XV
Defixio
Mona, isla madre del druidismo
Junio del 61 d. C.
Yo te invoco Mapón arureiiatis por la potencia de los dioses de abajo; que tú los tortures, por la magia de los dioses inferiores: (debéis golpear a) Gaius Lucius Florus Nigrinus, el acusador, Aemilius Paterinus, Claudius Legitimus, Caelius Pelignus, Claudius Pelignus, Marcius, Victorinus, Asiaticus hijo de Aedillos, y a todos aquellos que pronunciaron ese perjurio. En cuanto a aquel que pidió el juramento, que le sean deformados todos los huesos largos. Ciego lo quiero. Con este él estará delante de nosotros de vosotros [sentido de la frase oscuro]. Que tú… a mi derecha [repetido 3 veces].
TABLILLA DE CHAMALIÈRES,
lámina de plomo rectangular hallada en 1971 en Chamalières
(Puy-de-Dôme, Francia)
Aquella noche, Govran había tenido un sueño portador de malos presagios. Al despertar había recitado un rito mágico a Moreen y a su pequeño, antes de saludarlos y abandonar la caverna a la que los había conducido. Había cubierto la entrada con algunas brazadas de ramas frondosas y se había dirigido al gran fresno, donde había apoyado las manos sobre el sagrado altar milenario.
Allí se había quedado esperando, solo, a que el sueño se convirtiera en realidad. El corazón traicionó su emoción y aceleró el latido, mientras la mente vagaba entre las copas agitadas de los árboles. El cielo era negro, como si los dioses estuvieran a punto de arrojar sobre la tierra su condena por lo que estaba a punto de ocurrir. Sentía que pronto los romanos desembocarían en el bosque y que aquel era el sitio adecuado para que lo encontraran. No en la playa, donde habían desembarcado en gran número, no escondido entre la vegetación, como un fugitivo en busca de salvación, sino en el lugar que correspondía a un sacerdote de su rango. Govran debía ser hallado a los pies del árbol sagrado que sostenía su altar.
Habían pasado varios días desde que los romanos habían desembarcado en la isla, en aquella alba en que Govran había dejado la playa y se había encaminado hacia el interior, seguido por Moreen, con el pequeño Kedyr en brazos. Los tres habían recorrido juntos el camino, siguiendo senderos que solo conocían los druidas, hasta el claro sagrado. Allí habían permanecido a la espera, lejos de todo y de todos, protegidos por la selva exuberante.
No habían visto a nadie, pero por los densos pináculos de humo que se alzaban en el cielo antes de dispersarse por el viento del mar habían entendido que la batalla y la destrucción proseguían. La Isla Sagrada ardía y el corazón de Govran sufría con ella.
Cayo Antonio Vindilo había desmontado del caballo y había recorrido aquel denso trecho de bosque sujetando por las bridas a su semental. Detrás de él venía Lugovalos, seguido por la enseña del caballo alado, tras la que se habían puesto, cada vez más nerviosos, todos los demás jinetes. El aire estaba cargado de humedad por el inminente temporal y los hombres respiraban el olor a turba despotricando con los dientes apretados contra su comandante, culpable de haber hecho que se adentraran tanto en aquella maldita selva solo para echar de su guarida a algún prófugo. Desde hacía días recorrían palmo a palmo la isla, batiendo todos los posibles senderos para desanidar a fugitivos y a sacerdotes. Después de haber desbaratado la primera resistencia en el momento del desembarco, la campaña había proseguido como una gran caza del hombre, sin un momento de tregua. Muy pocos habían sido los verdaderos reductos de resistencia que habían encontrado, aunque algunas patrullas aisladas que se habían alejado demasiado habían caído en emboscadas. Avanzar a pie por el interior de los bosques era algo insostenible para los jinetes bátavos, que se sentían terriblemente vulnerables.
