Hubo bailarines que se quedaron en cueros con exquisito arte, mostrando pubis perfectamente depilados; y un hombre con perros amaestrados que bailaban casi igual de bien y con gestos aún más lúbricos; y hubo un número de animalismo, que hizo una muchacha de Antioquía con un asno, que fue entusiásticamente acogido por la concurrencia, cuyos componentes masculinos quedaron demasiado impresionados por los atributos del burro para cortejar posteriormente a la muchacha.
Hércules Atlas fue el último en actuar, justo antes de que la fiesta se escindiese en el grupo de los demasiado ebrios para prestar interés a nada sexual y los suficientemente bebidos para sólo interesarse en eso. Los invitados se agruparon en la columnata del jardín peristilo, en medio del cual se había situado Hércules Atlas sobre un resistente estrado. Tras unos ejercicios de calentamiento, doblando barras de hierro y rompiendo unos troncos de un papirotazo, el forzudo se dedicó a coger racimos de media docena de mujeres, que lanzaban estridentes gritos, colocándoselas sobre los hombros, la cabeza y en los brazos. Luego levantó un par de yunques y comenzó a rugir estentóreamente, más feroz que un león del circo. En realidad lo estaba pasando muy bien, pues el vino discurría por su garganta como el agua por el acueducto de Aqua Marcia y sus tragaderas eran tan fenomenales como su fuerza. El problema fue que cuantos más yunques cogía, más inquietas se ponían las mujeres, hasta que sus gritos de placer se convirtieron en gritos de terror.
Sila salió al jardín y dio una discreta palmadita a Hércules Atlas en la rodilla.
–Eh, muchacho, deja a las chicas -le dijo en tono de lo más amistoso-, las estás lastimando con los hierros.
Hércules Atlas soltó a las mujeres inmediatamente, pero, enojadísimo, cogió a Sila.
–¡A mí no me dices cómo tengo que actuar! – vociferó, haciéndole girar vertiginosamente como si fuese la varita mágica del sacerdote de Isis y provocando el desprendimiento de peluca, chal y faldas.
Hubo invitados presa del pánico y otros que optaron por intervenir, saliendo al jardín a rogar al demente forzudo que soltara a Sila. Pero Hércules Atlas dio satisfacción a todos, poniéndose a Sila bajo el brazo como si fuese una canasta y abandonando la fiesta. No hubo manera de impedírselo: se abrió camino entre los cuerpos que se le echaban encima como si fuese una nube de mosquitos, al portero le propinó un golpe en la cara con el que le envió al centro del recibidor y, luego, desapareció calle abajo sin soltar al desesperado Sila.
Al llegar a la escalinata de las Vestales se detuvo.
–¿Lo he hecho bien, Lucio Cornelio? ¿Lo he hecho bien? – inquirió, dejándole en el suelo con mucho cuidado.
–Lo has hecho perfecto -dijo Sila, tambaleándose-. Vamos, te acompaño a tu casa.
–No hace falta -respondió Hércules Atlas, ajustándose la piel de león y comenzando a descender la escalinata-. Está a un paso de aquí, Lucio Cornelio, y la luna es casi llena.
–Sí, si, te acompaño -insistió Sila dándole alcance.
–Como quieras -dijo el forzudo, encogiéndose de hombros.
–Es que es mejor que te pague en casa que no en medio del Foro -explicó Sila.
–¡Ah, sí! – respondió Hércules Atlas, dándose una palmada en su musculosa frente-. No me acordaba de que no me habías pagado. Vamos.
El hercúleo tenía una vivienda de cuatro habitaciones en el tercer piso de una ínsula en el Clivus Orbius, en los aledaños del Subura, aunque en un vecindario mucho mejor. Nada más entrar, Sila advirtió que los esclavos, aprovechando la ocasión, se habían tomado la noche libre pensando que cuando su amo volviese no estaría en condiciones de hacer el recuento. No parecía que hubiera ninguna mujer, pero Sila echó un vistazo.
–¿No está tu esposa? – inquirió.
