XII
Manadas de lobos
Territorio de los trinovantes
48 millas al oeste de Camuloduno
Junio del 61 d. C.
El odio más sombrío era contra los veteranos, porque, enviados hacía poco como colonos a Camuloduno, los echaban de sus casas, les expropiaban los campos, llamándolos «prisioneros» y «esclavos», respaldados en su arbitrariedad por los soldados, que veían un destino parecido y esperaban la misma impunidad.
PUBLIO CORNELIO TÁCITO, Anales, XIIII, 31
—¡Ánimo, vamos!
Aquila había examinado la eslinga de la columna y se había unido a los operarios que, estirando con la fuerza de los brazos, la estaban levantando para ponerla en posición. Los hombres tiraron de la cuerda siguiendo las indicaciones de Antio, siempre cauteloso. La cuerda se tensó sobre la polea y la madera del aparejo crujió, pero la columna de piedra se alzó y se asentó a la perfección. Antio dio la señal con la mano.
—Está bien, soltadla, pero lentamente.
Se oyeron expresiones de alegría por la satisfacción del trabajo bien hecho. Aquila dio una sonora palmada en el hombro polvoriento del capataz.
—Bravo, Antio. Continuemos.
—Vamos, enganchad la segunda columna —dijo el griego a su escuadra, y guiñó el ojo a su patrón—. Tu presencia en la obra hace que los hombres trabajen mejor…
Aquila soltó una risa sarcástica.
—Pero hoy tendrás otras cosas que hacer —añadió el griego—. Llegan visitas.
Aquila se volvió. Un jinete se acercaba. Al cabo de un instante reconoció a Rhiannon. El capataz lo observó con cierto desagrado.
—Cubierto de polvo de mármol no pareces gran cosa, pero tu amada te perdonará. Ve, nosotros pensaremos en las columnas.
El veterano se marchó, renqueando. La hija de Murrogh ya estaba cerca de la valla que delimitaba el muro perimetral. Aquila se pasó la lengua por los labios llenos de polvo y se limpió el rostro con un trapo. No estaba, desde luego, en las mejores condiciones para recibirla, pero era feliz por aquella visita inesperada. De pronto, alzó la mirada y vio la silueta de Rhiannon contra el cielo azul de un maravilloso día de principios de verano. Miró la pierna torneada que salía de la túnica, tensa contra el pelo del caballo sudado, que parecía haber galopado. Y luego captó la expresión del rostro de Rhiannon, y aquello que vio no era en absoluto lo que esperaba.
—¡Vete de aquí, Marco Quintinio! ¡De inmediato!
El romano la miró, estupefacto. Los grandes ojos oscuros de la muchacha estaban orlados de pinturas de guerra azules, que le daban un aspecto demoniaco. Eran los colores que había visto en la cara del enemigo en muchas batallas.
—¡Vete, este sitio carece de futuro!
La mirada del hombre se dirigió hacia el pomo que sobresalía de la ropa. Rhiannon estaba armada. Marco dio un paso hacia delante y le tendió la mano. Ella tiró de las riendas, haciendo retroceder el caballo.
—¡Vete! —gritó—. ¡Marchaos todos! Al anochecer este lugar ya no existirá.
—Cálmate, Rhiannon, ¿qué está sucediendo?
En la mirada turbada de la britana se percibía su lucha interior. Deseaba matar y que la mataran, odiar y ser odiada. Ansiaba con todo su ser destruir, pero sentía que matando a aquel hombre se habría matado también a sí misma.
—Mi gente viene ya a recuperar lo que le pertenece.
Aquila pensó que se había encendido el enésimo foco de rebelión. Había habido muchos otros, en el pasado, y habría más. Suspiró.
—Dile a tu padre que no haga locuras, Rhiannon. Es un suicidio. ¿Dónde está ahora? Debo hablarle, quizás aún se pueda negociar, de una manera o de otra. No cometáis un error irreparable, os lo ruego.
La muchacha sujetó el caballo, que parecía nervioso.
—No puedes entender la gravedad de la situación, Marco Quintinio Aquila. Vete, porque una furia espantosa está a punto de abatirse sobre estas tierras.
Aquila trató de coger las bridas; sin embargo, ella fue más rápida y alejó su corcel.
Rhiannon deseaba matarlo, pero su cuerpo ansiaba sus manos, su boca. Ser su presa, morir de placer.
—¡Vete, vete lo antes posible!
Luego volvió grupas y partió al galope, angustiada y llorando. En su corazón sabía que aquel a quien quería hacer daño la había herido desde hacía tiempo. No le había quitado la vida, pero había matado su razón.
El centurio volvió sobre sus pasos con una mueca de dolor, ese dolor que desde siempre le recordaba que no podía correr.
—¡Molerato! ¡Molerato!
El coloso no respondió. Estaban todos ocupados en izar la segunda columna y demasiado concentrados en el trabajo para prestar atención a Aquila. Este silbó al único que parecía haberse dado cuenta de su agitación, un picapedrero que estaba tallando peldaños.
—¡Tú, ve a ensillar los caballos, corre!
El muchacho se levantó y dejó las herramientas, limpiándose las manos con la túnica.
—¡Corre, he dicho!
—Pero… ¿qué caballos?
—¡Todos! —respondió Aquila—. Empezando por el mío.
Entretanto, los demás no conseguían asentar la columna. Antio ordenó izarla de nuevo, y Aquila comprendió que tardarían menos tiempo en concluir la obra que en colocar aquella columna en su lugar. Se acercó para prestar ayuda, y por fin lo consiguieron.
—Ahora, escuchadme bien —dijo acto seguido—. Pronto habrá problemas. Creo que ha estallado una rebelión. Trataré de averiguar la gravedad del asunto —continuó Aquila, en respuesta a sus miradas de inquietud—, pero entretanto no debemos correr riesgos. Recoged cuanto se pueda transportar e id hacia Camuloduno.
Antio silenció de inmediato el rumor con que fueron recibidas aquellas palabras.
—Manos a la obra, holgazanes —dijo—. Necesitaremos dos días para cargar los carros y llegar a la ciudad.