Ráfagas de viento agitaron las copas de los árboles, el sol dejó de filtrarse entre las ramas, el cielo se hizo de plomo y los colores se atenuaron. Vindilo escrutó el rostro contraído de Lugovalos. Se traslucía todo el supersticioso miedo que debía esconder detrás de la máscara impasible del mando. Deseaba decirle que cambiara de rumbo y volviera por donde habían venido. En cambio, miró el cielo negro y decidió proseguir trazando una amplia curva en el bosque, para no dar a entender que tenía prisa por alejarse de aquel lugar.
Quizá fue solo por casualidad que, apartando las frondas, el bosque se abrió ante sus ojos para dejar sitio a un calvero. Erguida ante él, al fondo del mismo, aparecía la figura esbelta de un viejo vestido de blanco, de larga y cándida barba.
Vindilo sintió un escalofrío que le subía desde las vísceras. El hombre estaba envuelto en una larga vestidura de lino claro que ondeaba al viento junto con el cabello plateado. Empuñaba un largo bastón y una mano se apoyaba sobre una gran piedra horizontal. A sus espaldas se erguía el árbol más alto y macizo que el romano había visto. Comprendió que aquel viejo era un druida, uno de esos malditos sacerdotes que estaban apresando en todos los rincones de la isla. Lo que no conseguía explicarse, en cambio, era por qué aquel hombre estaba allí, inmóvil, esperándolos, sin intentar esconderse o huir. Tuvo la extraña y fugaz sensación de que ya había vivido aquel momento, como si estuviera yendo a un encuentro acordado con anterioridad con la figura diáfana que se recortaba en el verde oscuro del sotobosque.
Aún más terrible era el oscuro temor de estar a punto de violar algo mucho más grande que él, como si una voz interior le susurrara que no lo hiciera. Pero debía demostrar a los suyos que no le vencían sus supersticiones. Así, entró en el calvero, seguido por los bátavos, y fue derecho hacia el viejo.
Resonó un trueno lejano, una especie de estruendo diluido en el viento. Govran vio que el hombre del sueño se acercaba, encerrado en su resplandeciente coraza, mientras la capa púrpura sobre sus hombros se hinchaba como si el viento quisiera retenerlo. Profirió una imprecación, moviendo apenas los labios, y los maldijo a todos.
Vindilo notó que el viejo lo miraba y después examinó los alrededores, para comprobar si en verdad estaba solo. A primera vista parecía que sí, aunque aquel lugar daba la impresión de estar completamente vigilado. Pensó en hacer adelantar a un par de hombres para agarrar al druida por el cuello y llevarlo así, como a cualquier esclavo, a Suetonio, luego se dio cuenta de que el viejo estaba susurrando y decidió actuar en persona. Se volvió hacia Lugovalos, como si aquel gesto pudiera alejarlo de las palabras con las que el viejo le estaba agobiando.
—Dame la cadena.
El jinete alcanzó a un hombre en medio de la columna y volvió con un collar colgado de una cadena. Después del desembarco habían llevado carros enteros con esos hierros, que debían servir para deportar a los más importantes mercados de esclavos a los prisioneros de la isla, a excepción de aquellos de pelo rojo. Esos se destinaban directamente a Roma como mercancía valiosa.
—Yo invoco tu potencia, Arawn, señor del reino de los muertos.
La mirada del oficial se cruzó con la del druida. El viejo lo señalaba, maldiciéndolo en voz alta. Y aquel mal, destilado en sonidos arcaicos y guturales, le reptaba por la piel con delgados tentáculos.
—Haz salir tu jauría de perros de la parte más profunda y oscura de tu reino y lánzala sobre los profanadores de este lugar sagrado.
Vindilo desenvainó la espada.
—Calla, estúpido viejo loco.
—Que se alimenten de tus huesos desgarrándote las carnes.
El romano se adelantó un paso.
—¡Calla o te mato!
—Y vagarás para siempre en la noche helada de la eternidad.
—¡Silencio! —gritó el oficial—. ¿O quieres que te degüelle aquí mismo?
Las pupilas de Govran brillaron.
—Y creerás haber tomado mi vida, mientras que en realidad serás poseído por mi muerte.
