone la riqueza, un socorro que esté a disposición de los pobres, a la vez vigilancia y cuidado tan minuciosos como los de las familias, pero totalmente gratuitos para que disfruten de ellos; para lograrlo, Colombier prescribe que se establezca «un departamento exclusivamente destinado a los pobres insensatos en cada depósito de mendicidad y que se proponga tratar allí indistintamente todos los géneros de locura».
Sin embargo lo más decisivo del texto es la búsqueda, aún vacilante, de un equilibrio entre la exclusión pura y simple de los locos y los cuidados médicos que se les den en la medida en que se les considere como enfermos. Encerrar a los locos es, esencialmente, inmunizar a la sociedad contra el peligro que representan: «Mil ejemplos han probado ese peligro, y los documentos públicos nos lo han demostrado, hace poco tiempo, mostrándonos la historia de un maníaco que después de haber estrangulado a su mujer y a sus hijos se durmió tranquilamente sobre las sangrantes víctimas de su frenesí». Por tanto, primer punto, encerrar a los dementes que las familias pobres no pueden hacer vigilar. Pero también dejarles el beneficio de los cuidados que pudieran recibir, sea de médicos, si fueran más afortunados, sea en hospitales, si no se les encerrara inmediatamente. Doublet nos ofrece el detalle de las curas que hay que aplicar a las diferentes enfermedades del espíritu, preceptos que resumen con exactitud los tradicionales cuidados que se les daban en el siglo XVIII[936].
No obstante, el vínculo entre el internamiento y los cuidados sólo es aquí de orden temporal. No coinciden exactamente, antes bien se suceden: se tratará durante el corto periodo en que la enfermedad sea considerada como curable; inmediatamente después, el internamiento recuperará su función absoluta de exclusión. En un sentido, la instrucción de 1785 no hace más que retomar y sistematizar los hábitos del hospital y del internamiento; pero lo esencial es que los suma en una misma forma institucional, y que los cuidados son administrados allí mismo donde se prescribe la exclusión. Antaño se les cuidaba en el Hótel-Dieu, se les encerraba en Bicétre. Ahora, se proyecta una forma de encierro en que la función médica y la función de exclusión se desempeñarán, una tras otra, pero en el interior de una estructura única. Protección de la sociedad contra el loco en un espacio de exclusión que designa a la locura como alienación irremisible, y protección contra la enfermedad en un espacio de recuperación en que la locura es considerada, al menos por derecho, como transitoria: esos dos tipos de medidas, que recubren dos formas de experiencia hasta aquí heterogénea, van a superponerse, sin confundirse aún. Se ha querido hacer del texto de Doublet y de Colombier la primera gran etapa hacia la constitución del asilo moderno[937]. Pero, por mucho que su Instrucción acerque lo más posible las técnicas médicas y farmacéuticas al mundo del internamiento, hasta hacerlas penetrar en él, aún no se da el paso esencial. Y sólo se le dará el día en que el espacio del internamiento, adaptado y reservado a la locura, revelará valores propios que, sin adición exterior sino por un poder autóctono, sean por sí mismas capaces de resolver la locura; es decir, el día en que el internamiento se haya convertido en la medicación esencial, donde el gesto negativo de exclusión será al mismo tiempo, por su solo sentido y por sus virtudes intrínsecas, la apertura sobre el mundo positivo de la curación. No se trata de redoblar el internamiento con prácticas que le eran ajenas, sino de adaptarlo, forzando una verdad que ocultaba, tendiendo todos los hilos que se cruzaban oscuramente en él, de darle validez médica en el movimiento que remite la locura a la razón. Hacer de un espacio que no era más que separación social el dominio dialéctico en que el loco y el no loco van a intercambiar sus verdades secretas.
Tenon y Cabanis dan ese paso. Aún se encuentra en Tenon la antigua idea de que el internamiento de los locos no puede ser decretado de manera definitiva a menos que hayan fracasado las atenciones médicas: «Sólo después de haber agotado todos los recursos posibles es lícito consentir a la penosa necesidad de despojar a un ciudadano de su libertad.»[938] Pero ya el internamiento ha dejado de ser, de manera rigurosamente negativa, la abolición total y absoluta de la libertad. Antes bien, debe ser una libertad restringida y organizada. Si está destinado a evitar todos los contactos con el mundo razonable —y en ese sentido siempre sigue siendo una clausura— debe abrir, hacia el interior, sobre el espacio vado en que la locura queda libre de expresarse: no para que sea abandonada a su rabia ciega, sino para que le quede una posibilidad de satisfacción, una oportunidad de apaciguamiento que la coacción ininterrumpida no puede permitirle: «El primer remedio es ofrecer al loco cierta libertad, de manera que pueda entregarse medidamente a los impulsos que le mande la naturaleza.» [939] Sin tratar de dominarla por completo, el internamiento funciona antes bien como si debiera dejar a la locura una perspectiva, gracias a la cual pueda ser ella misma y aparecer en una libertad despojada de todas las reacciones secundarias —violencia, rabia, furor, desesperación— que no deja de provocar una presión constante. La época clásica, al menos en algunos de sus mitos, había asimilado la libertad del loco a las formas más agresivas de la animalidad: lo que emparentaba el demente a la bestia era la depredación. Ahora surge el tema de que en el loco puede haber una animalidad dulce, que no destruye por la violencia su verdad humana, sino que deja salir a luz un secreto de naturaleza, un fondo olvidado, y sin embargo siempre familiar, que acerca el insensato al animal doméstico y al niño. La locura ya no es perversión absoluta en la contra-natura, sino invasión de una naturaleza vecina. Y a los ojos de Tenon, el ideal de las prácticas del internamiento es el que está en uso en San Lucas, en que el loco «abandonado a sí mismo, sale, si él quiere, de su cuarto, recorre la galería, o se hace llevar a un paseo enarenado que está al aire libre. Obligado a agitarse, le hacían falta sitios cubiertos y descubiertos para que en todo momento pudiera ceder al impulso que le domina»[940]. Así pues, el internamiento debe ser espacio de verdad tanto como espacio de coacción, y sólo debe ser esto para ser aquello. Por vez primera se formula la idea que pesa tan notablemente sobre toda la historia de la psiquiatría hasta la liberación psicoanalítica: la locura internada encuentra en esta coacción, en esta vacuidad cerrada, en ese «medio», el elemento privilegiado en el cual podrán aflorar las formas esenciales de su verdad.
Relativamente libre y abandonada a los paroxismos de su verdad, ¿no se expone la locura a reforzarse a sí misma, y a obedecer a una especie de aceleración constante? Ni Tenon ni Cabanis lo creen así. Suponen, al contrario, que esta semilibertad, esta libertad en una jaula tendrá un valor terapéutico. Y es que para ellos, para todos los médicos del siglo XVIII, la imaginación, como participa del cuerpo y del alma y como es lugar de nacimiento del error, siempre es la responsable de las enfermedades del espíritu. Pero cuanto más coaccionado se ve el hombre, más vagabundea su imaginación; cuanto más estrictas son las reglas a las que se somete su cuerpo, más desarreglados sus sueños y sus imágenes. Y ello hasta el punto en que la libertad vincula mejor la imaginación que las cadenas, puesto que confronta sin cesar la imaginación con lo real, y porque oculta en los gestos familiares los sueños más extraños. La imaginación vuelve en silencio al vagabundeo de la libertad. Y Tenon alaba con entusiasmo la previsión de los administradores de San Lucas, donde «el loco en general queda en libertad durante el día: esta libertad, para quien no conoce el freno de la razón, ya es un remedio que previene el alivio de una imaginación extraviada o perdida»[941]. Por sí mismo, y sin ser otra cosa que esta libertad recluida, el internamiento es, por tanto, un agente de la curación; es médico, no tanto en razón de los cuidados que aporta, sino por el juego mismo de la imaginación, de la libertad, del silencio, de los límites, por el movimiento que los organiza espontáneamente y remite el error a la verdad, la locura a la razón. La libertad internada cura por sí misma, como pronto el idioma liberado en el psicoanálisis; pero por un movimiento que es exactamente inverso: no permitiendo a los fantasmas cobrar cuerpo en las palabras e intercambiarse en ellas, sino, por el contrario, obligándoles a desvanecerse ante el silencio insistente y pesadamente real de las cosas.
Se ha dado el paso inicial: el internamiento ha tomado sus cartas de nobleza médica; se ha convertido en lugar de curación; ya no es aquello en que la locura velaba y se conservaba oscuramente hasta la muerte, sino aquello en que, por una especie de mecanismo autóctono, se supone que ella se suprimirá por sí misma.
