VIII
Signa inferre
Mona, isla madre del druidismo
Mayo del 61 d. C.
Les esperaba en la playa una muy extraña alineación enemiga, llena de hombres y de armas, y recorrida por mujeres, vestidas de negro, como furias, empuñando teas; en torno, los druidas, con las manos levantadas al cielo, lanzaban maldiciones terribles.
PUBLIO CORNELIO TÁCITO, Anales, XIIII, 30
El lamento de un cuerno de guerra britano resonó en la oscuridad sobre el estrecho. Cayo Antonio Vindilo aflojó el paso, lanzando una mirada hacia las antorchas de la orilla opuesta, después continuó su ronda de inspección. Sobre la playa se alineaban, a la luz de las fogatas, los tormenta, las máquinas de guerra que habían construido para atacar al enemigo a distancia y permitir que las embarcaciones se acercaran y transportaran las legiones a la isla. Al principio, los soldados habían trabajado, cubiertos por la colina que separaba la playa del campamento principal, en la fabricación, por orden de Suetonio, de algunos onagros[9]. Eran máquinas sencillas, eficaces y de aspecto temible, que se transportaban hasta la costa para atemorizar a los adversarios. Junto a estas catapultas se alineaban las letales balistas, que estaban dotadas de cuerdas inversas[10], con el fin de obtener un mayor alcance, y que arrojarían sobre el enemigo, según lo exigiera la situación, jabalinas, piedras o bolas de plomo, con efectos aún más devastadores que los onagros. Las máquinas ya listas para ser usadas por la Decimocuarta Gemina —los escorpiones que lanzaban flechas— habían sido montadas, en cambio, sobre algunas embarcaciones. Suetonio había acertado en su propósito. En un primer momento los britanos habían permanecido día y noche en la orilla opuesta listos para combatir, pero poco a poco la tensión había ido cediendo. Se habían habituado a ver aquel acopio de material de guerra y su grado de atención había disminuido.
No obstante, los legionarios estaban nerviosos y en más de una ocasión se habían producido riñas entre los jinetes germanos y algunos legionarios de la Vigésima, reprimidas con puño de hierro. La espera era exasperante y la concentración de diferentes unidades y la relativa proximidad requería, a veces, la decidida intervención de los centuriones para suministrar algún castigo ejemplar, todo ello bastante normal en semejantes situaciones.
Lo insólito era, en cambio, esa especie de presentimiento que hacía que aumentase la ansiedad de los hombres, como si en la orilla opuesta los esperara un castigo divino. La isla representaba un lugar sagrado, todos lo sabían, y de recordarlo se ocupaban los druidas y las mujeres que, vestidas con lúgubres túnicas, canturreaban todas las noches largas e incomprensibles salmodias con el inconfundible sonido de las maldiciones.
A los pies de las máquinas de guerra, los sirvientes de guardia temían la fuerza de esos sonidos desconocidos contra los que no podían hacer nada. Suetonio había prohibido mostrar al enemigo la potencia de aquellos artefactos y, por lo tanto, los onagros permanecían inmóviles, a la espera de desencadenar una imprevista lluvia mortal sobre los defensores de Mona.
Día tras día, también habían tomado forma sobre la rompiente las embarcaciones de fondo plano que transbordarían a los legionarios. Los hombres construían las embarcaciones con la dirección de los prefectos de marina, y, de vez en cuando, mientras fijaban las jarcias, dirigían la mirada hacia la isla, donde omnipresentes figuras proferían maldiciones agitando los brazos.
—Los hombres están muy nerviosos.
Vindilo hablaba en voz baja, mientras el gobernador Suetonio caminaba en la oscuridad, a su lado.
—A diario llegan rumores de altares ensangrentados, de ritos mágicos y de sacrificios humanos en el bosque, más allá de la playa.
—Sí, lo he oído. Corresponderá a los oficiales mostrar firmeza frente a semejantes creencias, y también frente a… eventuales hechos.
Vindilo lo miró, asombrado.
—Entonces, ¿es cierto?
—No lo sé —respondió el gobernador, sin mirarlo. Tras una pausa, añadió—: No lo creo, en realidad. Si sus ritos fueran tan poderosos, habrían frenado nuestro avance mucho antes. En todo caso, no es el momento de detenerse en estas cosas. Ahora estamos aquí. Cuando vuelva a ponerse el sol, ya no permaneceremos clavados frente a este maldito brazo de mar.
—Sí, es preciso moverlos —coincidió Vindilo, ajustándose el brillante yelmo—. Moviéndonos, expulsaremos algunos desagradables pensamientos, y así las cosas irán mejor.
—Quiero que ataques en el mismo momento en que las embarcaciones toquen tierra —dijo Suetonio, tajante.
—No temas, general. La playa será nuestra antes del mediodía.
Su superior le dirigió una mirada severa, que no admitía réplicas.
—Espero que a mediodía estés en el centro de la isla.
El comandante de la caballería se ajustó el barboquejo, enmascarando su expresión de contrariedad.
—Conviene que impaciente un poco a los míos, entonces.
Quería estar al menos un rato lejos de aquel hombre, habituado a pretender siempre el doble de lo que era humanamente posible.
El gobernador le estrechó la mano.
—Llegaré con la segunda oleada. Nos veremos en la playa.
Vindilo no dejó escapar la ocasión de añadir un toque de sarcasmo.
—Quizá cuando llegues ya esté en el centro de la isla.
—Quería decir la otra playa —replicó Suetonio con aspereza—. Del otro lado de la isla.
Cayo Antonio sonrió, sacudiendo la cabeza. Era lo más parecido a un chiste que había oído nunca al gobernador.