–¡Detesto a las mujeres! – espetó Hércules Atlas.
En la mesa a la que se sentaron había un jarro de vino y algunos vasos. Mientras el forzudo servía dos copas de vino, Sila sacó una gruesa bolsa que llevaba oculta en una faja de lino en la cintura, desató el cordel que la cerraba, sacó un papelillo, que escamoteó en su mano, y volcó la bolsa, de la que brotó un chorro de monedas de plata con tanta rapidez, que tres o cuatro rodaron hasta el suelo con un tintineo.
–¡Eh! – exclamó Hércules Atlas, poniéndose a gatas para recogerlas.
Mientras el forzudo se entretenía en el suelo recogiendo las monedas, Sila abrió despreocupadamente el papelillo y echó el polvillo blanco que guardaba en la copa que tenía más lejos de él y, a falta de otro adminículo, revolvió con el dedo el vino hasta que Hércules Atlas se incorporó y volvió a sentarse.
–Salud -dijo Sila, cogiendo la copa más próxima y chocándola con la del forzudo en amistoso gesto.
–Salud y gracias por la estupenda velada -contestó Hércules Atlas, alzando la cabeza y la copa y vaciándosela en la garganta sin respirar. Tras lo cual, volvió a llenarla y se regó el gaznate del mismo modo.
Sila se levantó, arrimó su copa al forzudo, recogió la otra y se la guardó en la túnica.
–Será un recuerdo -dijo-. Buenas noches -añadió, y cruzó la puerta sin hacer ruido.
Todos dormían en la ínsula y el pasadizo enlosado alrededor del patio central, cubierto con rejillas para impedir que se arrojase basura, estaba desierto. A toda prisa, y sin hacer el menor ruido, Sila descendió los tres pisos y salió a la estrecha calle sin que nadie le viera. En la primera alcantarilla arrojó la copa que se había guardado, esperó a oir el chapoteo que hizo al caer y, a continuación, tiró también el papelillo. Hizo un alto en la fuente de Yuturna, junto a la escalinata de las Vestales, metió los brazos en el agua hasta los codos y se lavó detenidamente. ¡Ya estaba! Tenía que hacer desaparecer el menor rastro de polvillo que hubiera podido pegársele a la piel mientras manipulaba el papelillo y revolvía el vino que Hércules Atlas con tanta fruición se había bebido.
Pero no volvió a la fiesta; dio un gran rodeo al Palatino y tomó por la Via Nova hacia la puerta Capena. Ya fuera de la ciudad, entró en uno de los establos de alquiler de la zona. En pocas casas de Roma había mulas o caballos, pues resultaba más barato alquilarlos.
El establo en que había entrado era de los más reputados, pero negligente en cuanto a la seguridad y el único mozo de servicio estaba dormido en un montón de paja. Sila le procuró un sueño más profundo con un golpe en la nuca y luego recorrió tranquilamente la cuadra hasta dar con una mula que le pareció lo bastante fuerte y dócil. Como nunca había ensillado una caballería, le costó algo hacerlo, pero había oído contar que los animales contienen la respiración mientras les pasan la cincha, y aguardó a que las costillas de la muía recuperasen su posición normal para montar en la silla y golpearle los flancos con los talones.
Aunque no era un buen jinete, no le daban miedo los caballos ni las mulas, y confiaba en su suerte para aquella cabalgata. Las cuatro astas de la silla bastaban para sostenerse bastante bien a horcajadas sobre el lomo del animal, con tal de que no tuviese tendencia a encabritarse, y, a ese respecto, las mulas eran más dóciles que los caballos. La única brida que había conseguido embocar al animal era un bridón sencillo, pero la mula parecía morderlo tranquilamente y tomó despreocupadamente por la Via Apia iluminada por la luna, confiando en su habilidad para recorrer un buen trozo de camino antes de que amaneciera. Sería media noche.