Lo importante es que esa transformación de la casa de internamiento en asilo no se ha hecho por la introducción progresiva de la medicina —especie de invasión proveniente del exterior—, sino por una restructuración interna de este espacio al cual la época clásica no había dado otras funciones que las de exclusión y de corrección. La alteración progresiva de sus significados sociales, la crítica política de la represión y la crítica económica de la asistencia, la apropiación de todo el campo del internamiento por la locura, en tanto que todas las otras figuras de la sinrazón han sido liberadas poco a poco, todo ello es lo que ha hecho del internamiento un lugar doblemente privilegiado para la locura: el lugar de su verdad y el lugar de su abolición. Y en esta medida, se convierte realmente en su destino; entre ambos, el lugar será necesario en adelante. Y las funciones que podían parecer las más contradictorias —protección contra los peligros provocados por los insensatos y curación de las enfermedades—, esas funciones encuentran finalmente como una súbita armonía: puesto que es en el espacio cerrado pero vacío del internamiento donde la locura formula su verdad y libera su naturaleza, de un golpe y por la sola operación del internamiento, el peligro público será conjurado, y se borrarán los signos de la enfermedad.
El espacio del internamiento así habitado por valores nuevos y por todo un movimiento que le era desconocido, entonces y sólo entonces podrá tomar posesión la medicina del asilo, y remitir allí mismo todas las experiencias de la locura. No es el pensamiento médico el que ha forzado las puertas del internamiento; si los médicos reinan hoy en el asilo no es por derecho de conquista, gracias a la fuerza viva de su filantropía o a su afán de objetividad científica; es porque el internamiento mismo, poco a poco, ha ido cobrando un valor terapéutico, y ello mediante el reajuste de todos los gestos sociales y políticos, de todos los ritos, imaginarios o morales, que desde hacía más de un siglo habían conjurado la locura y la sinrazón.
El internamiento cambia de figura. Pero en el complejo que forma con él y en que la separación jamás es posible con todo rigor, se altera a su vez la locura. Con esta libertad que se le ofrece, y no sin medirla, anuda relaciones nuevas, con el tiempo en el cual transcurre, y finalmente con las miradas que la vigilan y la ciernen. Forma un cuerpo, necesariamente, con ese mundo cerrado que para ella es, al mismo tiempo, su verdad y su permanencia. Por una recurrencia que no es extraña más que si presuponemos la locura en las prácticas que la designan y la conciernen, su situación se convierte para ella en naturaleza; sus limitaciones toman el sentido del determinismo, y el lenguaje que la fija toma la voz de una verdad que hablara de sí misma.
El genio de Cabanis, y los textos que ha escrito en 1791[942], se sitúan en ese momento decisivo y equívoco a la vez en que la perspectiva se altera: lo que era reforma social del internamiento se vuelve fidelidad a las verdades profundas de la locura; y la manera en que se enajena al loco se hace olvidar para reaparecer como naturaleza de la alienación. El internamiento está ordenándose de acuerdo con las formas que ha hecho nacer.
El problema de la locura ya no es contemplado desde el punto de vista de la razón o del orden, sino desde el punto de vista del derecho del individuo libre; ninguna coerción, ninguna caridad siquiera puede obstaculizarlo. «La libertad, la seguridad de las personas es lo que hay que prever ante todo; ejerciendo la beneficencia, no hay que violar las reglas de la justicia». Libertad y razón tienen los mismos límites. Cuando la razón se ve lesionada, la libertad puede ser coartada; y aún es preciso que este alcance de la razón sea precisamente uno de los que amenazan la existencia del sujeto o la libertad de los otros: «Cuando los hombres gozan de sus facultades racionales, es decir, en tanto que no están alterados hasta el punto de comprometer la seguridad y la tranquilidad de otros, o de exponerse a sí mismos a verdaderos peligros, nadie tiene derecho, ni siquiera la sociedad entera, de intervenir en su independencia.»[943] Así se prepara una definición de la locura a partir de las relaciones que la libertad puede mantener con ella misma. Las antiguas concepciones jurídicas que liberaban al loco de su responsabilidad penal y le privaban de sus derechos civiles, no formaban una psicología de la locura; esta suspensión de la libertad no era más que el orden de las consecuencias jurídicas. Pero con Cabanis, la libertad se ha vuelto para el hombre una naturaleza; lo que impide su legítimo uso tiene necesariamente que haber alterado las formas naturales que toma en el hombre. Entonces, el internamiento del loco ya no debe ser más que la sanción de un estado de hecho, la traducción, en términos jurídicos, de una abolición de la libertad ya adquirida al nivel psicológico. Y por esta recurrencia del derecho a la naturaleza, se halla fundada la gran ambigüedad que tanto hace dudar al pensamiento contemporáneo a propósito de la locura: si la irresponsabilidad se identifica con la ausencia de libertad, no hay determinismo psicológico que no pueda librarse de responsabilidad, es decir, no hay verdad para la psicología, que, al mismo tiempo, no sea alienación para el hombre.
La desaparición de la libertad, de consecuencia que antes era, se vuelve fundamento, secreto, esencia de la locura. Y es esta esencia la que debe prescribir lo que debe imponerse como restricción a la libertad material de los insensatos. Se impone un control que deberá interrogar a la locura sobre sí misma, y para el cual se convocarán confusamente —tan ambigua sigue siendo esta desaparición de la libertad— magistrados, juristas, médicos y, simplemente, hombres de experiencia: «Por ello los lugares en que se retiene a los locos sin duda deben estar sometidos a la inspección de las diferentes magistraturas, y a la supervisión especial de la policía». Cuando un loco es llevado a un lugar de detención, «sin pérdida de tiempo se le examinará en todos los aspectos, se le hará observar por oficiales de sanidad, se le hará vigilar por las gentes de servicio más inteligentes y más habituadas a observar la locura en todas sus variedades»[944]. El internamiento deberá desempeñar una especie de medida permanente de la locura, reajustarse sin cesar a su verdad cambiante, no coaccionar más que en el límite en que la libertad se enajena: «La humanidad, la justicia y la buena medicina ordenan no encerrar más que a los locos que verdaderamente puedan perjudicar al prójimo, y no atar más que a aquellos que, de otro modo, se harían un perjuicio a sí mismos». La justicia que reinará en el asilo no será la del castigo, sino la de la verdad: cierta exactitud en el uso de las libertades y restricciones, una conformidad tan rigurosa como sea posible de la coacción a la alienación de la libertad. Y la forma concreta de esta justicia, su símbolo visible, se encuentra ya no en la cadena —restricción absoluta y punitiva que «hiere siempre las partes que oprime»— sino en lo que iba a convertirse en la famosa camisola, ese «chaleco estrecho de cutí o de tela fuerte que oprime y contiene los brazos»[945], y que debe impedir los movimientos cuanto más violentos sean. No hay que concebir a la camisola como la humanización de las cadenas y como un progreso hacia el «self-restraint». Hay toda una deducción conceptual de la camisa de fuerza[946], que demuestra que en la locura ya no se hace la experiencia de un enfrentamiento absoluto de la razón y de la sinrazón, sino la de un juego siempre relativo, siempre móvil, de la libertad y de sus límites.
El proyecto de reglamento que sigue al Informe dirigido al departamento de París propone la aplicación en detalle de las principales ideas que desarrolla el texto de Cabanis: «La admisión de los locos o de los insensatos en los establecimientos que les están o les estarán destinados en toda la extensión del departamento de París, se hará sobre un informe de médico y de cirujano legalmente reconocidos, confirmado por dos testigos, parientes, amigos o vecinos, y certificado por un juez de paz de la sección o del cantón». Pero el informe da una interpretación más general del reglamento: la preeminencia misma del médico en la determinación de la locura, está aisladamente controlada, y, justamente, en nombre de una experiencia asilaria considerada como más cercana a la verdad, al mismo tiempo porque reposa sobre casos más numerosos y porque, en cierto modo, deja a la locura hablar más libremente de sí misma. «Supongamos, pues, que un loco sea llevado a un hospital… el enfermo llega, conducido por su familia, vecinos, amigos, o personas caritativas. Esas personas atestiguan que él está verdaderamente loco; están o no están provistas de certificados médicos. Las apariencias confirman o parecen contradecir su relato. Cualquiera que sea la opinión que se tenga entonces sobre el estado del enfermo, si por otra parte las pruebas de pobreza son auténticas, hay que recibirlo provisionalmente». Entonces debe seguir una larga observación hecha tanto por «las gentes de servicio» como por «los oficiales de sanidad». Es allí, en el privilegio del internamiento y bajo la mirada de una observación purificada por él, donde se hace la separación: si el sujeto da señales manifiestas de locura «se desvanece toda duda. Se le puede retener sin escrúpulo, se le debe atender, poner al abrigo de sus propios errores y continuar valerosamente con el uso dé los remedios indicados. Si, por el contrario, después del tiempo considerado conveniente, no se descubre ningún síntoma de locura, si las investigaciones hechas con prudencia no enseñan nada que pueda permitirnos sospechar que ese tiempo de calma no ha sido más que un intervalo lúcido, en fin si el enfermo quiere salir del hospital, sería un crimen retenerlo por la fuerza. Sin tardanza hay que devolverlo a sí mismo y a la sociedad». El certificado médico al ingresar en el asilo no es, por tanto, más que una garantía dudosa. El criterio definitivo y del que no se puede dudar, corresponde aportarlo al internamiento: la locura aparece allí filtrada de todo lo que haya podido ser un engaño, y abierta a una mirada absolutamente neutra; pues ya no es el interés de la familia el que habla, ni el poder y su arbitrio, ni los prejuicios de la medicina, sino el internamiento que pronuncia por sí mismo y en el vocabulario que le es propio: es decir, en esos términos de libertad o de coacción que tocan profundamente la esencia de la locura. Son ahora los guardianes que velan los límites del internamiento quienes tienen la posibilidad de un conocimiento positivo de la locura.