—No creo que dispongamos de tanto tiempo —dijo Aquila, con aspereza—. Coged solo las cosas de valor y daos prisa, no sé a qué nos enfrentamos. Sobre todo no sigáis los senderos más frecuentados, bordead los bosques y si veis llegar a alguien escondeos deprisa.
Los hombres empezaron a hablar todos juntos, hasta que Antio tomó la palabra.
—Así emplearemos tres días en llegar a destino. Tardarán menos en venir aquí los legionarios de Camuloduno que nosotros en alcanzarlos a ellos.
—No te hagas ilusiones —replicó Aquila—. Los pocos legionarios que han quedado en Camuloduno estarán ocupados en encontrar un modo de defender la ciudad, si la rebelión se extiende. Por aquí no hay soldados, Antio. Debemos apañárnoslas solos. —Se volvió hacia Molerato—. Monta, rápido, y corre donde Tauro sin parar. Dile lo que está sucediendo y después corred a avisar a todos los colonos de la zona. Nos reuniremos en Camuloduno. ¡Ve!
Molerato gruñó y salió corriendo.
—Pero ¿dónde están las tropas, Aquila? ¿Quién nos protege? —inquirió el capataz, que más que espantado parecía contrariado.
—En este momento las legiones se encuentran demasiado lejos, Antio. Y, cuando sepan lo de la rebelión, no creo que se ocupen de una granja en medio de la nada. —Aquila apoyó la mano sobre la espalda del griego—. Y, además, no está claro que las legiones puedan apartarse de la zona que vigilan, si no se ha pacificado, pues correrían el riesgo de encontrarse atrapados. Suetonio y los otros comandantes valorarán muchas cosas, pero el destino de civiles como nosotros no está entre sus prioridades.
—Pero es absurdo…
—Se llama guerra, Antio. Buena suerte, amigo mío, nos veremos en Camuloduno.
—Pero ¿adónde vas?
—A averiguar qué está sucediendo.
Aquila entró en la casa y se dirigió a su dormitorio. La bolsa de cuero estaba guardada en un baúl de madera pintada. Extrajo de ella una preciosa coraza, se la puso y anudó las tiras laterales. Para preservarla de la humedad, estaba cubierta por una delgada capa de grasa que retuvo el polvo de mármol, haciendo el metal más opaco. De una bolsa más pequeña, Aquila extrajo su yelmo de oficial. Aún llevaba las marcas de aquella tarde de hacía cuatro años. Había quitado la cresta, semideshecha durante la batalla. Total, ya no tenía a nadie a quien mandar.
Desplazó el baúl, cogió una barra de hierro e hizo palanca sobre el ángulo de una piedra del pavimento. Esta se levantó, revelando un pequeño hueco revestido de ladrillos. El veterano cogió del escondite una cajita de madera reforzada con metal. Dentro había una bolsa de piel suave. La suma que contenía era enorme, el fruto del trabajo de una vida. Se preguntó cuál podría ser el sitio más seguro para dejar semejante riqueza. Luego cogió dos puñados de monedas de la bolsa y los puso en dos escarcelas de piel, una atada al cingulum junto al inseparable pugio, la otra colgada del cuello, bajo la coraza. Guardó el resto en el escondite secreto y cerró este con la piedra.
Antes de salir descolgó de la pared el gladius de su abuelo, con la funda taraceada en plata. Le daría suerte. Nada más, no era tiempo de almillas o protecciones de cuero. Debía ser ligero, para volar con Hiberico al campamento de Murrogh, solo, y descubrir qué estaba sucediendo. Después debía correr a Camuloduno y, junto a Falcidio, organizar una eventual defensa. Habría llegado a destino al día siguiente, le bastaban una hogaza y una cantimplora de agua. Miró inseguro las demás espadas colgadas del muro, luego cogió las cinco, cada gladius con su funda, y salió a la luz del sol, donde los operarios estaban ocupados cargando bestias y carros en medio de una nube de polvo.
El picapedrero lo esperaba con el caballo ya ensillado, que pateaba nervioso por el revuelo. De Antio, ni rastro. Aquila montó a Hiberico mientras Molerato llegaba a los establos. Aparte de la túnica, llevaba encima el cingulum, del que colgaban el gladius y el pugio. Hacía tiempo que había perdido la coraza y el yelmo a los dados. Aquila tendió las espadas al gigante.
—Encuentra a alguien que las sepa usar y distribúyelas, luego corre tan rápido como puedas hasta donde Tauro, avísale y prosigue. Durio, Fibreno… ponlos a todos en alerta. Cita en Camuloduno.
Molerato gruñó, con un brillo en los ojos.
—Sumus, sumus, sumus. Como en los viejos tiempos, Aquila.
El viejo soldado esbozó una triste sonrisa.
—Presta atención y evita el contacto. Todos nosotros seremos necesarios en la ciudad.
Entró en las cocinas, sin desmontar. Su llegada dejó atónitos por un instante a todos aquellos que intentaban hacer acopio de comida y trasladarla a los carros. Gracias a ello recogió una bolsa con una hogaza, queso y una bota de vino.
Hiberico bufaba excitado, impaciente por partir al galope. Aquila echó un vistazo en medio del revuelo y entrevió a Antio bajando de los carros aquello que cargaban los operarios. El jinete se abrió paso entre los presentes, dando algún suave golpe plano con el sable a los más reacios.
—¡Escuchadme todos!
El grito y la espada levantada hicieron que los hombres prestaran atención.
—Hoy tenemos a la suerte de nuestra parte. Hemos sido advertidos de que sucederá algo, pero no sabemos cuándo, dónde ni cuán grave será. En el peor de los casos, dentro de poco saldrán de los bosques unos britanos armados dispuestos a saquear mi casa.
Un rumor cargado de recelo se extendió entre los hombres.
—Lo mejor que podemos hacer —prosiguió Aquila— es darnos prisa y dejar aquí todo lo que para ellos pueda representar un botín, así perderán tiempo en disputárselo y ponerlo a seguro.