Vindilo se acercó aún más, la espada dirigida hacia la pálida figura.
—Serás poseído por mi muerte.
El oficial saltó hacia delante y subió de un brinco el altar de piedra. Soltó un mandoble de través, desgarrando el pecho del druida. La vestidura blanca se tiñó de inmediato de rojo, Govran puso los ojos en blanco.
—¡Yo te maldigo!
El romano bajó por el lado opuesto del altar y atravesó el estómago del druida. El sabio se dejó caer sobre el brazo de Vindilo, con un gemido de dolor. Sus manos se agarraron a los músculos del brazo que continuaba hundiendo la hoja.
—Eres mío —gritó, antes de caer sobre el altar, mascullando otras fórmulas en un idioma desconocido. El jinete hirió más, más y más, como una furia. Y el viejo dejó de hablar, deslizándose hacia el suelo en un charco de sangre, la vestidura, el pelo y la barba sucios de rojo.
Vindilo retrocedió de golpe, con los ojos desencajados, y miró a los suyos con el rostro céreo.
—Abatid el árbol y sacad de aquí esta maldita piedra. ¡De inmediato!
Diluviaba cuando Vindilo llegó al campamento. Confió el caballo a un mozo de cuadra y alcanzó a grandes pasos su alojamiento, chapoteando entre los charcos de agua. Apartó el borde de la cortina envuelto en la capa empapada de lluvia y, apenas cruzado el umbral, su asistente fue a su encuentro a la luz de la lámpara de aceite, para ayudarlo mientras se cambiaba. En aquel momento notó que había alguien sentado en su subsellium, con las piernas apoyadas en el escritorio de campo. Estaba a punto de lanzar un duro comentario mordaz, cuando reconoció al visitante.
—Gobernador.
Suetonio Paulino se tamborileaba el mentón con un pergamino, que arrojó sobre la mesa.
—Traigo muy malas noticias.
El oficial miró el despacho, mientras se dejaba quitar la coraza; después, mojado, se acercó a la mesa, cogió el rollo y lo leyó a la luz de la lámpara. Una vez terminado volvió a leerlo desde el principio, con la mirada aún más sombría.
—¿Los icenos están marchando sobre Camuloduno?
Suetonio asintió.
—Ha llegado hace una hora de Londinium. En el pliego estaba el sello de Deciano. Ya he mandado a cuatro correos con escolta, por distintos caminos, a Petilio Cerial, de la Hispana, y a Penio Póstumo, de la Augusta, con la orden de partir a toda prisa hacia Camuloduno.
El asistente ofreció a Vindilo un pañuelo de lino para secarse y el oficial lo frotó sobre el rostro cansado. El asistente le ayudó a quitarse la túnica y le dio otro paño seco.
—Nosotros, en cambio, partiremos dentro de dos días.
—¿Dos días, gobernador? Pero el ejército está disperso sobre una vasta zona.
—Partiremos nosotros dos, con una buena escolta de jinetes. Ocúpate de seleccionar a un centenar de los mejores. Vamos a cerciorarnos de lo que está ocurriendo. Entretanto, el grueso de las fuerzas se reunirá y luego nos alcanzará en un lugar que acordaremos.
—¿No piensas que Cerial puede apañárselas también sin nuestra ayuda? —dijo el oficial, mientras se secaba el torso—. No sabemos cuán extendida está la rebelión. Quizá se trata de una pequeña banda de descerebrados.
—No podemos arriesgarnos —replicó Suetonio, decidido—. Sean pocos o muchos, la rebelión debe ser sofocada y todos los posibles focos han de ser controlados. La presencia del ejército en el territorio tendrá que ser muy amplia. Aquí hemos desbaratado al grueso de los rebeldes durante el desembarco. Hemos destruido los altares y quemado sus bosques sagrados. Ahora nos limitamos a perseguir a cuatro harapientos asustados. Podemos perfectamente volver aquí el próximo verano, para completar la obra.
