XI

Ira

Territorio de los icenos

80 millas al norte de Camuloduno

Mayo del 61 d. C.

El descenso a los infiernos es fácil, pero subir de nuevo los peldaños y ver otra vez el cielo, aquí está el valor, aquí la fatiga.

PUBLIO VIRGILIO MARÓN

Los alaridos de Mor suplicando a Boudica que la salvase eran golpes de espada cargados de dolor.

La reina trató de escapar de los guardias que la habían atado. Un relámpago cegador iluminó el cielo en medio del incesante fragor de la lluvia. Boudica acabó con la espalda en el fango, como un animal salvaje presa de la rabia. Soltó un grito desgarrador y arqueó la espalda varias veces, mientras le apretaban las muñecas y le arrancaban brutalmente las ropas reducidas a un velo que ya no ocultaba nada de su cuerpo.

Desesperada, consiguió escapar por fin, y echó a correr como loca, con las manos atadas a la espalda. La respiración de los dos verdugos se sentía cada vez más cerca, uno gritó: «Golpéala», y una jabalina la rozó. Buscaba en las sombras a su niña, pero no conseguía verla… Acabó chocando contra algo y cayó al suelo, dolorida; sin embargo, los guardias, en vez de atraparla, se desvanecieron en la oscuridad. Se puso de rodillas, sin dar crédito a aquella suerte inesperada, recuperó el aliento… y se encontró frente a Cato Deciano, que la miraba riendo. Trató de pegarle, pero las manos atadas se lo impidieron, y el dolor terminó por vencerla… Lo miró fijamente y gritó para expresar su impotencia, su rabia, su dolor, con las pocas fuerzas que aún le quedaban.

—Está todo bien, cálmate.

Boudica abrió los ojos, jadeante.

Era un sueño.

Por un instante se sintió la persona más feliz del mundo. Estaba acostada boca abajo en un camastro de pieles. Trató de levantarse, pero un dolor lacerante en la espalda, y más que este la conciencia de que solo los últimos instantes habían sido un sueño, se lo impidió.

El resto de la pesadilla, así pues, era verdad. En una sucesión de horrores vio con claridad el látigo, la gente, los romanos… y oyó los gritos de Mor y de la pobre Aine. Se estremeció y se esforzó por levantar la cabeza.

A poca distancia de ella ardía un fuego. Fuera, soplaba el viento, que intentaba arrancar la pesada piel que cubría la entrada. No estaba en su cama, y aquella no era su casa.

Una mano le acarició el pelo, y Boudica se volvió. Era Aine. La reina tendió un brazo y, a pesar del dolor, la estrechó contra ella. La hija se aferró a ella, llorando, mientras la madre le besaba el pelo, la olía, le respiraba el alma. El dolor, después de un momento, la obligó a aflojar su abrazo.

—¿Dónde está Mor?

Aine le señaló en silencio otra cama. La hermana menor parecía sumida en un sueño tranquilo. Boudica estudió aquel rostro distendido, pero cubierto de heridas y moratones, y emitió un gemido. De todos modos, agradeció a los dioses por haberlas salvado y haber permitido que se reuniesen de nuevo. No sabía dónde estaban, pero se sentía protegida. Intentó de nuevo levantarse y, pese a las continuas mordeduras del dolor, por fin lo consiguió. Dio un paso, sostenida por su hija, y se arrodilló junto a la pequeña Mor para acariciarla. La pequeña saltó, de repente, en la cama y se acurrucó en un rincón, temblando. Los ojos oscuros y desorbitados miraron alrededor con un destello de terror e impotencia, como si aún se sintiera a merced de un destino demasiado perverso para entenderlo. Entonces reconoció a su madre y estalló en lágrimas, agarrándose a su cuello. Aine se unió a ellas y las tres permanecieron abrazadas, sin decir nada. Solo el silencio de aquel abrazo conseguía aplacar el inmenso dolor que destrozaba sus cuerpos y sus mentes.

—¿Dónde estaba Epona, madre? ¿Dónde estaba Andrasta?

Boudica sintió que se le encogía el estómago. Un quejido de rabia incontrolada le salió de la garganta y comenzó a llorar. Dirigió mentalmente la misma pregunta al universo que caía sobre ellas.

—¿Dónde estaban todos los demás dioses? —prosiguió la muchacha—. ¿Por qué han permitido que nos hicieran esto?

—Estaban allí, mi pequeña flor. Estaban allí y lo han visto todo.

—¿Y por qué no han intervenido? —preguntó Mor, sollozando.

Boudica buscó una posible respuesta a aquella pregunta.

—Quieren que seamos fuertes, quieren enviarnos una señal. Estaban allí y sabrán reconocernos, y no permitirán que nunca más os ocurra algo semejante.

—Aún tienes fiebre, no debes fatigarte.

Boudica se volvió y reconoció a la mujer del curtidor.

—¡Alis! ¿Dónde estamos?

—En la casa de Yorath. Os hemos traído aquí en cuanto se marcharon los romanos.

—¿Me habéis transportado durante dos horas sin que me despertase?

—Sí, hace dos días.

Boudica se pasó la mano por la frente. La cabeza parecía a punto de estallarle y se sentía sin fuerzas. El viento aulló entre los árboles y un trueno retumbó a lo lejos. Alis le ofreció una taza que contenía un líquido amargo.

—Miridin lo ha preparado para ti.

—¿Miridin? —Boudica permaneció un instante desorientada, hasta que por fin recordó el momento en que lo había visto por última vez, cuando un oficial romano le propinaba un golpe en la cara—. ¿Dónde está ahora?