Alguien masculló contrariado y Aquila, levantando la voz, continuó:
—Sé que todos perderemos algo. Empezando por mí, que abandono mi propiedad sin saber si a la vuelta encontraré un solo ladrillo. —Hizo una pausa, acompañada por un silencio sepulcral—. Pero os prometo que volveremos a comenzar, os contrataré de nuevo a todos y reanudaremos los trabajos. Pero para hacerlo debemos estar vivos. Meteos en la cabeza que lo primero que hay que salvar es la piel. Coged dinero, un poco de comida y las bestias y partid de inmediato para Camuloduno, sin carros ni lastre inútiles. Entre esta tarde y mañana como mucho habréis llegado a un sitio seguro. Luego veremos.
—Tengo toda mi vida en ese carro —gritó un albañil.
Aquila lo miró sin responder, luego sacudió la cabeza y dio un tirón al caballo. Ya había perdido demasiado tiempo. Hizo ademán de alejarse y cruzó la mirada de Owen, que se mantenía apartado del grupo en torno a los carros. Era uno del lugar, y él y sus hijos tenían excelentes relaciones de trabajo con los recién llegados: proporcionaban la madera para la obra, haciendo las tablas con los troncos y construyendo los andamios. El acuerdo consistía en que permanecieran hasta el final del trabajo.
—Nosotros nos quedaremos aquí, Aquila —dijo el britano.
Owen procedía de una pequeña aldea situada al norte, en la frontera con las tierras de los catuvelaunos, pero era un trinovante como Murrogh y los suyos. En efecto, para él quizá no existiera motivo de preocupación, tenía amigos y conocidos en todo el territorio.
—¿Estás seguro, Owen?
—Sí, es mi gente, no tengo nada que temer. Trataré de salvar el máximo de lo que queda aquí. Ya verás, me escucharán.
El romano asintió con un destello de esperanza.
—Que la diosa Fortuna sea contigo, Owen.
Partió al trote y, después de un breve trecho, se volvió para contemplar su villa. Era un lugar encantador, pero para protegerla debía ir donde Murrogh, el único que podía decirle algo seguro.
—Ve, hermoso, veloz como el viento.
El joven semental aceleró bufando, excitado, después pasó al galope, para descargar por fin toda su exuberancia en una carrera desenfrenada.
En la mente de Aquila se agolpaban las preguntas. ¿Cómo era posible que un hombre sabio como Murrogh realizara un acto tan insensato? ¿Acaso creía que podría atacar los asentamientos romanos sin sufrir terribles represalias? Y luego, ¿cuál era el motivo? ¿Los hijos destinados a las unidades auxiliares? ¿Los impuestos? Los trinovantes eran aliados de los romanos desde hacía más de cien años, pero la progresiva ocupación realizada a través de la confiscación de las tierras en las que se establecían veteranos y colonos, aprovechando el hecho de que los britanos no conocían el derecho de propiedad, no ayudaba desde luego a reducir la enorme divergencia entre los dos pueblos.
Se necesitarían al menos un par de generaciones para pacificar del todo la región. En treinta o cuarenta años más algún gobernador disfrutaría del resultado de su labor. Por el momento, a los hombres como Aquila les había tocado la parte más difícil y sucia del trabajo, y quizá la misión no había terminado.
Se detuvo junto a un arroyuelo a los pies de un monte boscoso, para que Hiberico abrevara y recuperase el aliento. Bebió un sorbo de vino y llenó de agua la bota vacía que llevaba con él. Comenzaba a sentirse cansado. Hacía horas que cabalgaba a buen ritmo y aún tenía varias más por delante antes de avistar la aldea de Murrogh. Una ráfaga de viento sacudió las frondas de las encinas. El sol arrancaba reflejos al riachuelo, el aire era cálido y aquel lugar a la sombra de los árboles, mágico. Aquila cerró los ojos, seducido por la quietud reinante. Se habría quedado allí para siempre, si hubiera podido. Con la compañía de Rhiannon como ninfa de los bosques…
Suspiró y se sacudió. Una vez sobre la silla, pensó que habría ahorrado tiempo remontando la colina, en vez de rodearla siguiendo el sendero, y se adentró en el bosque con cautela. Si sus cálculos eran correctos, más allá de la cresta debería vislumbrar el valle que conducía en dirección norte, hasta la planicie dominada por la aldea fortificada de Murrogh. Ya en la cima de la colina se detuvo para escrutar el horizonte hacia septentrión. La llanura parecía desierta. Espoleó al semental y, finalmente, contempló entre los árboles el camino que descendía. Soltó un poco la brida, superó una cumbre y rodeó una enorme roca entre los árboles. Luego tiró con fuerza de las riendas para sofrenar al caballo.
Los hombres que se acercaban por el sendero, al verlo, se habían echado a un lado. Un instante después, Aquila advirtió que estaba rodeado de britanos, que lo miraban estupefactos. Oyó un alarido a la derecha y, mientras se volvía, algo le golpeó con violencia en la frente, haciéndolo vacilar. Un segundo mandoble se abatió sobre el costado de la coraza, quitándole el aliento. Hiberico relinchó, encabritándose espantado. Aquila sintió una punzada en el hombro. Vio el cielo, los árboles y luego un brazo le apretó el cuello con tal violencia que le cortó la respiración. Notó que el caballo se escurría de debajo de él y cayó hacia atrás, en medio de una selva de manos que trataban de golpearlo.
Todo se oscureció.
Oyó de nuevo un alarido, seguido de otro más agudo, y después lo golpearon otra vez en el rostro. Cuando las manos lo dejaron, el mundo giraba alrededor y Aquila se encontró a gatas, escupiendo sangre y saliva. Alguien le desató el barboquejo y le quitó el yelmo. Respiraba con dificultad y apenas si podía dominar el dolor que le subía desde varios puntos del cuerpo.
Jadeando, abrió los ojos y vio la sangre que goteaba de la boca sobre las manos. Cerca de él alguien reía, cruel, burlonamente. Había llegado el momento de levantar la mirada. Lo hizo y recibió un escupitajo en la cara.
Con un destello de lucidez se puso de rodillas. La coraza presionaba dolorosamente contra el costado que había recibido la mayor cantidad de golpes. Pasó la mano por encima y constató que el metal estaba deformado. Una vez más debía la vida a aquella coraza, un obsequio de su padre antes de partir para Germania. Miró alrededor, tratando de no expresar el dolor que sentía y el miedo que lo embargaba.
