El segundo cónsul y flamen martialis, Lucio Valerio Flaco, se encontró con los silos -al pie del Aventino contiguo al puerto de Roma- vacíos y con cantidades exiguas en los graneros privados del Viscus Toscus. Estas exiguas cantidades, dijeron los mercaderes a Flaco y a sus ediles, se venderían a más de cincuenta sestercios por modius de trece libras. Y las familias del proletariado apenas podrían pagar la cuarta parte de aquel precio. No escaseaban otros alimentos más baratos, pero la carestía del trigo hacía subir los precios de todo lo demás debido al aumento del consumo y a la limitada producción. Y los estómagos acostumbrados al buen pan no se contentaban con gachas y nabos, que eran los artículos más socorridos en época de carestía. Los que estaban fuertes y sanos sobrevivían, pero los viejos, los débiles, los niños y los enfermizos solían perecer.
En octubre, el proletariado comenzaba a agitarse y la población de Roma empezó a atemorizarse, porque la perspectiva de convivir con un proletariado sin nada que comer era algo temible. Muchos ciudadanos de la tercera y cuarta clase, para quienes resultaba oneroso comprar un trigo tan caro, comenzaron a hacer acopio de armas para defender sus despensas de las depredaciones de los más necesitados.
Lucio Valerio Flaco se reunió con los ediles curules responsables de la procuraduría de grano por cuenta del Estado y solicitó al Senado fondos suplementarios para comprar grano donde fuese y de la clase que hubiera, cebada, mijo, y trigos de mala calidad. Pero, en el Senado, pocos se preocupaban por la situación. Demasiados años y un profundo distanciamiento de las clases bajas les habían hecho olvidar los últimos disturbios de los proletarios.
Para empeorar las cosas, los dos jóvenes que cubrían el cargo de cuestores del Tesoro romano eran de la clase senatorial más elitista y despiadada y apenas se preocupaban de aquellas masas de proletarios. Al ser elegidos cuestores, los dos solicitaron destino en Roma y declararon que se proponían "contener el inexcusable despilfarro del Tesoro", rotundo modo de decir que no pensaban destinar dinero a los ejércitos con tropas proletarias ni a la subvención de grano para los pobres. El cuestor urbano, y primero, era nada menos que Cepio, hijo del cónsul que había robado el oro de Tolosa en la batalla de Arausio, y el otro, Metelo el joven, hijo del exiliado Metelo el Numídico.
El Senado tenía por costumbre no oponerse a los criterios de los cuestores del Tesoro. Interpelados en la cámara a propósito de cómo andaban las finanzas estatales, tanto Cepio como Metelo respondieron tajantemente que no había dinero para comprar trigo, y que por los desembolsos masivos que se habían efectuado durante una serie de años para pagar y alimentar a los ejércitos de proletarios, el Estado estaba arruinado. Ni la guerra contra Yugurta ni la sostenida contra los germanos habían aportado ingresos suficientes en botines y tributos para equilibrar el saldo negativo de las cuentas de Roma. Eso dijeron los dos cuestores, presentando por mano de los tribunos del erario los libros que lo demostraban. Roma no tenía un denario. Los que no tuvieran dinero para pagar el precio que estaba alcanzando el trigo, tendrían que pasar hambre. Lo lamentaban, pero la situación era así.
A principios de noviembre ya se había difundido por toda Roma la noticia de que no habría grano a la venta por cuenta del Estado a precio módico, porque el Senado se había negado a aprobar los fondos para la adquisición. No era un rumor que hablase de cosechas desastrosas ni de cuestores despechados; simplemente que no habría grano barato.
Inmediatamente comenzó a llenarse el Foro Romano con multitudes de una clase nunca vista, mientras que los habituales concurrentes desaparecían o permanecían discretamente detrás de los recién llegados. Eran muchedumbres de proletarios y de gentes de la quinta clase con cara de pocos amigos. Los senadores y otros magistrados comenzaron a sufrir el abucheo de miles de bocas conforme caminaban por lo que ellos consideraban su propio territorio; pero al principio no se intimidaron gran cosa. Luego, los abucheos se convirtieron en una verdadera lluvia de basura, excrementos, estiércol, fango pestilente del Tíber y cosas podridas. Ante lo cual, el Senado eludió la confrontación suspendiendo sus sesiones y dejando que fuesen banqueros, mercaderes, abogados y tribunos del Tesoro quienes sufrieran solos la afrenta en sus personas.
No sintiéndose lo bastante fuerte para adoptar la iniciativa, el segundo cónsul Flaco dejó correr el asunto, mientras Cepio hijo y Metelo el joven se regocijaban por el éxito de su plan. Si en invierno morían unos cuantos miles de pobres del censo por cabezas, menos bocas habría que alimentar.
Y en ese momento, el tribuno de la plebe Lucio Apuleyo Saturnino convocó la Asamblea plebeya y propuso una ley frumentaria: el Estado estaba obligado a adquirir inmediatamente todo el trigo, cebada y mijo de Italia y la Galia itálica y ponerlo a la venta al precio absurdamente módico de un sestercio por modius. Naturalmente, Saturnino no hizo mención alguna de la imposibilidad logística del transporte de mercancías desde la Galia itálica a las regiones al sur de los Apeninos, ni del hecho de que al sur de los Apeninos casi no había grano que comprar. Lo que él quería era la multitud y para ello tenía que situarse ante ella como su único valedor.
La oposición casi no existía dada la ausencia de sesiones del Senado, ya que la carestía de grano afectaba a todos los romanos de categoría inferior a la de los ricos. Toda la cadena de alimentación y sus miembros estaban de parte de Saturnino, igual que la tercera y cuarta clases y hasta muchas centurias de la segunda clase. Ya en la segunda quincena de noviembre toda Roma estaba de parte de Saturnino.
–¡Si la gente no puede comprar trigo no habrá pan! – gritaba el gremio de molineros y panaderos.
–¡Si la gente pasa hambre no trabaja bien! – gritaba el gremio de la construcción.
–Si la gente no puede alimentar a sus hijos, ¿qué será de sus esclavos? – tronaba el gremio de los libertos.
–¡Si la gente tiene que dedicar todo el dinero a comida, no podrá pagar el alquiler! – se lamentaba el gremio de caseros.
–Si la gente pasa tanta hambre que se entrega a asaltar tiendas y puestos de mercados, ¿qué haremos? – se preguntaba el gremio del comercio.
–¡Si la gente invade las huertas para buscar comida, no podremos producir nada! – clamaba el gremio de hortelanos.
Porque no se trataba de una simple hambruna en la que murieran unos cuantos miles de personas del censo por cabezas. Si el ciudadano medio y el pobre no podían comer, ello repercutía en mil clases de negocios y profesiones. En resumen, que una hambruna era un desastre económico. Pero el Senado no se reunía ni en los templos, fuera del concurrido espacio del Foro, y dejó que Saturnino propusiera una solución, solución basada en una falsa premisa: que había grano para que lo adquiriese el Estado. El, personalmente, pensaba que sí lo había, pues juzgaba que era una crisis totalmente prefabricada, imputable a un pacto entre los padres de la patria del Senado y los capitostes de las empresas abastecedoras de grano.
Los miles de rostros que llenaban el Foro se volvían hacia él como girasoles, y Saturnino, dejándose arrebatar apasionadamente por la fuerza de su oratoria, comenzó a creerse todo lo que vociferaba, a verse apoyado por toda aquella multitud de rostros atentos y a maquinar una nueva modalidad de gobierno. ¿Qué importaba realmente el consulado? ¿Qué importancia podían tener los senadores, cuando la muchedumbre los obligaba a refugiarse en sus casas con las orejas gachas? Con las apuestas en la mesa y los dados a punto de ser arrojados, lo único que importaba era aquella multitud de rostros. Ellos eran el auténtico poder, y los que creían tenerlo, únicamente lo tenían mientras lo permitiese aquella multitud de rostros.
Así que, ¿qué importaba realmente el consulado? ¿Qué podía importar el Senado? ¡Cháchara, humo, nada! No había en Roma ni en sus cercanías tropas, salvo en los centros de reclutamiento de Capua. Los cónsules y el Senado no conservaban el poder sin el respaldo de la fuerza de las armas ni de las masas. El verdadero poder estaba allí en el Foro; allí estaban las masas para respaldar el auténtico poder. ¿Por qué tenía uno que ser cónsul para ser el primer hombre de Roma? ¡No hacía falta! ¿Se había dado cuenta de ello Cayo Graco? ¿O le habían obligado a matarse antes de darse cuenta?
¡Yo seré el primer hombre de Roma!, pensó Saturnino contemplando aquellos miles de rostros. Pero sin ser cónsul; simplemente como tribuno de la plebe. Con el auténtico poder investido a los tribunos de la plebe y no a los cónsules. Si Cayo Mario se hacía elegir cónsul prácticamente a perpetuidad, ¿qué iba a impedir que Lucio Apuleyo Saturnino se hiciera elegir tribuno de la plebe a perpetuidad?
No obstante, Saturnino eligió un día tranquilo para aprobar su ley frumentaria, principalmente porque no había perdido la capacidad para comprender que la oposición a la distribución de grano barato debía seguir pareciendo elitista y arbitraria, y, por consiguiente, no debía haber una gran multitud en el Foro que diera al Senado ocasión de acusar a la Asamblea plebeya de alborotos, desórdenes y violencia, para denunciar la invalidez de la ley. Aún le dolía la segunda ley agraria, la deserción de Cayo Mario y el exilio de Metelo el Numídico; que la ley siguiera inscrita en las tablillas era obra suya, no de Cayo Mario, lo que le convertía en el verdadero artífice de las concesiones de tierras a los veteranos de los ejércitos proletarios.
En noviembre había pocas fiestas, sobre todo fiestas en las que pudiesen reunirse los comicios. Pero la ocasión de disponer de un día tranquilo se le presentó al morir un caballero riquísimo. Sus hijos organizaron unos variados juegos funerarios de gladiadores en su honor, y como escenario de los juegos, en lugar del habitual del Foro, eligieron el Circo Flaminio para evitar las muchedumbres que a diario se congregaban en el Foro.
Cepio hijo echó por tierra los planes de Saturnino. Se convocó la Asamblea de la plebe y los presagios fueron favorables; en el Foro estaban los habituales porque las masas habían acudido al Circo Flaminio y los otros tribunos de la plebe estaban ocupados sacando a suertes el orden de votación de las tribus. Saturnino estaba en la tribuna de los Espolones, exhortando a los grupos de tribus que se iban congregando en la zona de comicios para que le dieran el voto.
Dada la reiterada falta de reuniones del Senado, no se le había ocurrido a Saturnino que hubiese miembros del mismo vigilando los acontecimientos del Foro, salvo sus nueve colegas tribunos de la plebe, quienes, aquellos días, se limitaban a hacer lo que les decía. Pero había algunos senadores que sentían tanto desprecio como el propio Saturnino por la cobarde actitud de la cámara. Eran todos gente joven, en el año de la cuestura o con dos años más, y todos con aliados entre los hijos de senadores y de caballeros de la primera clase; gente aun demasiado joven para ingresar en el Senado y ocupar puestos de responsabilidad en las empresas paternas. Se reunían en grupos en sus casas y eran Cepio hijo y Metelo el joven quienes los animaban, contando con un consejero de confianza de más edad, que estructuraba lo que de otro modo no habría pasado de ser una simple serie de exaltadas discusiones producto de un excesivo consumo de vino.
Este consejero no tardó en convertirse en una especie de ídolo, pues poseía las cualidades que tanto admiran los jóvenes: era audaz, intrépido, flemático, sofisticado, tenía fama de vividor y mujeriego, era muy inteligente, tenía estilo y un impresionante historial militar. Se llamaba Lucio Cornelio Sila.
Hallándose Mario enfermo en Cumas desde un tiempo que ya parecían meses, Sila se había dedicado a observar los acontecimientos de Roma de un modo que Publio Rutilio Rufo, por ejemplo, jamás habría podido imaginar. Los motivos de Sila no dimanaban exclusivamente de su lealtad a Mario. Después de su conversación con Aurelia, había examinado objetivamente sus perspectivas de ingresar en el Senado, llegando a la conclusión de que Aurelia tenía razón: él, igual que Cayo Mario, sería lo que un hortelano llamaría fruta tardía. En cuyo caso no tenía objeto que se buscase amistades y alianzas entre los senadores de más edad que él. Escauro, por ejemplo, le resultaba inútil. ¡Y qué adecuada fue esa decisión en concreto! Eso le mantendría alejado de la deliciosa esposa del príncipe del Senado, ya madre de la niña Emilia Escaura. Al recibir la noticia de que Escauro era padre de una niña, Sila había sentido un auténtico arrebato de placer. Bien se lo merecía aquel chivo rijoso.
Pensando en salvaguardar su propio futuro político a la vez que conservaba a Mario, Sila se dedicó a cortejar a la generación senatorial más joven, centrándose en los más maleables, más influenciables, menos inteligentes y más acaudalados de las principales familias, o en los tan engreídos que fácilmente sucumbían a sus sutiles halagos. Sus primeros objetivos fueron Cepio hijo y Metelo el joven; Cepio porque era un patricio obtuso muy relacionado con jóvenes como Marco Livio Druso (a quien Sila ni por un momento pensó en cortejar), y Metelo el joven porque estaba al tanto de lo que sucedía en los ambientes de los boni. Nadie mejor que Sila sabía cómo cortejar a los jóvenes, pese a que sus propósitos no encerrasen ninguna intención sexual, y no tardó en tener una buena audiencia, adoptando un acercamiento con un matiz de complacencia por sus juveniles actitudes, como si insinuara que fuese a cambiar de idea y tomarlos en serio. Tampoco eran adolescentes; los mayores tenían sólo siete u ocho años menos que él y el más joven quince o dieciséis menos. Es decir, lo bastante mayores para considerarse formados y lo bastante jóvenes para que Sila los desconcertara; un núcleo de seguidores senatoriales que con el tiempo sería de gran utilidad para un hombre dispuesto a ser cónsul.
En aquel momento, la principal preocupación de Sila era Saturnino, a quien llevaba observando muy de cerca desde que las primeras multitudes comenzaran a congregarse en el Foro y se iniciaran los primeros acosos a los dignatarios togados. Que la lex Appuleia frumentaria hubiese sido aprobada o no, no le preocupaba a Sila; lo que hacía falta, pensó, es que a Saturnino se le demostrara que no iba a salirse con la suya.
Cuando unos cincuenta jóvenes de buena familia se reunieron en casa de Metelo el joven la víspera del dia en que Saturnino pensaba aprobar la ley frumentaria, Sila se mantuvo callado y escuchó lo que decían, adoptando un aire de indolente regocijo, hasta que Cepio hijo se volvió hacia él y le preguntó qué le parecía que debían hacer.
Su aspecto era magnífico, con aquel pelo rojo dorado, cortado para dar mayor relieve a las ondas, y su impecable cutis blanco, con cejas y pestañas oscuras (no sabían ellos que se las perfilaba con stibium porque de lo contrario no se veían) en contraste, y aquellos ojos glaciales tan obsesionantes como los de un gato.
–Creo que todo lo que decís es agua de borrajas -contestó.
Metelo el Meneitos hijo se había criado en el criterio de que Sila era el simple peón de Mario, y, como buen romano, nada tenía contra alguien que perteneciese a una facción; imaginaba que no se le podía desvincular de la misma.
–No es que sea agua de borrajas, es que no sabemos cuál es la táctica adecuada -graznó sin tartamudear.
–¿Os importa cierta violencia? – inquirió Sila.
–No si es para defender el derecho del Senado a decidir cómo ha de gastarse el dinero público de Roma -contestó Cepio hijo.
–Pues de eso se trata -dijo Sila-. Al pueblo nunca se le ha concedido el derecho a gastar el dinero de Roma. Que el pueblo haga las leyes, eso no lo cuestionamos, pero es el Senado el que ostenta el derecho a denegar los fondos. Si nos despojan de nuestro derecho a apretar las correas de la bolsa, no tendremos poder alguno. El dinero es el único medio por el que podemos convertir en impotentes las leyes del pueblo cuando no estemos de acuerdo con ellas. Así nos enfrentamos a las leyes frumentarias de Cayo Graco.
–No podremos impedir que el Senado vote los fondos cuando se apruebe la ley -dijo Metelo hijo sin tartamudear, porque entre sus íntimos nunca lo hacía.
–¡Claro que no! – dijo Sila-. Ni tampoco podremos impedir que la aprueben. Pero, de todos modos, podemos demostrar a Lucio Apuleyo algo de nuestra fuerza.
Así, mientras Saturnino arengaba a sus electores a que votasen debidamente la lex Appuleia frumentaria, con la muchedumbre en el Circo Flaminio y desarrollándose la votación tan rigurosamente como cualquier consular habría podido exigir, Cepio hijo encabezaba un grupo de unos doscientos partidarios hacia el bajo Foro Romano. Armados con bastones y palos de madera, la mayoría eran musculosos individuos de papada caída, indicio de ser ex gladiadores reducidos a la condición de alquilar sus servicios para una tarea que requiriese fuerza o capacidad para ser peligrosos. Aunque los cincuenta habían estado en casa de Metelo el Meneitos hijo la noche anterior, era Cepio hijo quien los dirigía. Lucio Cornelio Sila no iba con ellos.