Pasó más allá de los tormenta y remontó el cerro, donde Lugovalos lo esperaba con su escolta personal, en la oscuridad de aquella noche sin luna. Vindilo cogió las riendas de su magnífico bayo y saltó a la silla. Rápidamente alcanzó al resto de la caballería, que lo esperaba al pie de la colina. Se situó frente a ellos y dijo con voz alta y clara:
—No os sintáis vulnerables. Sé que muchos de vosotros no estáis de acuerdo con mi decisión de afrontar esta jornada sin armaduras ni escudos, pero, creedme, hoy estas armas no nos sobran. Esta noche hemos de ser veloces y ligeros, y al rayar el alba debemos espolear a las bestias y avanzar hacia el interior, para perseguir a los enemigos que huyan. —Levantó la vista al cielo—. La oscuridad será nuestra coraza, la sorpresa nuestro escudo, la velocidad nuestra arma más letal.
Llamó al alférez del ala de caballería, el portaestandarte lo alcanzó y se puso a su lado, bajándose sobre el rostro la máscara de plata que lo transformó en un espectro de pupilas iridiscentes.
—¡Vamos de caza! —refunfuñó Vindilo, antes de espolear el caballo por el sendero dirigido al norte.
En la oscuridad de la noche, el caballo alado encerrado en el disco dorado de la enseña brilló, reflejando los resplandores de centenares de antorchas que salían, en fila, del campamento de la Vigésima Valeria. El gran día estaba a punto de nacer.
El muchacho entró apresuradamente en la estancia.
—Corann, hay movimientos en la playa.
El jefe de clan despertó, intranquilo, y gruñó algo, rascándose el cráneo bajo la densa cabellera. Miró alrededor, parpadeando, y sintió retumbar en su cabeza toda la sidra bebida la noche anterior. Frente a él, su sobrino Duncan lo miraba, aprensivo, jadeante. Corann comenzó a gritar, ordenando a todos los presentes que se levantaran, y después se puso de pie. Agarró el cinturón con la larga espada y el escudo, salió por la puerta y se encontró ante la oscuridad. Miró hacia el este y vio que aún faltaba tiempo para el alba. Después de una mirada vacilante hacia su sobrino, se encaminó a grandes zancadas hacia el aire penetrante de la noche, seguido por un enjambre desordenado de guerreros, en su mayoría sobresaltados.
Cuando llegó al promontorio, sus pupilas centellearon.
—¡Corre a despertar a todos! —rugió a Duncan, antes de precipitarse por el sendero que conducía a la playa.
Los hombres lo siguieron dando la alarma a voz en grito, y rápidamente a sus alaridos hicieron eco los de los miles de guerreros que hasta hacía poco dormían, esparcidos entre la playa y el promontorio. Fue un momento de enorme confusión. Los conductores de los carros de guerra preparaban los caballos, los guerreros se armaban en la oscuridad, las mujeres buscaban a sus hombres, los niños se echaban a llorar, los cuernos alzaban al cielo su siniestra llamada. Aquí y allá, algunos que aún no habían dormido la borrachera de la víspera vagaban confusos, arrastrando una espada o un hacha.
Govran, el sabio, llegó al promontorio poco después, apoyándose en el bastón, y vio centenares de antorchas alineadas sobre la playa, al otro lado del estrecho. Se preguntó por qué los romanos habían decidido atacar de noche y, al mismo tiempo, iluminar toda la playa con hogueras y antorchas, como si quisieran hacerse ver lo máximo posible. Sin embargo, parecía precisamente la intención, quizás el día había llegado, quizá fuera el principio del fin. Miró la playa debajo de él, llena de gente. Se encendían fuegos y teas para comprobar de dónde llegaría el peligro. Poco después, los resplandores a lo largo de aquel tramo de costa crearon un halo mágico. No era lo que parecía, el inicio de una funesta jornada sangrienta.
El viejo sabio dirigió la mirada hacia el mar abierto y saludó para sus adentros a Ambigath. A aquella hora, el druida ya debía de haber completado la primera parte del viaje. Con seguridad, ahora iba a reunirse por tierra con su tribu, y Govran auguró que escaparía de todos los peligros que encontrase.
Observó a su gente. Sabía que muchos de ellos no sobrevivirían a aquel día y que volverían al mundo de otros modos, mientras que él probablemente estaba destinado a la Tierra de la eterna juventud. Experimentaba una cierta tristeza, pero la fe lo ayudaba a aceptar aquel paso con serenidad. Y serena era su sonrisa al volver sobre sus pasos, mientras todos corrían en la dirección opuesta.
Vio a una joven que, inmóvil delante de su cabaña, sostenía en los brazos a un recién nacido. Se acercó y acarició el rostro del pequeño, que debía de tener pocos días. Miró a su madre, pero no la conocía, no era de la isla y tampoco del pueblo de los ordovicos, quizá formara parte de uno de los últimos grupos que acababan de llegar. Había afrontado un viaje, a pesar de su estado para que su hijo naciese en la Isla Sagrada y el destino había querido que viniera al mundo pocas horas antes de la invasión.
—¿Cómo te llamas?
—Moreen.
—Es un bonito niño, Moreen. ¿Qué nombre le has puesto?
—Kedyr.
Govran le rozó la punta de la nariz con el índice.
—Kedyr, el valiente.
Un guerrero con el torso desnudo cubierto de símbolos tribales apareció en el umbral. Inclinó la cabeza en señal de reverencia y cogió al pequeño, estrechándolo contra su pecho. Lo levantó hacia la noche y, con pocas palabras, ofreció la sangre de su sangre a los dioses. Lo sostuvo unos instantes, después lo devolvió a la mujer, y sus fuertes brazos se estremecieron.
—Si consiguen desembarcar, mátalo. No quiero que sea un esclavo para toda la vida.
Ella tragó saliva con dificultad, sus ojos se humedecieron.
—No temas —dijo el guerrero—, los dioses están de nuestra parte.