Murrogh, frente a él, lo miraba.
Llevaba puestos el yelmo de sus antepasados y una coraza de placas de hierro, y portaba la espada en el costado. La capa descubría los brazos desnudos, historiados con serpientes azules que subían desde las muñecas hasta los hombros para repetirse después sobre el rostro. En torno a él continuaban acudiendo los hombres de la tribu de los trinovantes, y muy pronto Aquila estuvo rodeado por una masa de guerreros hostiles, que lo señalaban y lo cubrían de insultos. Por instinto, su mirada examinó sus armas. En la mayor parte se trataba de lanzas y palos de madera puntiagudos. Casi todos llevaban un cuchillo, otros tenían hoces y hachas, pero la mayoría sostenía bastones con clavos, horcones y herramientas de trabajo de dudosa eficacia en un combate. Eran muy pocos los que portaban armas de guerra, y aún menos los provistos de corazas o yelmos. Uno de los britanos más cercanos empuñaba una pesada hacha de leñador. El excenturión reconoció a uno de los primeros con que se había tropezado poco antes. He aquí quien lo había golpeado y con qué le había desfondado la coraza.
Aquila sintió a alguien cerca de él y reconoció las manos que sostenían su yelmo. Rhiannon no lo miraba a él, sino que observaba a su padre y a los demás en torno a ella, jadeando. Solo en aquel momento Aquila comprendió que la primera en gritar había sido ella, y no para incitar a los suyos, sino para detenerlos. Por un instante se sintió casi feliz. Si debía morir, lo haría delante de ella.
Se esforzó por dejar de mirarla y buscó los ojos de Murrogh. Había sido él quien había impedido que lo mataran, y si lo había hecho debía de ser porque tenía algo que decirle. El jefe de tribu dio prueba de su autoridad imponiendo el silencio con un solo gesto de la mano. Aquila sintió algo líquido en los labios y lo lamió. Era sangre. La suya.
—Sé que te estás preguntando la razón por la que he actuado así —dijo Murrogh—. No entiendes por qué hoy estoy aquí, frente a ti, con los colores de guerra. Sé con certeza que te hiere ver correspondida tu hospitalidad con un hachazo. También yo me sentiría así si estuviera en tu lugar. —Se inclinó hacia Aquila y levantó la voz para asegurarse de que los suyos lo oyeran—. Pero lo que has sufrido ahora no es nada en comparación con el daño que vosotros, los romanos, habéis infligido a mi gente durante todos estos años.
El rostro del romano, por cuya frente descendía un hilillo de sangre, permaneció impasible.
—Cerramos un pacto con vosotros, hace muchos años, pero lo hemos pagado muy caro —prosiguió Murrogh, implacable—. Nos habéis arrancado los hijos con levas forzosas, y aprovechándoos de nuestras costumbres sobre la amistad y la hospitalidad[14], habéis ultrajado a nuestras esposas, a nuestras hijas y a nuestras hermanas. Nuestros haberes han sido devorados por los tributos, las cosechas, diezmadas por los impuestos sobre el trigo, nuestras fuerzas… se han consumido para construir vuestros caminos entre bosques y pantanos —añadió con tono áspero, y Aquila inclinó la cabeza—. Y, lo que es peor, no nos habéis dado elección. Nos decís que la ley es dura, es la ley y no se puede discutir. Y si alguien no acepta vuestras leyes, lo despojáis de todo, lo azotáis y lo tratáis como a un esclavo. Pero quien nace esclavo al menos es vendido una sola vez y normalmente a un amo que le da de comer. Nosotros, en cambio, somos vendidos cada día a un amo al que nosotros mismos debemos saciar. ¿No es así como nos veis, en el fondo? Esclavos que pagan para seguir siendo esclavos.
Los hombres de Murrogh soltaron furiosos gritos de asentimiento.
—Vosotros, nuevos amos de estas tierras, habéis tratado a los trinovantes como enemigos, no como aliados, y, no contentos con ello, nos habéis desarmado, nos habéis prohibido continuar con nuestros cultos… Pero habéis olvidado que por nuestra sangre corre una fuerza que no podéis controlar, la dignidad. —Murrogh se dirigió a los suyos alzando las manos al cielo—. Y hoy, armados con nuestra dignidad, vamos a recuperar la libertad que por derecho nos corresponde.
Los hombres agitaron las armas, entre gritos de guerra e insultos al romano, que en aquel momento encarnaba, él solo, al odiado enemigo. Una vez más, Murrogh impuso el silencio.
—Quizás estés pensando que estamos locos, Aquila —dijo—, que nunca lo conseguiremos. Puede que sea así, pero de todos modos lo intentaremos. Y si morimos, será siempre mejor que dejaros a nuestros hijos y nuestras hijas, la sangre de nuestra sangre. Con sangre hemos conquistado cada trozo de esta tierra, y con sangre estamos yendo a recuperarla.
—Escucha, Murrogh…
—¡Calla, Aquila, y vete de aquí! Quisiera tenerte a mi lado, pero sé que no es posible, porque eres como yo, un hombre de honor y un valiente. Y precisamente por eso te hago un presente. Te dejo la vida y la libertad. Pero, recuerda, si nos encontramos de nuevo, ya no podré hacerlo.
El romano se puso de pie, tambaleándose. Trató de vislumbrar la figura del rey, mientras unas manos impacientes le desataban la coraza. Además, le quitaron el cingulum con la espada y el puñal, y le arrancaron la escarcela de monedas que le colgaba del cuello. Quedó vestido únicamente con la túnica manchada de sangre y las sandalias.
—Mátame, Murrogh.
El círculo se cerró de inmediato. Eran muchos los que no veían la hora de asestarle el golpe de gracia.
—Mátame ahora. Si no lo haces, volveré con los míos y lucharé contra ti.
Murrogh detuvo con un ademán a los guerreros y ordenó:
—Devolvedle su caballo.
Se oyeron varias voces de disconformidad. Murrogh las silenció con la mirada.
—Dadle ese caballo. ¡Os prometo que esta es la última vida que perdonaremos!
