Aún se hallaba eufórico, viviendo aquellos momentos gloriosos, después de haber entregado la carta de Mario al portavoz de la cámara; había visto con sus propios ojos cómo el Senado de Roma recibía la noticia de que se había puesto fin a la amenaza de los bárbaros; los aplausos, los vítores, los senadores bailando y llorando de gozo, Cayo Servilio Glaucia, cabeza del colegio de los tribunos de la plebe, corriendo con la toga recogida desde la cámara hasta el Foro para gritar la noticia desde la tribuna de los Espolones, la augusta presencia de Metelo el Numídico y del pontífice máximo Ahenobarbo, dándose solemnemente la mano y procurando contener dignamente su euforia.
–Es un presagio -dijo a su esposa, mirándola admirado; era muy hermosa y no se notaba en absoluto nada que hubiera estado viviendo más de cuatro años en el Subura como propietaria de una ínsula.
–Llegarás a ser cónsul -comentó ella, convencida-. Siempre que se piense en la victoria de Vercellae, se te recordará por haber traído la noticia a Roma.
–No -replicó él-, pensarán en Cayo Mario.
–Y en ti -insistió la rendida esposa-. Fue a ti a quien vieron primero; a su cuestor.
César suspiró, se rebulló en la camilla y dio una palmadita en el sitio vacío próximo a él.
–Ven aquí -dijo.
–¡Cayo Julio! – exclamó Aurelia, correctamente sentada en su silla, mirando hacia la puerta del comedor.
–Estamos solos, querida esposa, y no voy a ser tan rigorista en mi primera noche en casa como para estar separado de ti por una mesa -replicó él, dando otra palmadita en el sofá-. ¡Ven inmediatamente aquí, mujer!
Cuando la joven pareja montó su hogar en el Subura, su llegada acaparó lo bastante la atención para ser objeto de curiosidad de cuantos vivían en las calles contiguas a la ínsula de Aurelia. Los caseros de ascendencia aristocrática eran bastante corrientes, pero no que vivieran en el mismo barrio; por eso Cayo Julio César y su esposa resultaban una pareja extraña, y por consiguiente llamaban la atención más de lo debido, pues, pese a su enorme extensión, el Subura era un pueblo bullente dado al cotilleo en donde cualquier novedad causaba sensación.
Todos vaticinaban que la joven pareja no duraría mucho en el barrio, porque el Subura, gran rasero de pretenciosos y orgullosos, pronto les haría ver lo que eran: gente del Palatino. ¡Qué ataques de histeria iba a sufrir la señora! ¡Qué berrinches iba a coger el señor! Ja, ja. Eso decían los entendidos del Subura, frotándose las manos por verlo llegar.
Pero no sucedió nada de eso. Vieron que a la señora no le importaba hacer la compra, ni tenía pelos en la lengua para cortar de plano a cualquier rijoso que intentara hacerle proposiciones, ni se asustaba cuando las mujeres le hacían corrillo, cuando cruzaba el Vicus Patricii, diciéndole que se fuera a vivir al Palatino, que era lo que le correspondía. En cuanto al señor, era un auténtico caballero, en todo el sentido de la palabra: imperturbable, cortés, interesado por cualquier cosa que le dijeran los vecinos y solícito en cuanto a arrendamientos y contratos.
Así, pronto se ganaron el respeto y hasta el afecto, pues muchas de sus virtudes eran novedad, como su disposición a no inmiscuirse en asuntos ajenos ni a preguntar a los demás por sus cosas; nunca se quejaban ni criticaban y jamás pretendían destacar sobre sus congéneres. Si les hablaban, ellos en seguida sonreían y mostraban auténtico interés, cortesía y sensibilidad. Aunque al principio esto parecía una simple postura, al final los vecinos de aquella zona del barrio comprendieron que César y Aurelia eran tal como parecían.
Para Aurelia la aceptación del vecindario fue mucho más importante que para César; ella era quien intervenía en los asuntos del Subura y la propietaria de la populosa ínsula. Al principio no había sido fácil, aunque ella no comprendió el porqué hasta después de que César dejara Roma. Eran dificultades derivadas de su falta de experiencia. Los agentes que le habían vendido la ínsula se ofrecieron como intermediarios para cobrar los alquileres y tratar con los inquilinos; a César le pareció buena idea, y por eso ella, como obediente esposa, aceptó. Pero César no entendió el comentario latente de algo que ella le dijo un mes después de vivir allí, relativo a los inquilinos.
–Lo que más me cuesta es la diversidad -comentó con animada expresión, prescindiendo de su habitual compostura.
–¿Diversidad? – inquirió él.
–Mira, en los dos últimos pisos son casi todos libertos y todos parecen llevar el mismo estilo de vida que sus antiguos amos, tienen el rostro arrugadísimo y más novios que esposas. En la planta principal hay de todo: desde un herrero romano con hijos, un ceramista romano con hijos y un pastor romano con hijos. ¿Sabías que hubiera pastores en Roma? Apacienta las ovejas por los Campus Lunatarius hasta que se las compran para llevarlas al matadero, ¿no es fantástico? Le pregunté por qué no vivía más cerca de su trabajo, y me dijo que tanto él como su esposa eran del Subura y no les gustaba vivir en otro sitio que no fuera el barrio, y que no le importa andar tanto.
–No es que sea elitista, Aurelia -replicó César con ceño-, pero no sé si es conveniente eso de entablar conversación con tus inquilinos. Eres la esposa de un Julio y debes guardar ciertas reglas de conducta. No hay que ser nunca autoritario ni grosero con esas gentes, pero tampoco mostrar excesivo interés por ellos; pronto partiré de Roma y no quiero que mi esposa haga amistad con personas que no conoce. Debes mantenerte un poco por encima de tus inquilinos. Menos mal que los agentes recaudan el alquiler y son los que se entienden con ellos.
Aurelia había puesto mala cara y le miraba decepcionada.
–Lo… lo siento, Cayo Julio; no… no lo había pensado. No creas que es que yo me meto en sus vidas. Sólo consideré interesante saber a qué se dedicaban.
–Sí, claro, lo es -dijo él, consciente de que la había herido-. Cuéntame más cosas.
–Hay un maestro de retórica griego con su familia, y un maestro romano con la suya que están interesados en alquilar los dos cuartos contiguos a su vivienda cuando queden libres para dar clases en ellos. Me lo han dicho los agentes -añadió, lanzando una breve mirada a su marido y mintiéndole por primera vez.
–Me parece muy bien. ¿Y quién más hay, cariño?
–En la planta que tenemos encima, gente muy rara. Hay un mercader de especias que tiene una esposa engreída y horrenda, ¡y un inventor! Es soltero y tiene toda la vivienda llena de fantásticas maquetas de grúas, bombas y molinos -contestó ella, dándole gusto a la lengua.
–¿Es que has estado en la vivienda de un soltero, Aurelia? – inquirió César.
–¡No, Cayo Julio, qué va! – replicó ella, diciéndole la segunda mentira, con el corazón latiéndole apresuradamente-. El agente pensó que convenía que le acompañase en una visita de inspección para ver cómo vivían los inquilinos.
–¡Ah, ya! – dijo César, tranquilizándose-. ¿Y qué inventa ese inventor?
–Frenos y poleas principalmente, creo. Con una maqueta me demostró cómo funciona una grúa, pero dijo que no tengo conocimientos técnicos, así que no entendí gran cosa.
–Pues debe de ganar dinero con sus inventos, si vive en el piso principal -comentó César, consciente de que su esposa no hablaba con la misma animación que al principio y dándose cuenta por intuición a qué se debía.
–Para las poleas está asociado con una fundición que trabaja para los contratistas de la construcción y los frenos los fabrica en un pequeño taller suyo que tiene no lejos de aquí -contestó Aurelia, lanzando un profundo suspiro y cambiando al tema de los otros inquilinos-. ¡Hay una planta entera de judíos, Cayo Julio! Me dijeron que les gusta vivir juntos porque tienen muchas reglas y preceptos, que por cierto parecen haberse impuesto ellos mismos. ¡Son gente muy religiosa! No me extraña que provoquen xenofobia porque con su actitud nos dejan como si fuésemos gente moralmente despreciable. Todos trabajan de forma independiente, más que nada porque descansan cada siete días. ¿Verdad que es curioso? Como en Roma se celebra mercado cada ocho días, aparte de las fiestas y celebraciones, ellos no se adaptan con los trabajadores no judíos y por eso hacen tratos en lugar de aceptar empleos normales.
–¡Qué cosa tan rara! – exclamó César.
–Son todos artesanos e intelectuales -añadió Aurelia, con cuidado de hablar en tono indiferente-. Uno de ellos, creo que se llama Simón, es un escriba extraordinario. ¡Qué maravillosos trabajos hace, Cayo Julio; una maravilla! Sólo escribe en griego. Ninguno de ellos domina muy bien el latín, pero siempre que hay un autor que desea hacer una edición especial a un precio más alto de lo normal, acude a Simón, que tiene cuatro hijos a quienes está enseñando el oficio de escriba y que van a clase con el maestro romano además de a su propia escuela religiosa, porque Simón quiere que sepan el latín tan bien como el griego, el arameo y el hebreo, creo que me dijo. Así nunca les faltará trabajo en Roma.
–¿son escribas todos ellos?
–Oh, no, sólo Simón. Hay uno que trabaja el oro para algunas tiendas del Porticus Margaritaria. Y también un escultor, un sastre, un armero, un tejedor, un albañil y un mercader de bálsamo.
–No trabajarán todos en la vivienda… -comentó César, alarmado.
–Sólo el escriba y el orfebre, Cayo Julio. El armero tiene un taller en la cumbre de Alta Semita, el escultor tiene alquilado el suyo a una empresa de Velabrum y el albañil trabaja cerca de los muelles del puerto de Roma. – Contra su voluntad, los ojos color malva de Julia comenzaron a brillar-. Cantan mucho; sobre todo himnos religiosos. Es un modo de canto muy extraño, ¿sabes?, al estilo oriental, y disonante. Pero mucho mejor que el llanto de los críos.
César alargó la mano y le apartó un mechón que le había caído sobre el rostro; dieciocho años tenía su esposa.
–Por lo visto, a los judíos les gusta vivir en esta casa -dijo.
–Parece que les encanta -contestó Aurelia.
Aquella noche, cuando César se quedó dormido, ella, tumbada a su lado, regó la almohada con unas lágrimas. No había pensado en que César le exigiría la misma conducta allí en la ínsula del Subura que en una casa del Palatino; ¿es que no entendía que en aquel populoso barrio no existían las diversiones y esparcimientos propios de una esposa en el Palatino? No, claro que no, El estaba totalmente absorto en su incipiente carrera pública y se pasaba el día en los tribunales, con senadores importantes como Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, la casa de la moneda, el Tesoro y los diversos soportales y columnatas a los que acudía a formarse en su cargo de senador bisoño. No había esposo más amable y considerado, pero Cayo Julio César seguía creyéndola alguien especial.
Lo cierto es que Aurelia había concebido la idea de regentar ella sola la ínsula sin necesidad de ningún administrador. Por ello había visitado a todos los inquilinos; para conocerlos y saber qué clase de gente eran. Le habían gustado y no había encontrado motivo alguno para no tratar directamente con ellos. Hasta que habló con su esposo y comprendió que ella, su apreciadísima esposa, era una mujer distinta, una mujer ungida con la dignítas de los Julios, a la que nunca se permitiría hacer nada que pudiera ser un desdoro para su familia. Su formación era lo bastante similar a la de él para darse cuenta y entenderlo; pero ¿en qué iba a ocuparse, si no? Y en el hecho de haberle dicho dos mentiras, ni se atrevía a pensar; así que optó por dejar que le venciese el sueño.
Afortunadamente, su dilema quedó provisionalmente resuelto por el embarazo. Su estado la hizo más flemática, aunque no sufrió ninguno de los trastornos característicos. Tratándose de una mujer joven y sanísima, contaba, además, con suficiente sangre nueva por ambas partes a guisa de garantía contra la fragilidad de las doncellas de la rancia nobleza; aparte de que había adoptado la costumbre de andar varias millas cada día para que no le abatiera el aburrimiento, y tenía de sobra con su gigantesca criada Cardixa como protección en la calle.
César fue destinado a servir con Cayo Mario en la Galia Transalpina antes de que naciera el niño, por lo que le inquietó dejar sola en Roma a su esposa en tan avanzado estado.
–No te preocupes; estaré perfectamente -dijo ella.
–Ten cuidado de irte a casa de tu madre con suficiente antelación -dijo él.
–Tú déjame que ya me las arreglaré -fue todo lo que ella prometió.
Por supuesto que no fue a casa de su madre; el niño nació en su casa y sin necesidad de que interviniesen los físicos famosos del Palatino, sino simplemente la comadrona y Cardixa. Fue un parto bastante breve y fácil, en el que vino al mundo una niña, otra Julia, tan rubia y con ojos tan azules como era de rigor en una Julia.
–La llamaremos "Lia" para abreviar -dijo Aurelia a su madre.
–¡Oh, no! – exclamó Rutilia, a quien eso de "Lia" le parecía demasiado corriente y anodino-. ¿Qué te parece Julilla?
–No -contestó Aurelia, meneando enérgicamente la cabeza-, es un diminutivo aciago. La llamaremos "Lia".
Pero Lia no medraba; estuvo llorando sin cesar durante seis semanas, hasta que Ruth, la esposa de Simón, bajó a casa de Aurelia, rechazó con desdén las alegaciones de los médicos de Aurelia y de los preocupados abuelos Cota sobre cólicos y resfriados.
–Esta niña lo que tiene es hambre -dijo Ruth en un griego con un fuerte deje-. ¡No tenéis leche, muchacha tonta!
–¡Oh!, ¿y dónde voy a encontrar un ama de cría? – inquirió Aurelia, profundamente aliviada al ver que aquello era lo cierto, pero sin saber cómo iba a convencer a la servidumbre para que admitieran a otro miembro en sus cuartos.
–No necesitáis ama de cría, muchacha tOnta -replicó Ruth-. En la casa hay muchas mujeres con niños de pecho. No os preocupéis, entre todas alimentarán a la pequeña.
–Yo os lo pagaré -dijo Aurelia, procurando no mostrarse excesivamente protectora.
–¿El qué? ¿La naturaleza? Dejadlo en mis manos, muchacha tonta. ¡Y ya me aseguraré de que primero se lavan bien los pechos! Esta pequeña tiene que recuperar el tiempo perdido, no queremos que se ponga enferma -dijo Ruth.
Y así la pequeña Lia tuvo a su disposición las amas de cría de toda una ínsula y aquella increíble batería de pezones que le ponían en la boquita parecía importarle tan poco como la mezcla de leche griega, romana, judía, hispana y siria. Y la pequeña Lia comenzó a medrar. Igual que la madre, una vez recuperada del parto y de la preocupación de oírla llorar constantemente. Una vez que César dejó Roma, el verdadero carácter de Aurelia comenzó a afirmarse. Primero venció fácilmente a sus parientes varones, a quienes él había encomendado vigilarla.
–Padre, si os necesitase -dijo con firmeza a Cota-, ya os llamaría.
–¡Tío Publio, déjame en paz! – le espetó a Rutilio Rufo.
–¡Sexto Julio, vete a la Galia! – conminó al hermano mayor de su esposo.
Luego miró a Cardixa y se frotó las manos, satisfecha.
–¡Por fin puedo vivir mi vida! – exclamó-. ¡Ya verás los cambios!
Comenzó en su propia vivienda, en la que los esclavos que César había aportado con el matrimonio mandaban en la joven pareja, en vez de ser al revés. La servidumbre, dirigida por el mayordomo, un griego llamado Eutico, se había confabulado para que Aurelia no tuviese motivos de censurarlos ante su esposo, pues había comprobado que César veía las cosas de distinto modo que ella, y, sobre todo, los asuntos domésticos. Pero, en un solo día, Aurelia metió a los criados en cintura y les imbuyó perfectamente lo que esperaba de ellos con un discurso y luego con un programa. Cayo Mario habría aprobado totalmente el discurso, porque era breve, aplastantemente sincero y dirigido al estilo de un general.
–¡Vaya con la domina! – comentó Murgus, el cocinero, al mayordomo-. ¡Y yo que creía que era una muñequita…!
–¿Y qué voy a decir yo? – añadió Eutico, alzando al cielo sus seductores ojos de largas pestañas-. ¡Yo, que pensaba que iba a poder meterme en su dormitorio para consolarla durante la ausencia de Cayo Julio! ¡Antes me metería en la cama con un león!
–¿Tú crees que tendría riñones para asumir la pérdida económica de vendernos con malas referencias? – inquirió el cocinero, temblando ante la perspectiva.
–Y para crucificarnos -contestó el mayordomo.
–¡Vaya con la domina! – exclamó afligido el cocinero.
Después de aquella primera iniciativa, Aurelia fue a hablar con el inquilino de la otra vivienda de la planta baja. Su conversación con César respecto a los inquilinos la había disuadido de su primitiva intención de echarle, y al final no había hablado a su esposo de aquel hombre, comprendiendo que él no iba a ver el asunto igual que ella. Pero ahora podía actuar; y sin dilación.
A la otra vivienda de la planta baja tenía también acceso por el interior de la ínsula y lo único que tenía que hacer era cruzar el patio de luces; pero eso confería a su visita una familiaridad que en modo alguno deseaba, y optó por ir directamente a la puerta principal de la vivienda, lo que la obligaba a salir a la calle por la puerta de su casa al Vicus Patricii, doblar la esquina para pasar por delante de las tiendas que tenía alquiladas hasta la entrada de aquella segunda vivienda de la planta baja.
El inquilino era un famoso actor llamado Epafrodito, que, según el registro, llevaba viviendo allí más de tres años.
–Di a Epafrodito que la casera desea verle -dijo Aurelia al portero.
Mientras esperaba en el vestíbulo -tan grande como el de su propia vivienda- lo examinó con la experiencia acumulada en lo relativo a grietas, desportilladuras, desconchados, etcétera, y lanzó un suspiro. Estaba mejor que su propio vestíbulo y lo habían decorado hacía poco con un fresco representando ramos de flores y frutas, colgados de regordetes Cupidos entre cortinas púrpuras muy bien conseguidas.
–¡No lo puedo creer! – exclamó una hermosa voz en griego.
Aurelia giró sobre sus talones para ver al inquilino. Era más viejo de lo que la voz, su fama en el escenario o la vista a través del patio daban a entender: un cincuentón con peluca dorada y un elaborado maquillaje, con amplia túnica púrpura de Tiro bordada con estrellas de oro. Aunque muchos de los que vestían la púrpura pretendían que era de Tiro, ésta silo era, pues reunía ese tono negro con un brillo que cambiaba de matiz según la incidencia de la luz, tiñéndose de oscuras irisaciones ciruela y carmesí; en tapicería era más frecuente, pero únicamente una vez en su vida había visto Aurelia genuina púrpura de Tiro en un vestido, y había sido con ocasión de su visita a la villa de Cornelia, madre de los Gracos, quien había mostrado con orgullo una túnica apresada por Emilio Paulo al rey Perseo de Macedonia.
–¿No os creéis qué? – inquirió Aurelia, también en griego.
–¡Veros a vos, querida! Había oído que nuestra casera era una beldad con ojos malva, pero la realidad supera a cuanto había imaginado viéndoos de lejos en el patio -replicó el actor con voz aflautada, más melodiosa que grotesca, pese al tono afeminado-. ¡Sentaos, sentaos! – añadió.
–Prefiero estar de pie.
Él se detuvo en seco y la miró con las cejas enarcadas.
–¡Venís a hablar de negocios!
–Exactamente.
–¿Y en qué puedo serviros?
–Dejando la vivienda -contestó Aurelia.
–¿Qué? – replicó él, conteniendo un grito, sorprendido, y llevándose las manos al pecho con gesto horrorizado.
–Os doy ocho días de plazo -añadió Aurelia.
–¡No podéis hacer eso! ¡He pagado el alquiler sin falta y cuido esta vivienda como si fuese mía! Indicadme las razones, domina -añadió, ahora con voz firme y gesto que desdecía toda la máscara de maquillaje.
–No me gustan vuestras costumbres -adujo Aurelia.
–Mis costumbres son asunto mio -replicó Epafrodito.
–No, cuando tengo que criar a mis hijos y éstos ven por el patio escenas que no son convenientes, y menos para un niño -replicó ella-. Y mucho menos aún cuando la prostitución de ambos sexos sale a ese patio a proseguir sus actividades.
–Poned cortinas -alegó Epafrodíto.
–No pienso hacerlo, ni me contentaría con que las pusieseis vos. En mi casa, además de ojos hay oídos.
–Bueno, siento mucho que os lo toméis así, pero me da igual. No pienso marcharme -dijo él con firmeza.
–En ese caso contrataré alguaciles para que os desahucien.
Recurriendo a su maestría para aumentar de estatura a fin de dominarla, Epafrodito se le aproximó, logrando hacerle recordar a la medrosa Aurelia de Aquiles, escondida en el harén del rey Licomedes de Esquiro.