Saturnino se encogió de hombros y miró impasible cómo el grupo cruzaba el Foro, se volvió hacia la saepta y desconvocó la asamblea.
–¡No habrá cabezas rotas por mi culpa! – gritó a los electores, que se dispersaron alarmados-. ¡Id a casa y volved mañana! ¡Mañana aprobaremos la ley!
Al día siguiente, el censo por cabezas volvía a la zona de comicios, ningún grupo de matones senatoriales se presentó a disolver la asamblea y la ley fue aprobada.
–Lo único que pretendía hacer, redomado imbécil -dijo Saturnino a Cepio hijo cuando se encontraron en el templo de Júpiter optimus Maximus en el que Valerio Flaco había considerado que los padres conscriptos estarían a salvo de la muchedumbre mientras trataban de la financiación de la lex Appuleia frumentaria, era aprobar una ley en una asamblea legalmente convocada. No había multitudes y el ambiente era pacífico; y los presagios, impecables. ¿Y qué sucede? Vos y vuestros amigos cretinos irrumpís dispuestos a romper unas cuantas cabezas. – Se volvió hacia los grupos de senadores que había cerca-. ¡No me reprochéis que la ley tuviera que ser aprobada en medio de veinte mil proletarios! ¡Reprochádselo a este loco!
–¡Este loco lo que se reprocha es no haber utilizado la fuerza, que es lo que cuenta! – exclamó Cepio hijo-. ¡Tendría que haberos matado, Lucio Apuleyo!
–Gracias por decirlo en presencia de estos testigos imparciales -dijo Saturnino sonriendo-. Quinto Servilio Cepio hijo, os acuso formalmente de traición menor por intentar obstruir las funciones de un tribuno de la plebe y por amenazar la sacrosanta persona de un tribuno.
–Cabalgáis un caballo desbocado, Lucio Apuleyo -terció Sila-. ¡Bajad de él antes de que os derribe!
–Acabo de presentar una acusación formal contra Quinto Servilio, padres conscriptos -replicó Saturnino, haciendo caso omiso de Sila-, pero es asunto del que se encargará el tribunal de traiciones. Hoy he venido a pedir fondos.
Pese a la seguridad del templo, sólo habría unos ochenta senadores y ninguno de ellos importante. Saturnino los miró con desdén.
–Quiero fondos para comprar grano para el pueblo de Roma -continuó-. Si no los hay en el Tesoro, sugiero que busquéis el modo de que os los presten. ¡Porque tendré esos fondos!
Saturnino consiguió el dinero. Congestionado y en medio de protestas, al cuestor urbano Cepio hijo se le ordenó acuñar moneda urgentemente de una reserva de lingotes de plata del templo de Ope y pagar el trigo sin más.
–Nos veremos ante el tribunal -dijo Saturnino con voz tranquila a Cepio hijo al final de la sesión-, porque me concederé el gran placer de acusaros personalmente.
Pero en esto se extralimitó, porque los caballeros jurados le tomaron aversión y se predispusieron a favor de Cepio hijo, cuando la propia Fortuna mostró que también ella le favorecía: en pleno discurso de la defensa llegó una carta urgente de Esmirna anunciando que su padre Quinto Servilio Cepio acababa de morir, con el inapreciable consuelo de su oro. Cepio hijo lloró amargamente, el jurado se conmovió y le absolvió.
Había llegado la fecha de las elecciones, pero nadie quería celebrarlas porque aún seguía congregándose la multitud a diario en el Foro, y los silos seguían vacíos. El segundo cónsul Flaco persistió en que las elecciones se aplazasen hasta que el tiempo demostrase que Cayo Mario era incapaz de presidirlas. Sacerdote de Marte, Lucio Valerio Flaco tenía muy poco de marcial para poner en peligro su vida presidiendo unas elecciones en aquellas circunstancias.
Marco Antonio Orator había logrado grandes éxitos en su campaña de tres años contra los piratas de Cilicia y Panfilia, concluyéndola con buen estilo desde su cuartel general en la cosmopolita y culta ciudad de Atenas. Allí se le había reunido su buen amigo Cayo Memio, quien, a su regreso a Roma después de ser gobernador de Macedonia, se había visto procesado por la estafa del trigo ante el tribunal de exacciones de Glaucia junto con Cayo Flavio Fimbria, su compinche. Este había resultado abrumadoramente culpable, pero Memio tuvo la suerte de ser declarado culpable por un voto de diferencia y eligió Atenas para exiliarse, dado que su amigo Antonio llevaba allí mucho tiempo y necesitaba su apoyo para apelar al Senado contra la sentencia. Que pudiese costearse los gastos de tan costoso recurso se debió a pura casualidad; siendo gobernador de Macedonia, se había prácticamente topado con oro por valor de cien talentos, escondido en un pueblo tomado a los escordiscos. Igual que Cepio en Tolosa, Memio no sintió necesidad alguna de compartir el oro con nadie y se quedó con él, hasta que puso una parte en las manos abiertas de Antonio en Atenas. Pocos meses después le llamaban de Roma y recuperaba su silla de senador.
Como la guerra contra los piratas estaba prácticamente acabada, Cayo Memio aguardó en Atenas a que llegara el momento de que Marco Antonio Orator tuviera que regresar a Roma. Su amistad había dado frutos y juntos formaron equipo para presentarse a las elecciones consulares.
A fines de noviembre Antonio acampó con su pequeño ejército en los terrenos vacíos del Campo de Marte y exigió un triunfo, que el Senado -reunido sin peligro en el templo de Belona para tratar el asunto- le concedió complacido. Sin embargo, se comunicó a Antonio que su triunfo debía aplazarse hasta después del décimo día de diciembre por no haberse celebrado aún las elecciones tribunicias y hallarse todavía el Foro invadido por las multitudes de proletarios. Esperaban que las elecciones se celebrasen y el nuevo colegio asumiera el cargo el décimo día de diciembre, pero un desfile triunfal, tal como estaban los ánimos en Roma, quedaba descartado.
Antonio comenzó a recelar la imposibilidad de presentarse a las elecciones consulares, pues hasta que se celebrase su triunfo tenía que permanecer fuera del pomerium, límite sagrado de la ciudad. Conservaba su imperium, pero esto le situaba en la misma posición que los reyes extranjeros que no podían entrar en Roma. Y si no podía entrar en la ciudad, no podía proclamarse candidato a las elecciones consulares.
No obstante, sus éxitos en la guerra le habían hecho muy popular entre los mercaderes de trigo y otros comerciantes, ya que el tráfico en el Mediterráneo era más seguro y previsible que cincuenta años antes. Si podía presentarse a las elecciones, tenía grandes posibilidades de ser elegido primer cónsul, incluso frente a Cayo Mario. Y, pese a su participación en la estafa del trigo, las posibilidades de Cayo Memio tampoco eran malas porque había sido un intrépido enemigo de los partidarios de Yugurta y se había enfrentado encarnizadamente a Cepio cuando devolvió el tribunal de extorsiones al Senado. Eran, como había comentado Catulo César a Escauro, príncipe del Senado, una pareja tan aceptable para los caballeros que constituían la mayoría de la primera y segunda clase, como para los boni, y ambos infinitamente preferibles a Cayo Mario. Porque, evidentemente, todos esperaban que Cayo Mario apareciese en Roma en el último momento, dispuesto a presentarse candidato a su séptimo consulado. Lo del infarto estaba comprobado, pero no parecía haberle incapacitado notablemente, y los que habían ido a Cumas a verle, habían vuelto convencidos de que no había afectado para nada a sus facultades mentales. A nadie le cabía la menor duda de que Mario fuese a presentarse como candidato.
La idea de presentar al electorado un par de candidatos deseosos de trabajar en equipo atraía enormemente a los padres de la patria; con Antonio y Memio juntos cabía la posibilidad de arrebatarle a Mario la silla curul. Pero el inconveniente estaba en que Antonio se negaba a renunciar a su triunfo en beneficio del consulado, cediendo el imperium para cruzar el pomerium y declararse candidato.
–Puedo presentarme al consulado el año que viene -dijo cuando Catulo César y Escauro, príncipe del Senado, vinieron a verle al Campo de Marte-. El triunfo es más importante… Seguramente no volveré a participar en mi vida en una guerra importante.
Y no hubo manera de sacarle de ahí.
–De acuerdo -dijo Escauro a Catulo César al salir, abatidos, del campamento de Antonio-, tendremos que flexibilizar un poco las reglas. Cayo Mario no ha parado mientes quebrantándolas, ¿por qué nosotros vamos a ser tan escrupulosos con lo que hay en juego?
Pero fue Catulo César quien propuso la solución a la cámara, reuniendo suficientes senadores para que hubiese consenso en otro lugar seguro, el templo de Júpiter Stator, cerca del Circo Flaminio.
–Vivimos tiempos difíciles -dijo Catulo César-. Normalmente todos los candidatos a las magistraturas curules deben presentarse ante el Senado y el pueblo en el Foro para declarar su candidatura. Lamentablemente, la carestía del trigo y las continuas manifestaciones en el Foro lo inhabilitan como lugar de reunión. Solicito humildemente a los padres conscriptos el cambio de ubicación del tribunal de presentación de los candidatos, ¡únicamente por este año excepcional!, y que se efectúe una convocatoria excepcional de la asamblea centuriada en la saepta del Campo de Marte. ¡Algo hay que hacer para celebrar las elecciones! Si trasladamos la ceremonia de los candidatos curules a la saepta, algo es algo y así podremos cumplir el requisito de un lapso entre la presentación de candidatos y las elecciones. Sería además una deferencia hacia Marco Antonio, que quiere ser candidato al consulado y no puede cruzar el pomerium sin renunciar a su triunfo, y no puede celebrarlo por los disturbios causados por la hambruna. Esperemos que la muchedumbre vuelva a sus casas después de que se elijan a los tribunos de la plebe y éstos ocupen sus cargos. Así Marco Antonio podrá celebrar el triunfo en cuanto asuma el cargo el nuevo colegio y luego celebramos las elecciones curules.
–¿Por qué estáis tan seguro de que la multitud volverá a sus casas después de que el colegio de tribunos de la plebe asuma el cargo, Quinto Lutacio? – inquirió Saturnino.
–¡Yo diría que nadie más adecuado para contestar a eso, Lucio Apuleyo! – espetó Catulo César-. ¡Porque sois vos quien la atraéis al Foro, vos quien la arengáis con promesas que ni vos ni esta augusta cámara pueden cumplir! ¿Cómo vamos a comprar un trigo que no existe?
–Aun después de concluir mi mandato, seguiré hablando a la multitud -replicó Saturnino.
–No lo haréis -exclamó Catulo César-. ¡Cuando volváis a ser un privatus, Lucio Apuleyo, aunque tarde un mes y me hagan falta cien hombres, encontraré alguna ley escrita en las tablillas o algún precedente por el que se considere ilegal que habléis desde la tribuna ni de ningún sitio del Foro!
Saturnino se echó a reír a carcajadas interminables, sin que nadie creyese que la cosa realmente le divirtiera.
–¡Podéis rebuscar en vuestro corazón, Quinto Lutacio! Es igual. ¡No voy a ser un privatus cuando concluya el año del cargo de tribuno, porque volveré a ser tribuno de la plebe! ¡Sí, voy a seguir el ejemplo de Cayo Mario y sin impedimentos legales para que claméis por mi cabeza! ¡No hay nada que impida ser tribuno de la plebe varias veces seguidas!
–Hay costumbres y tradiciones -terció Escauro-, suficientes para impedir a todos, salvo a vos y a Cayo Graco, presentarse a un tercer mandato. Y debíais recordar lo que le sucedió a Cayo Graco, que murió en el bosque Furrina en compañía de un solo esclavo.
–Yo tendré mejor compañía -replicó Saturnino-. Los de Picenum nos mantenemos unidos, ¿no es cierto, Tito Labieno?, ¿no es cierto, Cayo Saufeio? ¡No os desharéis tan fácilmente de nosotros!
–No tentéis a los dioses -dijo Escauro-; siempre responden al desafío de los mortales.
–¡No me asustan los dioses, Marco Emilio! Los dioses están de mi parte -replicó Saturnino, abandonando la sesión.
–Yo ya le dije que cabalga en un caballo desbocado, camino de la caída -dijo Sila, al pasar junto a Escauro y Catulo César.
–Y él -dijo Catulo César a Escauro cuando Sila ya no podía oírlos.
–Y la mitad del Senado, si pudiéramos saberlo -añadió Escauro, dirigiendo una mirada en derredor-. ¡Quinto Lutacio, qué bonito es este templo! Un buen mérito a la memoria de Metelo el Macedónico. Pero hoy ha sido un triste escenario con la ausencia de Metelo el Numídico. Vamos -dijo más animado, tras encogerse de hombros-, vamos a dar alcance a nuestro estimado segundo cónsul antes de que se encierre en lo más recóndito de su morada. Que haga el sacrificio a Marte y a Júpiter Optimus Maximus, si es que podemos, de suovetaurilia blancos para propiciar la aprobación divina de celebrar la ceremonia de la candidatura consular en el Campo de Marte.
–¿Quién va a firmar la factura de una vaca blanca, un cerdo blanco y una oveja blanca? – inquirió Catulo César acercándose a ellos-. Los cuestores del Tesoro van a chillar más que las víctimas propiciatorias.
–Bah, yo creo que puede pagar el conejo blanco de Lucio Valerio, que tiene acceso a Marte -contestó sonriente Escauro.
El último día de noviembre llegó un mensaje de Cayo Mario convocando reunión del Senado al día siguiente en la Curia Hostilia. En esta ocasión, la agitación del Foro no impidió que los padres conscriptos acudieran a la sesión, porque todos estaban deseando ver cómo se encontraba Mario. La cámara estaba al pleno y los senadores se personaron antes del alba en las calendas de diciembre para llegar antes que él, haciéndose toda clase de especulaciones mientras aguardaban su aparición.
Fue el último en entrar. La misma estatura, los mismos anchos hombros, altivo como nunca; nada en su paso denotaba la invalidez, y su mano izquierda recogía con toda normalidad los pliegues de su toga bordada de púrpura. Si, pero lo llevaba escrito en su cara: el lado derecho, con su ceja característica, pero el izquierdo, un remedo lamentable.
Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, comenzó a aplaudir; la primera palmada resonó en la vieja bóveda de vigas y murió en el tosco vientre de placas de terracota que formaban el techo. Uno tras otro se fueron sumando los padres conscriptos, de forma que cuando Mario llegaba a su silla curul toda la cámara era un aplauso. No sonreía, pues habría sido acentuar a tal extremo la asimetría de payaso del rostro, que cada vez que lo hacía veía asomar lágrimas a los ojos de quien le contemplaba, fuese Julia o Sila. Se limitó a permanecer de pie junto a la silla de marfil, haciendo majestuosas reverencias hasta que cesó la ovación.
Escauro se puso en pie, esgrimiendo una amplia sonrisa.
–¡Cayo Mario, nos alegramos de veros! Esta cámara ha estado estos últimos meses apagada como un día de lluvia. Como portavoz, me complazco en daros la bienvenida.
–Os doy las gracias, príncipe del Senado, padres conscriptos, colegas magistrados -respondió Mario con voz clara y sin farfullar. Pese a su continencia, una leve sonrisa levantó el lado derecho de su boca, mientras el izquierdo permanecía tristemente caído-. Si para vosotros es un placer darme la bienvenida, para mí constituye aún mayor placer volver a estar en Roma. Como veis, he estado enfermo. – Lanzó un profundo suspiro que todos oyeron, mientras él sentía un temblor de tristeza recorrerle medio cuerpo-. Aunque la enfermedad ya ha pasado, quedan las secuelas. Por eso, antes de abrir la sesión y disponernos a tratar los asuntos que parecen requerir nuestra más acuciante atención, quiero manifestar algo. No voy a tratar de ser reelegido cónsul por dos razones: primera, porque las circunstancias excepcionales a que se enfrentaba el Estado, y que hicieron que se me concediera el honor sin precedentes de tantos consulados sucesivos, ya han desaparecido definitivamente. La segunda, porque no considero que mi salud me permita desempeñar debidamente mis funciones. Es evidente la responsabilidad que me atañe por el caos actual de Roma. De haber estado yo aquí, la presencia del primer cónsul habría paliado la situación. Por eso hay un primer cónsul. No es que acuse a Lucio Valerio, a Marco Emilio ni a ningún miembro de esta cámara. Pero es el primer cónsul quien debe dirigir y a mi me ha sido imposible. Eso me ha servido para darme cuenta de que no debo intentar la reelección. Que el cargo de primer cónsul lo ocupe un hombre sano.