Un hombre de densa barba llegó sujetando por las bridas a Hiberico, sin silla. El semental estaba nervioso y asustado, y perdía sangre por el costado izquierdo, donde había sido golpeado.
—Volveremos a vernos, Murrogh —dijo Aquila.
—No temas, romano, verás mis ojos en la mirada de todos a los que te enfrentes. Date prisa, porque ya no volveremos a ser indulgentes. Lo que hemos comenzado hoy acabará solo cuando os hayamos matado a todos. —Murrogh apretó los dientes—. O cuando nos hayáis matado a todos.
Aquila trató de montar a caballo, pero el dolor no se lo permitió, y el animal, espantado, lo empujó arrojándolo al suelo. Todos rompieron a reír, salvo Murrogh y Rhiannon. La muchacha agarró las riendas e intentó calmar al caballo. Habría querido ayudarlo, pero así habría empeorado las cosas, humillándolo aún más a los ojos de los demás.
El romano se levantó y, reuniendo fuerzas, consiguió subir a la grupa de Hiberico. Ella le tendió las riendas, él le rozó los dedos y por un instante sus miradas se encontraron. Aquila no vio a nadie más que a Rhiannon. Gritos de burla le retumbaban en los oídos, pero el romano se sumergió en los ojos de ella, y en esas pupilas oscuras y profundas no había rastro de odio o de desprecio. Solo dolor, el de un mudo y demasiado breve adiós. Aquila sabía que siempre la llevaría dentro de sí.
Espoleó a Hiberico con los talones. Los britanos gritaban el nombre de Aquila, deformándolo. Algo golpeó al caballo, que se puso a correr, y el veterano estrechó las riendas contra sí para no caer. Alguien le arrojó una piedra que le dio en la oreja, arrancándole un gemido de dolor y de rabia. Después espoleó a la bestia enfilando el camino del sur, por donde había llegado.
Corrió como nunca lo había hecho en su vida. Había observado que en el grupo de los britanos había carros y ganado. Si tenían la intención de mantenerse unidos, no podrían avanzar muy rápidamente. Cuando se cercioró de que había puesto bastante tierra de por medio, se detuvo para comprobar el estado del caballo y, si era posible, el suyo propio.
Se detuvo en el primer curso de agua, bajó y cayó al suelo, sin aliento. Hiberico estaba cubierto de sangre y sudor. Mientras el caballo bebía, Aquila le lavó la herida. Si hubiera seguido exigiéndolo de ese modo, se habría desangrado. Pero si no lo hubiera hecho se habría quedado allí, aislado, y quizás el semental hubiese muerto. Se agachó junto a la orilla, sumergió las manos en el agua y se enjuagó el rostro con una mueca de dolor. El agua se tiñó de rojo y Aquila se vio reflejado en ella. Debía de tener un ojo morado y un tajo bastante profundo en la frente, dado que la hemorragia no se detenía. Le latía la oreja y, al tocarla, se percató de que la piedra se la había partido. En cuanto al golpe en el costado, aunque ya no le molestaba, la herida del hombro era peor de lo que había supuesto. Una espada casi lo atraviesa y solo el borde de la coraza había evitado que el hierro se hundiera aún más.
Aquila se quitó la túnica, la desgarró con los dientes y, como pudo, se vendó la frente y el hombro. Trató de taponar la herida del caballo, pero no tenía bastante tejido para fajarla adecuadamente. Bebió de nuevo y vertió más agua sobre el costado de Hiberico. Después miró el cielo, para saber qué hora era, y notó algo anómalo en el azul de la tarde que acababa.
Humo.
Una columna de humo negro, que subía lenta hacia occidente. Montó a caballo y alcanzó un punto elevado, tratando de orientarse. Para llegar a su villa habría debido proseguir hacia el sur y después atajar por el este. Aquel humo, en cambio, llegaba del oeste. Trató de concentrarse y, de golpe, se estremeció. Allá abajo estaba la granja de Fibreno, el Decano.
Aquila dudó un instante sobre adónde ir. Fibreno estaba más cerca, con seguridad lo alcanzaría antes del atardecer. Allí podría vendar mejor al caballo, avisar al Decano del peligro y dirigirse con él y los suyos hacia Camuloduno. Sin duda semejante desvío, que parecía una elección sensata, lo alejaba al menos media jornada, si no más, de la capital de la región. Se preguntó si convenía. Poco después, se respondió: sabía que, en todo caso, seguiría su instinto de oficial, que le impediría dejar atrás a uno de los suyos.
—Ánimo, Hiberico, no podemos descansar; hoy no.
El caballo bufó y partió al galope, dejando a medida que avanzaba un poco de vida sobre el terreno.
Aquila aflojó la marcha al ver la columna de humo que subía del otro lado de la colina. Superó el monte manteniéndose a distancia de la vegetación, para que no se repitiera lo que le había ocurrido a primera hora de la tarde, pero, al mismo tiempo, dispuesto a refugiarse en ella si veía a alguien avanzar a cielo abierto. El caballo estaba cansado y él también se sentía débil. Ambos habían perdido sangre. Detuvo el animal sobre la cresta, mirando las últimas llamas que devoraban la casa de labranza de techo de paja. Había llegado tarde.
Comenzó a meditar sobre la situación, mientras escrutaba atentamente los alrededores en busca de señales de vida. Nada se movía a lo largo del sendero, entre los campos de trigo y en los bosques en torno a la casa. Hiberico perdía baba por la boca. Allá abajo había una tina con agua de lluvia, con seguridad aparecería una fuente de agua, donde por fin podrían beber. Y quizás encontraría una manta, algo para curar a Hiberico.
Hizo avanzar al paso al caballo. No podía permitirse perderlo. Sabía que Hiberico era su única esperanza de salvación, cuatro patas para suplir su minusvalía, la diferencia entre la vida y la muerte. La última vez que se había enfrentado a un combate lo había hecho completamente protegido, con un espléndido escudo y con la mejor espada que se hubiera forjado nunca, con piernas y brazos fuertes y poderosos. Ahora estaba desnudo, herido y cojo, hasta un chiquillo habría podido abatirlo con un golpe de honda, a cincuenta pasos de distancia. Al acercarse advirtió el olor acre del humo, mezclado con otro nauseabundo aroma, que le recordó al momento algunas escenas de expediciones de castigo en las aldeas de los germanos, escenas que habría preferido olvidar.