Y, por ello, Cabanis llega a la curiosa idea (la más nueva, sin duda) de un «diario de asilo». En el internamiento clásico, la sinrazón, en sentido estricto, estaba reducida al silencio. De todo lo que ha sido durante tanto tiempo, no sabemos nada, excepto algunos signos enigmáticos que la designan en los registros de las casas de interna-miento: sus cifras concretas, su idioma y ese hormigueo de existencias delirantes; todo ello, sin duda, se ha perdido para nosotros. La locura estaba entonces sin memoria, y el internamiento era como el sello de este olvido. En adelante, por el contrario, es aquello en que la locura formula su verdad; debe anotar a cada instante las medidas, y es allí donde ella alcanzará su totalidad, llegando así al punto de decisión: «Se llevará un diario en que el cuadro de cada enfermedad, los defectos de los remedios, las aperturas de los cadáveres, se encontrarán consignados con escrupulosa exactitud. Todos los individuos de la sección serán nominativamente inscritos allí; por medio de todo ello, la administración podrá pedir cuentas, nominativamente, de su estado, semana tras semana, o aún día tras día, si lo considera necesario». La locura gana así regiones de la verdad que la sinrazón jamás había alcanzado: se inserta en el tiempo, se escapa del accidente por el cual se señalaban antes sus diferentes episodios, para cobrar una figura autónoma en la historia. Su pasado y su evolución forman parte de su verdad, y lo que la revela ya no es precisamente aquella ruptura siempre instantánea con la verdad en la cual se reconocía la sinrazón. Hay un tiempo de la locura que es el del calendario, no el calendario rítmico de las estaciones que la ponen en parentesco con las fuerzas oscuras del mundo, sino el otro, cotidiano, de los hombres, en el cual se lleva la cuenta de la historia. Desplegada en su verdad por el internamiento, instalada en el tiempo de las crónicas y de la historia, despojada de todo lo que podía hacer irreductible la presencia profunda de la sinrazón, la locura, así desarmada, puede volver sin peligro al juego de los intercambios. Se hace comunicable, pero en la forma neutralizada de una objetividad ofrecida. Puede recobrar una existencia pública —no en aquella forma que formaba escándalo, contradiciendo de golpe y sin apelación todo lo que hay de más esencial en el hombre y de más verdadero en la verdad—, sino en la forma de un objeto tranquilo, puesto a distancia sin que nada se le escape, abierto sin resistencia sobre secretos que no perturban, sino que enseñan. «La administración pensará sin duda que el resultado de ese diario y sus detalles más preciosos pertenecen a ese mismo público que habrá aportado los lamentables materiales. Sin duda, ordenará su impresión y, por poco que el redactor aporte de filosofía y de conocimientos médicos, esa recopilación, al ofrecer cada año hechos nuevos, observaciones nuevas, experiencias nuevas y verdaderas, será, para la ciencia física y moral del hombre, una inmensa fuente de riquezas.»[947]
Tenemos allí la locura abierta a todas las miradas. Ya lo estaba en el internamiento clásico, cuando ofrecía el espectáculo de su animalidad; pero la mirada que se posaba sobre ella era una mirada fascinada, en el sentido en que el hombre contemplaba en esta figura tan extraña una bestialidad que era la suya propia, y que reconocía de manera confusa como infinitamente cercana e infinitamente remota, esta existencia que una monstruosidad delirante hacía inhumana y colocaba en lo más lejano del mundo era, secretamente, la que él experimentaba en sí mismo. La mirada dirigida hacia la locura no está cargada hoy con tantas complicidades; está dirigida hacia un objeto, que alcanza por el solo intermedio de una verdad discursiva ya formulada; el loco sólo le parece explicado por la abstracción de la locura. Y si en ese espectáculo hay algo que concierne al individuo razonable, no es en la medida en que la locura puede contradecir para él al hombre entero, sino en la medida en que puede aportar algo a lo que se sabe del hombre. Ya no se le debe inscribir en la negatividad de la existencia, como una de sus figuras más abruptas, sino que deberá ocupar un lugar, progresivamente, en la positividad de las cosas conocidas.
En esa mirada nueva en que están conjuradas las componendas, también queda abolida la barrera de las rejas. El loco y el no loco, abiertamente, están en presencia el uno del otro. Entre ellos ya no hay distancias, salvo la que mide inmediatamente la mirada. Pero, por ser imperceptible, tal distancia sin duda es ahora más infranqueable; la libertad adquirida en el internamiento, la posibilidad de captar allí una verdad y un lenguaje, de hecho, no son para la locura más que la otra cara de un movimiento que le da un estatuto en el conocimiento: ahora, bajo la mirada que la envuelve, se despoja de todos los prestigios que hacían de ella, aún recientemente, una figura conjurada desde que era percibida; se vuelve forma contemplada, cosa investida por un lenguaje, realidad que se conoce; se convierte en un objeto. Y el nuevo espacio del internamiento acerca la locura y la razón hasta el punto de reunirlos en un ámbito mixto, establece entre ellas una distancia mucho más temible, un desequilibrio que no podrá invertirse ya; por libre que sea la locura en el mundo que pone a su disposición el hombre razonable, por cercana que esté de su espíritu y de su corazón, ya no será para él nunca más que un objeto. Ya no el anverso siempre inminente de su existencia, sino un acontecimiento posible en el encadenamiento de las cosas. Esta caída en la objetividad es la que domina la locura más profundamente y mejor que su antigua servidumbre a las formas de la sinrazón. En sus aspectos nuevos, el internamiento puede ofrecer a la locura el lujo de una libertad. Ahora es sierva y está desarmada de sus poderes más profundos.
Y si fuera necesario resumir con una sola palabra toda esta evolución, podría decirse, sin duda, que lo propio de la experiencia de la sinrazón es que la locura era allí sujeto de sí misma; pero que en la experiencia que se forma en este fin del siglo XVIII, la locura está alienada por relación a ella misma en el estatuto de objeto que recibe.
Cabanis sueña, para ella, en ese semi-dormir al que la obligaría el asilo; trata de agotarla en esta problemática serena. Cosa curiosa, en ese mismo momento recobra vida en otra parte, y se carga con todo un contenido concreto. En tanto que se purifica por el conocimiento y se libera de sus antiguas complicidades, se compromete con toda una serie de interrogaciones que la moral se plantea a sí misma; se muestra en la vida cotidiana, ofreciéndose a elecciones y a decisiones elementales, suscitando opciones vulgares y obligando a lo que puede llamarse «la opinión pública» a revisar el sistema de valores que la concierne. La decantación, la purificación que se ha operado en Colombier, en Tenon, en Cabanis, bajo el esfuerzo de una reflexión continua, inmediatamente se halla contraequilibrada y comprometida por aquella labor espontánea que se efectúa cada día en las márgenes de la conciencia. Es allí, por tanto, en ese hormigueo apenas perceptible de experiencias cotidianas y minúsculas, donde la locura va a cobrar la figura que, para empezar, le reconocerán Pinel y Tuke.
Y es que, al desaparecer el internamiento, la locura vuelve a surgir en el dominio público. Reaparece, llevada por una invasión lenta y sorda, interrogando a los jueces, a las familias, y a todos los responsables del orden. Mientras se le busca un estatuto, ella plantea preguntas urgentes: se deshace el antiguo concepto —familiar, policíaco, social— de hombre irrazonable dejando frente a frente la noción jurídica de la irresponsabilidad y la experiencia inmediata de la locura. Comienza toda una labor por la cual el concepto negativo de alienación, tal como lo definía el derecho, va a dejarse penetrar poco a poco y a alterarse por los significados morales que el hombre de la calle atribuye a la locura.