El viaje resultó agotador dada su poca costumbre de montar; seguir al paso la litera de Clitumna era una cosa muy distinta a aquel cabalgar apresurado. Al cabo de unas millas no podía aguantar el dolor de las piernas colgando, ya no sabía cómo poner las nalgas para mantenerse erecto en la silla y los testículos acusaban todas las sacudidas. Sin embargo, la mula caminaba bien y mucho antes de que amaneciera estaba en Tripontium.
Allí salió de la Via Apia y tomó a campo traviesa hacia la costa, pues había unos caminos que bordeaban los pantanos Pontinos y era un itinerario mucho más corto y mucho más discreto que seguir por la Via Apia hasta Terracina, para luego volver en dirección norte hasta Circei. Se detuvo en una arboleda al cabo de unas diez millas; allí el terreno parecía seco y duro y no se notaban mosquitos; ató la mula con un largo ronzal que había robado, colocó la silla bajo un pino y se echó a dormir plácidamente.
Diez horas después, ya en pleno día, tras beber él y la mula en un arroyo, reanudó la marcha. Oculto a las miradas de los curiosos por una capa con capucha que había cogido en las cuadras, siguió al trote, con mucha mayor prestancia, a pesar del fuerte dolor en la columna vertebral y el escozor de trasero y testículos. No había comido nada, pero no tenía hambre; la mula había pastado buena hierba y caminaba contenta y feliz. Al anochecer llegó al promontorio en el que estaba situada la villa de Clitumna y desmontó con auténtico alivio. Volvió a quitar la brida y la silla y trabó de nuevo la mula para que pastase, pero él no se echó a descansar.
Había tenido suerte. La noche era ideal; tranquila y estrellada, y sin ninguna nube que enturbiase el cielo azul oscuro. Cuando comenzó la segunda hora nocturna, la luna llena asomó por las colinas del este y fue bañando el paisaje con su extraño fulgor. Era una luz que daba potencia a la vista pero que a la vez era invisible.
En su interior crecía la sensación de su propia impunidad, desplazando al cansancio y al dolor y acelerando el fluir de su sangre fría, centrando su intelecto, curiosamente apaciguado en una fase de brutal deleite. Era felix, tenía suerte. Todo iba bien y continuaría bien. Y eso significaba que podía abrírse camino en un aura de bienestar; podía pasarlo bien. Cuando se le había presentado la oportunidad de deshacerse de Nicopolis, tan de repente, tan inesperadamente, no había tenido tiempo de recrearse, sino de adoptar una decisión súbita y dejar que transcurriesen las horas. En sus investigaciones durante aquellas vacaciones con Metrobio había descubierto la "destructora", pero había sido la propia Nicopolis quien la había designado para su fallecimiento; él era un simple catalizador. Era la suerte la que le había llevado allá; la suerte de él. Pero aquella noche era el cerebro quien le había conducido hasta Circei y la suerte le ampararía hasta el final. En cuanto al miedo, ¿de qué iba a tenerlo?
Allí estaba Clitumna, esperando a la sombra de los pinos; no impaciente todavía, pero dispuesta a impacientarse si tardaba la sorpresa. Sin embargo, Sila no se anunció inmediatamente; primero exploró toda la zona para asegurarse de que había venido sola. Sí, estaba sola. Incluso en los establos y cuartos de debajo del porche no había nadie.
Conforme se le acercó fue haciendo ruido para que se percatara de su llegada y no asustarla. Por eso, cuando le vio surgir de la oscuridad, ya estaba preparada y le abrió los brazos.
–¡Ah, eres tú! – musitó, echándosele al cuello con una risita-. ¡Mi sorpresa! ¿Y mi sorpresa?
–Primero un beso -dijo él, con una sonrisa en la que, por primera vez, sus dientes destacaron más blancos que su tez, tan extráña era la luna y mágico el hechizo que le infundía.