Una lágrima resbaló por la mejilla de la mujer, brillando a la luz de las antorchas. El hombre saludó con respeto al druida y desapareció en medio de centenares, miles de otros padres que se encaminaban hacia su destino. El pulgar nudoso de Govran se deslizó por la mejilla de la muchacha, secándole la lágrima, y ella buscó en las pupilas del viejo sabio una señal, por mínima que fuese, de esperanza. El octogenario se quitó el amuleto que había llevado colgado del cuello durante toda la vida, un huevo de serpiente engastado en una jaula de oro, lo puso en el cuello del niño y, con una mirada tranquilizadora, acarició el rostro de la madre.
—Ahora no puede sucederle nada —susurró.
Govran apoyó la cabeza en la del pequeño y lo bendijo, recitando unos versículos sagrados. Después se dirigió a paso lento hacia el interior.
Su puesto estaba en el bosque, junto al fresno sagrado, y llegar allí le llevaría varias horas. La sencilla apariencia de su vestidura y de su pelo desapareció en la oscuridad, mientras las mujeres de negro se dirigían hacia la playa, invocando a Andrasta, la diosa de la guerra, a la luz de las antorchas.
Moreen se quedó sola, única silueta inmóvil en un mundo de gente que gritaba, corriendo. Miró la multitud que afluía a la playa. El único hombre que transmitía sosiego, en medio de aquella muchedumbre excitada, era el viejo, que se marchaba solo hacia el lado opuesto. Ella recogió un manto y lo siguió.
—¡Sentaos! —dijo el gobernador, después de que las últimas cohortes de la Gemina alcanzaron su posición. Había sido necesaria más de una hora solo para hacer llegar a todos los hombres desde los campamentos hasta la playa. Miles y miles de soldados ejecutaron la orden, apoyando los pila sobre la derecha y los escudos enfrente. Hizo falta tiempo antes de que el silencio permitiera que Suetonio tomara la palabra. Del otro lado del mar llegaban palabras de burla expresadas a coro.
—Deberíais haber esperado que, después de dos días de reposo, os obligara a madrugar.
Los soldados acogieron con una sonrisa el preámbulo de su comandante supremo.
—Por lo tanto, estáis descansados y, según me consta, también bien alimentados. ¿Habéis comido?
Se produjo un vago rumor a modo de respuesta.
—No os he oído. Os lo pregunto de nuevo, y esta vez haceos oír. ¿Habéis comido?
Miles de bocas aullaron su asentimiento.
—De acuerdo —dijo el gobernador—. Di disposiciones muy claras a vuestros comandantes: debían dejaros reposar bien, pero también debían despertaros muy temprano, para que pudierais comer y prepararos con calma. —Sin volverse, señaló con el pulgar en dirección a los britanos—. Ellos, en cambio, no han comido.
Los hombres estallaron en una carcajada liberadora.
—Es como si los estuviera viendo —prosiguió el gobernador—. Alguien, en la oscuridad de la noche, habrá atisbado miles de antorchas llegando a la playa. Se habrá quedado unos instantes boquiabierto, presa del pánico, sin saber qué hacer, y después habrá echado a correr, como una gallina a la que persigue un zorro.
Las carcajadas continuaron.
—Entonces todos esos guerreros se habrán despertado sobresaltados y habrán empezado a gritar entre ellos, quién proponiendo ir aquí, quién, allá, quién a buscar la espada y quién, el camino de la playa. Y luego todos correrán hasta perder el aliento con la espada desenvainada que golpearán sobre el escudo, hasta llegar con el agua en las rodillas para desafiarnos, vomitar su odio, aullar que somos unos cobardes, que tenemos miedo de enfrentarnos a ellos, porque no somos bastante viriles.
Los hombres callaron, Suetonio sonrió, pero era una sonrisa amarga, casi de enfado. Los más cercanos percibieron su suspiro.
—Nosotros, aquí, construyendo una flota y ellos, allí, dando vueltas borrachos día y noche, mostrándonos que tienen cojones. —El gobernador hizo una pausa y, elevando el tono, prosiguió—: Nosotros, aquí, adiestrándonos día tras día, hasta el agotamiento, hasta el punto de conocer cada movimiento de quien está a nuestro lado; ellos, allá, amontonados como cerdos en un redil, un redil demasiado pequeño para tantas bestias. Ni siquiera nuestros antepasados, en los albores de nuestra civilización, se prepararon para la guerra de una manera tan insensata. —Se volvió, señalando la Isla Sagrada—. No han levantado una empalizada ni han puesto trampas en la playa ni han construido un pequeño fuerte. No han mandado a nadie a espiarnos, ni siquiera a un mensajero a tierra firme en busca de refuerzos. Todo lo que han hecho ha sido esperar, gritar y poner antorchas en manos de cuatro mujercitas endemoniadas, haciéndolas ir hacia delante y hacia atrás mientras los hombres bebían hidromiel.
Suetonio se volvió hacia los suyos e indicó la aglomeración en la playa opuesta, iluminada por las hogueras.
—¿Es eso lo que os pone nerviosos? —dijo. El tono de su voz se hizo tajante y sus ojos se transformaron en tizones ardientes. Gritó—: ¿Es eso lo que da miedo a los hombres de la Gemina y de la Valeria?
Todos contuvieron el aliento.
Suetonio gritó de nuevo. Y con el grito vino la orden.
—¡Cargad los onagros y las balistas!
No cogió a los servidores por sorpresa. El gobernador ya había dado órdenes mientras las legiones estaban alcanzando la playa. El rumor metálico de los engranajes que actuaban sobre los pernos de freno resonó por la playa y los mecanismos de torsión se estiraron al máximo. Los tormenta fueron cargados con piedras y pesadas flechas.
—¡Yo elijo la hora y el momento, aquí! —gritó Suetonio—. ¡Yo decido quién come y quién no! ¡Yo establezco quién puede dormir y quién no, y yo he logrado que mis hombres se enfrenten, fuertes y reposados, a hombres cansados y con las piernas flojas! —Su mirada severa recorrió las filas—. ¡Yo elijo quién vive y quién muere!
