Cuando Lucio Apuleyo Saturnino fue elegido tribuno de la plebe, su agradecimiento para con Cayo Mario fue inconmensurable. ¡Ahora podía vengarse! Y pronto descubriría que no le faltaban aliados; otro de los tribunos de la plebe, un tal Cayo Norbano, era un cliente de Mario, de Etruria, y tenía una inmensa fortuna, aunque no influencia senatorial porque carecía de linaje. Y estaba Marco Bebio, uno del clan de tribunos de los Bebios, famosos por lo sobornables, a quien se podía recurrir fáciimente en caso de necesidad.

Desgraciadamente, el otro extremo del banco de los tribunos lo ocupaban tres adversarios de talla. En la punta se sentaba Lucio Aurelio Cota, hijo del finado cónsul Cota, sobrino del ex pretor Marco Cota y hermanastro de Aurelia, esposa del joven Cayo Julio César; a su lado tenía a Lucio Antistio Regino, de antepasados respetables pero no aristocráticos, de quien se decía que era cliente del cónsul Quinto Servilio Cepio y, por consiguiente, poco predispuesto en su contra. El tercero era Tito Didio, de una familia de Campania, un hombre muy tranquilo y eficiente que había adquirido buena fama de militar.

Los del centro del banco eran muy humildes tribunos de la plebe, y parecían pensar que su principal papel durante el año que tenían por delante iba a consistir en evitar que los dos extremos opuestos se degollasen mutuamente. Efectivamente, no existía mucho respeto reciproco entre los que Escauro vituperaba de demagogos y los que encomiaba por no perder de vista el hecho de que antes eran senadores que tribunos de la plebe.

No es que a Saturnino le importase. El había accedido al cargo con más votos que nadie, seguido de Cayo Norbano, lo que servía para que los conservadores se dieran cuenta de que no había disminuido el afecto del pueblo por Cayo Mario, y que éste había considerado que valía la pena gastar una buena suma de dinero en comprar votos para Saturnino y Norbano. Era preciso que ambos actuaran rápidamente, pues el interés por la Asamblea plebeya había disminuido notablemente en los tres últimos meses del año que acababa de expirar, debido en parte al aburrimiento del pueblo y también al hecho de que ningún tribuno de la plebe podía seguir aquel ritmo más de tres meses. Los tribunos de la plebe se cansaban pronto, como la liebre de Esopo, mientras que la senecta tortuga senatorial mantenía su ritmo.

–Sólo verán mi sombra -dijo Saturnino a Glaucia cuando se aproximaba el décimo día del mes de diciembre, fecha en que el nuevo colegio tribunicio asumía el cargo.

–¿Qué es lo primero? – inquirió indolente Glaucia, algo decepcionado porque, siendo mayor que Saturnino, aún no había tenido ocasión de que le eligieran tribuno de la plebe.

–Una modesta ley agraria -respondió Saturnino con sonrisa de lobo- para ayudar a mi amigo y benefactor Cayo Mario.

Con minuciosidad de planteamiento y mediante un magnífico discurso, Saturnino incluyó en la orden del día una ley para distribuir el ager Africanus insularum, reservado en dominio público el año anterior por Lucio Marcio Filipo; ahora se repartiría entre los soldados del censo por cabezas del ejército de Mario, según un promedio de cien iurera (por cabeza). ¡Ah, cómo se había divertido con los aullidos de aprobación del pueblo, los alaridos de indignación del Senado, los puños alzados de Lucio Cota y el firme e inocente discurso de Cayo Norbano en apoyo de la medida!

–Nunca había imaginado lo interesante que es ser tribuno de la plebe -dijo una vez disuelto el contio, mientras cenaba con Glaucia en casa de éste.

–Si, desde luego, tuviste a los padres de la patria a la defensiva -añadió Glaucia recordando la escena-. ¡Creí que a Metelo el Numídico le iba a estallar una vena!

–Lástima que no fuera así -dijo Saturnino, reclinándose con un suspiro de contento y divagando con la mirada por entre los dibujos que el hollín de lámparas y braseros había dejado en el techo, que necesitaba urgentemente remozar-. Es curiosa su forma de pensar, ¿no? Basta con que se susurre el término "ley agraria" para que comiencen a despotricar contra los Gracos, horrorizados por la idea de dar algo si no es a cambio de otra cosa. ¡Hasta el censo por cabezas repudia el hecho de conceder algo gratis!

–Bueno, es que es un concepto muy nuevo para todo romano bien pensante -replicó Glaucia.

–Y una vez aprobado, comenzaron a chillar por el gran tamaño de las parcelas… diez veces mayores que una pequeña propiedad de Campania, dijeron. Se diría que saben de antemano que una isla de la Sirte menor tiene un rendimiento diez veces inferior a la peor explotación de Campania y que la lluvia es la décima parte de previsible -dijo Saturnino.

–Sí, pero el debate realmente se centraba en los millares de nuevos clientes con que se hace Cayo Mario, ¿no? – inquirió Glaucia-. Ahí es donde realmente les duele. Todos los veteranos del ejército del censo por cabezas son clientes potenciales del general, y más cuando éste se ha tomado la molestia de asegurarles un trozo de tierra para la vejez. ¡Le quedan obligados! Lo que sucede es que no ven que el Estado es su único benefactor, ya que es el Estado quien tiene que encontrar la tierra. Pero ellos se lo agradecen a su general, se lo agradecen a Cayo Mario, y eso es lo que indigna a los padres de la patria.

–De acuerdo. Pero la solución no está en oponerse, Cayo Servilio, sino en aprobar una ley general aplicable a todos los ejércitos del censo por cabezas de una vez para siempre… diez iugera de buena tierra para cada hombre que acabe su plazo de servicio en las legiones; digamos quince años… veinte, si quieres. Y eso independientemente de los generales al mando de los cuales sirva o de las distintas campañas en que combata.

–¡Eso tiene demasiado sentido común, Lucio Apuleyo! – replicó Glaucia, riendo con ganas-. Y piensa en la oposición de todos los caballeros a los que una ley así afectaría… menos tierra para arriendo. ¡Y eso sin contar a nuestros estimados y bucólicos senadores!

–Si las tierras estuviesen en Italia, no digo que no -replicó Saturnino-. ¿Pero unas islas en la costa africana…? ¡Por favor, Cayo Servilio! ¿De qué les sirven a esos viejos perros guardianes de sus putrefactos huesos? ¡Compáralo con los millones de iugera que Cayo Mario ha dado en nombre de Roma en las riberas del Ubu y del Chelif y a orillas del lago Tritonis, y todo a esos mismos que ponen el grito en el cielo!

Glaucia puso en blanco sus ojos verde claro de largas pestañas, se tumbó de espaldas, dio una palmada y volvió a soltar una carcajada.

–De todos modos, a mí el discurso que más me gustó fue el de Escauro. Ese hombre es inteligente; los demás lo único que tienen es influencia. ¿Estás preparado para mañana en el Senado? – inquirió, alzando la cabeza y mirando a Saturnino.

–Creo que sí-respondió Saturnino, animado-. ¡Lucio Apuleyo vuelve al Senado! ¡Y esta vez no pueden echarme antes de que expire el cargo! Tendrían que movilizar a las treinta y cinco tribus, y eso no lo harían. Les guste o no a los padres de la patria, vuelvo a estar en su madriguera más irritado que una avispa.

Entró en el Senado como si fuese de él, con una majestuosa reverencia a Escauro y saludos con la mano derecha a ambos lados de la cámara, que se hallaba casi llena, indicio inequívoco de un fuerte debate. Se dijo que el resultado no importaba tanto, ya que el escenario en que se dirimiría el verdadero conflicto no era la curia hostilia, sino la zona de Comitia. Había llegado el día de defenderse con argumentos descarados y, además, con el cuestor de cereales caído en desgracia metamorfoseado como por encantamiento en tribuno de la plebe, una amarga sorpresa para los padres de la patria.

Con los padres conscriptos del Senado abordaría una nueva táctica, una táctica que pensaba aplicar luego a la Asamblea de la plebe. Iba a ser una prueba.

–Hace mucho tiempo que la esfera de influencia de Roma no se limita a Italia -comenzó diciendo-. Todos sabemos las contrariedades que Yugurta ha causado a Roma. Todos estamos eternamente agradecidos al estimado primer cónsul Cayo Mario por haber puesto fin tan admirablemente, y de forma tan definitiva, a la guerra en Africa. Pero ¿cómo puede Roma garantizar a las generaciónes futuras unas provincias pacificadas de las que puedan gozar sus frutos? Tenemos una tradición, vinculada a las tradiciones de los pueblos no romanos, por la que, aunque éstos vivan en nuestras provincias, son libres de continuar con sus ritos religiosos, sus costumbres comerciales, sus costumbres políticas. A condición de que ello no perjudique a Roma o suponga un peligro. Pero una de las consecuencias más deplorables de esta tradición de no injerencia es la ignorancia. Ninguna de nuestras provincias más allá de Italia, la Galia itálica y Sicilia está al corriente de las cosas de Roma como para que la población se sienta inclinada hacia la colaboración en detrimento de la resistencia. Si la población de Numidia nos hubiera conocido mejor, Yugurta jamás habría podido arrastrarla tras éL Si la población de Mauritania nos hubiera conocido mejor, jamás Yugurta habría convencido al rey Boco para que le apoyase.

Lanzó un carraspeo y comprobó que la cámara prestaba atención; pero tenía que llegar a la conclusión. Allá iba.

–Lo que nos lleva al asunto del ager Africanus insularum. Estas islas tienen poca importancia estratégica. Son pequeñas y esta cámara no las echará de menos. No hay oro, ni plata, ni hierro, ni especias exóticas. No son muy fértiles comparadas con los fabulosos graneros del río Bagradas, en el que muchos de los miembros de esta cámara tienen tierras, igual que muchos caballeros de la primera clase. Entonces, ¿por qué no dárselas a los soldados del censo por cabezas de Cayo Mario cuando se retiren? ¿Queremos realmente vivir abrumados con cuarenta mil veteranos proletarios en las tabernas y calles de Roma? Sin trabajo, sin nada que hacer, empobrecidos después de haberse gastado su pequeña parte del botín… ¿No es mejor para ellos, y para Roma, asentarlos en el Ager Africanus insularum? Porque, padres conscriptos, hay un trabajo que pueden hacer cuando se retiren. ¡Llevar Roma a la provincia de Africa! ¡Nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestros dioses, nuestro modelo de vida! A través de esos valientes y animosos expatriados, los pueblos de la provincia africana nos comprenderán mejor; porque esos valientes y animosos expatriados son gente del común; ni más rica, ni más inteligente, ni más privilegiada que la mayoría de los indígenas, y estarán en contacto diario con la población; algunos se casarán con mujeres indígenas, confraternizarán unos con otros y, en definitiva, habrá menos guerra y más paz.

Lo había expuesto con gran persuasión, razonando, sin ningún tipo de frases grandilocuentes ni gestos retóricos, y conforme se enardecía en la perorata comenzó a creer que podría conseguir que los tercos miembros de aquel organismo elitista fuesen capaces de ver las esperanzas que abrigaban para Roma los hombres como Cayo Mario, ¡y como él!

Mientras regresaba a su extremo del banco de los tribunos, no notó nada en el silencio que contradijera tal convencimiento. Pero no; es que esperaban. Esperaban que uno de los padres de la patria señalara el camino. Borregos, borregos, borregos. Maldito rebaño de borregos.

–Pido la palabra -dijo Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, al magistrado presidente, el segundo cónsul Cayo Flavio Fimbria.

–La tenéis, Lucio Cecilio -dijo Fimbria.

Metelo Dalmático se puso en pie; hasta ese momento había ocultado su indignación, pero ésta desbordó sus cauces como un fogonazo de yesca.

–¡Roma es única! – tronó de tal modo que algunos de los senadores se sobresaltaron-. ¿Cómo se atreve ningún romano perteneciente a esta cámara proponer un programa destinado a que el resto del mundo imite a Roma?

La habitual actitud de Dalmático de suprema altivez se había desvanecido; se crecía, congestionado, hinchadas las venas de Su rostro mofletudo. Y temblaba; vibraba de ira casi como las alas de una polilla. Fascinados, atemorizados, todos los presentes contenían la respiración, escuchando a aquel Dalmático, pontífice máximo, de cuya existencia apenas se habían percatado.

–Veamos, padres conscriptos, todos conocemos la Roma que digo, ¿no es cierto? – vociferó-. ¡Lucio Apuleyo Saturnino es un ladrón, un aprovechado de la carestía de alimentos, un vulgar afeminado, un corruptor de niños que abriga lascivos deseos por su hermana y su hijita, un muñeco manipulado por el maestro de ceremonias de Arpinum ahora en la Galia Transalpina, una cucaracha del más inmundo lupanar de Roma, un proxeneta, un maricón, un pornógrafo, el producto que supura cada verpa de esta ciudad! ¿Qué sabe él de Roma, qué sabe de Roma el lerdo de su patrón de Arpinum? ¡Roma es única! ¡Roma no se puede tirar al mundo como excremento a las cloacas, como escupitajos al sumidero! ¿Es que vamos a consentir la disolución de nuestra raza con uniones híbridas con las mujerzuelas de cien pueblos? ¿Es que en el futuro vamos a viajar a lugares remotos para que hieran nuestros oídos romanos una jerga latina espúrea? ¡Que hablen griego! ¡Que adoren a Serapis del escroto o a Astarté del Ano! ¿A nosotros qué nos importa? ¿Pero es que vamos a entregarles a Quirino? ¿Quiénes son los quirites, los hijos de Quirino? ¡Nosotros! Porque ¿quién es Quirino? ¡Sólo un romano puede saberlo! ¡Quirino es el espíritu de la ciudadanía romana, Quirino es el dios de la asamblea de varones romanos, Quirino es el dios invencible, porque Roma jamás ha sido vencida… y nunca será vencida, compañeros quirites!

La cámara prorrumpió en vítores atronadores, mientras Dalmático, pontífice máximo, se dirigía vacilante hacia su asiento, en el que casi se derrumbó; los senadores lloraban, pateaban, aplaudían hasta cansarse las manos, se volvían unos hacia otros para abrazarse llorosos.

Pero toda aquella emoción contenida se diluyó como espuma de la mar sobre roca basáltica y, una vez secadas las lágrimas y los cuerpos serenados, los hombres del Senado de Roma se encontraron carentes de energía y arrastraron sus pesados pies hasta sus casas, con la ensoñación de ese momento mágico en que habían tenido la visión de un Quirino sin rostro que los cubría con su toga protectora como un padre a sus leales y amados hijos.

La cámara estaba casi vacía cuando Craso Orator, Quinto Mucio Escévola, Metelo el Numídico, Catulo César y Escauro, príncipe del Senado, cesaron en su eufórica conversación y optaron por seguir los pasos de los demás. Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, seguía sentado, erguido y con las manos cruzadas en el regazo en gesto tan impecable como una muchacha bien educada. Pero tenía la cabeza caída, con la barbilla sobre el pecho, y una leve brisa que entraba por las puertas movía su canoso cabello.

–¡Hermano, ha sido el mejor discurso que he oído en mi vida! – exclamó Metelo el Numídico, apretando con una mano el hombro de Dalmático.

Dalmático seguía sentado sin hablar ni moverse; sólo en ese momento vieron que estaba muerto.

–Un final digno -comentó Craso Orator-. Yo moriría feliz sabiendo que había hecho mi mejor discurso a las puertas de la muerte.