–Escuchad un momento, joven señora -dijo el actor-. He gastado una fortuna adaptando esta vivienda a mi gusto y no tengo intención de marcharme. Si intentáis recurrir al truco de enviarme alguaciles, os demandaré por daños y perjuicios. De hecho, en cuanto hayáis abandonado mi casa, voy a ir al tribunal del pretor urbano a presentar una denuncia.
El malva de los ojos de Aurelia hizo una farsa imitando los matices de la púrpura tiria, secundado por la expresión que adoptó.
–¡Hacedlo! – dijo con dulce voz-. Se llama Cayo Memio y es primo mio. De todos modos, ahora están muy ocupados para atender pleitos; así que mejor es que veáis primero a su ayudante. Es un nuevo senador, pero yo le conozco bien. Cuando vayáis, preguntad por él en persona: Sexto Julio César. Es mi cuñado -añadió, apartándose y examinando las paredes recién pintadas y el costoso piso de mosaico, impensable en una vivienda de alquiler-. ¡Sí, es todo muy bonito! Me alegro de que vuestro gusto en cuanto a decoración de la casa sea tan superior a vuestro gusto en lo relativo a amistades. Pero supongo que sabréis que todas las mejoras realizadas en las viviendas alquiladas pertenecen al propietario y que éste, según la ley, no está obligado a pagar un solo sestercio en compensacion.
Ocho días después Epafrodito se marchaba, lanzando improperios contra las mujeres y sin poder hacer lo que se había propuesto -rascar los frescos y arrancar el mosaico- porque Aurelia había apostado dos gladiadores dentro de la vivienda.
–¡Estupendo! – exclamó, sacudiéndose el polvo de las manos-. Cardixa, ahora puedo buscar un inquilino decente.
El método de alquiler de una vivienda seguía diversos procedimientos; el propietario ponía un cartel en la puerta y otros en las tiendas de la ínsula, así como en los baños y letrinas públicos y en las paredes de propietarios que fuesen amigos suyos, y difundía de viva voz la noticia de que había una vivienda libre. Como la ínsula de Aurelia tenía fama por su buena construcción, no faltaron interesados a quienes ella misma atendió. Hubo quienes le gustaron, algunos que no le inspiraron confianza y otros a quienes no se la habría alquilado por nada del mundo aunque hubieran sido los únicos pretendientes. Pero ninguno de ellos respondió a sus aspiraciones, y por eso siguió entrevistando a gente.
Tardó siete semanas en encontrar los inquilinos idóneos: un caballero hijo de caballero llamado Cayo Matio; tenía la misma edad que César y su esposa era de la misma edad que Aurelia. Los dos eran personas cultas y educadas, se habían casado por la misma época que César y Aurelia y tenían una hijita de la misma edad que Lia. Además, su situación era desahogada. La mujer se llamaba Priscila, derivado probablemente del cognomen del padre y no del gentilicio, pero en todos los años que la familia Matio vivió allí, Aurelia no lograría averiguar el verdadero nombre de Priscila. La familia Matio se dedicaba al corretaje y a gestionar contratos, y el padre de Cayo Matio vivía con su segunda esposa y un hijo pequeño en una espaciosa casa del Quirinal. Aurelia tuvo buen cuidado en comprobar todos estos datos, y una vez verificados alquiló la vivienda de la planta baja a Cayo Matio por 10000 denarios anuales. Los costosos murales y el suelo de mosaico de Epafrodito propiciaron la firma del contrato, así como la promesa por parte de Aurelia de que todos los futuros contratos de alquiler los gestionara el propio Cayo Matio en su empresa.
Porque Aurelia había decidido prescindir de los agentes recaudadores. A partir de ahora seria ella quien decidiera los alquileres. Todas las viviendas se alquilarían mediante contrato por escrito, renovable cada dos años, incluyendo en él cláusulas multando al inquilino por daños a la propiedad y otras protegiéndole de abusos del propietario.
Aurelia transformó la sala de estar en despacho, lo llenó de libros de contabilidad, conservando sólo el telar, y se dispuso a aprender las complejidades de su papel de propietaria. Después de recabar la documentación de la ínsula de los anteriores agentes, descubrió que había archivos de todo tipo: albañilería, pintura, enyesado, compras diversas, recibos de agua, impuestos, contribuciones, facturas y recibos varios. Y vio que gran parte de los ingresos se desembolsaban casi inmediatamente. Además de cobrar el agua y la instalación de desagües, el Estado percibía una contribución según el número de ventanas con que contase la ínsula, las puertas que diesen a la calle y las escaleras de cada piso. Y aunque era un edificio bien construido, constantemente había que efectuar reparaciones. Entre los artesanos de las listas figuraban varios carpinteros, y, verificando las fechas, Aurelia vio que había uno que era el que más trabajos llevaba realizados. Mandó llamarle y le encargó quitar las celosías de madera que recubrían el patio de luces.
Era un proyecto que abrigaba desde que se había trasladado a la ínsula, porque había pensado hacer un jardín y transformar el poco lucido patio central en un oasis que alegrara la vida de todos los vecinos. Pero todo habían sido obstáculos, empezando por el inconveniente de tener a Epafrodito, que habría tenido derecho a utilizar el jardín. César nunca había sido testigo de las actividades del actor porque éste tenía buen cuidado de llevarlas a cabo sólo cuando César no estaba. Y César, como supo Aurelia, pensaba que las mujeres eran unas exageradas.
Entre las columnas de las galerías que daban al patio habían colocado unas molestas celosías de madera y ningún vecino de los pisos superiores tenía vista al patio. En teoría, tales celosías garantizaban la intimidad del patio y servían para tamizar el continuo raudal de ruidos que surgían de todas las viviendas, pero lo convertían en una horrible chimenea oscura de nueve plantas de altura, un horrendo pozo oscuro, además de impedir la entrada de luz y aire a los pisos.
Así, nada más marcharse César, Aurelia llamó al carpintero y le mandó quitar las celosías.
El hombre la miró como si se hubiese vuelto loca.
–¿Qué sucede? – inquirió ella, sorprendida.
–Domina, dentro de tres días la mierda y los orines os llegarán a la rodilla -dijo él-, aparte de todo lo que quieran tirar, desde perros muertos hasta la abuela difunta o fetos.
Aurelia sintió un gran sofoco al ruborizarse hasta en las orejas. No era la cruda verdad de lo que decía el carpintero lo que la mortificaba, sino su propia ingenuidad. ¡Tonta, tonta, tonta! ¿Por qué no lo habría pensado? Porque, se contestó a sí misma, toda una vida pasando por las puertas y las escaleras de una casa de viviendas no bastaba para que una persona que siempre había vivido en una espaciosa casa privada adquiriera la más remota idea de lo que sucedía en el interior de una ínsula. Su tío Cota tampoco había adivinado el propósito de aquellas celosías.
Se llevó las manos a las encendidas mejillas y dirigió al carpintero una mirada tan adorable de sorprendida inocencia, que el hombre soñó con ella casi un año, pasó periódicamente a ver cómo iban las cosas y mejoró sus trabajos el cien por cien.
–¡Gracias! – le dijo ella con fervor.
Con la marcha del asqueroso Epafrodito tenía ocasión de iniciar el jardín del patio, y descubrió que al nuevo inquilino Cayo Matio le encantaba la jardinería.
–¡Dejad que os ayude! – suplicó Matio.
–Claro que podéis ayudarme -contestó ella, pensando en que no podía negarse después de haber buscado con tanto afán aquella clase de inquilinos.
Y con ello aprendió otra lección, pues, por medio de Cayo Matio, Aurelia supo que una cosa era soñar con hacer un jardín maravilloso y otra muy distinta conseguirlo. Porque ella no tenía ideas claras sobre ese arte y Cayo Matio sí. De hecho, era un genio de la jardinería. Anteriormente, el agua del baño de César iba a parar a las cloacas, pero ahora la recogían en una cisterna en el patio y alimentaba a las plantas que Cayo Matio sacaba adelante con increíble rapidez, en su mayoría robándolas -según informó a Aurelia- de la mansión de su padre en el Quirinal y de donde podía. Matio sabía cómo injertar plantas débiles con otras más fuertes de la misma especie; conocía las plantas a las que convenía un poco de cal y a cuáles el suelo de Roma, ácido por naturaleza; sabia la época exacta del año en que había que sembrar, plantar y podar. Al cabo de un año, el patio, un cuadrado de treinta pies de lado, era una enramada y las trepadoras subían por las celosías de las columnas hacia el trozo de cielo de lo alto.
Un día fue a verla Simón el judío; a sus ojos romanos, resultaba una curiosa imagen con su larga barba y sus largos rizos asomando por el solideo.
–Domina Aurelia, la cuarta planta quiere pediros un favor particular -dijo el hombre.
–Si en mi mano está, podéis contar con ello, Simón -le contestó, muy seria.
–Lo comprenderemos si os negáis, pues lo que solicitamos va en detrimento de vuestra intimidad -dijo Simón, eligiendo las palabras con una delicadeza que generalmente reservaba para su trabajo-. Pero si os damos nuestra palabra de que no abusaremos del privilegio tirando desperdicios y basura, ¿podríamos quitar las celosías de madera que cierran el patio de luces? Así tendríamos más ventilación y podríamos ver vuestro precioso jardín.
–Os lo concedo encantada -respondió Aurelia con una amplia sonrisa-. Sin embargo, eso no quiere decir que apruebe el echar la basura a la calle por las ventanas. Debéis prometerme que todos los desechos serán llevados al otro lado de la calle, a la letrina pública y arrojados a la cloaca.
Simón se lo prometió encantado.
Y quitaron las celosías del patio de luces en el cuarto piso, aunque Cayo Matio rogó que se dejasen en la parte de las columnas para que las enredaderas pudieran seguir trepando. El piso en que vivían los judíos inició una moda, que imitaron a continuación el inventor y el mercader de especias que vivían en el de arriba, solicitando lo mismo, seguidos por el sexto, el segundo y el quinto, hasta que sólo quedaron las de los dos últimos pisos de libertos.
En primavera, antes de la batalla de Aquae Sextiae, César efectuó un rápido viaje a través de los Alpes para llevar despachos a Roma, y esta breve visita produjo un segundo embarazo de Aurelia, que dio a luz otra niña en febrero, también en su casa e igualmente atendida por la comadrona y Cardixa. En esta ocasión sí advirtió su falta de leche, y la segunda pequeña Julia -que toda su vida tendría que aguantar el diminutivo de "Ju-Ju"- comenzó inmediatamente a mamar de una docena de madres repartidas por los distintos pisos de la ínsula.
–Muy bien -contestó César a la carta en que le anunciaba el nacimiento de Ju-Ju-, ya tenemos la tradicional pareja de niñas de los Julios. La próxima vez que lleve despachos para el Senado empezaremos con los chicos.
Que era muy parecido a lo que su madre Rutilia le había dicho para consolarla de haber concebido niñas.
–Tendrías que haber pensado que tus palabras caían en saco roto -comentó Cota sonriente.
–¡Ya lo creo! – exclamó Rutilia, irritada-. ¡De verdad, Marco Aurelio, esta hija mía me desconcierta! Cuando quise animarla, se limitó a enarcar las cejas y a decirme que a ella le daba absolutamente igual que fuesen niños o niñas, con tal de que fuesen sanos.
–¡Y es una encomiable actitud! – replicó Cota-. Así como hace cuatrocientos o quinientos años no eran bien vistos los nacimientos de niñas, ahora las madres las aceptan mejor.
–¡Sí, claro! ¡Es una simple actitud! – replicó Rutilia-. Si no me quejo de su tranquilidad, lo que me indigna es que te haga creer que eres tonta por decir lo evidente.
–Yo la quiero mucho -terció Rutilio Rufo, conteniendo la risa.
–¡Sí, claro! – apostilló Rutilia.
–¿Es bonita la niña? – inquirió Rutilio.
–Preciosa. ¿Qué otra cosa puede esperarse? Esa pareja no podría tener un hijo feo ni aunque lo hicieran de pie en la cama -contestó Rutilia, irritada.
–Vamos, vamos, a ver si hablas como una noble romana -añadió Cota, dirigiendo un guiño a Rutilio Rufo.
–¡Ojalá se os cayeran los dientes! – chilló Rutilia, tirándoles los almohadones.
Poco después de nacer Ju-Ju, Aurelia tuvo que enfrentarse al asunto de la taberna de la esquina. Era algo que había querido evitar, pues, aunque se hallaba en su ínsula, no podía cobrar alquiler por tratarse de un lugar de reunión de una cofradía religiosa; aunque no tenía categoría de templo ni de aedos, era un centro "oficial" que figuraba en los libros de registro del pretor urbano.
Pero era una molestia porque siempre había movimiento junto a ella, incluso por la noche, y algunos de los cofrades echaban en seguida de la acera a los peatones; por el contrario, no se daban mucha prisa en limpiar la constante acumulación de basura ante la puerta.
Cardixa fue la primera en enterarse de un aspecto más siniestro de la cofradía religiosa de la taberna. Aurelia la había enviado a la tiendecita contigua a la entrada de la casa a comprar un ungüento para el culito de Ju-Ju, y se encontró con la dueña -una anciana de Galacia, experta en medicinas, tónicos, remedios y panaceas- junto a la pared, mientras un par de individuos de mala catadura discutían sobre qué tarros y botellas iban a destrozar primero. Gracias a Cardixa no destrozaron nada y fue ella quien los molió a golpes, poniéndolos en fuga, al tiempo que lanzaba imprecaciones. Luego, la aterrada anciana le contó que no había podido pagar el impuesto de protección.
–Todas las tiendas pagan a la cofradía de la taberna para que no les molesten -contó Cardixa a Aurelia-. Dicen que prestan servicio de protección a los tenderos contra los robos y las violencias, pero los únicos robos y violencias que padecen son por mano de la cofradía si no les pagan el impuesto de protección. Como sabéis, domínilla, esa pobre gálata ha enterrado hace poco a su esposo, y le hizo unos funerales caros; por eso no tiene dinero.
–¡No se hable más! – dijo Aurelia, dispuesta a presentar batalla-. Vamos a arreglar esto, Cardixa.
Y, muy decidida, salió de su casa y fue deteniéndose en todas las tiendas del Vicus Patricii preguntando a los propietarios por aquello del impuesto de protección. Por lo que algunos le dijeron, supo que los asuntos de la cofradía desbordaban el estricto marco de las tiendas de la ínsula, por lo que acabó recorriendo todo el vecindario, enterándose así de una increíble historia de flagrante coacción. Incluso las dos mujeres encargadas de la letrina pública en la acera opuesta del Subura Minor al servicio de la empresa que tenía contrato con el Estado se veían obligadas a pagar un porcentaje del dinero que los clientes con recursos les pagaban para disponer de una esponja o un palo para limpiarse después de defecar; cuando la cofradía se enteró de que las dos mujeres hacían además el servicio de recoger orinales de diversas viviendas para vaciarlos y limpiarlos y que no lo habían dicho, les rompieron todos los orinales y las pobres mujeres tuvieron que comprar otros. Los baños contiguos a la letrina pública eran de un propietario particular -como todos los de Roma- y eran un buen negocio. Allí también estipuló un impuesto la cofradía para garantizar que no se mantendría a los clientes sumergidos en el agua hasta que casi se ahogaran.
Cuando Aurelia concluyó la investigación, estaba tan indignada que prefirió volver a su casa para calmarse antes de enfrentarse a la cofradía.
–¡Y eso en mi casa! – exclamó abrumada-. ¡En mi propia casa!
–No os preocupéis, Aurelia, ya les daremos su merecido -dijo Cardixa.
–¿Dónde está Ju-Ju? – inquirió Aurelia con un profundo suspiro.
–En el cuarto piso. Esta mañana le toca a Rebeca amamantarla.
–¿Por qué no podré yo tener leche? – exclamó Aurelia, retorciéndose las manos-. ¡Estoy más seca que una vieja!
–Hay mujeres que tienen leche y otras que no -replicó Cardixa, encogiéndose de hombros-. No se sabe por qué. No os dejéis deprimir, lo que realmente os preocupa es el asunto de la cofradía. Ya sabéis que a ninguna le importa dar el pecho a Ju-Ju. Enviaré a una criada al cuarto a que diga a Rebeca que se quede un ratito con la pequeña y nosotras saldremos a zanjar ese asunto.
–Pues vamos -dijo Aurelia poniéndose en pie-. Acabemos de una vez.
No había mucha luz dentro de la taberna y Aurelia permaneció en el umbral; a contraluz, aquella belleza que conservaría toda su vida irradiaba toda su plenitud y fue como si el interior se iluminara, pero volvió a ensombrecerse en cuanto apareció Cardixa detrás de su ama.
–¡Es el elefante que nos sacudió esta mañana! – dijo una voz en la penumbra.
En los bancos se produjeron varias deserciones, mientras Aurelia avanzaba y miraba a su alrededor, respaldada por Cardixa.
–¿Quién es aquí el responsable? – inquirió Aurelia.
De la mesa de un rincón se levantó un hombrecillo delgado de unos cuarenta años con inconfundible aspecto romano.
–Soy yo -dijo, acercándose-. Lucio Decumio, para serviros.
–¿Sabéis quién soy? – inquirió Aurelia.
El hombre asintió con la cabeza.
–Estáis ocupando, sin pagar alquiler, unas dependencias que son mías -le espetó Aurelia.
–Las dependencias no son vuestras, señora, sino del Estado -replicó Lucio Decumio.
–Del Estado, no -contestó ella, mirando en derredor puesto que sus ojos se habían acostumbrado a la escasa iluminación-. Este lugar es un asco; lo tenéis totalmente descuidado. Quedáis desahuciado.
Se hizo un impresionante silencio y Lucio Decumio frunció los ojillos con gesto avieso.
–No podéis desahuciarnos -dijo.
–¡Ya lo veremos!
–Me quejaré al pretor urbano.
–¡Hacedlo, hacedlo! Es mi primo.
–Pues recurriré al pontífice máximo.
–Claro que sí. También es primo mío.
–No serán todos primos vuestros -replicó Lucio Decumio con un retintín que bien podía ser desacato o sorna.
–Ya lo creo que lo son -replicó Aurelia-. Tomad buena nota, Lucio Decumio, de que vos y vuestros rufianes tenéis que evacuar.
El hombre se la quedó mirando pensativo, rascándose la barbilla y con una especie de sonrisa en sus ojos gris claro; luego dio un paso a un lado, haciendo un gesto en dirección a la mesa que ocupaba.
–¿Y si lo hablamos tranquilamente? – inquirió con la misma calma que el mismísimo Escauro.
–No hay nada que hablar -replicó Aurelia-. Tenéis que marcharos.
–¡Bah! Siempre queda el recurso de hablar de las cosas. Vamos, señora, sentémonos -insistió Lucio Decumio.
Y Aurelia se dio cuenta de que le estaba pasando algo horrible: ¡comenzaba a gustarle aquel Lucio Decumio! Era absurdo, pero estaba sucediendo.
–De acuerdo -dijo-. Cardixa, quédate detrás de mí.
Lucio Decumio acercó una silla y él tomó asiento en un banco.
–¿Un poco de vino, señora?
–Ni mucho menos.
–¡Oh!
–¿Y bien?
–¿Y bien, qué? – replicó Lucio Decumio.
–Erais vos quien quería hablar -dijo Aurelia.
–Ah, sí, era yo -dijo Lucio Decumio con un carraspeo-. Vamos a ver, ¿de qué os quejáis exactamente, señora?
–De vuestra presencia bajo mi techo.
–Bueno, bueno, eso es bastante ambiguo, ¿no? Quiero decir que podemos llegar a algún acuerdo; vos me decís qué es lo que no os gusta y yo veré de arreglarlo -dijo Lucio Decumio.
–El deplorable estado, la porquería, el ruido, el derecho que os arrogáis sobre la acera y este local, cosa totalmente falsa -comenzó a decir Aurelia, contando con los dedos de la mano-. ¡Y ese negocio que tenéis con el vecindario, aterrorizando a los inocuos tenderos para que paguen un dinero que no tienen! ¡Qué despreciable comportamiento!
–El mundo, señora -contestó Lucio Decumio, inclinándose hacia ella muy serio-, se divide en lobos y corderos. Es ley natural. Si no fuese natural, habría muchos más corderos que lobos, mientras que, como se sabe, hay unos mil corderos por cada lobo. Considerad que nosotros somos los lobos del barrio, y no somos unos lobos tan malos. Sólo enseñamos los dientes y damos algún mordisco que otro, pero no matamos a nadie.
–Eso es una metáfora repugnante -replicó Aurelia- que no me conmueve lo más mínimo. Tenéis que marcharos.
–¡Ay de mí! – exclamó Lucio Decumio, echándose hacia atrás-. ¡Ay de mi! – repitió, mirándola a los ojos-. ¿De verdad que son primos vuestros?
–Mi padre es el ex cónsul Lucio Aurelio Cota y mi tío el cónsul Publio Rutilio Rufo, mi otro tío es el pretor Marco Aurelio Cota y mi esposo el cuestor Cayo Julio César -replicó Aurelia reclinándose en la silla, alzando un poco la cabeza y cerrando los ojos-. Además, mi cuñado es Cayo Mario.