«Se debe distinguir el teniente de policía, el magistrado y el administrador. El primero es el hombre de la ley; el segundo es el del gobierno.» [948] Y Des Essarts, poco años después, comenta esta definición que él mismo había dado: «Releyendo, en el mes de abril de 1789, este artículo redactado en 1784, debo añadir que la nación hace votos por que esta parte de la administración sea destruida, o al menos modificada, de modo que la libertad de los ciudadanos quede asegurada de la manera más inviolable». Al hacer desaparecer la reorganización de la policía, a principios de la Revolución, ese poder, a la vez independiente y mixto, confía sus privilegios al ciudadano, a la vez hombre privado y voluntad colectiva. Las circunscripciones electorales, creadas por el decreto del 28 de marzo de 1789, van a servir de marco a la reorganización de la policía; en cada uno de los distritos de París se establecen cinco compañías, una de las cuales es retribuida (se trata, casi siempre, de la antigua policía), pero las otras cuatro están formadas por ciudadanos voluntarios[949]. De la noche a la mañana, el hombre privado se encuentra encargado de asegurar esa separación social inmediata, anterior al acto de la justicia, que es tarea de toda política. Ahora tiene que vérselas, directamente sin intermediarios ni control, con todo el material humano que antes era propuesto al internamiento: vagabundeo, prostitución, desenfreno, inmoralidad y, desde luego, todas las formas confusas que van de la violencia al furor, de la debilidad mental a la demencia. El hombre, en tanto que ciudadano, es llamado a ejercer en su grupo el poder, provisionalmente absoluto, de la policía; toca a él hacer ese gesto oscuro y soberano por el cual una sociedad designa a un individuo como indeseable o ajeno a la unidad que la sociedad forma; es él quien tiene por tarea juzgar los límites del orden y del desorden, de la libertad y del escándalo, de la moral y de la inmoralidad. En él, y en su conciencia, reposa ahora el poder por el cual debe operarse inmediatamente, y antes de toda liberación, la separación de la locura y de la razón.
El ciudadano es razón universal, y en un doble sentido: es verdad inmediata de la naturaleza humana, medida de toda legislación. Pero también es aquel por quien la sinrazón se separa de la razón, es, en las formas más espontáneas de su conciencia, en las decisiones que tiene que tomar de entrada, antes de toda elaboración teórica y jurídica, a la vez el lugar, el instrumento y el juez de la separación. El hombre clásico, lo hemos visto, también reconocía la locura, antes de todo saber y en una aprehensión inmediata; pero entonces hacía uso espontáneo de su sentido común, no de sus derechos políticos; era el hombre en tanto que hombre, quien juzgaba y percibía, sin comentarios, una diferencia fáctica. Ahora, cuando se enfrenta con la locura, el ciudadano ejerce un poder fundamental que le permite ser a la vez «el hombre de la ley» y «el del gobierno». En tanto que soberano único del Estado burgués, el hombre libre se ha vuelto el primer juez de la locura. Por eso el hombre concreto, el hombre cotidiano, restablece con ella esos contactos que había interrumpido la época clásica; pero los retoma sin diálogo ni confrontación, en la forma ya dada de la soberanía, y en el ejercicio absoluto y silencioso de sus derechos. Los principios fundamentales de la sociedad burguesa permiten a esta conciencia a la vez privada y universal reinar sobre la locura, sin contradicción posible. Y cuando la restituye a la experiencia judicial o médica, en los tribunales o en los asilos, ha logrado dominarla ya secretamente.
Ese reino tendrá su forma primera, muy transitoria, en los «tribunales de familia»: antigua idea, muy anterior a la Revolución, y que los hábitos del antiguo régimen parecían barruntar ya. A propósito de los memoriales por los cuales solicitaban las familias las órdenes de detención, el teniente de policía Bertin escribía a los intendentes, el 17 de junio de 1764: «No hay precauciones que no deban tomarse sobre los dos puntos siguientes: el primero, que los memoriales estén firmados por los parientes más cercanos; el segundo, llevar una cuenta exacta de quienes no hayan firmado, y de las razones que les hayan impedido hacerlo.» [950] Más tarde, Breteuil pensará en hacer constituir legalmente una jurisdicción familiar. Finalmente, fue un decreto de la Constituyente el que creó los tribunales de familia, en mayo de 1790. Debían formar la célula elemental de la jurisdicción civil, pero sus decisiones no podrían tener fuerza ejecutoria antes de una ordenanza especial rendida por instancias de distrito. Esos tribunales debían descargar a las jurisdicciones del Estado de los innumerables procedimientos concernientes a las diferencias de intereses familiares, herencias, sociedades, etc. Pero se les prescribía también otro objetivo. Debían dar estatuto y forma jurídica a medidas que antes las familias pedían directamente a la autoridad real: padres disipadores o desordenados, hijos pródigos, herederos incapaces de administrar su parte, todas esas formas de negligencia, de desorden o de mala conducta que antes sancionaba una carta del rey, a falta del procedimiento total de interdicción, se remiten ahora a esta jurisdicción familiar.
En un sentido, la Constituyente remata una evolución que no había dejado de proseguir durante todo el siglo XVIII, dando una estatura institucional a toda una práctica espontánea. Pero, en realidad, muy lejos estaba lo arbitrario de las familias y lo relativo de sus intereses de quedar así limitado; por el contrario, en tanto que bajo el antiguo régimen todo memorial debía entrañar una encuesta policíaca con fines de verificación[951], en la nueva jurisdicción solamente se tiene el derecho de apelar a las decisiones del tribunal de familia ante tribunales de instancia superior. Sin duda, esos tribunales han funcionado de manera bastante defectuosa [952] y no sobrevivirán a las diversas reorganizaciones de la justicia. Pero es bastante significativo que, durante cierto tiempo, la propia familia se haya erigido en instancia jurídica, y que haya podido tener, a propósito de mala conducta, desórdenes y diferentes formas de incapacidad y de locura, las prerrogativas de un tribunal. Durante un momento, ha aparecido con toda claridad como lo que había llegado a ser, y lo que iba a seguir siendo oscuramente: la instancia inmediata que consuma la separación entre razón y locura, esta forma judicial vulgar que asimila las reglas de la vida, de la economía y de la moral familiar a las normas de la salud, de la razón y de la libertad. En la familia, considerada como institución y definida como tribunal, la ley no escrita toma significado de naturaleza, y al mismo tiempo el hombre privado recibe estatuto de juez, llevando al dominio del debate público su diálogo cotidiano con la sinrazón. En adelante habrá un dominio público e institucional de la conciencia privada sobre la locura.
Muchas otras transformaciones designan esta nueva empresa, hasta la evidencia. Sobre todo, las modificaciones aportadas a la naturaleza de la pena. A veces, lo hemos visto[953], el internamiento constituía una atenuación de los castigos. Más a menudo aún, trataba de esquivar la monstruosidad del crimen, cuando revelaba un exceso, una violencia que revelaba poderes como inhumanos[954]; el internamiento trazaba el límite a partir del cual resultaba inaceptable el escándalo. Para la conciencia burguesa, por el contrario, el escándalo se vuelve uno de los instrumentos del ejercicio de su soberanía. Y es que en su poder absoluto no sólo es juez, sino, al mismo tiempo y para ella misma, castigo. «Conocer», de lo que ahora se arroga el derecho, no sólo significa instruir y juzgar, sino también hacer público, y manifestar de manera indudable a sus propios ojos una falta que, por ello, encontraría su castigo. En ella deben operar el juicio y la ejecución de la sentencia, y la redención por el solo acto ideal e instantáneo de la mirada. El conocimiento asume, en el juego organizado del escándalo, la totalidad del juicio.