Pero ni el discurso de Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni la muerte de Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni la ira y poder del Senado pudieron impedir que la Asamblea de la plebe aprobase la ley agraria de Saturnino. Y, con ello, la carrera de tribuno de Lucio Apuleyo Saturnino tuvo un comienzo sonado, una curiosa mezcla de infamia y adulación.

–Me encanta -dijo Saturnino a Glaucia mientras cenaban la misma noche en que había sido aprobada la lex Appuleia. Cenaban juntos a menudo y habitualmente en casa de Glaucia, ya que la esposa de Saturnino no había acabado de sobreponerse a los terribles acontecimientos que se sucedieron tras la denuncia de Escauro cuando Saturnino era cuestor en Ostia-. Sí, me encanta. Imagínate, Cayo Servilio, habria tenido una carrera muy distinta de no haber sido por ese viejo mentula de Escauro.

–Sí, te va bien la tribuna de los Espolones -dijo Glaucia, comiendo uvas de invernadero-. Quizá haya, al fin y al cabo, algo que rige nuestras vidas.

–¡Ah, te refieres a Quirino! – exclamó, burlón, Saturnino.

–Puedes reírte, pero yo te digo que la vida es una cosa bien rara -replicó Glaucia-. Es todo tan intrincado como el juego del cottatus.

–¿Cómo, no hay nada estoico ni epicúreo, Cayo Servilio? ¿Nada de fatalismo ni hedonismo? Ten cuidado, no vayas a escandalizar a todos esos griegos aguafiestas que sostienen irredentos que los romanos nunca haremos una filosofía que no proceda de la suya -dijo Saturnino riendo.

–Los griegos son y los romanos hacen. ¡Hay que elegir! No he conocido a ningún hombre que haya logrado combinar esos dos estados del ser. Somos los dos extremos opuestos del conducto alimentario, griegos y romanos. Los romanos somos la boca, y la llenamos; los griegos son el ano, y lo vacían. No pretendo ofender a los griegos; es una simple figura retórica -dijo Glaucia, subrayando su afirmación echando unas uvas al extremo romano del conducto alimentario.

–Como uno de los extremos no tiene nada que hacer sin el otro, es mejor mantenernos unidos -dijo Saturnino.

–¡Ahora ha hablado un romano! – dijo Glaucia riendo.

–De los pies a la cabeza, a pesar de que Metelo Dalmático dijese lo contrario. ¿No fue una suerte para nosotros que el viejo fellator se muriera tan oportunamente? Si los padres de la patria fuesen más emprendedores, habrían hecho de él un ejemplo imperecedero. ¡Metelo Dalmático, el nuevo Quirino! – Saturnino agitó las heces del fondo de la copa y las vertió hábilmente sobre un plato vacío, contando las ramas del charquito que partían del centro-. Tres -dijo, estremecido-. El número de la muerte.

–¿Y dónde está ahora el escéptico? – dijo Glaucia, burlón.

–Es que es muy raro que sólo salgan tres -dijo Saturnino.

Glaucia escupió con gran maestría y deshizo la forma del charquito con tres granos de uva.

–¡Ahí tienes! ¡Tres rematados por tres!

–Moriremos los dos dentro de tres años -dijo Saturnino.

–¡Lucio Apuleyo, eres el colmo de las contradicciones! Eres tan blanco como Lucio Cornelio Sila y con mucha menor excusa. ¡Vamos, que sólo es un juego de cottatus! – dijo Glaucia, y cambió de tema-. Sí, la tribuna de la plebe es una vida mucho más excitante que hacer de barragana de los padres de la patria. Es un gran reto manipular políticamente al pueblo. Un general tiene sus legiones; un demagogo sólo dispone de su lengua -añadió, conteniendo la risa-. ¿No ha sido un placer ver a la multitud expulsar esta mañana del Foro a Marco Bebio cuando intentó plantear el veto?

–¡Un espectáculo inenarrable! – añadió Saturnino, sonriente y repasando números mentalmente: tres o treinta y tres.

–Por cierto -dijo Glaucia, con otro abrupto cambio de tema-, ¿has oído lo último que se rumorea en el Foro?

–¿Que Quinto Servilio Cepio robó para él el oro de Tolosa? – dijo Saturnino.

–¡Maldita sea, creía que lo había sabido antes que tú! – exclamó Glaucia.

–Yo me he enterado por una carta de Manio Aquilio -dijo Saturnino-. Cuando Cayo Mario está muy ocupado, Aquilio me escribe a mí; y no creas que me quejo, porque escribe cartas muchó mejores que el "gran hombre".

–¿Desde la Galia Transalpina? ¿Y cómo lo han sabido?

–Allí se inició el rumor. Cayo Mario ha capturado nada menos que al rey de Tolosa. Y éste dice que Cepio robó el oro: quince mil talentos.

–¡Quince mil talentos! – repitió Glaucia con un silbido-. ¡Qué colosal! Pero se ha pasado, ¿no? Vamos, que es comprensible que un gobernador tenga sus gajes, pero eso debe ser más oro del que hay en el Erario. ¡Ya lo creo que se ha pasado!

–Cierto, cierto. No obstante, el rumor le vendrá muy bien a Cayo Norbano cuando acuse a Cepio, ¿no te parece? La historia del oro correrá por toda la ciudad en menos de lo que tarda Metela Calva en levantarse el vestido para una panda de descargadores lujuriosos.

–¡Me gusta esa metáfora! – dijo Glaucia. De pronto se puso muy serio-. ¡Basta de cháchara! Tenemos trabajo que hacer en eso de las leyes de traición y no podemos dejar que se nos escape nada.

El trabajo que Saturnino y Glaucia efectuaron sobre las leyes de traición fue minuciosamente planificado y coordinado como una estrategia bélica. Querían arrebatar a las centurias la jurisdicción de los procesos de traición y la increíble sucesión de callejones sin salida y obstáculos que implicaban; y después querían quitarle al Senado el monopolio de los procesos por extorsión y soborno, sustituyendo los jurados senatoriales por jurados formados exclusivamente por caballeros.

–Primero tenemos que hacer que Norbano declare culpable a Cepio en la Asamblea de la plebe de algún cargo en que ésta tenga potestad, y, con tal de que no se defina como traición, podemos hacerlo ahora mismo, cuando tiene en contra suya tanta animadversión popular por el asunto del oro robado -dijo Saturnino.

–Nunca se ha conseguido en la Asamblea plebeya -replicó Glaucia dubitativo-. Nuestro exaltado amigo Ahenobarbo ya lo intentó acusando a Silano de provocar ilegalmente una guerra contra los germanos, y eso sin hablar de traición. Pero la Asamblea de la plebe rechazó el caso. La dificultad estriba en que a nadie le gustan los juicios por traición.

–Bueno, seguiremos preparándolo -dijo Saturnino-. Para lograr que las centurias emitan veredicto de culpabilidad, el acusado tiene que comparecer y decir por sí miSmo que deliberadamente se propuso la ruina de su país. Y nadie es tan tonto para eso. Cayo Mario tiene razón: tenemos que cortar las alas a los padres de la patria demostrándoles que no están por encima de ningún reproche moral ni de la ley. Y eso sólo podemos hacerlo ante un organismo que no esté formado por senadores.

–¿Y por qué no aprobar inmediatamente esa ley sobre traición y luego juzgar a Cepio ante un tribunal especial? – inquirió Glaucia-. Sí, sí, ya sé que los senadores chillarán como cerdos enchironados, ¿no lo hacen siempre?

–Queremos sobrevivir, ¿no? – replicó Saturnino con una mueca-. Aunque sólo nos queden tres años más, es mejor que perecer dentro de dos días.

–¡Y dale con los tres años!

–Mira -insistió Saturnino-, si podemos hacer que la Asamblea de la plebe declare culpable a Cepio, el Senado comprenderá lo que pretendemos y se dará cuenta de que el pueblo está harto de senadores que impiden que se aplique el justo castigo a sus colegas, y que no quiere que haya una ley para los senadores y otra para los demás. ¡Ya es hora de que el pueblo despierte! Y yo soy el que va a dar el golpe que lo despierte. Desde que se instauró la república, el Senado ha conseguido que la gente admita crédulamente que los senadores son lo mejor del pueblo romano y que tienen derecho a decir y hacer lo que se les antoje. ¡Votad por Lucio Tiddlypus… su familia dio a Roma el primer cónsul! Y sin que importe que sea un codicioso incompetente… ¡No! Lucio Tiddlypus tiene el apellido y la tradición de que su familia ha estado al servicio público de Roma. Los hermanos Graco tenían razón. Hay que arrebatar los tribunales a la cohorte de los Tiddlypus y dárselos a los caballeros.

–Se me acaba de ocurrir una cosa, Lucio Apuleyo -dijo Glaucia con aire pensativo-. El pueblo es un sector responsable y bien formado, al menos; pilar de la tradición romana. Pero ¿qué sucedería si un día alguien empezase a hablar del censo por cabezas igual que tú del pueblo?

–Mientras tengan la barriga llena y los ediles les den buenos espectáculos en los juegos, los del censo por cabezas son felices -replicó Saturnino riendo-. ¡Para hacer al censo por cabezas políticamente consciente habría que convertir el Foro Romano en el Circo Máximo!

–Este invierno no tienen la barriga tan llena -dijo Glaucia.

–Lo bastante, gracias nada menos que a nuestro respetable portavoz de la cámara, Marco Emilio Escauro. Mira, no lamento que no podamos convencer al Numídico o a Catulo César para que vean las cosas según nuestra perspectiva, pero lo que sí creo es que es una lástima no podernos ganar a Escauro -dijo Saturnino.

–No le guardas rencor por haberte echado de la cámara, ¿verdad? – inquirió Glaucia, mirándole con expresión de curiosidad.

–No. El hizo lo que creyó legal. Pero algún día, Cayo Servilio, encontraré a los verdaderos culpables y lo lamentarán más que Edipo -contestó Saturnino furioso.

A primeros de enero, el tribuno de la plebe Cayo Norbano juzgaba a Quinto Servilio Cepio ante la Asamblea de la plebe por el cargo expresado con el término de "pérdida de su ejército".

Desde el principio los ánimos estaban muy exaltados, pues no todo el pueblo era contrario al elitismo senatorial, y el Senado había movilizado al máximo a los partidarios suyos entre la plebe para defender a Cepio. Mucho antes de que se convocase a las tribus para votar, estalló la violencia y corrió la sangre. Los tribunos de la plebe Tito Didio y Lucio Aurelio Cota vetaron el procedimiento y la multitud, furiosa, los hizo bajar de la tribuna de los Espolones, apedreándolos y apaleándolos; Didio y Cota fueron detenidos y sacados de la zona de comicios y, por presión de la muchedumbre, encerrados en el Argiletum. A pesar de los golpes y del abucheo, se habían empeñado inútilmente en gritar su veto entre un mar de rostros iracundos.

El rumor del asunto del oro de Tolosa había desequilibrado la balanza en contra de Cepio y el Senado, no había la menor duda. Desde el censo por cabezas hasta la primera clase, toda la ciudad lanzaba imprecaciones contra Cepio el ladrón, Cepio el traidor, Cepio el egoísta. El pueblo -mujeres incluidas-, que nunca había mostrado interés alguno por el Foro o las Asambleas, acudió a ver al tal Cepio, un delincuente inimaginable; se discutía qué altura tendría la montaña de ladrillos de oro, cuánto pesaba, qué cantidad era. Y el odio se mascaba en el aire, porque a nadie le gusta ver a un particular largarse con lo que se considera propiedad de todos. Y menos si se trata de una cantidad tan fabulosa.

Decidido a que el juicio continuase, Norbano hizo caso omiso de aquel alboroto periférico, de las reyertas y del caos que se organizó cuando los asistentes habituales de la Asamblea incitaron a la multitud, que únicamente había acudido a ver y a insultar a Cepio, quien estaba de pie en la tribuna con una escolta de lictores para protegerle y no para detenerle. Los senadores, que por su categoría de patricios no podían intervenir en la Asamblea, permanecían agrupados en la escalinata de la curia hostilia intimidando a Norbano, hasta que una parte de la muchedumbre comenzó a apedrearlos. Escauro cayó sin conocimiento, sangrando por una herida en la cabeza. Pero Norbano prosiguió el juicio sin preocuparse de si el príncipe del Senado estaba muerto o simplemente desmayado.

Cuando llegó el momento de votar, se hizo con suma rapidez; las primeras dieciocho tribus de las treinta y cinco condenaron a Quinto Servilio Cepio, por lo que ya no se llamó a ninguna tribu más a votar. Envalentonado por aquel signo sin precedentes del odio que se manifestaba hacia Cepio, Norbano requirió a la Asamblea que impusiera una sentencia concreta a votación, una sentencia tan dura que todos los senadores presentes pusieron el grito en el cielo en futil protesta. De nuevo las dieciocho tribus votaron en bloque que se le aplicara un horrible castigo. Y Cepio quedó despojado de la ciudadanía, se le prohibía recibir fuego y agua en un radio de ocho millas en torno a Roma, se le impuso una multa de quince mil talentos de oro y se le obligó a quedar confinado en las celdas de la Lautumiae bajo guardia, sin que pudiese hablar con nadie, incluidos los miembros de su familia, hasta que partiera para el exilio.

Entre puños amenazadores y gritos de triunfo de que no iba a poder ver a sus agentes ni banqueros para escamotear su fortuna, Quinto Servilio Cepio, ex ciudadano de Roma, salió escoltado por los lictores para recorrer la breve distancia que separaba la zona de Asambleas de las destartaladas celdas de la Lautumiae.

Totalmente satisfecha con el epílogo de lo que había sido una jornada tan deliciosa y extraordinaria, la multitud se fue a sus casas y en el Foro sólo quedaron unos cuantos senadores.

Los diez tribunos de la plebe habían formado distintos corrillos de afinidad: Lucio Cota, Tito Didio, Marco Bebio y Lucio Antistio Regino con caras largas y callados, mientras que Cayo Norbano y Lucio Apuleyo Saturnino, con cara feliz, hablaban animadamente entre risas con Cayo Servilio Glaucia, que se había acercado a saludarlos. Todos ellos habían perdido la toga en el tumulto.

Marco Emilio Escauro se hallaba sentado, con la espalda apoyada en el pedestal de una estatua de Escipión el Africano, mientras que Metelo el Numídico, con dos esclavos, trataba de contener la sangre que le manaba de un corte en la sien; Craso Orator, con su inseparable (y primo hermano) Quinto Mucio Escévola, permanecía inmóvil y abatido junto a Escauro; los jóvenes Druso y Cepio hijo seguían atónitos en la escalinata del Senado, acompañados del tío de Druso, Publio Rutilio Rufo, y de Marco Aurelio Cota; y el segundo cónsul, Lucio Aurelio Orestes, que no andaba muy bien de salud, se hallaba tendido todo lo largo que era en el vestíbulo, atendido solícitamente por un angustiado pretor.

Rutilio Rufo y Cota llegaron corriendo a atender a Cepio hijo, al ver que de pronto se combaba contra el aturdido y pálido Druso, que le había pasado un brazo por los hombros.

–¿Qué podemos hacer por ayudarle? – inquirió Cota.

Druso meneó la cabeza sin decir nada, impedido por la emoción, y Cepio hijo parecía no oír nada.

–¿Ha pensado alguien en mandar unos lictores a proteger la casa de Quinto Servilio frente a la multitud? – inquirió Rutilio Rufo.