–Pues bien, mi cuñado es el rey de Egipto, ¡ja, ja, ja! – espetó Lucio Decumio ante aquella sarta de nombres.
–Pues os aconsejo que os vayáis a vivir a Egipto -réplicó Aurelia sin imnutarse lo más mínimo por el sarcasmo-. Os digo que el cónsul Cayo Mario es mi cuñado.
–Ah, claro, y, naturalmente, la cuñada de Cayo Mario vive en pleno culo del Subura -replicó Lucio Decumio.
–Esta ínsula es mía. Es mi dote, Lucio Decumio. Mi esposo no es el primogénito y de momento vivimos en la ínsula. Más adelante viviremos en otro lugar.
–¿De verdad que Cayo Mario es cuñado vuestro?
–Hasta el último pelo de sus cejas.
–Me gusta estar aquí -dijo Lucio Decumio con un suspiro-, así que mejor será que lleguemos a un acuerdo.
–Quiero que os marchéis -insistió Aurelia.
–Vamos a ver, señora. Me asiste cierto derecho -dijo Lucio Decumio-. Los miembros de esta cofradía son los guardianes del altar de la encrucijada; sus legítimos guardianes. Quizá os creáis que vuestros primos son los dueños del Estado, pero si nosotrOs nos vamos, entrarán otros, ¿cierto? Esto es un colegio de encrucijada, señora, registrado oficialmente ante el pretor urbano. Y os diré un secreto -añadió, inclinándose de nuevo y alargando el cuello como una tortuga-. ¡Todos los de los cruces son lobos! Lleguemos a un acuerdo, señora. Mantenemos el local limpio, pintamos un poco las paredes, andamos de puntillas cuando sea de noche, ayudamos a cruzar la calle a las ancianas, renunciamos a esa operación con el vecindario ¡y nos convertimos en pilares de la sociedad, como quien dice! ¿Qué os parece?
Pese a sus esfuerzos por reprimirla, la sonrisa se dibujó en su rostro.
–Mejor que el horror que yo conozco, ¿no, Lucio Decumio?
–¡Mucho mejor! – añadió él efusivamente.
–Desde luego no me gustaría tener que volver a plantear todo esto con otra gente -dijo Aurelia-. Muy bien, Lucio Decumio: os pondré a prueba seis meses -añadió, levantándose y dirigiéndose a la puerta, seguida por Lucio Decumio-. Pero no penséis ni por un instante que vacilaré en echaros y dejar que entren otros-concluyó diciendo, con un pie ya en la calle.
Lucio Decumio la acompañó por el Vicus Patricii, abriéndole paso entre la multitud con asombrosa facilidad.
–Os aseguro, señora, que nos convertiremos en pilares de la sociedad.
–Veo muy difícil que podáis prescindir de unos ingresos a los que estabais acostumbrados -dijo Aurelia.
–¡Oh, no os preocupéis, señora! – replicó Lucio Decumio, animado-. Roma es muy grande. Nos limitaremos a trasladar lo bastante lejos nuestra operación para no molestaros… al Viminal, al Ager… hay muchos sitios. No os preocupéis lo más mínimo por Lucio Decumio y sus hermanos de los cruces sagrados. Nos las arreglaremos.
–¡Eso no es una respuesta! – replicó Aurelia-. ¿Qué diferencia hay entre aterrorizar a nuestro vecindario y hacerlo en otra parte?
–Lo que el ojo no ve y la oreja no oye, el corazón no lo lamenta -contestó el hombre, francamente sorprendido de que fuese tan obtusa-. Es la realidad, señora.
En aquel momento llegaban a la puerta principal.
–Supongo que haréis lo que queráis, Lucio Decumio -dijo ella, deteniéndose y mirándole con cara de pocos amigos-, pero que yo no me entere a dónde trasladáis vuestra "operación", como la llamáis.
–Punto en boca, señora. ¡Lo juro! ¡Punto en boca! – dijo él adelantándose a llamar a la puerta, que abrió con sospechosa prontitud el propio mayordomo-. Ah, Eutico, hace días que no se os ve por la cofradía -añadió Lucio Decumio con voz suave-. La próxima vez que la señora os dé fiesta, espero veros por el local. Vamos a limpiarlo y pintarlo para complacer a la señora. Hay que tener contenta a la cuñada de Cayo Mario, ¿no os parece?
–Por supuesto -contestó Eutico, totalmente anonadado.
–¿Así que nos lo habías ocultado? ¿Por qué no nos dijiste quién era la señora? – insistió Lucio Decumio con voz tan suave como la seda.
–Como habréis advertido a lo largo de los años, Lucio Decumio, yo no hablo de mi familia -contestó Eutico dándose importancia.
–Malditos griegos; todos son iguales -dijo Lucio Decumio, dando un papirotazo a un mechón de su lacio pelo en dirección de Aurelia-. Que lo paséis bien, señora. Encantado de conoceros. Si deseáis algo de nosotros, servíos comunicármelo.
Cuando se cerró la puerta, Aurelia miró al mayordomo con rostro impasible.
–Bien, ¿qué me dices? – inquirió.
–¡Domina, tengo que pertenecer a la cofradía! ¡Soy el mayordomo de los caseros y no consentirían que me quedara al margen!
–Eutico, ¿te das cuenta que podría mandar azotarte por esto? – dijo Aurelia sin cambiar de expresión.
–Sí -musitó el griego.
–Azotamiento es el castigo establecido, ¿verdad?
–Sí.
–Pues tienes suerte de que sea la esposa de mi marido y la hija de mi padre -añadió Aurelia-. Creo que mi suegro, Cayo Julio, lo concibió mejor. Antes de morir dijo que no entendía cómo una familia podía vivir en la misma casa con gente a la que mandaba azotar, ya fuesen hijos o esclavos. Sin embargo, hay otros modos de tratar la deslealtad y la insolencia. Y no pienses que no estoy dispuesta a asumir la pérdida económica de venderte con malas referencias, y cobrar mil sestercios en lugar de diez mil denarios; aparte de que tu nuevo propietario sería de tan baja clase social que te mandaría azotar sin piedad.
–Lo comprendo, domina.
–¡Bien! Sigue perteneciendo a la cofradía del cruce; comprendo tus motivos. Y también alabo tu discreción respecto a nosotros -dijo Aurelia, disponiéndose a alejarse-. Ese Lucio Decumio, ¿qué trabajo tiene? – inquirió.
–Es el vigilante del local -respondió Eutico, más compungido aún.
–Algo me ocultas.
–¡No, no!
–¡Vamos, cuéntamelo todo!
–Bien, domina, no es más que un rumor -respondió el griego-. Comprended que nadie lo sabe con certeza, pero se dice que él mismo lo ha contado… aunque puede ser un simple chismorreo. O quizá lo dijera para meternos miedo.
–¿Pero qué es lo que ha dicho?
–Que es un asesino -respondió el mayordomo palideciendo.
–¡Ecastor! ¿Y a quién ha asesinado? – inquirió Aurelia.
–Creo que a ese personaje númida que fue apuñalado hace unos años en el Foro Romano -contestó Eutico.
–¡Vamos de sorpresa en sorpresa! – exclamó Aurelia, alejándose a ver qué hacían las niñas.
–La domina es única -comentó Eutico a Cardixa.
La gigantesca criada gala alargó el brazo y dio un apretón al mayordomo en el hombro, como un gato que sujeta a un ratón por la cola.
–Ya lo creo -dijo, al tiempo que le zarandeaba-. Por eso tenemos que cuidarla.
No mucho después, Cayo Julio César volvió de la Galia itálica con un mensaje de Mario desde Vercellae. Llamó a la puerta y le abrió el mayordomo, quien se dispuso a entrar el equipaje mientras él iba en busca de su esposa.
Aurelia estaba en el jardín atando bolsitas de gasa en los racimos de uvas del cenador de Cayo Matio y no se molestó en volverse al oír pasos.
–¿No os imaginabais que hubiese tantos pájaros en el Subura, – verdad? – inquirió sin mirar quién era-. Pero este año estoy decidida a que seamos nosotros quienes comamos las uvas; y voy a ver si esto da resultado.
–Estoy deseando comer las uvas -dijo César.
–¡Cayo Julio! – exclamó ella alborozada, girando sobre sus talones y dejando caer el montón de bolsas de gasa.
Él abrió los brazos y ella se echó en ellos. El beso fue intensamente amoroso y fue seguido de otra docena, pero unos aplausos les hicieron volver a la realidad; César miró hacia arriba por el patio de luces, vio la barandilla de los balcones llena de gente y saludó con la mano.
–¡Hemos obtenido una gran victoria! – exclamó-. ¡Cayo Mario ha aniquilado a los germanos! ¡Roma nunca más los temerá!
Dejando que los vecinos se regocijaran y difundieran la noticia por el Subura antes de informar al Senado y al pueblo, César cogió a Aurelia por los hombros y se dirigió al pasillo que llevaba del vestíbulo a la cocina, dobló en dirección a su despacho y pudo observar el orden, la limpieza y la agradable y sencilla decoración. Había floreros por todas partes; otra faceta doméstica de Aurelia, pensó, preguntándose angustiado si tendrían dinero para aquel gasto de flores.
–Tengo que ver a Marco Emilio Escauro ahora mismo -dijo-, pero no quería ir a su casa antes de venir a verte. ¡Qué alegría volver al hogar!
–Es estupendo -añadió Aurelia, temblorosa.
–Más estupendo será esta noche, esposa mía, cuando empecemos a hacer el primer niño -dijo él, besándola otra vez-. ¡Cómo te he echado de menos! De verdad que, a tu lado, ninguna mujer me atrae. ¿Podría darme un baño?
–Hace un momento que he visto rondar a Cardixa, supongo que te lo estará preparando -contestó Aurelia, apretándose contra él y dando un suspiro de satisfacción.
–¿Estás segura de que puedes atender todo el trabajo de la casa, con dos niñas y toda la insula? – inquirió él-. Ya sé que decías que los agentes se llevaban más comisión de la debida, pero…
–No es ninguna molestia, Cayo Julio. Las viviendas están muy cuidadas y los inquilinos son de primera -contestó ella, decidida-. Incluso he solventado la pequeña dificultad que había con la taberna de la encrucijada, y ahora todo está limpio y tranquilo. ¡No sabes lo predispuestos y correctos que han sido todos cuando se enteraron de que soy la cuñada de Cayo Mario! – añadió, como sin darle importancia y riendo alegremente.
–¡Cuántas flores! – exclamó él.
–¿A que son bonitas? Es un regalo que me mandan periódicamente cada cuatro o cinco días.
–¿Es que tengo un rival? – inquirió él rodeándola con sus brazos.
–No creo que te preocupe cuando le conozcas -contestó Aurelia-. Se llama Lucio Decumio y es un asesino.
–¿Quéee?
–No, cariño mío, lo digo en broma -replicó ella-. Él dice que es un asesino, supongo que para conservar su ascendiente respecto a sus colegas de la taberna de la que está encargado.
–¿Y de dónde saca las flores?
–A caballo regalado, no le mires el diente -contestó ella riendo-. En el Subura todo es distinto.
Fue Publio Rutilio Rufo quien informó a Cayo Mario de las novedades de Roma, en cuanto César entregó la carta comunicando la victoria.
Hay un ambiente muy poco halagüeño, debido principalmente al hecho de que has tenido éxito en lo que te propusiste -eliminar a los germanos- y a que el pueblo está tan agradecido, que si te presentases al consulado te lo concederían otra vez. "Dictador" es la palabra que murmuran todos los nobles, al menos la primera clase la está repitiendo. Sí, ya sé que tienes muchos clientes y amigos importantes en la primera clase, pero debes comprender que toda la estructura tradicional de la política romana está orientada a cercenar las pretensiones de quienes descuellan entre sus iguales. El único "primer" permisible es el primero entre sus iguales, pero después de cinco consulados, tres de ellos in absentia, se va haciendo muy difícil enmascarar el hecho de que tú destacas entre tus supuestos iguales. Escauro está disgustado, pero con él podrías entenderte en último extremo. No, el verdadero problema es nuestro común amigo el Meneitos, hábilmente secundado por su tartamudo retoño.
Desde el momento en que te trasladaste al este de los Alpes para unirte a Catulo César en la Galia itálica, el Meneitos y su hijo han dedicado todos sus esfuerzos a inflar desaforadamente la contribución de Catulo César en la campaña contra los cimbros. Así, cuando llegó la noticia de la victoria de Vercellae y la cámara se reunió en el templo de Belona para debatir los asuntos de los triunfos y los votos de agradecimiento, había muchos dispuestos a escuchar al Meneitos cuando tomó la palabra.
En resumen, propuso que sólo se celebren dos triunfos: uno contigo por la victoria de Aquae Sextiae y otro con Catulo César por Vercellae, ignorando totalmente el hecho de que tú eras el comandante en el campo de Vercellae y no Catulo César. Su argumentación es estrictamente legalista: participaron dos ejércitos, uno al mando del cónsul y el otro al mando del procónsul Catulo César, y el botín conquistado, dice el Meneitos, es tan reducido, que resultaría ridículo exhibirlo en tres triunfos. Así que, como tú no habías celebrado el triunfo aprobado por lo de Aquae Sextiae, pues lo celebras y a Catulo César se le concede el correspondiente a Vercellae, ya que sería superfluo que tú celebrases un secundo triunfo por Vercellae.
Lucio Apuleyo Saturnino se puso inmediatamente en pie para protestar, pero le abuchearon. Como este año es un privatus, no tiene cargo alguno para imponerse y que los padres conscriptos le hagan más caso. La cámara aprobó dos triunfos: el tuyo será exclusivamente por Aqaae Sextiae -batalla del año pasado y menos significativa- y Vercellae -la de este año y la más importante para todos- en exclusiva para Catulo César. Efectivamente, conforme el triunfo de Vercellae discurra por la ciudad, se irá imbuyendo en la mente de los romanos que tú no has tenido nada que ver con la derrota de los cimbros en la Galia itálica y que el héroe es Catulo César. Tu propia necedad al entregarle la mayor parte del botín y todos los estandartes germanos capturados ha inclinado la balanza. Cuando te gana la euforia y dejas que surja tu generosidad natural es cuando peores errores cometes. De verdad.
No sé qué remedio encontrarás, porque todo está ya decidido, aprobado oficialmente y registrado en los archivos. Yo estoy indignado, pero los padres de la patria (como los llama Saturnino) o los boni (como dice Esca uro) te han ganado por la mano y no obtendrás el prestigio que mereces por la derrota de los germanos. En tiempos de Numancia nos divertimos con perpetuar el revolcón de Metelo en la cochiquera aplicándole ese mote que también usan las niñeras en su jerga para referirse a los genitales de las niñas, pero yo, actualmente, considero que este hombre es un verdadero cunnus, y su hijo va a seguir el mismo camino.
Basta, basta, ¡no quiero acabar teniendo una apoplejía! Concluiré la misiva diciéndote que en Sicilia las cosas van bien. Manio Aquilio está haciendo una magnífica labor, lo que aún empequeñece más a Servilio el Augur, quien, sin embargo, ha hecho lo que prometió, denunciando a Lúculo ante el nuevo tribunal que entiende de traiciones. Lúculo se empeñó en defenderse personalmente y no le fue nada bien con todos esos caballeros engreídos, porque se les encaró con esa glacial altanería que se gasta y el jurado pensó que lo hacía por ellos. ¡Y así era, efectivamente! Este Lúculo es otro imbécil impenitente. Naturalmente, le condenaron. Creo que en todas las tablillas escribieron el DAMNO. Y es increíble la brutalidad de la sentencia. Tiene que exiliarse a más de mil millas de Roma, con lo que su única opción de vivir en una gran ciudad es Antioquía o Alejandría. Él ha elegido honrar al rey Tolomeo Alejandro en vez de al rey Antioco Gripus. Y el tribunal confiscó todos sus bienes, casas, tierras, inversiones y propiedades urbanas.
No esperó a que le obligaran a marcharse: de hecho, ni aguardó a saber a cuánto ascendían sus pertenencias, y encomendó el cuidado de la marrana de su esposa a su hermano el Meneitos -así verá lo que es bueno-, y a su hijo mayor, que ahora tiene dieciséis años y en quien el Estado tenía puestas sus miras, a su propia suerte. Es curioso que no encomiende este dotado muchacho al cuidado del Meneitos, ¿no crees? Al menor, que ahora tiene catorce, le han adoptado y ahora se llama Marco Terencio Varro Lúculo.
Me ha dicho Escauro que los muchachos han jurado procesar a Servilio el Augur en cuanto Varro Lúculo tenga edad para vestir la toga. La despedida del padre fue desgarradora, como puedes imaginarte. Escauro dice que Lúculo irá a Alejandría y se suicidará, y que los niños también lo creen así. Lo que más hiere a los Licinio Lúculo es que este dolor y esta ruina se los haya causado un hombre nuevo arribista como Servílío el Augur. Los hombres nuevos no os habéis ganado precisamente unos amigos en los hijos de Lúculo.
En fin, cuando los hijos de Lúculo tengan edad para procesar a Servilio el Augur, será ante otro nuevo tribunal constituido por otro Servílio de orígenes bastante oscuros: Cayo Servilio Glaucia. ¡Por Pólux, Cayo Mario, las leyes que dicta ese individuo! El esquema es acorazado y nuevo, pero funciona. Al estar de nuevo en manos de los caballeros, no hay recursos que les valga a los gobernadores si no son trabajadores. La recuperación de la propiedad peculada ha quedado ampliada a los últimos beneficiarios así como a los ladrones iniciales; los convictos por el tribunal no pueden hablar nunca más en público; a los que tienen derechos latinos que logren que se condene a un malversador se les recompensa con la ciudadanía romana, y ahora se efectúa una pausa en medio del juicio. El procedimiento antiguo es ya cosa del pasado, y el testimonio de los testigos, como se ha comprobado en los pocos casos juzgados, ahora cuenta mucho menos que las intervenciones de los abogados. Buena oportunidad para los buenos letrados.
Y para terminar, y no menos importante, te diré que ese curioso individuo que es Saturnino vuelve a verse en apuros. Cayo Mario, de ver dad que temo que no esté bien de la cabeza. No es una cosa lógica. Y yo creo que es por influencia de su amigo Glaucia. Los dos son brillantes, pero, al mismo tiempo, muy inestables y alocados. O quizá sea que realmente no sepan lo que quieren de la vida pública. Hasta el peor demagogo tiene un plan, una lógica orientada a ser pretor y cónsul, pero yo no la veo en esta pareja. Detestan el viejo estilo de gobierno, detestan el Senado, pero no presentan alternativas. ¿Serán quizá lo que los griegos llaman partidarios de la anarquía? No estoy seguro.
La suerte ha dado la espalda al rey Nicomedes de Bitinia en razón de la embajada del rey Mitrídates del Ponto. Nuestro joven amigo del país oriental más alejado del Euxino envió unos embajadores con suficiente inteligencia para descubrir la secreta debilidad de los romanos: ¡el dinero! Como no habían adelantado nada en la solicitud del tratado de amistad y alianza, comenzaron a sobornar senadores. Pagan bien, y ten la seguridad de que Nicomedes tiene motivos para preocuparse.
Luego, Saturnino habló en la tribuna del Foro y condenó a todos los senadores dispuestos a abandonar a Nicomedes y Bitinia en favor de Mitrídates del Ponto. Dijo que hacía años que teníamos un tratado con Bitinia y que el Ponto era el enemigo inmemorial de Bitinia. Añadió que había dinero de por medio y que Roma, por culpa del engrosamiento de las bolsas de unos cuantos senadores, iba a dejar en la estacada a su amigo y aliado de medio siglo.
Y se alega -yo no estaba presente- que dijo algo así como: "Ya sabemos lo caro que cuestan los matrimonios de senadores chochos con potrancas retozonas, ¿no es cierto? Quiero decir que los collares de perlas y las pulseras de oro son mucho más caros que un frasco de ese reconstituyente que vende Ticino en su tienda, ¿y quién dirá que una joven potrilla no es tónico más eficaz que el de Ticino?" Ja, ja, ja! Y también se burló del Meneitos, diciendo a la multitud: "¿Y qué me decís de nuestros muchachos en la Galia itálica?"
El resultado fue que dieron de palos a varios embajadores del Ponto y éstos acudieron al Senáculo a quejarse. Tras lo cual, Escauro y el Meneitos acusaron a Saturnino ante su propio tribunal de sembrar la discordia entre Roma y una embajada acreditada de un monarca extranjero. El día del juicio, nuestro tribuno de la plebe Glaucia convocó reunión de la Asamblea de la plebe y acusó al Meneitos de intentar otra vez deshacerse de Saturnino, al no haberlo podido hacer cuando era censor. El día de la vista aparecieron los famosos gladiadores que parece manipular Saturnino, rodearon a los jurados con cara de pocos amigos, éstos renunciaron al juicio y los embajadores pontinos tuvieron que regresar a su país sin tratado. Estoy de acuerdo con Saturnino en que sería algo imperdonable abandonar a nuestro amigo y aliado de hace cincuenta años para aliarnos con su enemigo de siempre, por el simple hecho de que ahora sea mucho más rico y poderoso.