—Ha ido a buscar muérdago para las compresas. Casi se ha acabado.

Solo en ese momento la reina cayó en la cuenta de que tenía una sustancia resinosa esparcida por toda la espalda, una especie de ungüento del color de la miel mezclado con a saber qué hierbas milagrosas.

—¿Cómo está Miridin?

—Bien —respondió Alis, asintiendo—. Pero no ha vuelto a hablar desde que ha sucedido… todo esto.

—¿Qué es lo que ha sucedido? Dímelo.

—Se han llevado cuanto podían y han dicho que volverían para contar el ganado y requisar lo que quedaba.

Un trueno silenció el gemido del viento.

—¿Han vuelto?

—No lo sé, porque nos marchamos.

—¿Marchamos? Quieres decir… ¿todos?

—Sí, todos.

Boudica hizo una pausa para reflexionar, mirando a sus hijas, y después se dirigió de nuevo a la mujer de Efin.

—Pero no podemos seguir huyendo. ¿Adónde iremos?

Otro trueno hizo temblar las paredes. El rayo había caído más cerca. Las dos mujeres oyeron pasos y miraron hacia la entrada de la tienda. Una silueta imponente se recortaba, negra, en la luz deslumbrante del temporal.

—No estamos huyendo —dijo un hombre de voz profunda, y entró.

—Cathmor —dijo Boudica.

El guerrero se acercó a ella, llevando consigo, como siempre, un hálito de frío. El resplandor del fuego solo iluminó la parte izquierda de su rostro, desfigurada por una cicatriz.

—Al volver de caza con los otros —dijo él, arrodillándose junto al camastro—, te encontré de espaldas en un lecho de sangre, mientras las mujeres te practicaban las primeras curas. Los familiares de los nobles tomados como rehenes habían empuñado hachas y horcones, y querían perseguir a la columna romana, para vengarse, pero yo los detuve.

En las pupilas del hombre apareció un relámpago, tan intenso como los rayos que incendiaban el cielo. Otro trueno aulló enfurecido, apenas encima del tejado de paja, y un instante después fue embestido por una lluvia estruendosa.

—Habría sido un suicidio enfrentarse con herramientas de labranza a unos hombres armados hasta los dientes. —Contempló las llagas en la espalda de Boudica y prosiguió—: ¿Y sabes qué me han dicho? Que la venganza era más importante que la vida.

Cathmor guardó silencio. Quería que aquellas palabras se grabaran en la mente de la reina, porque renegaban por completo de toda la prudente diplomacia que Prasutagus había practicado durante años.

—Los de las granjas de los alrededores se llegaron hasta la aldea para averiguar qué había sucedido. Habían avistado la columna romana con los carros cargados y centenares de caballos. Tu gente ha contado lo sucedido y, de inmediato, los campesinos han ido a poner en guardia a todos los vecinos. A ellos se han añadido los parientes de los nobles, que han llevado la noticia a los distintos jefes de clan, que a su vez la habrán anunciado a sus súbditos. A esta hora la voz habrá corrido por toda la región, y creo que habrá atravesado también los confines de nuestras tierras.

Boudica cerró los ojos, en silencio.

—Para no tener que enfrentarse a los romanos a su regreso —continuó Cathmor—, he pedido a nuestra gente que se trasladara aquí, al menos por un tiempo, y que pusiera a buen recaudo a las mujeres y los niños en esta parte del bosque, a la espera de decidir qué hacer.

—¿Y qué habéis decidido, al final? —preguntó la reina con un hilo de voz.

—Hemos partido poco antes de la oscuridad, para tener esta a nuestro favor —dijo Cathmor, como si no hubiera oído la pregunta—. Hemos cogido todo lo que había quedado y hemos acampado aquí. Antes de ayer al alba, nuestros centinelas me despertaron. Estaba llegando un nutrido grupo de jinetes. Empuñamos las armas y los esperamos, para tenderles una emboscada.

Boudica apartó la mirada del rostro de Cathmor y se dio cuenta de que este llevaba coraza y una espada colgaba de su cintura.

—Los hombres estaban nerviosos, excitados ante la idea de venganza y preparados para batirse. Los esperamos en silencio, pero, cuando estuvieron al alcance de nuestras lanzas, los reconocimos. No eran jinetes romanos, sino hombres de las tribus de la costa. Les preguntamos adónde se dirigían y respondieron que traían un mensaje de parte de sus reyes. —Miró a Boudica, con el rostro devorado por la vieja herida y un odio que nunca había cesado—. En el mensaje, los reyes decían estar dispuestos a apoyarte y a proporcionarte todos los guerreros necesarios para la lucha.

La reina sintió un estremecimiento intenso.

—Con las primeras luces del alba ha llegado de las tierras del sur el rey Rhuadri, con algunos jóvenes de su tribu —prosiguió Cathmor—. Ha dicho que todos los suyos están preparados para partir. —El fragor de la lluvia sobre el techo de paja creció aún más—. Desde entonces ha habido un intenso ir y venir de emisarios.

Boudica miró la piel que cubría la entrada y se preguntó qué habría más allá de aquella puerta.

—Los icenos se están reuniendo, Boudica, y han empezado a darse cuenta de que son muchos. Ya no podemos permanecer aquí, no hay sitio, debemos ir a occidente. Uno, quizá dos días de viaje y estaremos en la Colina de los Sabios[13]. Allí hay espacio suficiente para hombres, caballos y carros. Podremos montar fraguas para forjar armas y preparar un plan de batalla.

—Al norte de la Colina de los Sabios hay una guarnición romana —señaló Boudica.