Detuvo el caballo a un centenar de pasos de la meta y permaneció inmóvil, escrutando ansiosamente la colina sobre la izquierda y el bosque sobre la derecha. Después dio un leve golpe con los talones e Hiberico avanzó, reacio.
No podían haber sido los hombres de Murrogh. No era posible que llegaran allí antes que él, incendiaran la granja y escaparan. Aquel incendio había sido iniciado por otros, que habían dejado signos evidentes sobre el campo y el sendero. Rastros de caballos destacaban en las largas sombras que el sol proyectaba al atardecer. Muchos caballos y muchos hombres. Se fijó en una serie de huellas que desde el camino se adentraban en el trigal. Entre las mieses pisoteadas yacía un cuerpo desnudo y sin vida. Decapitado. El chisporroteo de la leña que ardía lo hizo apartarse. El muerto no era Fibreno. Quizás había conseguido esconderse, huir del ataque.
Se acercó a los restos de la vivienda y descubrió otro cadáver. Era una mujer, con el pecho desgarrado y cubierto de sangre, y también esta vez a Aquila, veterano de cien batallas, le costó digerir lo que veía. Habían fijado unos palos en el suelo y la habían atado desnuda, con los brazos y las piernas abiertas, luego le habían amputado los senos[15]. Aquila intentó imaginar cuánto odio reprimido se había abatido sobre aquel tranquilo lugar algunas horas antes, y sintió náuseas, desazón. También la mujer había sido decapitada. Su cabeza se encontraba a pocos pasos de distancia, ensartada en un palo. Solo en aquel momento el veterano se percató de que estaba contra uno de los muros de la casa, y descubrió la fuente de aquel olor repugnante que había reconocido de inmediato.
Clavado por las manos a la pared de madera había un cadáver carbonizado. A pesar del estado del cuerpo, Aquila reconoció al viejo Fibreno. Sintió que se le revolvía el estómago. El Decano, que se había conducido toda la vida como un buen soldado y tras licenciarse se había convertido en un buen agricultor. Lo habían crucificado en su propia casa y lo habían obligado a asistir a las atrocidades perpetradas contra su mujer. Deseó con todo el corazón que su muerte hubiera sido rápida. Después, mirando bien el cadáver, vio que, antes de clavarlo, le habían partido las piernas para que no pudiera moverse ni forcejear. No lo habían decapitado, y, con toda probabilidad, habían prendido fuego al techo antes de marcharse. Con los ojos y la mente llenos de los vejámenes cometidos contra su mujer, el pobre hombre había tenido que esperar inmóvil, sin posibilidad alguna de escapar, a que las llamas lo devorasen, mientras la cabeza de su mujer, en el extremo de la estaca, lo miraba con una mueca horrenda. Aquila no se acercó a los cuerpos. No quería saber qué le había ocurrido a la mujer antes de morir. Dudó respecto al tercer cadáver, el del campo. Debía de ser un jornalero, por lo tanto, un britano. Aquila no recordaba que Fibreno tuviera esclavos, y, si los hubiera tenido, ¿por qué matarlos en vez de liberarlos?
Pensó en Owen, que había permanecido en la obra. Quizá se había equivocado. Quizá los insurgentes mataban a todos. Pensó que debía correr a su propiedad y convencer a quienes se habían quedado para que huyeran de inmediato. La situación era peor de lo que había imaginado. Parecía que la rebelión no se limitaba solo a la tribu de Murrogh. Había varios grupos que se estaban concentrando. Dio un golpe de riñones y giró el caballo. Entrevió en la era el cuerpo de otra mujer, también ella desnuda. A diferencia de la de Fibreno, no había sido mutilada. Un poco más allá, otro cadáver. No perdonaban a nadie. Debía volver atrás, a la villa, enseguida.
Aquila miró a Fibreno. Se sentía culpable por dejarlo así. Miró alrededor, pero no encontró herramientas con las que enterrarlo. ¿Era oportuno perder tiempo cuando podía avisar a Owen y a los demás, que quizás aún estaban vivos y podían salvarse? El asalto de los rebeldes debía de haber cogido a todos por sorpresa. Fibreno nunca se habría dejado atrapar vivo si hubiera estado armado. Aquila intentó reflexionar. Habían llegado con la velocidad del rayo, pero se habían ido con igual rapidez. Resultaba extraño, porque eran bastante numerosos, estaban armados y, dado que el grueso del ejército se encontraba lejos, no corrían peligro. ¿A qué venía, entonces, tanta prisa?
Sintió un escalofrío. Porque estaban a la caza de otras presas. Todos estaban en peligro, y la causa era, precisamente, que el ejército se mantenía lejos. Molerato, Tauro, los demás y él podrían sufrir la misma suerte que Fibreno.
—Perdóname, Decano, pero volveré. Si salgo vivo, volveré y te daré una digna sepultura, ¡te lo prometo!
Aquel rostro ennegrecido, congelado para siempre en un alarido mudo de atroz sufrimiento, parecía pedirle que no lo dejara vagar por la nada.
Aquila fue presa del pánico. Giró el caballo y lo lanzó al galope, para alejarse lo antes posible de allí. Pero no consiguió escapar del sentimiento de vergüenza que experimentaba hacia sí mismo.
Recorrió hacia atrás el sendero, dejando a sus espaldas la última franja de sol que desaparecía detrás de un monte boscoso. Remontó la colina y, llegado a la cima, lanzó a Hiberico en el descenso, inclinado sobre el cuello para no perder el equilibrio.
Estaba reflexionando sobre la gravedad de la situación, cuando percibió, a lo lejos, un movimiento.