–Yo lo he hecho -logró decir Druso.

–¿Y su esposa? – inquirió Cota, señalando con la cabeza al joven Cepio.

–La he mandado con la niña a mi casa -contestó Druso, llevándose la mano libre a la mejilla como si acabara de descubrirla. Cepio hijo se rebulló y miró extrañado a los tres.

–Ha sido sólo por el oro -dijo-. ¡Lo único que les importabaera el oro! No han pensado en Arausio. No le han condenado por Arausio. ¡Sólo les importaba el oro!

–Es muy humano pensar más en el oro que en las vidas humanas-dijo Rutilio Rufo con voz queda.

Druso miró severamente a su tío, pero si Rutilio Rufo lo había dicho con ironía, Cepio hijo ni lo advirtió.

–De esto tiene la culpa Cayo Mario -dijo el joven Cepio.

–Vamos, Quinto Servilio -dijo Rutilio Rufo cogiéndole por el codo-, Marco Aurelio y yo te llevaremos a casa de Marco Livio.

Conforme se alejaban de la escalinata del Senado, Lucio Antistio Regino se apartó de Lucio Cota, Didio y Bebio, y enfrentó a Norbano, quien dio un paso atrás, adoptando una agresiva actitud de defensa.

–¡Oh, perded cuidado! – espetó Antistio-. ¡Yo no me ensucio las manos con canallas como vos! ¡Voy a la Lautumiae a liberar a Quinto Servilio. ¡Nadie en la historia de la república ha sido encarcelado en espera del exilio, y no voy a consentir que Quinto Servilio sea el primero! ¡Podéis impedírmelo si queréis, pero he mandado que me traigan la espada y, por Júpiter, Cayo Norbano, que si intentáis detenerme, os mataré!

–¡Oh, liberadle! – replicó Norbano riendo-. ¡Llevaos a Quinto Servilio a casa y enjugadle los ojos… y el culo! ¡Pero yo no me acercaría a su casa!

–¡No olvidéis cobrárselo bien! – añadió Saturnino en voz alta en dirección a Antistio que ya se alejaba-. ¡Puede pagaros bien en oro!

Antistio giró sobre sus talones para hacer un inequívoco gesto con los dedos de la mano derecha.

–¡Yo no! – gritó Glaucia, riéndose-. ¡Que vos seáis una reina no quiere decir que lo seamos nosotros!

–Vamos -dijo Cayo Norbano, perdiendo interés, a Glaucia y a Saturnino-, vayamos a casa a cenar.

Aunque se sentía francamente mal, Escauro habría preferido morir a permitirse vomitar en público, por lo que contuvo su revuelto estómago hasta que los tres jóvenes se alejaron, charlando animadamente y riéndose.

–Son unos lobos -dijo a Metelo el Numídico, cuya toga estaba manchada de sangre del propio Escauro-. ¡Miradlos! ¡Instrumentos de Cayo Mario!

–¿Podéis poneros en pie, Marco Emilio? – preguntó el Numídico.

–No, hasta que no logre dominar mi estómago.

–Veo que Publio Rutilio y Marco Aurelio se han llevado a casa a los dos jóvenes de Quinto Servilio -dijo el Numídico.

–Bien; les hace falta alguien que los vigile. Nunca he visto una turba tan sedienta de sangre noble, ni siquiera en los tiempos atroces de Cayo Graco -dijo Escauro entre profundos suspiros-. Tendremos que ser muy prudentes durante un tiempo, Quinto Cecilio, porque si apretamos, esos lobos apretarán más.

–¡Maldito Quinto Cecilio y su oro! – farfulló el Numídico.

Ya algo mejor, Escauro se puso en pie apoyándose en Metelo.

–¿Asi que creéis que se lo llevó?

–¡Bah, no os burléis de mí, Marco Emilio! – exclamó-. Le conocéis tan bien como yo. ¡Claro que se lo llevó! Y nunca se lo perdonaré, porque pertenecía al Erario.

–El inconveniente está -dijo Escauro, comenzando a andar como entre nubes- en que no disponemos de un método interno por el que nosotros mismos podamos castigar a nuestros iguales culpables de traición.

Metelo el Numídico se encogió de hombros.

–No puede haber tal método, y lo sabéis. Instituirlo equivaldría a admitir que los nuestros dejan a veces de cumplir con su deber. Y si mostramos nuestras debilidades en público estamos perdidos.

–Antes la muerte dijo Escauro.

–Lo mismo digo -añadió Metelo con un suspiro-. Lo único que espero es que los nuestros sientan lo mismo que nosotros.

–Eso que habéis dicho no está bien -replicó Escauro, irónico.

–¡Marco Emilio, vuestro hijo es muy joven! Yo, de verdad, no creo que esté maleado.

–¿Queréis que intercambiemos a nuestros hijos?

–No -contestó Metelo-, porque ese gesto sería el fin de vuestro hijo. Su peor obstáculo es que sabe que no aprobáis su conducta.

–Es un débil -replicó Escauro el fuerte.

–Quizá le vendría bien una buena esposa -añadió el Numídico.

–¡Esa sí que es una buena idea! – exclamó Escauro deteniéndose y mirando a su amigo-. Aún no le había designado ninguna porque es muy inmaduro. ¿Se os ocurre alguna?

–Mi sobrina; la hija de Dalmático, Metela Dalmática. Cumplirá dieciocho años dentro de dos, y yo soy su tutor ahora que ha muerto nuestro querido Dalmático. ¿Qué os parece, Marco Emilio?

–¡Trato hecho, Quinto Cecilio! ¡Trato hecho!

Druso había enviado a su mayordomo Cratipo y a todos los esclavos fisicamente aptos a la casa de Servilio Cepio en cuanto advirtió que iba a ser declarado culpable.

Inquieta por el juicio, y por lo poco que había conseguido oír de la conversación entre los Cepio padre e hijo, Livia Drusa Se había sentado ante su telar por hacer algo; era incapaz de abstraerse en ningún libro, ni siquiera la poesía amorosa del procaz Meleagro. Como no esperaba aquella invasión de los sirvientes de su hermano, se alarmó al ver el gesto de contenido pánico en la cara de Cratipo.

–¡Rápido, dominilla, coged todo lo que deseéis llevaros! – dijo, mirando a su alrededor en la sala de estar-. Ya he mandado vuestra doncella recoger ropa y a la niñera que se encargue de laniña; decidme qué es lo que queréis llevaros de libros, papeles y telas.

–¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? – dijo ella con los ojos muy abiertos, mirando al criado.

–Vuestro suegro, dominilla. Marco Livio dice que el tribunal Va a condenarle -respondió Cratipo.

–¿Y qué tiene eso que ver para que yo abandone la casa? – inquirió ella, aterrada por la idea de tener que volver a la reclusión de la mansión fraterna después de haber descubierto la libertad.

–Toda Roma quiere su sangre, domínílla.

–¿Su sangre? – repitió, demudada-. ¿Es que van a matarlo?

–No, tanto no -respondió Cratipo-, sólo confiscarán sus propiedades, pero la multitud está tan irritada que vuestro hermano piensa que cuando acabe el juicio puede venir aquí para entregarse al pillaje.

En cuestión de una hora, la casa de Quinto Servilio Cepio quedó vacía y con las puertas externas bien cerradas y atrancadas; cuando Cratipo y Livia Drusa bajaban por el Clivus Palatinus, subía ya una brigada de lictores sin toga, sólo con la túnica y armados de palos en vez de los fasces, para montar guardia ante la casa y contener a la airada multitud. El Estado quería conservar intactas las propiedades de Cepio para inventariarlas y subastarlas.

Servilia Cepionis estaba en la puerta de casa de Druso para recibir a su cuñada, tan pálida como ésta.

–Pasa y verás -dijo, instándola a que entrara y llevándola por el jardín peristilo hasta el balcón que dominaba el Foro Romano.

Desde allí se veía perfectamente el final del juicio de Quinto Servilio Cepio. La hormigueante multitud se agrupaba en tribus para votar la sentencia del exilio y una fuerte multa; una serie de extrañas líneas sinuosas de gentes dispuestas en la zona de Comitia, que en contacto con la turba de curiosos se hacían caóticas. Los nudos señalaban los puntos en que se producían reyertas y los remolinos los sitios en que esas reyertas se convertían en algo parecido a núcleos de desórdenes; en la escalinata del Senado había un nutrido grupo y en la tribuna de los Espolones se veía a los tribunos de la plebe y una diminuta figura rodeada de lictores, que Livia Drusa imaginó era su suegro, el acusado.

Servilia Cepionis había roto a llorar en silencio, sin lanzar ningún gemido de lo anonadada que estaba. Livia Drusa se le acercó.

–Cratipo dice que la multitud quizá vaya a casa de mi padre a saquearla -dijo-. ¡Yo no lo sabía! ¡No me habían dicho nada!

Servilia Cepionis sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

–Hacía tiempo que Marco Livio se lo temía -dijo-. ¡Es por esa maldita historia del oro de Tolosa! Si no se hubiera difundido, todo habría ido de otra manera. ¡Pero parece que toda Roma había juzgado de antemano a mi padre antes de acudir al Foro… y por algo de lo que ni siquiera se le acusaba!

–Voy a ver dónde ha puesto Cratipo a la niña -dijo Livia Drusa, volviéndose.

Estas palabras provocaron otro raudal de lágrimas en Servilia Cepionis, que hasta la fecha no había conseguido quedar encinta y que deseaba desesperadamente tener un hijo.

–¿Por qué no habré concebido? – preguntó a su cuñada-. ¡Qué suerte tienes! ¡Marco Livio dice que vas a tener otro hijo, y yo ni siquiera he sido madre!

–Hay tiempo para todo -replicó Livia Drusa para consolarla-. Ten en cuenta que después de la boda ellos estuvieron fuera meses, y Marco Livio tiene más ocupaciones que Quinto Servilio. Suele decirse que cuanto más ocupado está el marido, más difícil es que la esposa conciba.

–No; soy estéril -musitó Servilia Cepionis-. Sé que soy estéril. ¡Lo noto! ¡Y Marco Livio es tan bueno! – Y rompió a llorar de nuevo.

–Vamos, vamos, no te pongas así -dijo Livia Drusa, llevando a su cuñada hasta el atrium y buscando con la mirada un criado-. El desesperarte no te ayudará a concebir, ¿sabes? A los niños les gustan los vientres acogedores.

En ese momento apareció Cratipo.

–¡Oh, gracias a los dioses! – exclamó Livia Drusa-. Cratipo, busca a la doncella de mi hermana. Y me indicas dónde voy a dormir y dónde has acomodado a la pequeña.

En aquella enorme casa no era problema alojar a varios huéspedes. Cratipo había dispuesto para Cepio hijo y su esposa unos aposentos que daban al jardín peristilo, otros para Cepio padre y a la niña la había alojado en el cuarto que había libre junto a la columnata.

–¿Cuándo pongo la cena? – preguntó el mayordomo a Livia Drusa, que había empezado a deshacer el equipaje de los huéspedes.

–¡Cuando diga mi hermana, Cratipo! No quiero usurparle su autoridad.

–Domínílla, está muy abatida y se ha echado.

–¡Ah! Bien, pues ten la cena lista para dentro de una hora… los hombres querrán comer. Pero a lo mejor tardamos más.

Se oyó un revuelo en el jardín; Livia Drusa salió a ver y se encontró con su hermano Druso, ayudando a Cepio hijo a caminar junto a la columnata.

–¿Qué ha sucedido? – inquirió-. ¿En qué puedo ayudar? ¿Qué ha sucedido? – repitió, mirando a Druso.

–Han condenado a nuestro suegro Quinto Servilio al exilio a más de ochocientas millas de Roma, a una multa de quince mil talentos de oro, lo que implica la confiscación de la última mecha de lámpara que posea su familia, y a encarcelamiento en la Lautumiae hasta que se le deporte -contestó Druso.

–¡Pero si todo lo que él tiene no ascenderá a cien talentos de oro! – replicó Livia Drusa, atónita.

–Claro; por consiguiente, nunca más podrá volver a casa.

Llegó corriendo Servilia Cepionis, con aspecto de Casandra huyendo de los griegos -pensó Livia Drusa-, con el pelo revuelto, los ojos extraviados y llorosa y boquiabierta.

–¿Qué ha sucedido, qué ha sucedido? – gritaba.

Druso la sujetó firmemente, enjugó sus lágrimas, dejó qué reclinara la cabeza en el pecho de su hermano y así se calmó con milagrosa rapidez.

–Vamos a tu despacho, Marco Livio -dijo ella, echando a andar.

Livia Drusa dio un paso atrás, aterrada.

–¿Qué te pasa? – inquirió Servilia Cepionis.

–¡No podemos entrar en el despacho con los hombres!

–¡Claro que sí! – replicó Servilia Cepionis, inquieta-. No es momento para que las mujeres de la familia ignoren la situación, como bien sabe Marco Livio. Resistimos todos juntos o perecemos todos. Un hombre fuerte debe tener mujeres fuertes a su lado.

Atolondrada, Livia Drusa trataba de asimilar todos los cambios de ánimo que estaba experimentando y, finalmente, lo cobarde que había sido toda su vida. Druso esperaba que le recibiera una esposa fuera de si, pero también que se calmase y supiese actuar de un modo práctico y positivo; y era lo que había hecho Servilia Cepionis.

Livia Drusa, pues, siguió a Servilia Cepionis y a los hombres al despacho y logró dominarse para que no se le notara el horror al ver que Servilia servía vino puro para todos. Sentada, probando por primera vez en su vida vino sin agua, Livia ocultó el torbellino de sus pensamientos; y su indignación.

Al final de la hora décima, Lucio Antistio Regino trajo a Quinto Servilio Cepio a casa de Druso. Cepio venía exhausto, aunque más enojado que abatido.

–Le he sacado de la Lautumiae -dijo Antistio con los labios fruncidos-. ¡Mientras yo sea tribuno de la plebe no se encarcela a ningún romano de rango consular! Es una afrenta a Rómulo, a Quirino y a todos los dioses. ¡Cómo habrán osado!

–Han osado porque el pueblo los ha animado, igual que todos esos forasteros insolentes de los juegos -respondió Cepio, apurando la copa de vino de un trago-. Más -añadió, dirigiéndose a su hijo, que dio un salto para servirle, contento de que su padre estuviera a salvo-. Estoy acabado en Roma -siguió diciendo, mientras miraba con sus profundos ojos negros, primero a Druso y luego a su hijo-. A partir de ahora seréis los jóvenes quienes tendréis que defender el derecho de la familia a disfrutar de los antiguos privilegios de su preeminencia natural. Hasta el último aliento, si es necesario. Los Marios, los Saturninos y los Norbanos deben ser exterminados… con el puñal, si es el único modo posible, ¿entendéis?

Cepio hijo asentía sumiso con la cabeza, pero Druso permanecía sentado con la copa en la mano, con cara de palo.

–Os juro, padre, que nuestra familia nunca consentirá la pérdida de la dignítas mientras yo sea paterfamilias -dijo, solemne, Cepio hijo, quedándose más tranquilo.

Y Livia Drusa sintió que le aborrecía más que nunca y más que a su detestable padre. ¿Por qué le detestaré tanto? ¿Por qué me obligaría mi hermano a casarme con él?