Se acabó, se acabó, Cayo Mario. En realidad sólo quería que supieras lo de los triunfos antes de que te llegaran los despachos oficiales, que el Senado no se apresurará a enviarte. Ojalá pudieras hacer algo, pero mucho lo dudo.
–¡Oh, ya lo creo que sí! – masculló Mario con una sonrisa, cogiendo papel y aplicándose laboriosamente a redactar una breve carta. Luego mandó llamar a Quinto Lutacio Catulo César.
Catulo César llegó bullente de entusiasmo, porque el correo privado que había traído la carta de Rutilio Rufo, había igualmente traído para él dos misivas: una de Metelo el Numídico y otra de Escauro.
Pero su gozo se desvaneció al ver que Mario ya sabía lo de la aprobación de los dos triunfos, porque Catulo César se estaba relamiendo de gusto ante la perspectiva de ver la cara que ponía Mario al enterarse. No obstante, era algo secundario. El triunfo era lo que contaba.
–Así que me gustaría regresar a Roma en octubre, si no tenéis inconveniente -añadió Catulo César-. Celebraré yo primero mi triunfo, ya que vos, siendo cónsul, no podréis marchar tan pronto.
–Se os niega el permiso -dijo Mario con medida cortesía-. Regresaremos juntos a Roma a finales de noviembre, como estaba previsto. De hecho, acabo de enviar una carta al Senado en nombre de los dos. ¿Queréis que os la lea? No voy a atormentaros con mi escritura, así que os la leeré en voz alta.
Dicho lo cual, cogió una hoja de su desordenada mesa y se puso a leerla.
Cayo Mario, cónsul por quinta vez, da las gracias al Senado y al pueblo de Roma por su preocupación y consideración en relación con el asunto de los triunfos para él y su lugarteniente, el procónsul Quinto Lutacio Catulo. Alabo a los padres conscriptos por su admirable frugalidad en decretar un solo triunfo para cada uno de los generales romanos. No obstante, a mí me preocupa más que a los padres conscriptos el gravoso coste de esta larga guerra. Y lo mismo sucede con Quinto Lutacio. Por lo cual Cayo Mario y Quinto Lutacio compartirán un solo triunfo. Que toda Roma sea testigo del acuerdo y avenencia de los generales al desfilar juntos por sus calles. Por lo cual me complazco en notificar que Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo celebrarán el triunfo en las calendas de diciembre. Juntos. Viva Roma.
–¡Bromeáis! – musitó Catulo César, blanco como el papel.
–¿Bromear? ¿Yo? – replicó Mario parpadeando bajo sus pobladas cejas-. ¡Nunca, Quinto Lutacio!
–¡No… no lo consentiré!
–No os queda más remedio -replicó Mario con voz dulce-. Pensaban que me habían vencido, ¿verdad? El simpático Metelo el Numídico, el Meneitos, y sus amigos… ¡vuestros amigos! Pues a mi no me vence nadie de los vuestros.
–¡El Senado ha decretado dos triunfos y dos triunfos se celebrarán! – replicó Catulo César, tembloroso.
–Sí, podéis insistir, Quinto Lutacio, pero no estará bien, ¿no creéis? Elegid: o vos y yo hacemos un único desfile triunfal o vais a quedar en ridículo. Punto.
Y así fue. La carta de Mario llegó al Senado y éste decretó un solo triunfo para el primer día del mes de diciembre.
Catulo César no tardó en vengarse, escribiendo una carta al Senado en la que se quejaba de que el cónsul Cayo Mario había usurpado las prerrogativas de la cámara y el pueblo de Roma, otorgando plena ciudadanía a mil soldados de tropas auxiliares del Picenum en el mismo campo de Vercellae. Además, se había excedido en su autoridad consular, decía Catulo César, anunciando la formación de una colonia de legionarios veteranos romanos en la ciudad de Eporedia, de la Galia itálica.
Cayo Mario ha establecido esta colonia anticonstitucional para apoderarse del oro de aluvión que se extrae del lecho fluvial del Duria Maior en Eporedia. El procónsul Quinto Lutacio -añadía- desea señalar también que fue él quien ganó la batalla de Vercellae y no Cayo Mario. Como prueba terminante, aduce los treinta y cinco estandartes germanos en su posesión, contra sólo dos en poder de Cayo Mario. En mi condición de vencedor de Vercellae, reclamo mi derecho a vender como esclavos a todos los prisioneros. Cayo Mario pretende quedarse con un tercio.
En respuesta, Mario distribuyó copias de la carta de Catulo César entre sus propias tropas y las del procónsul, con un lacónico epígrafe en el que Mario explicaba que el producto de la venta de los cautivos cimbros hechos en Vercellae, hasta el límite de un tercio que había querido reservarse, se entregarían al ejército de Quinto Lutacio Catulo. Y señalaba que su propio ejército ya había recibido el producto de la venta de esclavos teutones después de la batalla de Aquae Sextiae y no quería que el ejército de Catulo César se sintiera marginado, porque tenía entendido que Quinto Lutacio -como era su derecho- se quedaría con el producto de la venta de los otros dos tercios de esclavos cimbros.
Glaucia leyó las dos cartas en el Foro y la muchedumbre se desternilló de risa. A nadie podía caberle duda de quién era el auténtico vencedor, y de que Mario se preocupaba más de sus tropas que de sí mismo.
–Tenéis que poner fin a esa campaña para desprestigiar a Cayo Mario -dijo Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico-, u os van a abofetear la próxima vez que aparezcáis por el Foro. Y más vale que escribáis a Quinto Lutacio y se lo digáis. Queramos o no, Cayo Mario es el primer hombre de Roma. Ha ganado la guerra contra los germanos y lo sabe toda la ciudad. Es el héroe popular, el semidiós del pueblo. Tratad de derribarlo y se os echará Roma encima, Quinto Cecilio.
–¡Me meo en la gente! – respondió Metelo el Numídico, que estaba amargado por tener que dar alojamiento a su hermana Metela Calva y al amante de baja estofa de turno.
–Mirad, podemos hacer otras cosas -añadió Escauro-. Para empezar, podéis presentaros otra vez a cónsul. Hace diez años que lo fuisteis, ¿os dais cuenta? Desde luego, Cayo Mario volverá a presentarse. ¿No sería una maravilla tararle el sexto consulado con la animadversión de un colega como vos?
–¿Pero cuándo nos vamos a librar de esta enfermedad incurable llamada Cayo Mario? – dijo el Numídico, desesperado.
–Esperemos que pronto -dijo Escauro, nada dado a desesperarse-. Un año. No creo que más.
–Ami me parece que nunca.
–¡No, no, Quinto Cecilio, os rendís fácilmente! Igual que Quinto Lutacio, permitís que vuestro odio hacia Cayo Mario os obnubile. ¡Pensad! ¿Cuánto tiempo durante estos cinco consulados eternos ha estado Cayo Mario en Roma?
–Apenas unos días. ¿Y eso qué tiene que ver?
–Tiene que ver totalmente, Quinto Cecilio. Cayo Mario no es un gran político, aunque hay que admitir que posee un excelente cerebro en esa cabezota. En lo que brilla Cayo Mario es como soldado y estratega. Yo os aseguro que no va a medrar en los comicios y en la curia cuando su mundo quede reducido a eso. ¡No le dejaremos medrar! Le burlaremos como a un toro, le trincaremos y no le dejaremos moverse. Y le derribaremos. Ya veréis -dijo Escauro con absoluta confianza.
Imaginando aquellas magníficas perspectivas que Escauro enunciaba, Metelo el Numídico sonrió.
–Sí, lo entiendo, Marco Emilio. Muy bien, me presentaré a cónsul.
–¡Estupendo! Lo seréis; no puede ser de otra manera una vez que nos hagamos con toda la influencia posible en la primera y segunda clase, por mucho que admiren a Cayo Mario.
–¡Ah, estoy deseando ser su colega! – dijo Metelo el Numídico desperezándose mentalmente-. ¡Le entorpeceré todo lo que pueda y le haré la vida imposible!
–Sospecho que recibiremos una inesperada ayuda de un cuarto -añadió Escauro con gesto felino.
–¿Qué cuarto?
–Lucio Apuleyo Saturnino va a presentarse otra vez a las elecciones de tribuno de la plebe.
–¡Nefasta noticia! Ese, ¡qué va a ayudarnos!
–No, es una excelente noticia, Quinto Cecilio, creedme. Cuando vos hinquéis los dientes en la grupa de Cayo Mario, igual que yo, Quinto Lutacio y cincuenta más, Cayo Mario no tendrá más remedio que alistar a Saturnino. Yo conozco a Cayo Mario. Se le acosa sin piedad, y en esas circunstancias da palos de ciego. Igual que un toro ante el señuelo. Caerá en la tentación de recurrir a Saturnino. Y yo creo que Saturnino es el peor instrumento al que puede recurrir Cayo Mario. ¡Ya veréis! Son sus aliados los que nos ayudarán a derribar al toro Cayo Mario -sentenció Escauro.
El instrumento iba camino de la Galia itálica para ver a Cayo Mario, con más ganas de establecer una alianza con él de lo que éste lo estaba en aquel momento respecto a su persona, pues Saturnino actuaba en el ruedo político de Roma y Mario permanecía en el elíseo de su mando militar.
Se entrevistaron en la pequeña ciudad de Comun, a orillas del lago Larius, en donde Mario había alquilado una villa del finado Lucio Calpurnio Piso, el mismo que había perecido con Lucio Casio en Burdigala. Lo cierto es que Mario estaba más cansado de lo que habría consentido en admitir ante Catulo César, que tenía diez años menos que él. A éste le había enviado a un remoto lugar de la provincia a presidir juicios y él se había retirado a disfrutar de unas vacaciones, dejando a Sila el mando del ejército.
Naturalmente, al presentarse Saturnino, Mario le invitó a quedarse y ambos se dispusieron a hablar despreocupadamente en aquel placentero decorado de un lago más hermoso que ninguno de la península.
No es que Mario se hubiese vuelto más enrevesado, pues cuando llegaba el momento de abordar un tema, lo hacía sin rodeos.
–No quiero que Metelo el Numídico sea mi colega consular el año que viene -dijo de pronto-. He pensado en Lucio Valerio Flaco, que es persona maleable.
–Se adaptaría bien -dijo Saturnino-, pero no conseguiréis que le nombren, porque los padres de la patria están apoyando la candidatura de Metelo -añadió mirando inquisitivo a Mario-. En cualquier caso, ¿vais a presentaros al sexto consulado? Desde luego, con la derrota de los germanos podéis dormiros en los laureles.
–Ojalá pudiera, Lucio Apuleyo, pero no ha concluido la tarea por el simple hecho de haber derrotado a los germanos. Tengo dos ejércitos de proletarios por licenciar, o mejor dicho, tengo uno de seis legiones reforzadas y Quinto Lutacio otro de seis legiones muy reforzadas. Pero me considero el responsable de los dos, porque Quinto Lutacio piensa que basta con entregarles los papeles de licencia y nada más.
–¿Seguís decidido a darles tierras, verdad? – inquirió Saturnino.
–Así es. Si no lo hiciera, Lucio Apuleyo, Roma quedaría empobrecida en varios aspectos. Primero, porque se encontraría con más de quince mil veteranos que invadirían la urbe y toda Italia con un poco de dinero que gastarían en unos días, para convertirse a continuación en perenne foco de disturbios en donde se instalaran. Si hay guerra, volverían a alistarse; pero si no la hay, van a constituir un grave inconveniente -respondió Mario.
–Lo entiendo -añadió Saturnino inclinando la cabeza.
–Se me ocurrió estando en Africa y por eso reservé las islas de la costa para asentamiento de los veteranos. Tiberio Graco quiso asentar a los pobres de Roma en las tierras de Campania para que la ciudad resultara más cómoda y segura y así inyectar nueva sangre en el agro. Pero hacerlo en Italia fue un error, Lucio Apuleyo -dijo Mario, pensativo-. Necesitamos romanos de extracción humilde en nuestras provincias. Y sobre todo soldados veteranos.
La perspectiva era hermosa, pero Saturnino no la veía.
–Bueno, todos oímos el discurso respecto a llevar la vida de Roma a las provincias -dijo- y la respuesta de Dalmático. Pero no es ése el verdadero propósito, ¿verdad, Cayo Mario?
–¡Veo que sois muy agudo! – replicó Mario con fulgor en la mirada-. ¡Claro que no! A Roma -añadió inclinándose hacia él- le costaría mucho dinero enviar ejércitos a las provincias para abortar las sublevaciones y hacer cumplir las leyes. Mirad el caso de Macedonia. Allí tenemos dos legiones permanentemente acantonadas que al Estado le cuestan un dinero que podría emplearse mejor en otras cosas. ¿Qué pasaría si asentásemos a veinte o treinta mil veteranos en tres o cuatro colonias en Macedonia? Grecia y Macedonia son países muy despoblados en este momento, ya hace más de un siglo que lo son. ¡No hay más que ciudades fantasma! Y los terratenientes romanos absentistas con grandes propiedades, que producen poco, que no rinden nada para el país, son reticentes a emplear a hombres y mujeres indígenas. Y cuando los escordiscos cruzan la frontera, siempre hay guerra, los terratenientes se quejan al Senado y el gobernador se vuelve loco enfrentándose, por un lado, a esos nómadas celtas y a las airadas cartas de Roma, por otro. Pues yo daría mejor uso a esas tierras de propietarios romanos absentistas, llenándolas de colonias de soldados veteranos; estarían mucho más pobladas y constituirían una importante guarnición en caso de guerra.
–Eso se os ocurrió en Africa -sentenció Saturnino.
–Cuando repartí grandes parcelas a romanos que ni siquiera visitarán sus posesiones, pues se limitaron a enviar administradores y a emplear a grupos de esclavos, sin preocuparse de la situación local ni de los indígenas, impidiendo el progreso de Africa y dejándola a merced de un nuevo Yugurta. No es que quiera derogar la propiedad romana de tierras en las provincias, sino que algunas parcelas de estas tierras alojen a buen número de romanos veteranos de la milicia que podamos alistar en caso necesario. – Se recostó de nuevo en la silla para no mostrar lo acuciante de su deseo-. Hay un modesto ejemplo de la utilidad de estas colonias de veteranos en países extranjeros en momentos de gravedad. Al pequeño contingente que asenté personalmente en la isla de Meninx le llegó la noticia de la rebelión de esclavos en Sicilia y se organizaron por unidades, alquilaron naves y desembarcaron en Lilybaeum a tiempo de impedir que la ciudad cayese en manos de Atenión.
–Ya entiendo lo que queréis conseguir, Cayo Mario -dijo Saturnino-. Es un esquema excelente.
–Pero lo rechazarán, aunque sólo sea porque es obra mía -dijo Mario con un suspiro.
Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Saturnino; quien rápidamente volvió la cabeza, fingiendo admirar el reflejo de árboles, montañas y nubes en el espejo perfecto del lago. ¡Mario cedía! ¡A Mario no le interesaba lo más mínimo el sexto consulado!
–Supongo que habréis sido testigo en Roma del griterío y las protestas por haber concedido la ciudadanía a esos excelentes soldados de Camerinum… -añadió Mario.
–Sí. Ha trascendido a toda Italia-respondió Saturnino-, y toda Italia está de acuerdo con la medida, pese a que en Roma los padres de la patria no la aprobaron.
–¿Y por qué no van a ser ciudadanos romanos? – inquirió Mario, irritado-. Han combatido mejor que ninguno, Lucio Apuleyo, eso nadie puede negarlo. Si por mí fuera, concedería la ciudadanía a todos los habitantes de Italia -dijo con un suspiro-. Cuando digo que quiero tierras para los veteranos proletarios, me refiero a eso. Tierras para todos ellos: romanos, latinos e itálicos.
Saturnino lanzó un silbido.
–¡Eso va a ser polémico! Los padres de la patria no lo aceptarán.
–Lo sé. Lo que no sé es si vos tenéis el valor para defenderlo…
–Nunca he considerado detenidamente eso del valor -replicó Saturnino, pensativo-, y, por consiguiente, no sé cuánto tengo. Pero sí, Cayo Mario, creo que no me faltará para defenderlo.
–No necesito sobornar para asegurarme la elección, porque es cosa hecha -añadió Mario-. Sin embargo, no sé por qué no iba a procurarme unos cuantos que repartieran sobornos para asegurar el cargo de segundo cónsul; y para el vuestro, si necesitáis ayuda, Lucio Apuleyo. Y también para Cayo Servilio Glaucia. Tengo entendido que va a presentarse a las elecciones de pretor.
–Así es. Sí, Cayo Mario, a los dos nos gustaría mucho que nos ayudarais a salir elegidos. En contrapartida, haremos todo lo que sea necesario para que consigáis esas tierras.
–Ya he preparado algo -dijo Mario sacando un rollo de papel- y he redactado el tipo de ley que creo será necesaria. Desgraciadamente, no soy ningún famoso jurista, mientras que vos sí. Pero, y espero que no os ofendáis, Glaucia es un verdadero genio en legislación. ¿No podríais los dos formular unas grandes leyes para los inexpertos escribas?
–Vos nos ayudáis a conseguir el cargo, Cayo Mario, y tened la seguridad de que se aprobarán vuestras leyes -contestó Saturnino.
No cabía duda del alivio que recorrió el corpachón de Mario, ostensiblemente relajado.
–Solamente añadiré una cosa, Lucio Apuleyo: os juro que no me importa si no soy cónsul por séptima vez -dijo.
~Por séptima vez?
–Me predijeron que sería cónsul siete veces.
Saturnino se echó a reir.
–¿Por qué no? Nadie habría podido imaginar que alguien fuese a ser cónsul seis veces. Y vos vais a serlo.
Las elecciones del nuevo colegio de tribunos de la plebe se celebraron mientras Cayo Mario y Catulo César conducían a sus respectivos ejércitos hacia Roma para proceder al desfile triunfal, y fueron unos comicios muy movidos. Había más de treinta candidatos para los diez cargos, y más de la mitad eran individuos al servicio de los padres de la patria, por lo que la campaña fue cáustica y violenta.
Glaucia, presidente de los diez tribunos salientes, era el delegado para celebrar la elección del colegio entrante. De haberse celebrado ya las elecciones centuriadas de cónsules y pretores, no habría podido asumirlo por su condición de pretor electo, pero, dadas las circunstancias, nada se lo impedía.
Se llevaron a cabo en la zona de comicios, bajo la presidencia de Glaucia en la tribuna de los Espolones, mientras sus nueve colegas echaban a suertes el orden en que votaban las treinta y cinco tribus y luego fiscalizar a las distintas tribus conforme lo iban haciendo.
Había mucho dinero de por medio, parte de él repartido por Saturnino, pero mucho más por cuenta de los candidatos anónimos respaldados por los padres de la patria. Todos los ricos de los bancos delanteros conservadores se habían rascado el bolsillo para comprar votos para candidatos como Quinto Nonio de Piceno, una nulidad política de acendrado espíritu conservador. Aunque Sila nada había tenido que ver con su ingreso en el Senado, era hermano del cuñado de Sila, y cuando Cornelia Sila, la hermana de Sila, se casó y entró a formar parte de la riquísima familia de la aristocracia rural de Nonio de Piceno, el lustre de su apellido impulsó a los varones de la misma a probar su suerte en el cursus honorum, y decidieron dar el espaldarazo al hijo nacido de este matrimonio, aunque antes su tío quiso ver lo que se podía hacer.
Fueron unas elecciones llenas de sorpresas. Por ejemplo, Quinto Nonio de Piceno fue elegido sin dificultad, mientras que Lucio Apuleyo Saturnino no lo consiguió. Había diez cargos y Saturnino quedó en undécimo lugar en la lista.
–¡No lo puedo creer! – exclamó Saturnino, mirando a Glaucia-. ¡No puedo creérmelo! ¿Qué ha pasado?
Glaucia ponía ceño, porque, de pronto, disminuían enormemente sus posibilidades de ser pretor. Pero se encogió de hombros, dio unas palmaditas a Saturnino en la espalda y bajó de la tribuna.
–No te preocupes -dijo-, aún puede cambiar la situación.
–¿Cómo va a cambiar el resultado de una elección? – inquirió Saturnino-. No, Cayo Servilio, ¡me han eliminado!
–Dentro de un rato volveré a verte. Tú no te muevas ni te vayas -dijo Glaucia, perdiéndose entre la muchedumbre.
En el momento en que Quinto Nonio de Piceno oyó su nombre como uno de los diez tribunos elegidos, quiso marcharse a su lujosa casa del Carinae, donde le esperaban su esposa, con su cuñada Cornelia Sila y su hijo, ansiosos de saber los resultados.
Pero resultaba más difícil salir del Foro de lo que Quinto Nonio pensaba, pues no hacían más que pararle a cada paso para darle la enhorabuena; y por cortesía lógica no podía despachar por las buenas a los que le abordaban. Así, se vio forzado a retrasarse ante los incesantes saludos, sonrisas y apretones de mano.