Los pensamientos se desvanecieron al instante para dejar sitio a la acción. Tiró de las riendas y el caballo relinchó levantando la cabeza y deteniéndose casi al instante. Aquila aguzó la vista y mantuvo a raya al jadeante Hiberico. Había alguien más adelante en el sendero, que se había detenido y lo estaba observando. Parecía armado, un objeto alargado, quizás una lanza corta o un arco. Aquila cambió de dirección, adentrándose en la hierba alta. Sin perder de vista a la figura del sendero, espoleó al caballo. El otro se había desplazado para seguir sus movimientos y el veterano se dio cuenta de que era solo un muchacho, que parecía dirigirse a la granja de Fibreno. ¿Un joven mozo? ¿O un centinela de los rebeldes, listo para alertar a los suyos?
Era inútil perder el tiempo, por el momento no había nadie más a la vista. Y él debía alcanzar su villa lo antes posible. De pronto, sin embargo, quedó paralizado, fulminado por un pensamiento repentino.
Recordó la última vez que había visto a Fibreno. Era el invierno anterior, en las exequias de Fidio. Observó aquella silueta solitaria, que había continuado el camino. En la granja faltaba un cadáver, uno al que habría debido advertir. El muchacho era el hijo de Fibreno.
Hizo que el caballo volviera sobre sus pasos y aceleró. El remordimiento por no haber enterrado al Decano lo atormentaría durante mucho tiempo. Salvar a su hijo era lo mínimo que podía hacer por su viejo camarada.
—¡Eh, tú, muchacho!
El interpelado vio llegar a aquel jinete al galope, dejó caer algo al suelo y huyó corriendo hacia el bosque.
—¡Detente!
Aquila prosiguió, sin darse cuenta de que su propio aspecto no hacía pensar precisamente en un soldado o un colono. Herido, sucio y ensangrentado, parecía un espíritu demoniaco vomitado por los infiernos. Detuvo el semental en la linde del bosque y miró qué había perdido el muchacho. Dos liebres muertas.
—¡Mi nombre es Marco Quintinio Aquila, veterano en la reserva de la Vigésima Legión Valeria!
Desde el bosque llegó un rumor de pasos. Aquila espoleó al caballo manteniéndose sobre el sendero. El muchacho se estaba dirigiendo hacia la granja.
—¡Detente, muchacho! ¡Ha estallado una rebelión, debemos marcharnos de aquí!
Los pasos se aceleraron. Como era lógico, trataba de llegar a la granja para obtener la protección de su padre. Aquila pensó que el muchacho había salido de caza, por la mañana, y aún no sabía nada. Debía detenerlo antes de que viera lo que había sucedido.
—He combatido con tu padre en la Vigésima Legión, muchacho. Tu padre es Aulo Tranio Fibreno, conocido por todos como el Decano, el mejor de mis hombres. ¡Detente, te digo!
Silencio. Quizá se había detenido o lo había perdido. Lo intentó de nuevo, aunque con los gritos corría el riesgo de atraer la atención de cualquier otro que se encontrara en aquellos parajes.
—Tu padre me ha dicho que viniera a buscarte y te pusiera a salvo en Camuloduno. ¡Nosotros, todos los veteranos de la Valeria, debemos reunirnos allí, para disponernos a aplacar la rebelión!
Después de un breve silencio, desde el bosque llegó una voz insegura.
—Mi padre nunca me dejaría aquí solo.
Aquila vaciló.
—Lo sé, pero es una situación excepcional, toda la provincia está en alerta. Ven, debemos darnos prisa, tu padre nos espera.
—¡Mientes! Mi padre nunca me dejaría aquí, antes permitiría que lo mataran.
Aquila tragó saliva.
«Ya ha sucedido, muchacho», pensó.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó, adoptando un tono más sosegado.
—Marcelo.
—Marcelo, escúchame. Esta mañana me asaltó un grupo de rebeldes. Me han quitado todas las armas y han estado a punto de matarme. En el último momento conseguí escapar, y todavía no me he detenido. Estoy advirtiendo a todos los colonos para que se refugien en Camuloduno. Cuanto más tiempo pierdo aquí, menos gente consigo salvar.
El muchacho se acercó y, finalmente, Aquila entrevió el rostro entre la vegetación. Debía de tener unos diez años.
—Marcelo, debemos marcharnos. Confía en mí.
—Sin mi padre y mi madre no me moveré.
—Tu padre te espera en Camuloduno —dijo Aquila, y se odió por aquella mentira.
El muchacho salió al sendero. Parecía el vivo retrato de Fibreno, delgado y ágil, el rostro afilado y una cabellera de rizos castaños. Los ojos oscuros eran los de la madre. Señaló hacia la granja.
—Estoy seguro de que los míos me esperan en casa.
Aquila miró en aquella dirección. Los últimos resplandores del incendio se disolvían en el atardecer. También el muchacho los vio y se quedó boquiabierto.
—La granja ya no existe, Marcelo.
El niño se entristeció y miró a Aquila con la inocencia turbada de quien no sabía qué hacer ni qué decir. El veterano le tendió la mano, sucia de sangre coagulada.
—Ven conmigo. Te llevaré con tu padre.
Los ojos de Marcelo se llenaron de lágrimas y comenzó a correr hacia su casa.
—Padre, madre…
Aquila trató de pensar qué era lo mejor que podía hacer. ¿Dejar que descubriera la verdad, por más horrible que fuera, sin tener que pensar en cómo decírselo o en cómo atenuar el impacto? La realidad, antes o después, debía imponerse. ¿Y si le hubiera ocurrido a él, a esa edad? ¿Cómo se habría sentido al encontrarse frente a su padre y su madre en esas condiciones? Espoleó el caballo. «A veces es mejor no ver la verdad». Debía alcanzarlo antes de que llegara. Estuvo a sus espaldas en un santiamén, gracias a los corcovos de Hiberico. Luego se puso a su lado, levantándolo como un ave rapaz que captura a su presa.
—Estate quieto, Marcelo, no tengas miedo.
—¡Déjame! —gritó el niño—. ¡Déjame, quiero verlos!
Aquila cambió de dirección y lanzó el caballo al galope, apretando con fuerza a Marcelo. Esta vez, nada ni nadie lo detendría hasta su propiedad.