Los hombres lo observaron con el rostro desencajado.
—¿No lo creéis? —Se dirigió de nuevo a los servidores—. ¡Veamos qué maldición es más eficaz, si la suya… o la mía!
Corann había ganado a empellones, entre la excitación general, una posición privilegiada en la multitud. Había aullado, reído, meado y escupido al agua. Había desafiado a quienes tenía enfrente y había dado vigorosas palmadas sobre los hombros de los demás. Había estrechado la mano de un desconocido de cabellera roja procedente de Hibernia, y había apostado a que aquel día mataría más romanos que cualquier otro, luego había espoleado a los suyos. Pero, más tarde, un par de horas después de haber sido despertado, al ver que no sucedía nada, había mandado a su sobrino Duncan a buscar un odre de sidra.
—¡Malditos hijos de perra! Nos han hecho saltar de la cama en plena noche solo para hacernos esperar —dijo al hombre que tenía a su lado.
—Estarán esperando el alba.
—Quizá solo están haciendo pruebas… ¡tal vez a la tercera o cuarta prueba hagan acopio de valor y pongan sus delicados pies en nuestras gélidas aguas!
Todos los que lo oyeron rompieron a reír. Corann bostezó, envainó la espada y permaneció allí farfullando, con los brazos cruzados, observando las antorchas inmóviles que horadaban la oscuridad sobre la otra orilla. Le pareció oír que alguien gritaba, entre la multitud, a su izquierda. Miró hacia esa dirección, había movimiento, pero no entendía qué pasaba, salvo que los gritos no eran de guerra. Percibió una especie de rumor en el aire por encima de él y oyó claramente otros gritos. De pronto, la masa pareció ondular, presa de una gran confusión, entre imprecaciones, empujones, alaridos y antorchas agitadas aquí y allá. Con el rabillo del ojo creyó ver hombres que caían, a la derecha. No comprendía si era la excitación de la batalla o si realmente estaba sucediendo algo. La oscuridad surcada por las llamas, los alaridos de los hombres y el rumor de la resaca, todo se conjuraba para impedirle comprender qué sucedía. Trató de buscar respuesta en el comportamiento de los enemigos, pero allí todo permanecía quieto, y la distancia no permitía reconocer si estaban tramando algo. En todo caso, parecía que aún se encontraban allí, a la espera. No habían lanzado las embarcaciones al mar, y, si lo habían hecho, no se veían.
La respuesta a sus dudas se materializó con un estallido sobre su escudo de piel, que un golpe invisible hizo pedazos. Corann fue arrojado hacia atrás por una fuerza brutal llegada de la oscuridad, que lo arrolló y lo tiró en medio de los suyos. Se llevó la mano al hombro, paralizado por una punzada que semejaba la mordedura de un lobo hambriento. A tientas, entre espasmos de dolor, se dio cuenta de que tenía un virote clavado entre el hombro y el pecho. Un poco más a la derecha y le habría dado en el corazón. Se estremeció al percatarse de que no conseguía mover el brazo; aquella maciza flecha de hierro le había destrozado el hombro.
El hombre de pelo rojo que estaba a su lado se inclinó y le gritó algo, Corann se volvió hacia él y lo embistió una salpicadura de materia ardiente. Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, ya no vio al hombre, pero se percató de que la multitud oscilaba en todas direcciones en el caos más absoluto. Alguien chocó contra él en la oscuridad, arrancándole un aullido de dolor. Su grito se perdió en medio de docenas de otros gritos de aquellos que buscaban una vía de escape empujándose y pisándose unos a otros. Él, un jefe de clan al mando de tantos guerreros, estaba a punto de ser pisoteado por una multitud presa del pánico. Debía salir fuera solo, nadie lo ayudaría. Con la mano derecha agarró el virote allí donde desaparecía en la carne y tiró de él, con toda la fuerza que le quedaba. Soltó un grito de dolor y cayó hacia delante, en el agua. Intentó levantarse, pero el brazo izquierdo no respondía. Se levantó a medias, después se tambaleó, adentrándose algunos pasos en el mar, y se llevó la mano derecha al corte palpitante. Había tenido éxito en su intento, pero la punta de la saeta había desgarrado la carne al salir y ahora un chorro negro y brillante manaba sin pausa de la herida.
Una ola empujó hacia él el cuerpo sin vida de un guerrero y Corann recordó quién era y dónde estaba. Masculló una imprecación, sintió otra punzada hiriente y, sujetándose el hombro, alcanzó el rompiente. La masa de guerreros empujaba hacia atrás, para escapar de aquella lluvia mortal. Vio una antorcha y la recogió con el brazo sano. Al levantarla, se dio cuenta de inmediato de cuántos eran los que yacían en el suelo, gritando, y del número aún más elevado de aquellos que ya no gritaban y que estaban silenciosos e inmóviles. Vio a su lado el cuerpo del hombre del pelo rojo, con el cráneo destrozado. Sintió un silbido, seguido por un ruido junto a él, y, de reojo, vislumbró algo que rodaba por la playa. Se inclinó, dolorido, y recogió el objeto llovido del cielo. Era una piedra grande como un puño y de forma esférica, pintada de negro. Se volvió hacia los romanos. Estaba claro que la fila de antorchas alineadas en la playa enemiga solo era un reclamo para atraer a la presa y golpearla vilmente, en la oscuridad, con proyectiles invisibles.
Corann gritó de rabia y lanzó la piedra al mar, luego vio alzarse en el cielo una flecha encendida, pero la trayectoria era demasiado alta para que lo alcanzase.