Pero se olvidó de su condición al ver una expresión en el rostro de Druso que la fascinó y la confundió. No es que se mostrase disconforme con lo que decía su suegro, era más bien como si estuviese haciendo acopio de sus palabras para conservarlas en su mente junto a otras muchas cosas, algunas de las cuales no entendía. Y Livia Drusa comprendió de pronto que su hermano sentía una profunda repulsa por su suegro. ¡Oh, cómo había cambiado Druso! Cepio hijo, por el contrario, nunca cambiaría y cada vez sería más el que ya era.

–¿Qué pensáis hacer, padre? – inquirió Druso.

Una extraña sonrisa afloró al rostro de Cepio y la irritación desapareció de sus ojos, sustituida por un fulgor más complejo, mezcla de triunfo, astucia, dolor y odio.

–Oh, querido hijo, partir al exilio como ha dictaminado la Asamblea de la plebe -contestó.

–Pero ¿adónde, padre? – preguntó Cepio hijo-. No lo digo por mi… Marco Livio me ayudará… sino por vos. ¿Cómo vais a poder vivir debidamente en el exilio?

–Tengo dinero en Esmirna; más que de sobra para mis necesidades. Y, en cuanto a ti, hijo mío, no hay por qué preocuparse. Tu madre dejó una gran fortuna, que yo te he conservado y con la que podrás vivir más que decentemente -respondió Cepio.

–¿Y no la confiscarán?

–No, y por dos razones. Primero, porque está a tu nombre y no al mío. Y, segundo, porque no está depositada en Roma, sino en Esmirna, con mi dinero -añadió con una gran sonrisa-. Tendrás que vivir en casa de Marco Livio unos años, y luego comenzaré a transferirte la fortuna. Si algo me sucediera, mis banqueros continuarán lo que yo haya dispuesto. Entretanto, yerno, llevad la cuenta de los gastos en que incurra mi hijo, que a su debido tiempo os reembolsaré hasta el último sestercio.

Se hizo un silencio tan profundo y emotivo que parecía planear sobre todos los que componían el grupo, que pensaron lo que Servilio Cepio no decía: que había robado el oro de Tolosa, que el oro de Tolosa estaba en Esmirna y que ese oro era ahora propiedad de Quinto Servilio Cepio. Quinto Servilio Cepio era casi tan rico como la propia Roma.

Cepio se volvió hacia Antistio, que callaba como los demás.

–¿Habéis considerado lo que os dije por el camino?

–Sí, Quinto Servilio -contestó Antistio con un carraspeo-. Acepto.

–¡Bien! – exclamó Cepio mirando a su hijo y a su yerno-. Mi querido amigo Lucio Antistio ha aceptado escoltarme hasta Esmirna, para concederme el placer de su compañía y la protección de tribuno de la plebe. Cuando lleguemos a Esmirna procuraré convencerle de que se quede allí.

–Eso aún no lo he decidido -dijo Antistio.

–No hay prisa, no hay ninguna prisa -añadió Cepio contemporizador, frotándose las manos como para calentárselas-. ¡Os confieso que me comería un niño crudo! ¿Hay algo de cenar?

–Desde luego, padre -contestó Servilia Cepionis-. Pasad al comedor mientras Livia Drusa y yo nos ocupamos de la cocina.

Cosa que, desde luego, era más que inexacto, porque quien se ocupaba de la cocina era Cratipo. Las dos mujeres fueron a buscarle y le encontraron en el balcón columbrando hacia el Foro Romano, sobre el que comenzaban a caer las sombras.

–¡Mirad eso! ¿Habéis visto antes semejante suciedad? – dijo el criado, indignado, señalando-. ¡Hay basura por todas partes! Zapatos, harapos, palos, restos de comida, jarros de vino… ¡Qué desastre!

Y allí estaba el Odiseo pelirrojo, de pie con Cneo Domicio Ahenobarbo, en el balcón de la casa de más abajo; parecían, igual que Cratipo, comentar irritados aquella suciedad.

Livia Drusa se estremeció, se humedeció los labios y miró con desesperada angustia a aquel joven, tan próximo y a la vez tan lejano. El criado se fue corriendo hacia la escalera de la cocina, y ella vio la ocasión de plantear una pregunta sin importancia.

–Hermana, ¿quién es ese hombre pelirrojo que está en la terraza con Cneo Domicio? Hace años que viene a visitarle, pero no sé quién es; no lo reconozco. ¿Sabes tú quién es?

–¡Ah, ése! – respondió Servilia Cepionis, desdeñosa-. Es Marco Porcio Catón.

–¿Catón? ¿Como Catón el censor?

–Exacto. ¡Arribistas! Es el nieto de Catón el censor.

–Pero ¿no era su abuela Licinia y su madre Emilia Paula? ¡Eso le hace aceptable! – replicó Livia Drusa con los ojos brillantes.

–Te equivocas de rama, querida -replicó sarcástica Servilia Cepionis-. No es hijo de Emilia Paula; si lo fuera tendría que ser mucho mayor. ¡No, no, no es un Catón Liciniano! Es un Catón Saloniano, nieto de esclavo.

El mundo imaginario de Livia Drusa se venía abajo, amenazado por una serie de grietas.

–No lo entiendo -replicó, perpleja.

–¡Cómo!, ¿no sabes la historia? Es el hijo del hijo de Catón el censor con su segunda mujer.

–¿De la hija de un esclavo? – inquirió Livia Drusa, conteniendo la respiración.

–La hija de su esclavo, para ser exactos. Salonia, se llamaba. – Creo que es algo lamentable que se les permita mezclarse con nosotros, los descendientes de Licinia, la primera mujer de Catón el censor. Y se han abierto camino hasta el Senado. Claro que los Porcios Catón Licinianos no les hablan; ni nosotros tampoco.

–¿Y por qué le recibe Cneo Domicio?

Servilia Cepionis soltó una carcajada semejante a las de su insufrible padre.

–Bueno, los Domicios Ahenobarbos no son tan ilustres, ¿sabes? Tienen más dinero que antepasados, a pesar de todos los cuentos que dicen que Cástor y Pólux les tocaron la barba con algo rojo. No sé exactamente por qué le aceptan, pero me lo imagino. Fue mi padre quien lo resolvió.

–Resolvió, ¿el qué? – inquirió Livia Drusa, con el alma en los pies.

–Mira, la segunda rama de Catón el censor es una familia de pelirrojos. El propio Catón el censor era pelirrojo, para empezar. Pero Licinia y Emilia Paula eran morenas, por lo que sus hijos e hijas tienen el pelo y los ojos marrones, mientras que el esclavo Salonio de Catón el censor era un celtibero de Salo, en la Hispania Citerior, y tenía el pelo rubio. Su hija, Salonia, era muy rubia; por eso los Catones Salonianos tienen el pelo rojo y los ojos grises -dijo Servilia Cepionis, encogiéndose de hombros-. Los Domicios Ahenobarbos tienen que perpetuar el mito que inventaron de las barbas rojas heredadas de un antepasado que fue tocado por Cástor y Pólux y siempre se casan con mujeres pelirrojas; pero hay pocas, y si no hay una disponible de mejor linaje, imagino que Domicio Ahenobarbo se casará con una de la rama de los Catones Salonianos. Son tan engreídos que consideran su sangre capaz de absorber cualquier porquería.

–Entonces, ese amigo de Cneo Domicio tendrá una hermana.

–Tiene una hermana -contestó Servilia Cepionis con un sobresalto-. Tengo que ir a ver. ¡Qué día! Vamos, ven a cenar.

–Ve tú; antes tengo que dar de comer a la niña.

La mención de la pequeña bastó para que la madre frustrada que era Servilia Cepionis se alejase apresuradamente. Livia Drusa volvió a la balaustrada y miró hacia abajo. Allí seguía Cneo Domicio y su visita, el joven pelirrojo de abuelo esclavo. Quizá la oscuridad creciente hacía menos vistoso su pelo, y aparentaba ser menos alto, menos ancho de espaldas. Su cuello era algo ridículo, demasiado largo y delgado para ser romano. A Livia Drusa le brotaron cuatro escuetas lágrimas, que cayeron sobre la barandilla pintada de amarillo.

He sido una tonta, como de costumbre, pensó. He estado soñando cuatro años seguidos con un hombre que es descendiente de un esclavo, y de un esclavo real, no de uno mitológico. Yo le había imaginado rey, noble y valiente como Odiseo; me había convertido en una paciente Penélope que aguarda su llegada. Y ahora descubro que no es noble. ¡Ni siquiera de una cuna decente! Al fin y al cabo, ¿qué era Catón el censor, sino un campesino de Tuscúlo, amparado por el patricio Valerio Flaco? Un auténtico precursor de Cayo Mario. Ese hombre de ahí abajo es descendiente directo de un esclavo hispano y de un campesino. ¡Qué tonta soy! ¡Una idiota estúpida!

Cuando llegó al cuarto de la niña, se encontró a la pequeña Servilia hambrienta por no haberse respetado el horario aquel día tan agitado, y se sentó quince minutos a darle el pecho.

–Tendrás que buscar un ama de cría -dijo a la niñera macedónica antes de marcharse-, porque quiero descansar un tiempo antes del parto. Y cuando nazca el que viene, le pones un ama de cría desde el principio, porque está visto que dar el pecho no impide quedarse embarazada, si no no lo estaría.

Llegó al comedor en el momento en que servían el plato principal, y se sentó lo más discretamente que pudo en la silla frente a Cepio hijo. Todos comían con ganas, y Livia Drusa advirtió que ella también tenía apetito.

–¿Te encuentras bien, Livia Drusa? – inquirió Cepio hijo, con gesto preocupado-. Pareces enferma.

Sorprendida, le miró y, por primera vez en todos aquellos años, su rostro no le causó aquellos sentimientos de repulsa. No, él no era pelirrojo, ni tenía los ojos grises, ni era alto y esbelto y de anchas espaldas, ni sería jamás el rey Odiseo. Pero era su esposo, la amaba y le era fiel; era el padre de sus hijos y patricio romano, noble por parte de padre y madre.

Así que le sonrió; una sonrisa que incluso le asomó a los ojos.

–Creo que es por el día que hemos pasado, Quinto Cecilio -contestó dulcemente-. En realidad, hacia años que no me sentía tan bien.

Animado por el resultado del juicio de Cepio, Saturnino comenzó a actuar con tan arbitraria arrogancia que el Senado se resintió en sus cimientos. Sin que se hubiesen apagado las brasas del proceso de Cepio, Saturnino acusó a Cneo Malio Máximo por "pérdida de su ejército" ante la Asamblea de la plebe con idéntico resultado. Malio Máximo, que se había quedado sin hijos por la batalla de Araúsio, ahora perdía la ciudadanía romana y se veía obligado a emprender el exilio, mucho más privado de medios que el codicioso Cepio.

Luego, a finales de febrero, se aprobó la nueva ley relativa a la traición, la lex Apuleia de matestate, privando a las molestas centurías de la potestad de juzgar los delitos de traición y encomendándolos a un tribunal especial formado estrictamente por caballeros, y en el que no participaba el Senado. Pese a ello, los senadores no alegaron nada en contra durante el debate ni intentaron oponerse a que se promulgara la ley.

Por colosales que fuesen aquellos cambios, y de incalculable importancia para el futuro gobierno de Roma, no atrajeron tanto el interés del Senado o del pueblo como la elección pontifical celebrada por entonces. La muerte de Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, había dejado no una, sino dos vacantes en el colegio de pontífices; y como esas dos vacantes las ocupaba un solo hombre, hubo quienes arguyeron que bastaba con una sola elección. Pero, como señaló Escauro, príncipe del Senado, con un peligroso temblor en la voz y boca estremecida, eso sólo habría sido posible si el elegido pontífice ordinario hubiera sido también candidato al cargo supremo. Finalmente se llegó al acuerdo de elegir primero al pontífice máximo.

–Entonces ya veremos lo que se hace -dijo Escauro, con profundos suspiros y muerto de risa.

Tanto Escauro, príncipe del Senado, como Metelo el Numídico eran candidatos al cargo, igual que Catulo César y Cneo Domicio Ahenobarbo.

–Si me eligen, o eligen a Quinto Lutacio, haremos una segunda votación para el pontífice ordinario, ya que los dos pertenecemos al colegio -dijo Escauro, con heroico control de la voz.

Formaban parte de él un tal Servilio Vatia, Elio Tubero, Metelo el Numídico y Cneo Domicio Ahenobarbo.

La nueva ley estipulaba que diecisiete de las treinta y cinco tribus fuesen elegidas a suertes y que éstas efectuasen la votación. Se echaron a suertes y se determinaron las diecisiete tribus en cuestión. Todo ello se hizo aquel mismo día en el Foro con gran sentido del humor y tolerancia y sin ningún tipo de violencia, pues no era Escauro el único que se divertía enormemente, dado que a los romanos no había nada que más complaciese su sentido del humor que aquella competición por el título más augusto en los rollos de los censores, en particular cuando la parte ofendida había logrado tan limpiamente devolver la pelota a los ofensores.

Naturalmente, Cneo Domicio Ahenobarbo era el protagonista del momento. Y a nadie le sorprendió que fuese elegido pontífice máximo, con lo cual se hacía innecesaria la segunda elección. Entre vítores y guirnaldas al viento, Cneo Domicio Ahenobarbo representaba la venganza perfecta sobre aquellos que habían dado el sacerdocio de su fallecido padre al joven Marco Livio Druso.

Escauro se retorció en un paroxismo de carcajadas nada más saberse el veredicto, con gran disgusto de Metelo el Numídico, que no le veía la gracia.

–¡De verdad, Marco Emilio, sois el colmo! ¡Es una ofensa! Ese pípinna con tan mal genio y mala bilis de pontífice máximo! ¿Después de mi querido hermano Dalmático? ¿Y contra vos, o contra mí? – exclamó, dando un puñetazo contra una de las proas que adornaban la rostra-. ¡Ah, si hay algo que detesto en los romanos es cuando su pervertido sentido del ridículo predomina sobre el sentido común! ¡Me resulta más perdonable la promulgación de una ley de Saturnino que esto! Al menos una ley de Saturnino implica opiniones muy enraizadas en el pueblo. ¡Pero esta… esta farsa, es pura irresponsabilidad! Siento tal vergüenza que me dan ganas de unirme a Quinto Servilio en el destierro.

Pero cuanto más furioso se ponía Metelo el Numídico, más se reía Escauro. Finalmente, sujetándose los costados y mirando a Metelo por entre un velo de lágrimas, logró musitarle:

–¡Bah, dejad de comportaros como una vieja vestal ante un par de pelotas peludas y un pene erecto! ¡Es para morirse de risa! Y nos merecemos bien lo que nos haga.

Y volvió a contorsionarse, produciendo un ruido hilarante parecido al de un gatito estrujado, mientras Metelo se alejaba indignado.

En una inesperada carta, que Publio Rufo recibió en septiembre, Cayo Mario le decía:

Sé que tendría que escribirte más a menudo, viejo amigo, pero el inconveniente es que me cuesta escribir cartas. Tus cartas sí que son como un corcho lanzado a quien está a punto de ahogarse; y llenas de tu personalidad, sin adornos ni formalismos. Bueno, esta simple frase me ha costado lo que no te imaginas.