Por fin fueron desapareciendo uno tras otro, y Quinto Nonio pudo embocar la primera calle en la ruta hacia su casa, acompañado por tres amigos que también vivían en el Carinae. Cuando les salieron al paso una docena de hombres armados de palos, uno de los amigos logró escapar corriendo hacia el Foro, para pedir auxilio, pero lo encontró virtualmente desierto. Afortunadamente Saturnino y Glaucia seguían hablando con un grupito cerca de la tribuna; a Glaucia se le veía congestionado y algo despeinado. Al oír los gritos de socorro, todos echaron a correr; pero era demasiado tarde y hallaron muertos a Quinto Nonio y a sus dos acompañantes.
–¡Edepol! – exclamó Glaucia, poniéndose en pie después de comprobar que Quinto Nonio había expirado-. Quinto Nonio acababa de ser elegido tribuno de la plebe y yo soy el funcionario encargado de los comicios -añadió frunciendo el entrecejo-. Lucio Apuleyo, ¿quieres encargarte de hacer que lleven a Quinto Nonio a casa? Yo tengo que volver al Foro y resolver esta situación electoral.
La turbación de haber encontrado a Quinto Nonio y a sus acompañantes muertos en el charco de su propia sangre, prívó a los que habían acudido en su auxilio, incluido Saturnino, de sus normales facultades de raciocinio y nadie advirtió lo antinatural de aquellas palabras de Glaucia, ni siquiera Saturnino. Y allí, de pie y solo en la tribuna de los Espolones, ante un Foro vacío, Cayo Servilio Glaucia anunció la muerte del recién elegido tribuno de la plebe Quinto Nonio, para, acto seguido, comunicar que el candidato que ocupaba el undécimo lugar, Lucio Apuleyo Saturnino, sería quien le reemplazase.
–Todo arreglado -dijo Glaucia, satisfecho, más tarde en casa de Saturnino-. Ahora ya eres legalmente tribuno de la plebe en sustitución de Quinto Nonio.
Desde los acontecimientos que le habían forzado a abandonar su cargo de cuestor en Ostia, Saturnino no tenía muchos escrúpulos, pero aun así se quedó mirando boquiabierto a Glaucia.
–¡No habrás sido…! – quiso exclamar.
Pero Glaucia rozó con la punta del dedo índice el lado de la nariz y sonrió ferozmente a Saturnino.
–No me preguntes, Lucio Apuleyo, y no te mentiré -respondió.
–La lástima es que era una buena persona.
–Sí, lo era. Pero su muerte ha sido cosa del destino, porque era el único que vivía en el Carinae y tenía más factores en contra. En el Palatino es más difícil organizar algo porque hay muy poca gente por las calles.
Saturnino lanzó un suspiro y se encogió de hombros.
–Es verdad. Bueno, ya soy tribuno. Gracias por tu ayuda, Cayo Servilio.
–No las merece -replicó Glaucia.
El escándalo fue monumental, pero nadie pudo probar que Saturnino estuviese implicado en un asesinato, dado que hasta el amigo del muerto atestiguó que Saturnino y Glaucia estaban en el Foro en el momento del crimen. La gente habló, pero "que hablen", comentó Saturnino con desdén. Y cuando Ahenobarbo, pontífice máximo, exigió que se celebrasen de nuevo las elecciones del tribunado, su moción no prosperó. Glaucia había creado un inaudito precedente para solventar la crisis.
–¡Que hablen! – repitió Glaucia, esta vez en el Senado-. Las alegaciones de que Lucio Apuleyo y yo estamos implicados en la muerte de Quinto Nonio no tienen fundamento alguno. En cuanto a que yo haya sustituido a un tribuno muerto por otro vivo, debo decir que hice lo que habría hecho cualquier funcionario que preside unos comicios. Nadie puede negar que Lucio Apuleyo salió en undécimo lugar y que la elección se llevó a cabo debidamente. Nombrar a Lucio Apuleyo sustituto de Quinto Nonio lo más rápida y eficazmente posible fue lo lógico. El contio de la Asamblea de la plebe que convoqué ayer aprobó unánimemente mi actuación, como pueden verificar todos los presentes. Este debate, padres conscriptos, es inútil y está fuera de lugar. No se hable más del asunto.
Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César celebraron su triunfo el primer día de diciembre. El desfile conjunto fue un dechado de genialidad, porque no cabía duda de que Catulo César, a la zaga del carro del primer cónsul, era el segundón. El nombre de Cayo Mario estaba en todas las bocas, y hasta hubo una carroza, ideada por Lucio Cornelio Sila, que se encargó, como de costumbre, de organizar el desfile, en la que se representaba a Mario consintiendo en que los soldados de Catulo César tomaran los treinta y cinco estandartes cimbros, dado que los suyos ya habían capturado muchos en la Galia.
En la reunión que siguió en el templo de Júpiter Optimus Maximus, Mario defendió apasionadamente su decisión de conceder la ciudadanía a los soldados de Camerinum y de repoblar el valle de los Salassi creando una colonia en la pequeña Eporedia. Su anuncio de presentarse a un sexto consulado fue acogido con una serie de gruñidos, burlas, protestas y aplausos. Aplausos predominantemente. Cuando cesaron las aclamaciones, anunció que su parte del botín la dedicaría a la construcción de un nuevo templo en el Capitolio para el culto militar al honor y la virtud, en el que se guardarían sus trofeos y los trofeos de su ejército, y que, igualmente, construiría un templo al honor militar romano y a la virtud en Olimpia de Grecia.
Catulo César escuchaba cariacontecido, consciente de que si quería conservar su fama tendría que donar su parte del botín a un monumento religioso público parecido en lugar de invertirlo en acrecentar su fortuna, que era considerable, aunque sin punto de comparación con la de Mario.
A nadie causó sorpresa que la Asamblea centuriada eligiese a Cayo Mario primer cónsul por sexta vez. No sólo era ya indiscutiblemente el primer hombre de Roma, sino que se le comenzaba a denominar "tercer fundador" de la ciudad. El primer fundador era el mismísimo Rómulo y el segundo Marco Furio Camilo, quien, trescientos años antes, había expulsado a los galos de Italia. Por consiguiente, parecía adecuado llamar a Cayo Mario tercer fundador de Roma, puesto que él también había rechazado a una oleada de bárbaros.
Las elecciones consulares no carecieron de sorpresas; Quinto Cecilio Metelo el Numídico no salió elegido segundo cónsul, lo que fue la gran victoria de Mario, quien declaró su respaldo a Lucio Valerio Flaco, y éste fue el elegido. Flaco ostentaba el cargo sacerdotal honorífico de flamen Martialis o sacerdote especial de Marte, y con ello se había convertido en una persona apacible, dócil y subordinada. Un colega ideal para el dominante Cayo Mario.
Pero a nadie sorprendió que Cayo Servilio Glaucia fuese elegido pretor, porque era el testaferro de Mario y éste había sobornado generosamente a los electores. Lo que sí constituyó una sorpresa fue el hecho de que cosechara más vOtos que nadie en la lista, y por ello fue nombrado praetor urbanus, el principal de los seis pretores electos.
Poco después de las elecciones, Quinto Lutacio Catulo César anunció públicamente que donaba su parte del botín tomado a los germanos a dos causas religiosas: la primera era la compra del solar de la casa de Marco Fulvio Flaco en el Palatino -contiguo a su propia casa- para construir un magnífico pórtico que albergase los treinta y cinco estandartes cimbros capturados en Vercellae, y la segunda, construir un templo en el Campo de Marte a la diosa Fortuna en la advocación de Fortuna del Día de Hoy.
Cuando los tribunos de la plebe asumieron el cargo el décimo día de diciembre, comenzó la juerga. Tribuno de la plebe por segunda vez, Lucio Apuleyo Saturnino dominaba totalmente el colegio y explotaba el temor suscitado por el asesinato de Quinto Nonio para alcanzar sus propósitos legislativos. Aunque continuaba negando taxativamente cualquier implicación en aquella muerte, en privado seguía haciendo sucintas advertencias a sus colegas tribunicios de que se cuidaran de no estorbarle para no acabar como Quinto Nonio. En consecuencia, éstos consentían en que hiciese lo que quería, y ni Metelo el Numídico ni Catulo César podían convencer a ninguno de los tribunos de la plebe para que emitieran un solo veto.
A la semana de asumir el cargo, Saturnino propuso la primera de las dos leyes para conceder tierras públicas a los veteranos de los dos ejércitos empleados frente a los germanos; las tierras se hallaban todas en el extranjero, en Sicilia, Grecia, Macedonia y el continente africano. La ley incluía una nueva cláusula: Cayo Mario en persona adquiría la potestad de otorgar la ciudadanía romana a tres soldados itálicos de los que se asentasen en cada una de las colonias.
En el Senado se alzó una furibunda oposición.
–¡Este hombre -dijo Metelo el Numídico- ni siquiera va a favorecer a sus soldados romanos! Las tierras las quiere para todos los recién llegados, romanos, latinos e itálicos, en pie de igualdad. ¡Sin ninguna diferencia! Yo os pregunto, apreciados colegas, ¿qué os parece semejante hombre? ¿Por ventura le preocupa Roma? ¡Claro que no! ¿Por qué iba a preocuparle si él no es romano? ¡El es un itálico y favorece a los suyos! A un millar los emancipó en el campo de batalla, mientras los soldados romanos lo contemplaban impávidos sin que les diera las gracias. ¿Qué más podemos esperar de una persona como Cayo Mario?
Cuando Mario se puso en pie para replicar no le dejaron hablar, por lo que abandonó la Curia Hostilia y subió a la tribuna de los Espolones para dirigirse directamente al público del Foro. A algunos aquello los indignó, pero era su ídolo y le escucharon.
–¡Hay tierra suficiente para todos! – gritó-. ¡Nadie puede acusarme de trato preferencial hacia los itálicos! ¡Cien iugera para cada soldado! ¿Y por qué tanto, preguntaréis? Porque, pueblo de Roma, esos colonizadores van a tierras mucho menos feraces que las de nuestra querida Italia. Tendrán que plantar y cosechar en suelos poco propicios, en los que para vivir decentemente una persona necesita más tierra que la que normalmente se posee en nuestra querida Italia.
–¡Ahí lo tenéis! – vociferó con voz chillona Catulo César desde la escalinata del Senado-. ¡Ahí lo tenéis! ¡Escuchadle! ¡No habla de Roma! ¡Italia, Italia, Italia, siempre Italia! ¡Él no es romano y Roma le trae sin cuidado!
–¡Italia es Roma! – tronó Mario-. ¡Son uno y lo mismo! ¡Sin una, la otra no podría existir! ¿Es que no han dado sus vidas romanos e itálicos en los ejércitos de Roma? Y si eso es así, y no puede negarse, ¿por qué un soldado ha de ser distinto de otro?
–¡Italia! – gritó Catulo César-. ¡Siempre Italia!
–¡Bobadas! – replicó Mario-. ¡La primera asignación de tierras es para soldados romanos, no itálicos! ¿Acaso demuestra eso un favoritismo por los itálicos? ¿Y no es mejor que de los miles de veteranos de las legiones que vayan a esas colonias, tres de los itálicos que las compongan reciban la ciudadanía romana? ¡He dicho tres, pueblo de Roma! ¡No tres mil itálicos, pueblo de Roma! ¡No trescientos itálicos, pueblo de Roma! ¡No tres docenas de itálicos, pueblo de Roma! ¡Tres! ¡Una gota en medio de tantos millares! ¡Una gota ínfima en un océano humano!
–¡Una gota de veneno en un océano humano! – gritó Catulo César desde la escalinata del Senado.
–La ley dice que los soldados romanos serán los primeros en recibir las tierras, pero ¿dónde dice que las primeras tierras concedidas sean las mejores? – gritó Metelo el Numídico.
Pero, a pesar de la oposición, la Asamblea de la plebe aprobó la primera de las leyes agrarias que afectaba a diversas parcelas públicas que Roma había subarrendado a terratenientes absentistas.
Quinto Popedio Silo, que se había convertido en el portavoz de los marsos pese a su juventud, había acudido a Roma a escuchar los debates sobre las leyes agrarias; le había invitado Marco Livio Druso y se alojaba en casa de éste.
–Organizan mucha polémica con ese tema de Roma e Italia, ¿no? – inquirió Silo, que nunca había tenido noticia de semejante debate.
–Ya lo creo -contestó Druso, compungido-. Es una actitud que sólo cambiará con el tiempo. Al menos eso espero, Quinto Popedio.
–Y eso que no te gusta Cayo Mario.
–Detesto a ese hombre, pero he votado por él -replicó Druso.
–Han pasado cuatro años desde la batalla de Arausio -añadió Silo, pensativo-. Sí, quizá tengas razón; las cosas irán cambiando. Dudo mucho que antes de Arausio Cayo Mario hubiese podido incluir tropas itálicas entre los colonos.
–Gracias a Arausio obtuvieron la libertad los esclavos itálicos por deudas -dijo Druso.
–Me alegra saber que no murieron inútilmente. Sin embargo, mira Sicilia; allí no se libertó a los esclavos y sí murieron.
–Es una vergüenza lo de Sicilia -contestó Druso enrojeciendo-. La culpa la tuvieron dos magistrados romanos corruptos y egoistas. ¡Dos mentulae miserables! Puede que no te gusten, Quinto Popedio, pero tienes que admitir que un Metelo el Numídico o un Emilio Escauro no mancharían la orla de su toga con una estafa de trigo.
–Sí, no digo que no, Marco Livio -replicó Silo-, pero ellos siguen creyendo que ser romano es lo más exclusivo del mundo y que ningún itálico merece la adopción.
–¿Adopción?
–Bueno, ¿no es eso realmente el otorgamiento de la ciudadanía romana? Una adopción por la que se entra en la familia de Roma…
–Tienes razón -dijo Druso con un suspiro-. Lo único que cambia es el nombre. Pero la concesión de la ciudadanía no convierte en romano a un itálico ni a un griego. Conforme pasa el tiempo, el Senado se resiste cada vez más a crear romanos artificiales.
–Entonces, quizá sea cometido de los itálicos hacernos romanos artificiales -dijo Silo-, con la aprobación del Senado o sin ella.
Una segunda ley agraria siguió a la primera; ésta afectaba a todas las nuevas tierras públicas conquistadas por Roma en el curso de las guerras contra los germanos. Fue, con gran diferencia, la más importante de las dos, porque tales tierras eran prácticamente vírgenes y no estaban explotadas a gran escala por agricultores o ganaderos, y eran potencialmente ricas en minerales y piedras preciosas. Todas ellas se hallaban en la Galia Transalpina occidental, en torno a Narbo, Tolosa, Carcasso, y en la Galia Transalpina central, además de una zona en la Hispania Citerior, que se había sublevado mientras los cimbros presionaban junto a los Pirineos.
Había muchos caballeros romanos y muchas empresas deseosas de expansionarse en la Galia Transalpina, y todos habían cifrado sus esperanzas en la derrota de los germanos, solicitando de sus patrones en el Senado que les asegurasen el acceso al nuevo ager publicus Galiae. Por lo que ahora, al ver que la mayor parte iba a parar a manos de los soldados proletarios, asumieron una furiosa protesta, desconocida desde la época de los Gracos.
A medida que el Senado se endurecía, igual sucedió con la primera clase de caballeros, otrora principales partidarios de Mario, quienes ahora veían frustrada su posibilidad de convertirse en terratenientes absentistas de la Galia Ulterior y se volvieron sus más encarnizados adversarios. Los agentes de Metelo el Numídico y de Catulo César circulaban por todas partes divulgando acusaciones.
–Da lo que pertenece al Estado como si él fuese dueño de las tierras y el Estado propiedad suya -era una de las acusaciones, pronto generalizada.
–Pretende apoderarse del Estado, ¿por qué tiene que ser cónsul otra vez, ahora que se ha derrotado a los germanos?
–¡Roma nunca ha recompensado a sus soldados con tierras!
–¡A los itálicos se les da más de lo que merecen!
–¡La tierra arrebatada a los enemigos de Roma pertenece exclusivamente a los romanos, no a latinos y a itálicos también!
–¡Empieza con el ager publicus en el extranjero, pero antes de que nos demos cuenta estará repartiendo el ager publicus de Italia y se lo dará a los itálicos!
–¡Se autoproclama tercer fundador de Roma, pero lo que realmente quiere es convertirse en rey de Roma!
Y la retahíla no acababa. Cuanto más clamaba Mario desde la tribuna del Foro y en el Senado que Roma necesitaba sembrar las provincias de colonias de romanos corrientes, que los soldados veteranos constituirían buenas guarniciones y que las tierras romanas en el extranjero las cuidarían mejor muchos hombres humildes que un puñado de hombres ilustres, más acerba se volvía la oposición. Crecía en vez de disminuir por reiterativa y cada día era más fuerte y tenaz. Hasta que, poco a poco, sutilmente, casi involuntariamente, la actitud pública ante la segunda ley agraria de Saturnino comenzó a cambiar. Muchos de los personajes relevantes de la plebe -y los había entre los que frecuentaban el Foro, así como entre los caballeros más influyentes- comenzaron a dudar de que Mario tuviera razón, porque nunca habían visto semejante oposición.
–No puede haber humo sin fuego -comenzaron a decirse entre sí y a los que los escuchaban porque eran personas importantes.
–Esto ya no es una rencilla senatorial; está demasiado generalizada.
–Cuando una persona como Quinto Cecilio Metelo el Numídico, que además de cónsul ha sido censor, y todos recordamos lo bien que actuó siendo censor, sigue acrecentando el número de partidarios, debe ser por algo.
–Ayer oí que un caballero cuyo apoyo necesita desesperadamente Cayo Mario le hizo un desaire en público, y que las tierras de Tolosa que tenía prometidas se las va a dar ahora a los veteranos proletarios.
–A mí me han dicho que le han oído decir que quiere conceder la ciudadanía a todos los itálicos.
–Es su sexto consulado y el quinto sucesivo. El otro dia le oyeron decir en una cena que ya no dejará de ser cónsul y que va a presentarse todos los años hasta que muera.
–¡Lo que quiere es ser rey de Roma!
Éste fue el resultado de la campaña de rumores desatada por Metelo el Numídico y Catulo César. Y, de pronto, incluso Glaucia y Saturnino comenzaron a temerse que la segunda ley agraria estuviera condenada al fracaso.
–¡Tengo que conseguir esas tierras! – exclamó Mario, desesperado, dirigiéndose a su esposa, que había estado varios días aguardando pacientemente a que hablase de sus asuntos con ella. No porque tuviese nuevas ideas que ofrecerle ni nada positivo que decir, sino porque sabía que era la única persona amiga que tenía a su lado. Sila había regresado a la Galia Transalpina después del triunfo y Sertorio había emprendido viaje a la Hispania Citerior para ver a su esposa germana y a su hijo.
–Cayo Mario, ¿es realmente tan esencial? – inquirió Julia-. ¿De verdad que tanto importaría si tus soldados no reciben tierras? A los soldados romanos nunca se les han concedido tierras; no existe ningún precedente. Y no podrán reprocharte que no lo hayas intentado.
–No lo entiendes -replicó él, impaciente-. Ya no tiene que ver con los soldados, sino con mi dígnítas, mi posición en la vida pública. Si no se aprueba la ley, dejaré de ser el primer hombre de Roma.
–¿Y no puede ayudarte Lucio Apuleyo?
–Hace lo que puede, ¡bien lo saben los dioses! Pero en lugar de ganar terreno, estamos perdiéndolo. Me siento como Aquiles en el río, incapaz de salir del agua porque la orilla se aleja; subo un poco con grandes esfuerzos y luego retrocedo el doble. ¡Hay increíbles rumores, Julia! Y no hay modo de contrarrestarlos porque no se dicen abiertamente. Si hubiese una décima parte de verdad en las cosas que se me atribuyen, hace tiempo que me habrían condenado a empujar una roca cuesta arriba en el Tártaro.
–Bien, sí, las campañas de difamación no se pueden combatir -comentó Julia con toda naturalidad-. Tarde o temprano, los rumores se hacen tan absurdos que todos se despiertan con un sobresalto. Es lo que va a suceder en este caso. Te han matado, pero seguirán apuñalándote hasta que toda Roma esté más que harta. La gente es terriblemente ingenua y crédula, pero hasta los más ingenuos y crédulos tienen su límite. Estoy segura de que aprobarán la ley, Cayo Mario. No te impacientes y espera a que la opinión cambie de rumbo a favor tuyo.
–Oh, sí, es muy posible que sea como tú dices, Julia, pero ¿qué puede impedir que la cámara la derogue en cuanto Lucio Apuleyo cese en el cargo y yo no disponga de un tribuno de la plebe como él para contener al Senado? – gruñó Mario.
–Entiendo.
–¿De verdad?
–Por supuesto. Soy una Julio César, esposo mío, lo que significa que me he criado oyendo comentarios sobre política, pese a que mi sexo me impidiese la carrera pública -replicó ella mordiéndose el labio-. Es un problema, ¿verdad? Las leyes agrarias no pueden llevarse a la práctica de la noche a la mañana; tardan toda una vida. Años y años. Hay que encontrar la tierra, medirla, parcelarla, hallar la gente que se ha inscrito para asentarse en ella, comisiones y personal adecuado. No se acaba nunca.