—Está a un día de camino, media jornada a caballo, y no tienen un control exhaustivo sobre la ciudadela. Además, como bien has dicho, es solo una guarnición. Nosotros ya somos varios miles, y llegarán muchos más.

La reina entendió, por las palabras de Cathmor, que ya se habían tomado decisiones y que estas eran irrevocables.

—Por lo tanto, has decidido —dijo—. Todos habéis decidido.

Cathmor asintió, con expresión severa.

—Se ha puesto en movimiento algo que avanza solo, y que ya no puede detenerse, aunque quisiéramos —sentenció—. Nadie ha llamado a los hombres a las armas, nadie ha declarado la guerra y, sin embargo, todos los hombres están viniendo aquí para combatir. Y no lo hacen porque haya un guía, sino porque existe una causa por la que merece la pena luchar.

El tono casi sosegado de aquellas palabras agitó violentamente a Boudica mucho más que si el guerrero las hubiera gritado.

—Y la causa eres tú.

De pronto, en el umbral apareció Miridin, empapado a causa de la lluvia.

Cathmor se puso de pie y miró a Boudica.

—Te reconozco como mi reina —dijo—, soberana de parte de esta gente y de todos, en tanto que sacerdotisa de la diosa Andrasta. Pero creo que en este momento la voluntad del pueblo es más fuerte que tu autoridad. Si no quieres participar en la rebelión, eres libre de intentar convencer a otros de no optar por la espada. Pero, mientras, el pueblo de los icenos está reuniendo un ejército, el más grande que estas tierras hayan visto jamás, formado por hombres que quieren recuperar lo que les pertenece desde siempre, la libertad. —Se encaminó hacia la salida, y antes de atravesar el umbral, se volvió hacia Boudica y añadió—: Y yo los guiaré.

A continuación, la imponente figura desapareció más allá de la cortina de piel, bajo el diluvio.

Miridin se acercó a la cama y cogió la mano de la reina.

—Los dioses han escuchado mis plegarias.

Ella lo miró, conmovida. El rostro tumefacto por los golpes, el ojo derecho hinchado y cerrado, el cabello y la barba empapados. Estaba pálido y demacrado.

—Sécate junto al fuego, Miridin.

—No importa.

—Necesito tu sabiduría.

El hombre se llevó la mano a la frente.

—Tienes fiebre, Miridin, debes curarte. Alis, busca ropas secas.

El viejo consejero hizo señas a Alis de que no se moviera.

—Son muchos los que están abandonando los campos y las casas para venir aquí. Lo que más me impresiona es que no les mueve un interés personal. No lo hacen solo para proteger sus propiedades, sino porque se sienten heridos y humillados por lo que te ha sucedido a ti, una de ellos. Se avergonzarían si permanecieran en casa como si no hubiera ocurrido nada. —Miridin sacudió la cabeza—. Y lo hacen porque tienen miedo, Boudica, miedo a que Deciano entre en sus casas y viole a sus hijas, o a sus nietas. Miedo a ser demasiado viejos y débiles para detenerlo, si dejan escapar esta ocasión.

—Quizás aún se pueda discutir, mediar.

—Ya no hay tiempo para discutir ni para mediar, querida mía. La mente de aquellos hombres estaba tan obsesionada por el oro que su corazón ha permanecido sordo al llanto de una niña. Con semejantes hombres, se necesita a gente como Cathmor. Yo ya no sirvo.

Boudica sintió un nudo en la garganta.

—No digas eso.

Miridin sonrió, con un destello irónico en las pupilas.

—Pero Cathmor no basta. Te necesitan sobre todo a ti.

La reina lo miró como si hubiera enloquecido.

—¡Miridin, yo necesito tus consejos y tu sabiduría! ¿Cómo podré entonces dirigir una guerra? Nunca lo he hecho, soy una mujer, no sé nada de esas cosas.

—Tú conoces el espíritu de los tuyos y el de los romanos mejor que nadie.

—No te dejes llevar por el desconsuelo, Miridin, te lo ruego. Guía mi mente como has hecho con Prasutagus. Tu lucidez puede salvar miles de vidas.

—He fracasado, Boudica.

Alis le trajo una capa de lana pesada, pero el viejo la detuvo con un gesto.

—He dedicado toda mi vida a la paz, pensando que el diálogo y una esperanza de vida pacífica podían mejorar a las personas. He convencido a los lobos para que se transformaran en corderos, sin darme cuenta de que antes o después habría debido defender a estos corderos de otros lobos.

—Has actuado como un sabio.

—No, Boudica, los tiempos aún no están maduros. Por desgracia, he actuado como un loco, un insensato.

La reina le acarició la frente, que ardía como las brasas.

—Estaba allí, en aquella casa, en el suelo… y he visto… —prosiguió él con tono de angustia—. He visto hasta dónde puede llegar el alma humana —añadió, mirando a Aine y Mor—, el alma de hombres más crueles que las bestias… y no he hecho nada.

—No tienes nada que reprocharte, porque no podías hacer nada.

Miridin la miró con fiebre también en la mirada.

—Si el resultado de todos estos años de esfuerzo y de fatiga ha sido vivir en un mundo en el que no puedo impedir un crimen tan infame, este mundo no tiene ninguna necesidad de mí.

