XXII
Fragmentos de existencia
Territorio de los trinovantes
13 millas al oeste de Camuloduno
Otoño, año 61 d. C.
La única esperanza de los vencidos es no esperar ninguna salvación.
PUBLIO VIRGILIO MARÓN
Me quité la capucha del sagum empapada de agua.
—Hemos avanzado demasiado, decurio —dije, pasando la mano sobre el pelo aún empastado de polvo y sudor, después de los enfrentamientos y las cacerías humanas de los últimos días.
Al final Vindilo me había convencido para que permaneciera un poco más. El destino me había querido de nuevo en el ejército, a pesar de mi minusvalía. Tauro y Molerato se habían quedado por tiempo indeterminado en las filas de la Vigésima en calidad de veteranos reincorporados. Había un vasto territorio que despoblar y nadie mejor que ellos se habría dedicado con tanto empeño a aquella tarea. Los había dejado hombro con hombro mientras me saludaban, con su pesada carga de condecoraciones al valor y aquella mirada propia de los legionarios que han combatido juntos durante tanto tiempo.
En cuanto a Ferrio, después de Manduessedum había cogido su caballo, lo había cargado con la parte del botín que le correspondía y había partido hacia el sur, para reunirse con su familia. Había hecho todo ese camino para pelear su batalla y marcharse con su tajada de gloria. Nos había saludado con una sonrisa y con el compromiso de que lo llamáramos, si no lo conseguíamos sin él. «Después de esto —nos dijo—, está claro que mi destino no es morir en una batalla».
Marcelo se había instalado en Viroconio, donde se había montado un vasto campo que alojaría temporalmente a los prófugos de la rebelión. Le había prometido por mi honor de soldado que volvería a buscarlo en cuanto la zona de Camuloduno estuviera pacificada y que después nos trasladaríamos juntos a mi propiedad para comenzar una nueva vida. En realidad, aún no sabía qué hacer con mi futuro y ni siquiera sabía qué había quedado de mi propiedad, pero la posibilidad de criar a Catulo no me disgustaba. Por primera vez en la vida, me ocuparía de alguien.
¿Y yo? Yo había sido equipado con una espléndida panoplia de alto oficial, encontrada encima de un gigantesco bárbaro de rostro desfigurado, muerto en el campo de batalla. Solo después de habérmela puesto varios días me había acordado de dónde la había visto antes. Era la de Tito Ulcio Falcidio, que tanto le había envidiado el día del funeral de Fidio.
Para subsanar mi medio paso, Cayo Antonio me había obsequiado con un magnífico semental, uno de aquellos que, después de la batalla, vagaban sin jinete por la región. Por último, se me encomendó una misión en Durobrivae, uno de los grandes puertos al sudeste de las tierras de los cantiacos. Debía esperar a los nuevos contingentes que venían desde Germania y guiar a las columnas que deberían llenar los vacíos dejados por la Hispana, al norte, en el corazón de las tierras de los icenos.
Llegado al fuerte de la Novena, me enteré del suicidio de Penio Póstumo, el prefecto de campo de la Segunda Augusta. Según parece, el sentimiento de culpa por no haber ejecutado las órdenes del gobernador lo había llevado a quitarse la vida. En realidad, todos pensaban que el gesto era adecuado, debido al resultado de la estrategia de Suetonio y a su manifiesta violación de la disciplina militar.
Después volví a las vexilaciones dejadas en Manduessedum, donde encontré un despacho que Vindilo me expedía desde Verulamio. Se estaban organizando unas unidades de jinetes auxiliares convocados desde Germania. La zona se había convertido en tierra de conquista y de correrías para cualquiera que tuviese una espada y un caballo. Muchos grupos de icenos y trinovantes, huidos después de la batalla, se habían organizado en bandas que saqueaban las granjas aisladas. Un vastísimo territorio entre Verulamio y la costa oriental de la isla estaba aún fuera de control. Había que perseguir a los fugitivos, sacarlos de su guarida y eliminarlos sobre el terreno, a excepción de aquellos de pelo rojo que eran mandados a los fuertes de la retaguardia para ser embarcados para Roma como prisioneros de la rebelión. Los crueles rebeldes exóticos eran exhibidos y subyugados, a pesar de su corpulencia y de su ferocidad. Se prestaba particular atención a las mujeres, porque la reina de los icenos aún no había sido atrapada y su captura sería recompensada espléndidamente.