–¡Has estado hablando con Cayo Julio! – dijo Mario, sonriente.
–Efectivamente. En realidad, es un asunto del que entiendo mucho -dijo ella dando una palmadita en el extremo vacío del sofá-. ¡ Siéntate, amor mío!
–No puedo, Julia.
–¿No hay un modo de proteger esa legislación?
Mario dejó de pasear, se volvió y la miró por debajo de sus espesas cejas.
–Sí, en realidad lo hay…
–Explícamelo -insistió ella con afecto.
–Ya pensó en ello Cayo Servilio Glaucia, pero a Lucio Apuleyo no le gusta nada y los dos intentan disuadirme, y yo no se…
–¿Tan nuevo es? – inquirió ella, consciente de la fama de Glaucia.
–Bastante.
–Explícamelo, por favor, Cayo Mario.
Sería un alivio contárselo a alguien que no tenía que actuar de un modo interesado, si no era a favor de su propio marido, pensó Mario, cansado.
–Julia, yo soy un militar y me gustan las soluciones militares -dijo-. En el ejército todos saben que cuando doy una orden es la mejor posible que las circunstancias permiten. Por eso todos se aprestan a obedecerla sin cuestionarla, porque me conocen y confían en mí. Bien, esa pandilla de Roma también me conoce y deberían confiar en mí, pero ¿lo hacen? ¡No! Están tan apegados a que se hagan las cosas a su manera, que ni siquiera se fijan en las ideas de los demás por mejores que sean. Voy al Senado sabiendo de antemano que voy a encontrarme con un ambiente de odio y de protestas que me agota antes de empezar. Soy demasiado mayor y habituado a mis modos para darles importancia, Julia. ¡Son unos idiotas y van a destruir la república si siguen haciendo como si las cosas no hubiesen cambiado desde los tiempos en que Escipión el Africano era niño! ¡El asentamiento que propongo para los soldados es una buena idea!
–Lo es -asintió Julia, ocultando su consternación. Aquellos últimos días, Mario estaba abatido y en lugar de parecer más joven, se le veía más viejo; por primera vez en su vida estaba engordando, por estar tanto tiempo sentado en reuniones en lugar de andar al aire libre. Y el pelo ya se le encanecía y empezaba a perderlo. Indudablemente era más beneficioso para el cuerpo de un hombre la guerra que la legislación-. ¡Cayo Mario, acaba de una vez y cuéntamelo! – insistió.
–Esta segunda ley tiene una cláusula adicional especial que ideó Glaucia -contestó Mario, comenzando a pasear de nuevo-. En un plazo máximo de cinco días después de la aprobación de la ley se exige a los senadores que juren defenderla para siempre.
Julia, sin poder evitarlo, se llevó las manos a la garganta para contener un grito, miró desconcertada a Mario y profirió la palabra más fuerte de su vocabulario:
–¡Ecastor!
–Te sorprende, ¿verdad?
–¡Cayo Mario, no te lo perdonarán nunca si la incluyes en la ley!
–¿Crees que no lo sé? – replicó él a voces, alzando las manos como garras hacia el techo-. Pero ¿qué quieres? ¡Si no, no consigo esas tierras!
–Estarás muchos años en el Senado -dijo ella, humedeciéndose los labios-. ¿No puedes tratar de defender el cumplimiento de la ley?
–¿Defenderla? ¿Y cuándo acabaría? – inquirió él-. ¡Estoy harto de luchar, Julia!
–¡Oh, bah! – replicó ella fingiendo burlona irrisión-. ¿Cayo Mario cansado de luchar? ¡Si has luchado toda tu vida!
–Pero era una lucha distinta -replicó él-. Esto es sucio; no hay reglas y no sabes quiénes son ni dónde van a surgir tus enemigos. ¡A mí que me den una batalla precisa y al menos el resultado es rápido y limpio, vence el mejor! Pero el Senado de Roma es un burdel en el que se dan las conductas más ignominiosas, y yo me paso los días gateando en ese fango. Mira, Julia, de verdad te lo digo, ¡prefiero bañarme en la sangre de una batalla! Y si hay alguien tan ingenuo que crea que la intriga política no destruye más vidas que cualquier guerra, merece todas las adversidades que depara la política.
Julia se puso en pie y se acercó a él, le obligó a que dejase de pasear y le cogió las manos.
–Siento decirlo, mi amor, pero el foro político no es lugar para un hombre tan directo como tú.
–Si hasta ahora no lo sabía, desde luego; ahora si -replicó él, cabizbajo-. Supongo que habrá que hacerlo con la maldita cláusula especial de Glaucia. Pero, como no deja de decirme Publio Rutilio, ¿adónde iremos a parar con todas esas leyes de nuevo cuño? ¿Estamos realmente sustituyendo lo malo por lo bueno? ¿O simplemente cambiándolo por algo peor?
–Eso el tiempo lo dirá -dijo ella, tranquila-. Suceda lo que suceda, Cayo Mario, nunca olvides que siempre habrá profundas crisis de gobierno, que la gente siempre andará diciendo en tono horrorizado que esta o aquella ley son el hundimiento dé la república y que Roma ya no es lo que era. Lo sé porque he leído que Escipión el Africano lo decía de Catón el censor. Y es muy probable que algún antepasado de los Julios César lo dijese de Bruto cuando mató a sus hijos. La república es indestructible, y todos lo saben aunque se desgañiten diciendo que está condenada. Así que no pierdas de vista ese hecho.
Su buen humor le estaba apaciguando; Julia advirtió su satisfacción porque el fulgor rojo de sus ojos se desvanecía y la irritación desaparecía de su rostro. Era el momento de cambiar de tema, pensó.
–Por cierto, mi hermano Cayo Julio querría verte mañana, así que he aprovechado la ocasión para invitar a cenar a él y a Aurelia, si te parece bien.
–¡Claro que sí, estupendo! – gruñó Mario-. ¡Se me había olvidado! Claro, va a salir para Cercina para establecer mi primera colonia de veteranos! – añadió desasiéndose de Julia y cogiéndose la cabeza con las manos-. ¡Por los dioses, qué memoria tengo! ¿Qué me está pasando, Julia?
–Nada -contestó ella para calmarle-. Necesitas un descanso, unas semanas fuera de Roma preferentemente. Pero como eso no podrá ser, ¿por qué no vamos juntos a buscar al pequeño Mario?
Aquel niño tan precioso, que aún no tenía nueve años, era el mejor de los hijos: alto, fuerte, rubio y con una nariz lo bastante romana para deleite de su padre. Que el niño mostrase más tendencia por lo físico que por lo intelectual, también complacía a Mario. El hecho de que siguiera siendo hijo único dolía a la madre más que al padre, porque Julia había sufrido dos abortos en los dos embarazos que siguieron a la muerte de su hermano menor, y ahora comenzaba a pensar que no podría nunca llevar un embarazo a buen término. Mientras que Mario estaba contento con tener un solo hijo y se negaba a creer que fuese a haber otro retoño.
La cena fue un éxito y no hubo otros convidados que Cayo Julio César, su esposa Aurelia y el tío de ésta, Publio Rutilio Rufo.
César se disponía a partir para Cercina, en Africa, al final del intervalo de mercado de ocho días, y estaba encantado con la encomienda, aunque había algo que empañaba su satisfacción.
–No estaré en Roma cuando nazca mi primer hijo -dijo sonriente.
–¡No, Aurelia! ¿Otra vez? – exclamó quejumbroso Rutilio Rufo-. ¡Ya verás, será otra niña! ¿De donde vais a sacar otra dote?
–¡Bah, tío Publio! – replicó la impenitente Aurelia, cogiendo un trozo de pollo-. Para empezar, no necesitaremos dote para las niñas. El padre de Cayo Julio nos hizo prometerle que no seríamos unos César engreídos y que mantendríamos a nuestras hijas al margen de la plutocracia. Así que pensamos casarlas con rústicos anodinos riquísimos -siguió sirviéndose trozos de pollo-. Y como ya tenemos la pareja de niñas, ahora vamos a tener niños.
–¿Todos a la vez? – inquirió Rutilio Rufo con un guiño.
–¡Oh, no estaría nada mal unos gemelos! ¿Es frecuente entre los Julios? – inquirió la intrépida madre a su cuñada.
–Creo que sí -contestó Julia-. Nuestro tío Sexto tuvo mellizos, aunque uno murió. César Estrabo es gemelo, ¿verdad?
–Exactamente -respondió Rutilio Rufo con una mueca-. A nuestro pobre amigo bizco le gusta poner sobrenombres adecuados y uno de ellos es "Vopiscus", que quiere decir superviviente de gemelos. Pero tengo entendido que le han puesto otro sobrenombre.
–¿Cuál? – inquirió Mario por cuenta de los demás, que habían advertido el tono de malicioso regocijo en el comentario.
–Le ha salido una fístula en la parte inferior y alguien maliciosamente dijo que tenía culo y medio y empezó a llamarle Sesquiculus -dijo Rutilio Rufo.
Todos se echaron a reír, incluidas las mujeres, a quienes no se impidió compartir aquella leve obscenidad.
–En la familia de Lucio Cornelio también puede haber gemelos -añadió Mario, enjugándose los ojos.
–¿Por qué lo dices? – inquirió Rutilio Rufo, figurándose que se trataba de otro chismorreo.
–Pues porque, como bien sabéis, aunque se ignore en Roma, ha vivido un año entre los cimbros y tiene una esposa querusca, llamada Germana, que le dio gemelos.
–¿Cautiva y muerta? – inquirió Julia, ya muy seria.
–¡Edepol, no! La devolvió a su tribu en Germania antes de regresar con nosotros.
–Un individuo muy raro, ese Lucio Cornelio -dijo Rutilio Rufo, pensativo-. No está muy bien de la cabeza.
–Pues por una vez te equivocas, Publio Rutilio -replicó Mario-. No conozco a nadie que la lleve tan firme sobre sus hombros como Lucio Cornelio. En realidad, creo que es el futuro hombre de Roma.
–Desde luego, se volvió como un rayo a la Galia itálica después del triunfo -dijo Julia con una risita-. El y mi madre no dejan de pelearse, y cada vez más.
–Bueno, es comprensible -dijo Mario con sorna-. Tu madre es la única persona de este mundo capaz de atemorizarme.
–Marcia es encantadora -añadió Rutilio Rufo, soñador-. Por lo menos en los viejos tiempos daba gusto mirarla -se apresuró a añadir.
–No cabe duda que ha hecho todo lo que ha podido por encontrarle a Lucio Cornelio otra esposa -dijo César.
Rutilio Rufo casi se atraganta con un hueso de ciruela.
–Bien, estuve cenando en casa de Marco Emilio Escauro el otro día -añadió con tono de maliciosa complacencia-, y si no hubiese sido ya esposa de otro, habría apostado algo a que Lucio Cornelio habría encontrado cónyuge por sí solo.
–¡No me digas! – exclamó Aurelia, inclinándose en la silla-. ¡Vamos, tío Publio, cuéntanoslo!
–Pues nada menos que la pequeña Cecilia Metela Dalmática -contestó Rutilio Rufo.
–¿La esposa del mismísimo príncipe del Senado? – cacareó Aurelia.
–Eso es. Lucio Cornelio la miró nada más presentársela, se puso más rojo que su cabellera y se pasó toda la cena embobado sin dejar de mirarla.
–No puedo ni imaginármelo -dijo Mario.
–¡Pues imagínatelo! – replicó Rutilio Rufo-. Hasta Marco Emilio lo notó; bueno, claro, ahora está con su pequeña Dalmática como una gallina clueca con un pollito. Así que la mandó en seguida a la cama en cuanto acabamos el primer plato. Y ella, con aire de gran decepción y dirigiendo una mirada de tímida admiración a Lucio Cornelio, derramó el vino al retirarse.
–Mientras no derrame el vino en el regazo… -comentó Mario.
–¡Oh, no, otro escándalo no! – exclamó Julia-. Lucio Cornelio no puede permitirse otro escándalo. Cayo Mario, ¿no podrías decirle algo?
Mario adoptó esa actitud molesta que se da en un marido cuando su esposa le pide algo poco masculino e impropio de él.
–¡Desde luego que no!
–¿Por qué? – inquirió Julia, que consideraba lógica su petición.
–¡Porque la vida privada de un hombre es cosa de él, y no le iba a gustar que metiese la nariz en sus cosas!
Tanto Julia como Aurelia hicieron un gesto de desagrado.
En su habitual papel de moderador, César lanzó un carraspeo.
–Como Marco Emilio Escauro tiene aspecto de aguantar otros cien años hasta que lo mate un hacha, no creo que tenga que preocuparse mucho de Lucio Cornelio y de Dalmática. Tengo entendido que Marcia ya ha elegido candidata y que Lucio Cornelio ha aceptado, así que en cuanto regrese de la Galia itálica recibiremos invitaciones de boda.
–¿De quién se trata? – inquirió Rutilio Rufo-. ¡A mí no me ha llegado un solo rumor!
–Elia, la hija única de Quinto Elio Tubero.
–Ya no es ninguna niña, ¿no? – inquirió Mario.
–Treinta y tantos; la misma edad que Lucio Cornelio -contestó apaciblemente César-. Por lo visto él no quiere más niños; por eso Marcia pensó que una viuda sin hijos era ideal. Es una dama bastante guapa.
–De una buena familia -añadió Rutilio Rufo-. ¡Y rica!
–Pues me alegro por Lucio Cornelio -dijo Aurelia, satisfecha-. ¡No lo puedo evitar, yo le aprecio!
–Todos le apreciamos -añadió Mario, dirigiéndole un guiño-. Cayo Julio, ¿no te da celos esa admiración confesada?
–Bah, tengo rivales más serios por el afecto de Aurelia que simples patricios legados -contestó sonriente César.
–¿Ah, sí? ¿Quién? – inquirió Julia.
–Se llama Lucio Decumio, y es un hombrecillo mugriento de unos cuarenta años, de piernas delgadas, cabello grasiento y que apesta a ajo -contestó César, cogiendo el plato de frutos secos para elegir la pasa más grande-. Me llena la casa de espléndidos ramos de flores, de la estación o exóticas, a Lucio Decumio igual le da; envía un cargamento cada tres o cuatro días. Y no hace más que visitar a Aurelia dándole una coba asquerosa. En realidad está tan encantado con nuestro futuro retoño, que a veces me pregunto…
–¡Ya está bien, Cayo Julio! – exclamó Aurelia riendo.
–¿Y quién es ese hombre? – inquirió Rutilio Rufo.
–El vigilante o lo que sea de ese colegio de la encrucijada que Aurelia está obligada a aguantar sin cobrar alquiler -contestó César.
–Lucio Decumio y yo tenemos un trato -dijo Aurelia, arrebatándole a César la pasa que estaba a punto de llevarse a la boca.
–¿Qué trato? – inquirió Rutilio Rufo.
–Respecto a su zona de actuación; quedando excluido el vecindario,
–¿Qué actuación?
–Es que es un asesino -contestó Aurelia.
Cuando Saturnino presentó su segunda ley agraria, la cláusula que estipulaba lo del juramento sonó como un trueno en el Foro; no fue un rayo de Júpiter Tonante, sino un trueno aciago de los antiguos dioses, los verdaderos, los dioses sin rostro, los numina. No sólo se exigía un voto a los senadores, sino que en lugar del juramento tradicional en el templo de Saturno, la ley de Saturnino estipulaba que el voto se efectuara al aire libre en el templo sin techumbre de Semo Sancus Dius Fidius, en el bajo Quirinal, en el que el dios sin rOstrO y sin mitología contaba con la sola imagen de Caya Cecilia -esposa del rey Tarquino Prisco de la antigua Roma- humanizando el recinto. Y las deidades en cuyo nombre se efectuaba el juramento no eran las grandes deidades del Capitolio, sino las modestas numína sin faz auténticamente romanas, los Di Penates Publici, guardianes de la bolsa y la despensa públicas, los Lares Praestites, guardianes del Estado, y Vesta, guardiana de la tierra. Nadie conocía su aspecto ni de dónde procedían, ni siquiera el sexo que tenían. Constituían una presencia y tenían gran importancia porque eran romanas. Eran los símbolos públicos de los dioses más privados, las deidades que presidían la familia, la más sagrada de todas las tradiciones romanas. Ningún romano podía jurar por esas divinidades ni romper su juramento, pues ello habría supuesto acarrear la ruina, el desastre y la desintegración de su familia, su casa y su bolsa.
Pero la mentalidad legalista de Glaucia no confiaba únicamente la ley al temor sin nombre de los numina innominables; para dar empaque al voto, la ley de Saturnino especificaba que a los senadores que se negasen a jurar no se les daría fuego ni agua en toda Italia, se les impondría una multa de veinte talentos de plata y quedarían despojados de su ciudadanía.
–El inconveniente es que aún no hemos llegado lo bastante lejos con la rapidez necesaria -dijo Metelo el Numídico a Catulo César, al pontífice máximo Ahenobarbo, a su hijo Metelo, a Escauro, a Lucio Cota y a su tío Marco Cota-. La Asamblea de la plebe aún no está madura para deshacerse de Cayo Marío y aprobará la ley. Y se nos obligará a jurar -añadió con un estremecimiento-. Y si juro, tendré que mantener el juramento.
–Pues no puede aprobarse esa ley -dijo Ahenobarbo.
–No hay un solo tribuno de la plebe que se atreva a interponer el veto -añadió Marco Cota.
–Pues habrá que oponerse a ella basándonos en la religión -dijo Escauro, mirando intencionadamente a Ahenobarbo-. Si ellos han mezclado en esto a la religión, igual haremos nosotros.
–Creo que sé a lo que te refieres -dijo Ahenobarbo.
–Pues yo no -añadió Cota.
–Cuando llegue el día en que se vote la aprobación de la ley y los augures examinen los presagios para comprobar que los comicios no contravienen los deseos divinos, haremos que sean adversos -dijo Ahenobarbo-. Y seguiremos comprobando que son adversos hasta que uno de los tribunos de la plebe tenga valor para interponer el veto so pretexto de la religión. Y se acabó lo de la ley, porque la Asamblea de la plebe se cansa en seguida de las cosas.
El plan se llevó a la práctica y los augures declararon adversos los presagios. Desgraciadamente, Lucio Apuleyo Saturnino era también augur -un cargo a guisa de recompensa que se le concedió a instancias de Escauro cuando éste lo rehabilitó- y su interpretación de los presagios no concordaba.
–¡Es un truco! – gritó a la plebe desde la tribuna-. ¡Mirad a esos paniaguados del Senado, padres de la patria! ¡Los presagios son favorables, pero lo que quieren es quebrar el poder del pueblo! ¡Todos sabemos que Escauro, príncipe del Senado, Metelo el Meneitos y Catulo son capaces de lo que sea para privar a nuestros soldados de su justa recompensa, y esto demuestra que han pasado a los hechos! ¡Han falseado deliberadamente la voluntad de los dioses!
El pueblo creyó a Saturnino, que había tenido la prevención de introducir a sus gladiadores entre la multitud, y cuando uno de los tribunos de la plebe trató de interponer el veto diciendo que los presagios eran adversos, que había oído truenos y que cualquier ley aprobada aquel día sería nefas, sacrílega, entraron en acción los gladiadores de Saturnino, y mientras él afirmaba en tono grandilocuente que no aceptaría el veto, sus matones bajaron al desventurado de la tribuna y se lo llevaron por el Clivus Argentarius hasta las mazmorras de la Lautumiae y allí lo tuvieron hasta que terminó la votación de las tribus por la que se aprobó la ley, pues la cláusula del juramento era suficiente novedad para intrigar a los habituales asistentes de la Asamblea plebeya. ¿Qué sucedería si se aprobaba la ley? ¿Quién se opondría? ¿Cómo reaccionaría el Senado? ¡Aquello era para no perdérselo! Y la gente quería participar.
Al día siguiente de la aprobación de la ley, Metelo el Numídico se puso en pie en el Senado y anunció con gran dignidad que él no iba a prestar juramento.
–¡Mi conciencia, mis principios y toda mi vida gravitan en torno a esta decisión! – gritó-. Pagaré la multa y me exiliaré en Rodas. Porque no pienso prestar juramento. ¿Me oís, padres conscríptos? ¡No-voy-a-prestar-juramento! No puedo jurar una cosa que repugna a lo más íntimo de mi ser. ¿Qué significa abjurar? ¿Qué es crimen más alevoso, jurar mantener una ley y ponerme en contra de ella, o no jurar? Vosotros mismos podéis contestaros. Mi respuesta es que el mayor crimen es jurar. Así, yo os digo, Lucio Apuleyo Saturnino, y a vos, Cayo Mario, ¡que-no-prestare-juramento! Prefiero pagar la multa y exiliarme.
Su postura causó profunda impresión, pues todos los presentes sabían que hablaba en serio. Mario frunció el entrecejo y Saturnino esbozó una sonrisa. Comenzaron los murmullos, las dudas, las protestas en progresión creciente.