La reina trató de interrumpirlo, pero Miridin continuó:

—Yo ya no cuento, solo soy un viejo. Lo que importa de verdad, ahora, es tu papel en estas circunstancias. Mira, Boudica, tú sabes que la mujer es la personificación de la fertilidad, el misterio de la vida, la dulzura y el amor, mientras que el hombre simboliza la fuerza, la virilidad, la justicia… Tanto nosotros como los romanos tenemos concepciones similares sobre esto, pero hay una importante diferencia. Para los romanos, la mujer es también una criatura desleal, embustera y, a veces, impura, tanto que sus leyes les prohíben ajusticiar a niñas aún vírgenes. Por eso, antes de una ejecución, las desfloran. Por lo demás, la mujer está confinada al papel de esposa y de madre, y está excluida del poder, de la política. Ese es el lugar de los hombres. A los romanos les cuesta aceptar a una mujer en la cima. Tienen sus propias ideas sobre cómo debe ser un soberano… y que este, la figura que de verdad ejerce el poder, sea una mujer, para ellos constituye algo impensable, inaceptable, incluso blasfemo. ¿Entiendes lo que trato de decirte?

Boudica asintió. Comenzaba a vislumbrar adónde la estaba llevando Miridin. Y tenía miedo.

—Una mujer en el poder se convierte en algo desconocido —prosiguió él—, potencialmente peligroso. Y ellos te han golpeado también por eso. Para imponer su cultura sobre la nuestra, para convencerse de su innata superioridad y demostrarnos que pueden apoderarse de nuestro más límpido símbolo de pureza y enlodarlo impunemente. —La cogió de la mano—. Al mismo tiempo, te han lanzado una advertencia, Boudica, te han dicho: «Permanece atenta, pues la próxima vez te mataremos», para estar seguros de que nunca más levantarás la cabeza. —Apretó aún más fuerte—. Y están seguros de ello, Boudica, pero se equivocan. Han superado el límite de lo que se puede soportar, y aquí y allá nuestros hombres están desenterrando las armas que tenían escondidas. Y están aquí, dispuestos a combatir, porque junto a las armas han recuperado su orgullo y su amor a la libertad. Cathmor dice que la rebelión se hará, contigo o sin ti, pero yo creo que tu presencia puede cambiar sustancialmente el espíritu con que esta gente se sacrificará. Porque es de esto de lo que se trata, recuérdalo: muchos de estos guerreros no volverán a ver sus casas.

—Dime, pues, Miridin —pidió Boudica con un suspiro—, ¿cómo crees que puedo conseguir que el destino de la rebelión se ponga de nuestra parte?

—Dándoles algo que los romanos aborrezcan y rechacen: una reina guerrera. Una mujer que se convierta, al mismo tiempo, en la personificación de la vida y de la muerte, de lo divino y de lo humano. Tú serías luz para nosotros y llamas para ellos.

El peso de aquellas palabras le pareció a Boudica demasiado difícil de soportar.

Boudica ya estaba despierta desde hacía rato cuando Alis se presentó y retiró el cuenco que servía de orinal. El aire fresco de la mañana entraba por la cortina entornada, expulsando un acre olor a humo. El fuego estaba casi apagado y el gorjeo de los pájaros anunciaba el nacimiento de una tranquila jornada en la casa de Yorath, el bardo.

Habían pasado un día y una noche desde el encuentro con Cathmor y Miridin. Junto con el temporal se había ido también la fiebre. El viejo consejero le había preparado un mejunje a base de musgo, hojas de sauce y raíces amargas, molidas y mezcladas con miel. Durante los años que Miridin había pasado con el druida Ambigath, había aprendido a preparar pociones y medicamentos para aliviar el dolor y acelerar la curación, como el empaste de hojas de col con poderes cicatrizantes que le había aplicado antes de dejarla nuevamente sumida en sus pensamientos.

Boudica había pasado la noche junto a Mor y Aine, velando su sueño inquieto. Había reflexionado en las palabras de Cathmor, en lo que le había ocurrido y en su gente. Y había vuelto a ver, a sentir y a imaginar todo, como si estuviera ocurriendo en aquel momento: Cato Deciano, sus veteranos y su séquito de esclavos babosos y arrogantes, y el olor a ajo y aceitunas del soldado que la había atado al árbol, y su pequeña Mor, y los hombres que la sujetaban con firmeza, riendo, mientras… Y el látigo que la golpeaba, los gritos de Aine que le retumbaban en la cabeza y las gotas de sangre que le bajaban por las piernas.

¿Y si hubiera decidido mantenerse al margen? ¿Habría salvado a más gente o, al contrario, habrían caído aún más? ¿Y cuántos? ¿Y qué pensaban los otros jefes de tribu? ¿Qué intentaban hacer? Debería haberlos escuchado antes de tomar una decisión. Boudica no era la única reina de los icenos, había decenas de clanes, y decenas eran sus jefes, cada uno convencido de ser el más importante… y la reina no sabía, no imaginaba que el suyo sería el único nombre que sobreviviría a los hechos, mientras que todos los demás se perderían en los siglos. La historia, que se había ensañado con ella con tanta ferocidad, no recordaría siquiera los nombres de sus dos pequeñas.

—Alis, ¿puedes traerme mi túnica?

La mujer del curtidor se le acercó, vacilante.

—Quizá sea pronto para ponértela, tus heridas aún son recientes.

—Mi túnica, por favor.

Alis asintió y le entregó una túnica clara de lino, limpia y bien doblada. Boudica la observó detenidamente y dijo:

—Esta no es mi túnica. Quiero mi túnica, Alis, la que llevaba aquel día.

—Todavía no la he cosido —respondió la mujer, con expresión de abatimiento—. Además, está sucia, está…

Boudica le cogió una mano.

—Está bien así, Alis, tráemela, por favor.