—La isla es enorme. No sabemos con seguridad cuántos se han refugiado aquí —objetó el jinete.
—Camuloduno por sí sola vale más que toda Britania, Vindilo, imaginémonos que este modesto escollo está envuelto en la niebla. Queríamos dar una lección a los druidas y se la hemos dado. Ahora debemos descubrir qué hacen los icenos y estar preparados para castigarlos de la manera más severa.
Vindilo se apoyó en el escritorio y asintió.
—Mañana daré la orden a mis hombres para que se dispongan a abandonar la isla. Desmontaremos los campamentos y nos trasladaremos hacia el sur.
Suetonio se levantó de la silla y lo miró mejor.
—¿Estás bien, Cayo Antonio?
—Sí, estoy un poco cansado. Hoy he cabalgado mucho, hasta que conseguimos sacar de su madriguera a un viejo druida loco escondido entre los bosques. He hecho abatir un fresno enorme. Nunca antes había visto un árbol tan grueso. De todos modos, estoy bien, ¿por qué?
—Estás muy pálido y tienes los ojos enrojecidos —dijo el gobernador. Apretó los labios y añadió—: Quizás ese druida te haya echado una defixio[19].
Moreen se había quedado acurrucada en la gruta durante toda la noche. Después de que Govran se marchara no había dejado de estar alerta, por si alguien se acercaba a la entrada. Durante la tarde se había desencadenado un fuerte temporal, que había continuado casi toda la noche. Pero ahora, a través del follaje que ocultaba el acceso a la gruta, se filtraban débiles rayos de sol.
Se preguntó si le había ocurrido algo a Govran. Se había sentido animada y un poco más serena junto al viejo sabio. Por la noche había contado historias al pequeño Kedyr, como si fuera su abuelo. Había hablado de la historia de aquella gruta, refugio inviolable de los druidas desde la noche de los tiempos. La gruta había contemplado ritos mágicos e iniciaciones y había alojado a centenares de adeptos dispuestos a convertirse en intermediarios entre el mundo de los hombres y el de los dioses. Moreen no sabía qué le daba más miedo: aquel antro, donde aleteaban entidades sobrenaturales, o el peligro que le esperaba fuera, a la luz del sol. Tenía comida y agua suficientes para varios días, gracias a las reservas dispuestas por los druidas precisamente con vistas a lo que habría debido hacer Govran, es decir, custodiar el altar sagrado y el gran fresno.
Kedyr se puso a llorar y la madre lo estrechó contra sí temiendo que alguien lo oyese. Le ofreció el pecho y los tiernos labios comenzaron a succionar. Poco después, el pequeño se calmó y dejó de mamar. Se había dormido. La madre lo posó sobre el camastro, le acarició la frente y le dio un beso sobre la cabecita frágil, oliéndole la piel. Si hubiera conseguido sobrevivir a aquella dura prueba, habría recordado para siempre aquel perfume de vida. Mientras le rozaba con dulzura el escaso cabello rubio, Moreen pensó en el padre de Kedyr, lo volvió a ver en aquel último momento de frenesí cerca del promontorio, entre los demás isleños que gritaban y corrían. «Si consiguen desembarcar, mátalo». Habían conseguido desembarcar y la playa se había convertido en un campo de batalla. Quién sabe qué había sido de su hombre. Tan fuerte, tan valiente y tan deseoso de morir en batalla. Su presencia la habría alentado, pero su ausencia no la entristecía y Moreen se preguntó la razón.
Quizá porque se necesitaba más valor y fuerza de ánimo para hacer vivir a Kedyr, a costa de estar escondidos como bestias en aquella gruta, que para matarlo, como él le había dicho que hiciera. No, no había matado a su niño cuando los romanos desembarcaron, y no lo mataría tampoco después. Estaba aterrorizada, pero, mientras pudiera, elegiría la vida y no la muerte. He aquí por qué, en el fondo, no sentía tanto la ausencia de aquel hombre tan guapo y tan fuerte.