Nadie decía una palabra. Nadie se movía. Si su cara torcida había corroborado los rumores, la perplejidad que ahora se apoderaba de todos era prueba del ascendiente que se había ganado sobre ellos durante aquellos cinco años. ¿Un Senado sin Cayo Mario en la silla curul? ¡Impensable!
Incluso Escauro, príncipe del Senado, y Catulo César estaban estupefactos.
En aquel momento se oyó una voz procedente de las sillas a espaldas de Escauro.
–Bi… bi… bien. Ahora mi pa… pa… dre pu… pu… ede volver -dijo Metelo.
–Os doy las gracias por el cumplido, joven Metelo -dijo Mario mirándole a la cara-. Inferís que es sólo por culpa mia por lo que vuestro padre está exiliado en Rodas, pero no es así, ¿sabéis? Es la ley la que mantiene a Quinto Cecilio el Numídico en el exilio. ¡Y conmino a todos los miembros de esta augusta cámara a recordarlo! ¡Porque yo no sea cónsul no se derogarán decretos, plebiscitos ni leyes!
–¡Qué estúpido! – musitó Escauro a Catulo César-. Si no hubiese dicho eso, habríamos podido traer bajo cuerda a Quinto Cecilio a primeros del año que viene, pero ahora no lo consentirán. Creo que ya es hora de que el joven Metelo tenga un apodo.
–¿Cuál? – inquirió Catulo César.
–Pi… pi… pío -contestó Escauro con sorna-. ¡Metelo el Pío, que sólo anhela que su tata vuelva a casa!
Fue extraordinario ver cómo la cámara se ponía manos a la obra ahora que Mario ocupaba la silla curul; era extraordinaria aquella sensación de bienestar que impregnaba a los miembros del Senado, como si, de pronto, ya no importase tanto la muchedumbre de afuera.
Informado del cambio efectuado para la presentación de los candidatos curules, Mario se limitó a dar su consentimiento con una inclinación de cabeza y ordenar a Saturnino que convocase a la Asamblea plebeya para elegir algunos magistrados, ya que hasta que éstos no estuvieran nombrados no se podían elegir otros.
Tras lo cual, Mario se volvió hacia Cayo Servilio Glaucia, que estaba sentado a su espalda y a la izquierda, en su silla de pretor urbano.
–Me ha llegado el rumor, Cayo Servilio -le dijo- de que tratáis de acceder al consulado sobre la base de ciertos epígrafes nulos que supuestamente habéis encontrado en la lex Villia. Os ruego que no lo hagáis. La lex Villia annalis estipula inequívocamente que el candidato debe esperar dos años entre el final de su pretorado y el consulado.
–¡Quién fue a hablar! – replicó Glaucia, atónito, conteniendo un grito al encontrarse con tal oposición en un sector senatorial en el que esperaba haber encontrado apoyo-. ¿Cómo podéis tener el cinismo, Cayo Mario, de acusarme de intentar violar la lex Villia, cuando vos la habéis transgredido de hecho cinco años seguidos? ¡Si la lex Villia es válida, hay que añadir que inequívocamente estipula que nadie que haya sido cónsul puede aspirar al cargo hasta haber transcurrido un plazo de diez años!
–Yo no busqué el consulado después de la primera vez, Cayo Servilio -contestó Mario sin levantar la voz-. Se me concedió, ¡y tres veces in absentia!, a causa de los germanos. Cuando se produce una situación excepcional quedan en suspenso toda clase de costumbres, ¡hasta las leyes! Pero una vez que el peligro ha pasado, todas esas medidas extraordinarias deben cesar.
–¡Ja, ja, ja! – se oyó decir a Metelo el Meneitos hijo desde la parte de atrás, en perfecta consonancia con su defecto oral.
–Ha llegado la paz, padres conscriptos -añadió Mario como si nadie hubiese intervenido-, y por consiguiente debemos reanudar el proceso normal de un gobierno normal. Cayo Servilio, la ley os prohibe ser candidato al consulado, y como presidente oficial de las elecciones no aceptaré vuestra candidatura. Os ruego que lo toméis como una sincera advertencia y que renunciéis a esa idea porque está fuera de lugar. Roma necesita legisladores de vuestro talento, y no se pueden hacer las leyes si se violan.
–¡Te lo dije! – terció Saturnino con voz audible.
–No puede impedírmelo ni él ni nadie -replicó Glaucia con voz que todos oyeron.
–Te lo impedirá -añadió Saturnino.
–En cuanto a vos, Lucio Apuleyo -dijo Mario, volviéndose hacia el banco de los tribunos-, me ha llegado el rumor de que pensáis ser por tercera vez tribuno de la plebe. Bien, eso no va contra la ley y no puedo impedíroslo, pero si que puedo pediros que desechéis la idea. No deis una nueva interpretación al sentido de la palabra "demagogo". Lo que habéis hecho estos últimos meses no es la habitual tarea política de un miembro del Senado de Roma. Con el acervo de leyes y la ingente habilidad que hemos alcanzado para hacer funcionar los dientes y ruedas del gobierno en interés de Roma, no hay necesidad de explotar la simpleza política del populacho. Son gentes incautas que no debemos corromper y es nuestro deber cuidarlos sin utilizarlos para alcanzar nuestros propósitos políticos.
–¿Habéis terminado? – inquirió Saturnino.
–De momento, sí, Lucio Apuleyo.
Y tal como lo había dicho, podía interpretarse de muchas maneras.
Bien, ya estaba hecho, pensó mientras regresaba a casa con un laborioso paso que había adoptado para disimular la leve tendencia a arrastrar el pie izquierdo. Qué extraños y horribles habían sido aquellos meses en Cumas, escondiéndose de la gente por no poder soportar su espanto, su compasión y su maligna satisfacción. Pero los más insoportables eran los que, por su cariño, sentían pena, como Publio Rutilio. La dulce y cariñosa Julia se había convertido en una déspota irreductible que prohibía a todos, Publio Rutilio incluido, pronunciar una sola palabra de política o de asuntos públicos. No se había enterado de la falta de trigo, no se había enterado de las zalemas de Saturnino con las masas; su vida había quedado reducida a un austero régimen de dieta, ejercicio y lectura de los clásicos. En lugar de un buen trozo de tocino con pan frito, había tenido que alimentarse a base de sandía, porque Julia decía que depuraba los riñones; en lugar de ir a la Curia Hostilia, había dado paseos por Baiae y Misenum; en lugar de leer los informes senatoriales y los despachos provinciales, se había enfrascado en Isócrates, Herodoto y Tucídides, para acabar por no creer a ninguno, porque no le parecían hombres de acción, sino simples eruditos.
Pero había dado resultado. Y poco a poco fue mejorando. Aunque nunca más volvería a ser el mismo; nunca más podría mover el lado izquierdo de la boca; nunca más podría disimular el hecho de que estaba cansado. El traidor que albergaba su cuerpo le había marcado a los ojos de los demás. Fue esto lo que finalmente le impulsó a rebelarse. Y Julia, que no salía de su asombro por lo dócil que se había mostrado, cedió inmediatamente. Por eso había mandado llamar a Publio Rutilio y había vuelto a Roma a recomponerlo todo lo mejor posible.
Desde luego sabía que Saturnino se mantendría retirado, pero se había sentido obligado a hacerle la advertencia. En cuanto a Glaucia, no consentiría que le eligieran; por ese lado no había que preocuparse. Ahora, al menos, podrían celebrarse las elecciones una vez que los tribunos de la plebe asumieran el cargo el día anterior a los Nones y los cuestores en los Nones. Eran elecciones problemáticas porque había que celebrarlas en la zona de comicios del Foro, en donde se arremolinaba a diario la multitud, gritando obscenidades y arrojando porquerías a los togados, esgrimiendo el puño, mientras escuchaban arrobados a Saturnino.
No, a Cayo Mario no le habían abucheado ni silbado. Él había cruzado aquella multitud camino de su casa después de la memorable sesión, y había sentido su cálido afecto. Nadie de condición inferior a los de la segunda clase miraría con desaire a Cayo Mario: él era un héroe como los hermanos Graco. Y había quienes al ver su rostro lloraban por los estragos de la enfermedad; y quienes nunca le habían visto en persona y pensaban que siempre había tenido aquella cara, que aún le admiraban más. Pero nadie se atrevía a tocarle y todos se apartaban para dejarle paso, mientras él caminaba orgulloso y modesto a la vez, llegándoles al corazón y a la mente. Era una comunión muda. Saturnino le observaba pensativo desde la tribuna de los Espolones.
–La masa es un fenómeno pavoroso, ¿no es cierto? – dijo Sila a Mario aquella noche mientras cenaban con Publio Rutilio Rufo yJulia.
–Es el signo de los tiempos -comentó Rutilio.
–Es signo de que los hemos decepcionado -añadió Mario frunciendo el entrecejo-. Roma necesita un descanso. Desde la época de Cayo Graco no hemos cesado de encontrarnos con algún tipo de grave dificultad: Yugurta, los germanos, los escordiscos, el descontento de los itálicos, las sublevaciones de esclavos, piratas, carestía del trigo… la lista es interminable. Necesitamos un respiro, cierto tiempo para dedicarlo a Roma y olvidarnos de nosotros. Esperemos que así sea. Al menos cuando mejore el abastecimiento de grano.
–Tengo un recado de Aurelia -dijo Sila.
Mario, Julia y Rutilio Rufo se volvieron, mirándole curiosos.
–¿Es que la ves, Lucio Cornelio? – inquirió Rutilio Rufo en su papel de celoso tio.
–¡No os pongáis paternalista, Publio Rutilio, no hay necesidad! Sí, la veo de vez en cuando. Necesita alguien que comprenda su situación y por eso voy a verla. Ella está vinculada al Subura, que es también mi mundo -dijo con toda naturalidad-. Conservo amigos allí, así que ir a verla me viene de paso como quien dice.
–¡Oh, habría debido de invitarla! – exclamó Julia, consternada por su descuido-. Nos olvidamos de ella sin darnos cuenta.
–Ella se hace cargo -dijo Sila-. No me malinterpretéis, pero a ella le gusta su mundo; aunque le complace estar al tanto de lo que sucede en el Foro y de eso me encargo yo. Vos sois su tío, Publio Rutilio, y es lógico que le ocultéis los problemas, mientras que yo se lo cuento todo. Es sumamente inteligente.
–¿Cuál es el recado? – inquirió Mario.
–Es de su amigo Lucio Decumio, el hombrecillo encargado del colegio de la encrucijada en su ínsula, y dice algo así como que si creéis que el Foro lo invade la multitud, aún no habéis visto nada. El día de las elecciones tribunicias el mar de rostros se convertirá en un océano.
Lucio Decumio tenía razón. Al salir el sol, Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila se encaminaron al Arx capitolino y se acodaron en la barandilla del acantilado de la Lautumiae para contemplar el Foro Romano a sus pies. Era un verdadero océano de gentes apiñadas, desde el Clivus Capitolinus hasta el Velia. Era una muchedumbre tranquila, siniestra, amenazadora e impresionante.
–¿Por qué? – exclamó Mario.
–Según Lucio Decumio, para que se note su presencia. Se van a reunir los comicios para elegir a los nuevos tribunos de la plebe, han oído que Saturnino va a presentarse y piensan que es su mejor oportunidad para llenar el estómago. La hambruna apenas ha empezado, Cayo Mario, y no quieren pasar hambre -contestó Sila con voz monocorde.
–¡Pero no pueden influir en el resultado de una elección efectuada por las tribus, de igual modo que tampoco en las elecciones centuriadas! Casi todos deben pertenecer a las cuatro tribus urbanas.
–Cierto. Y no habrá muchos electores de las treinta y una tribus rurales, aparte de los que viven en Roma -dijo Sila-. Hoy no hay ambiente festivo para atraer a votantes rurales, así que, en realidad, votarán un puñado de esos que vemos. Y lo saben; pero no han venido a votar. Han venido para hacernos saber que están ahí.
–¿Es idea de Saturnino? – inquirió Mario.
–No. La multitud que le sigue es la que viste en las calendas y todos los días siguientes. Los cagones y meones, los llamo yo. Escoria, miembros de los colegios de encrucijadas, ex gladiadores, ladrones y descontentos, tenderos crédulos que padecen de falta de dinero, libertos hartos de rebajarse ante sus antiguos amos y muchos que creen que pueden ganarse un par de denarios manteniendo a Lucio Apuleyo en el cargo de tribuno de la plebe.
–En realidad son más -dijo Mario-. Son los devotos seguidores del que desde la tribuna se los ha tomado en serio por primera vez -dijo Mario, echando el peso del cuerpo sobre el inválido pie izquierdo-. Pero los que han acudido hoy no son seguidores de Lucio Apuleyo Saturnino, no son seguidores de nadie. ¡Por los dioses, no había tantos cimbros en el campo de Vercellae! Y no tengo ejército, sino una simple toga bordada de púrpura. Disuasoria idea.
–Lo es, en efecto -añadió Sila.
–Aunque, no se… Quizá mi toga bordada de púrpura sea todo lo que el ejército necesita. De repente, Lucio Cornelio, estoy viendo a Roma bajo una luz totalmente distinta. Hoy la gente ha acudido al Foro para que la veamos; pero todos los días andan por la ciudad ocupándose de sus asuntos y en cuestión de una hora pueden congregarse ahí para que los veamos. ¿Y creemos gobernarlos?
–Y lo hacemos, Cayo Mario. Ellos son incapaces de gobernarse. Se dejan gobernar. Pero Cayo Graco les dio pan barato y los ediles les ofrecen buenos juegos y espectáculos. Y ahora llega Saturnino y les promete pan barato en plena hambruna; no puede cumplir su promesa y empiezan a sospecharlo. Que es el motivo por el que han venido para que los veamos durante sus elecciones -dijo Sila.
–Son un toro gigante pero apacible -añadió Mario, que había dado con aquella metáfora-. Viene a ti cuando te ve con un cubo en la mano, porque lo que le interesa es el alimento que hay en él, pero cuando descubre que el cubo está vacío, no se revuelve rabioso a cornearte, sino que piensa que has escondido el alimento sobre tu persona y te aplasta mortalmente sin apenas darse cuenta de que te destroza bajo sus pezuñas.
–Saturnino lleva un cubo vacío -dijo Sila.
–Exactamente -añadió Mario, dando la espalda a la barandilla-. Vamos, Lucio Cornelio; cojamos el toro por los cuernos.
–¡Y esperemos que no tenga heno en ellos! – replicó Sila sonriendo.
Nadie de la multitud puso trabas para que circularan los senadores y los ciudadanos politizados que acudían a votar a la zona de comicios; mientras Mario subía a la tribuna de los Espolones, Sila fue a la escalinata del Senado con el resto de los senadores patricios. Los electores de la Asamblea plebeya se encontraron aquel día en una isla rodeada por un mar de observadores bastante silenciosos, una isla en la que la tribuna de los Espolones surgía como un escollo en el océano. Indudablemente se esperaban unos cuantos miles de la morralla de Saturnino y por ello muchos senadores y electores llevaban puñales y porras bajo la toga, en particular el pequeño clan de jóvenes boni conservadores de Cepio hijo. Pero aquello no eran las hordas de Saturnino: era el populacho de Roma en manifestación de protesta. De pronto cundió la impresión de que había sido un error acudir con puñales y porras.
Los veinte candidatos a la elección de tribuno de la plebe fueron compareciendo uno a uno, atentamente observados por Mario. El primero en hacerlo fue el tribuno presidente, Lucio Apuleyo Saturnino, al que la multitud comenzó a aclamar de forma ensordecedora, recibimiento que le causó una evidente sorpresa, como reparó Mario al cambiarse de sitio para poderle ver la cara. Saturnino estaba sin duda pensando en aquellos partidarios tan numerosos. ¿Qué no sería capaz de hacer respaldado por trescientos mil romanos del populacho? ¿Quién tendría valor para impedir que asumiera el cargo de tribuno de la plebe con aquella multitud dándole la aprobación?
Los que siguieron a Saturnino declarando su candidatura fueron recibidos con un silencio indiferente: Publio Furio, Quinto Pompeyo Rufo, de los Pompeyos de Picenum, Sixto Titio, de orígen samnita, y el pelirrojo de ojos grises y aire aristocrático Marco Porcio Catón Saloniano, nieto del campesino tusculano Catón el censor y biznieto de un esclavo celta.
El último en presentarse fue nada menos que Lucio Equitio, el curioso bastardo de Tiberio Graco a quien Metelo el Numídico había querido excluir de la lista del ordo equester. La multitud reanudó sus vítores en oleadas entusiásticas ante aquel legado del recordado Tiberio Graco. Mario comprobó lo acertada que era su metáfora del gigantesco toro manso, pues la muchedumbre comenzó a abalanzarse sobre Lucio Equitio, de pie en la tribuna, con absoluta ignorancia del poder que representaba. La inexorable ola achuchó a los que estaban en la zona de votación y sus inmediaciones, apiñándolos aún más. Modestas olas de pánico comenzaron a surgir entre los que iban a votar al notar aquella sensación angustiosa de terror irrefrenable que se siente en medio de una fuerza imposible de resistir.