Así, me pusieron al lado de un decurión recién llegado del Rin, con su destacamento de esbirros, y comencé a rastrear la zona al este de la ciudad, adentrándome cada vez más en el interior de aquellas tierras que antaño habían sido de los trinovantes. El inicio del otoño nos había sorprendido en los territorios cercanos a Camuloduno, que me costaba reconocer. El cielo bajo y plomizo entristecía aún más aquellos lugares de los que la vida parecía haber desaparecido para siempre. Los que antes fueran campos cultivados se habían convertido en páramos abandonados. Las zonas aún no alcanzadas por las vexilaciones de infantería, por su parte, eran las preferidas por los fugitivos, que salían de los bosques en busca de presas fáciles y desaparecían de nuevo en ellos inmediatamente después. Nuestro exiguo número y el empecinamiento de quien nos dirigía habían conseguido que avanzáramos mucho más allá de la línea de las otras unidades de caballería. De cazadores habíamos pasado a ser presas. Hacía apenas unos días, un denso grupo de rebeldes nos atacó en la linde de un bosque y mató a cinco de los nuestros.
—Hemos avanzado demasiado, decurio.
—Tranquilo, Aquila, nos han ordenado que matáramos a todos los que pudiéramos y eso estamos haciendo.
Desde la cresta que había delante de nosotros la silueta de un jinete bátavo corrió a nuestro encuentro, deslizándose entre las olas dibujadas sobre la hierba. Mi caballo agitó el cuello para sacudirse la lluvia y luego se detuvo desganado sobre el borde del sendero a contemplar el trigo que se pudría en los campos infestados de pasto. Llovía despacio, pero con insistencia, llovía sobre todo y los dedos fríos tardaron en desatar el nudo del cordoncito de cuero del yelmo colgado del cingulum. Había devuelto aquel de oficial recibido de Vindilo para coger este, que había encontrado en el suelo, cerca del águila de la Novena Legión. Pasé las yemas por el metal abollado del yelmo de los antepasados y pocos instantes después vi en el reflejo lechoso del bronce el rostro exánime de Murrogh, tal como cada noche lo veo en sueños, con los ojos vidriosos y la barba sucia de sangre. Me puse el yelmo apretando el barboquejo, seguro de oír, como siempre, el eco de su último aliento. Bajo este yelmo, el rey de los trinovantes había vuelto a la madre tierra, entre destellos de espadas y fragmentos ondulantes de guerreros a la carrera. «Fragmentos de existencia», eso es lo que quedará de cada uno de nosotros. Vidas lejanas, de las que no sobrevivirá más que algún objeto para testimoniar una mínima parte de lo que hemos sido y hecho.
El jinete de pelo de color de trigo maduro nos alcanzó.
—Más allá de la colina hay un sendero que lleva a una granja destruida. Están allí, revolviendo entre las ruinas.
El decurión dio la orden de acelerar la marcha.
—Pillémoslos por sorpresa.
—Bordeando la colina llegaremos mucho más cerca de la granja —dije—, podemos cogerlos por la espalda.
—¿Conoces la zona?
—Sí —respondí, sin precisar que aquella «granja destruida» en otro tiempo era de mi propiedad.
—Entonces, hagamos como dices.