En su Teoría de las leyes penales, Brissot muestra que el escándalo constituye el castigo ideal, siempre proporcionado a la falta, libre de todo estigma físico e inmediatamente adecuado a las exigencias de la conciencia moral. Retoma la antigua distinción entre el pecado, infracción al orden divino, cuyo castigo está reservado a Dios, el crimen, cometido en detrimento del prójimo, y que debe ser castigado mediante suplicio, y el vicio, «desorden que sólo es relativo a nosotros mismos», y que debe ser sancionado por la vergüenza[955]. Como es más interior, el vicio también es más primitivo: es el crimen mismo, pero antes de su consumación, desde su fuente en el corazón de los hombres. Antes de infringir las leyes, el criminal siempre ha atentado contra las reglas silenciosas que están presentes en la conciencia de los hombres: «En efecto, los vicios son a las costumbres lo que los crímenes son a las leyes, y el vicio siempre es el padre del crimen; es una raza de monstruos que, como en esta espantosa genealogía del pecado descrita por Milton, parecen reproducirse los unos a los otros. Veo un desventurado dispuesto a morir… ¿Por qué sube al patíbulo? Seguid la cadena de sus acciones, veréis que el primer anillo casi siempre ha sido la violación de la barrera sagrada de las costumbres.» [956] Si se quieren evitar los crímenes, ello no se logrará reforzando la ley o agravando los castigos, sino haciendo más imperiosas las costumbres, más temibles sus reglas, suscitando el escándalo cada vez que se denuncie un vicio. Punición ficticia, parece, y que efectivamente lo es en un Estado tiránico, donde la vigilancia de las conciencias y el escándalo no pueden producir más que la hipocresía, «porque la opinión pública no tiene ya ningún nervio… porque, en fin, hay que decir la palabra del enigma, la bondad de las costumbres no es parte esencial e integrante de los gobiernos monárquicos como de las repúblicas»[957]. Pero cuando las costumbres constituyen la sustancia misma del Estado, y la opinión el nexo más sólido de la sociedad, el escándalo se vuelve la forma más temible de la alienación. Por él, el hombre se vuelve irreparablemente ajeno a lo que hay de esencial en la sociedad, y el castigo, en lugar de guardar el carácter particular de una reparación, toma la forma de lo universal; está presente en la conciencia de todos, y efectuado por la voluntad de todos. «Legisladores que deseáis prevenir el crimen, he aquí la ruta que siguen todos los criminales, marcad el primer hito que franquearán, es el de las costumbres; hacedle, pues, insuperable, no os veréis tan a menudo obligados a recurrir a los castigos.» [958] El escándalo se vuelve así el castigo doblemente ideal, como adecuación inmediata a la falta, y como medio de prevenirla antes de haber podido tomar forma criminal.
Lo que el internamiento deliberadamente ocultaba en la sombra, desea ofrecerlo al público la conciencia revolucionaria: la manifestación se vuelve la esencia del castigo. Todos los valores relativos del secreto y del escándalo han sido invertidos así: la profundidad oscura del castigo que envolvía la falta cometida ha sido sustituida por el brillo superficial del escándalo, para sancionar lo que hay de más oscuro, de más profundo, de menos formulado aún en el corazón de los hombres. Y, de manera extraña, la conciencia revolucionaria descubre el viejo valor de los castigos públicos y como la exaltación de las sordas potencias de la sinrazón[959]. Pero ello no es más que la apariencia; no se trata ya de manifestar al insensato ante la faz del mundo, sino tan sólo la moralidad a las conciencias escandalizadas.
Por todo ello está naciendo toda una psicología que cambia las significaciones esenciales de la locura y propone una nueva descripción de las relaciones del hombre con las formas ocultas de la sinrazón. Es extraño que la psicología del crimen, en sus aspectos aún rudimentarios —o al menos el afán de remontar hasta sus orígenes en el corazón del hombre— no haya nacido de una humanización de la justicia, sino de una exigencia suplementaria de la moral, de una especie de estatización de las costumbres, y como de refinamientos de las formas de indignación. Esta psicología es, antes que nada, la imagen invertida de la justicia clásica. De lo que allí se encontraba oculto, hace una verdad que ella misma manifiesta. Va a dar testimonio de todo lo que hasta allí había tenido que permanecer sin testigos. Y, como consecuencia, la psicología y el conocimiento de lo que hay de más interior en el hombre nacen justamente de que la conciencia pública haya sido convocada como instancia universal, como forma inmediatamente válida de la razón, y de la moral, para juzgar a los hombres. La interioridad psicológica ha sido constituida a partir de la exterioridad de la conciencia escandalizada. Todo lo que había hecho el contenido de la antigua sinrazón clásica va a poder ser retomado en las formas del conocimiento psicológico. Ese mundo, que había sido conjurado en una distancia irreductible, súbitamente se vuelve familiar a la conciencia cotidiana, puesto que ella debe ser su juez; y se reparte ahora según la superficie de una psicología sostenida enteramente por las formas menos reflexivas y más inmediatas de la moral.
Todo esto toma forma de institución en la gran reforma de la justicia penal. El jurado debe figurar, precisamente, la instancia de la conciencia pública, su reino ideal sobre todo lo que el hombre puede tener de poderes secretos e inhumanos. La regla de los debates públicos da a esta soberanía, que los jurados tienen momentáneamente, por delegación, una extensión teóricamente infinita: es el cuerpo completo de la nación el que juzga a través de ellos y el que se encuentra en debate con todas las formas de violencia, de profanación y de sinrazón que esquivaba el internamiento. Ahora bien, por un movimiento paradójico que aún en nuestros días no ha logrado completarse, a medida que la instancia que juzga reivindica, para fundar su justicia, más de universalidad, a medida que sustituye las reglas de jurisprudencia particulares por la norma general de los derechos y de los deberes del hombre, a medida que sus juicios confirman su verdad en una cierta conciencia pública, el crimen se interioriza, y su significación no deja de volverse cada vez más privada. La criminalidad pierde el sentido absoluto y la unidad que tenía en el hecho consumado, en la ofensa cumplida; se divide según dos medidas que serán cada día más irreductibles: la que ajusta la falta y su castigo, medida tomada de las normas de la conciencia pública, de las exigencias del escándalo, de las reglas de la actitud jurídica que asimila castigo y manifestación; y la que define la relación de la falta con sus orígenes, medida que es del orden del conocimiento, de la asignación individual y secreta. Disociación que bastaría para probar, si fuera necesario, que la psicología, como conocimiento del individuo, debe ser considerada históricamente en un vínculo fundamental con las formas de juicio que profiere la conciencia pública. Psicología individual sólo pudo haber mediante una reorganización del escándalo de la conciencia social. Conocer el encadenamiento de las herencias, del pasado, de las motivaciones, sólo fue posible el día en que la falta y el crimen, dejando de tener sólo valores autóctonos y de estar en relación entre ellos, tomaron todo su significado de la mirada universal de la conciencia burguesa. En esta escisión entre escándalo y secreto, el crimen ha perdido su densidad real; ha cobrado cuerpo en un mundo semi-privado, semi-público; en tanto que pertenece al mundo privado, es error, delirio, imaginación pura, por tanto inexistencia; en tanto que pertenece al mundo público mismo, manifiesta lo inhumano, lo insensato, aquello en que la conciencia de todos no puede dejar de reconocerse, aquello que no está fundado en ella; por tanto, lo que no tiene derecho de existir. De todas maneras, el crimen se vuelve irreal, y en el no-ser que manifiesta, descubre su profundo parentesco con la locura.
El internamiento clásico ¿no era ya el signo de que este parentesco estaba anudado desde hacía largo tiempo? ¿No confundía en una misma monotonía las debilidades del espíritu y las de la conducta, las violencias de las palabras y las de los gestos, envolviéndolos en la aprehensión masiva de la sinrazón? Pero no era para asignarles una psicología común que denunciara en unos y otros los mismos mecanismos de la locura. La neutralización era buscada como un efecto. Ahora, la no-existencia va a ser asignada como origen. Y por un fenómeno de recurrencia, lo que se había obtenido en el internamiento, como consecuencia, se descubre como principio de asimilación entre la locura y el crimen. La proximidad geográfica en que se les coaccionaba para reducirlos se vuelve vecindad genealógica en el no-ser.
Esta alteración ya es perceptible en el primer caso de crimen pasional presentado en Francia ante un jurado y en sesión pública. Un acontecimiento como aquél no suele ser conservado por los historiadores de la psicología. Mas para quien deseara conocer la significación de ese mundo psicológico que se ha abierto al hombre occidental a fines del siglo XVIII, y en el cual ha sido llevado a buscar cada vez más profundamente su verdad, hasta el punto de querer descifrarla allí, hasta la última palabra; para quien deseara saber lo que es la psicología, no como cuerpo de conocimientos, sino como hecho y expresión culturales propias del mundo moderno, ese proceso, la manera en que ha sido llevado y discutido, tiene la importancia de la medida de un umbral o de una teoría de la memoria. Está formulándose toda una nueva relación del hombre con su verdad.