Deseosa de él, Clitumna le ofreció con ansia sus labios. Y así estaba, pegada a su boca y de puntillas, cuando él le rompió el pescuezo. Fue muy fácil. Crac. Probablemente ella ni se dio cuenta, pues él no vio el menor asomo de sospecha en sus ojos cuando empujó su cabeza hacia atrás con una mano, mientras le mantenía la espalda recta con la otra. Un gesto tan rápido como un golpe. Fácil. Crac. Un sonido brusco y definido que se propagó. Cuando la soltó, esperando que se desplomara, ella se irguió aún más de puntillas y comenzó a bailar con los brazos en jarras y balanceando obscenamente la cabeza con sacudidas, brincos y estirones que culminaron en una vorágine hecha un ovillo hasta que se desmoronó en un horrible y desgarbado enredo de codos y rodillas. En ese momento le llegó el olor cálido y acre de orina y, después, el hedor más fuerte de excrementos.
No gritó ni dio un salto para apartarse. Disfrutó inmensamente de la escena y mientras ella bailaba para él, la estuvo mirando fascinado, hasta que, al caer, la atisbó asqueado.
–Bien, Clitumna -masculló-, no has muerto como una señora.
Tuvo que levantarla, pese a que eso implicaba mancharse, mojarse, pringarse. No debía quedar ninguna señal en la tierna hierba bañada por la luna, ningún indicio de que se hubiera arrastrado un cadáver, que era el motivo principal por el que había dispuesto que fuese una noche agradable. La levantó, con excrementos y todo, y la llevó en brazos hasta el cercano borde del acantilado, sujetando bien las vestiduras para que no cayeran las heces, pues no quería dejar una estela en la hierba.
Ya estaba en el sitio previsto, al que había llegado sin vacilación por haberlo marcado con una piedra blanca días antes, la primera vez que había paseado por allí con ella. Sentía los músculos doloridos, al borde del espasmo. En un artístico picado de vestiduras, la perdió para siempre, cayendo a plomo sobre las rocas, cual fantasmagórico pájaro. Y allí quedó desparramada, como una mota informe que el mar no haría desaparecer de no ser por una galerna inusitada. Porque era vital que la encontrasen. El no quería que la herencia fuese a parar al limbo.
Al amanecer ya tenía a la mula junto a un arroyo, pero antes de acercarla a beber, fue él quien se metió en el agua sin quitarse la túnica de mujer y limpió los restos de su madrastra Clitumna. Después faltaba otra cosa por hacer, y la hizo nada más salir del agua. Llevaba al cinto un agudo puñal en una funda; con la punta, unos dos centímetros más abajo del pelo, se hizo en la frente un corte que empezó a sangrar inmediatamente como sucede con las heridas en la cabeza; pero no quedó ahí la cosa. Tenía que presentar un aspecto deplorable: puso el dedo anular y corazón a ambos lados del corte y tiró hasta que la carne se abrió, agrandando considerablemente la herida. La hemorragia aumentó y la sangre se esparció por la tela asquerosa y mojada del disfraz de la fiesta en horrendos y llamativos churretones. ¡Así! ¡Estupendo! Del bolsillo del cinturón sacó una compresa de lino y se la aplicó a la herida de la frente, atándosela fuerte con una cinta. Le había chorreado la sangre en el ojo izquierdo; enceguecido, se la limpió con la mano y fue a por la mula.
Cabalgó toda la noche, azuzando implacablemente al animal cuando desfallecía, porque lo había cansado mucho; pero la mula sabía que iba camino del establo y como tenía tendones más fuertes que un caballo, seguía avanzando. Le gustaba Sila; ése era el secreto de su buen comportamiento. El animal agradecía aquel simple bridón, más silencioso y cómodo que los bocados a que estaba acostumbrada, y trotaba, medio galopaba, andaba al paso y volvía a acelerar en cuanto podía, dejando un rastro de sudor sobre el camino. Porque la mula nada sabía de la mujer desmadejada, con el cuello roto, antes de la espantosa caída sobre las rocas al pie de su gran villa blanca. Ella se dejaba cabalgar por Sila tal como era y lo encontraba muy amable.
A una milla del establo, Sila descabalgó y desensilló la mula, tirando el arnés entre unas matas, y luego le dio una palmada en la grupa para ahuyentarla en dirección a las cuadras, convencido de que hallaría el camino. Pero cuando ya se dirigía hacia la puerta Capena vio que el animal le seguía y tuvo que tirarle piedras para alejarlo; la mula se fue sacudiendo su pobre rabo.