La reina se sentó con dificultad. Era la primera vez que se levantaba de la cama. Las punzadas en la espalda eran aún intensas, pero mucho más tolerables. Alis llegó con la túnica verde de lana pesada. Oscuras manchas secas de sangre coagulada y fango, por delante, y abierta, rasgada hasta la cintura.

—Ayúdame a ponérmela, por favor.

Boudica alzó los brazos, estirando la piel de la espada estriada por los azotes. Alis le deslizó delicadamente la túnica por el cuerpo. Trató de mantener el tejido alejado de la carne viva, pero la lana rozó el emplasto de miel y se pegó en los hombros. Boudica cerró los ojos, sin gemir. Por suerte, si era lícito hablar de suerte, el rasgón de la espalda dejaba libre gran parte de la zona martirizada. Alis ayudó a la reina a levantarse, bajo la mirada absorta de sus hijas. Cuando pudo sostenerse por sí misma de pie, se volvió hacia sus hijas.

—Venid conmigo.

Las muchachas se deslizaron fuera de la cama y se acercaron a ella.

—Tú, Aine, aquí, y tú, Mor, aquí.

Las muchachas la flanquearon y apoyó las manos sobre sus hombros. Con un paño húmedo, Alis limpió el rostro de Boudica de la suciedad y las marcas de las lágrimas. Los surcos dejados por la maldad de los hombres no podría haberlos borrado nunca. Repitió el mismo gesto con las hijas de la reina, luego apartó la cortina de piel y con una ligera inclinación cedió el paso.

Después de días, Boudica dio los primeros y dolorosos pasos al aire libre. Fue como zambullirse en el agua fresca de un torrente. Respiró hondo, con los ojos cerrados, y el aire la abrazó y la envolvió, dándole una sensación casi de renacimiento. La espalda palpitaba, dolorida, como recién marcada por un hierro candente. Cuando abrió los ojos, vio a dos hombres del séquito de Cathmor a los lados de la casa. Ambos la estaban mirando intensamente y uno de ellos esbozó un tímido saludo inclinando la cabeza. Llevaban viejos yelmos, desde hacía demasiado tiempo en desuso, y largas lanzas con puntas de hierro. Boudica respondió en silencio al saludo, apretó los labios y dio otro paso. Dos mujeres salieron a su encuentro, mirándola como si hubieran visto a un espectro. Un hombre maduro y un muchacho, quizá padre e hijo, ocupados en ensillar los caballos, se quedaron asombrados mirando a Boudica, que avanzaba lentamente en medio de sus hijas.

Cada paso que daba la hacía sufrir, pero las largas vestiduras ocultaban su andar inseguro transformando su movimiento en pura armonía, mientras sus rostros transparentaban la mirada de quien ocultaría para siempre el sufrimiento en un cofre inaccesible a todos y a todo a excepción de su propio espíritu.

Con la cabeza alta besada por el sol, Boudica cruzó una mirada con Bedwyr, luego con Arter, el herrero, y después con Efin, Borvo, el rey Rhuadri, venido del sur, el viejo Goraidh, Yorath, el bardo, Mairtin, el rico mercader, la mujer de este, Emel, y Ethrig, Sive, Cathmor, Oighrig, Alik, Benett… Había rostros nuevos, muchos, decenas, centenares de rostros que se apartaban a su paso, en silencio, como la tierra que cede a la reja del arado. Algunos inclinaban la cabeza, y las mujeres se arrodillaban en el suelo, mientras unos jóvenes guerreros le abrían camino. Ella miraba a todos a la cara, uno a uno, en silencio. Cathmor, que la seguía, se percató de que muchos reaccionaban con un sobresalto de indignación ante la visión de la túnica rasgada y manchada de sangre y el cuerpo que cubría.

Boudica se detuvo en un claro más allá de los árboles, se volvió sujetando a sus hijas de la mano y escrutó a la multitud que se reunía en torno a ella.

—Me han golpeado —dijo.

Se hizo el silencio más absoluto.

—Me han golpeado duramente. —Sintió que se le humedecían los ojos y le temblaban los labios—. Me han despojado de mi dignidad y de mis cosas, luego me han echado fuera y me han atado a un árbol. Me han desnudado delante de todos vosotros y me han azotado, peor que a una esclava. —Apretó los hombros de sus hijas—. Y mientras lo hacían… —Se le quebró la voz—. Mientras lo hacían, se han llevado a mis niñas, las han inmovilizado y las han violado.

Parecía como si, en el silencio, los corazones hubieran comenzado a latir al unísono y el aliento de todos se hubiera fundido en un viento transido de emoción. Boudica mostró el brazo de Aine, la muñeca aún violácea, señal de su resistencia desesperada.

—No sé quiénes eran ni de dónde venían. Pocos o muchos, el dolor que han causado es infinito. ¿Quién podrá curarlo? —Se enjugó una lágrima—. Oía los gritos de mis hijas, atada a ese árbol, y rogué a los dioses que me dejaran morir junto a ellas. No quería pasar el resto de mi vida entre la desazón por lo ocurrido, la vergüenza por no haberlo impedido y el miedo a que pudiera repetirse. —Hizo una pausa, mirando alrededor, y continuó, alzando la voz—: Andrasta no me lo ha concedido. ¿Acaso era su voluntad que mis noches y mis días estuvieran acompañados por el dolor hasta el final de mi vida? ¿Por qué? ¿Por qué me ha elegido para soportar esta prueba? ¿Por qué ha desencadenado sobre nosotros la brutal violencia de los invasores? —Su mirada se detuvo en las primeras filas—. Quizá lo haya hecho para recordarme algo que con los años había olvidado, algo que requería una advertencia terrible. Pueden humillarme, azotarme, violar a mis hijas incluso… pero he de levantarme. ¡Y me levantaré, siempre! ¡Y por fuertes que sean, yo lo soy más que ellos! —Abrió los brazos y exclamó—: ¡Porque yo pertenezco a los icenos!