Para situarlo con exactitud, se le puede comparar con cualquiera de los casos de crimen y de locura que hayan podido ser juzgados en el curso de los años precedentes. Para tomar un ejemplo, en la época en que Joly de Fleury era guardasellos, un tal Bourgeois intenta asesinar a una mujer que le negaba dinero[960]. El hombre es detenido; la familia inmediatamente presenta una petición «de ser autorizada a emprender una información para adquirir la prueba de que el tal Bourgeois siempre ha dado señales de locura y de disipación, y, por ese medio, hacerle encerrar o enviar a las Islas». Unos testigos pueden afirmar que, en varias ocasiones, el acusado ha tenido «un aire extraviado, y el aspecto de un loco», que muy a menudo ha «hablado solo» dando todas las señales de un hombre que «pierde la cabeza». El procurador fiscal se inclina a dar satisfacción a la familia, no en consideración al estado del culpable, sino por respeto a la honorabilidad y la desdicha de la familia: «Por solicitud», escribe a Joly de Fleury, «de esta honrada familia, desolada, que sólo tiene una fortuna muy mediocre, y que por el hecho se encontrará a cargo de seis niños de tierna edad, que el dicho Bourgeois, reducido a la más espantosa miseria, deja sobre sus brazos, yo tengo el honor de dirigir a Vuestra Grandeza la copia que encontraréis anexa, a fin de que, con vuestra protección, que reclama esta familia, sea autorizada a hacer encerrar en un manicomio a ese mal sujeto capaz de deshonrarla por los signos de locura de que ha dado excesivas pruebas desde hace algunos años». Joly de Fleury responde que el proceso debe ser seguido de cabo a cabo, y de acuerdo con las reglas. En ningún caso, ni aun si la locura es evidente, debe detener el internamiento el curso de la justicia ni prevenir una condena; pero, en el procedimiento, hay que dejar un lugar a la investigación de la locura; el acusado debe «ser oído e interrogado ante el consejero informador, visto y visitado por el médico y cirujano de la Corte, en presencia de uno de sus suplentes». Efectivamente, el proceso tuvo lugar el 1° de marzo de 1783; la Corte penal en la Cámara de la Tournelle, dispone que «Bourgeois será llevado y conducido al manicomio del castillo de Bicétre, para ser allí detenido, alimentado, y tratado médicamente, como los otros insensatos». Después de una breve permanencia en el ala de los alienados, se comprueba que da pocas señales de locura; se teme estar ante un caso de simulación, y se le pone en los calabozos. Poco tiempo después, él pide y obtiene, puesto que no manifiesta ninguna violencia, volver a estar entre los insensatos, donde «es empleado en un pequeño puesto que lo pone en capacidad de procurarse alivios». Redacta una petición de salida. «El señor presidente ha respondido que su detención es un favor, y que estaba en el caso de ser condenado ad omnia citra mortem». Y éste es el punto esencial: la permanencia entre los insensatos a la cual se condena al criminal no es el signo de que se le juzga inocente; en todo caso, sigue siendo un favor. Es decir, el reconocimiento de locura, aun si ha sido establecido en el curso del proceso, no forma parte integrante del juicio: se ha sobrepuesto a él, modifica sus consecuencias, sin tocar para nada lo esencial. El sentido del delito, su gravedad, el valor absoluto del gesto, todo ello permanece intacto; la locura, aun reconocida por los médicos, no se remonta hasta el centro del acto para «irrealizarlo»; sino que, siendo el crimen lo que es, hace beneficiarse a quien lo ha cometido con una forma atenuada del castigo. Se constituye entonces, en el castigo, una estructura compleja y reversible, una especie de pena oscilatoria: si el criminal no da signos evidentes de locura, pasa de los insensatos a los prisioneros; pero si, cuando está en el calabozo, se muestra razonable, si no da pruebas de ninguna violencia, si su buena conducta puede hacer perdonar su crimen, se le pone entre los alienados, cuyo régimen es más benigno. La violencia que está en el centro del acto es, sucesivamente, lo que significa la locura y lo que justifica un castigo riguroso. Alienación y crimen giran alrededor de ese tema inestable, en una relación confusa de complementaridad, de vecindad y de exclusión. Pero, sea como fuere, sus relaciones siguen siendo de exterioridad. Lo que queda por descubrir y que será formulado precisamente en 1792 es, por el contrario, un nexo de interioridad, en que todas las significaciones del crimen van a caer y a dejarse incluir en un sistema de interrogación que, aun en nuestros días, no ha recibido respuesta.
Es en 1792 cuando el abogado Bellart debe defender, en apelación, a un obrero llamado Gras, de cincuenta y dos años, que acaba de ser condenado a muerte por haber asesinado a su amante, sorprendida en flagrante delito de infidelidad. Por primera vez se plantea una causa pasional en audiencia pública, y ante un jurado; por primera vez, el gran debate del crimen y de la alienación salía a plena luz del día, y la conciencia pública trataba de trazar el límite entre la asignación psicológica y la responsabilidad criminal. El discurso de Bellart no nos ofrece ningún conocimiento nuevo en el dominio de una ciencia del alma o del corazón; hace más: delimita, para ese saber, todo un espacio nuevo en que podrá tomar un significado; descubre una de esas operaciones por las cuales la psicología se ha convertido, en la cultura occidental, en la verdad del hombre.
Por primera aproximación, lo que se encuentra en el texto de Bellart es la separación de una psicología por relación a una mitología literaria y moral de la pasión, que a lo largo de todo el siglo XVIII le había servido a la vez de norma y de verdad. Por primera vez, la verdad de la pasión deja de coincidir con la ética de las pasiones verdaderas. Se conoce cierta verdad moral del amor hecha de similitud, de naturalidad, de espontaneidad viva, que es confusamente la ley psicológica de su génesis y la forma de su validez. En el siglo XVIII no hay alma sensible que no hubiese comprendido y no hubiese absuelto a Des Grieux[961];(*) y si viese en lugar de ese viejo de cincuenta y dos años, acusado de haber matado, por celos, a una dudosa manceba, a «un joven brillante, con la fuerza y la gracia de su edad, interesante por su belleza, y quizás hasta por sus pasiones, el interés por él sería general… el amor pertenece a la juventud»[962]. Pero más allá de este amor que inmediatamente reconoce la sensibilidad moral, hay otro que, independientemente de la belleza y de la juventud, puede nacer y sobrevivir largo tiempo en los corazones. Su verdad es ser inverosímil, su naturaleza, ser contra natura; no está, como el primero, ligado a las estaciones de la edad; no es «el ministro de la naturaleza, creado para servir a sus designios y dar la existencia». En tanto que la armonía del primero está prometida a la dicha, el otro sólo se nutre de sufrimientos: si uno «hace las delicias de la juventud, la consolación de la edad madura», el segundo hace «demasiado a menudo, el tormento de la vejez»[963]. El texto de las pasiones, que el siglo XVIII descifraba indiferentemente en términos de psicología y en términos de moral, queda ahora disociado; se separa según dos formas de verdad; ha caído en dos sistemas de pertenencia a la naturaleza. Y se dibuja una psicología que ya no interesa a la sensibilidad, sino tan sólo al conocimiento, una psicología que habla de una naturaleza humana en que las figuras de la verdad ya no son formas de validez moral.
Este amor que ya no limita la sabiduría de la naturaleza queda totalmente librado a sus propios excesos; es como la rabia de un corazón vacío, el juego absoluto de una pasión sin objeto; toda su adhesión es indiferente a la verdad del objeto amado: con tanta violencia se entrega a los movimientos de su sola imaginación. «Vive principalmente en el corazón, celoso y furioso como él». Esta rabia, totalmente absorbida en sí misma, es a la vez, al mismo tiempo, el amor en una especie de verdad despojada, y la locura en la soledad de sus ilusiones. Llega un momento en que la pasión se enajena por estar demasiado conforme a su verdad mecánica, hasta el grado que, bajo el solo impulso de su movimiento, se convierte en delirio. Y, en consecuencia, al remitir un gesto de violencia a la violencia de la pasión, y al separar la verdad psicológica en estado puro, se le sitúa en un mundo de ceguera, de ilusión y de locura que esquiva su realidad criminal. Ello fue lo que Bellart reveló por vez primera en su defensa, ese nexo, fundamental para nosotros, que establece en todo gesto humano una proporción inversa entre su verdad y su realidad. La verdad de una conducta no puede dejar de irrealizarla; oscuramente, tiende a proponerle, como forma última e inanalizable de lo que es en secreto, la locura. Del acto asesino de Gras no queda finalmente más que un gesto vacío, realizado «por una mano, única culpable», y, por otra parte, «una desgraciada fatalidad» que ha actuado «en ausencia de la razón, y en el tormento de una pasión irresistible»[964]. Si se libera al hombre de todos los mitos morales en que está presa su verdad, se percibe que la verdad de esta verdad desalienada es la alienación misma. Lo que en adelante se entenderá por «verdad psicológica del hombre» recobra así las funciones y el sentido con que durante largo tiempo había estado cargada la sinrazón; y el hombre descubre en el fondo de sí mismo, en el fondo de su soledad, en un punto que jamás alcanzan la dicha, la verosimilitud ni la moral, los viejos poderes que la época clásica había conjurado y exiliado hasta las fronteras más remotas de la sociedad. La sinrazón queda objetivada por la fuerza en lo que hay de más subjetivo, de más interior, de más profundo en el hombre. Ella, que durante tanto tiempo había sido manifestación culpable, se vuelve ahora inocencia y secreto. Ella, que había exaltado esas formas del error en que el hombre suprime su verdad, se convierte, por encima de la apariencia, por encima de la realidad misma, en la verdad más pura. Captada en el corazón humano, hundida en él, la locura puede formular lo que hay de originariamente verdadero en los hombres. Comienza entonces un lento trabajo que en nuestros días desemboca en una de las contradicciones mayores de nuestra vida moral: todo lo que llega a ser formulado como verdad del hombre pasa a la cuenta de la irresponsabilidad, y de esta inocencia que siempre, en el derecho occidental, ha sido propia de la locura en su último grado: «Si, en el instante en que Gras ha matado a la viuda Lefévre, estaba dominado por alguna pasión absorbente hasta tal grado que le fue imposible saber lo que hacía, y dejarse guiar por la razón, también es imposible condenarlo a muerte.»[965] Toda la puesta en cuestión de la pena, del juicio, del sentido mismo del crimen por una psicología que coloca secretamente la inocencia de la locura en el núcleo de toda verdad que se pueda enunciar sobre el hombre, virtualmente ya se hallaba presente en la defensa de Bellart.