Mientras todos permanecían paralizados, el parapléjico Mario dio apresuradamente un paso al frente y abrió brazos y manos, con las palmas dirigidas a la multitud, en gesto imperativo para que se detuviera. La muchedumbre se detuvo en seco y la avalancha disminuyó un tanto; ahora los vítores eran para Cayo Mario, el primer hombre de Roma, el tercer fundador de la urbe, el vencedor de los germanos.
–¡Rápido, estúpido! – espetó Mario a Saturnino, que seguía como arrobado y en trance por los gritos de aquellas gargantas vitoreantes-. ¡Decid que habéis oído truenos o lo que sea para desconvocar la asamblea! ¡Si no sacamos a los electores de aquí, la multitud los aplastará! – Luego hizo que los heraldos tocasen las trompetas y, en el silencio que se hizo después, alzó sus manos otra vez-. ¡Truenos! – gritó-. ¡Mañana se procederá a la votación! ¡Id a vuestras casas, pueblo de Roma! ¡A casa, a casa!
Y la multitud se marchó a casa.
Afortunadamente, la mayoría de los senadores se habían refugiado en la Curia, a donde Mario los siguió tan pronto como pudo abrirse paso. Advirtió que Saturnino había bajado de la tribuna y caminaba sin temor por entre las fauces de la multitud, sonriendo y abriendo los brazos como uno de aquellos místicos pisidianos que creían en la imposición de manos. ¿Y Glaucia, el pretor urbano? Había subido a la tribuna de los Espolones y observaba a Saturnino en el baño de multitudes, con una inmensa sonrisa.
Los roStros que se volvieron hacia Mario cuando entró en la Curia estaban pálidos y más serios que sonrientes.
–¡Vaya tinaja de pepinillos! – exclamó Escauro, príncipe del Senado, tan tieso como de costumbre, pero algo acobardado.
–¡Os ruego que os marchéis a vuestras casas! – dijo Mario con firmeza, mirando a los grupos de senadores-. La muchedumbre no os hará nada, pero id por el Argiletum aunque vayáis camino del Palatino. El único inconveniente será una buena caminata hasta casa. ¡Vamos, marchaos!
A los que quería que se quedasen les fue dando en el hombro; eran sólo Sila, Escauro, Metelo Caprario el censor, Ahenobarbo, pontífice máximo, Craso Orator y Escévola, primo de Craso, que eran los ediles curules. Notó que, curiosamente, Sila se acercaba a Cepio hijo y a Metelo el joven, les susurraba algo y les daba en la espalda lo que le pareció unas sospechosas palmadas afectuosas cuando salían del edificio. Tengo que enterarme de lo que está sucediendo -se dijo Mario-, pero más tarde; cuando tenga tiempo. Si es que lo tengo, dadas las circunstancias.
–Bien, hoy hemos visto algo desconocido para nosOtros -dijo-. Pavoroso, ¿no es cierto?
–No creo que sean de temer -replicó Sila.
–Ni yo -añadió Mario-, pero siguen siendo un toro gigantesco que no conoce su propia fuerza -añadió dirigiendo un gesto al escriba mayor-. Mandad a alguien inmediatamente al Foro y que venga el presidente del colegio de lictores.
–¿Qué sugerís que hagamos? – inquirió Escauro-. ¿Aplazar las elecciones plebeyas?
–No, más vale que las celebremos y nos las quitemos de encima -respondió Mario, decidido-. En este momento el toro de la muchedumbre es una bestia mansa, pero ¿quién sabe hasta qué extremo puede enfurecerse si se acentúa el hambre? No esperemos a que tenga heno en los cuernos como indicio de que cornea, porque nos cornearía mortalmente. He mandado llamar al comandante de los lictores porque creo que lo mejor es engañar al toro mañana con una barrera que pueda saltar. Haré que los esclavos del servicio público trabajen toda la noche y monten una inocua barrera en torno a la zona de votaciones y el espacio entre ésta y las gradas del Senado, como las que ponemos en el Foro para impedir que el público invada el área de combate durante los juegos funerarios, porque a eso están acostumbrados y no lo considerarán una muestra de temor por nuestra parte. Luego situaré a todos los lictores urbanos en la parte interior del perímetro, con sus túnicas rojas y sin toga, y únicamente armados de bastones. Hagamos lo que hagamos, no debemos dar la impresión al peligroso toro de que es más grande y más fuerte que nosotros, porque los toros piensan, ¿sabéis? Mañana celebramos las elecciones tribunicias, y poco me importa si sólo acuden treinta y cinco personas a votar. Lo que quiere decir que cuando vayáis a vuestras casas, paséis a visitar a los senadores que conozcáis en la vecindad para que mañana acudan a votar. Así tendremos la seguridad de que hay al menos un miembro de cada tribu. Será una votación exigua, pero una votación en cualquier caso. ¿Lo habéis entendido todos?
–Entendido -contestó Escauro.
–¿Dónde está hoy Quinto Lutacio? – preguntó Sila a Escauro.
–Creo que se encuentra enfermo -contestó éste-. Debe de ser verdad porque no es ningún pusilánime.
Mario miró al censor Metelo Caprario.
–En vos, Cayo Cecilio, recaerá mañana la peor tarea -dijo-, pues cuando Equitio se declare candidato, yo os preguntaré si se lo permitís. ¿Qué diréis?
–Responderé que no, Cayo Mario -contestó Caprario sin vacilar-. ¿Elegido tribuno de la plebe un hombre que ha sido esclavo? Es impensable.
–Muy bien, eso es todo. Gracias -dijo Mario-. Podéis marcharos, y mañana traed a todos vuestros atemorizados colegas. Lucio Cornelio, quedaos, porque voy a encargaros de los lictores y conviene que estéis presente cuando llegue el que los manda.
La multitud volvió a invadir el Foro al amanecer y se encontró con la zona de comicios delimitada por la cerca de estacas y cuerdas que veía siempre que allí se celebraban los combates de gladiadores en honor de algún fallecido famoso. Cada determinado número de pasos dentro del perímetro había apostado un lictor en túnica carmesí con un largo palo. Nada de particular había en ello. Y cuando Cayo Mario dio un paso al frente y explicó a voces que no quería que nadie pereciese aplastado, la aclamación fue tan estentórea como el día anterior. Lo que no veía la muchedumbre era el grupo que había dentro de la Curia Hostilia, alojado allí pór Sila mucho antes del amanecer y formado por cincuenta miembros jóvenes de la primera clase, todos con coraza y casco, espada, puñal y escudo. El enardecido Cepio hijo era el lugarteniente, pues Sila ostentaba el mando.
–Sólo saldremos si yo doy la orden -dijo Sila-. Que quede claro. Si alguien da un paso sin que yo lo ordene, lo mato.
En la tribuna de los Espolones todo estaba dispuesto y ya en la zona de comicios comenzaba a congregarse un sorprendente número de electores junto con la mitad de los senadores aproximadamente, mientras que los patricios miembros de la cámara permanecían en pie en las gradas del Senado, como de costumbre. Entre ellos se encontraba Catulo César, con un aspecto enfermizo que habría requerido una silla; se hallaba también entre ellos el censor Caprario, otro cuya categoría plebeya le habría permitido participar en la elección, pero que quería estar a la vista de todos.
Cuando Saturnino declaró su candidatura una vez más, la multitud le vitoreó hasta el delirio. Era evidente que la imposición de manos del día anterior daba excelentes resultados. Y, como la jornada anterior, los demás candidatos fueron acogidos con silencio. Hasta que en último lugar se personó Lucio Equitio.
Mario se dio la vuelta para ponerse de cara a la escalinata del Senado y alzó su ceja móvil a guisa de interrogante dirigido a Metelo Caprario, quien asintió enérgicamente con la cabeza. Era imposible preguntarle en voz alta porque la multitud aclamaba sin cesar a Lucio Equitio.
Los heraldos tocaron las trompetas, y al dar Mario un paso al frente se hizo el silencio.
–¡Este hombre, Lucio Equitio, no reúne condiciones para ser elegido tribuno de la plebe! – gritó con todas sus fuerzas-. ¡Existen dudas sobre su ciudadanía, que el censor debe aclarar antes de que Lucio Equitio pueda desempeñar un cargo público por cuenta del Senado del pueblo de Roma!
Saturnino pasó rozando a Mario y se situó al mismo borde de la tribuna de los Espolones.
–¡Niego que exista irregularidad!
–Declaro por cuenta del censor que existe irregularidad -replicó Mario, impasible.
–¡Lucio Equitio es tan romano como vosotros! – clamó Saturnino dirigiéndose a la muchedumbre-. ¡Miradle, no tenéis más que mirarle! ¡Es la viva imagen de Tiberio Graco!
Pero Lucio Equitio estaba mirando hacia abajo, a un lugar fuera de la vista de la muchedumbre, incluso los de las primeras filas. En aquel lugar que miraba Equitio había unos cuantos senadores e hijos de senadores sacando puñales y porras de las togas y rebulléndose como dispuestos a bajarle de la tribuna.
Lucio Equitio, valiente veterano con diez años en las legiones, según su propia versión, retrocedió, se volvió hacia Mario y se aferró a su brazo.
–¡Ayudadme! – gimoteó.
–Con una patada os ayudaría, imbécil alborotador -gruñó Mario-. Pero de lo que ahora se trata es de celebrar la elección y acabar de una vez. Podéis quedaros, pero si permanecéis en la tribuna corréis el riesgo de que os linchen. Lo mejor que puedo hacer por salvar vuestro pellejo es encerraros en la Lautumiae hasta que todos se hayan ido a casa.
Dos docenas de lictores se apostaron en la tribuna, la mitad de ellos con los fasces porque eran la guardia del cónsul Cayo Mario, quien los formó como escolta de Lucio Equitio y les ordenó dirigirse a la Lautumiae; a su paso, el mar de la multitud se abrió en virtud de la autoridad representada por aquellos haces de varitas atadas con cordel rojo.
No acabo de creérmelo, pensó Mario, siguiendo con la mirada el movimiento de apertura de la muchedumbre. Oyéndolos aclamarle, se diría que lo adoran como a un dios, y ahora debe parecerles que he mandado arrestarle. ¿Y qué hacen? Lo que siempre han hecho sin vacilar cuando ven una fila de lictores que marchan con los fasces al hombro y la toga bordada en púrpura flotando a la espalda: abrir paso a la majestad de Roma. Ni por un Lucio Equitio destruirían el poder de los haces y la toga bordada en púrpura. Ahí va Roma. ¿Qué es un Lucio Equitio? Una réplica lamentable de Tiberio Sempronio Graco a quien tanto quisieron. ¡No vitorean a Lucio Equitio! Vitorean al recuerdo de Tiberio Graco.
Y una nueva emoción henchida de orgullo llenó el ser de Cayo Mario conforme seguía contemplando aquella especie de aleta formada por los lictores abriéndose paso por entre el populacho romano; un orgullo por las tradiciones y las costumbres de seiscientos cincuenta y cuatro años atrás, tan enraizadas aún que podían afrontar una ola mayor que la de la invasión germana simplemente portando al hombro unos haces de varillas. Y yo -pensó- aquí estoy con mi toga bordada en púrpura, sin temor a nada por el simple hecho de vestirla, y sé que soy más grande que ningún rey de los que ha pisado el orbe. Pues no tengo ejército, y dentro de la ciudad no llevo hachas en los haces, ni guardia con espadas; y sin embargo me abren paso por el mero símbolo de mi autoridad, unos haces y un trozo informe de tela ribeteado de menos cantidad de púrpura de la que pueden ver a diario en una horrenda salatrix tonsa haciendo el artículo. Sí, prefiero ser cónsul de Roma a rey del universo.
Regresaron los lictores de la Lautumiae y poco después volvía Lucio Equitio, a quien la muchedumbre había rescatado de su encierro y ahora le hacía subir a la tribuna sin alboroto, casi como pidiendo perdón, le pareció a Mario. Y allí estaba, hecho una ruina y temblando, deseando desaparecer. Mario entendió claramente el aviso de la muchedumbre: llena el cubo que tengo hambre; no escondas la comida.
Entretanto, Saturnino seguía adelante con el proceso electoral lo más rápido posible, ansiando salir elegido antes de que se produjera un imprevisto. Llenaban su cabeza sueños futuros, con la potencia y la majestad de aquella multitud y la adoración que le mostraban. ¿Vitoreaban a Lucio Equitio porque se parecía a Tiberio Graco? ¿Vitoreaban a aquel viejo idiota de Cayo Mario porque había salvado a Roma de los bárbaros? ¡Ah, pero a Equitio y a Mario no los vitoreaban igual que a él! ¡Y qué instrumento mas ideal; nada de escoria de los lupanares del Subura! Aquella multitud la formaban gente respetable, con el estómago vacío pero de principios inquebrantables.
Uno a uno fueron avanzando los candidatos y las tribus procedieron a votar, mientras los escribas repasaban febrilmente las listas; Mario y Saturnino supervisaban la operación; hasta el momento en que, el último de todos, compareció Lucio Equitio. Mario miró a Saturnino. Saturnino miró a Mario. Y éste dirigió la mirada hacia las gradas del Senado.
–¿Qué deseáis que diga esta vez, Cayo Cecilio Metelo Caprario? – dijo Mario con voz estentórea-. cQueréis que siga negando a este hombre el derecho a presentarse a la elección, o retiráis el impedimento?
Caprario miró desesperado a Escauro, quien miró al demudado Catulo César, que miró al pontífice máximo Ahenobarbo, quien no quiso mirar a nadie, produciéndose una larga pausa. La multitud los miraba a todos en silencio, fascinada, sin tener la más remota idea de lo que sucedía.
–¡Que se presente! – gritó Metelo Caprario.
–Que se presente -dijo Mario a Saturnino.
Cuando se computaron los resultados, Lucio Apuleyo Saturnino salió en primer lugar por tercera vez para el cargo de tribuno de la plebe; Catón Saloniano, Quinto Rufo, Publio Furio y Sixto Titio también salieron elegidos. Y en segundo lugar, con sólo tres o cuatro votos de diferencia respecto a Saturnino, resultó elegido el ex esclavo Lucio Equitio.
–¡Qué colegio más servil vamos a tener este año! – dijo Catulo César, despreciativo-. ¡No sólo Catón Saloniano, sino incluso un liberto!
–La república ha muerto -añadió el pontífice máximo Ahenobarbo con mirada de odio hacia Metelo Caprario.
–¿Y yo qué podía hacer? – gimió Metelo.
Se aproximaban otros senadores, y la guardia armada de Sila, ya sin sus arreos militares, salió de la Curia en aquel momento. La escalinata del Senado parecía el lugar más seguro, aunque era evidente que la multitud, viendo que habían sido elegidos sus ídolos, comenzaba a marcharse a sus casas.
Cepio hijo escupió en dirección a la muchedumbre.
–¡Adiós por hoy a la escoria! – dijo torciendo el gesto-. ¡Míralos! ¡Ladrones, asesinos, violadores de sus propias hijas!
–No son escoria, Quinto Servilio -dijo Mario con firmeza-. Son romanos y son pobres, pero no ladrones ni asesinos. Y ahora no comen más que mijo y nabos. Ruega porque nuestro amigo Lucio Equitio no los soliviante, porque en estas malditas elecciones se han comportado estupendamente, pero su actitud puede cambiar conforme vayan escaseando en los mercados el mijo y los nabos.
–¡Oh, no hay por qué preocuparse de eso! – dijo Cayo Memio con regocijo, complacido de que hubiesen sido elegidos los tribunos de la plebe y de que su candidatura conjunta al consulado con Marco Antonio Orator fuese más prometedora que nunca-. Dentro de unos días mejorarán las cosas. Marco Antonio me ha dicho que nuestros agentes en la provincia de Asia han logrado comprar gran cantidad de trigo en un lugar del norte del Euxino, y en cualquier momento va a llegar a Puteoli la primera flota de grano.
Todos se le quedaron mirando boquiabiertos.
–Bueno -dijo Mario, olvidándose de que ya no podía sonreír irónicamente, y haciendo una mueca horrorosa-, todos sabemos que tenéis grandes dotes para predecir el futuro del abastecimiento de cereales, pero ¿cómo habéis sabido esta noticia, cuando yo, primer cónsul, y Marco Emilio, príncipe del Senado, aquí presente, que es además curator annonae, no hemos tenido acceso a ella?
Con unos veinte pares de ojos clavados en él, Memio tragó saliva.
–No es ningún secreto, Cayo Mario. El asunto surgió en una conversación en Atenas cuando Marco Antonio regresó de su último viaje a Pérgamo, donde vio a algunos agentes que se lo dijeron.
–¿Y por qué no le pareció oportuno a Marco Antonio informarme a mí, que soy el encargado del abastecimiento de cereales? – inquirió Escauro, glacial.
–Supongo que, al igual que yo, supuso que ya lo sabíais. Los agentes han informado por escrito, ¿cómo no ibais a saberlo?
–No han llegado las cartas -dijo Mario, que hizo un guiño a Escauro-. ¿Puedo daros las gracias, Cayo Memio, por traer tan espléndidas noticias?