Un estruendo se elevó de la multitud, un coro de rabia, de exasperación, de deseo de venganza.

—¡Nadie puede reducir a la esclavitud a un iceno, pero hace años que lo hemos olvidado!

Lo que subió hacia el cielo era el alarido liberador de todo un pueblo, después de diecisiete años de orgullo herido y humillado.

—Los romanos dicen que estas tierras no nos pertenecen —prosiguió Boudica—, que el pueblo de los icenos no tiene jefes, no tiene rey, porque es súbdito de Roma. Pero yo siento esta tierra en mi espíritu, y siento correr en mis venas la sangre de un pueblo orgulloso y fuerte. ¡Y yo, reina de los icenos, me opongo a la voluntad de Roma! Yo sostengo que nosotros no somos súbditos del emperador, sino hijos de un pueblo libre, y pido a los míos que se pongan de pie, con dignidad, y que estén dispuestos a batirse por esta tierra, y por todos cuantos vivimos en ella. ¡Si quieren llevarse mi casa, deberán hacerlo combatiendo! ¡Si quieren hacer daño a mis hijas, deberán matarme! ¡Y si no me matan, seré yo quien lo haga!

Un alarido de aprobación resonó entre las frondas.

—¿Estáis conmigo?

Ar Buidheachas!

El tiempo transcurría. La hipnótica calma de los días anteriores se desvaneció ante la urgencia de las decisiones que urgía tomar. Había que reunir al mayor número de hombres posible, y los primeros mensajeros partieron inmediatamente después del discurso de Boudica para avisar a los jefes de clan.

—Se necesitan armas; no hay suficientes para todos y no podemos atacar a los romanos armados con horcones de madera.

—Cathmor tiene razón, solo algunos tenemos espadas y lanzas de guerra.

Todos asintieron, y Miridin, sentado a la derecha de Boudica, levantó las manos para pedir la palabra.

—Nobles icenos —empezó—, esta es la primera asamblea desde que nuestra gente decidió rebelarse contra la voluntad de Roma. Habrá otras, pero debemos sentar las bases para las siguientes si queremos que a nuestras palabras sigan hechos concretos.

En ese momento fue interrumpido por Cathmor.

—¡Sería mejor dar la palabra a los guerreros, considerando a dónde nos han llevado ciertos consejeros con sus bonitas palabras de paz!

El rey Rhuadri intervino, apoyando a voz en cuello la posición de Cathmor.

—¿Y quiénes serían los guerreros? —preguntó Miridin—. ¿Aquellos que creen que basta con llevar una espada en el costado?

Más de una mirada resentida embistió al viejo sabio, que pareció aún más delgado y demacrado junto a los colosos sentados en círculo en torno al fuego.

—No me miréis a mí, claro que yo no podría haceros frente. Pero ¿os habéis fijado bien en aquellos contra los que iréis a combatir? ¿Habéis observado a los hombres de Deciano?

—Nos han cogido por sorpresa y estábamos desarmados —replicó Cathmor, tajante.

—No, amigo mío, no se trata solo de sorpresa o de armamento. ¿Has visto cómo se mueven y cuántos hablan? Uno da las órdenes y los otros obedecen. ¡Y cuando quien manda da las órdenes, los otros están en silencio, incluso bajo una lluvia de flechas! Y diez, cien, mil hombres que ejecutan a la vez la misma orden se convierten en una fuerza imparable. Esa es la clave de su éxito.

—¿Y tú crees que basta eso para derrotarnos, ahora que somos miles?

—¿Quién mandará a esos miles, Cathmor? ¿Quién, de entre vosotros, reyes, será el que dé las órdenes?

Un embarazoso silencio descendió sobre la cabaña de Yorath. El consejero prosiguió:

—Estamos a punto de luchar contra gente que ha hecho de la guerra una disciplina, un oficio con sus reglas. Si no nos preparamos, habrá una matanza, y no solo de guerreros. No me corresponde a mí recordaros cómo tratan los romanos a quienes se rebelan contra ellos.

—Si todos responden a la llamada para la asamblea en la Colina de los Sabios —intervino Boudica—, seremos decenas de miles.

—Quisiera poder decirte que eso será suficiente, mi reina —repuso Miridin, con un suspiro—, pero no sabemos cuántos seremos, y uno solo de ellos, armado y adiestrado, vale por varios de nosotros.

Ante esas afirmaciones, estalló el caos. Todos querían hablar. Fue la reina quien restableció el orden.

—¡Silencio! Dejad que Miridin continúe, que pueda expresar claramente su pensamiento.

Rhuadri se levantó.

—No tengo la intención de estar aquí oyendo los delirios de un viejo —dijo—, y no tolero que me hagas callar. Mis antepasados han guiado a mi tribu desde hace seis generaciones y yo la gobierno desde hace veinte años, con el respeto de todos. Mis hombres solo recibirán órdenes de mí.

—Bien, Rhuadri, eres libre de marcharte con los tuyos —declaró Boudica—. Y cada uno de vosotros puede seguir su ejemplo. Salid y decid a vuestros guerreros que ya no queréis apoyar mi causa, porque vuestro orgullo os impide escucharme. Preguntadles si quieren volver a casa con vosotros o quedarse a mi lado para combatir.