Oculto bajo la capa con capucha, Sila entró en Roma cuando el cielo comenzaba a ponerse color perla por el este. En nueve horas de setenta y cuatro minutos había cubierto cabalgando la distancia entre Circei y Roma, lo cual era notable proeza para una mula cansada y un jinete que había aprendido a montar en aquel viaje.
La escalinata de Caco unía el Circo Máximo con el Germalus del Palatino y estaba rodeada por los terrenos más sagrados, poseedores del espíritu de la primitiva ciudad fundada por Rómulo y en cuyos aledaños se encontraba la covacha en la que la loba había amamantado a los gemelos Rómulo y Remo. A Sila le pareció un lugar adecuado para abandonar su vestimenta y metió capa y venda en un árbol hueco, detrás del monumento al Genius Loci. La herida comenzó a sangrarle de nuevo, pero con menos fuerza. Por eso, los madrugadores de la calle de Clitumna se quedaron sorprendidos al verle acercarse tambaleándose, vestido con una túnica de mujer ensangrentada, sucia y destrozada.
En casa de Clitumna, los criados seguían en pie, pues no se habían acostado desde la estampida de Hércules Atlas unas treinta y dos horas antes. En cuanto el criado le franqueó la puerta y le vio en aquel estado, todos los demás acudieron en su ayuda, saliendo de todas partes; le metieron en cama, le bañaron y le esponjaron, llamaron al mismísimo Atenodoro de Sicilia para que le examinara la herida y hasta el vecino Cayo Julio César acudió a ver qué había sucedido, pues todo el Palatino le había andado buscando.
–Decidme lo que podáis -dijo César, sentándose a la cabecera de la cama.
El aspecto de Sila era muy convincente: tenía los labios azulados y con mueca de dolor, su piel blanca estaba más pálida que nunca y sus ojos, vidriados de agotamiento, estaban enrojecidos y congestionados.
–Ha sido una tontería -dijo, arrastrando las palabras-. No debí intentar oponerme a Hércules Atlas; pero soy fuerte y sé defenderme, y no pensé que pudiera conmigo, creí que era pura exhibición. Pero estaba borracho perdido y me sacó en volandas sin que yo pudiera impedírselo. No recuerdo dónde, me dejó en el suelo y yo quise huir, pero debió golpearme; no lo recuerdo. En resumen: me desperté en una calleja del Subura, en donde debo haber estado tirado todo un día, pero ya sabéis cómo es ese barrio. Nadie me prestó la menor ayuda; en cuanto he podido moverme, he venido para casa. Eso es todo, Cayo Julio.
–Sois hombre de suerte -dijo César con los labios prietos-, porque si Hércules Atlas os hubiese llevado a su casa, habríais compartido su suerte.
–¿Su suerte?
–Ayer vino a verme vuestro mayordomo, dado que no volvíais, y me preguntó qué debía hacer. Cuando me explicó la historia, me fui con unos gladiadores a sueldo a la vivienda del forzudo y lo encontramos todo destrozado. No se sabe por qué Hércules Atlas había dejado la casa hecha un verdadero desaguisado, con todos los muebles hechos astillas, las paredes agujereadas a puñetazos, aterrorizando de tal manera a los vecinos de la ínsula, que ninguno se había atrevido a acercarse. Lo encontramos tendido, muerto, en medio de la sala de estar. Mi opinión es que debió rompérsele un vaso cerebral y se volvió loco en su agonía. O bien que alguien le envenenó -añadió César con una mueca de disgusto-. Moribundo organizó aquel cataclismo; supongo que los criados debieron de encontrarle ya cadáver, pero se habían marchado cuando yo llegué, y, como no hallamos dinero ni nada de valor, supongo que se lo llevaron todo. ¿Le disteis algo por su actuación? Porque en el piso no había nada.
Sila cerró los ojos sin necesidad de fingir cansancio.
–Le pagué por anticipado, Cayo Julio, así que no sé si tendría allí el dinero.