No me cabe la menor duda de que habrás ido al Senado a soportar los quejidos de nuestro Meneitos respecto a lo que le cuesta al Estado mantener un ejército del censo por cabezas en un segundo año de inactividad al otro lado de los Alpes. ¿Y cómo voy a conseguir que me elijan cónsul por cuarta vez y tres veces consecutivas? Eso es lo que tengo que hacer. Porque, si no, pierdo todo lo que me había propuesto. Porque el año que viene, Publio Rutilio, va a ser el año de los germanos. Lo noto. Sí, admito que no existe base real para ese presentimiento, pero cuando vuelvan Lucio Cornelio y Quinto Sertorio, estoy seguro de que me lo confirmarán. No he sabido nada de ellos desde que el año pasado me trajeron al rey Copilo. Y aunque me alegra que mis dos tribunos de la plebe lograsen declarar culpable a Quinto Servilio Cepio, aún lamento no haber podido hacerlo yo mismo con Copilo de testigo. No importa. Quinto Servilio ha tenido su merecido. No obstante, es una lástima que Roma no haya podido recuperar el oro de Tolosa. Habría servido para pagar muchos ejércitos del censo por cabezas.

Aquí la vida continúa como siempre. La Vía Domicia ha quedado en perfecto estado desde Nemausus hasta Ocelum, con lo que en el futuro resultará mucho más fácil la marcha de las legiones. Había llegado a un estado ruinoso, y tenía tramos que no se habían reparado desde los tiempos en que el tata de nuestro nuevo pontífice máximo estuvo por aquí, hace casi veinte años. Las inundaciones, las heladas y los chaparrones la habían dejado muy deteriorada. Naturalmente, no es igual que construir una calzada nueva, porque una vez que se han colocado las piedras del lecho del afirmado, es una base que dura para siempre; pero es imposible que la tropa y los carros marchen bien por una calzada llena de hoyos y con piedras que sobresalen; la superficie superior de arena, grava y polvo de piedra debe estar tan lisa como una cáscara de huevo y hay que regarla hasta que se apelmaza como hormigón. Te aseguro que la actual Vía Domicia es mérito de mis hombres.

Hemos construido también una calzada que cruza los marjales del Rhodanus desde Nemausus hasta Arelate. Y acabamos de terminar la excavación de un canal navegable desde el mar hasta Arelate, para evitar los pantanos, barrizales y bancos de arena de la desembocadura. Todos los peces gordos griegos de Massilia se arrastran agradecidos, con la nariz donde yo pongo el culo, los hipócritas. Pero el agradecimiento no ha hecho que se reduzcan en nada los precios de lo que venden a mi ejército.

Por si oyes hablar de ello y la historia se tergiversa, ya que las historias que a mí y a los míos se refieren siempre se tergiversan, te diré lo que sucedió con Cayo Lusio. Recordarás al hijo de mi cuñada, que llegó aquí como tribuno militar. Mi capitán preboste vino a verme hace dos semanas para decirme algo que consideraba muy mala noticia. Habían hallado a Cayo Lusio muerto en el barracón de oficiales, abierto en canal de un limpio tajo desde la garganta al vientre, como no lo haría el mejor oficiaL. El autor, un soldado, se había entregado; era también un simpático muchacho, de lo mejor, me dijo su centurión. Resulta que Lusio era marica, le gustaba ese soldado y no dejaba de molestarle, hasta que en la centuria, el muchacho se convirtió en la risión y todos hacían burla de él con gestos raros y parpadeos. El pobre soldado no podía evitar aquello y el resultado fue el homicidio. De todos modos, tuve que someterle a un consejo de guerra y debo decirte que tuve sumo placer en declararle inocente, ascenderle y recompensarle con una bolsa de dinero. Bueno, ya vuelvo a caer en el estilo literario.

El asunto se resolvió bien para mí, porque demostré que, para empezar, no tenía parentesco de sangre con Lusio, y, en segundo lugar, esto me dio la oportunidad de demostrar a los oficiales que para su general la justicia se lleva a cabo sin favoritismos para los familiares. Supongo que los maricas pueden desempeñar ciertos cometidos, pero, decididamente, la legión no es para ellos, ¿no crees, Publio Rutilio? ¿Te imaginas lo que habríamos hecho con Lusio en Numancia? No habría acabado con una muerte limpia y rápida, sino dando alaridos. Aunque uno no puede nunca asombrarse, y jamás olvidaré las cosas que oí en el funeral de Escipión Emiliano. Bueno, de mí, nunca dijo nada malo, así que no tengo por qué comentar nada. Era un tipo raro, pero yo creo que esas historias se cuentan cuando los hombres no engendran hijos.

Y eso es todo. Ah, salvo que este año he hecho algunos cambios en el pilum, y espero que la nueva versión se generalice. Si dispones de dinero, compra acciones de una de las nuevas factorías que van a manufacturarlas. O búscate una factoría, pues si eres dueño del edificio los censores no pueden acusarte de prácticas impropias de senador, ¿no es así, ahora?

Bueno, lo que he cambiado es la forma de unión entre el asta de hierro y el mango de madera. El pilum es una obra de arte comparada con la vieja lanza tipo hasta, pero no cabe duda de que son mucho más costosos debido a su punta más pequeña y dentada en lugar de la punta larga en forma de hoja, y llevar un asta de hierro más larga y un mango de madera moldeado para complementar la fuerza dinámica del lanzamiento, en vez del viejo mango tipo escoba de la hasta. Hace mucho tiempo que vengo observando que al enemigo le encanta apoderarse de estos pilum, y provocan a nuestras tropas bisoñas para que se los arrojen cuando no hay posibilidad de acertar más que en los escudos. Luego se quedan con el pilum o nos lo arrojan a nosotros.

Lo que yo he hecho ha sido descubrir el modo de unir el asta de hierro al mango de madera con una clavija débil, y cuando el pilum hace impacto, el asta se rompe por la juntura y el enemigo no puede volver a arrojárnoslo ni llevárselo. Además, si conservamos el campo después de la batalla, los armeros pueden ir recogiendo los trozos rotos para volverlos a montar. Nos ahorra dinero porque no se pierden y ahorramos vidas porque el enemigo no nos los puede arrojar.

Y ésas son todas las noticias. Escribe pronto.

Publio Rutilio Rufo dejó la carta a un lado con una sonrisa. No era muy sintáctica, fluida ni tenía mucho estilo; pero así era Cayo Mario. El era también como sus cartas. De todos modos, aquella obsesión a propósito del consulado era preocupante. Por una parte, comprendía que Mario quisiera seguir siendo cónsul hasta derrotar a los germanos, porque sabía que nadie era capaz de vencerlos. Pero por otra parte, Rutilio Rufo era un romano muy apegado a las tradiciones de su clase para aprobar aquella actitud, aun teniendo en cuenta los germanos. ¿Estaba Roma tan cambiada por las innovaciones políticas de Mario que ya no era la Roma de Rómulo? Rutilio Rufo no acababa de saberlo. Era muy difícil querer a un hombre, tal como a él le sucedía con Mario, y soportar la estela de tradiciones deshechas que dejaba a su paso. ¡El pílum, por Juno! ¿Es que no puede dejar nada tal como lo encuentra?

Pero Publio Rutilio Rufo se sentó y contestó inmediatamente aquella carta. Porque quería a Cayo Mario.

Está haciendo un verano más bien indolente, y me temo que no tenga mucho que contar, querido Cayo Mario. Nada de momento, en cualquier caso. Tu estimado colega Lucio Aurelio Orestes, segundo cónsul, no se encuentra bien, cosa que ya sucedía cuando lo eligieron. No entiendo por qué se presentó candidato, salvo que, supongo, pensaría que se merecía el cargo. Queda por saber si el cargo le ha merecido a él. Pero lo dudo.

Las únicas noticias son un par de sabrosos escándalos, que sé te divertirán tanto como a mí. Curiosamente, los dos implican a tu tribuno de la plebe, Lucio Apuleyo Saturnino. Es un extraordinario individuo, pero un cúmulo de contradicciones. Yo siempre he pensado que es una lástima que Escauro le buscara las vueltas. Saturnino entró en el Senado con la declarada intención de convertirse en el primer Apuleyo en sentarse en la silla curul, estoy seguro. Y ahora ansía destrozar el Senado para que los cónsules no sean más que unas simples máscaras de cera. Sí, sí, te oigo decir que peco de pesimista, que exagero y que mi visión de las cosas está deformada por mi apego a las tradiciones. ¡Pero, de todos modos, tengo razón! Espero me perdones que me refiera a todos tan sólo por el cognomen. Va a ser una carta larga y así ahorraré algunas palabras.

Saturnino ha sido vengado. ¿Qué te parece? Un asunto increíble y que ha redundado mucho en beneficio de nuestro venerado príncipe del Senado, Escauro. Tienes que admitir que es un hombre mucho mejor que su compañero el Meneitos. Esa es la diferencia entre Emilio y Cecilio.

Sabes -sé que lo sabes porque te lo dije- que Escauro prosigue su cometido de supervisor del abastecimiento de grano y se pasa el tiempo entre Ostia y Roma, haciendo la vida imposible a los grandes mercaderes del trigo. A una sola persona debemos agradecer la notable estabilidad de los precios del cereal estas dos últimas cosechas, a pesar de la escasez. ¡A Escauro!

De acuerdo, de acuerdo, interrumpiré el panegírico y seguiré con mi historia. Parece que cuando Escauro estuvo en Ostia hace un par de meses se tropezó con el agente procurador de grano delegado en Sicilia. No necesito hablarte de la revuelta de esclavos, ya que recibes los despachos del Senado periódicamente; sólo te diré que creo que este año hemos enviado de gobernador a la persona idónea. Puede que sea un aristócrata engreído con una boca como culo de gato, pero Lucio Licinio Lúculo es muy puntilloso en cosas como son los informes a la cámara o en limpiar los campos de batalla.

¿Querrás creer, por cierto, que un idiota de pretor, uno de los que tienen antecedentes más ambiguos (¿no es una buena frase?), de los Servilios plebeyos y que consiguió comprar la elección de augur gracias al poder del dinero de su patrón Ahenobarbo y ahora se hace llamar, ¡imagínate!, Cayo Servilio Augur, tuvo el otro día la osadía de levantarse en la cámara para acusar a Lúculo de prolongar deliberadamente la guerra en Sicilia para asegurarse la prórroga del mando el año que viene?

¿Y en base a qué hizo semejante acusación?, te oigo preguntar. Pues, imagínate, porque después de derrotar tan eficazmente al ejército de esclavos, Lúculo no se apresuró a dirigirse contra Triocala, dejando en el campo 35000 cadáveres de esclavos y todas las bolsas de sublevación de la región de Heracleia Minoa reproducirse como llagas en la piel romana. Lúculo hizo lo que tenía que hacer; derrotó a los esclavos en la batalla y luego dedicó una semana a ocuparse de los muertos y a limpiar tales bolsas de resistencia antes de dirigirse a Triocala, en donde se habían refugiado los esclavos supervivientes de la batalla. Pero Servilio Augur dice que Lúculo, después de la batalla, debía haber volado como los pájaros por el cielo hasta Triocala, porque alega el Augur que los esclavos que se refugiaron en Triocala eran tan presa de pánico que se le habrían rendido inmediatamente. Mientras que, tal como las cosas resultaron de verdad, cuando Lúculo llegó a Triocala, los esclavos se habían sobrepuesto al pánico y decidieron seguir combatiendo. ¿Y de quién obtiene Servilio el Augur esta información?, preguntarás. ¡Pues de sus augures, naturalmente! ¿Cómo si no va a saber lo que piensa una turba de esclavos encerrada en una fortaleza inexpugnable? ¿Y tú has visto acaso que Lúculo sea tan aberrante para entablar una tremenda batalla y ponerse a cavilar un plan para que le prorroguen el mando de gobernador? ¡Cuántas tonterías! Lúculo hizo lo que era de rigor: limpiar alfa antes de comenzar con beta.

Me disgustó el discurso de Servilio el Augur y me disgustó aún más que el pontífice máximo Ahenobarbo comenzase a vociferar su apoyo a aquella absurda patraña de alegatos totalmente injustificados. Naturalmente, todos los generales de salón de los bancos de atrás que nada saben de batallas pensaron que Lúculo era culpable. Ya veremos, pero no me sorprendería que oyeras que, uno, la cámara decide no prorrogar el mandato de Lúculo y, dos, dar el cargo de gobernador de Sicilia el año que viene a Servilio el Augur, quien habría iniciado toda esta farsa de la traición simplemente para que le nombraran a él. Es una golosina para alguien con tan poca experiencia y tan huero como Servilio el Augur, ya que Lúculo lo ha dejado todo hecho. La derrota de Heracleia Minoa ha obligado a los esclavos que quedan a retirarse en una fortaleza de la que no pueden salir porque Lúculo la tiene sitiada, y, además, ha logrado hacer volver suficientes granjeros a sus tierras para que este año haya cosecha; y el campo de Sicilia ya no está a merced del ejército de esclavos. Lo que quiere el gobernador Servilio es llegar al lugar ya debidamente pacificado haciendo reverencias a derecha e izquierda. Te digo, Cayo Mario, que la ambición unida a la estupidez es lo más peligroso del mundo.

Edepol, edepol, una digresión bastante larga, ¿no? Mi indignación por la situación de Lúculo me ha podido. Lo siento muchísimo por él. Pero sigamos con la historia de Escauro en Ostia, y su encuentro con el agente procurador de grano de Sicilia. Bien, cuando se pensaba que una cuarta parte de los esclavos dedicados al cultivo del cereal en Sicilia serían liberados el año pasado antes de la cosecha, los mercaderes de trigo calcularon que una cuarta parte de la cosecha se quedaría sin recoger debido a la falta de mano de obra. Por eso nadie se preocupó por comprar ese cuarto. En eso que, en dos semanas, ese roedor de Nerva liberó a ochocientos esclavos itálicos. Y el agente procurador de Escauro formaba parte de un grupo que durante esas dos semanas recorría la isla comprando a toda prisa ese cuarto de la cosecha a un precio absurdamente bajo. Luego, los cultivadores obligaron a Nerva a clausurar los tribunales de emancipación y, de pronto, Sicilia contó de nuevo con suficiente mano de obra para recoger toda la cosecha. Así, este último cuarto, comprado por nada, era ahora propiedad de una persona o personas desconocidas, lo que explicaba el alquiler general de todos los silos vacíos entre Puteoli y Roma. Ese último cuarto se iba a almacenar en ellos hasta el año siguiente, cuando la insistencia de Roma en que se liberase a los esclavos itálicos habría provocado una cosecha en la isla menor de lo normal, haciendo aumentar el precio del trigo.

Con lo que no contaban esas personas desconocidas era con la sublevación de los esclavos, debido a la cual en vez de recogerse los cuatro cuartos de la cosecha, no se recogió nada. Y así, el gran montaje de lograr una enorme ganancia con el último cuarto se vino abajo y los silos vacíos reservados se quedaron vacíos.

Sin embargo, volviendo a las dos ajetreadas semanas en que Nerva emancipó algunos esclavos itálicos y el grupo de compradores se afanaba por adquirir el último cuarto de la cosecha, una vez hecho y clausurados los tribunales, el citado grupo fue asaltado por unos bandidos, que los mataron a todos. O eso pensaron los bandidos, porque uno de los compradores, el que habló con Escauro en Ostia, se fingió muerto y logró salvarse.

Escauro se olió algo muy gordo. ¡Qué olfato tiene! ¡Y qué inteligencia! Él sospechó en seguida el montaje, cosa que el procurador no había hecho. Yo le admiro a pesar de su acendrado conservadurismo. Olfateando como un perro de caza, descubrió que las personas desconocidas eran nada menos que tu estimado colega consular del año pasado, Cayo Flavio Fimbria, y el gobernador de Macedonia del año en curso, Cayo Memio. Habían montado una falsa pista el año pasado para nuestro perro de caza Escauro, que, efectivamente, le condujo al cuestor de Ostia, es decir, nuestro turbulento tribuno de la plebe Lucio Apuleyo Saturnino.