Lugovalos observaba el mar desde lo alto de una colina boscosa, mientras al este el cielo comenzaba a aclararse. De pronto, una estela luminosa, a lo lejos, dibujó una parábola en el cielo negro. Era la señal. Descendió la colina y alcanzó a las unidades que lo esperaban a algunos centenares de pasos más abajo, a la orilla del mar. Llegó al trote y se acercó a Vindilo.
—Los arqueros están embarcando.
El comandante asintió, sin apartar la mirada de la orilla opuesta. Estaba esperando la señal de los hombres que había mandado en misión de reconocimiento y, al mismo tiempo, rumiaba sobre lo que había dicho a sus jinetes antes de dejar el campamento. Se aseguró de que el yelmo estuviera firmemente atado a la silla y al cabo de unos instantes oyó el silbido que anunciaba que ya habían atravesado el mar.
—Adelante —dijo—, vamos a darnos un baño.
Lentamente, centenares de jinetes se encaminaron hacia las olas negras, conduciendo sus monturas. Cayo Antonio Vindilo guio a su caballo hacia el mar y sintió que el agua le lamía las sandalias hasta cubrir sus pies por completo. A un lado tenía a Lugovalos, al otro al bátavo de ojos de hielo que sostenía la enseña. Habían comprobado varias veces el vado durante los últimos días, pero, para no ser vistos, se habían valido de cursos de agua interiores. Ahora, en cambio, adentrarse en el mar en la oscuridad, sentir la corriente y ver la orilla opuesta tan lejana, producía un efecto muy distinto. Después de dos pasos una ola helada le llegó hasta las rodillas, su caballo alzó el cuello, molesto, y Vindilo apretó las piernas, obligándolo a proseguir. Las bestias borboteaban, alguna se detenía y los jinetes las espoleaban. El agua negra subió entre las patas de los animales, engullendo las fundas de las espadas. Las bestias comenzaron a no sentir el terreno bajo los cascos y estiraban el cuello, nerviosas, dilatando las aletas de la nariz. Vindilo miró hacia atrás y entrevió en medio de los jinetes en movimiento la orilla que acababan de dejar, todavía muy cerca. El agua le empapó los calzones y subió hasta la silla. Cayo Antonio fue embestido por un enorme estremecimiento y sintió que el caballo avanzaba fatigosamente. El portaestandarte que iba a su lado acabó encima de él con su bestia. Más atrás alguien cayó al agua y un par de caballos se pusieron a relinchar, asustados. Una ola empapó el morro de su bayo, que vaciló e intentó retroceder. Vindilo tiró de las riendas, luego se dejó deslizar silla abajo sujetando las riendas y se agarró al cuello del animal.
—¡Adelante, adelante!
Buscó a Lugovalos y vio que avanzaba con el agua en la garganta, aferrado a la silla de su cabalgadura, después intentó encontrar la enseña y la localizó detrás de él, a una cierta distancia. Vio algunos caballos sin jinete que proseguían solos, y se volvió para mirar la orilla opuesta; ya estaban a más de medio camino y en la cima de los bosques detrás de la costa comenzaba a aclarar. Varios jinetes lo habían superado y le impedían vislumbrarla. No conseguía valorar a qué distancia estaba la orilla. Una ola fría le mojó el rostro. Contuvo el aliento y cerró los ojos, empapado y aterido. Escupió el agua salobre y comenzó a moverse más rápidamente, porque empezaba a sentir los miembros entumecidos. Soltó el cuello del animal y, como Lugovalos, se asió a uno de los cuernos de la silla. De este modo, tanto la bestia como el jinete eran más estables. Sí, aún faltaba un trecho, pero lo estaban consiguiendo. Parecía, además, que los caballos nadaban mejor en el mar que en los ríos, especialmente ahora que la corriente los atraía hacia la orilla. De vez en cuando alguien se debatía y se agarraba a la bestia de otro. Salvo algún relincho, todo se estaba desarrollando más o menos según los planes, en la oscuridad y en silencio.
A poca distancia, vio a uno de los jinetes braceando en el agua, claramente en dificultades. Alargó una mano y lo agarró por un brazo, tirándolo hacia sí. De repente, sintió que su bayo avanzaba con mayor decisión. Vio que los jinetes que tenía delante comenzaban a sentir de nuevo el terreno bajo los pies, y se percató de que las olas lo empujaban hacia la orilla. Parecía increíble, pero habían atravesado el mar a nado. Se sujetó de la silla y buscó con los pies el fondo, sintió la arena bajo sus sandalias, y soltó al hombre que había cogido por el brazo, diciéndole que se buscara un caballo. Su bayo salió del agua con todas las fuerzas, arrastrando tras de sí al oficial. Finalmente, con el agua en la cintura, Vindilo volvió a tomar las riendas y trató de detener al animal. Sentía la túnica y los calzones empapados de agua y temblaba por el frío, pero había conseguido llevar a la isla a centenares de soldados a caballo. Concedió a los hombres algunos momentos de tregua y les permitió estrujar las ropas. Ordenaron el equipo y comprobaron que las espadas se extraían con soltura de las fundas engrasadas. Verificaron que las aljabas atadas a las sillas aún estuvieran llenas de lanzas y se alinearon, mientras los últimos jinetes alcanzaban la costa bajo la dirección de los decuriones, que reorganizaban las turmae.
La primera gran prueba había sido superada. Aunque Suetonio la definió como la parte relajada de la misión, para Vindilo la travesía había sido precisamente la fuente de mayores preocupaciones. En aquello que los esperaba ahora, montar en la silla, cargar y combatir, no había nada nuevo o desconocido, nada que aquellos hombres acostumbrados al combate no hubieran ya afrontado decenas de veces.