–Bien, yo he hecho todo lo que he podido -dijo César levantándose y mirando muy serio, aunque inútilmente, al yacente, que seguía con los ojos cerrados-. Os compadezco profundamente, Lucio Cornelio -añadió-, pero vuestra conducta no puede continuar. Mi hija casi perece de hambre por una inmadura vinculación emotiva con vos, de la cual aún no se ha curado, lo que significa que sois un vecino notablemente molesto. Si bien tengo que admitir que nada habéis hecho por vuestra parte para fomentar en ella tal sentimiento y, a la vez, debo confesar que ella os ha causado no menos perjuicio. Todo lo cual me induce a aconsejaros que cambiéis de residencia. He enviado un mensajero a vuestra madrastra en Circei para informarla de lo acontecido durante su ausencia y al mismo tiempo hacerle saber que su presencia en esta vecindad hace tiempo que ha dejado de ser deseable y es mejor que busque casa en el Carinae o el Caelia. Somos una vecindad tranquila y me dolería tener que presentar quejas y una denuncia al pretor urbano para preservar nuestra tranquilidad y nuestro bienestar físico. Pero, bien que me pese, Lucio Cornelio, estoy dispuesto a presentarla. Igual que sucede con el resto de los vecinos; estoy harto.
Sila no se movió ni abrió los ojos; mientras César seguía en pie, pensando hasta qué punto su reconvención había hecho efecto, sintió que le zumbaban los oídos. Dio media vuelta y se marchó.
Pero fue Sila quien primero recibió carta de Circei, no Cayo Julio César. Al día siguiente llegó un mensajero con una misiva del mayordomo de Clitumna, diciendo que habían encontrado el cadáver del ama al pie del acantilado que bordeaba la finca. Se había roto la crisma en la caída, pero no había circunstancias sospechosas. Como era bien sabido, añadía el mayordomo, la señora Clitumna se hallaba últimamente muy deprimida.
Sila sacó las piernas de la cama y se levantó.
–Preparadme un baño y la toga -dijo.
La pequeña herida de la frente iba curando rápidamente, aunque los labios aún estaban negros y tumefactos. Pero, aparte de eso, nada había en su aspecto que recordase el estado del día anterior.
–Ve a buscar a Cayo Julio César -dijo al mayordomo Iamus, una vez vestido.
Sila sabía perfectamente que todo su futuro giraba en torno a aquella entrevista. Gracias a los dioses que Scilax se había llevado a casa a Metrobio desde la fiesta, a pesar de las protestas del muchacho, que quería saber qué le había sucedido a su querido Sila. Esa circunstancia y la pronta llegada de César al escenario del crimen constituían los únicos fallos de su plan. ¡Qué suerte! ¡No cabía duda que tenía un ascendente de suerte! La presencia de Metrobio en casa de Clitumna cuando el preocupado Iamus llamó a César habría hecho la santísima irremediablemente a Sila. No, César nunca le habría condenado por un rumor, pero de haber visto al muchacho con sus propios ojos, la situación habría cambiado radicalmente. Y Metrobio no se habría arredrado. Estoy pisando un terreno peligroso y debo parar, se dijo Sila para sus adentros. Pensó en Stichus, en Nicopolis, en Clitumna, y sonrió. Si, ahora ya podía parar.
Recibió a César con absoluto aspecto de patricio romano, vestido de blanco inmaculado, con la franja estrecha de caballero adornando el hombro derecho de su túnica, y el cabello de su magnífica cabeza peinado de una forma atractiva pero muy varonil.
–Os ruego que me disculpéis por haceros venir de nuevo, Cayo Julio -dijo, entregándole un rollo de papel-. Acabo de recibir esto de Circei y pensé que deberíais verlo sin tardanza.
Impasible, César leyó despacio la carta, moviendo en silencio los labios. Sila sabía que estaba reflexionando a propósito del escrito, palabra por palabra. Cuando concluyó la lectura, dejó la carta.