Una vez reunidas las pruebas, Escauro se alzó a pedir excusas a Saturnino dos veces, una en el Senado y otra en el Foro. Estaba mortificado, pero sin perder la dignitas, por supuesto. Todos aprecian al que se disculpa bien y con sinceridad, y tengo que decir que Saturnino nunca atacó a Escauro cuando regresó a la cámara en su condición de tribuno de la plebe. También Saturnino se alzó, en la cámara y en el Foro, y le dijo a Escauro que él no le guardaba rencor porque había comprendido lo astutos que habían sido los falsos culpables, y que le estaba profundamente agradecido por recobrar su perdida reputación. Así, tampoco Saturnino perdió la dignitas. Y a todos complace quien recibe modesta y airosamente una buena disculpa.

Escauro, además, ofreció a Saturnino el cometido de procesar a Fimbria y a Memio ante el nuevo tribunal por delitos de traición y, naturalmente, Saturnino aceptó. Así que ahora todos esperamos ver muchas chispas y poco humo cuando Fimbria y Memio comparezcan en juicio. Imagino que serán declarados culpables ante un tribunal formado por caballeros, pues muchos caballeros del ramo del trigo han perdido dinero, y a ellos dos se les culpa del desastre de Sicilia. El corolario de la historia es que a veces los malos reciben su justo castigo.

La otra historia de Saturnino es mucho más divertida y mucho más intrigante. Aún no he logrado imaginarme qué es lo que se trae entre manos nuestro reivindicado tribuno de la plebe.

Hará unas dos semanas llegó un individuo al Foro y subió a la tribuna de los Espolones, que estaba vacía en ese momento porque no había asamblea y los oradores aficionados se habían tomado el día libre, y anunció a voz en grito, para que le oyera todo el Foro, que se llamaba Lucio Equitio, que era un liberto de un ciudadano romano de Picenum y -agárrate, Cayo Mario, ya verás- que era hijo natural de nada menos que Tiberio Sempronio Graco!

Se sabía la historia al dedillo, y los hechos coinciden, de momento. Hela aquí, en pocas palabras: su madre era una liberta de condición decente pero modesta, que se enamoró de Tiberio Graco, quien también se enamoró de ella. Pero, claro, el linaje de la joven no permitía el casamiento y tuvo que convertirse en su querida, viviendo en una pequeña y confortable casa de una hacienda de Tiberio Graco. Luego nació Lucio Equitio; su madre se llamaba Equitia.

A continuación asesinaron a Tiberio Graco y Equitia murió poco después, quedando su hijito al cuidado de Cornelia, la madre de los Gracos. Pero a Cornelia, madre de los Gracos, no le hacía gracia ser la tutora de un nieto bastardo y lo encomendó al cuidado de una pareja de esclavos de sus propiedades de Misenum. Y luego lo vendió como esclavo a una gente de Firmum Picenum.

Él dice que no sabía quién era; pero si ha hecho las cosas que dice, no podía ser ningún niño cuando murió su padre Tiberio Graco, en cuyo caso miente. En fin, después de ser vendido como esclavo en Firmun Picenum, trabajó tan bien y se hizo tanto querer por sus amos, que al morir el paterfamilias, no sólo le manumitieron, sino que heredó la fortuna de la familia, que por lo visto no tenía parientes. Como había tenido una excelente educación, con la herencia instaló un negocio, y durante no sé cuántos años se alistó en las legiones e hizo una fortuna. Por lo que dice, habría que calcularle unos cincuenta años, cuando aparenta unos treinta.

Luego conoció a uno que, con grandes aspavientos, elogió su gran parecido con Tiberio Graco. Él siempre había sabido que era itálico y no extranjero y se había hecho grandes cábalas sobre sus orígenes. En valentonado por el descubrimiento de que se parecía a Tiberio Graco, localizó a la pareja a quien Cornelia, madre de los Gracos, le había confiado durante un tiempo y se enteró por ellos de la historia de su nacimiento. ¿No es fantástico? Yo todavía no sé si se trata de una tragedia griega o de una farsa romana.

Bueno, naturalmente, nuestros crédulos y sentimentales habituales del Foro se excitaron enormemente, y al cabo de dos días Lucio Equitio era festejado por doquier como hijo de Tiberio Graco. Lástima que todos los hijos legítimos hayan muerto, ¿no? Por cierto, Lucio Equitio se parece extraordinariamente a Tiberio Graco. Habla igual que él, anda igual que él, gesticula igual y hasta alza la nariz lo mismo que él. Yo creo que lo que más me hace desconfiar es esa similitud tan perfecta. Más que un hijo parece un mellizo. Los hijos no se parecen a los padres de esa manera; lo he comprobado muchas veces, y hay muchas mujeres que han traído al mundo un hijo que les queda profundamente agradecido por ello y que dedican mucho tiempo del período posparto a asegurar al abuelo del retoño que éste es parecidísimo al tío-abuelo Lucio Tiddlypus. Bien, basta.

A continuación, los carcas del Senado nos enteramos de que Saturnino apoya a este Lucio Equitio, sube a la tribuna con él y le anima a que logre adeptos. No había transcurrido una semana cuando el nombre de Equitio iba en boca de todos los que en Roma tienen una renta inferior a la de tribuno del Tesoro y superior a la del censo por cabezas; comerciantes, tenderos, artesanos, pequeños granjeros, la flor y nata de la tercera, cuarta y quinta clases. Ya sabes el tipo de gente a que me refiero. De ésa que besaba el suelo que pisaban los Gracos, todos esos hombres modestos y trabajadores que no suelen votar, pero que votan en sus tribus lo suficiente para sentirse bien distintos a los libertos y a los del censo por cabezas. Una clase demasiado orgullosa para aceptar caridad, pero no lo bastante rica para sobrevivir a los astronómicos precios del trigo.

Los padres conscriptos del Senado, en particular los que visten togas bordadas en púrpura, comenzaron a inquietarse un poco por toda esa adulación popular y también a preocuparse algo por la intervención de Saturnino, que es realmente lo misterioso. Pero ¿qué puede hacerse? Finalmente, nada menos que nuestro nuevo pontífice máximo, Ahenobarbo -le han dado el muy acertado apodo de pipinna-, propuso traer al Foro a la hermana de los hermanos Graco y viuda de Escipión Emiliano, como si fuéramos a olvidar las pendencias que hubo en aquel matrimonio, a que subiera a la tribuna para enfrentarse al supuesto impostor.

Así se hizo hace tres días. Saturnino se situó en un extremo riéndose como un tonto -lo que sucede es que no es ningún tonto y no sé qué se traerá entre manos- y Lucio Equitio mirando de hito en hito a aquella vieja apergaminada. Ahenobarbo Pipinna adoptó una postura exageradamente pontifical; cogió a Sempronia por los hombros pero a ella no le gustó nada y se lo sacudió de encima como si fuese una araña peluda y preguntó con voz atronadora: "Hija de Tiberio Sempronio Graco el Viejo y Cornelia Africana, ¿reconocéis a este hombre?"

Por supuesto, ella espetó que no le había visto en su vida y que su queridisimo y amado hermano Tiberio jamás de los jamases habría abierto el tapón de su botella de vino fuera de los sagrados lazos del matrimonio, y que todo aquello era un absurdo. Luego comenzó a apalear a Equitio con su bastón de ébano y marfIl; escena que resultó la pantomima más indignante que puedas imaginar; ojalá hubiese estado presente Cornelio Sila, porque se habría divertido de lo lindo.

Al final, Ahenobarbo Pipinna (¡me encanta este apodo, que se lo ha puesto nada menos que Metelo el Numídico!) tuvo que bajarla a la fuerza de la tribuna de los Espolones, entre gritos y carcajadas del público, mientras Escauro lloraba de risa y aún se contorsionó más cuando Pipinna, el Meneitos y su retoño le reprocharon su frivolidad senatorial.

En cuanto a Lucio Equitio volvió a quedarle libre la tribuna, Saturnino se llegó hasta él y le preguntó si sabía quién era la horrenda anciana. Equitio contestó que no, lo que demuestra o que no había escuchado los clamores de Ahenobarbo presentándola o que mentía. Pero Saturnino le explicó con breves y amables palabras que era su tía Sempronia, la hermana de los Gracos. Equitio puso cara de sorpresa, dijo que en toda su ajetreada vida no había visto a su tía Sempronia y añadió que le extrañaba mucho que Tiberio Graco hubiese contado a su hermana lo de la querida y el hijo en un nidito de amor de una de las haciendas de Sempronio Graco.

La multitud apreció el buen sentido de esta respuesta y circula la alegre creencia de que Lucio Equitio es hijo natural de Tiberio Graco. Y el Senado, y no digamos Ahenobarbo, está que echa chispas. Bueno, menos Saturnino, que se sonríe; Escauro, que se carcajeo, y yo. ¡Adivina lo que yo hago!

Publio Rutilio Rufo lanzó un suspiro y estiró la cansada mano, deseando detestar el escribir cartas tanto como Cayo Mario, para no verse impulsado a incluir todos aquellos detalles que marcaban la diferencia entre una misiva de cinco columnas y una de cincuenta y cinco.

Y esto, querido Cayo Mario, es definitivamente todo. Si siguiera sentado un rato más se me ocurrirían historias más entretenidas y acabaría quedándome dormido con la nariz en el tintero. Ojalá hubiese un modo mejor -es decir, más tradicionalmente romano- para que conservaras el mando en lugar de tener que presentarte de nuevo al consulado. Y tampoco veo cómo vas a poder obtenerlo. Pero me atrevo a decir que lo conseguirás. Cuídate. Recuerda que ya no eres ningún pollo, sino un perro viejo, así que no te rompas ningún hueso. Te volveré a escribir cuando ocurra algo interesante.

Cayo Mario recibió la carta a primeros de noviembre, y ya la tenía dominada para leerla con verdadera fruición, cuando apareció Sila. Prueba de que volvía para quedarse era que se había cortado los larguísimos y caídos bigotes y el cabello. Así, mientras Sila se deleitaba tomando un buen baño, Mario le leyó la carta, alegrándose de tenerle allí para compartir aquella diversión.

Se encerraron en el despacho privado del general y Mario dio orden de que no los molestasen; ni siquiera Manio Aquilio.

–¡Quítate esa maldita torca! – dijo Mario cuando Sila, ya debidamente ataviado al estilo romano, al inclinarse dejó asomar el enorme adorno de oro por la túnica.

Pero Sila meneó la cabeza, sonriendo y acariciando las espléndidas cabezas de dragón que formaban los extremos del círculo casi completo de la torca.

–No, Cayo Mario, creo que voy a llevarla siempre. Un poco bárbara, ¿no?

–No está bien en un romano -masculló Mario.

–Lo malo es que se ha convertido en mi talismán, y no puedo quitármela por si me abandona la buena suerte -replicó Sila, sentándose en un diván con un suspiro de voluptuosidad-. ¡Ah, el placer de sentarse como un hombre civilizado! He estado de juerga sentado en bancos tan duros, que había comenzado a pensar que era un sueño. ¡Qué bien volver a sentir la continencia! Los galos y los germanos lo hacen todo con exceso; comen y beben hasta que se vomitan unos encima de otros o se mueren de hambre porque salen de incursión o a combatir sin ninguna provisión. ¡Ah, pero qué fieros y valientes, Cayo Mario! De verdad, si tuvieran un ápice de nuestra organización y disciplina no podriamos vencerlos.

–Por suerte para nosotros, carecen prácticamente de ambas, y podemos vencerlos. Me imagino qué es lo que quieres decir. Toma, bebe. Es de Falernio.

Sila bebió con fruición pero sin precipitarse.

–¡Ah, el vino, el vino! ¡Néctar de los dioses, consuelo del corazón afligido, reparación para el espíritu! ¿Cómo podría vivir sin él? – Se echó a reír-. ¡No me importa si no vuelvo a ver en mi vida un solo cuerno más o un pichel de cerveza! El vino es cosa civilizada. No te hace eructar, ni peer, ni te infla el vientre; con la cerveza uno se convierte en una cisterna ambulante.

–¿Y Quinto Sertorio? Espero que esté bien.

–Está en camino, pero hemos hecho el viaje por separado. Yo quería hablar contigo a solas, Cayo Mario -respondió Sila.

–Como quieras, Lucio Cornelio -dijo Mario, mirándole con afecto.

–No sé por dónde empezar.

–Pues empieza por el principio. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Cuánto tiempo hace que están en movimiento?

Sila saboreó el vino y cerró los ojos.

–No se denominan germanos y no se consideran un solo pueblo. Son cimbros, teutones, marcomanos, queruscos y tigurinos. La patria de los cimbros y los teutones es una península larga y ancha que hay al norte de Germania, vagamente descrita por algunos geógrafos griegos, que la denominaron Quersoneso Címbrico. Parece que la mitad norte es el país de los cimbros y la mitad que se une al continente de Germania es el de los teutones. Aunque ellos se consideran pueblos distintos, no se aprecian diferencias fisicas en ambos pueblos, si bien el idioma varía algo, pero se entienden.

"No eran pueblos nómadas, pero no conocían la agricultura tal como se da entre nosotros; parece ser que allí el invierno es más húmedo que nevoso y que la tierra produce una estupenda hierba todo el año. Así que vivían del ganado, complementado con avena y centeno. Comen buey, beben leche, algunas verduras, algo de pan negro duro y gachas.

"Luego, hacia la época de la muerte de Cayo Graco, unos veinte años como máximo, sufrieron un año de inundaciones debido a que la gran cantidad de nieve de las montañas hizo crecer sus grandes rios, además de que llovió mucho, hubo tormentas desastrosas y altas mareas, y el océano Atlántico cubrió toda la península. Al retirarse el mar, el suelo tenía excesiva salinidad, no crecía la hierba y los pozos estaban salobres. Entonces construyeron un ejército de carros, reunieron el ganado y los caballos que les quedaban y se pusieron en movimiento en busca de otro país.

Mario escuchaba sus palabras con sumo interés, muy erguido en su asiento y sin preocuparse de la copa de vino.

–¿Todos ellos? ¿Cuántos eran? – inquirió.

–No, no todos. Los viejos y los débiles fueron eliminados y enterrados en grandes túmulos. La migración sólo la emprendieron los guerreros, las mujeres jóvenes y los niños. Yo calculo que la iniciarían unos seiscientos mil, rumbo al sudeste por el valle del gran río que denominamos el Albis.

–Pero yo creo que esa parte del mundo está poco habitada -dijo Mario, frunciendo el entrecejo-. ¿Por qué no se quedaron en las riberas del Albis?

–¿Quién sabe? – replicó Sila encogiéndose de hombros-. Parece que se pusieron en manos de sus dioses en espera de que alguna señal divina les indicara una nueva patria. Desde luego no parece que encontrasen mucha resistencia al avance, al menos a lo largo del Albis. Finalmente, llegaron al nacimiento del gran río y por primera vez en la memoria de la raza vieron grandes montañas, porque el Quersoneso Címbrico es completamente plano, con terrenos bajos.

–Evidente, si el océano lo anegó -dijo Mario, alzando apresuradamente una mano-. No, no lo he dicho en plan sarcástico, Lucio Cornelio. No soy muy oportuno con las palabras, ni tengo tacto. – Se levantó y sirvió más vino-. Así que las montañas les impresionaron bastante, ¿eh?