Casi todos solo se habían puesto los calzones, pero Vindilo se puso también la túnica escarlata. Se estremeció al sentir la prenda pegada al cuerpo, pero quería estar siempre reconocible para los suyos. Aseguró el cingulum y la espada, cogió el yelmo, se lo colocó y ató el barboquejo. Tenía la carne de gallina a causa del frío. Montó y a su lado apareció Lugovalos, con la espesa barba aún goteante. Se había atado la túnica a la cintura, prefiriendo permanecer con el torso desnudo. Del yelmo taraceado asomaba el largo cabello empapado, que caía sobre los poderosos hombros. Vindilo dio la orden de moverse y los jinetes lo siguieron hacia el interior. Alcanzarían el objetivo bordeando el mar, sin ser visibles desde la playa.
Poco más adelante, un pequeño grupo de guerreros ordovicos que iba sobre tres carros de guerra se cruzó con las turmae de la caballería romana y se detuvo a su paso. Ante la vista del enorme número de jinetes que pasaban al galope delante de ellos, ignorándolos, los ordovicos se quedaron atónitos. Se preguntaron de dónde habían salido y quiénes eran aquellos hombres semidesnudos a caballo.
Vindilo estaba demasiado ocupado pensando en su objetivo como para perder el tiempo con un puñado de bárbaros aterrorizados.
—¡Adelante —gritó—, tenemos que desencadenar el fin del mundo!
Las embarcaciones se materializaron, a lo lejos, en medio de la niebla de un alba aún opaca, y la tormenta de muerte pareció amainar hasta reducirse a algún proyectil esporádico. Corann gritó a todos que volvieran a sus puestos en la playa, sin aglomerarse. Parte de los hombres habrían debido permanecer atrás, en la reserva, dispuestos a intervenir donde fuera necesario. Los guerreros avanzaron con cautela, en silencio, atentos al menor sonido. Muchos de ellos recogieron los negros proyectiles de piedra que encontraban en el camino e hicieron montones con ellos para usarlos contra los asaltantes cuando llegara el momento.
El efecto del bombardeo sobre la multitud aglomerada había sido devastador. En el suelo aparecían diseminados cuerpos desgarrados por la violencia de los golpes, pisoteados en el pánico de la huida hasta ser irreconocibles. Aquellos que no habían muerto tenían graves fracturas y heridas que los habían dejado fuera de combate. Los heridos que se podían transportar habían sido conducidos hasta lo alto del promontorio, donde las mujeres procuraban aliviar sus sufrimientos.
Corann intentaba organizar la defensa de la playa, impartiendo órdenes, pero cada vez que aspiraba sentía una punzada lancinante en la herida. Los druidas le habían aplicado una compresa sobre la carne desgarrada y después lo habían vendado para que estuviese en condiciones de combatir, pero había perdido mucha sangre. Había vuelto a la playa para ver zarpar las naves. Bostezó y, consciente de que aquel era su último amanecer, se dijo: «Pronto descansarás». Se esforzó por distinguir las embarcaciones en la semipenumbra, y le pareció advertir que una, todavía lejana, se dirigía hacia el norte. Podía apoyarse en su espada y esperar. Podía sentarse. Se dejó caer en el suelo, temblando por el frío y la debilidad. Chocó con el codo del brazo que colgaba, inerte, del hombro roto. El dolor le hizo cerrar los ojos enrojecidos. Tuvo otro estremecimiento.
«Te estás yendo, Corann, pero no debes hacerlo, no así; espera a que estén cerca, levántate y dirígete hacia el primero que veas, dale un mandoble, ábrele en dos el cráneo, mira su sangre… y después, que te maten».
Un silbido cortó el aire a algunos pasos lejos de él. Los hombres gritaron que se habían reanudado los tiros y retrocedieron, justo cuando las piedras comenzaban a llover nuevamente sobre la playa. Pero la trayectoria había cambiado: ahora parecía que no llegaban del mar sino directamente del cielo. Corann esbozó una sonrisa que el dolor transformó en mueca. Querían evitar dañar sus naves. Permaneció sentado, sin moverse. Pensó que si le hubieran cortado la cabeza de cuajo se habría ahorrado el trabajo de volver a levantarse, porque cada vez le costaba más reunir las fuerzas para hacerlo.
Acarició la empuñadura de la espada tratando de recordar cuántas batallas habían visto juntos. ¿Qué sería de su arma? ¿Quién la recogería al final de la jornada? ¿Quién habría imaginado que era la espada del gran jefe de clan de los ordovicos, sentado ahora a la orilla del mar, cansado y herido? Solo las aguas del océano podían tener el honor de custodiar el arma de un rey. «Debes levantarte, Corann, e ir a combatir».
A un centenar de pasos de la playa, apareció la proa de una nave. Corann oyó un ruido sordo, seguido por un grito. Vio a uno de los defensores de la Isla Sagrada rodando por el suelo, retorciéndose con una flecha que le atravesaba el cuello. Observó mejor la embarcación y vio que tenía extraños ingenios, que lanzaban flechas cortas como aquella que había recibido él. Blandió la larga espada, dando algunos pasos inseguros en el agua.
—Mi nombre es Corann —gritó—, ¡Corann de los ordovicos!
Desde la nave partieron docenas de flechas hacia la playa. Los valientes guerreros de la Isla Sagrada se lanzaron hacia delante, arrojando sus flechas, pero su potencia no podía compararse con la de los arcos de los mercenarios orientales a sueldo de los romanos. Desde la nave continuaron acribillando a los britanos manteniéndose fuera de su alcance de tiro, con gran esfuerzo de timonel y remeros.
—¡Venid, bastardos, venid y probad el filo de mi espada! ¡Os mataré a todos, palabra de Corann!