–Es la tercera muerte -dijo en tono casi de alegría-. Vuestra casa ha quedado lamentablemente diezmada, Lucio Cornelio. Aceptad mi pésame.
–Imaginé que habríais redactado el testamento de Clitumna -añadió Sila, muy tieso-, si no, os aseguro que no os habría molestado.
–Sí, he redactado por orden suya varios testamentos; el último poco después de la muerte de Nicopolis -respondió sin que se alterara aquella mirada franca de sus ojos azules en el hermoso rostro; todo en él era cuidadosamente legalista e imparcial-. Lucio Cornelio, os agradecería que me dijeseis qué sentíais exactamente por vuestra madrastra.
Ahí estaba: el paso más delicado. Tenía que darlo con la seguridad y agilidad de un gato sobre un borde lleno de cortantes cristales a una altura de doce pisos.
–Recuerdo que en cierto momento os di mi opinión, Cayo Julio -respondió-, pero me complace tener ocasión de hablar más ampliamente sobre ella. Era una mujer muy estúpida y vulgar, pero da la casualidad de que yo la apreciaba. Mi padre -añadió con una mueca- era un borracho incurable, y los recuerdos de mi vida con él, y también durante varios años con mi hermana, hasta que se casó para liberarse, son una pesadilla. No éramos gente bien venida a menos, Cayo Julio, no llevábamos una vida que recordase para nada a nuestros origenes, sino que éramos tan pobres que no teníamos ni un esclavo. De no haber sido por la caridad de un maestro de la vía pública, yo, un patricio de la gens Cornelius, ni siquiera habría aprendido a leer y escribir. No he hecho servicio militar elemental en el Campo de Marte, ni aprendido a montar a caballo, ni he sido alumno de ningún abogado de los tribunales. No sé nada de la milicia, de retórica ni de la vida pública. Eso es lo que mi padre hizo de mi. Por eso yo apreciaba a Clitumna. Ella, al casarse con él, nos llevó a vivir en su casa; quién sabe si de haber seguido viviendo con mi padre en el Subura no me habría vuelto loco un día y habría acabado matándole, ofendiendo irremediablemente a los dioses. Pero, hasta el día de su muerte, fue ella quien llevó la peor parte y yo me libré de sus furores. Sí, yo la apreciaba.
–También ella os apreciaba, Lucio Cornelio -dijo César-. Su testamento es simple y claro: os deja todo lo que tenía.
¡Despacio, despacio! ¡Ni mucha alegría ni mucho pesar! Se hallaba ante un hombre muy inteligente y con mucha experiencia en el ser humano.
–¿Me ha dejado lo suficiente para aspirar al Senado? – inquirió, mirando de hito en hito a César.
–Más que suficiente.
–No… puedo creerlo -replicó Sila, flaqueando a ojos vistas-. ¿Estáis seguro? Sé que era dueña de esta casa y de la villa en Circei, pero no creía que tuviera mucho más.
–Pues os equivocáis; era una mujer muy rica, que tenía inversiones, acciones e intereses en toda clase de empresas, así como en doce barcos mercantes. Os recomiendo que invirtáis el capital de los barcos y las acciones en propiedades. Tendréis que tener vuestros asuntos en perfecto orden para satisfacer a los censores.
–¡Es un sueño! – exclamó Sila.
–No me extraña que lo veáis así, Lucio Cornelio. Pero tranquilizaos porque es una realidad -añadió César pausadamente, sin que le extrañase la reacción de Sila ni viese ninguna pena fingida, que su sentido común le dictaba que una persona como Lucio Cornelio Sila jamás habría sentido por Clitumna, por muy cariñosa que hubiera sido con su padre.
–Podría haber vivido aún muchos años -dijo Sila, como pensando en voz alta-. Realmente la fortuna me sonríe, Cayo Julio. Nunca pensé que podría decir eso. La echaré de menos, pero espero que en años venideros se comente que la mejor contribución que pudo hacer a la vida pública fue morirse, porque aspiro a hacer algo por mi clase y por el Senado.
¿Estaba bien dicho? ¿Se entendía la implicación que encerraba?