Cathmor, Rhuadri y los demás se miraron. Ninguno se movió.

—Somos muchos y podemos tener ideas distintas, de modo que es justo discutirlas. Pero, una vez aprobada la propuesta más idónea, cada uno de nosotros deberá abrazarla como si fuera suya. Si no entendemos esto, ellos siempre tendrán ventaja.

La postura de Boudica volvió a dar impulso a Miridin.

—Creo que todos vosotros habéis combatido en el pasado. Algunos os habéis enfrentado a los catuvelaunos, otros tomasteis parte en la rebelión contra los romanos, pero ¿cuántos años han pasado?

—No es tan fácil olvidar cómo se lucha, Miridin.

—Quizá sirva para guerreros como tú, Cathmor. Pero nuestros jóvenes no saben qué es una batalla, y nunca han empuñado una espada y un escudo.

—Se lo enseñaremos nosotros. Aprenderán también ellos, como lo hicimos nosotros —dijo Rhuadri.

Miridin sacudió la cabeza.

—Es preciso armarlos y luego adiestrarlos.

—Lo sabemos —bufó Cathmor—, en la Colina de los Sabios podremos montar una gran fragua, para forjar espadas y lanzas.

—¿Cuánto tiempo tendremos para hacerlo? —preguntó, sereno, Miridin.

Cathmor miró a los otros, después se encogió de hombros.

—El tiempo necesario.

—Para entonces ya estaremos muertos. Y si no nos han matado los romanos, el hambre ya habrá pensado en hacerlo.

Los jefes de tribu empezaron a entender adónde pretendía llegar Miridin.

—Queréis arrancar de los campos y de los rebaños todos los brazos válidos y adiestrarlos para la guerra —soltó el consejero—, pero no os estáis preocupando por calmar su hambre. Queréis reunir un ejército de veinte o treinta mil hombres, sin saber cuántos días podrán continuar adelante. ¿De qué se alimentarán?

—Toda la región deberá suministrar comida a los combatientes.

—Por lo tanto, partiréis para la guerra con vuestros hombres, dejando a vuestras familias solas e indefensas, durante todo el tiempo que estéis lejos. —El viejo sabio los miró uno a uno—. ¿Y a pesar de lo que ha sucedido no se os ha ocurrido que Suetonio podría golpear como el zorro en el corral, mientras los perros guardianes no se enteran de nada?

—Suetonio está muy lejos de aquí, por eso es preciso actuar enseguida —dijo Rhuadri.

—Volverá, puedes estar seguro, y con la velocidad de un ave rapaz.

—Entonces nos los llevaremos a todos —propuso Ethrig, un noble de la tribu, desde el fondo de la estancia—. Todos, mujeres y niños. A los míos no los dejaré solos, el viejo tiene razón.

—Pero seremos terriblemente lentos. ¿Cómo podremos movernos con carros y familias? —intervino Cathmor.

—Tú hablas así porque no tienes a nadie.

—No podemos permitirnos flaquezas. Estamos en guerra.

—¿Y qué será de los rehenes? —preguntó Boudica.

Cathmor se encogió de hombros.

—Serán asesinados en cuanto vayamos contra los romanos.

—¡Me opongo! —exclamó Ethrig con rudeza—. Mi padre y mi hermano están en sus manos.

—Hay un precio que se debe pagar por todo esto. No tenemos alternativa.

—Pues tomemos rehenes también nosotros y negociemos.

—¿Quieres negociar con los romanos, Ethrig? ¿Después de lo que han hecho?

—Oigamos a los demás, Cathmor, ¿tú qué propones? Nos reunimos en la Colina de los Sabios, ¿y después?

El guerrero de rostro desfigurado hizo un gesto de ira y se rascó el cráneo, en busca de una respuesta para tantas preguntas. En el campo de batalla todo era fácil, un hombre llegaba dispuesto a combatir y lo hacía hasta el final. Pero ahora las cosas parecían más complicadas de lo previsto.

En ese momento entró uno de los guerreros que montaban guardia y anunció la llegada de un rey procedente del país de los trinovantes, que pedía audiencia con la reina Boudica.

Una barrera de miradas, algunas de curiosidad, otras de desconfianza, si no de abierta hostilidad, acogió al desconocido de rostro severo, orlado por una barba canosa. Detrás de su imponente figura, se hallaban una muchacha y algunos guerreros. Lo examinaron con cierto recelo: nadie lo conocía y, por lo tanto, debía de tratarse de un forastero. El desconocido, que por el porte y la actitud parecía de alto linaje, se detuvo delante de la reina Boudica.

—Mi nombre es Murrogh, reina —se presentó con el fuerte acento de su tierra—. Murrogh de los trinovantes.

—Bienvenido seas, Murrogh —repuso la reina—. ¿A qué debemos el honor de tu visita? Los nobles icenos están sorprendidos de verte aquí, tan lejos de tu país.

Murrogh asintió.

—La noticia de lo ocurrido ha atravesado los confines de vuestros parajes y ha llegado hasta nosotros —dijo—. Hace tiempo que entre nuestra gente cunde el descontento por lo que debemos sufrir. En Camuloduno los romanos han expropiado casi todas las tierras para dárselas a sus veteranos. Yo mismo he perdido la mitad de mis posesiones, porque no podía demostrar que me pertenecían. Su ley exige pruebas escritas, que nuestras costumbres no conocen. —Hizo una pausa y miró alrededor, encontrando gestos de aprobación—. Lo que te ha sucedido nos ha alarmado, reina Boudica, y he decidido venir a hablar contigo para preguntarte cuáles son tus intenciones.