Salimos del bosque al galope, entre altas salpicaduras de agua, como espectros férreos envueltos en capas chorreantes. Cuando nos vieron se dispersaron en todas direcciones. Algunos subieron a caballo, a otros no les dio tiempo. Me encontré persiguiendo a un bátavo que cargaba contra tres fugitivos, que, a su vez, intentaban alcanzar los bosques que bordeaban el sendero. Dos de ellos corrieron a la izquierda hacia el matorral; seguido por el germano, otro continuó corriendo derecho tan rápido como podía y yo elegí a mi víctima. Estuve encima de él enseguida. Lo flanqueé entre el jadeo del semental, que chapoteaba en el terreno cenagoso. El hombre cambió de rumbo para evitarme y se deslizó en la hierba, cayendo al suelo entre salpicaduras de agua. Se levantó a duras penas, mientras aflojaba las riendas del caballo e invertía la dirección. Me miró apretando los dientes con una mueca y volvió a correr, cojeando de una pierna. En un instante lo alcancé de nuevo y una vez más se giró, evitando mi golpe, que fue hueco y contra la lluvia. Desenvainó la espada y, ya sin aliento, se quedó esperándome, sosteniéndola con ambas manos. Dudé durante un instante, después me acerqué rodeándole para confundirlo, manteniéndolo a mi derecha: su larga espada era un problema, y estar a caballo en un frente a frente no suponía ninguna ventaja. Yo tenía siempre la mano izquierda empeñada en conducir el caballo, él no. Me gritó algo, jadeando, con el cabello pegado al rostro. Por último dio un salto hacia delante, hundiendo la espada. Aparté a la bestia, desvié el golpe empujando su hoja hacia abajo y con el mandoble de vuelta lo cogí desequilibrado. Le pegué entre el mentón y el cuello, di un golpe con los talones y el caballo se alejó de pronto, después me volví una decena de pasos y vi que me miraba. Dejó caer la espada y se llevó la mano al cuello, el corte lo estaba convirtiendo en una fuente de sangre. El bátavo que había cargado contra mí salió del bosque con la espada enrojecida, me alcanzó y me sobrepasó al galope para dirigirse de nuevo hacia los otros que combatían allí alrededor. Vi al britano caer de bruces contra el fango y espoleé al caballo en la misma dirección.
A lo largo del trayecto vi tres cadáveres de fugitivos boca abajo entre la hierba alta. Uno era una mujer de pelo rubio, atado con una trenza. Alcancé a un puñado de jinetes que habían desmontado alrededor de un hombre caído y advertí que era el decurión. Había sido golpeado por una lanza en pleno vientre y se estaba retorciendo en el fango con los germanos que, de algún modo, trataban de socorrerlo. Le quitaron el yelmo y la malla, que nada habían podido contra aquel violento embate desde abajo. El vientre estaba destrozado y el hombre se estremecía entre dolorosos espasmos. No quedaba más que esperar algunos instantes, no duraría demasiado.
Bajé del caballo y me acurruqué a su lado.
—¿Tienes alguna orden, decurio?
Me miró, temblando bajo la lluvia, ni siquiera entendía si podía verme. Le aferré la mano.
—¿Decurio?
Los músculos se tensaron en una contracción dolorosa.
—¿Debo decirle algo a alguien?
Vi el miedo en su mirada, después el cuello se tensó, su mano dejó de estrechar la mía, dejó de temblar y puso los ojos en blanco. La larga lista de las víctimas de la rebelión de Boudica tenía un nombre más, que nadie recordaría. Era solo alguien que había venido de lejos para servir a las enseñas, que se marchaba. Otro trozo de hierba britana enrojecido de sangre. Observé a mi alrededor entre las miradas indiferentes de los bátavos y me di cuenta de que me había convertido en el jefe de aquella manada.
—Lo enterraremos aquí —dije, quitándome el yelmo—. ¿Estamos todos?
—No, Larus ha continuado la persecución con Yorn y los suyos, más allá de la colina.