–Ya lo creo -comentó Escauro, cediendo en su malhumor.
–Esperemos que las tempestades no envíen el trigo al fondo del Mediterráneo -dijo Mario, decidido a irse a casa ahora que la muchedumbre se había dispersado bastante, y predispuesto a hablar con la gente-. Senadores, volveremos a reunirnos mañana para las elecciones de cuestores. Y al día siguiente iremos al Campo de Marte para asistir a la declaración de candidaturas a cónsules y pretores. Buenos días.
–Sois un necio, Cayo Memio -dijo Catulo César, abrumado en su silla.
Cayo Memio decidió no entablar discusión con uno de los aristócratas más relevantes y partió siguiendo los pasos de Mario, dispuesto a visitar a Marco Antonio en la villa que había alquilado en el Campo de Marte para ponerle al corriente de los acontecimientos de la jornada. Mientras caminaba a buen paso, se le ocurrió algo para que él y Marco Antonio adquiriesen más mérito ante los electores: se aseguraría de que sus agentes se mezclasen con las centurias al reunirse para testificar la presentación de los candidatos curules dos días después, difundiendo la noticia de las flotas de trigo como si fuese obra de él y de Marco Antonio. La primera y segunda clases lamentarían el gasto por parte del Estado en grano barato, pero Memio pensó que, después de ver aquella gigantesca muchedumbre en el Foro, estarían muy agradecidos pensando en que los pobres iban a llenar el estómago con pan hecho con trigo a módico precio.
Al amanecer del día de presentación de los candidatos en la septae, se encaminó desde el Palatino al Campo de Marte, acompañado por un eufórico grupo de clientes y amigos, convencidos todos de que ganarían él y Antonio. Eufóricos y riendo, caminaban a buen paso por el Foro Romano bajo el fresco viento de aquella espléndida mañana de fines de otoño, tiritando un poco al pasar por la profunda sombra de la puerta Fontinalis, pero convencidos de que en la explanada soleada a los pies del Arx lograrían la victoria y Cayo Memio sería cónsul.
Otros se dirigían también hacia la saepta, en pareja, en trío, en grupo, pero pocos solos; a los que pertenecían a alguna de las clases con categoría para votar en las elecciones curules les gustaba ir acompañados en público porque eso acrecentaba su dignitas.
En el punto en que la calle que bajaba del Quirinal confluía con la Via Lata, Cayo Memio y sus acompañantes se encontraron con unos cincuenta hombres que iban nada menos que con Cayo Servilio Glaucia.
Memio se quedó parado en seco, atónito.
–Pero ¿adónde os dirigís vestido así? – inquirió, al ver la toga candida de Glaucia, particularmente blanca por los días oreándose al sol y por las profusas aplicaciones de polvo de cal. La toga candída únicamente la vestían los aspirantes a un cargo público.
–Soy candidato al consulado -contestó Glaucia.
–Sabéis que no -replicó Memio.
–¡Ya lo creo que sí!
–Cayo Mario dijo que no podíais presentaros.
–Cayo Mario dijo que no podía presentarme… -replicó Glaucia con voz ñoña, imitando a Memio, dándole bruscamente la espalda y poniéndose a hablar con sus acompañantes con voz aguda exageradamente homosexual-. ¡Cayo Mario dijo que no podía presentarme! ¡Pues yo digo que es demasiado que los hombres de verdad no podamos presentarnos y las mariquitas sí!
La gente se paraba al ver el enfrentamiento, cosa nada extraordinaria dadas las circunstancias, ya que parte de la diversión popular del proceso electoral eran los choques entre candidatos, y que ésta concreta se produjera en el campo abierto de la saepta era muy distinto y por ello la gente continuaba arremolinándose conforme entraba en la ciudad por la Via Lata.
Penosamente consciente de aquel público, Cayo Memio no lo pudo sufrir. Toda su vida había tenido que aguantar la maldición de ser demasiado bien parecido, con las consiguientes secuelas de que era un guapito, no se podía confiar en él, le gustaban los chicos, era un flojo, etcétera. Y ahora Glaucia se burlaba de él delante de todos aquellos electores. ¡Precisamente con aquella etiqueta de homosexual!
–Era natural que Cayo Memio se ofuscase y, antes de que nadie se percatara, dio un paso hacia Glaucia, le agarró por el hombro y desgarró su prístina toga. Luego, cuando Glaucia giró sobre sus talones para ver quién le agarraba, le propinó un derechazo en el oído izquierdo. Los dos cayeron al suelo, Memio encima de él, ya los dos con las prístinas togas sucias y arrugadas. Pero los hombres de Glaucia llevaban ocultos palos y porras y se enzarzaron con los perplejos acompañantes de Memio, apaleándolos con furiosa fruición. El séquito de Memio se desintegró en un abrir y cerrar de ojos, echando a correr en todas direcciones y pidiendo auxilio.
Los presentes, en la clásica reacción de los curiosos no implicados, no hicieron nada por intervenir y se limitaron a contemplar la escena con ávido interés; en honor a la verdad, ninguno de los que allí estaban pensó ni por asomo que se tratase de algo más que de una simple reyerta entre dos candidatos. Las armas fueron una sorpresa, pero no era la primera vez que los partidarios de un candidato iban armados.
Dos robustos individuos levantaron a Memio y le redujeron, mientras él se debatía furiosamente, y Glaucia se ponía en pie, apartando de una patada su toga destrozada y sin decir palabra. Se limitó a arrebatar un palo a uno que estaba a su lado y se quedó mirando un buen rato a Memio. Luego alzó el palo con ambas manos como si fuese una maza y lo descargó sobre la hermosa cabeza de Memio. Nadie hizo gesto de interponerse cuando Glaucia se inclinó sobre el caído Memio para seguir golpeando implacablemente aquel cráneo hasta destrozarlo y dejarlo reducido a una masa informe de pulpa.
Entonces sí: al rostro de Glaucia afloró una expresión de incredulidad y resentida frustración. Arrojó el palo ensangrentado y se quedó mirando a su amigo Cayo Claudio, que le contemplaba demudado.
–¿Me albergas en tu casa hasta que pueda huir? – inquirió.
Claudio asintió con la cabeza sin decir nada.
El corrillo comenzó a hablar en murmullos mientras se apartaba y algunos llegaban corriendo desde la saepta; Glaucia giró sobre sus talones y huyó hacia el Quirinal, seguido por sus acompañantes.
La noticia le llegó a Saturnino mientras paseaba de arriba abajo por la saepta tratando de ganarse a la gente para la candidatura ilegal de Glaucia. Las miradas, no menos furiosas por contenidas, de los que se enteraban del asesinato de Memio le dieron a entender cómo estaban los ánimos, dado que él era el mejor amigo de Glaucia. Entre los jóvenes senadores e hijos de senadores comenzaba a crecer un murmullo de indignación y algunos hijos de otros caballeros importantes fueron formando corro en torno a sus iguales del Senado. En medio de ellos estaba aquel hombre enigmático: Sila.
–Más vale que salgamos de aquí -dijo Cayo Saufeio, que al día siguiente sería elegido cuestor urbano.
–Tienes razón, más vale -asintió Saturnino, cada vez más inquieto ante la cólera que se mascaba en el ambiente.
Acompañado de sus compinches picentinos, Tito Labieno y Cayo Saufeio, Saturnino abandonó la saepta apresuradamente. Sabía a dónde habría ido Glaucia a esconderse -en casa de Cayo Claudio en el Quirinal-, pero al llegar allí se encontró con la casa cerrada a cal y canto, y sólo después de mucho chillar les franqueó el paso Cayo Claudio.
–¿Dónde está? – inquirió Saturnino.
–En mi despacho -respondió Cayo Claudio, con evidentes muestras de haber llorado.
–Tito Labieno -añadió Saturnino-, haz el favor de ir a buscar a Lucio Equitio. Nos es imprescindible, dado que la multitud le adora.
–¿Qué pretendes? – inquirió Labieno.
–Te lo diré cuando lo traigas.
Glaucia estaba sentado, muy pálido, en el despacho de Cayo Claudio; al entrar Saturnino, alzó la vista pero no dijo nada.
–Cayo Servilio, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué?
–No me lo proponía -contestó Glaucia encogiéndose de hombros-. Es que… es que… perdí los estribos.
–Y tu oportunidad para acceder al cargo -añadió Saturnino.
–Perdí los estribos -repitió Glaucia.
La noche anterior había estado en aquella misma casa, porque había dado una fiesta en su honor Cayo Claudio, que era un ser poco maduro que admiraba la audacia de Glaucia en desafiar la letra de la lex Villia, y que pensaba que el mejor modo de demostrarle su admiración era gastar algo de su gran cantidad de dinero para darle una salida memorable en la campaña de solicitud de votos. Los cincuenta hombres que posteriormente le acompañaron camino de la saepta eran todos invitados de la fiesta, a la que no había tenido acceso ninguna mujer, con el resultado de que el sarao había desembocado en una monumental borrachera. Al amanecer ninguno podía tenerse en pie, pero no tenían más remedio que acompañar a Glaucia a la saepta para respaldarle, y les pareció una buena idea proveerse de palos y porras. Glaucia, cuyo estado no era mejor, se administró un vomitivo, se dio un baño, revistió su inmaculada toga y se puso en camino, martirizado por el implacable martilleo de una fuerte cefalea.
Pero encontrarse con el impoluto y sonriente Memio, con su hermosa cabeza erguida ya como un triunfador, fue algo que hizo saltar sus nervios y respondió a su interpelación con aquel cruel sarcasmo, y cuando Memio le desgarró la toga, Glaucia perdió el control. Ahora ya estaba hecho y no tenía remedio. La cabeza destrozada de Cayo Memio lo echaba todo por tierra.
La presencia muda de Saturnino en el despacho era una angustia distinta, y Glaucia comenzó a comprender la monstruosidad de su crimen, de sus consecuencias y repercusiones. No sólo había destruido su propia carrera, sino probablemente la de su mejor amigo. Y eso le resultaba insoportable.
–¡Di algo, Lucio Apuleyo! – exclamó.
Con un parpadeo, Saturnino salió de su ensimismamiento.
–Creo que sólo nos queda una alternativa -dijo, tranquilo-. Tenemos que ganarnos a la multitud y utilizarla para que el Senado nos conceda lo que queremos: garantía del cargo, el atenuante de circunstancias agotadoras en tu caso, y la seguridad de que no nos procesarán. He enviado a Tito Labieno a por Lucio Equitio, porque con él nos será más fácil hacernos con la multitud. – Lanzó un suspiro, restregándose las manos-. En cuanto regrese Labieno salimos para el Foro. No hay tiempo que perder.
–¿Tengo que ir yo? – inquirió Glaucia.
–No, tu quédate aquí con tus hombres y que Cayo Claudio arme a sus esclavos. Y no dejes entrar a nadie si no oyes mi voz, la de Labieno o la de Saufeio -dijo, poníéndose en pie-. Al anochecer tengo que tener a Roma en mis manos. Si no, yo también estoy perdido.
–¡Abandóname, Lucio Apuleyo! – dijo de pronto Glaucia-. ¡No hay necesidad de que hagas esto! Alza los brazos horrorizado por lo que he hecho y ponte a la cabeza de los que pidan mi condena. Es la única solución. Roma no está madura para un nuevo tipo de gobierno. Las gentes tienen hambre, sí, y están hartas de gobiernos chapuceros, pero no están dispuestas a cortar cabezas y cuellos. Te aclamarán hasta enronquecer, pero no matarán por ti.
–Te equivocas -replicó Saturnino, sintiéndose flotar con una ligereza particular, invulnerable-. Cayo Servilio, ¡toda esa gente que llena el Foro es más numerosa y tiene más poder que cualquier ejército! ¿No has visto a los padres de la patria acobardados? ¿No has visto a Metelo Caprario ceder ante Lucio Equitio? ¡Y sin derramamiento de sangre! Se ha derramado más sangre en el Foro por las peleas de un centenar, mientras que ésta era una multitud de cientos de miles. Nadie va a hacerle frente y no será necesario armarla ni incitarla a que machaque cabezas y degüelle. ¡Su poder reside en la masa que forma! ¡Y yo domino a la masa, Cayo Servilio! ¡Me basta con mi oratoria, demostrarles mi entrega a su causa, y que Lucio Equitio les dirija un par de ademanes! ¿Quién va a oponer resistencia al que dirija esa muchedumbre como una gigantesca máquina de asedio? ¿Los espantapájaros del Senado?
–Cayo Mario -dijo Glaucia.
–No, Cayo Mario tampoco. Además, él está de nuestra parte.
–No lo está -replicó Glaucia.
–Quizá él piense que no lo está, Cayo Servilio, pero el hecho de que la multitud le aclame como me aclama a mí y a Lucio Equitio hará que los padres de la patria y el resto de los senadores lo vean bajo el mismo prisma que a nosotros. Y yo no tendría inconveniente en compartir provisionalmente el poder con Cayo Mario. Está envejeciendo y ha sufrido un ataque al corazón. ¿Qué más lógico que muera por efecto de otro? – dijo Saturnino, decidido.
Glaucia comenzaba a sentirse mejor; se irguió en la silla y miró a Saturnino entre dudoso y esperanzado.
–¿Crees que saldrá bien, Lucio Apuleyo? ¿Lo crees de verdad?
–Dará resultado, Cayo Servilio -respondió Saturnino alzando eufórico los brazos hacia el techo, seguro de sí mismo-. Tú déjame a mi.
Lucio Apuleyo salió, efectivamente, de casa de Cayo Claudio camino del Foro, acompañado de Labieno, Saufeio, Lucio Equitio y unos diez o doce incondicionales. Cruzó el Arx, pensando en entrar en liza por la parte alta, como un semidiós que desciende de una zona repleta de templos y deidades. Por ello su primera visión del Foro la tuvo desde lo alto de las escaleras Gemoniae, por las que pensaba bajar como un rey. Pero se detuvo en seco, estupefacto. ¿Dónde estaba la multitud? Habían vuelto todos a sus casas el día anterior, después de las elecciones de cuestores, y como no había nada programado aquel día en el Foro, no habían encontrado razón para regresar. Tal era la explicación. Y tampoco se veía un solo senador, dados los acontecimientos que se habían producido en el prado de la saepta.
No obstante, el Foro no estaba vacío. Habría unos dos mil o tres mil partidarios suyos pertenecientes a la hez, dando vueltas, vociferando y agitando el puño, reclamando al vacío trigo gratis. La enorme decepción casi le hizo brotar las lágrimas; luego miró fijamente a aquellos miserables que deambulaban por el bajo Foro y adoptó una decisión. Lo harían. Tendrían que hacerlo. Los utilizaría como punta de lanza; con ellos atraería otra vez al Foro a la multitud, porque aunque él no se mezclaba con el populacho, ellos sí.
Lamentando la falta de heraldos que tocaran las trompetas anunciando su llegada, descendió la escalinata Gemoniae y se dirigió a la tribuna de los Espolones, secundado por sus partidarios, que incitaban a los miserables desperdigados a congregarse para escucharle.
–¡Quirites! – gritó en medio de los vítores, levantando los brazos para imponer silencio-. ¡Quirites, el Senado de Roma está a punto de firmar nuestra sentencia de muerte! ¡Yo, Lucio Apuleyo Saturnino, igual que Lucio Equitio y Cayo Servilio Glaucia, vamos a ser acusados de la muerte de un valido de la nobleza, un muñeco afeminado, cuyo único propósito presentándose a la elección de cónsul era conseguir que vosotros, pueblo de Roma, os siguierais muriendo de hambre!
El compacto grupo situado ante la tribuna seguía en silencio, y Saturnino cobró confianza; animado por la atención de su auditorio, insistió sobre el tema.
–¿Por qué creéis que no se nos ha dado grano, aun después de que yo aprobase una ley para que Se repartiera a precio módico? ¡Porque la primera y la segunda clase de nuestra gran ciudad prefieren comprar menos y venderlo más caro! ¡Porque la primera y la segunda clase de Roma no quieren que vuestras bocas hambrientas se vuelvan hacia ellos! ¡Os toman por unos cucos que se aprovechan de su nido, algo sobrante en Roma! Vosotros sois del censo por cabezas, clases inferiores que para ellos no cuentan una vez ganadas las guerras y bien guardado el botín en el Tesoro. ¿A qué gastarlo para llenar vuestros estómagos inútiles?, dice el Senado de Roma, y se niega a darme los fondos que necesito para comprar trigo para vosotros… ¡Porque al Senado y a la primera y la segunda clase de Roma les vendría bien, pero que muy bien, que varios cientos de miles de los que denominan estómagos inútiles se encogieran hasta perecer de hambre! ¡Imaginaos cuánto dinero se ahorrarían, cuántas viviendas abarrotadas y malolientes de las insulae quedarían vacías y qué espacioso parque podría hacerse de Roma! Donde vosotros vivís apiñados, ellos se pasearían cómodamente por preciosos jardines, con sus bolsas bien repletas de dinero y el estómago lleno! ¡Vosotros les tenéis sin cuidado! Sois un estorbo del que les gustaría deshacerse, y ¿qué mejor medio que provocar una hambruna ficticia?