Una segunda nave flanqueó a la primera y otros arqueros comenzaron a apuntar a la playa. Corann miró la orilla sobre la que caían flechas y piedras a sus espaldas. No se podía hacer nada contra aquel modo de hacer la guerra. Quizá fuese el fin de una época. ¿Qué mundo era aquel en que un guerrero noble y valeroso podía ser abatido por un cobarde a cien pasos de distancia? Se volvió hacia el mar y aulló su rabia al cielo, luego vio que la última nave en llegar se había adelantado. Vislumbró a un hombre de tez cetrina, protegido por una larga malla de hierro, que lo señalaba al tiempo que hacía gestos dirigidos a otro soldado. Este, que llevaba un extraño yelmo en punta, asintió y apuntó hacia Corann.
Respiró hondo, cerró con fuerza la mano en torno a la empuñadura de la espada y avanzó entre las olas, con el rostro desencajado. La flecha silbó a un palmo de la oreja del britano y el hombre que lo había señalado rio, burlándose de aquel que había fallado el blanco. Vio que los dos se intercambiaban una moneda y discutían, después el primero montó una flecha y con gestos hizo entender a Corann que levantara nuevamente el brazo y gritara, como había hecho antes. El britano se detuvo, jadeante. El hombro le dolía y a duras penas podía sostenerse en pie, presa de una creciente sensación de torpor. Sentía tristeza, consciente de que moriría sin poder combatir. Un hombre venido de un país lejano y que se reía de su valor lo mataría con una flecha, sin mirarlo a los ojos. Vio que esta llegaba directa con la velocidad de la saeta y sintió cómo penetraba en el pecho, a la derecha, con un ruido. Cayó hacia atrás, perdiendo la espada, y acabó en el agua. El mundo se volvió acolchado, el agua le entró en las orejas, la sal añadió escozor al dolor. La flecha le mordía, brutal, las carnes en la caja torácica, con una fuerza que le quitaba el aliento.
Una ola lo empujó delicadamente sobre el rompiente, se sintió transportado, ligero, y luego abandonado sobre la arena húmeda, la cabeza le daba vueltas, sin comprender dónde estaba el cielo y dónde la tierra. Lo único que entendía, gracias al dolor, era que aún estaba vivo. Permaneció inmóvil durante mucho tiempo, sordo a todo lo que ocurría alrededor, después se puso a gatas, sosteniéndose apenas sobre el brazo bueno, hilos de baba mezclada con sangre le chorreaban de la boca.
Trató de ponerse de pie, resoplando, con un silbido que le salía de la garganta a cada bocanada de aire. Sintió que la sangre le borboteaba en la garganta, se derramaba dentro y fuera del cuerpo, osciló con la cabeza y miró a través del pelo mojado y embarrado de arena. Estaba observando hacia el interior. Vio la playa cubierta de cuerpos y erizada de miles de flechas. Los suyos se estaban reorganizando para afluir hacia el mar. Tosió con dolor, salpicando un borbotón rojo, luego se volvió, tambaleando, con los ojos casi apagados y vislumbró una embarcación a pocos pasos de él. Un hombre con una piel de león saltó al agua, sosteniendo un estandarte en forma de águila, y en un instante el mar se coloreó de escudos que corrían hacia la playa.
Un centurión salió del agua precediendo a los suyos y gritó que lanzaran las jabalinas, que volaron altas sobre la cabeza del jefe de clan. Dio una segunda orden y luego alcanzó a Corann, que lo miraba inmóvil, cubierto de sangre, incapaz de reaccionar. La espada del romano asaeteó hacia delante. Corann sintió el hierro frío abriéndose camino en su cuerpo. Una expresión serena se extendió por su rostro. Había muerto feliz.
Un momento antes de la oscuridad el romano y él se habían mirado fijamente a los ojos…
Los hombres valientes de la sagrada isla explotaron en un estruendo y se lanzaron a la carga, cabalgando por encima de los cuerpos de sus compañeros diezmados por arqueros y máquinas de guerra. Una segunda oleada de flechas cayó sobre las primeras filas, diezmándolas. Los guerreros que venían detrás prosiguieron la carrera. Finalmente veían a los odiados enemigos que se estaban disponiendo en una larga fila de escudos, aún entre la espuma de las olas.
Duncan vio a su tío, el invencible Corann, que traspasado por una espada romana cayó al suelo como una encina que se corta. Fue apenas un vislumbre, porque enseguida llegó el enésimo peligro del cielo, la primera descarga de las asesinas lanzas romanas que perforaron los escudos haciéndolos inservibles. Duncan gritó con todo el aliento que tenía en el cuerpo y una sustancia roja le salpicó el rostro. Vio la delgada punta de un pilum saliendo por la espalda del hombre que corría delante de él, y apenas tuvo tiempo de saltar a un lado, para no tropezar con su cuerpo. Una segunda andanada de lanzas se abatió sobre ellos, pero ninguna lo alcanzó y, por un instante, sintió que era invencible, como lo había sido su tío. Entre los cantos de los druidas, los mejores guerreros que aquellas tierras hubieran engendrado nunca caían uno tras otro como espigas de cebada madura bajo la hoz. Combatientes expertos, fuertes y valerosos se desmoronaban antes aun de entrar en contacto con el enemigo, y él, Duncan de los ordovicos, joven, frágil e inexperto, estaba a punto de afrontar su primer choque con los odiados romanos, corriendo aturdido entre los gritos, las quejas y la muerte. Ahora era el primero de la fila y los vio, como si de golpe una barrera invisible hubiera detenido su carrera. El mar estaba cubierto de barcas y naves de todas las clases y tamaños, de las que continuaban elevándose hacia el cielo negras nubes de flechas, y las olas grises del estrecho parecían empujar a la orilla una masa de colores resplandecientes. Sobre los yelmos descollaban las crestas púrpuras de sus jefes, que no corrían, no daban pruebas de valor, y que gritaban a sus propios subordinados, en lugar de hacerlo al enemigo que tenían enfrente. Eligió a uno al azar y le apuntó, él, Duncan de los ordovicos. Era uno de los «hombres valerosos» y lo demostraría.