–Estoy de acuerdo, Lucio Cornelio, en que a ella le haría feliz saber que usáis fructiferamente su legado -replicó César, expresando la idea de Sila con mayor corrección-. Y espero que no celebréis más fiestas desaforadas, ni sigáis con esas equívocas compañías…
–Cuando un hombre puede abrazar la vida que por su cuna le corresponde, no necesita alegres fiestas ni amistades dudosas -respondió Sila con un suspiro-. Eso era el modo de pasar el rato. Me atrevería a decir que no se os oculta, pero esa vida que he llevado durante treinta años me colgaba del cuello como una piedra de molino.
–Naturalmente que lo comprendo -comentó César.
–¡Pero ahora no hay censores! – exclamó Sila, aterrado por la perspectiva-. ¿Qué puedo hacer?
–Bueno, aunque no es necesario elegir a otros hasta que hayan transcurrido cuatro años, una de las condiciones de Marco Escauro para dimitir voluntariamente ha sido precisamente que se elijan censores el próximo abril. Hasta ese momento tendréis que esperar -dijo César con soltura.
Sila se ciñó la toga y lanzó un profundo suspiro.
–Cayo Julio, tengo otra cosa que pediros -dijo.
Los azules ojos de César adoptaron una expresión que Sila fue incapaz de descifrar; era como si se esperara lo que iba a decirle. ¿Cómo era posible, si se le acababa de ocurrir la idea? Una brillante idea, la más afortunada. Pues, si César aceptaba, su candidatura al cargo de censor tendría mucho mayor peso que el dinero y mayor trascendencia que sus alegaciones de linaje, empañadas como estaban por la vida que había llevado.
–¿De qué se trata, Lucio Cornelio? – inquirió César.
–De que me consideréis como esposo de vuestra hija Julilla.
–¿A pesar de lo que os ha ofendido?
–Yo… la amo -respondió Sila, creyéndose sus propias palabras.
–Por ahora, Julilla no está ni mucho menos en condiciones de considerar el matrimonio -replicó César-, pero tomo nota de vuestra petición, Lucio Cornelio -añadió sonriendo-. Quizá, habida cuenta de tantos inconvenientes, estéis hechos el uno para el otro.
–Ella me ofreció una corona de hierba -añadió Sila-. Y, ¿sabéis, Cayo Julio, que a partir de entonces mi suerte ha cambiado?
–Os creo -dijo César, poniéndose en pie, dispuesto a marcharse-. No obstante, de momento no comentaremos a nadie vuestras intenciones de casaros con Julilla. Y, sobre todo, os encarezco a que no os acerquéis a ella, pese a vuestros sentimientos, pues aún sigue esforzándose por salir de esa situación y no quiero que se le brinde la solución fácil.
Sila acompañó a César hasta la puerta y le tendió la mano, sonriendo con los labios cerrados, pues nadie mejor que su propio dueño para saber el efecto que causaban aquellos caninos excesivamente largos y afilados, y no era cuestión de dedicar a Cayo Julio César una de aquellas espeluznantes sonrisas. No, a César había que mimarle y cortejarle. Sin saber la propuesta que el propio César había hecho a Cayo Mario respecto a una de sus hijas, Sila llegaba a idéntica conclusión. ¿Qué mejor método para hacerse valer ante los censores que tener por esposa a Julilla, sobre todo teniéndola tan a mano y habiendo estado a punto de morir por él?
–¡Iamus! – gritó nada más cerrar la puerta.
–Decid, Lucio Cornelio.
–No te preocupes por la cena. Que toda la casa guarde luto por la señora Clitumna y ocúpate de que vuelvan los criados de Circei. Salgo inmediatamente para encargarme del entierro.
Y me llevaré a Metrobio, pensó mientras hacía apresuradamente el equipaje. Adiós a toda mi vida anterior, adiós a todo, adiós a Clitumna. No echaré de menos nada, salvo a Metrobio. A él sí lo echaré de menos; y mucho.
EN EL CONSULADO DE SERVIO
SULPICIO GALBA
Y QUINTO HORTENSIO.