Un poco más allá, un germano sentado en el suelo maldecía, mientras su compañero le vendaba como mejor podía un corte en el brazo. Me acerqué para echarle un vistazo.
—Este debe ir lo antes posible a un médico —dije—. ¿Hay otros heridos?
No obtuve respuesta, pero aún faltaban varios hombres de los veintitrés del grupo. Vi llegar a dos al trote desde aquella que debía de haber sido la puerta de la villa, reducida a unas pocas tablas contra el cielo, como una mano esquelética.
Me puse otra vez el yelmo y monté a caballo para rondar la zona. Necesitaba estar solo, me alejé bajo aquel tétrico y susurrante cielo gris, mirando, con el corazón dolorido, mi villa o, mejor, sus restos. Dejé lo que quedaba de la entrada, más allá de la cual los escombros ennegrecidos me esperaban como mudos testigos de una furia devastadora ya pasada. Vi las dos columnas, una de las cuales aún estaba sujeta con las cuerdas, en medio del pavimento del tan deseado pórtico en estilo italiano. Las habíamos izado con Antio, el capataz, con su barba hirsuta emblanquecida por el polvo de mármol, durante aquella mañana en que todo comenzó. El portal desfondado de la cuadra me recordó a un muchacho joven, al picapedrero que había gritado que ensillara los caballos. Quién sabe qué fin habían tenido todos los obreros. Dos palos de los andamios puestos en cruz se recortaron detrás de la columna. Di un pequeño golpe con los talones al costado del caballo, no deseaba ver a quién pertenecía aquel cuerpo reducido a un esqueleto escondido por las tablas. A pesar del estado, por el cabello reconocí a Owen, el comerciante en madera que decidió quedarse, y me detuve a sus pies. Confiaba en su gente, en la posibilidad de discutir y hacerse escuchar. Le había salido mal. Con el odio no se discute.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, ausente y alejado, bajo el estruendoso silencio de la lluvia que me daba la bienvenida a casa. De vez en cuando, los vientos del norte se alejaban de las colinas para convertirse en olas que se deslizaban por la hierba alta hasta atravesarme y desaparecer después en la nada. Había dejado aquel sitio lleno de vida en una maravillosa jornada estival, volvía en otoño para hallar muerte, destrucción y frío.
Durante todo el tiempo había esperado regresar allí y encontrar una señal, algo que me diera un indicio de vida, algo por lo que valiera la pena volver a empezar.
Miré la que había sido mi casa. Las paredes habían resistido, el techo se había derrumbado, pero, con toda probabilidad, desplazando los escombros, recuperaría mi dinero. Quizás aún era un hombre rico, aunque en aquel momento no tenía fuerzas para considerar este hecho como una buena noticia. ¿Era este el resultado de una vida llena de luchas en tierras extranjeras? El manuscrito nunca redactado de mi vida me describiría como este trigo, que ha alcanzado su máximo esplendor y después se ha marchitado en el suelo bajo su propio peso, sin que nadie pueda ya disfrutar de la cosecha.
Un silbido dirigió mi atención hacia la colina. Desde la cima, Larus me hacía amplios gestos. Asentí y empujé el caballo en aquella dirección, a través del campo que, durante aquel año, no alimentaría a nadie, como, por lo demás, sucedería con todos los de la región. Un golpe de talones y el caballo atravesó el aguazal cenagoso que me separaba del cerro para luego remontar la cuesta. El bátavo me esperaba sin preocuparse por la lluvia, con el largo cabello cayéndole sobre los hombros, un puño sobre el costado y una sonrisa soberbia.
—¿Qué sucede, Larus?
—Los hemos cogido allá abajo, cerca del río. Esperamos al decurio para que nos diga qué hacer con las mujeres, a los hombres ya los hemos liquidado.
—El decurio ha caído en combate. Yo he asumido el mando.