Fue como si su adversario lo hubiera identificado entre los muchos que corrían, porque lo miró desde debajo del yelmo reluciente. Avanzaba hombro con hombro con los suyos, alineado en una formación que parecía interminable, el muro más largo que el joven Duncan había visto jamás. Dio un salto, gritando, y vio que el hombre que tenía enfrente se empequeñecía detrás del escudo. Alzó el brazo y golpeó con todas sus fuerzas, pero, antes de que el mandoble cayera sobre la víctima, se sintió embestido por un dolor lancinante en el costado y su impulso se apagó. Un romano de la segunda fila le había pegado con el borde inferior del escudo, haciéndolo pasar entre los de la segunda fila. En el fragor ensordecedor del combate sintió que el romano le susurraba algo, después otro lo golpeó violentamente en la cara con la protuberancia central del escudo, y cayó hacia atrás. Notó en la boca el sabor de la sangre, percibió el olor de aquellos hombres venidos de otro mundo, y el pánico le inundó el cerebro, que se agitaba en el cráneo como un prisionero en la jaula, sin saber de dónde procedía aquel dolor. Duncan se acurrucó, confuso, y sintió que a su lado resonaba una voz joven como la suya. Un cuerpo cayó encima de él, sin vida, con el pecho desgarrado, y reconoció a Gareth, su amigo. El romano saltó por encima de ambos y siguió avanzando, y a Duncan comenzó a nublársele la vista. Aquel desconocido llegado de no sabía dónde estaba matando a sus amigos uno tras otro, y él ni siquiera podía moverse. Sintió frío y se vio a sí mismo de caza con su tío, con Gareth, Urien y Llyr. Habían pasado pocos meses, pero parecían años. Los relatos delante del fuego en el bosque, las historias de caza, las miradas de las jóvenes de la aldea más allá del río, vidas y destinos futuros, todo terminado, borrado para siempre, junto con los sueños de un muchacho que jamás se levantaría de aquella playa manchada de sangre. Una lágrima le surcó el rostro; cuánto habría querido tener cerca a su madre, en aquel momento… pero era imposible, era un guerrero, había nacido para morir combatiendo, lejos del llanto de una mujer.
Un hombre cubierto por una piel de oso sopló en un extraño instrumento, luego se detuvo y miró a Duncan, indiferente. De una embarcación descendieron otros soldados y el hombre continuó adelante, esquivándolo. Llegaron más romanos, que se alinearon rápidamente, entre los gritos de sus comandantes. Uno de ellos miró por un instante al muchacho a los ojos y después todo pareció lejano…
Duncan murió mientras resonaba sobre su tierra una lengua que nunca antes se había escuchado.
Signa inferre[11].
Vindilo apuntó hacia delante con la espada al tiempo que lanzaba su bayo al galope, y la cresta de la colina vomitó una horda aullante de jinetes sedientos de sangre, que se arrojó sobre la playa. Desde lo alto el espectáculo era sobrecogedor, con la flota que se perdía en el espejo del estrecho y las filas ordenadas de legionarios que salían del agua conquistando cada vez más terreno. Se encontraba ligeramente retrasado, y esto lo puso nervioso, pero estaba preparado para redimirse. Como siempre, tenía a Lugovalos a su izquierda y al portaestandarte con el caballo alado a su derecha, ambos secundándolo en todo momento.
La masa de britanos perdió el control, arrollada por el terror, en cuanto vieron aquella espantosa multitud de jinetes caerles encima sobre el lado izquierdo. Vindilo percibió la angustia de los enemigos y, de inmediato, cambió de dirección, desplazando la carga hacia la retaguardia, allí donde la mayoría habría intentado la fuga. Los caballos se embutieron entre la masa aterrada y confusa, las espadas comenzaron a levantarse y a caer, creando un vacío en torno a ellas. Fue como mandar un rebaño al matadero. De vez en cuando, un decurión era enviado con su unidad a arrollar algún residuo aislado de resistencia, pero la derrota ya se había consumado, y muy pronto el pánico se extendió como un incendio que el viento empujara y los hombres se transformaron en presas.
Los miembros de la Gemina y parte de los de la Valeria habían ocupado la playa y avanzaban. A su derecha, la caballería presionaba sobre el costado, obligando a los britanos a buscar una escapatoria a lo largo del sendero que conducía al promontorio. Los arqueros tomaron posición sobre el rompiente detrás de las legiones y comenzaron a acribillar la ruta de escape del enemigo. Luego se les dio la orden de dejar de tirar, porque se habría corrido el riesgo de que acertaran sobre los jinetes auxiliares.
El ataque romano no había sufrido el más mínimo tropiezo. La operación militar, perfectamente planificada, barrió en un instante las tribus de la isla y aquellas que habían llegado en su ayuda. En la playa de la sagrada madre se esparcían los cadáveres de sus hijos, entre los que merodeaban fugitivos a la desesperada en busca de una salvación en los bosques que cubrían la isla. Muchos se dirigieron al norte, para intentar reorganizar de algún modo una defensa. Otros alcanzaron las embarcaciones escondidas en las ensenadas vueltas hacia la Hibernia. Mataron a todo aquel que no fue lo bastante rápido para huir. Consolidada la posición, era el momento de organizar el avance. A los hombres se les concedió una pausa para que bebiesen y ordenaran el equipo. Poco después, se separarían, según los caminos que había que batir.
Había llegado el momento de la caballería: entrar en acción cuando los demás ya no tenían fuerzas para hacerlo. Aprovechar el instante en que la desorientación, el pánico, la desmoralización y el cansancio transformaban a los enemigos en presas de una carnicería ejecutada brutalmente por un puñado de hombres decididos.
Un trabajo en que los germanos no tenían igual.
Un trabajo que Vindilo, vestido con su túnica escarlata, ya no empapada de agua sino de sangre, estaba guiando con una precisión absoluta y letal.