Marcelo se había dirigido hacia el humo que Aquila le había indicado la tarde anterior. Al llegar a las cercanías se había agazapado entre la vegetación, y después de un rato había vislumbrado a un hombre que se dirigía a pie a occidente, hacia Camuloduno. Se había quedado inmóvil hasta que había tenido la certeza de que estaba solo, después había proseguido hasta el vivac abandonado. Como Aquila había previsto, allí debía de haber acampado un pequeño grupo de hombres. El sotobosque estaba lleno de rastros de su presencia, empezando por un montoncito de cenizas aún humeantes. El muchacho vio un montón de ramas en una hondonada del terreno y se preguntó si escondería algo; quizá lo hubieran dejado allí para recuperarlo más tarde, quizá por otros. Tal vez hubiera armas y víveres…
Marcelo miró alrededor con cautela, para cerciorarse de que la zona estaba tranquila. Los hombres que habían encendido el fuego se habían marchado, y el que había visto a pie podía ser un simple viandante, que nada tenía que ver con ellos. Por lo tanto, decidió ver qué se escondía bajo aquella hojarasca.
Trató de desplazar las ramas, que habían sido entrelazadas y encastradas entre sí probablemente para impedir que alguien las removiera con facilidad. Señal de que allí había de veras algo interesante. Marcelo tiró, hizo fuerza y consiguió apartar un primer montón de hojarasca. Había hecho ruido, por eso debía entrar allí debajo deprisa, coger lo que encontrara y huir hacia el bosque.
Tiró una rama, y otra, y saltó en el agujero.
Frente a él estaba el rostro violáceo de un joven, con la cabeza medio separada del cuello. Se le escapó un grito de terror, procuró salir, pero quedó atrapado en una rama y, mientras se revolvía, vio otro cadáver, con los ojos desencajados. Presa del pánico, se arrastró por el humus y consiguió salir fuera, arañándose el brazo. Enseguida se puso a correr como un loco, pero tropezó y cayó al suelo. Se levantó, jadeando, y gritó.
Delante de él un viejo de barba blanca lo observaba con semblante severo. Por las ropas, Marcelo reconoció al viandante que había vislumbrado a lo lejos. ¿Cómo estaba allí, si antes lo había visto caminar en la dirección opuesta?
Después de un momento, el viejo le dijo algo en una lengua para él desconocida y en un tono poco tranquilizador. Marcelo sacudió la cabeza, atemorizado. El hombre volvió a hablar y, por la inflexión, el muchacho dedujo que le estaba haciendo una pregunta. Después el hombre lo miró más intensamente, como si hubiera tenido una intuición, y le habló de nuevo.
—¿Me comprendes ahora?
Marcelo asintió, tratando de retroceder lentamente.
—Un pequeño romano —dijo el viejo, acercándose.
El muchacho no entendió si detrás de aquellas palabras se escondía alguna mala intención y trató de correr para ponerse a cubierto.
—No estoy solo.
El viandante lo miró de una manera extraña, como si no le creyera y quisiera tomarle el pelo.
—¿Por qué no me dices qué estás haciendo aquí?
—Quería ver si allí abajo había comida.
Ambigath miró la hojarasca desplazada y luego al muchacho.
—Te creo. ¿De dónde vienes, muchacho?
—Vivía en una granja a dos días de camino de aquí, pero ha sido destruida por los rebeldes.
El druida se preguntó qué estaba sucediendo en esa región, donde parecía extenderse el desorden.
—¿Quiénes son esos a los que llamas rebeldes?
Marcelo no lo sabía con certeza.
—Britanos, creo.
—También yo soy un britannuculus, como nos llamáis con desprecio, pero no tengo nada que ver con los que han destruido tu granja. ¿Quizá querías decir trinovantes?
El chico no sabía qué responder, pero ante la duda asintió.
Ambigath entendió que el muchacho sabía tanto como él.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Marcelo.
—Bien, Marcelo, me parece que estamos en la misma situación, de pie y, además, hambrientos. Ayúdame a ordenar las ramas que has desplazado, luego echaremos un vistazo a ese corte en el brazo.