Inocencia: esta palabra, sin embargo, no debe ser entendida en sentido absoluto. No se trata de una liberación de lo psicológico por relación a lo moral, sino, antes bien, de una restructuración de su equilibrio. La verdad psicológica no libera de culpa más que en medida muy precisa. Este «amor que vive principalmente en el corazón», para ser irresponsable no sólo debe ser un mecanismo psicológico; debe ser la indicación de otra moral que no es más que una forma enrarecida de la moral misma. Un joven, en la fuerza de la edad e «interesante por su belleza», si su amante lo engaña… la abandona; más de uno, «en lugar de Gras se habría reído de la infidelidad de su amante, y se habría buscado otra». Pero la pasión del acusado vive sola y por sí misma; no puede soportar esta infidelidad, y no se acomoda a ningún cambio: «Gras veía con desesperación escapar el último corazón sobre el cual pudiera esperar reinar, y todas sus acciones han debido llevar la marca de esa desesperación.»[966] Es absolutamente fiel; la ceguera de su amor lo ha convertido a una virtud poco común, exigente, tiránica, pero que no es posible condenar. ¿Hay que ser severo con la fidelidad, cuando se es indulgente con la inconstancia? Y si el abogado pide que su cliente no sea condenado a la pena capital, lo hace en nombre de una virtud que las costumbres del siglo XVIII no apreciaban, quizá, pero que hoy conviene honrar, si queremos volver a las virtudes de antaño.
Esta región de locura y de furor en que nace el gesto criminal sólo lo absuelve en la medida en que no es de una neutralidad moral rigurosa, pero en que desempeña un papel preciso: exaltar un valor que la sociedad reconoce, sin permitirle tener curso. Se prescribe el matrimonio, pero hay que cerrar los ojos ante la infidelidad. La locura tendrá valor de excusa si manifiesta celos, obstinación, fidelidad… aun al precio de la venganza. La psicología debe alojarse en el interior de una mala conciencia, en el juego entre valores reconocidos y valores exigidos. Es entonces, y sólo entonces, cuando puede disolver la realidad del crimen, y absolverlo en una especie de quijotismo de las virtudes impracticables.
Si el crimen no deja transparentar esos valores inaccesibles, puede ser tan determinado como se desee mediante las leyes de la psicología y los mecanismos del corazón: no merece ninguna indulgencia; no revela más que vicio, perversión, maldad, Bellart tiene buen cuidado de establecer una «gran diferencia en los crímenes: unos son viles, y revelan un alma de fango, como el robo», en los cuales la sociedad burguesa, evidentemente, no puede reconocer ningún valor, ni siquiera ideal; hay que unirlos a otros gestos, aún más atroces, que «anuncian un alma gangrenada de maldad, como el asesinato premeditado». Pero otros, en cambio, se remiten a «un alma viva y apasionada, como todos los que son arrancados por el primer movimiento, como el que fue cometido por Gras»[967]. El grado de determinación de un gesto no fija, por tanto, la responsabilidad del que lo ha cometido; por el contrario, cuanto más lejos parece nacer una acción, y está enraizada en esas naturalezas «de fango», más culpable resulta; por el contrario, nacida de improviso, y llevada, como por sorpresa, por un puro movimiento del corazón hacia una especie de heroísmo solitario y absurdo, merece una sanción menor. Se es culpable de haber recibido una naturaleza perversa, y una educación viciada; pero se es inocente en ese paso inmediato y violento de una moral a la otra, es decir, de una moral practicada, que casi no se atreve uno a reconocer, a una moral exaltada, que se niega uno a practicar, por el bien de todos. «Quienquiera que haya conocido, en su infancia, una educación sana, y haya tenido la dicha de conservar sus principios en una edad más avanzada, puede prometer, sin esfuerzo, que ningún crimen semejante a los primeros» —los de las almas gangrenadas— «manchará nunca su vida. Pero ¿quién sería el hombre bastante temerario para atreverse a asegurar que nunca, en la situación de una gran pasión, no cometerá los segundos? ¿Quién se atreverá a asegurar que nunca, en la exaltación del furor y de la desesperación, no se manchará las manos de sangre, y quizás de la sangre más preciosa?»[968].
Se opera así una nueva separación de la locura: por una parte, una locura abandonada a su perversión, y que nunca podrá excusar ningún determinismo; por otro lado, una locura proyectada hacia un heroísmo que forma la imagen invertida, pero complementaria de los valores burgueses. Es ésta, y sólo ésta, la que adquirirá poco a poco derecho de ciudadanía en la razón o, antes bien, en las intermitencias de la razón; es en ella donde la responsabilidad se atenuará, donde el crimen se volverá, a la vez, más humano y menos punible. Si se la encuentra explicable, es porque se la descubre penetrada de opciones morales en las cuales uno se reconoce. Pero existe el otro lado de la alienación, como aquella de la que, sin duda, hablaba Royer-Collard, en su famosa carta a Fouché, cuando evocaba la «locura del vicio». Locura que es menos que locura, porque es totalmente ajena al mundo moral y porque su delirio no habla más que del mal. Y en tanto que la primera se acerca a la razón, se mezcla con ella, se puede comprender a partir de ella, la otra es rechazada hacia las tinieblas exteriores; y es allí donde nacen esas nociones extrañas que han sido, sucesivamente, durante el siglo XIX, la locura moral, la degeneración, el criminal nato, la perversión: otras tantas «malas locuras» que la conciencia moderna no ha podido asimilar, y que forman el residuo irreductible de la sinrazón, aquello de que no es posible protegerse sino de manera totalmente negativa, mediante el rechazo y la condenación absoluta.
En los grandes procesos criminales juzgados bajo la Revolución en audiencia pública, es todo el antiguo mundo de la locura el que se encuentra de nuevo a la luz, en una experiencia casi cotidiana. Pero las normas de esta experiencia no le permiten llevar ya todo el peso y lo que el siglo XVI habia recibido en la totalidad prolija de un mundo imaginario, el siglo XIX va a escindirlo según las reglas de una percepción moral: reconocerá la buena y la mala locura, aquélla cuya presencia confusa se acepta al margen de la razón, en el juicio de la moral y de la mala conciencia, de la responsabilidad y de la inocencia, y aquella sobre la cual se deja caer el viejo anatema y todo el peso de la ofensa irreparable.
La ruina del internamiento fue más brutal en Francia que en ninguna otra parte. Durante los breves años que preceden a la reforma de Pinel, quedan al descubierto los lugares de reposo de la locura y la elaboración que los transforma: aparece entonces todo un trabajo cuyos aspectos hemos tratado de fijar.
Trabajo que, a primera vista, parece ser de «toma de conciencia»: la locura finalmente designada en una problemática que le es propia. Sin embargo, hay que dar aún a esta toma de conciencia la plenitud de su sentido; se trata menos de un descubrimiento súbito que de una larga inversión, como si en esta «toma de conciencia» la captura fuese aún más importante que la novedad de la iluminación. Hay cierta forma de conciencia, situada históricamente, que se ha apoderado de la locura y ha dominado su sentido. Y si esta conciencia nueva parece restituir a la locura su libertad y una verdad positiva, no es por la sola desaparición de las antiguas coacciones, sino gracias al equilibrio de dos series de procesos positivos: los unos son de salida a la luz, de apartamiento, y si se quiere, de liberación; los otros construyen apresuradamente nuevas estructuras de protección, que permiten a la razón defenderse y garantizarse en el momento mismo en que redescubre a la locura en una proximidad inmediata; esos dos conjuntos no se oponen; hacen más que complementarse; no son más que una misma cosa; la unidad coherente de un gesto por el cual la locura queda abierta al conocimiento en una estructura que, de entrada, es alienante.