–Así es. Sus dioses eran dioses celestes, pero al ver aquellas torres que tocaban el vientre de las nubes, se pusieron a adorar a los dioses que supusieron habitaban bajo las torres y las habían levantado sobre el suelo. Desde entonces no se han alejado mucho de las montañas. En el cuarto año de la migración cruzaron una cuenca alpina y pasaron de la cabecera del Albis a la del Danubius, un río del que sí sabemos más. Allí giraron rumbo al este, siguiendo su curso hacia las llanuras de Geta y Sarmacia.

–Entonces, ¿es que se encaminaban al mar Euxino? – inquirió Mario.

–Eso parece -respondió Sila-. Pero los boyos les cortaron el paso hacia la cuenca norte de Dacia y se vieron obligados a seguir el curso del Danubius por la región en que ese río tuerce bruscamente hacia el sur en Panonia.

–Los boyos son celtas -dijo Mario, pensativo-. Y tengo entendido que celtas y germanos no se mezclan.

–No, claro que no. Pero lo interesante es que en ninguno de los sitios en que los germanos decidieron asentarse lucharon por hacerse con la tierra. Al menor signo de resistencia por parte de las tribus locales, reemprendían la marcha. Luego, en una zona cercana a la confluencia del Danubius con el Tisia y el Savus, se estrellaron con otro muro de celtas, esta vez de escordiscos.

–¡Nuestros enemigos los escordiscos! – exclamó Mario, sonriente-. Bueno, ¿no es consolador saber que nosotros y los escordiscos tenemos un enemigo común?

–Teniendo en cuenta que eso sucedió hace unos quince años -replicó Sila enarcando una ceja- y que no lo sabíamos, poco consuelo es.

–No estoy muy inspirado hoy, ¿verdad? Perdona, Lucio Cornelio. Tú lo has vivido, y yo te escucho emocionado y compruebo que mi lengua dice torpezas -replicó Mario.

–No pasa nada, Cayo Mario, lo comprendo -dijo Sila, sonriendo.

–¡Continúa, continúa!

–Quizá uno de sus principales problemas es que no tenían un jefe digno de ese nombre; ni un plan determinado, por llamarlo de alguna manera. Yo creo que esperaban que llegase el día en que un gran rey les permitiese asentarse en unas tierras deshabitadas.

–Y, claro, los grandes reyes no están muy predispuestos a hacerlo -dijo Mario.

–No. Bueno, el caso es que dieron la vuelta y se dirigieron al oeste -prosiguió Sila-, pero apartándose del Danubius. Primero siguieron el curso del Savus, luego torcieron algo al norte y siguieron por el Dravus hasta su cabecera. Por entonces llevaban ya errantes más de seis años sin detenerse en ningún sitio más que algunos días.

–¿No viajaban en carros? – inquirió Mario.

–Rara vez. Los carros van uncidos al ganado y simplemente los guían, aunque si alguien está enfermo o hay una embarazada a punto de concebir, el carro hace de medio de transporte; pero sólo en esos casos -respondió Sila con un suspiro-. Y, bueno, ya sabemos lo que sucedió después. Penetraron en el Noricum y en las tierras de los taun.

–Quienes pidieron ayuda a Roma, Roma envió a Carbo a enfrentarse a los invasores, y éste perdió su ejército -dijo Mario.

–Y, como siempre, los germanos volvieron grupas en previsión de complicaciones -añadió Sila-. En lugar de invadir la Galia itálica, se dirigieron a las grandes montañas y volvieron al Danubius, ligeramente a la derecha de su confluencia con el Aenus. Los boyos no los dejaban pasar hacia el este y se dirigieron al oeste a lo largo del Danubius a través de las tierras de los marcomanos. Por motivos que no he logrado saber, un buen contingente de marcomanos se unió a los cimbros y teutones en el séptimo año de migración.

–¿Y qué hay de esa tempestad de truenos? – inquirió Mario-. La que interrumpió la batalla entre los germanos y Carbo, y gracias a la cual pudo salvarse parte de las tropas de Carbo. Hay quien dice que los germanos interpretaron la tormenta como señal de ira divina y que eso nos salvó de la invasión.

–Lo dudo -replicó Sila sin inmutarse-. Bueno, sí, cuando estalló la tormenta, los cimbros, que eran los que luchaban contra Carbo por hallarse más próximos a él, huyeron despavoridos, pero no creo que fuese lo que los disuadió de penetrar en la Galia itá lica. La verdad parece ser simplemente que no les gusta guerrear para conquistar territorio.

–¡Es fascinante! Y nosotros los consideramos hordas de bárbaros que codician Italia. ¿Y qué pasó a continuación? – inquirió Mario, lleno de interés.

–En esta ocasión remontaron el curso del Danubius hasta el nacimiento. En el octavo año se les unió un grupo de auténticos germanos: los queruscos, que procedían de sus tierras cercanas al río Visurgis, y, en el noveno año, un pueblo de Helvecia llamado los tigurinos, que por lo visto vivían al este del lago Lemanna y que sí son celtas. Igual que, creo, lo son los marcomanos. Sin embargo, tanto los marcomanos como los tigurinos son celtas muy germanizados.

–¿Quieres decir que no sienten repulsa por los germanos?

–¡Mucho menos del rechazo que sienten por sus congéneres celtas! – respondió Sila, sonriente-. Los marcomanos han guerreado con los boyos durante siglos y los tigurinos con los helvecios. Así que yo supongo que al cruzar sus tierras los carros germanos, pensaron que era interesante viajar a tierras desconocidas. Cuando la migración cruzó el Jura hacia la Galia Comata, eran ya más de ochocientos mil.

–Y penetraron en las tierras de los pobres eduos y los ambarres y allí se quedaron -dijo Mario.

–Más de tres años -añadió Sila, asintiendo con la cabeza-. Los eduos y ambarres eran más pacíficos, ¿comprendes? Estaban romanizados, Cayo Mario. Cneo Domicio los había metido en cintura para que nuestra provincia de la Galia Transalpina estuviera tranquila. Y a los germanos empezó a gustarles nuestro rico pan blanco… ¡para untar su mantequilla!, y para mojar en la salsa de buey y acompañar sus horrorosas morcillas de sangre.

–Hablas con verdadero sentimiento, Lucio Cornelio.

–¡Ya lo creo! – dijo Sila y, tras una breve sonrisa, contempló pensativo la superficie del vino para luego alzar sus ojos fulgurantes hacia Mario-. Ahora han elegido un rey común a todos -añadió de repente.

–¡Ah! – exclamó Mario en voz queda.

–Se llama Boiorix y es un cimbro. Los cimbros son el pueblo mas numeroso.

–Pero es un nombre celta -dijo Mario-. Boiorix… de los boyos. Una nación formidable; hay colonias de boyos por todas partes: en Dacia, Tracia, la Galia Cabelluda, la Galia itálica, Helvecia, ¡qué sé yo! Quizá hace mucho tiempo instalaron una colonia entre los cimbros. Al fin y al cabo, si ese Boiorix se dice cimbro es que debe serlo. No pueden ser tan primitivos que no tengan una tradición genealógica.

–En realidad tienen muy poca tradición genealógica -replicó Sila, apoyándose en un codo-. No porque sean realmente primitivos, sino porque su estructura social es diferente a la nuestra. Y distinta a la de todos los pueblos ribereños del Mediterráneo. No son un pueblo agrícola, y cuando la gente no posee tierras y granjas a lo largo de generaciones, no se desarrolla en ella esa idea de procedencia de un lugar; lo que significa que tampoco desarrollan un sentimiento de familia. Llevan una vida colectiva de tipo tribal, que para ellos es más importante. Prefieren regirse por un sistema alimentario común, que para ellos es más razonable. Si las casas son chozas para dormir, carentes de cocina, y la casa va sobre ruedas y tampoco tiene cocina, es más fácil matar reses enteras, asarlas enteras y alimentar a toda la tribu.

"Su tradición genealógica se basa en la tribu, o en el conjunto de tribus que constituyen un pueblo. Tienen héroes a los que cantan, pero sus hazañas están muy adornadas por encima de la realidad, y un jefe de dos generaciones atrás se transforma en un Perseo o un Hércules y pierde todo perfil humano. Su concepto de lugar es también muy difuso. Y la posición, jefe, cabecilla o chamán, se sobrepone a la identidad del que la ostenta. ¡El individuo es la posición que ocupa! Se aísla de su familia y ésta no asciende con él; y cuando muere, la posición pasa a otro elegido por la tribu sin consideraciones a lo que nosotros llamariamos títulos de familia. Sus ideas sobre la familia son muy distintas a las nuestras, Cayo Mario -dijo Sila izándose sobre el codo para servir más vino.

–¡Se nota que has vivido con ellos! – musitó Mario.

–¡Qué remedio! – dijo Sila dando un sorbo para poder echar agua en la copa-. Y no me he acostumbrado -añadió como sorprendido-. Es igual, no cabe duda de que mi mente volverá -dijo poniendo ceño-. Logré infiltrarme entre los cimbros cuando aún trataban de abrirse camino hacia los Pirineos. Sería noviembre del año pasado, cuando regresaba de verte.

–¿Cómo lo hiciste? – inquirió Mario.

–En aquel momento estaban comenzando a padecer la secuela de cualquier pueblo tras una larga guerra, igual que nosotros, sobre todo después de Arausio. Como todo el pueblo, menos los viejos y los tullidos, avanzan en bloque, todo guerrero caído suele dejar viuda y huérfanos, y esas mujeres son una carga, a menos que sus hijos varones tengan edad para convertirse en guerreros sin gran tardanza. Así que las viudas tienen que esforzarse por encontrar nuevos maridos entre los guerreros que aún son jóvenes o no han sabido procurarse esposa. Si una mujer consigue unirse con su hijo a otro guerrero, se le permite seguir igual que antes. Su carro es la dote; aunque no todas las viudas poseen carro ni todas encuentran pareja. Claro que poseer un carro ayuda mucho. Se les concede un tiempo de tres meses para encontrar pareja, es decir el plazo de una estación. Si no lo consiguen, se les da muerte junto con los hijos, y los miembros de la tribu que no tienen carro se los reparten a suertes. Matan a los que consideran demasiado viejos para contribuir productivamente al bienestar de la tribu, y si hay exceso de niñas, las matan también.

–¡Y yo que pensaba que nosotros éramos duros! – dijo Mario con una mueca.

–¿Qué dureza, Cayo Mario? – replicó Sila meneando la cabeza-. Los germanos y los galos son como cualquier otro pueblo y estructuran su sociedad para sobrevivir como tal; los que se convierten en una rémora que la comunidad no puede permitirse deben ser eliminados. ¿Y qué es mejor, dejarlas sueltas sin hombres que cuiden de ellas o eliminarlas? ¿Morir despacio de hambre y frío o rápido y sin dolor? Ellos lo ven así. No tienen más remedio que verlo así.

–Supongo que sí -dijo Mario, reticente-, pero a mi personalmente me encantan nuestros ancianos. Por escucharlos vale la pena darles comida y alojamiento.

–¡Pero eso es porque nosotros podemos permitirnos su conservación, Cayo Mario! Roma es muy rica; por consiguiente, Roma puede permitirse mantener a algunos por lo menos de los que no aportan nada productivo a la comunidad. Sin embargo, no condenamos la eliminación de los recién nacidos abandonados, ¿no?

–¡Claro que no!

–¿Y cuál es la diferencia? Cuando los germanos encuentren una patria, se volverán más parecidos a los galos. Y los galos en contacto con griegos y romanos acaban pareciéndose a griegos o romanos. Cuando tengan una patria podrán relajar sus reglas; adquirirán suficiente riqueza para alimentar a los viejos y a las viudas cargadas de hijos. Ellos no son urbanitas, sino campesinos. También las ciudades vuelven a tener reglas distintas, ¿no lo has advertido? Las ciudades engendran el mal de eliminar a los viejos y a los enfermos, y las ciudades reducen el sentimiento campesino del hogar y la familia. Cuanto más grande se hace Roma, más se parece a los germanos.

–Me pierdo, Lucio Cornelio -dijo Mario rascándose la cabeza-. ¡Vuelve al tema, por favor! ¿Qué te sucedió? ¿Encontraste una viuda y te integraste en una tribu como guerrero?

–Exactamente -respondió Sila asintiendo con la cabeza-. Sertorio hizo igual en otra tribu, y por eso no nos hemos visto mucho; sólo a veces para intercambiar observaciones. Los dos encontramos una mujer con carro y sin pareja. Eso fue después de integrarnos en las tribus como guerreros, claro, cosa que ya había sucedido mucho antes de venir a verte el año pasado, y encontramos mujer nada más regresar.

–¿Y no os rechazaron? – inquirió Mario-. Al fin y al cabo, os hacíais pasar por galos, no por germanos.

–Cierto. Pero luchábamos bien los dos. Y ningún jefe de tribu desprecia a un buen guerrero -dijo Sila con una sonrisa.

–¡Por lo menos no os habrán hecho matar romanos! Aunque lo habríais hecho en caso necesario.

–Por supuesto-respondió Sila-. ¿Tú no?

–Claro que sí. El amor es para todos y el sentimiento para unos pocos -respondió Mario-. Un hombre debe luchar para salvar a todos, no a unos pocos. Bueno, salvo si se le presenta la oportunidad de hacer las dos cosas -añadió con el rostro iluminado.

–Yo era un galo de los carnutos, sirviendo como guerrero cimbro -dijo Sila, pensando en que la filosofía de Mario era tan confusa como éste pensaba que era la suya-. A principios de primavera hubo un gran consejo de todos los jefes de las tribus. Por entonces, los cimbros habían impulsado al máximo su avance hacia el oeste, con la esperanza de entrar en Hispania por la zona en que son más bajos los Pirineos. El consejo se celebró en la orilla del río que los aquitanos llaman Aturis. Habían llegado noticias ciertas de que todas las tribus de cántabros, astures, vetones, lusitanos occidentales y vascones se habían aliado al otro lado de la cordillera para contener la invasión germana. Y en este consejo, de pronto, sin que nadie lo esperase, surgió Boiorix.

–Recuerdo el informe que hizo Marco Cota después de Arausio -dijo Mario-. Era uno de los dos jefes que riñeron, el otro fue Teutobodo de los teutones.

–Es muy joven -dijo Sila-; no tendrá más de treinta años. Es altísimo y de contextura hercúlea; tiene unos pies que parecen lubinas. Pero lo interesante es su mentalidad parecida a la nuestra. Tanto galos como germanos tienen unos esquemas mentales tan distintos a los de cualquier pueblo del Mediterráneo, que nosotros los vemos como bárbaros. Mientras que Boiorix ha demostrado estos últimos nueve meses ser un bárbaro muy distinto. Para empezar, ha aprendido a leer y escribir en latín, no en griego. Creo que ya te he mencionado que cuando un galo muestra tendencia a instruirse, aprende latín en vez de griego.

–¡Boiorix, Lucio Cornelio, Boiorix! – dijo Mario, impaciente.

–Volvamos a Boiorix -continuó Sila, sonriente-. Había tenido buen ascendiente en los consejos tal vez durante cuatro años, pero en primavera se impuso a la oposición y se hizo nombrar jefe supremo; nosotros le llamariamos rey, dado que tiene la prerrogativa de adoptar una decisión irrevocable en todas las circunstancias sin temor a caer en desacuerdo con el consejo.