—¿Tú quién eres? Y ¿por qué estás aquí?
El viejo druida lo estudió, como si quisiera reafirmar su superioridad frente a aquel pequeño insolente. No estaba habituado a ser tratado como una persona corriente. Todavía menos por un pequeño romano, aunque su juventud le hacía parecer simpático.
—Me llamo Ambigath, de la tribu de los icenos. Soy un mercader de caballos y esta noche me han robado las bestias y han matado a mis dos esclavos.
Se acercaron a la tumba dispuesta de forma superficial por Ambigath, que volvió a cubrir de nuevo los dos cadáveres.
—Quería darles sepultura, pero no tenía con qué excavar.
Luego el viejo se acercó a Marcelo y se agachó para examinar la pequeña herida en el brazo. Ambigath rebuscó en su alforja y sacó una ampollita de metal. La agitó y vertió un poco del contenido sobre los dedos, luego lo pasó sobre el corte sangrante.
—¿Eres un curandero?
—Solo soy un mercader de caballos.
—¿Y eso qué es?
—Sirve cuando los caballos se hacen daño, ayuda a cicatrizar las heridas.
—¿Crees que me ayudará también a mí?
—Oh, sí. Si va bien para las bestias, irá bien para los hombres.
El muchacho parecía dudar.
—Ambigath, creo que necesito ese ungüento.
—Te he puesto suficiente —replicó el viejo—. Es un corte poco profundo, en un par de días cicatrizará.
—No es para mí, sino para… mi tío, que está herido y está muy mal.
El druida lo miró dubitativo y cerró la ampollita.
—No tengo mucho —farfulló—, y, además, solo sirve para pequeños cortes como el tuyo.
—Puedo pagar.
Ambigath, con su alforja llena de monedas de oro y de plata, sonrió.
—En medio de un bosque las monedas no sirven para nada, hijo.
Marcelo abrió la bolsa y sacó una liebre. Se había procurado la comida diaria ya desde la mañana, temprano.
—Son las únicas monedas que tengo.
El druida sacudió la cabeza.
—Es un buen cambio, pequeño sinvergüenza. Por lo tanto, no estabas buscando comida bajo la hojarasca.
Marcelo se mordió el labio, después se derrumbó.
—Estoy buscando algo que pueda ayudar a mi tío, que está herido y tiene fiebre.
El viejo reconoció en las palabras del muchacho la marca de la verdad.
—¿Y dónde has dejado a tu tío?
—A un par de horas de aquí, más allá de aquella colina.
—Está en la dirección opuesta a la mía —dijo el druida.
—Por favor, ayúdanos. Una vez curado, sabrá recompensarte.
—¿De veras? ¿De qué manera?
—Es rico y muy conocido y estimado en Camuloduno. Era un legionario, un centurión de la Vigésima Legión.
Ambigath sintió que se le helaba la sangre.
—Como he dicho, está precisamente en la dirección opuesta a la mía.
Comenzó a recoger sus cosas.
—¿Me he equivocado al decir algo?
—Vete, vete de aquí, joven Marcelo. Quizá tú no tengas la culpa de todo esto, pero los hombres como tu tío la tienen, y mucha. No puedo hacer nada por él.
El muchacho se agarró de su brazo.
—Te lo ruego, solo intenta comprobar si puedes hacer algo por él. Después te marcharás por tu camino.
Ambigath se liberó del apretón.
—Ahora basta. Si tuviera tiempo, te hablaría de la isla de la que he venido. Un lugar muy alejado de aquí, donde hombres como tu tío matan a chiquillos inermes como tú.
—¿Y tú quieres comportarte como ellos?
Ambigath pareció vacilar, ante aquellas palabras. Luego se puso la bolsa a la espalda y empezó a caminar.
—Te lo ruego.
—Ve a rogarle a tus dioses y, ya que estás, también a aquellos de tu tío, que los necesita. Y ahora, déjame en paz, ya he perdido bastante tiempo. Adiós y buena suerte.