Se los ganaba, claro; gritaban hasta desgañitarse como perros hambrientos y era un sonido ensordecedor que llenaba el aire de amenaza y el corazón de Saturnino de gozo.
–¡Pero yo, Lucio Apuleyo Saturnino, he luchado tanto y con tal tesón para llenar vuestros vientres, que ahora quieren eliminarme por un crimen que no he cometido! – Eso era genial, porque no había cometido el crimen y decía la pura verdad-. ¡Conmigo perecerán mis amigos, que lo son también vuestros! ¡Lucio Equitio, aquí presente, el heredero del nombre y los deseos de Tiberio Graco! ¡Y Cayo Servilio Glaucia, que tan estupendamente redacta mis leyes para que ni los nobles que mandan en el Senado puedan cambiarles una sola tilde! – Hizo una pausa y alzó los brazos en gesto patético-. Y cuando muramos, quirites, ¿quién cuidará de vosotros? ¿Quien proseguirá la lucha? ¿Quién se enfrentará a los privilegiados para que os llenéis el estómago? ¡¡Nadie!!
Ahora las aclamaciones eran atronadoras y los ánimos se cargaban de violencia, ya eran suyos para hacer lo que quisiera.
–¡Quirites, de vosotros depende! ¿Queréis no hacer nada, mientras a nosotros, que somos inocentes y os apreciamos, nos matan? ¿O iréis a vuestras casas para armaros, avisar a todo el vecindario y volver en tropel? – La gente comenzó a marcharse, pero el vociferante Saturnino los detuvo-. ¡Volved aquí a millares! ¡Venid a mi, que yo os guiaré! ¡Antes de que anochezca, Roma será núestra porque será mía, y entonces veremos quién se llena el estómago! ¡Asaltaremos el Tesoro y compraremos trigo! ¡Ahora, id; volved con toda la ciudad, reunámonos en el corazón de Roma y mostraremos al Senado y a la primera y segunda clase quién manda realmente en Roma y en el imperio!
Igual que un montón de bolas a las que se da un mazazo, el populacho se dispersó en todas direcciones, lanzando gritos incoherentes, mientras Saturnino se volvía en la tribuna hacia sus compinches.
–¡Maravilloso! – exclamó Saufeio, cediendo a la tensión.
–¡Venceremos, Lucio Apuleyo, venceremos! – exclamó Labieno.
Rodeado de aquel grupo que, alborozado, le daba palmadas en la espalda, Saturnino se mostraba majestuoso, vislumbrando su fantástico futuro.
Y en aquel momento, Lucio Equitio rompió a llorar.
–Pero ¿qué es lo que vais a hacer? – balbució, enjugándose con la orla de su toga.
~Hacer? ¿Qué crees que he dicho, imbécil? Voy a apoderarme de Roma.
–¿Con esa gente?
–¿Y quién va a poder resistírseles? Además, volverán con una muchedumbre. ¡Ya verás, Lucio Equitio! ¡Nadie podrá resistírseles!
–¡Pero en el Campo de Marte hay un ejército de dos legiónes! – gimió Lucio Equitio, tembloroso y sin dejar de hacer pucheros.
–Jamás un ejército romano se ha arriesgado a entrar en Roma si no es para desfilar en triunfo y nadie que haya ordenado su entrada en la ciudad ha vivido para contarlo -respondió Saturnino, desdeñoso ante aquella objeción; en cuanto se hubiera hecho firmemente con la situación, tendría que prescindir de Equitio, se pareciera o no a Tiberio Graco.
–Cayo Mario lo hará -replicó Equitio entre sollozos.
–¡Cayo Mario se pondrá de nuestro lado, necio! – dijo Saturnino con gesto de desprecio.
–¡No me gusta esto, Lucio Apuleyo!
–No tiene por qué gustarte. Si estás conmigo, deja de lloriquear. Pero si estás contra mí, ¡yo te haré callar! – añadió Saturnino pasándose el dedo por la garganta.
Uno de los primeros en acudir a la llamada de socorro de los amigos de Cayo Memio fue Cayo Mario. Llegó al escenario de la reyerta poco después de que Glaucia y sus compinches echaran a correr hacia el Quirinal y se encontró con un centenar de togados de las centurias apiñados en torno a los restos de la víctima. Le abrieron paso y el primer cónsul, con Sila a sus espaldas, bajó la mirada hacia los despojos informes de aquella cabeza y luego la dirigió al palo ensangrentado con restos de cabellos, piel y hueso.
–¿Quién ha sido? – inquirió Sila.
–Cayo Servilio Glaucia -respondieron doce voces al unísono.
–¿Él solo? – dijo Sila con un resoplido.
Todos asintieron con la cabeza.
–¿Sabe alguien adónde ha ido?
Esta vez las respuestas fueron contradictorias, pero Sila pudo por fin determinar que el criminal, con su grupo, se había dirigido al Quirinal por la puerta Sanqualis, y, como Cayo Claudio formaba parte del mismo, era muy probable que hubieran ido a su casa de Alta Semita.
Mario seguía inmóvil y cabizbajo, contemplando al muerto. Sila le tocó suavemente en el brazo y entonces se movió para enjugarse las lágrimas con un pliegue de la toga para evitar mostrar la torpeza de su mano izquierda sacando el pañuelo.
–Esto es corriente en el campo de batalla, ¡pero en el Campo de Marte, dentro de los muros de Roma, es una ignominia! – gritó, volviéndose hacia los que le rodeaban.
Llegaban ya otros senadores de más edad, entre ellos Marco Emilio, príncipe del Senado, quien dirigió una breve mirada al rostro bañado en lágrimas de Mario y luego bajó la mirada hacia el suelo, conteniendo un grito.
–¡Memio! ¿Cayo Memio? – exclamó sin dar crédito a lo que veía.
–Sí, Cayo Memio -contestó Sila-. Asesinado por Glaucia, según todos los testigos.
Mario volvía a llorar, sin tratar de ocultarlo al mirar a Escauro.
–Príncipe del Senado -dijo-, voy a convocar inmediatamente a la cámara en el templo de Belona. ¿Acudiréis?
–Sí -contestó Escauro.
Llegaban apresuradamente algunos lictores que se habían quedado rezagados por el enérgico paso de Mario, pese a su infarto.
–Lucio Cornelio, llévate mis lictores, busca a los heraldos, suspende la presentación de candidaturas, envía al flamen Martialis al templo de Venus Libitina a que nos traiga las hachas sagradas al templo de Belona y convoca al Senado -dijo Mario-. Yo me adelanto con Marco Emilio.
–Ha sido un año de lo más nefasto -dijo Escauro-. De hecho, al margen de las últimas vicisitudes, no recuerdo un año tan terrible desde el último de la vida de Cayo Graco.
Mario había secado sus lágrimas.
–Supongo que ya no sucederá nada más -dijo.
–Esperemos, al menos, que la violencia no supere este asesinato de Memio.
Pero las esperanzas de Escauro fueron vanas por razonables que pareciesen. El Senado se reunió en el templo de Belona y trató en sesión el crimen; muchos senadores habían sido testigos presenciales y corroboraron la culpabilidad de Glaucia.
–No obstante -dijo Mario con firmeza-, Cayo Servilio ha de ser juzgado. A ningún ciudadano romano puede condenársele sin juicio, salvo si declara la guerra a Roma; y ése no es el caso que nos ocupa.
–Me temo que si, Cayo Mario -dijo Sila, entrando apresuradamente.
Todos se lo quedaron mirando en silencio.
–Lucio Apuleyo y un grupo, entre los que se cuenta el cuestor Cayo Saufeio, se han apoderado del Foro Romano -añadió Sila-. Han mostrado a Lucio Equitio al populacho y Lucio Apuleyo ha anunciado que va a suplantar al Senado y a la primera y segunda clase con una dictadura del pueblo presidida por él. Aún no le han proclamado rey de Roma, pero ya se dice por las calles y mercados que hay de aquí al Foro; es decir, que lo proclaman por doquier.
–¿Puedo tomar la palabra, Cayo Mario? – inquirió el portavoz de la cámara.
–Hablad, príncipe del Senado.
–La crisis asola a nuestra ciudad -comenzó diciendo Escauro con voz no muy fuerte pero clara-, del mismo modo que sucedió durante los últimos días de Cayo Graco. En aquella ocasión, cuando Marco Fulvio y él recurrieron a la violencia como único medio para conseguir sus inicuos fines, se celebró un debate en esta cámara a propósito de si Roma necesitaba un dictador que se enfrentara a aquella aguda crisis, por breve que fuese. El resto es historia. La cámara rechazó nombrar un dictador y lo que hizo fue aprobar lo que podemos denominar una medida extrema: el Senatus consultum de republica defendenda por el que otorgaba a sus cónsules y magistrados potestad para defender la soberanía del Estado con los medios que se juzgaran necesarios, inmunizándolos de antemano contra cualquier procesamiento o veto tribunicio.
Hizo una pausa para mirar en derredor con grave gesto.
–Yo sugiero, padres conscriptos, que hagamos frente a la actual situación del mismo modo, mediante un Senatus consultum de republica defendenda.
–En previsión de desacuerdo, los que estén a favor que se pongan a la izquierda y los que estén en contra, a la derecha -dijo Mario, situándose el primero a la izquierda.
Nadie se colocó a la derecha, y la cámara aprobó por unanimidad su segundo Senatus consultum de republica defendenda, cosa que no había sucedido en la primera ocasión histórica.
–Cayo Mario -dijo Escauro-, quedo facultado por los miembros de esta cámara para instaros a que, como primer cónsul, defendáis la soberanía de nuestro Estado de la forma que estiméis adecuada o imprescindible. Declaro, además, en nombre de la cámara, que quedáis exento del veto tribunicio y que nada de lo que ordenéis se os reprochará ante ningún tribunal. A condición de que actúen siguiendo vuestras indicaciones, este cometido y la inmunidad quedan ampliados al segundo cónsul Lucio Valerio Flaco y a todos los pretores. Mas vos, Cayo Mario, quedáis igualmente facultado para nombrar delegados entre los miembros de esta cámara que no sean cónsules ni pretores, y a condición de que tales delegados actúen bajo vuestras órdenes, a ellos también se les amplía el cometido y la inmunidad. – Pensando en la cara que habría puesto Metelo el Numídico de haber estado presente para ver a Cayo Mario investido prácticamente como dictador, nada menos que por boca del propio príncipe del Senado, Escauro dirigió a Mario una mirada traviesa, pero supo contener una sonrisa, mientras inflaba sus pulmones-. ¡¡Viva Roma!!
–¡Cielos! – exclamó Publio Rutilio Rufo.
Pero Mario no tenía tiempo ni paciencia para recrearse con las gracias de la cámara, a la que creía capaz de entregarse a juegos de palabras mientras Roma ardía a su alrededor. Con voz acuciante pero sin alterarse, procedió a nombrar a Lucio Cornelio su lugarteniente, ordenó que se abriera el depósito de armas en los sótanos del templo de Belona para repartirlas entre los que no tuvieran armamento ni coraza y envió a sus casas a los que sí disponían de ellas, para que las recogieran mientras aún se pudiera circular sin riesgo por las calles.
Sila reunió a sus jóvenes nobles y los envió en distintas direcciones; Cepio hijo y Metelo el joven fueron los que se mostraron más decididos. La estupefacción daba paso a una profunda indignación: que un senador de Roma intentase hacerse con el poder por medio del populacho para proclamarse rey, era un sacrilegio. Se prescindió de las diferencias políticas y de las facciones, y los ultraconservadores formaron hombro con hombro con los más progresistas partidarios de Mario, todos con un grave gesto de determinación contra el lobo del Foro.
Mientras organizaba su modesto ejército y los que esperaban la llegada de armas de sus casas andaban arriba y abajo mascullando imprecaciones, Sila se acordó de ella; no de Dalmática, sino de Aurelia. Envió a su casa una patrulla de cuatro lictores con la orden de cerrar la casa a cal y canto, y un recado a Lucio Decumio para que los rateros de su taberna se mantuvieran al margen del Foro durante unos días. De todos modos, conociendo sus actividades, era de suponer que no fuesen a acercarse a él, porque mientras el populacho de Roma se dedicara a recorrerlo metiendo bulla y pegando a los que pasaban, a ellos les quedaba el territorio de sus fechorías estupendamente libre, ocasión que sin duda aprovecharía Lucio Decumio. No obstante, no estaba de más la advertencia; y la seguridad de Aurelia le preocupaba.
Dos horas más tarde todo estaba listo. Delante del templo de Belona había una explanada denominada el Territorio Enemigo, y hacia la mitad de la escalinata, un pilar cuadrado de piedra de unos cuatro pies de altura; cuando se declaraba una guerra justa contra un enemigo extranjero -que eran las únicas que había-, se convocaba a un sacerdote de circunstancias para que lanzase un venablo desde la escalinata del templo, justo por encima del antiguo pilar, hacia el Territorio Enemigo. No se sabía el origen del ritual, pero formaba parte de la tradición y se seguía observando. Pero aquel día no había enemigo extranjero al que declarar la guerra y ningún sacerdote arrojó venablo alguno. Al contrario, el Territorio Enemigo se hallaba lleno de romanos de la primera y la segunda clase.
Los congregados, en número aproximado al millar, estaban ya pertrechados para la guerra, con pechos y espaldas protegidos por corazas, algunos con canilleras, la mayoría con camisas de cuero y pteryges a guisa de faldilla y mangas y todos con casco. No portaban venablos; su único armamento era la eficaz espada romana corta y el puñal, más el anticuado escudo ovalado de cinco pies de altura, anterior a la reforma de Mario.
Cayo Mario se situó en el pedimento del templo y arengó a su modesto ejército.
–No olvidéis que somos romanos y que vamos a entrar en la ciudad de Roma -dijo en tono grave-. Vamos a cruzar el pomerium sin ordenar que entren las tropas de Marco Antonio. Nosotros podemos hacer frente a la situación y no hay necesidad de recurrir a un ejército profesional. Prohíbo rotundamente todo tipo de violencia que no sea la estrictamente necesaria, y os advierto solemnemente, en particular a los jóvenes, que no ha de alzarse una sola espada contra quien no esgrima la espada. Llevad bajo el escudo palos y estacas y sacudid de plano con la hoja de la espada. Siempre que podáis, arrebatad las armas de madera a los revoltosos, envainad la espada y atacad con la madera. ¡No quiero montones de cadáveres en el corazón de Roma! Traería mala suerte a la república y sería su fin. Lo que tenemos que hacer hoy es evitar la violencia, no causarla.
"Sois mi ejército -prosiguió imperturbable-, pero pocos de vosotroS habéis servido a mis órdenes hasta hoy. Así que tomad buena nota de mí única advertencia: quienes desobedezcan mis órdenes o las de mis legados morirán. No es momento de andarse con distingos ni facciones. Hoy no hay clases de romanos; sólo romanos. Sé que hay entre vosotros muchos que detestan a los proletarios y a los de las clases humildes, pero yo os digo, ¡oídlo bien!, que un proletario es un romano, y que su vida es tan sagrada y bajo el amparo de la ley como la mía y la vuestra. ¡¡No habrá ningún baño de sangre!! Si reparo en un solo conato de matanza, me acercaré en persona a donde lo vea y alzaré mí espada contra quien sea, y, con arreglo a las cláusulas del decreto del Senado, sus herederos no podrán exigirme responsabilidad alguna si lo mato. Recibiréis órdenes solamente de dos personas: de mi y de Lucio Cornelio Sila. No de ningún otro magistrado curul al que el decreto confiera potestad. No atacaremos mientras no lo ordenemos yo o Lucio Cornelio. Y lo haremos lo más suavemente posible. ¿Entendido?
Catulo César aprovechó la circunstancia para decir, muy obsequioso, en tono sardónico y tirándose del mechón de la frente:
–Os hemos oído y obedeceremos, Cayo Mario. Yo he servido a vuestras órdenes y sé que habláis en serio.
–¡Estupendo! – dijo Mario, animoso, haciendo caso omiso del sarcasmo-. Lucio Valerio, tomad veinte hombres para ir al Quirinal. Si Cayo Servilio Glaucia está en casa de Cayo Claudio, arrestadle. Si se niega a salir, os quedaréis de guardia ante la casa sin tratar de asaltarla. Y mantenedme informado.
Era primera hora de la tarde cuando Cayo Mario salió con su modesto ejército del Territorio Enemigo y entró en Roma por la puerta Carmentalis. Procedentes del Velabrum, aparecieron por la avenida que discurría entre el templo de Cástor y la basílica Sempronia y sorprendieron a la multitud congregada en el bajo Foro. Los partidarios de Saturnino, armados con cuanto había caído en sus manos -porras, palos, trancas, cuchillos, hachas, picos y horcas-, habían aumentado hasta unos cuatro mil, pero comparados con el eficaz millar, situado en cerrada formación ante la basílica Sempronia, eran una pandilla insignificante. Bastó con que vieran las corazas, cascos y espadas de los recién llegados para que casi la mitad de ellos echasen a correr por el Argiletum y el lado este del Foro, para dispersarse por el Esquilino y refugiarse en terreno conocido.