Es allí donde cambian definitivamente las condiciones de la experiencia clásica de la locura. Y, a fin de cuentas, es posible trazar el cuadro de esas categorías concretas, en el juego de su aparente oposición:
Formas de liberación | Estructuras de protección |
1° Supresión de un internamiento que confunde la locura con todas las otras formas de la sinrazón. | 1° Designación para la locura de un internamiento que no es ya tierra de exclusión sino lugar privilegiado en que debe reunirse con su verdad. |
2° Constitución de un asilo que no se propone otro objetivo que el médico. | 2° Captación de la locura por un espacio infranqueable que debe ser, a la vez, lugar de manifestación y espacio de curación. |
3° Adquisición por la locura del derecho de expresarse, de ser escuchada, de hablar en su propio nombre. | 3° Elaboración alrededor y por encima de la locura de una especie de sujeto absoluto que es mirada, por completo, y que le confiere un estatuto de puro objeto. |
4° Introducción de la locura en el sujeto psicológico como verdad cotidiana de la pasión, de la violencia y del crimen. | 4° Inserción de la locura en el interior de un mundo no coherente de valores, y en los juegos de la mala conciencia. |
5° Reconocimiento de la locura, en su papel de verdad psicológica, como determinismo irresponsable. | 5° Separación de las formas de la locura según las exigencias dicotómicas de un juicio moral. |
Ese doble movimiento de liberación y de servidumbre constituye las bases secretas sobre las que reposa la experiencia moderna de la locura.
La objetividad que reconocemos a las formas de la enfermedad mental, fácilmente creemos que se ha ofrecido libremente a nuestro saber como verdad finalmente liberada. En realidad, sólo se entrega precisamente a aquel que está protegido de ella. El conocimiento de la locura supone, en quien la tiene, cierta manera de desprenderse de ella, de haberse liberado de antemano de sus peligros y de sus prestigios, cierto modo de no estar loco. Y el advenimiento histórico del positivismo psiquiátrico sólo está ligado a la promoción del conocimiento de una manera secundaria; originalmente, es la fijación de un modo particular de estar fuera de la locura: cierta conciencia de no-locura, que para el sujeto del saber se vuelve situación concreta, base sólida a partir de la cual es posible conocer la locura.
Si se quiere saber lo que ha pasado en el curso de esta brusca mutación que, en algunos años, ha instalado en la superficie del mundo europeo un nuevo conocimiento y un nuevo tratamiento de la locura, es inútil preguntar lo que se ha añadido al saber ya adquirido. Tuke, que no era médico, Pinel, que no era psiquiatra, ¿no sabían más que Tissot o Cullen? Lo que ha cambiado, y cambiado bruscamente, es la conciencia de no estar loco, conciencia que, desde mediados del siglo XVIII, de nuevo se halla confrontada con todas las formas vivas de la locura, tomada en su lento ascenso, y rechazada pronto en la ruina del internamiento. Lo que ha ocurrido en el curso de los años que preceden y siguen de inmediato a la Revolución, es una nueva y súbita liberación de esta conciencia.
Fenómeno puramente negativo, se dirá, pero que no lo es si lo miramos de más cerca. Aún es el primer y único fenómeno positivo en el advenimiento del positivismo. Esa liberación no ha sido posible, de hecho, más que por toda una arquitectura de protección, diseñada y construida sucesivamente por Colombier, Tenon, Cabanis y Bellart. Y la solidez de esas estructuras les ha permitido subsistir casi intactas hasta nuestros días, pese a los esfuerzos mismos de la búsqueda freudiana. En la época clásica, era doble la manera de no estar loco: se repartía entre una aprehensión inmediata y cotidiana de la diferencia, y un sistema de exclusión que confundía la locura entre otros peligros; esta conciencia clásica de la sinrazón estaba, pues, ocupada por una tensión entre esta evidencia interior nunca discutida, y la arbitrariedad siempre criticada de una separación social. Pero el día en que se han unido esas dos experiencias, en que el sistema de protección social se ha encontrado interiorizado en las formas de la conciencia, el día en que el reconocimiento de la locura se ha logrado en el movimiento por el cual se desprendía de ella y se medían las distancias en la superficie misma de las instituciones, ese día, la tensión que reinaba en el siglo XVIII se ha reducido de golpe. Formas de reconocimiento y estructuras de protección no están superpuestas en una conciencia de no estar loco, en adelante soberana. Esta posibilidad de darse la locura como conocida y gobernada a su vez en un solo y mismo acto de conciencia, esto es lo que se halla en el núcleo de la conciencia positivista de la enfermedad mental. En tanto que esta posibilidad no vuelva a resultar imposible, en una nueva liberación del saber, la locura seguirá siendo para nosotros lo que se anunciaba ya para Pinel y para Tuke; permanecerá presa en su edad de positividad.
Desde entonces, la locura ya es otra cosa que objeto de temor, o tema indefinidamente renovado de escepticismo; se ha convertido en objeto. Pero con un estatuto singular. En el movimiento mismo que la objetiva, se convierte en primera de las formas objetivantes: aquello por lo cual el hombre puede tener un dominio objetivo sobre sí mismo. Antaño, designaba en el hombre el vértigo del deslumbramiento, el momento en que la luz se oscurece por ser demasiado radiante. Convertida ahora en cosa para el conocimiento —al mismo tiempo lo que hay de más interior en el hombre y de más expuesto a su mirada— juega como la gran estructura de transparencia: lo que no quiere decir que por el trabajo del conocimiento se haya vuelto enteramente clara al saber; sino que, a partir de ella y del estatuto de objeto que el hombre toma en ella, teóricamente al menos, él debe poder volverse, en su totalidad, transparente al conocimiento objetivo. No es por azar, ni el efecto de un simple desplazamiento histórico, por lo que el siglo XIX ha pedido primero a la patología de la memoria, de la voluntad y de la persona, lo que era la verdad del recuerdo, de la voluntad y del individuo. En el orden de esta investigación hay algo profundamente fiel a las estructuras que han sido elaboradas a fines del siglo XVIII, y que hacían de la locura la primera figura de la objetivación del hombre.
En el gran tema de un conocimiento positivo del ser humano, la locura, pues, siempre está en peligro: a la vez objetivada y objetivante, abierta y retirada, contenido y condición. Para el pensamiento del siglo XIX, para nosotros aún, tiene el estatuto de una cosa enigmática: inaccesible de hecho y por el momento en su verdad total, no se duda, sin embargo, de que un día vaya a abrirse a un conocimiento que pueda agotarla. Pero ello sólo es un postulado y un olvido de las verdades esenciales. Esta reticencia, que se cree transitoria, oculta en realidad un retiro fundamental de la locura a una región que cubre las fronteras del conocimiento posible del hombre, y lo supera por una y otra parte. Es esencial a la posibilidad de una ciencia positiva del hombre que tenga, del lado más lejano, esta zona de la locura, en la cual y a partir de la cual, la existencia humana cae en la objetividad. En su enigma esencial, la locura vela, prometida siempre a una forma de conocimiento que la cernirá por completo, pero siempre desplazada por relación a toda toma posible, puesto que es ella la que originariamente da al conocimiento objetivo un imperio sobre el hombre. La eventualidad, para el hombre, de estar loco, y la posibilidad de ser objeto, se han reunido a fines del siglo XVIII, y este encuentro ha hecho nacer, a la vez (no hay, en ese caso, ningún dato), los postulados de la psiquiatría positiva y los temas de una ciencia objetiva del hombre.
Pero en Tenon, en Cabanis, en Bellart, esta unión, esencial a la cultura moderna, sólo se había operado en el orden del pensamiento; va a convertirse en situación concreta gracias a Pinel y a Tuke: en el asilo que fundan y que releva a los grandes proyectos de reforma, el peligro de estar loco queda identificado por la fuerza, en cada uno y hasta en su vida cotidiana, con la necesidad de ser objeto. Entonces, el positivismo ya no sólo será proyecto teórico, sino estigma de la existencia alienada.
El estatuto de objeto será impuesto, para empezar, a todo individuo reconocido alienado; la alienación será depuesta como verdad secreta en el corazón de todo conocimiento objetivo del hombre.