Las palabras del viejo se transformaron en un rezongo airado, mientras se adentraba entre los helechos del sotobosque. Recorrió un breve trecho hacia abajo que conducía a un sendero frecuentado, después se volvió.
Marcelo lo seguía a poca distancia, con ojos llenos de desesperación.
—¡Te he dicho que te marches!
Marcelo sacudió la cabeza, con las mejillas sucias surcadas de lágrimas.
—No te ayudaré —repitió Ambigath, encaminándose nuevamente—. Te haces ilusiones si piensas que vas a conmoverme.
Llegado delante del río, el druida buscó un modo de cruzarlo. Empezó a bordearlo manteniéndolo sobre la izquierda, con la esperanza de encontrar un puente, o al menos un vado. Al no conocer aquel territorio, no sabía ni siquiera dónde se encontraba. Cansado y nervioso, comenzaba a sentir la punzada del hambre, pero en la bolsa no tenía más que hierbas curativas.
Se volvió de nuevo hacia el bosque y, a unos cincuenta pasos, vislumbró de nuevo a Marcelo. Furioso, cogió una piedra y se la arrojó, equivocando por completo el blanco.
—¡Vete!
Reanudó el camino, pero poco después fue él quien recibió una pedrada en medio de la espalda. Se volvió de golpe y vio que el muchacho gesticulaba para que se callara. Ambigath miró alrededor, pero no vio nada extraño. Marcelo lo alcanzó corriendo, sin hacer ruido.
—Dos hombres a caballo que conducen a otros tres sin jinete. Son soldados romanos.
Ambigath escrutó el bosque. No vio nada, pero actuó con cautela.
—Quizá te estén buscando precisamente a ti —dijo Marcelo.
—¿Por qué? De todos modos, yo no veo a nadie.
—Sube a aquella cresta, si no me crees, y mira.
El viejo lo observó, torvo. Después suspiró y trepó con esfuerzo por una prominencia rocosa excavada a lo largo del tiempo por las aguas del río. Una vez en la cima se asomó y, de inmediato, retrajo la cabeza. Perdió el agarre y se deslizó hacia abajo, excoriándose las manos y las piernas.
—Quizá sean los que te han robado los caballos y han matado a los esclavos.
El druida se miró las heridas, luego dijo a Marcelo que se mantuviera callado.
El muchacho sacudió la cabeza.
—Si me pongo a correr y a gritar —dijo—, quizá me oigan y vengan aquí.
—¿Por qué deberías hacerlo?
—Para salvar a mi tío.
—¿Qué te hace pensar que esos dos lo ayudarán?
—Les diré dónde se esconde el hombre al que están buscando.
—Basta ya, pequeño bribón. No me están buscando, ni siquiera saben que existo.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no se han marchado durante la noche? ¿Por qué están batiendo la zona, en vez de correr como el viento hacia Camuloduno?
—No lo sé ni me importa.
Marcelo trepó por el declive.
—Veremos.
—¡Detente! ¡Detente, en nombre de Arawn! Vuelve aquí.
El muchacho ya estaba sobre la cresta. Se llevó las manos a la boca, para dar más eco a sus gritos.
—¡Detente! ¡No lo hagas!
Marcelo lo miró.
—¿Curarás a mi tío?
Ambigath despotricó.
—¿Curarás a mi tío?
El druida apretó los dientes. Marcelo volvió a llevarse las manos a la boca.
—Sí, maldito seas.
El muchacho se detuvo a media altura.
—Retira lo que has dicho.
El viejo se levantó, agotado, sin saber cómo se había dejado enredar así por aquel insolente mocoso.
—Como quieras, retiro la maldición.
—Llegaremos a un acuerdo —dijo Marcelo, con una sonrisa.
—Lo dudo. De todos modos, dame una mano.
—¿Sabes? También mi tío es cojo.
Ambigath se apoyó en el muchacho y los dos se pusieron en marcha.
—A decir verdad, no es mi tío.