La desconfianza de los icenos, que estaba menguando, se agudizó de nuevo. En el fondo, aquel desconocido de aire arrogante que miraba sus espadas habría podido ser cualquiera, incluso un espía de los romanos.

—¿Para eso has recorrido tanto camino? ¿Por qué es tan importante para ti saber qué haré?

—Porque estoy aquí para hacerte una propuesta, y, si la aceptas, tendrás mi espada y la promesa de que mi gente combatirá a tu lado.

Murrogh apoyó una rodilla en el suelo, ofreciendo su espada a la reina.

—Sé bienvenido una vez más, entonces, porque son los dioses quienes te mandan.

—Un momento —intervino Cathmor—. ¿Quién nos asegura que no eres un mercenario a sueldo de los romanos?

Murrogh lo miró fijamente a los ojos.

—Yo y mi hija —dijo, señalalando a la muchacha— permaneceremos con vosotros en calidad de rehenes. Mis hombres volverán a avisar a los nuestros.

—Tú y tu hija no seréis rehenes, sino huéspedes —dijo Boudica con tono decidido, poniéndose de pie—, y como tales libres de ir y de venir, Murrogh.

Cathmor trató de intervenir, pero la reina lo detuvo con un ademán.

—Y ahora, ¿cuál es tu propuesta?

—Sabemos que el momento es propicio para una rebelión. Las legiones de Suetonio están en el norte, en las tierras de los ordovicos, y las otras dos de vigilancia de la isla se hallan lejos la una de la otra. Pero antes o después deberemos enfrentarnos a esos soldados, y para hacerlo necesitamos muchos guerreros bien armados y deseosos de luchar.

Cathmor asintió.

—El deseo de combatir no nos falta, desde luego.

—Sí, pero cuanto más demostremos que es fácil derrotar a los romanos, más gente acudirá dispuesta a luchar contra ellos.

—¿Y cómo piensas demostrar que es fácil?

El tono de Miridin era indeciso.

—Me bastará con derrotarlos.

Cathmor y los otros se miraron. ¿El trinovante les estaba tomando el pelo? Despreocupado por cualquier mirada despreciativa, Murrogh prosiguió.

—Si tenéis la intención de ir al norte, hacia la Novena Legión y los campamentos fortificados de suministros, no puedo garantizaros el apoyo de muchos hombres. En cambio, si descendéis al sur y entráis en nuestro territorio en dirección a Camuloduno, toda la región se alzará en armas y os seguirá.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque Camuloduno es la presa perfecta para la rebelión. Surge en un lugar dedicado al dios de la guerra, Camulos. Después de la invasión, los romanos la han llamado Ciudad de la Victoria y la han convertido en una colonia. Inicialmente estaba vigilada por una legión, pero la actividad y el comercio la han hecho crecer desmesuradamente; se necesitaba más espacio y la legión que la ocupaba se ha desplazado a otra parte. En Camuloduno se han construido muchos edificios, casas, tiendas, un teatro, las termas… y ese maldito templo dedicado a Claudio. —Murrogh se concedió una sonrisa cruel—. Pero se han olvidado de construir algo: una muralla.

—Todos los veteranos romanos tienen parcelas en Camuloduno.

—Sí, los alrededores están salpicados por sus villas y granjas, pero están aisladas. Y en la ciudad, ahora que Suetonio se encuentra en el norte, solo han quedado pocos hombres de guardia.

—Habrá un motivo para que la ciudad no esté protegida.

—Los romanos creen que esta zona ya está pacificada. En sus mentes el peligro llega del norte, de los ordovicos o los siluros. No esperan desórdenes en este frente. Camuloduno es la capital romana de Britania, el centro de los mercados de la región, y los britanos que viven allí son los que han obtenido más beneficios de la convivencia con los invasores. Cuando Camuloduno haya caído en nuestras manos como una fruta madura, decenas de miles de guerreros acudirán para unirse a nosotros.

—Y creo que, a lo largo del camino —señaló Boudica—, encontraremos ya muchos hombres dispuestos a seguirnos.

—Es verdad, reina —asintió Murrogh—, nos moveremos desde puntos distintos, recogeremos tantas fuerzas como sea posible y luego convergiremos sobre Camuloduno.

—¿Hay graneros y reservas de alimentos? —preguntó Miridin.

Murrogh asintió.

—Camuloduno recoge todas las mercancías que llegan y parten de nuestra isla. Tiendas, almacenes y puestos del mercado rebosan de toda clase de comida. En las granjas de alrededor hallaremos un gran número de rebaños. En conjunto, tendremos con qué saciar el hambre de un numeroso ejército durante largo tiempo.

—¿También encontraremos armas? —Quiso saber Cathmor.

—Eso no puedo garantizarlo. Con seguridad los veteranos las tienen. Si asaltamos sus granjas, creo que podremos conseguir una cierta cantidad. Pero el principal resultado que obtendremos ocupando Camuloduno será el prestigio de la victoria, la demostración más clara de que los romanos no son invencibles.

—Será una advertencia tanto para los enemigos como para los demás pueblos de Britania —convino Boudica—. Demostraremos que podemos estar unidos para combatir a los romanos y a sus aliados, y que tenemos la suficiente fuerza para destruir a quien nos impone su propia voluntad. Nada romano debe quedar intacto.

Se elevó un estruendo de consenso. Los había conquistado.

—Devastaremos Camuloduno, sus mercados y su templo —gritó la reina—. ¡Arrasaremos la ciudad!