Con el rabillo del ojo vi cómo se encogía de hombros, ni siquiera le dirigí una mirada de desdén porque no la habría entendido. El relincho de un caballo me guio hacia el río, donde entreví a Yorn, que sostenía la espada bajo el mentón de una mujer arrodillada delante de él. Pasé junto al cadáver de un guerrero golpeado en la espalda y alcancé al bátavo, rodeando a la mujer que me daba la espalda para mirarla a la cara. Podía tener treinta y cinco años, pero aparentaba cincuenta, cabello negro pegado al rostro sucio, del cual dos ojos cerúleos mostraban odio y piedad al mismo tiempo.
—El decurio ha muerto, Yorn, yo he asumido el mando hasta que volvamos al campamento.
El germano asintió y me planteó la misma pregunta que habría hecho al comandante.
—¿La mato?
La miré a los ojos. «No te preguntes nada de ella —pensé—, no te preguntes cómo ha llegado aquí, de dónde ha partido y a quién ha dejado a lo largo del camino». Yorn hizo que alzara el rostro empujando con la punta bajo el mentón. Deslicé la mirada sobre la hoja plana, donde las gotas danzaban sobre el metal frío y subí por el brazo hasta encontrar la mirada del bátavo concentrado en observarla, saboreando el placer que le daría hundir su espada.
—¿Quién está ahí detrás?
Yorn me miró sorprendido, mientras un sollozo se alzaba más allá de los helechos entre el monótono rumor de la lluvia.
—He preguntado quién está ahí detrás.
—Maldita perra —gruñó el germano, que no había conseguido esconder su botín personal.
Fulminé a Yorn con una mirada que acentuaba mi autoridad sobre él. No tenía ninguna intención de dejar libre a aquella manada de fieras.
—Tráela aquí.
—¿Y esta?
—¡Tráela aquí! —grité.
La espalda cubierta de hierro de Yorn desapareció en el matorral. Su rostro barbudo apretado dentro del yelmo desapareció poco después. Sujetaba por el pelo a una muchacha medio cubierta de fango, que se revolvía, furiosa, con las manos atadas a la espalda. Con un gesto de ira la empujó entre las patas de mi caballo, que retrocedió. La mujer permaneció en el suelo jadeante. Yorn apareció desde atrás, la cogió por el pelo y la obligó a ponerse de rodillas para mostrarme su rostro.
Rhiannon me miró con los ojos entornados, la sangre le brotaba de la nariz y los labios y se fundía con las gotas de lluvia.
Aflojé las riendas y salté del caballo.
—¡Déjala! —grité. Me arrodillé delante de ella y permanecí allí, sin atreverme a tocarla, mirando su rostro demacrado y tumefacto, el pómulo reventado por un violento golpe. Extraje el pugio y la desaté. Temblando, comencé a masajearle las muñecas. Su mirada se deslizó sobre el yelmo que había sido de su padre y vislumbré en sus ojos un destello de agresividad. Con un grito desesperado se levantó de repente y me arañó el rostro, sin que yo hiciera nada para detenerla—. ¡Quieto! —aullé dirigiéndome a Yorn, que estaba a punto de agarrarla, y en ese instante ella me golpeó contra el yelmo. Dejé caer el pugio y le cogí la muñeca para detenerla, mientras ella me asestaba un diluvio de patadas y puñetazos—. Cálmate, Rhiannon.