–Van a dar la lata -musitó Glaucia desde su silla curul próxima a la de Mario.
–Si no cierro la sesión, se negarán a jurar -musitó Mario poniéndose en pie-. Os conmino a que vayáis a vuestras casas y penséis durante tres días las graves consecuencias si decidís no prestar juramento. A Quinto Cecilio le resulta fácil porque tiene dinero de sobra para pagar la multa y vivir bien en el exilio. Pero ¿cuántos de vosotros podréis hacer lo mismo? Id a casa, padres conscriptos, y pensáoslo estos tres días. Esta cámara se reunirá dentro de cuatro días y entonces deberéis decidiros, porque hay que tener en cuenta que es el plazo límite que estipula la lex Appuleia agraria secunda.
No puedes hablarles así, se decía Mario para sus adentros paseando por el magnífico suelo de su preciosa casa a los pies del templo de Juno Moneta, mientras su esposa le contemplaba impotente y su revoltoso hijo se escapaba al cuarto de juegos.
¡No puedes hablarles así, Cayo Mario, no son soldados! Ni siquiera son oficiales bajo tu mando, pese al hecho de que seas cónsul y casi todos ellos unos simples magistrados que jamás pondrán sus gordos culos en una silla curul. Sí, ellos, hasta el último, se consideran mis iguales. ¡A mí, Cayo Mario, seis veces cónsul de esta ciudad, de este imperio! Tengo que vencerlos, no puedo dejar un solo resquicio a la ignominia de la derrota. Mi dígnítas es muchísimo más grande que la de ellos, por mucho que digan lo contrario. Y no lo aguanto. Soy el primer hombre de Roma. Y cuando muera, tendrán que admitir que yo, Cayo Mario, el patán itálico que no hablaba griego, fue el hombre más grande de la historia de la república, el Senado y el pueblo de Roma.
Unicamente sobre esto giraron sus pensamientos durante los tres días de plazo que había dado a los senadores. Una y otra vez pensaba en lo terrible de perder la dígnítas si le derrotaban. Y al amanecer del cuarto día salió para la Curia Hostilia decidido a vencer y sin pensar en absoluto en el tipo de tácticas a que recurrirían los padres de la patria para derrotarle. Puso particular cuidado en su aspecto para que nadie pudiese advertir su impaciencia de aquellos tres días, y descendió a buen paso la colina de los Banqueros con los doce lictores precediéndole, como si realmente fuese el amo de Roma.
La cámara se reunió en asombroso silencio; casi no se oía ruido de sillas, toses ni murmullos. Se efectuó impecablemente el sacrificio y los presagios se dictaminaron propicios.
Con perfecto dominio, Mario irguió su corpachón con gran majestad. Aunque no había reflexionado a propósito de la táctica que adoptarían los padres de la patria, él sí que había elaborado la suya hasta el más minimo detalle y todo su ser irradiaba plena confianza.
–Yo también he pasado estos tres días pensando, padres conscriptos -comenzó diciendo, con los ojos fijos en algún punto entre los senadores asistentes y en ningún rostro en particular, enemigo o partidario suyo. Y nadie podía saber en dónde clavaba la mirada porque las espesas cejas cubrían sus ojos. Metió la mano izquierda por debajo de la orla de la toga en el punto en que caía en bellos pliegues desde el hombro izquierdo hasta los tobillos, y bajó del estrado-. Un hecho es evidente -añadió dando unos pasos y deteniéndose-. Si esta ley es válida, a todos nos obliga a jurar defenderla -dio otros cuantos pasos-. Si esta ley es válida, todos debemos jurarla -continuó hasta las puertas de la cámara y se volvió hacia los senadores-. Pero ¿es válida? – inquirió con fuerte voz.
Su pregunta cayó en medio de un impresionante silencio.
–¡Ya está! – musitó Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico-. ¡Se acabó! ¡El mismo se ha buscado la ruina!
Pero Mario, de nuevo junto a las puertas, no oyó nada y no se detuvo a reflexionar.
–Hay entre vosotros -prosiguió- quienes persisten en decir que no puede ser válida ninguna ley aprobada en las circunstancias de la lex Appuleia agraria secunda. He oído cuestionar la validez de la ley en relación con dos tesis, una que se aprobó en contra de los presagios; y otra que se aprobó pese a la violencia ejercida contra la sacrosanta persona de un tribuno de la plebe legalmente elegido. – comenzó a andar y se detuvo-. Es evidente que existen dudas sobre el futuro de la ley. La Asamblea de la plebe tendrá que reexaminarla a la luz de esas dos objeciones a su validez -afirmó, dando un paso y parándose-. Pero eso, padres conscriptos, no es la alternativa que contemplamos en esta sesión. La validez per se de la ley no es lo que más nos preocupa. Nuestra preocupación es más urgente -otro paso más-. La propia ley estipula que debemos jurarla, y eso es lo que hemos venido a debatir hoy. Hoy vence el plazo en que podemos prestar juramento para defenderla, por lo que la cuestión del voto es urgente. Y hoy la ley es una ley válida; luego hemos de jurar defenderla.
Comenzó a caminar a buen paso hasta casi el estrado, para, a continuación, girar sobre sus talones y dirigirse de nuevo a paso lento hacia las puertas, donde se volvió otra vez hacia la cámara.
–Hoy, padres conscriptos, juraremos todos. Tenemos que hacerlo por decisión específica del pueblo de Roma. ¡El es quien hace la ley! Nosotros, los senadores, somos sus simples servidores. Así que juraremos. Porque a nosotros tanto nos da, padres conscriptos. Si en el futuro, la Asamblea de la plebe reexamina la ley y encuentra que no es válida, con ello quedan invalidados nuestros juramentos -añadíó con voz de triunfo-. ¡Eso es lo que hemos de comprender! Cualquier juramento que hagamos de defender una ley será vigente mientras exista esa ley. Pero si la Asamblea de la plebe decide anular la ley, con ello queda anulado nuestro juramento.
Escauro, príncipe del Senado, asentía sincopadamente con la cabeza, y Mario pensó que era por estar de acuerdo con todo lo que decía. Pero Escauro asentía rítmicamente con la cabeza por razones muy distintas, y sus movimientos craneales correspondían a lo que le estaba diciendo en voz baja a Metelo el Numídico.
–¡Ya lo tenemos, Quinto Cecilio! ¡Por fin lo tenemos! Ha retrocedido y no ha podido resistirnos; le hemos obligado a admitir que toda la cámara duda de la validez de la ley de Saturnino. ¡Se la hemos jugado al zorro de Arpinum!
Eufórico, pensando en que tenía a la cámara de su parte, Mario regresó al estrado con gran decisión, subió y permaneció de pie ante su silla curul para continuar su discurso.
–Yo seré el primero en prestar juramento -añadió con voz plena de lógica-. Y si yo, Cayo Mario, vuestro primer cónsul durante más de cuatro años, estoy dispuesto a jurar, ¿qué inconveniente vais a tener vosotros? He hablado con los sacerdotes del colegio de los Dos Dientes y nos han preparado el templo de Semo Sancus Dius Fidius. ¡No está muy lejos! ¡Os insto a que me sigáis!
Se oyó un débil susurro y rozar de pies, mientras los de los bancos de atrás comenzaban a ponerse en pie.
–Una cuestión, Cayo Mario -dijo Escauro.
Volvió a hacerse el silencio en la cámara, mientras Mario asentía con la cabeza.
–Cayo Mario, me gustaría saber vuestra opinión personal, no vuestra opinión oficial. Vuestra opinión personal.
–Si apreciáis mi opinión personal, Marco Emilio, naturalmente que os la daré -respondió Mario-. ¿Sobre qué?
–¿Qué pensáis personalmente -inquirió Escauro con fuerte voz para que todos le oyesen-, es válida la lex Appuleia agraria secunda a la luz de lo que sucedió cuando se aprobó?
Silencio. Un silencio absoluto. Nadie respiraba. Ni siquiera Cayo Mario que repasaba apresuradamente las ideas que había concatenado, movido por su absoluta confianza.
–¿Queréis que os repita la pregunta, Cayo Mario? – dijo con amable voz Escauro.
Mario pudo sacar la lengua para humedecerse los labios. ¿Qué decir, qué hacer? Finalmente has pegado un resbalón, Cayo Mario. Te has metido en un pozo del que no puedes salir. ¿Cómo no habré pensado que me plantearían esta pregunta y lo haría el más inteligente de ellos? Y ahora mi propia astucia me tiene amordazado. ¡Era lógico que lo preguntasen! Y no se me había ocurrido. Ni una sola vez en estos tres días interminables.
Bien, no tengo salida. Escauro me tiene agarrado por el escroto y tengo que bailar al son que toque. Me tiene en sus manos. No hay escapatoria. Ahora tengo que decir a la cámara que personalmente creo que la ley no es válida, porque si no, nadie prestará juramento. Les he imbuido la idea de que existía duda y les he convencido de que la duda hacía permisible el prestar juramento. Si me retracto, pierdo su apoyo. Pero si digo que pienso que la ley no es válida, el que se pierde soy yo.
Miró hacia el banco de los tribunos y vio a Lucio Apuleyo Saturnino sentado, con las manos cogidas, muy serio, pero esbozando una sonrisa.
Perderé a este hombre que tan útil me es si digo que creo que la ley no es válida. Y perderé al mejor legalista de Roma, a Glaucia… Juntos podríamos haber arreglado Italia, a pesar de los padres de la patria, pero si digo que creo que su ley no es válida, los pierdo para siempre. Y, sin embargo, debo decirlo. Porque si no lo digo, estos cunni no prestarán juramento y mis soldados no tendrán sus tierras. Eso es lo único que puedo salvar del desastre. Tierra para mis soldados. Estoy perdido. Me han vencido.
Cuando la pata de la silla de marfil de Glaucia chirrió sobre el mármol del suelo, la mitad del Senado dio un respingo. Glaucia se miró las uñas, con los labios fruncidos y con cara de palo, pero nadie rompía el silencio.
–Creo que será mejor que os repita la pregunta, Cayo Mario -dijo Escauro-. ¿Cuál es vuestra opinión personal? ¿Es válida o no la ley?
–Yo creo… -comenzó a decir Mario con el entrecejo furiosamente fruncido-. Personalmente creo que la ley probablemente no es válida -concluyó.
Escauro se golpeó los muslos con la palma de la mano.
–¡Gracias, Cayo Mario! – dijo poniéndose en pie y volviéndose con una gran sonrisa a los de atrás y luego hacia los de enfrente-. ¡Bien, padres conscriptos, si un hombre como nuestro héroe conquistador Cayo Mario, nada menos, no considera válida la lex Appuleia, yo me complazco en prestar juramento! añadió, haciendo una reverencia hacia Saturnino y hacia Glaucia-. ¡Vamos, colegas senadores, como primero del Senado sugiero que nos apresuremos a llegar sin dilación al templo de Semo Sancus!
–¡Alto!
Todos se detuvieron. Metelo el Numídico dio una palmada y desde la última fila bajó su criado, cargado con dos grandes bolsas que le hacían ir encorvado arrastrándolas por los anchos escalones de seis pies con un sordo sonido metálico. Cuando Metelo tuvo las dos bolsas a sus pies, el criado volvió a subir a buscar una tercera. Varios de los senadores de los bancos de atrás vieron lo que había acumulado contra la pared e hicieron señal a sus criados para que le ayudaran. Así se transportaron con mayor rapidez las cuarenta bolsas, que quedaron apiladas en torno al escabel de Metelo el Numídico. Entonces se puso en pie.
–Yo no prestaré juramento -dijo-. ¡Y no voy a jurar aunque el primer cónsul me diera todas las garantías de que la lex Appuleia no es válida! Por consiguiente, he aquí veinte talentos de plata en pago de la multa, y declaro que mañana al amanecer partiré en exilio a Rodas.
Aquello fue un pandemónium.
–¡Orden! ¡Orden! ¡Orden! – gritaban Escauro y Mario.
Una vez restablecido el orden, Metelo el Numídico miró a sus espaldas y habló por encima del hombro con uno que estaba en los bancos de atrás.
–Cuestor del Tesoro, haced el favor de acercaros -dijo.
Hasta la primera fila descendió un presentable joven de pelo castaño y ojos marrones, con toga blanca impecable y bien marcados todos los pliegues. Era Quinto Cecilio Metelo, Meneitos hijo.
–Cuestor del Tesoro, os entrego estos veinte talentos de plata como pago de la multa que me ha sido impuesta por negarme a jurar la defensa de la lex Appuleia agraria secunda -dijo Metelo el Numídico-. Pero exijo que se cuente mientras la cámara está reunida para que los padres conscriptos tengan la garantía de que no falta ni un solo denario.
–Todos estamos dispuestos a aceptar vuestra palabra, Quinto Cecilio -dijo Mario, sonriendo sin ninguna gana.
–¡Oh, no, insistO en que se cuente! – replicó Metelo el Numídico-. Nadie se va a mover de aquí hasta que no se haya contado. Creo que en total -añadió con una tosecilla- tienen que haber ciento treinta y cinco mil denarios.
Todos volvieron a tomar asiento con un suspiro. Dos empleados de la cámara trajeron una mesa y la colocaron ante Metelo el Numídico, quien se colocó agarrando la toga con la mano izquierda y apoyando la derecha por la punta de los dedos sobre la propia mesa. Los empleados abrieron la primera bolsa y la pusieron entre los dos sobre la mesa para verter una cascada de relucientes monedas que formaron un montón junto a la mano del Numídico. Su hijo hizo signo a los empleados de que dejasen la bolsa abierta a su lado y comenzó el recuento de las monedas, echándoselas rápidamente en el hueco de la mano situada junto al borde de la mesa.
–¡Esperad! – exclamó Metelo.
Meneítos hijo se detuvo.
–¡Contadlas en voz alta, cuestor del Tesoro!
Se oyó una especie de grito contenido y un gruñido generalizado.
Metelo hijo volvió a situar las monedas contadas en la mesa para comenzar otra vez.
–U… u… uno, do… do… dos, tr… tr… tres, cu… cu… cuatro…
Al anochecer, Mario se levantó de la silla curul.
–Padres conscriptos, se acaba el día y no hemos concluido. Pero en esta cámara no se prosigue la sesión una vez puesto el sol. Por consiguiente, sugiero que vayamos ahora al templo de Semo Sancus a prestar juramento. Debemos hacerlo antes de la medianoche para no violar una orden directa del pueblo -dijo mirando de través hacia donde estaba Metelo el Numídico, mirando cómo contaba su hijo, al que se le había acentuado notablemente el tartamudeo, aunque ya no se le notaba nervioso-. Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, es deber vuestro permanecer aquí vigilando esta larga tarea. Espero que lo hagáis. En consecuencia, os eximo de prestar juramento hoy; ya lo haréis mañana. O pasado mañana de no haber finalizado el recuento -añadió con un atisbo de sonrisa.
Quien no sonreía era Escauro. Pero echó la cabeza hacia atrás y soltó carcajada tras carcajada.
A finales de primavera, Sila regresó de la Galia itálica y pasó a ver a Cayo Mario nada más tomar un baño y cambiarse de ropa. Vio que Mario no tenía muy buen aspecto, cosa que no le sorprendió, porque hasta en el norte del país se habían difundido los detalles del clima en que se había aprobado la lex Appuleia, y no era necesario que Mario se lo contase. Se limitaron a mirarse mutuamente sin decir palabra como hacían cuando tenían que comunicarse algo esencial.
Sin embargo, una vez disipada la emoción del momento y consumida la primera copa de buen vino, Sila abordó la cruda realidad.
–Tu credibilidad ha sufrido un rudo golpe -dijo.
–Lo sé, Lucio Cornelio.
–Tengo entendido que por culpa de Saturnino.
–¿Se le puede reprochar que me deteste? – replicó Mario con un suspiro-. Ha pronunciado cien discursos desde la tribuna y muchos de ellos ante asambleas no convocadas oficialmente. Todos me acusan de haberle traicionado. Y, como es un espléndido orador, la historia de mi traición no ha perdido en su estilo de presentación a las masas. Y las arrastra. No sólo a los habituales del Foro, sino que los de la tercera, cuarta y quinta clase parecen fascinados al extremo de que siempre que tienen un día libre vuelven al Foro a escucharle.
–¿Con tanta frecuencia habla?
–¡Todos los días!
Sila lanzó un silbido.
–¡Eso es una novedad en los anales del Foro! ¿A diario? ¿Llueva o haga sol? ¿En asambleas oficiales y no oficiales?
–Todos los días. Cuando el pretor urbano, su propio colega Glaucia, obedeció la orden del pontífice máximo de comunicarle que no podía hablar en días de mercado, fiestas y días no decretados de comicios, él hizo oídos sordos. Y como es un tribuno de la plebe, nadie se ha atrevido a bajarle de la tribuna -dijo Mario con aire preocupado-. En consecuencia, su fama va en aumento y ahora hay otra clase de habituales del Foro: los que acuden a oír las arengas de Saturnino. Tiene…, no sé cómo se dice, supongo que será una palabra griega, como de costumbre, tiene kharisma. Me imagino que la gente comparte su pasión porque, al no ser asiduos al Foro, desconocen los recursos de la retórica y no reparan en cómo gesticula o cambia de ritmo al caminar. No; se quedan allí embobados escuchándole y cada vez más enfebrecidos por lo que dice, vitoreándole como energúmenos.
–Tendremos que echarle un ojo, ¿no? – inquirió Sila, mirando muy serio a Mario-. ¿Por qué lo hiciste?
–No me quedaba más remedio, Lucio Cornelio -contestó Mario sin pensárselo dos veces-. La verdad es que no soy, ¿cómo diría?, lo bastante retorcido para ver todos los intríngulis si tengo que mantenerme un par de pasos por delante de hombres como Escauro. Me cazó tan limpiamente como era de desear. Tengo que reconocerlo.
–Pero en cierto modo has salvado el programa -dijo Sila, tratando de consolarle-. La segunda ley agraria sigue en pie y no creo que la Asamblea de la plebe ni la Asamblea del pueblo vayan a invalidarla. Al menos así me han dicho que están las cosas.
–Cierto -contestó Mario, sin abandonar su aire preocupado y encogiéndose de hombros con un suspiro-. Saturnino es quien gana, no yo, Lucio Cornelio. Es esa actitud de ofendido lo que mantiene aglutinada a la plebe, pero yo los he perdido -añadió amargado, alzando las manos-. ¿Cómo voy a acabar mi mandato este año? Es un tormento tener que caminar en medio de abucheos y silbidos por la zona del Foro cuando Saturnino está en la tribuna, y odio el hecho de tener que ir al Senado. Detesto esa pulcra sonrisa en el rostro arrugado de Escauro, detesto la sorna insufrible de la cara de camello de Catulo… No estoy hecho para la política, y es algo que apenas he descubierto.
–¡Pero has llegado a lo más alto del cursus honorum, Cayo Mario! – dijo Sila-. ¡fuiste uno de los más grandes tribunos de la plebe! Conocías el terreno de la política y te encantaba, de lo contrario no habrías sido un buen tribuno de la plebe.
–Oh, en aquella época era joven, Lucio Cornelio -replicó Mario encogiéndose de hombros-. Y tenía buena cabeza. Pero no soy un animal político.
–Entonces ¿vas a dejar el centro del escenario a un lobo gesticulante como Saturnino? No me pareces el mismo Cayo Mario que yo conocía -añadió Sila.
–No soy el mismo Cayo Mario que conocías -dijo Mario con desmayada sonrisa-. El Cayo Mario de ahora está muy, muy cansado. ¡Es tan desconocido para mi como para ti, créeme!
–¡Pues haz el favor de pasar el verano fuera de Roma!
–Es lo que pretendo hacer en cuanto formalices lo de Elia -contestó Mario.
Sila se quedó sorprendido y luego se echó a reír.
–¡Por los dioses, lo había olvidado totalmente! – dijo poniéndose en pie grácilmente con la armonía de un hombre guapo y en la flor de la vida-. Mejor será que vaya a casa y me entreviste con nuestra mutua suegra, ¿no crees? Seguro que estará haciendo lo imposible por largarse cuanto antes.
–Sí, está deseando irse -dijo Mario-. Le he comprado una pequeña villa preciosa en Cumas.
–¡Pues me voy a casa más raudo que Mercurio en busca de un contrato para repavimentar la Via Apia! – dijo alargando la mano-. Cuídate, Cayo Mario. Si Elia sigue decidida, ahora mismo formalizaré el matrimonio. Tienes toda la razón -añadió echándose a reír al recordar algo-, Catulo César tiene cara de camello. ¡Un engreimiento monumental!
Julia esperaba fuera del despacho para abordar a Sila antes de que se marchase.
–¿Qué te ha parecido? – inquirió preocupada.
–Ya se repondrá, hermanita. Le han zumbado y está sufriendo. Llévatelo a Campania y que se bañe en el mar y se revuelque en rosas.
–Eso haré en cuanto te cases.
–¡Me caso, me caso! – exclamó él, alzando las manos en gesto de rendición.