–¡Lucio Apuleyo, abandonad vuestros propósitos! – vociferó Mario a la cabeza de su tropa, con Sila a su lado.
Desde lo alto de la tribuna de los Espolones, acompañado de Saufeio, Labieno, Equitio y unos diez más, Saturnino miró el maxilar descolgado de Mario y lanzó una risotada con la que pretendía manifestar su confianza, pero que sonó falsa.
–¿Qué ordenas, Cayo Mario? – inquirió Sila.
–Atacamos a la carga -contestó Mario-. De improviso y con fuerza. Nada de espadas; cubriéndonos con los escudos. ¡No me imaginaba que fuesen una multitud tan dispar, Lucio Cornelio! Los dispersaremos fácilmente.
Sila y Mario recorrieron las filas de sus tropas, preparándolas para el ataque, con los escudos avanzados, formando un frente de doscientos hombres en fila de cinco en fondo.
–¡Cargad! – gritó Cayo Mario.
La maniobra surtió efecto inmediato: una muralla compacta de escudos cayó a la carrera sobre la multitud como una ola y las sencillas armas del populacho llovieron en todas direcciones sin necesidad de propinar golpe alguno. Acto seguido, antes de que los partidarios de Saturnino pudieran reagruparse, el muro de escudos los arrolló en sucesivas cargas.
Saturnino y sus compañeros bajaron de la tribuna para sumarse a la refriega, esgrimiendo espadas. Pero todo fue en vano. Aunque la cohorte de Mario había empezado sedienta de sangre, ahora disfrutaba con aquel ataque tipo ariete y había adoptado un ritmo que aplastaba sin piedad al populacho, arrastrándolo como un montón de piedras, reagrupándose acto seguido para cerrar filas una y otra vez, imparables. Algunos quedaron pisoteados, pero no fue un combate, sino una desbandada de la muchedumbre.
No tardó mucho la tropa de Saturnino en huir del campo de batalla: la ocupación del Foro Romano había concluido y casi sin derramamiento de sangre. Saturnino, Labieno, Saufeio, Equitio y unos treinta esclavos armados huyeron corriendo por el Clivus Capitolinus a refugiarse en el templo de Júpiter Optimus Maximus, implorando al gran dios para que hiciera regresar a la gigantesca multitud al Foro.
–¡Ahora correrá la sangre! – gritó Saturnino desde el pedimento del templo en lo alto del Capitolio, de forma que Mario y sus hombres lo oyeran-. Antes de entregarme haré que matéis a muchos romanos, Cayo Mario! ¡El templo se mancillará con sangre romana!
–Puede que esté en lo cierto -dijo Escauro, con gesto de gran satisfacción, pese a la nueva preocupación.
–¡No! – exclamó Mario, riendo estentóreamente-. Está alardeando como un animal acorralado, Marco Emilio. La solución de este asedio es simple, créeme. Los haremos salir sin derramar una sola gota de sangre romana. Lucio Cornelio -añadió dirigiéndose a Sila-, búscame a los ingenieros de la compañía de abastecimiento de aguas y que corten inmediatamente el suministro al Capitolino.
–¡Qué sencillo! – exclamó maravillado el portavoz de la cámara, asintiendo con la cabeza-. A nadie se le habría ocurrido. ¿Cuánto tardarán en rendirse?
–No mucho. Tened en cuenta que han estado haciendo un ejercicio que da sed. Supongo que mañana. Voy a mandar hombres allá arriba para que rodeen el templo y que los agobien constantemente con la idea de que no tienen agua.
–Pero Saturnino es muy decidido -comentó Escauro.
Era un criterio que Mario no compartía, y lo manifestó.
–Marco Emilio, él es un político, no un militar. Tendrá que darse cuenta de que no dispone de la fuerza de las armas ni de una estrategia aplicable -replicó, volviendo el lado tullido del rostro hacia Escauro, con aquel ojo irónico caído y aquella siniestra sonrisa asimétrica-. ¡Si yo fuese Saturnino si que tendríais que estar preocupado, Marco Emilio! Me habría proclamado rey de Roma y estaríais todos muertos.
–Lo sé, Cayo Mario, lo sé -replicó el portavoz de la cámara, retrocediendo instintivamente un paso.
–En fin -añadió Mario, animado, ocultando el lado tullido de su rostro de la vista de Escauro-, afortunadamente no soy el rey Tarquinio, aunque la familia de mi madre sea de Tarquinia. Una noche en el recinto del gran dios hará que Saturnino vuelva a sus cabales.
Los del populacho que habían sido apresados al desperdigarse y huir fueron agrupados y encerrados en las celdas de la Lautumiae, fuertemente vigilados, mientras un expeditivo grupo de funcionarios del censor separaba los ciudadanos romanos de los no romanos para ejecutar a éstos inmediatamente y juzgar sumariamente al día siguiente a los otros y arrojarlos desde la roca Tarpeya del Capitolio.
Sila regresó en el momento en que Mario y Escauro comenzaban a alejarse del bajo Foro.
–Traigo recado del Quirinal, de Lucio Valerio -dijo, mostrando un aspecto sumamente distendido para los acontecimientos de la jornada-. Dice que, efectivamente, Glaucia está en casa de Cayo Claudio, que han atrancado las puertas y que se niega a salir.
–Bien, príncipe del Senado -dijo Mario mirando a Escauro-, ¿qué hacemos ante esta situación?
–¿Por qué no seguimos la misma pauta de esa pandilla y dejamos que transcurra la noche? Que Lucio Valerio siga vigilando la casa, y cuando Saturnino se rinda, que den la noticia a voces por encima de la tapia de Cayo Claudio, a ver qué pasa.
–Buena idea, Marco Emilio.
Escauro se echó a reír.
–Esta amable colaboración con vos, Cayo Mario, no va a acrecentar mi fama entre mis amigos los boni -dijo cogiendo a Mario del brazo-. No obstante, me alegro mucho de que hayáis estado hoy aquí. ¿Qué decís, Publio Rutilio?
–Que no podríais haber dicho mejor verdad.
Lucio Apuleyo Saturnino fue el primero en rendirse de los refugiados en el templo de Júpiter Optimus Maximus, y Cayo Saufeio el último. Los que eran romanos -unos quince- quedaron arrestados en la tribuna de los Espolones para que todos los que pasaran los vieran, que no fueron muchos, ya que la gente se quedó en sus casas. Y allí mismo, en su presencia, se juzgó por traición ante un tribunal especial a los que de entre el populacho eran ciudadanos romanos -casi todos, ya que no se trataba de una revuelta de esclavos- y fueron sentenciados a morir arrojados desde la roca Tarpeya.
La roca Tarpeya era un resalte basáltico que se proyectaba sobre un abismo de tan sólo ochenta pies de profundidad al sudoeste del Capitolio. Que los condenados muriesen, se debía a que en el fondo había un afloramiento de afiladas rocas.
Los traidores fueron conducidos por el Clivus Capitolinus y por delante de la escalinata del templo de Júpiter Optimus Maximus, hasta un tramo de la muralla Serviana frente al templo de Ope. El farallón de la roca Tarpeya sobresalía fuera de la muralla y se veía bien su perfil desde el bajo Foro, en donde, inopinadamente, apareció la muchedumbre para ver cómo ajusticiaban a los partidarios de Lucio Apuleyo Saturnino; una muchedumbre con el estómago vacío pero sin ánimo de demostrar su indignación. Tan sólo querían ver cómo arrojaban a los condenados desde la roca Tarpeya porque era algo que no sucedía desde hacía mucho tiempo y se había difundido el rumor de que había casi un centenar de condenados. Ningunos ojos entre aquella muchedumbre miró a Saturnino ni a Equitio con afecto o compasión, pese a que la componían los mismos que tan estentóreamente los habían aclamado durante las elecciones tribunicias. Circulaba el rumor de que iba a llegar una flota con trigo de Asia gracias a Cayo Mario, y por eso le vitoreaban intermitentemente, pues lo que realmente querían era tener una especie de fiesta y ver saltar a los condenados desde la roca Tarpeya; la muerte a una prudente distancia en aquella modalidad acrobática. La novedad.
–No podemos celebrar el proceso de Saturnino y Equitio hasta que los ánimos se hayan calmado un poco -dijo el portavoz de la cámara, Escauro, a Mario y Sila, acomodados en la escalinata del Senado, mientras aquella serie de peleles en miniatura caían agitándose al vacío.
Ni Mario ni Sila se llamaron a engaño: no era la muchedumbre del Foro lo que preocupaba a Escauro, sino la más impulsiva e indignada de los suyos, que, ahora que todo había concluido, protestaba enardecida. El rencor hacia las gentes de Saturnino se había centrado en el propio tribuno, con especial saña hacia Lucio Equitio. Los jóvenes senadores y los que aún no tenían edad para serlo formaban un grupo junto a la zona de comicios, encabezados por Cepio hijo y Metelo el joven, y miraban con cara de pocos amigos a Saturnino y sus compañeros cautivos en la tribuna de los Espolones.
–Peor será cuando Glaucia se rinda y esté con ellos -dijo Mario, pensativo.
–¡Qué pandilla de miserables! – exclamó Escauro, despectivo-. ¡Era de esperar que algunos hubieran hecho lo que debían arrojándose sobre su espada! ¡Incluso el cobarde de mi hijo lo hizo!
–Estoy de acuerdo -dijo Mario-. Pero lo cierto es que tenemos a quince, dieciséis cuando se entregue Glaucia, para juzgarlos por traición y un grupo indignado que se me antoja una manada de lobos mirando a un rebaño de ovejas.
–Tendremos que encerrarlos en algún sitio durante unos días -dijo Escauro-. Pero ¿dónde? Por el buen nombre de Roma, no podemos consentir que los maten.
–¿Por qué no? – terció Sila.
–Habría complicaciones, Lucio Cornelio. Hemos evitado el derramamiento de sangre en el Foro, pero la multitud va a volver a congregarse para ver el juicio por traición. Hoy está entretenida con las ejecuciones de gente sin importancia, pero ¿podemos estar seguros de que no cambiará de ánimo cuando juzguemos a Lucio Equitio, por ejemplo? – dijo Mario, lacónico-. Es una situación difícil.
–¿Por qué no se habrán arrojado sobre su espada? – inquirió Escauro, inquieto-. ¡Imaginaos las complicaciones que nos habrían ahorrado! Un suicidio admitiendo la culpabilidad, sin necesidad de juicio ni de estrangulador en la cárcel del Tullianum, porque desde la roca Tarpeya no nos atrevemos a arrojarlos.
Sila escuchaba pero no quitaba ojo de Cepio hijo y Metelo el joven sin decir palabra.
–Bueno, ya nos preocuparemos del juicio en su momento -añadió Mario-. Mientras tanto tenemos que encontrar un sitio para encerrarlos sin riesgo.
–La Lautumiae queda descartada -se apresuró a decir Escauro-, pues si por casualidad, o por instigación de alguien, la muchedumbre decide liberarlos, las celdas no resistirán el asalto aunque tengamos a todos los lictores de guardia. No es Saturnino quien me preocupa, sino ese desastre de Equitio. Sólo faltaría que alguna estúpida comenzase a llorar y a lamentarse de que el hijo de Tiberio Graco va a morir para que tuviésemos complicaciones -añadió con un gruñido-. Y por si fuera poco, mirad a ese grupo de jóvenes casi relamiéndose; no les importaría lo más minimo acabar con Saturnino.
–Pues sugiero que los encerremos en la Curia Hostilia -dijo Mario.
–¡Eso no podemos hacerlo, Cayo Mario! – replicó Escauro mirándole estupefacto.
–¿Por qué no?
–¿Encarcelar a unos traidores en la sede del Senado? ¡Eso es… como… como ofrecer una cagarruta en sacrificio a los dioses!
–De todos modos ya han mancillado el templo de Júpiter Optimus Maximus y todo lo relacionado con la religión estatal habrá que purificarlo. La Curia no tiene ventanas y posee las mejores puertas de Roma. Otra solución es que algunos de nosotros los retengamos voluntariamente en nuestras casas… ¿Os gustaría haceros cargo de Saturnino? Saturnino para vos y Equitio para mí. Y creo que Quinto Lutacio podría hacerse cargo de Glaucia -dijo Mario sonriendo.
–La Curia Hostilia es una excelente idea -dijo Sila, sin dejar de mirar, pensativo, a Cepio hijo y a Metelo el joven.
–¡Brrr! – exclamó Escauro, príncipe del Senado, no por Mario o Sila, sino por las circunstancias. Luego asintió enérgicamente-. Tenéis razón, Cayo Mario. Me temo que habrá de ser en la Curia Hostilia.
–¡Estupendo! – dijo Mario, dando una palmada a Sila en el hombro para indicarle que se pusiera en marcha-. Mientras me ocupo de los detalles, Marco Emilio -añadió con una horrorosa sonrisa descolgada-, vos encargaos de explicar a vuestros colegas los boni por qué es preciso utilizar el venerable edificio como cárcel.
–¡Ah, muchas gracias! – exclamó Escauro.
–No hay de qué.
Cuando estuvieron lo bastante alejados para que nadie los oyera, Mario dirigió una curiosa mirada a Sila.
–¿Qué te traes entre manos? – le preguntó.
–No sé si voy a decírtelo -respondió éste.
–Haz el favor de andar con cuidado. No quiero que acabes ante un tribunal por traición.
–Andaré con cuidado, Cayo Mario.
Saturnino y sus conjurados se rindieron el octavo día de diciembre; al noveno, Cayo Mario volvía a convocar la Asamblea centuriada y presidía la declaración de los candidatos a las magistraturas curules.
Lucio Cornelio Sila no se molestó en acudir a la saepta; estaba ocupado en otras cosas, entre ellas, largas conversaciones con Cepio hijo y Metelo el joven y una breve visita a Aurelia, pese a que sabía por Publio Rutilio Rufo que se hallaba bien y que Lucio Decumio había mantenido alejados del Foro Romano a sus tabernarios colegas.
El décimo día del mes era cuando asumían el cargo los nuevos tribunos de la plebe; pero dos de ellos, Saturnino y Equitio, estaban encerrados en el Senado, y existía la preocupación de que volviese a congregarse la multitud, a quien parecía interesarle más la suerte de los tribunos de la plebe.
Aunque Mario no pensaba autorizar a su modesto ejército de tres días atrás a acudir al Foro con corazas y espadas, mandó cerrar el mercadillo contiguo a la basílica Porcia y estableció allí un depósito de corazas y armas; en la planta baja, en el extremo que daba al Senado, estaban las dependencias del Colegio de tribunos de la plebe en las que tenían que reunirse al amanecer los ocho no complicados con Saturnino, para después proceder a la sesión inaugural de la Asamblea de la plebe lo antes posible, sin hacer mención alguna de los dos que faltaban.
Pero aún no había amanecido y el Foro estaba totalmente vacío, cuando Cepio hijo y Metelo Pío bajaban por el Argiletum hacia la Curia Hostilia a la cabeza de un grupo. Habían dado aquella vuelta para mayor seguridad de que nadie los viese, pero cuando se desplegaron en torno a la Curia comprobaron que podían actuar con total impunidad.
Llevaban largas escalas que colocaron contra los laterales del edificio, hasta las viejas tejas en forma de abanico de los aleros, frágiles y cubiertas de musgo.
–No olvidéis -dijo Cepio a su tropa- que Lucio Cornelio ha dicho que no hay que desenvainar la espada. Hay que cumplir al pie de la letra las órdenes de Cayo Mario.
Uno tras otro fueron ascendiendo por las escalas hasta que los cincuenta que formaban el grupo estuvieron en cuclillas en el tejado, poco inclinado, y allí aguardaron a oscuras a que por el este surgiese la débil luz que se transformó de gris paloma en oro brillante antes de que los primeros rayos de sol surgieran por detrás del Esquilino bañando la techumbre del Senado. Ya comenzaban a llegar algunos al Foro, pero las escalas ya estaban retiradas y nadie advirtió su presencia porque a nadie se le ocurrió mirar hacia arriba.
–¡¡Ahora!! – gritó Cepio hijo.
A toda prisa -porque Lucio Cornelio les había dicho que no dispondrían de mucho tiempo- el grupo de asalto comenzó a quitar las tejas de las vigas de roble superpuestas a las gruesas jácenas de cedro. La luz bañó el interior del Senado, cayendo sobre quince pálidos rostr0s que miraban hacia arriba, más estupefactos que aterrados. Y cuando cada uno de los asaltantes tuvo a su lado un montón de tejas, comenzaron a arrojárselas por la abertura practicada. Saturnino cayó en seguida y Lucio Equitio también. Hubo algunos que trataron de refugiarse en los rincones más apartados, pero los jóvenes del tejado no tardaron en afinar la puntería, disparando acertadamente las tejas en todas direcciones. Como en el Senado no había ningún tipo de mueble, pues los senadores se traían sus propias sillas y los secretarios cogían un par de mesas en las dependencias contiguas del Argiletum, no existía nada tras lo que los detenidos pudieran parapetarse de aquella lluvia de proyectiles, más eficaces de lo que Sila había pensado. Al chocar, aquellas tejas de diez libras se rompían en trozos de afiladas aristas.