Continuó, hundiéndose en un abismo de locura histérica y tuve que empujarla de espaldas contra el fango para poder detenerla. Parecía un animal salvaje lleno de rabia. Sabía que, si se me escapaba, Yorn y Larus no perderían ocasión de matarla solo por el placer de hacerlo. Un grito lacerante salió de sus labios y arqueó la espalda varias veces, mientras le apretaba con fuerza las muñecas tratando de aplacar su alma desesperada. Traté de encontrar palabras con las que calmarla, pero solo conseguí mantenerla quieta hasta que se quedó sin fuerzas. Entonces la hija de Murrogh estalló en dolorosos sollozos, que herían como espadazos. Sus ropas ya no eran más que un delgado e impalpable velo que traslucía todo, y sentí bajo la coraza que su pecho se agitaba acompasadamente, presa de la angustia. Crucé su mirada una vez más, doblegada pero no derrotada, que excavaba dentro de mí con una rabia inmensa. Dos ardientes lágrimas se deslizaron por sus mejillas arañadas. Aflojé el agarre de las muñecas. Ya no tenía fuerzas para oponerse; su respiración jadeante se veía interrumpida por los sollozos. Cuando cerró los ojos y abandonó su resistencia la dejé allí, inmóvil, temblando; después traté de ayudarla a levantarse.
—¡No me toques!
Con un movimiento fulminante había agarrado el puñal y lo había dirigido hacia mi garganta. Larus desenvainó la espada espoleando al caballo hacia nosotros y Yorn avanzó, también él con la hoja limpia.
—¡Quietos! —grité—. Tocadla y os mato. ¡Juro que os mato!
Pasé la lengua sobre el labio palpitante y sentí el sabor de la sangre. La obstinación del cielo se estrellaba contra el suelo en una lluvia de gélidos alfileres.
—Como aquella tarde, Rhiannon, ahora como entonces, tú tienes el cuchillo por el mango.
Una fuerza que no podía controlar sacudía su mano. El odio contra Roma hacía que su mirada se trastornara. Deseaba matar y que la mataran, deseaba odiar y ser odiada. Ansiaba con todas sus fuerzas destruir, consciente de que, acabando conmigo, se aniquilaría finalmente a sí misma.
—Demasiadas cosas han cambiado desde entonces.
—Hay algo que no, Rhiannon, lo que siento por ti, por tu mirada. Lo único que me ha animado a continuar hacia delante durante todo este tiempo ha sido la esperanza de verte de nuevo. Y ahora, después de haber perdido todo y a todos, después de haberme quedado solo en el mundo, me encuentro helado, bajo la lluvia y con un cuchillo en la garganta, y, por primera vez, desde que todo esto comenzara, deseo vivir. Ya no tenemos nada, Rhiannon, pero tampoco podemos perder ya nada. Desde aquí solo nos queda volver. Tú y yo, juntos.
Sentía que sus ojos me atravesaban como la punta afilada del pugio que apretaba, temblando, sobre mi yugular.
—Yo, por ti, lo haría, Rhiannon. Destruiría el mundo, por ti.
—Ya lo has hecho.
—No, nos hemos encontrado atrapados en algo terrible, que no hemos querido pero que hemos tenido que sufrir. Ambos habríamos deseado haber muerto, para no ser testigos de esto, pero los dioses han querido que sobreviviéramos y que de nuevo nos encontráramos.
Sacudió la cabeza.
—Te odio, Aquila. A ti, a tu gente, a todo aquello que sois y a todo aquello que hacéis.
—Entonces hunde esa hoja.
—¡Te odio con todo mi ser!
—Hunde esa hoja.
Permanecí inmóvil durante unos instantes interminables marcados por el rumor de la lluvia.
Dejó caer el cuchillo. Y como si aquella fuera su última fuente de energía, se acurrucó sobre las rodillas, con los brazos a lo largo del cuerpo, del que descendían regueros de agua.
—Dime que tú también me odias, Aquila. —Los alaridos se habían convertido en un susurro.
Tendí los brazos hacia su rostro, le aparté el pelo y le besé los ojos hinchados por el llanto. La estreché contra mí, emocionado y con un nudo en la garganta. Dejó caer la cabeza sobre mi hombro, golpeando cansadamente, por última vez, el puño sobre la coraza.
—No puedo decírtelo, Rhiannon. Porque te amo.
Permaneció allí, en el fango, indefensa, entre los brazos de un hombre llegado de otro mundo. Un hombre que habría querido ver muerto, pero por el cual querría morir.