–Hay una cosa que no puedo quitarme de la cabeza, Lucio Cornelio -añadió Julia con un suspiro-, y es que este casi medio año en el Foro ha gastado a Cayo Mario más que diez años de campaña con el ejército.
Se habría dicho que todos necesitaban un descanso, pues cuando Mario marchó a Cumas, la vida pública de Roma cayó en una monótona apatía. Uno a uno, los notables fueron abandonando aquella ciudad inaguantable en pleno verano, época en que toda clase de fiebres entéricas asolaban el Subura y el Esquilino y hasta en el Palatino y el Aventíno mermaban las condiciones de salubridad.
No es que la vida en el Subura preocupara excesivamente a Aurelia, porque ella se desenvolvía en una gruta fresca, a salvo de la canícula gracias al verdor del jardín y a los gruesos muros de su ínsula. Cayo Matio y su esposa Priscila estaban en igual situación, debido al embarazo de ésta, que esperaba el niño por las mismas fechas que Aurelia.
Las dos mujeres estaban muy bien cuidadas. Cayo Matio iba y venía solícito y Lucio Decumio se asomaba a diario para ver si todo iba bien; seguía mandando flores, y desde el comienzo del embarazo las acompañaba con pequeños obsequios o dulces, especias exóticas, cualquier cosa que él considerase idónea para mantener el apetito de su apreciada Aurelia.
–¡Ni que hubiera tenido un aborto! – dijo ella en broma a Publio Rutilio Rufo, otro visitante habitual.
El niño, Cayo Julio César, nació el decimotercer día de Quinctilis y, por consiguiente, el nacimiento se registró en el templo de Juno Lucina, por haber tenido lugar dos días antes de los idus de julio, con categoría patricia y condición senatorial. Era muy larguirucho y pesó algo más de lo que parecía, pero también era muy fuerte, solemne y tranquilo y poco dado a llorar; era tan rubio que el pelo casi no se le veía, aunque, mirándole de cerca, se observaba que lo tenía en abundancia, y sus ojos, nada más nacer, eran de color verde azulado claro, circundados de un azul tan oscuro que parecía negro.
–Vaya personalidad la de vuestro hijo -comentó Lucio Decumio, mirando fijamente el rostro del niño-. ¡Mirad esos ojos! ¡Seguro que asustas a tu abuela!
–¡No digas esas cosas, verruga insoportable! – gruñó Cardixa, que adoraba al varón recién nacido.
–Déjame que le vea los bajos -dijo Lucio Decumio, agarrando con sus mugrientos dedos los pañales-. ¡Oooh, ajá, ajá! – exclamó satisfecho-. ¡Lo que me imaginaba! ¡Nariz grande, pies grandes y buena picha!
–¡¡Lucio Decumio!! – exclamó Aurelia, escandalizada.
–¡Ya está bien! ¡Fuera! – chilló Cardixa, agarrándole por el pescuezo y dejándole en la calle como si se tratase de un gatito.
Sila pasó a ver a Aurelia casi un mes después del nacimiento del niño, le dijo que era el único de la familia que quedaba en Roma y que perdonara si molestaba.
–¡Ni mucho menos! – contestó ella, encantada de verle-. Espero que te quedes a cenar, o si hoy no puedes, tal vez mañana. ¡Me aburro mucho sola!
–No puedo -dijo él sin circunloquios-. Sólo he vuelto a Roma para ver a un viejo amigo que acaba de caer enfermo de fiebres.
–¿Quién es? ¿Le conozco? – inquirió Aurelia, más por cortesía que por curiosidad.
Pero, por un instante, fue como si hubiese preguntado algo inoportuno o indebido; la expresión de Sila suscitó en ella mucho más interés que la identidad del amigo enfermo, por aquel gesto sombrío, abrumado y pesaroso. Fue un breve instante, seguido de una de sus sonrisas.
–Dudo que le conozcas -dijo-. Se llama Metrobio.
–¿El actor?
–El mismo. En los viejos tiempos conocí a mucha gente del teatro; antes de casarme con Julilla y entrar en el Senado. Un mundo muy distinto -dijo, vagando con sus extraños ojos fulgurantes por la habitación-. Más parecido a éste, pero más vil. ¡Qué divertido! Ahora me parece un sueño.
–Parece como si lo lamentaras -dijo Aurelia con voz amable.
–No, qué va.
–¿Y se pondrá bien, tu amigo Metrobio?
–¡Claro! Sólo son unas fiebres.
Siguió un silencio algo incómodo, que él rompió sin decir nada, levantándose y dirigiéndose al espacio abierto que era como una ventana al patio.
–Es un jardín precioso.
–Eso creo yo.
–¿Y tu hijo? ¿Cómo está?
–Ahora lo verás -contestó ella sonriente.
–Estupendo -dijo Sila, sin dejar de contemplar el patio.
–Lucio Cornelio, ¿va todo bien? – inquirió Aurelia.
Sila se volvió sonriendo, y ella pensó en lo atractivo que era, de un modo poco corriente. Y qué ojos tan desconcertantes, tan luminosos y circundados de oscuridad. Igual que los de su hijo. Y, sin saber por qué, la idea le hizo estremecerse.
–Sí, Aurelia, todo va bien.
–Ojalá me dijeras la verdad.
Él abrió la boca para contestar, pero en aquel momento entró Cardixa con el heredero del apellido César.
–Ibamos al cuarto piso -dijo la criada.
–Muéstraselo a Lucio Cornelio, Cardixa.
Pero a Sila sólo le interesaban sus propios hijos, así que se limitó a mirar con detenimiento la cara del retoño y luego dirigió la vista hacia Aurelia a ver si estaba satisfecha.
–Puedes irte, Cardixa -dijo la madre, con gran alivio de Sila-. ¿A quién le toca hoy?
–A Sara.
Aurelia se volvió hacia Sila, sonriendo con toda naturalidad.
–Desgraciadamente no tengo leche y al niño le dan el pecho en los pisos. Es una de las grandes ventajas de vivir en un sitio tan grande como una insula, en la que siempre hay por lo menos media docena de mujeres dando el pecho; todas amamantan a mis hijos.
–De mayor querrá a todo el mundo -dijo Sila-, porque me imagino que tienes inquilinos de todo el orbe.
–Así es; resulta muy interesante.
Sila volvió a mirar al patio.
–Lucio Cornelio, es como si no estuvieses aquí -añadió Aurelia en amable reproche-. Algo sucede. ¿No puedes contármelo? ¿O es uno de esos asuntos estrictamente de hombres?
Sila tomó asiento en un sofá frente al de ella.
–Es que nunca tengo suerte con las mujeres -contestó de pronto.
–¿En qué sentido? – inquirió Aurelia, sorprendida.
–Con las mujeres que… amo. Con las mujeres con quienes me caso.
Qué curioso: le resultaba más fácil hablar del matrimonio que del amor.
–¿Pero ahora de qué se trata? – inquirió ella.
–Oh, un poco de ambas cosas. Enamorado de una y casado con otra.
–¡Oh, Lucio Cornelio! – dijo Aurelia mirándole con verdadera complacencia y sin un ápice de deseo-. No voy a pedirte nombres, porque en realidad no quiero saberlos, pero me has planteado un dilema y trataré de contestar.
–No hay mucho que decir -replicó él encogiéndose de hombros-. Me he casado con Elia, elegida por mi suegra. Después de Julilla, quería una matrona romana cabal, alguien como Julia o como tú, si fueses mayor. Cuando Marcia me presentó a Elia, pensé que era la mujer ideal: tranquila, apacible, con buen humor, atractiva, una buena persona. Y pensé: ¡Estupendo! Por fin tengo esa mujer romana que quiero. No puedo amar a cualquiera, así que me caso con alguien que me gusta.
–Tengo entendido que tu mujer Germana te gustaba -dijo Aurelia.
–Sí, mucho. Aún hay cosas en que la echo de menos. Pero ella no es romana y de nada puede servirle a un senador, ¿no crees? En fin, pensé que Elia acabaría siendo muy parecida a Germana -dijo con una seca carcajada-. ¡Pero me equivoqué! Resultó que Elia es aburrida, vulgar. Muy buena persona, sí, pero un rato en su compañía y bostezo.
–¿Es buena con los niños?
–Muy buena; no puedo quejarme -contestó con otra carcajada-. Si la hubiera contratado como niñera, sería ideal. Adora a los niños y ellos la idolatran.
Hablaba como si ella no existiera, como si no importara que le oyera, como si fuese un simple pretexto para expresar en voz alta sus pensamientos.
–Nada más regresar de la Galia itálica, Escauro me invitó a cenar a su casa -prosiguió-. Me sentí en cierto modo halagado, aunque no sin reservas, porque pensé si no estaría todo el clan de Metelo para intentar apartarme de Cayo Mario. Y allí fue donde la conocí, a la pobre: la esposa de Escauro. ¡Por todos los dioses!, ¿por qué tenían que casarla con Escauro? ¡Puede ser su abuelo! Dalmática es su nombre; para tener metidas en cintura a los centenares de Cecilias Metelas. Nada más verla, la amé. Al menos, creo que es amor, aunque también es compasión; pero no dejo de pensar en ella, y eso quiere decir que es amor, ¿no? Esta encinta. ¿No te parece repugnante? Naturalmente, a ella nadie le pidió su parecer. Metelo el Meneitos se la regaló simplemente a Escauro como a un niño un dulce. Ha muerto tu hijo, pues toma este premio de consolación. ¡Haz otro hijo! Repugnante. Y, sin embargo, si me conocieran a medias, serían ellos los asqueados. Para mí, Aurelia, son más inmorales que yo, pero ellos nunca lo verán asi.
Aurelia había aprendido mucho desde que vivía en el Subura, porque hablaba con todo el mundo, desde Lucio Decumio hasta los libertos que atestaban los dos últimos pisos. Y allí ocurrían cosas, cosas en las que una casera se veía implicada, lo quisiera o no; cosas que habrían dejado estupefacto a su esposo de saberlas. Abortos, brujería, asesinatos, robos con violencia, estupros, delírium trémens y vicios peores, locura, desesperación, depresiones y suicidios. Cosas que sucedían en todas aquellas grandes casas de viviendas de alquiler y que todas acababan igual; no con la denuncia de los hechos al praetor urbanus, sino solventándolas los propios interesados con una justicia sumaria. Ojo por ojo y diente por diente. Vida por vida.
Así, conforme le escuchaba, se formó una imagen de Lucio Cornelio Sila no muy alejada de la verdad. Aislado entre los aristócratas romanos que le conocían -y ella entendía las tremendas dificultades que había vivido en su niñez-, había hecho valer su linaje, pero también había estado constantemente vinculado a la hez de Roma.
Y, pasando por alto otras cosas que no osaba decir, Sila sólo hablaba de una cosa: lo desesperadamente que deseaba a la jovencita embarazada de Escauro, y no estrictamente por su cuerpo o su alma, sino porque era la mujer ideal para sus propósitos. Pero estaba casada con Escauro por confarreatio y él estaba obligado a la insulsa Elia. ¡Nada de confarreatio esta vez! Era un feo asunto el divorcio; Dalmática simplemente venía a poner de relieve una lección que a ese respecto ya había aprendido. Mujeres. Nunca tendría suerte con las mujeres, estaba convencido. ¿Sería por culpa de la otra mitad de su ser? ¡Ah, la maravillosa y hermosa relación con Metrobio! Y, sin embargo, igual que no había querido vivir con Julilla, tampoco podía hacerlo con Metrobio. Quizá fuese por incapacidad de entrega. Demasiado peligroso. ¡Oh, pero cómo ansiaba a aquella Cecilia Metela Dalmática, esposa de Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado! Repugnante. Y no es que él soliera hacer objeciones al casamiento de viejos con jovencitas. Esto era algo personal. Estaba enamorado de ella y, por consiguiente, era un caso especial.
–¿Y tú, le gustaste a Dalmática, Lucio Cornelio? – inquirió Aurelia, interrumpiendo sus pensamientos.
–¡Oh, sí! No me cabe la menor duda -contestó Sila sin vacilar.
–¿Y qué piensas hacer?
–¡He ido demasiado lejos y he gastado mucho! ¡Ahora no puedo parar, Aurelia! Incluso pensando en Dalmática, si tuviese relaciones con ella, los bonii me buscarían la ruina. Y tampoco tengo tanto dinero. Lo justo para entrar en el Senado; obtuve algo de la guerra contra los germanos, pero sólo la parte que me correspondía. Me va a costar llegar arriba, porque ellos me miran como a Cayo Mario, aunque por distintas razones, porque ninguno de los dos nos amoldamos a sus malditos ideales. Pero no acaban de entender por qué nosotros somos capaces y ellos no, y se sienten frustrados e injuriados. Yo, en definitiva, tengo más suerte que Cayo Mario, porque al menos soy de sangre noble, aunque esté manchada con el Subura, el teatro, la mala vida; no formo parte de los hombres buenos -dijo con un suspiro-. ¡Pero voy a adelantarlos, Aurelia, porque soy el mejor corcel!
–¿Y qué sucederá si el premio no vale la pena?
Sila se la quedó mirando de hito en hito, sorprendido por la necedad.
–¡Nunca vale la pena! ¡Nunca! Pero ninguno lo hacemos por eso. Cuando nos ponen los arreos para hacer las siete vueltas de la carrera, corremos contra nosotros mismos. ¿Qué otra alternativa le quedaría a un Cayo Mario? Es el mejor caballo y corre contra sí mismo, para superarse. Igual que yo. Soy capaz ¡y voy a hacerlo! Pero es sólo a mi a quien importa.
–Claro -dijo ella, enrojeciendo por su bobada, poniéndose en pie y dándole la mano-. Vamos, Lucio Cornelio. Hace un día espléndido a pesar del calor. El Subura estará desierto, porque todos los que pueden han huido del verano romano. ¡No quedan más que los pobres y los locos! Y yo. Vamos a dar un paseo y luego volvemos a cenar. Enviaré recado a mi tío Publio, que creo que no se ha ido de Roma. Tengo que ser prudente -añadió con una mueca-, entiéndelo, Lucio Cornelio. Mi esposo confía en mí tanto como me ama, y me ama mucho, pero no le gustaría que diese que hablar y yo me he impuesto ser una esposa tradicional. A él le parecería horroroso que no te hubiese invitado a cenar, pero si mi tío puede acompañarnos, Cayo Julio quedará más contento.
–¡Qué tonterías aprecian los hombres de sus esposas! – dijo Sila, mirándola con afecto-. No eres ni remotamente la criatura con la que Cayo Julio sueña cuando está cenando en el campamento.
El calor en el Vicus Patricii cayó sobre sus cabezas como una pesada manta; Aurelia sintió el ahogo y volvió a entrar en la casa.
–¡Bueno, hay que ver! ¡No creí que hiciese tanto calor! Mandaré a Eutico a casa de mi tío en el Carinae, que haga ejercicio, mientras nosotros nos sentamos en el jardín -dijo dirigiéndose al patio-. ¡Anímate, Lucio Cornelio! Al final todo se arreglará, ya verás. Vuelve a Circei con tu buena y aburrida esposa. Con el tiempo te gustará más, estoy segura. Y te vendrá mejor no ver a Dalmática. ¿Qué edad tienes ahora?
Comenzaba a traslucir aquel sentimiento oculto y el rostro de Sila se iluminó, sonriendo con más naturalidad.
–Este año es crucial, Aurelia El día primero del año cumplí cuarenta.
–Aún no eres viejo.
–En ciertos aspectos, sí. Ni siquiera he sido pretor aún y ya sobrepaso un año de la edad habitual.
–Vamos, vamos, no vuelvas a poner cara triste, que no es para tanto. ¡Mira el viejo caballo de Cayo Mario! Su primer consulado a los cincuenta, ocho años más de la edad normal. Si le vieras dispuesto para la carrera de Marte, ¿apostarías por él? ¿Dirías que es el mejor caballo de octubre? Y ya ves, las grandes hazañas las ha hecho con más de cincuenta años.
–Eso es bien cierto -comentó Sila, sintiéndose más animado-. ¿Qué dios venturoso me indujo a venir a verte? Aurelia, eres una buena amiga, y me ayudas mucho.
–Bueno, quizá algún día sea yo quien te pida ayuda.
–No tienes más que decirlo -contestó él, levantando la cabeza y viendo los balcones de los pisos de arriba-. ¡Qué valiente eres! ¿No tienes celosías? ¿Y no abusan de ello?
–Nunca.
Sila se echó a reír con auténtico regocijo.
–No puedo creer que tengas metido en tu delicado puño a toda esta gentuza del Subura.
Ella asintió con la cabeza, sonriente, balanceándose en su mecedora.
–Me gusta esta vida, Lucio Cornelio. Si te digo la verdad, no me importa que Cayo Julio nunca reúna el dinero para comprar una casa en el Palatino. Aquí en el Subura tengo cosas que hacer, soy útil y estoy rodeada de gente muy interesante y de todo tipo. Yo también participo en una carrera, ¿sabes?
–Y aún te queda mucho camino por recorrer -dijo Sila.
–Y a ti -replicó ella.
Por supuesto que Julia sabía que Mario no iba a estarse todo el verano en Cumas, a pesar de que se había manifestado como si no pensase volver a Roma hasta principios de septiembre; en cuanto comenzase a recobrar el equilibrio, estaría ansiando volver a la palestra. Por eso contaba como una bendición los días que pasaba con él en un ambiente campestre, despojado de la toga praetexta y de la coraza militar y entregado a su papel de caballero rural como sus antepasados. Se dedicaron a nadar en la playita a los pies de su magnífica villa, atracándose de ostras, cangrejos, gambas y atún; pasearon por aquellas pobladas colinas entre rosas de embriagador perfume, recibieron pocas visitas y fingieron no estar cuando llegaron otras. Cayo Mario casi se divertía tanto como el pequeño Mario haciendo grotescas muecas imitando a algunos peces. Julia se dijo que nunca había sido tan feliz como durante aquel inolvidable verano en Cumas, contando los días que pasaban.
Pero Mario no regresó a Roma. Sin dolor y de forma insidiosa, el infarto se produjo durante la primera noche del Perro, en agosto. Lo único que notó Mario al despertar por la mañana fue que su almohada estaba húmeda y pensó que había babeado en sueños. Cuando salió a desayunar y se encontró con Julia en la terraza, vio sorprendido que ella le miraba con una expresión desconocida para él.
–¿Qué sucede? – farfulló, sintiendo la lengua pesada y torpe y una extraña sensación.
–Qué cara tienes… -contestó ella, pálida.
Alzó las manos para tocársela y notó que los dedos de la mano izquierda estaban tan torpes como la lengua.
–¿Qué me pasa? – inquirió.
–Tienes el lado izquierdo de la cara inerte -dijo ella, ahogando un grito al darse cuenta de lo que significaba-. ¡Oh, Cayo Mario, has sufrido un infarto!
Pero como no sentía dolor ni notaba ninguna alteración, se negó a creerla hasta que Julia le trajo un espejo de plata y se vio reflejado en él. El lado derecho de la cara lo tenía firme y saludable, sin muchas arrugas para un hombre de su edad, pero el lado izquierdo parecía una máscara de cera derritiéndose por la cercanía de una antorcha.
–¡No siento nada! – exclamó estupefacto-. Ni siquiera en mi cerebro, que es donde se supone que se nota la enfermedad. A mi lengua no le salen bien las palabras, pero mi cabeza las emite como es debido, tú entiendes lo que digo y yo entiendo lo que dices, así que no he perdido la facultad del habla. La mano izquierda me pesa, pero puedo moverla. ¡Y no me duele nada!
Cuando, temblando de ira, se negó a que llamaran a un médico, Julia cedió por temor a agravar el mal con un enfrentamiento y se pasó todo el día vigilándole y cobró ánimos para decirle, en el momento en que le convenció para que se acostase, poco después de anochecer, que la parálisis no había cambiado desde la mañana.
–Seguro que es un buen síntoma -dijo-. Ya irás mejorando. Lo que tienes que hacer es descansar y quedarte aquí más tiempo.
–¡No puedo! ¡Pensarán que rehúyo el enfrentamiento!
–Si se molestan en venir a visitarte, y estoy segura de que lo harán, se darán cuenta de ello, Cayo Mario. Quieras o no, te quedarás aquí hasta que mejores -dijo Julia en tono autoritario, no habitual en ella-. ¡No me discutas! ¡Sabes que tengo toda la razón! ¿Qué crees que podrás hacer volviendo a Roma en ese estado, si no es sufrir otro infarto?
–Nada -musitó él, dejándose caer sobre la almohada, abatido-. Julia, Julia, ¿cómo puedo recuperarme de esto que más que enfermarme me afea? ¡Tengo que recuperarme! ¡No puedo dejar que me venzan, ahora que hay tanto en juego!
–No te vencerán, Cayo Mario -replicó ella con decisión-. Lo único que te vencerá será la muerte, y de este leve infarto no vas a morir. La parálisis mejorará, y si descansas, haces un poco de ejercicio, comes con moderación, no bebes vino y no te preocupas por lo que pasa en Roma, te recuperarás antes.