Cuando llegaron allí Mario y sus legados, Sila incluido, todo había terminado. Los asaltantes bajaban al suelo y allí permanecieron quietos sin tratar de escapar.
–¿Los detengo? – preguntó Sila a Mario.
Mario, enfrascado en sus pensamientos, dio un respingo al oir la pregunta.
–¡No! ¿No ves que no se mueven…? – replicó, dirigiéndole una inquisitiva mirada de reojo a la que Sila respondió con un rápido guiño.
–Abrid las puertas -dijo Mario a los lictores.
En el interior, el sol matutino se abría paso a través de un palio de polvo que iba depositándose lentamente e iluminaba por doquier montones de tejas con verdín, con las aristas rotas, y en su envés más protegido de los elementos atmosféricos, una tonalidad bermellón oscura, casi color sangre. Quince cadáveres yacían encogidos o despatarrados, medio sepultados por las tejas destrozadas.
–Vos y yo solos, príncipe del Senado -dijo Mario.
Entraron juntos y fueron de un cadáver a otro para ver si había alguno con vida. A Saturnino le habían alcanzado tan pronto y con tal fuerza, que ni siquiera había tenido tiempo de hacer ademán de protegerse; tenía el rostro enterrado bajo un caparazón de tejas que, al quitárselo, puso al descubierto unos ojos muertos mirando hacia el cielo con las negras pestañas cubiertas de polvo. Escauro se agachó a cerrárselos y torció el gesto: había tanto polvo acumulado en los globos oculares, que los párpados se resistían a cerrarse. Lucio Equitio había salido peor librado, pues apenas presentaba una parte de su cuerpo que no estuviera magullada o cortada, y tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para sacarle de entre aquel montón de tejas. Saufeio, que había echado a correr hacia un rincón, había sido alcanzado por un fragmento que debió de rebotar en el suelo, alojándosele como una punta de lanza en el cuello; estaba casi decapitado. A Tito Labieno le había alcanzado una teja entera de lado en la rabadilla y había perecido sin sentir nada por debajo de la brutal fractura en la columna vertebral.
Mario y Escauro conferenciaron.
–¿Y ahora qué hago con esos imbéciles de ahí fuera? – inquirió Mario.
–¿Y qué podéis hacer?
–¡Vamos, príncipe del Senado! – exclamó Mario elevando la mitad derecha del labio superior-. ¡Asumid parte de la carga sobre vuestro viejo esqueleto! ¡Os prometo que de ésta no vais a escapar! ¡O me respaldáis o disponeos a un enfrentamiento, comparado con el cual lo que aquí ha sucedido será como la fiesta femenina de la Bona Dea!
–¡De acuerdo, de acuerdo! – replicó Escauro, irascible-. ¡No pretendía decir que no fuera a apoyaros, rústico puntilloso! Sólo he dicho que qué podéis hacer…
–Según los poderes que me ha otorgado el Senatus Consultum, puedo hacer lo que quiera, desde arrestar a esos audaces, hasta enviarlos a casa con una simple reprimenda. ¿Qué consideráis más conveniente?
–Lo conveniente es enviarlos a casa. Lo adecuado sería arrestarlos y acusarlos del asesinato de conciudadanos romanos, pues, como los presos no habían sido sometidos a juicio, eran ciudadanos romanos cuando encontraron la muerte.
Mario enarcó su única ceja móvil.
–Entonces, ¿qué decisión adopto, príncipe del Senado? ¿La conveniente o la adecuada?
–La conveniente, Cayo Mario -respondió Escauro encogiéndose de hombros-. Y lo sabéis tan bien como yo. Si adoptáis la adecuada, causaréis tal herida en el árbol de Roma que arrastraría al mundo entero en su caída.
Salieron del Senado y permanecieron juntos en lo alto de la escalinata, mirando a los que se hallaban reunidos en la explanada. Aparte de aquellos centenares, el Foro Romano estaba vacío, limpio y paradisíaco bajo el sol matutino.
–¡Concedo una amnistía general! – gritó Cayo Mario con todas sus fuerzas-. ¡Id a casa, jóvenes! – añadió dirigiéndose a los asaltantes-. ¡Quedáis amnistiados también vosotros! ¿Dónde están los tribunos de la plebe? – prosiguió, dirigiéndose a los demás-. ¿Aqui? ¡Bien! Convocad la asamblea ahora que no está el populacho. El primer punto de la orden del día será la elección de dos tribunos más, ya que Lucio Apuleyo Saturnino y Lucio Equitio han muerto. Comandante de los lictores, enviad la guardia con esclavos públicos y adecentad la Curia Hostilia. Entregad los cadáveres a sus respectivas familias para que tengan un funeral honorable, pues no habían sido juzgados por sus crímenes y siguen siendo ciudadanos romanos acomodados.
Descendió por la escalinata y se dirigió hacia la tribuna de los Espolónes, pues era el primer cónsul y presidente de la ceremonia de toma de posesión de los nuevos tribunos; de haber sido patricio, este cometido habría recaído en el segundo cónsul, y ésa era la razón por la que se nombraba un cónsul plebeyo: para poder presidir el concilium plebís.
Y sucedió en aquel preciso momento, quizá porque el rumor estaba en plena efervescencia y se había propagado rápidamente por toda la ciudad. El Foro comenzó a llenarse de gente a millares; gentes que acudían desde el Esquilino, el Caelia, el Viminal, el Quirinal, el Subura, el Palatino, el Aventino, el Oppiae. Cayo Mario vio inmediatamente que era la misma multitud que se había congregado allí mismo durante las elecciones de los tribunos de la plebe.
Ahora que ya había pasado lo peor, y con aquel sentimiento de paz en su corazón, miró aquel mar de rostros y vio lo que a Lucio Apuleyo Saturnino le había resultado evidente: una fuente de poder sin explotar, sin la astucia que procuran la experiencia y la formación, dispuesta a rendirse al kharisma egoísta de cualquier demagogo de apasionada elocuencia para seguir a otro amo. Esto no es lo mío, pensó Cayo Mario. Ser el primer hombre de Roma amparándose en la credulidad de la masa no es ninguna victoria. He conquistado la categoría de primer hombre de Roma al estilo tradicional, con esfuerzo, batallando contra los prejuicios y monstruosidades del cursus honorum.
Sin embargo, concluyó eufórico Cayo Mario, haré un último gesto para demostrar a Escauro, príncipe del Senado, a Catulo César, al pontífice máximo Ahenobarbo y a todos los boni que si hubiese optado por el método de Saturnino, serían ellos quienes estarían muertos en la Curia Hostilia aplastados bajo las tejas y sólo yo mandaría en Roma. Porque, comparado con Saturnino, soy lo que Júpiter a Cupido.
Avanzó hacia el borde de la tribuna de los Espolones que miraba hacia el bajo Foro en vez de a la zona de comicios y abrió los brazos en un ademán que parecía abarcar a la multitud, acogerla como un padre a sus hijos.
–¡Pueblo de Roma, volved a vuestras casas! – clamó con voz estentórea-. Todo ha terminado y Roma está a salvo. Y yo, Cayo Mario, me complazco en anunciaros que ayer llegó al puerto de Ostia una flota con trigo. Hoy, durante toda la jornada, no cesarán las gabarras de remontar la corriente y mañana habrá trigo a la venta en los silos estatales del Aventino a un sestercio el modius, precio estipulado en la ley frumentaria de Lucio Apuleyo Saturnino. Pero como Lucio Apuleyo ha muerto, la ley no es válida. ¡Soy yo, Cayo Mario, cónsul de Roma, quien os da el trigo! El precio especial estará vigente hasta que yo abandone el cargo dentro de diecinueve días. Después, los nuevos magistrados decidirán el precio que deberéis pagar. ¡Ese sestercio que os cobro es mi regalo de despedida, quirites! Porque os aprecio he luchado por vosotros y he vencido por vosotros. ¡No lo olvidéis nunca! ¡¡Viva Roma!!
Y descendió de la tribuna en medio de una tempestad de vítores, con los brazos alzados y aquella deforme sonrisa a modo de adiós; el lado sano y el lado tullido.
Catulo César estaba paralizado de asombro.
–Pero ¿habéis oído? – musitó a Escauro-. ¡Acaba de regalar en su nombre diecinueve días de trigo! ¡Al Tesoro le costará miles de talentos! ¿Cómo se atreve?
–¿Vais a subir a la tribuna a desmentirle, Quinto Lutacio? – inquirió sonriente Sila-. ¿Teniendo a todos vuestros leales boni jóvenes en libertad?
–¡¡Maldito sea!! – exclamó Catulo César casi al borde de las lágrimas.
Escauro soltó una carcajada.
–¡Nos la ha vuelto a jugar, Quinto Lutacio! – pudo decir a duras penas, sacudido por la hilaridad-. ¡Ah, qué terremoto es ese hombre! ¡Bien que nos la ha jugado dejándonos la factura! ¡Le detesto, pero, por todos los dioses, que me encanta!
Y volvió a desternillarse de risa.
–¡Hay veces, Marco Emilio Escauro, en que realmente no os entiendo! – comentó Catulo César, alejándose con su mejor paso de camello.
–En cambio yo, Marco Emilio Escauro, os entiendo perfectamente -dijo Sila, y soltó una carcajada más fuerte que la del portavoz de la cámara.
Cuando Glaucia se arrojó sobre su espada y Mario amplió la amnistía a Cayo Claudio y sus compañeros, Roma respiró con alivio, y todos pensaron que habían acabado los disturbios del Foro, pero no fue así. Los jóvenes hermanos Lúculo procesaron a Cayo Servilio el Augur por traición y volvió a estallar la violencia. Los senadores estaban con el ánimo exaltado porque el caso afectaba a los boni; Catulo César, Escauro y los suyos se pusieron totalmente de parte de los Lúculo, mientras que el pontífice máximo Ahenobarbo y Craso Orator se hallaban obligados por vínculos de clientela y amistad con Servilio el Augur.
Aquella multitud sin precedentes que había invadido el Foro Romano durante los disturbios provocados por Saturnino, había desaparecido, pero los que ahora se congregaban masivamente eran los habituales que acudían a presenciar el juicio, atraídos por el carisma de los Lúculos, que eran conscientes de ello y estaban dispuestos a aprovecharlo al máximo. Varro Lúculo, el más joven de los hermanos, se había revestido de su toga viril pocos días antes de comenzar el juicio, pero ni él ni su hermano de dieciocho años se afeitaban aún. Sus agentes, mañosamente mezclados entre la multitud, difundieron el rumor de que aquellos dos pobres muchachos acababan de recibir la noticia de que su padre había muerto en el exilio y de que a la noble y antigua familia de Licinio Lúculo no le quedaba más que aquellos dos pobres muchachos para defender su honor, su dignitas.
El jurado, formado por caballeros, había decidido de antemano ponerse de parte de Servilio el Augur, que era un caballero que había accedido al Senado de la mano de su patrón, el pontífice máximo Ahenobarbo. Ya al elegirse aquel jurado se habían producido violencias, porque los ex gladiadores pagados por Servilio el Augur habían tratado de interrumpir el juicio; pero los jóvenes nobles, encabezados por Cepio hijo y Metelo Pío, los habían expulsado, matando a uno de ellos. El jurado tomó buena nota y se resignó a escuchar a los hermanos Lúculo con mayor interés del previsto.
–Declararán culpable al Augur -dijo Mario a Sila, mientras asistían de cerca al juicio sin perderse un solo detalle.
–Efectivamente -contestó Sila, que estaba fascinado por el mayor de los Lúculo-. ¡Magnífico! – exclamó cuando el joven concluyó su requisitoria-. ¡Me gusta ese muchacho, Cayo Mario!
–Es altanero y frío como su padre -replicó Mario, impasible.
–Bien se ve que estás de parte del Augur -añadió Sila, muy serio.
Mario encajó sonriente la puya.
–Me pondría de parte de un mono africano si les hiciera la vida imposible a los conservadores partidarios del ausente Meneitos, Lucio Cornelio.
–Servilio el Augur sí que es un mono africano -replicó Sila.
–No te digo que no. Va a salir perdiendo.
Fue una predicción que se cumplió cuando el jurado (al ver a la pandilla de jóvenes nobles de Cepio hijo) dictó el veredicto unánime de DAMNO, aun después de haberse enternecido con las apasionadas defensas de Craso Orator y Mucio Escévola.
No constituyó sorpresa que el juicio concluyera con una reyerta, que Mario y Sila contemplaron desde una prudencial distancia, y con gran alborozo en el momento en que el pontífice máximo Ahenobarbo propinó un puñetazo en la boca al insufriblemente eufórico Catulo César.
–¡Por Pólux y Linceo! – exclamó Mario, encantado al ver que los dos se disponían a enfrentarse a puñetazos-. ¡Vamos, dale, Quinto Lutacio Pólux! – gritó.
–No es mala alusión clásica, dado que los Ahenobarbos perjuran que fue Pólux quien les concedió el rojo de sus negras barbas -dijo Sila cuando un directo de Catulo César tiñó de rojo el rostro de Ahenobarbo.
–Esperemos -añadió Mario, girando sobre sus talones en cuanto la pelea concluyó, con la derrota de Ahenobarbo- que esto ponga fin a los acontecimientos del Foro este año aciago.
–Oh, no lo sé, Cayo Mario. Aún tenemos que aguantar las elecciones consulares.
–Afortunadamente no se celebran en el Foro.
Dos días después, Marco Antonio celebraba su triunfo, y dos días más tarde era elegido primer cónsul para el año en puertas; su colega consular fue nada menos que Aulo Postumio Albino, aquel cuya invasión de Numidia diez años atrás había precipitado la guerra contra Yugurta.
–¡Los electores son unos perfectos asnos! – dijo, algo exaltado, Mario a Sila-. ¡Han elegido de segundo cónsul a uno de los mejores ejemplos que conozco de ambición unida a nulo talento! ¡Bah, tienen una memoria tan efímera como su mierda!
–Es que dicen que el estreñimiento causa torpeza mental -comentó Sila, sonriendo pese a que un nuevo temor le asaltaba. Esperaba presentarse a pretor en las elecciones del año siguiente, pero aquel día había captado una mala disposición en la Asamblea centuriada por los candidatos partidarios de Mario. Sin embargo, ¿cómo distanciarse de aquel hombre que tanto le había ayudado?, se preguntaba acongojado.
–Afortunadamente, pienso que va a ser un año de poca imaginación y Aulo Albino no tendrá ocasión de estropear las cosas -prosiguió Mario, ignorante de las reflexiones de Sila-. Por primera vez en mucho tiempo, Roma no tiene enemigos importantes. Podemos descansar y Roma podrá respirar.
Sila hizo un esfuerzo y apartó de su mente la idea de aquel pretorado que sabía iba a costarle.
–¿Y la profecía? – inquirió de improviso-. Marta dijo claramente que serías cónsul de Roma siete veces.
–Seré cónsul siete veces, Lucio Cornelio.
–Lo dices convencido.
–Sí.
–Yo me contentaría con ser pretor -añadió Sila con un suspiro.
La hemiparesia facial hizo que el afectado profiriese un increíble bufido desdeñoso.
–¡Tonterías! – añadió en tono enérgico-. Eres cónsul en esencia, Lucio Cornelio. De hecho, llegarás a ser el primer hombre de Roma.
–Gracias por tu fe en mí, Cayo Mario -respondió Sila con una sonrisa casi tan retorcida como la de Mario en aquellos días-. Pero, teniendo en cuenta nuestra diferencia de edad, no tendré que competir contigo en las elecciones.
–¡Qué combate de titanes! – replicó Mario riendo-. Pero no hay peligro -añadió con absoluta convicción.
–Ahora, dejando la silla curul y no proyectando entrar en el Senado, ya no serás el primer hombre de Roma, Cayo Mario.
–Cierto, cierto, pero mira, Lucio Cornelio, he tenido una buena carrera. Y en cuanto se me pase esta horrenda enfermedad, volveré.
–Y, entretanto, ¿quién será el primer hombre de Roma? – inquirió Sila-. ¿Escauro? ¿Catulo?
–¡¡Nemo!! – tronó Cayo Mario, acompañándolo de una carcajada-. ¡Nadie! ¡Ahí está la gracia, porque ninguno de ellos me llega a la altura del zapato!
Sila le secundó echándose a reír, le pasó el brazo por los togados hombros y le dio un afectuoso apretón, mientras se alejaban de la saepta camino de casa. Ante ellos se alzaba el monte Capitolino; un amplio haz de sol invernal iluminaba la cuadriga argéntea de la Victoria en el frontón del templo de Júpiter Optimus Maximus, bañando la ciudad de Roma con un fulgor dorado.
–¡Hace daño a los ojos! – gimió Sila. Pero era incapaz de apartar la vista.