–¿Y cómo consiguió hacerse nombrar? – inquirió Mario.

–Por el viejo sistema -respondió Sila-. Ni germanos ni galos efectúan elecciones, aunque a veces votan en el consejo; pero las decisiones del consejo suelen supeditarse a quien logra permanecer más tiempo sobrio o tiene la voz más fuerte. Pero en el caso de Boiorix se proclamó rey por derecho de combate, matando a todos sus adversarios. No fue un solo encuentro, sino toda una jornada de lucha en la que fueron cayendo todos sus oponentes: en total once cabecillas que mordieron el polvo al estilo homérico.

–Rey por muerte de los rivales -dijo Mario, pensativo-. ¿Qué satisfacción reporta eso? ¡Es algo auténticamente bárbaro! A un rival se le aplasta en el debate o ante los tribunales para que pueda seguir luchando; todos debemos tener rivales. Teniendo rivales vivos, quien se impone más brilla por ser mejor que ellos; mientras que muertos no brilla nada.

–Estoy de acuerdo -dijo Sila-, pero en el mundo bárbaro, es decir en occidente, el criterio que impera es matar a los rivales. Es más seguro.

–¿Y qué sucedió con Boiorix después de proclamarse rey?

–Dijo a los cimbros que no iban a dirigirse a Hispania, que había lugares mucho más fáciles. Como Italia. Pero primero señaló que los cimbros iban a unirse a los teutones, los tigurinos, los marcomanos y los queruscos; y que, entonces, él seria rey de germanos y cimbros.

Sila volvió a llenar su copa con vino bien aguado.

–Pasamos la primavera y el verano avanzando hacia el norte por la Galia Cabelluda; cruzamos el Garumna, el Liger y el Sequana y entramos en las tierras de los belgas.

–¡Los belgas! – exclamó Mario-. ¿Los has visto?

–Sí, claro -respondió Sila, sin darle mayor importancia.

–Y habría guerra a muerte.

–Ni mucho menos. El rey Boiorix optó por lo que denominariamos abrir negociaciones. Hasta el viaje de verano por la Galia Cabelluda, los germanos no habían mostrado interés por negociar, y cada vez que se tropezaban con uno de nuestros ejércitos impidiéndoles el paso, por ejemplo, enviaban una embajada pidiendo permiso de tránsito por territorio romano. Nosotros siempre se lo hemos negado, naturalmente. Y ellos se alejaban y no volvían a intentarlo. Nunca han titubeado, ni han solicitado sentarse a una mesa de negociaciones, ni han tratado de saber si había algo que nosotros estuviésemos decididos a pedirles para abrir negociaciones. Pero Boiorix negoció el paso de los cimbros por la Galia Cabelluda.

–¿Ah, sí? ¿En qué condiciones?

–A cambio de dar a galos y belgas carne, leche, mantequilla y trabajo en los campos. Hizo un trueque de su ganado por cerveza y trigo y les ofreció sus guerreros para ayudarlos a labrar más tierras para que hubiese bastantes para todos -respondió Sila.

–¡Un bárbaro muy listo! – comentó Mario con un enérgico movimiento de cejas.

–Ya lo creo, Cayo Mario. Y así, en absoluta paz y amistad, seguimos el curso del rio Isara al norte de Sequana y, finalmente, llegamos a las tierras de una tribu belga, los aduatucos; éstos son principalmente germanos que viven en las orillas del río Mosa, más abajo del Sabis, y que también están asentados en el lindero de un vastísimo bosque llamado la Arduenna y que se extiende desde el este del Mosa hasta el Mosella, y que resulta impenetrable para los no germanos. Los auténticos germanos de Germania viven en bosques y los utilizan como nosotros las fortificaciones.

Mario seguía reflexionando con sumo interés, porque sus cejas no dejaban de moverse como si actuaran con vida propia.

–Continúa, Lucio Cornelio; cada vez encuentro más interesante al enemigo germano.

–Me lo imaginaba -replicó Sila inclinando la cabeza-. Los queruscos proceden, en realidad, de una región de Germania no muy lejos de las tierras de los aduatucos, y son parientes. Y así convencieron a los teutones, los tigurinos y los marcomanos para que los siguieran a las tierras de los aduatucos, mientras los cimbros andaban por el sur camino de los Pirineos. Pero cuando los cimbros regresaron a finales del Sextilis, lo que vieron no fue nada halagüeño: los teutones se habían querellado con aduatucos y queruscos al extremo de que había habido muchas escaramuzas, bastantes muertes y existía un malestar que nosotros, los cimbros, notamos iba en aumento.

–Y el rey Boiorix lo arregló todo -dijo Mario.

–¡Él lo arregla todo! – respondió Sila con una sonrisa-. Apaciguó a los aduatucos y convocó un gran consejo de los emigrantes germanos, cimbros, teutones, tigurinos, queruscos y marcomanos. En este consejo anunció que no sólo era rey de los cimbros, sino rey de todos los germanos. Tuvo que enfrentarse a varios en duelo, pero no a sus únicos rivales serios, Teutobodo de los teutones y Getorix de los tigurinos. Estos también tienen una mentalidad más romana, y decidieron seguir viviendo y representar una amenaza para el rey Boiorix.

–¿Y todo esto cómo lo supiste? – inquirió Mario-. ¿Es que te habías convertido en cabecilla y estabas en el consejo?

–En realidad me había convertido en un cabecilla -contestó Sila, haciéndose el modesto con esfuerzo, ya que la humildad estaba considerada falta de carácter-. No un gran jefe, compréndelo, pero lo suficiente para que me invitasen a los consejos. Mi esposa Germana, que no es cimbra sino del pueblo querusco, dio a luz dos hijos cuando alcanzamos el Mosa y esto fue interpretado como tan buen augurio que mi categoría de jefecillo ascendió a la de cabecilla de grupo a tiempo para participar en el gran consejo de todos los germanos.

Mario soltó una carcajada.

–¿Quieres decir que algún día algún pobre romano puede tropezarse con un par de pequeños germanos que se te parecen? – inquirió.

–Es posible -respondió Sila.

–¿Y con unos pequeños Quintos Sertorios?

–Con uno por lo menos.

–Continúa, Lucio Cornelio -dijo Mario, ya serio.

–Ese Boiorix es muy muy listo. Hagamos lo que hagamos, no debemos subestimarle porque sea un bárbaro. Delineó una estrategia de la que tú mismo te habrías enorgullecido. Y no exagero, créeme.

–¡Te creo! – replicó Mario, tenso de interés-. ¿Qué estrategia?

–El año que viene, en cuanto el tiempo lo permita, a más tardar en marzo, los germanos tratarán de invadir Italia por tres frentes -respondió Sila-. Y cuando digo marzo, quiero decir que será la fecha en que los ochocientos mil bárbaros abandonarán las tierras de los aduatucos. Boiorix ha fijado en seis meses el plazo para que todos cubran el viaje desde el río Mosa hasta la Galia itálica.

Ambos se inclinaron hacia adelante.

–Los ha dividido en tres contingentes de fuerzas. Los teutones invadirán la Galia itálica desde el oeste; éstos son unos doscientos cincuenta mil, los dirigirá su rey Teutobodo, y su plan es bajar por el Rhodanus y a lo largo de la costa de Liguria hasta Genua y Pisae. No obstante, yo imagino que, al estar Boiorix al mando de la invasión, antes de que se inicie habrán cambiado el itinerario para llegar por la Via Domitia y el paso del monte Genava. Con lo cual avanzarán por el Padus en Taurasia.

–Aparte de latín, están aprendiendo geografía, ¿no? – inquirió Mario, sonriente.

–Ya te he dicho que Boiorix lee mucho. Además, ha sometido a tortura a prisioneros romanos, porque no todos los que perdimos en ArausiO murieron. Si cayeron en manos de los cimbros, Boiorix los conservó con vida hasta enterarse de lo que le interesaba. A los nuestroS no se les puede reprochar que hablasen -añadió Sila con una mueca-. Los germanos recurren a la tortura como cosa natural.

–O sea que los teutones seguirán la misma ruta que tomaron todos ellos antes de Arausio -dijo Mario-. ¿Y los otros cómo piensan penetrar en la Galia itálica?

–Los cimbros son los más numerosos de los tres grandes grupos de germanos -respondió Sila-. En total, cuatrocientos mil por lo menos. Mientras que los teutones bajan directamente siguiendo el curso del Mosa hasta el Arar y el Rhodanus, los cimbros avanzarán a lo largo del Rhenus hasta el lago Brigantinus, seguirán en dirección norte para rebasar el lago y alcanzar el nacimiento del Danubius. Luego seguirán hacia el este del Danubius hasta llegar al Aenus y continuar aguas abajo para entrar en la Galia itálica por el paso de Brennus, con lo que aparecerán en Athesis, cerca de Verona.

–Dirigidos por el propio Boiorix -dijo Mario, hundiendo la cabeza entre los hombros-. Esto me gusta cada vez menos.

–El tercer grupo es el más reducido y menos compacto -prosiguió Sila-. Lo forman tigurinos, marcomanos y queruscos; unos doscientos mil. Irán al mando de Getorix de los tigurinos. Al principio, Boiorix iba a dirigirlos en línea recta cruzando las grandes selvas germanas, la Hercinia, la Gabreta, etcétera, para hacerlos caer a través de Panonia en Noricum; pero luego creo que dudó de si seguirían ese plan y decidió hacerlos avanzar con él por el Danubius hasta el Aenus. Desde allí proseguirán en dirección este a lo largo del Danubius hasta alcanzar Noricum para girar hacia el sur y entrar en la Galia itálica por los Alpes Cárnicos, con lo que caerán sobre Tergeste, no lejos de Aquileia.

–¿Y dices que los tres grupos disponen de seis meses para hacer el viaje? – inquirió Mario-. Bien, no digo que los teutones no lo consigan, pero los cimbros tienen un itinerario mucho más largo, y el grupo hibrido, todavía más.

–Pues ahí te equivocas, Cayo Mario -replicó Sila-, porque, en realidad, desde el punto del Mosa en que se separan los tres grupos, la distancia que recorre cada uno de ellos es igual. Los tres tienen que atravesar los Alpes, pero sólo los teutones los cruzan por territorio que no han atravesado antes. ¡En los últimos dieciocho años los germanos han ido a todos los sitios cruzando los Alpes! Han bajado desde el nacimiento del Danubius en Dacia, han bajado por el Rhenus desde sus fuentes en Helella y han descendido por el Rhodanus desde sus fuentes en Arausio. Son veteranos alpinistas.

–¡Por Júpiter, Lucio Cornelio, es magistral! – masculló Mario con un silbido-. Pero ¿llegarán en la fecha prevista? Quiero decir que Boiorix tiene que contar con que los tres grupos lleguen a la Galia itálica en octubre.

–Yo creo que los teutones y los cimbros la alcanzarán por esa fecha, porque están bien dirigidos y muy motivados. En cuanto a los otros, no estoy muy seguro; ni creo que lo esté Boiorix.

Sila se levantó de la camilla y comenzó a pasear de arriba abajo.

–Hay otra cosa, Cayo Mario, y es algo muy serio. Después de dieciocho años de andar de un lado para otro, los germanos están cansados y quieren desesperadamente asentarse. Hay un gran número de niños que han crecido, convirtiéndose en jóvenes guerreros sin tener una patria. En realidad se ha estado hablando de regresar al Quersoneso Címbrico, ya que hace tiempo que el mar ha retrocedido y la tierra vuelve a ser fértil.

–¡Ojalá lo hicieran! – exclamó Mario.

–Pero ya es demasiado tarde -dijo Sila, paseando incansable-. Ahora ya se han acostumbrado al pan blanco crujiente para untar mantequilla, a mojar la salsa de buey y a acompañar sus horrendas morcillas de sangre. Les gusta el calor del sol del sur y la proximidad de las grandes montañas blancas. Primero Panonia y Noricum, luego la Galia. Nuestro mundo es más rico, y ahora que tienen por jefe a Boiorix, han decidido apoderarse de él.

–No, mientras yo tenga el mando, no lo conseguirán -dijo Mario arrellanándose en la silla-. ¿Eso es todo?

–Todo… y nada -replicó Sila con aire entristecido-. Podría hablarte de ellos días seguidos. Pero de momento es cuanto necesitas saber.

–¿Y tu mujer y tus hijos? ¿Los has dejado para que los eliminen al no tener un guerrero que ofrecer a la comunidad?

–¿No es curioso? – inquirió Sila, pensativo-. Me resultó imposible, y lo que hice fue llevar a Germana y a los niños con los queruscos que viven al norte del Chatti, a orillas del río Visurgis. Su tribu pertenece a los queruscos, aunque se llaman los marsos. Extraño, ¿no crees? Nosotros tenemos nuestros marsos y los germanos los suyos; el nombre se pronuncia exactamente igual. Lo que hace pensar en cómo llegamos a ser lo que somos… ¿Será parte de la naturaleza humana vagabundear en busca de nuevas patrias? ¿Nos cansaremos los romanos de Italia algún día y emigraremos a otra parte? He pensado mucho a propósito del mundo desde que me uní a los germanos, Cayo Mario.

Por algún motivo que no alcanzaba a entender, estas últimas palabras de Sila casi hicieron llorar a Mario, por lo que dijo con voz más queda de lo habitual:

–Me alegro de que no dejaras que la matasen.

–Yo también, a pesar de que no tenía tiempo. Me preocupaba no llegar a verte antes de las elecciones consulares, ya que pensé que mis informaciones te servirían mucho -dijo con un carraspeo-. En realidad, me comprometí a concluir un tratado de paz y amistad, en tu nombre, naturalmente, con los marsos de Germania. Pensé que así, en cierto modo, mis hijos tendrán un atisbo de Roma. Germana me ha prometido criarlos de forma que piensen bien de Roma.

–¿No volverás a verla? – inquirió Mario.

–¡Claro que no! – replicó Sila sin pensárselo dos veces-. Ni a los gemelos. Cayo Mario, no pienso volver a dejarme crecer el pelo ni el bigote, ni a viajar lejos de las tierras mediterráneas. La dieta de buey, leche, mantequilla y gachas de avena no se acomoda a mi estómago romano; ni me gusta vivir sin bañarme y me desagrada la cerveza. Yo he hecho lo que he podido por Germana y los niños, llevándolos a donde la falta de un guerrero no significa la muerte para ellos; pero le he dicho a ella que intente buscar otro hombre. Es lo razonable y lógico. Si todo va bien, sobrevivirán; y mis hijos serán unos buenos germanos. ¡Fieros guerreros, espero! Y espero que más importantes que yo. No obstante, si la Fortuna no hace que sobrevivan, mejor que yo no lo sepa, ¿no crees?

–Efectivamente, Lucio Cornelio -contestó Mario, mirándose las manos que asían la copa y sorprendiéndose al verse los nudillos blancos.

–La única ocasión en que doy crédito a las alegaciones de Metelo Numídico el Meneítos respecto a tus orígenes vulgares -dijo Sila en tono jocoso-, es cuando algún incidente excita tu adormecida sentimentalidad de campesino.

–Lo peor de ti, Sila -replicó Mario, clavando en él su mirada-, es que no sé qué es lo que te hace funcionar. Qué es lo que te hace mover las piernas, balancear los brazos y por qué sonríes como un lobo. Ni qué es lo que realmente piensas. Eso sí que no lo sabré nunca.

–Ni nadie, cuñado, por si te sirve de consuelo. Ni yo mismo -respondió Sila.

* * *