El semental disminuyó la marcha. Aquila sabía que Hiberico estaba exhausto. Soltó un poco a Marcelo, silencioso y completamente quieto. El veterano sentía muchísimo dolor y pensó que convenía detenerse a descansar, también porque el caballo parecía que no podía seguir adelante.
El sol se había puesto hacía rato y la oscuridad envolvía la zona. Desmontó muy cansado, sin saber dónde estaban. Ayudó al niño a bajar y condujo a Hiberico entre las matas del sotobosque. Se dejó caer en el suelo sin aliento, con una sensación de vértigo.
—He visto que tienes un cuchillo, muchacho. ¿Qué me dices si hacemos el inventario de nuestras armas?
—Tenía un arco y flechas, pero los he perdido mientras escapaba de ti.
Aquila no pestañeó.
—¿Y el cuchillo?
—Lo hizo mi padre expresamente para mí —respondió el muchacho con voz temblorosa.
—Si lo ha hecho Fibreno, seguro que es un arma excelente. Lo convertiremos en una lanza, que nos ayudará a salir de este embrollo.
El muchacho rebuscó en la alforja, en la oscuridad, y poco después oyó que Marcelo bebía. Aun teniendo la garganta seca no le pidió nada, hasta que el hijo del Decano le ofreció la bota.
—¿Quieres?
—Gracias, Marcelo. ¿Sabes?, nosotros somos legionarios, y los legionarios lo comparten todo. —Bebió un trago y le devolvió la bota—. Deberíamos dar un poco de agua también a Hiberico, mi caballo. Hoy se ha comportado como un verdadero héroe, me ha salvado, y está cansado y herido.
—Pero el agua casi se ha terminado.
—Es verdad, pero nosotros tres somos uno solo, ¿entiendes? Él corre al límite de sus fuerzas para llevarnos y nosotros debemos darle de beber. Sé valiente, bebe un poco más y démosle a él. Mañana por la mañana nos llevará a un arroyuelo y llenaremos de nuevo la bota.
El muchacho no bebió, y le pasó la bota. Aquila se acercó al caballo y le hizo beber un poco de agua de la palma de la mano. Luego, cojeando, volvió junto a Marcelo y lo oyó sollozar. El veterano percibió aquel llanto ahogado como algo molesto, un rumor que le impedía advertir otros que podían indicar un peligro.
—¿Qué haces, lloras?
Marcelo aspiró por la nariz y continuó gimiendo en la oscuridad, intentando que no se le oyera. Aquila se alejó algunos pasos. Ocuparse de un chiquillo llorando era algo que no concebía. Marcada por los duros ritmos de la legión, la vida lo había convertido durante años en alguien insensible a los sentimientos. En las pocas ocasiones en que había visto llorar de miedo a alguno de sus hombres, lo había apaleado. En cuanto a los llantos de desesperación, llegaban casi siempre de enemigos vencidos y nunca les había dado importancia. Pero lo que más lo turbaba de aquel llanto era la congoja que sentía en el corazón, el dolor que percibía cómo se le subía a la garganta. Un dolor nuevo, que vencía a las heridas. Miró en la oscuridad, en dirección al llanto, y después de un momento decidió acercarse.
—Los legionarios no lloran, Marcelo —dijo, buscando el tono adecuado—. Los legionarios combaten.
—No soy un legionario.
Aquila se sentó a su lado.
—Sin embargo, eres como tu padre. Si tienes su sangre en las venas, eres más soldado tú que un manípulo de auxiliares germanos.
—¿Eres de veras amigo de mi padre?
—He luchado al menos en veinte batallas protegido por su escudo. Si hoy me han puesto así, es porque él no estaba a mi lado.
—Entonces, por tu honor, no mentirías a su hijo.
—No, Marcelo, no mentiría.
—Dime, pues, dónde están mi madre y mi padre, por tu honor de soldado.
Aquila permaneció en silencio. Sintió que el niño temblaba, de frío y de miedo. Se recostó a su lado. También él se estaba muriendo de frío, semidesnudo sobre la desnuda tierra britana, en plena noche. Lo ciñó con el brazo y sintió el calor de aquel cuerpo grácil y tembloroso. Volvió a ver los cadáveres de Fibreno y de su mujer, y pensó que la verdad destrozaría al muchacho. La esperanza, al menos, le pondría alas en los pies.
—Hoy los britanos llegaron a la granja como lobos, a la velocidad del rayo —dijo Aquila con un hilo de voz—, y mataron a los trabajadores. He asistido a la escena desde lejos, porque estaba con tu padre, buscándote.
Marcelo sollozó y empezó a temblar más fuerte.
—Nos separamos, dándonos tiempo hasta el ocaso. El primero de nosotros que te viera debía ponerte a salvo en Camuloduno.
El muchacho seguía llorando.
—Ahora que te he encontrado, te llevaré allí como acordamos. No puedo decirte más, pero seguro que se las apañará, y lo hallaremos en la ciudad, con tu madre.
—No te creo —gritó Marcelo, apartándose de él—. Mi padre no se moverá de aquí hasta que me haya encontrado.
Aquila procuró de nuevo identificarse con él, pensar que estaba allí en la oscuridad, en la nada, después de haber perdido en pocos instantes todas las certezas de su joven vida. Volvió a verse entre las hileras de cipreses en la alameda de casa, mientras volvía de caza a los diez años, orgulloso de llevar las presas a su padre. Volvió a verse a esa edad, puro y con ganas de recorrer el mundo… e imaginó que veía llegar a un desconocido semidesnudo que lo agarraba, lo izaba sobre un caballo gigantesco sucio de sangre y se lo llevaba lejos de todo, para siempre, en el frío de la noche…
Y sintió un nudo en la garganta.
Estrechó contra sí a Marcelo, le desordenó el pelo.
—Estoy contento de haberte encontrado. Fibreno estará orgulloso de mí.
Se durmieron así, un viejo soldado endurecido por una vida con la espada empuñada y un niño que ignoraba su propio destino, que solo había oído hablar de espadas sobre las rodillas de su padre. Aquila pensó en aquella larga jornada, en el presentimiento de que tenía a la suerte de su parte. A pesar de las apariencias, quizás era precisamente así. El soldado y el niño aún estaban vivos, y en aquel momento era lo único que contaba.